TERCERA PARTE. LA OBSCURIDAD ESPERA

32

La rampa de entrada a la autovía Ronald Reagan de Tampa Avenue estaba cerrada y el tráfico era desviado por Rinaldi hasta la entrada de Porter Ranch Drive. Todo el acceso a la autovía estaba obstruido por vehículos oficiales de la policía. La División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles, la Patrulla de Autopistas de California y la Oficina del Forense estaban representadas, junto con miembros de la unidad de Casos Abiertos. Abel Pratt había hecho llamadas y había facilitado las cosas para que la unidad asumiera el caso. Puesto que el asesinato de Roland Mackey se había producido en la entrada de una autovía estatal, el caso técnicamente pertenecía a la jurisdicción de la Patrulla de Autopistas de California. Sin embargo, la patrulla de autopistas estaba más que satisfecha de cederlo, sobre todo porque la muerte era vista como parte de una investigación en curso del Departamento de Policía de Los Ángeles. En otras palabras, se iba a permitir que el departamento limpiara su propia basura.

El jefe del cuartel local de la PAC ofreció su mejor experto en accidentes de la brigada, y Pratt aceptó la oferta. Además, Pratt había reunido algunos de los mejores profesionales de quu podía disponer el departamento, todo ello en plena noche.

Bosch y Rider pasaron la mayor parte del tiempo de la investigación de la escena del crimen sentados en la parte de atrás del coche de Pratt, donde fueron interrogados en profundidad por su superior y después por Tim Marcia y Rick Jackson, que fueron llamados a sus casas para dirigir la investigación de la muerte de Mackey. Puesto que Boch y Rider habían de algún modo tomado parte de algunos de los acontecimientos y eran testigos de otros, se determinó que no podían ser los encargados del caso. Se trataba de una formalidad técnica, pues estaba claro que Bosch y Rider iban a seguir con la investigación del caso Verloren, y al hacerlo obviamente perseguirían al asesino de Roland Mackey.

Alrededor de las tres de la mañana los investigadores forenses se reunieron con los detectives de homicidios para repasar la información recopilada hasta entonces. El cadáver de Mackey acababa de ser sacado de debajo del camión y la escena había sido fotografiada, grabada en video y dibujada a conciencia. Ya se consideraba una escena abierta y todos podían caminar con libertad por ella.

Pratt pidió al investigador de la PAC, un hombre alto llamado David Allmand, que empezara. Allmand utilizó un puntero láser para delinear hs marcas de neumáticos en la carretera y la gravilla que a su entender estaban relacionadas con la muerte de Mackey. También señaló la parte trasera del camión grúa, donde habían dibujado con tiza círculos en torno a varios arañazos, abolladuras y golpes en la pesada puerta de acero. Su conclusión era la misma a la que habían llegado Bosch y Rider al cabo de segundos de encontrar a Mackey. Había sido asesinado.

– Las marcas de los neumáticos nos dicen que la víctima detuvo el camión grúa en el arcén, a unos treinta metros al oeste de este punto -explicó Allmand-. Probablemente lo hizo para esquivar al vehículo averiado. El camión grúa retrocedió después por el arcen hasta esta posición de aquí. El conductor puso la transmisión en bloqueo y echó el freno de mano antes de salir del camión. Si tenía prisa, como indica parte de la información secundaria, podría haber ido directamente a la parte de atrás para bajar el material de arrastre. Fue entonces cuando lo embistieron.

»El coche averiado obviamente no estaba averiado. El conductor pisó a fondo el acelerador y arrancó, arrollando al conductor del camión contra la parte posterior de su vehículo y el gancho de la grúa. Para preparar la maniobra, la víctima se habría inclinado para soltar el gancho. Probablemente estaba haciendo eso cuando fue golpeado, lo cual explicaría las heridas en 1a cabeza. Golpeó de cara en el gancho. Hay sangre en el brazo del gancho.


Allmand hizo un barrido con la luz roja del láser sobre el engranaje del gancho de la grúa para ilustrar su explicación.

– El coche retrocedió -continuó el investigador-. Y eso es lo que provocó las marcas estriadas de los neumáticos en el asfalto. Luego aceleró para un segundo golpe. La víctima probablemente ya había recibido una herida fatal del primer impacto, pero seguía con vida. Es probable que cayera al suelo después del primer golpe y con sus últimas fuerzas se metiera debajo del camión para evitar un segundo impacto. Y por supuesto, la víctima sucumbió a sus heridas mientras estaba debajo del camión.

Allmand hizo una pausa para permitir que le plantearan preguntas, pero su intervención fue acogida con un macabro silencio. A Bosch no se le ocurrió ninguna pregunta. Allmand concluyó su informe señalando dos líneas de neumáticos hechas en la gravilla y el asfalto.

– La rueda del vehículo que golpeó no es muy ancha -dijo-. Eso reducirá algo las posibilidades. Probablemente será un coche de importación. He tomado medidas, y en cuanto consulte los catálogos de los fabricantes podré elaborar una lista de los coches que pueden haber dejado estas marcas. Se lo comunicaré.

Al ver que nadie decía nada, Allmand usó su láser para rodear una pequeña mancha de aceite en el asfalto.

– Además, el vehículo que golpeó perdía aceite. No mucho, pero sí resulta importante para que un fiscal sepa cuánto tiempo esperó aquí el asesino a la víctima, podríamos cronometrar la filtración una vez que se recupere el vehículo y obtener una estimación del tiempo que habría hecho falta para dejar aquí esta pequeña mancha.

Pratt asintió.

– Es bueno saberlo -dijo.

Pratt le dio las gracias a Allmand y solicitó al ayudante del forense, Ravi Patel, que expusiera su informe del examen preliminar del cadáver. Patel empezó enumerando las múltiples fracturas óseas y heridas que resultaban obvias tras un examen externo del cadáver. Explicó que el impacto probablemente fracturó el cráneo de Mackey, le aplastó la órbita de su ojo izquierdo y le dislocó la mandíbula. Las caderas y el costado izquierdo del torso de la víctima se aplastaron. El brazo y el muslo izquierdos también estaban rotos.

– Es probable que estas heridas se produjeran en un impacto inicial-dijo-. La víctima probablemente estaba de pie y el impacto provino del lado trasero derecho.

– ¿Podría haber conseguido meterse debajo del camión? -preguntó Rick Jackson.

– Es posible -respondió Patel-. Hemos visto que el instinto de supervivencia permite a la gente hacer cosas increíbles. No lo sabré hasta que lo abra, pero lo que solemos ver en casos como éste es que la compresión perfora los pulmones. Los pulmones se llenan de sangre. Tarda un poco. Podría haber reptado a lo que creía que era un lugar seguro.

«Y ahogarse en el arcén de la autopista», pensó Bosch.

El siguiente en exponer su informe fue el investigador jefe de la División de Investigaciones Científicas, que resultó ser el hermano de Ravi Patel, Raj. Bosch conocía a ambos de casos anteriores y sabía que los dos estaban entre los mejores.

Raj Patel expuso los aspectos esenciales de la investigación de la escena del crimen e informó de que los esfuerzos de Mackey para salvar su vida al meterse debajo del camión podrían en útima instancia permitir a los investigadores capturar a su asesino.

– El segundo impacto en el camión se produjo sin el cuerpo como parachoques, por así decirlo. Fue metal contra metal. Tenemos transferencia de metal y pintura y hemos recogido diversas muestras. Si encontramos el vehículo del asesino, podremos relacionarlo con el caso con un ciento por ciento de precisión.

Bosch pensó que era rayo de luz en medio de tanta oscuridad.

Después de que Patel concluyera su informe, los reunidos en la escena del crimen empezaron a dispersarse. Los investigadores se encaminaron a cumplir diversos cometidos que Pratt quería llevar a cabo antes de que toda la unidad se reuniera en el Pacific Dining Car a las nueve de la mañana para discutir el caso.

A Marcia y Jackson se les asignó el registro del domicilio de Mackey, lo cual implicaría despertar a un juez y conseguir que firmara una orden judicial, porque Mackey compartía la casa con William Burkhart, y Burkhart era un posible sospechoso en el asesinato. La casa -en la cual se presumía que estaba Burkhart- se hallaba bajo vigilancia en el momento en que Mackey fue interceptado en la autovía. Sin embargo, Burkhart podía haber enviado a alguien a ejecutar el asesinato y era visto como sospechoso hasta que se le eximiera de implicación.

Una de las primeras llamadas que Bosch y Rider habían hecho después de encontrar a Mackey debajo del camión grúa había sido a Kehoe y Bradshaw, los dos detectives de Robos y Homicidios que vigilaban la casa de Mariano Street. Ellos inmediatamente entraron en la casa y pusieron bajo custodia a Burkhart y a una mujer identificada como Belinda Messier. Ambos estaban esperando para ser interrogados en el Parker Center, y Bosch y Rider consiguieron ese encargo de Pratt.

Sin embargo, al volverse para subir por la pendiente de la salida de la autovía hacia el coche de Rider, Pratt les pidió que esperaran. Se acercó a ellos y les habló de modo que no pudiera oírles nadie más presente en la escena del crimen.

– Supongo que no hace falta que os diga que van a saltar chispas con esto -advirtió.

– Lo sabemos -dijo Rider.

– No sé qué forma tomará la investigación, pero creo que podéis contar con que la habrá -dijo Pratt.

– Estaremos preparados -dijo Rider.

– Puede que queráis hablar de eso de camino al centro -propuso Pratt-. Para asegurar que todos estamos en la misma sintonía.


Bosch sabía que Pratt les estaba diciendo que cuadraran sus historias para que pudieran ser presentadas al unísono y del modo en que mejor les sirviera, incluso si eran interrogados por separado.

– No se preocupe -dijo Rider.

Pratt miró a Bosch y después apartó la mirada, dirigiéndola de nuevo al camión grúa.

– Lo sé -dijo Bosch-. Soy un novato. Si alguien ha de cargar con la culpa por esto, seré yo. No pasa nada. Todo fue idea mía.

– Harry -dijo Rider-. Eso no…

– Era mi plan -dijo Bosch, interrumpiéndola-. Soy el culpable.

– Bueno, quizá no hagan falta culpables -dijo Pratt-. Cuanto antes resolvamos esto mejor para todos. El éxito hace que la basura se marche por el desague. Así que encerremos a ese cabrón a la hora de desayunar.

– Hecho, jefe -dijo Rider.

Al subir la cuesta, Bosch y Rider no hablaron.

33

El Parker Center estaba desierto cuando llegaron Bosch y Rider. A pesar de que muchas unidades de investigación operaban desde el edificio que albergaba el cuartel general, sobre todo estaba ocupado por el personal de mando y los servicios de apoyo. El edificio no cobraba vida hasta después de que amaneciera. En el ascensor, Bosch y Rider se separaron. Bosch fue directamente a la División de Robos y Homicidios de la tercera planta para relevar a Kehoe y Bradshaw mientras Rider hacía una parada en la oficina de la unidad de Casos Abiertos para coger el archivo con la información que había reunido antes sobre William Burkhart.

– Te veo enseguida -le dijo a Bosch cuando éste salió del ascensor-. Espero que Kehoe y Bradshaw hayan hecho café.

Bosch dobló la esquina de la zona de espera de los ascensores y se dirigió por el pasillo hasta las puertas de doble batiente de Robos y Homicidios. Una voz lo detuvo desde atrás.

– ¿Qué le dije de los recauchutados?

Bosch se volvió. Era Irving, que llegaba desde el pasillo opuesto. No había nada en aquella dirección más que los servicios informáticos. Bosch supuso que había estado esperandole en el pasillo. Trató de no demostrar sorpresa por el hecho de que aparentemente Irving ya estuviera al corriente de lo que había ocurrido en la autovía.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Oh, quería empezar temprano. Va a ser un gran día.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y le haré una advertencia justa. Por la mañana la prensa estará alertada de esta cagada suya de medianoche. Los periodistas sabrán cómo usó a este tipo, Mackey, de cebo, sólo para conseguir que lo mataran de la forma más horrible. Preguntarán cómo se aceptó la entrada en el departamento de un detective retirado para que hiciera esto. Pero no se preocupe. Lo más probable es que esas preguntas se las planteen al Jefe de policía que puso todo esto en marcha.

Bosch se rió y sacudió la cabeza, como si no sintiera la amenaza.

– ¿Eso es todo? -preguntó.

– También instaré al jefe de la División de Asuntos Internos para que abra una investigación acerca de cómo condujo este caso, detective Bosch. Yo que usted no me acostumbraría demasiado a haber vuelto.

Bosch dio un paso hacia Irving, esperando volver hacia él parte de la amenaza.

– Bien, jefe, hágalo. Espero que también prepare al jefe para lo que diré a sus investigadores así como a los periodistas respecto a su culpabilidad en todo esto.

Hubo una larga pausa antes de que Irving mordiera el anzuelo.

– ¿Qué tonterías está diciendo?

– Este hombre del que le preocupa tanto que fuera usado como cebo fue dejado en libertad hace diecisiete años por ustedes, jefe. Quedó en libertad para que usted pudiera hacer un trato con Richard Ross. Mackey debería haber estado en prisión. En cambio, utilizó la pistola de uno de sus pequeños robos para matar a una chica inocente de dieciseis años.

Bosch esperó, pero Irving no dijo nada.

– Es cierto -dijo Bosch-, puede que yo tenga las manos manchadas con la sangre de Roland Mackey, pero usted, las tiene manchadas con la de Rebecca Verloren. ¿Quiere ir a los medios y a Asuntos Internos con eso? Bien, inténtelo lo mejor que pueda, y ya veremos que ocurre.

Irving demudó el semblante. Dio un paso hacia Bosch hasta que sus rostros estuvieron a sólo unos centímetros.

– Se equivoca, Bosch. Entonces se eximió de culpabilidad en el caso Verloren a todos esos chicos.

– ¿Sí? ¿Cómo? ¿Quién los eximió? Green y García seguro que no. Usted los sacó de en medio. Como al padre de la chica. Usted y uno de sus sabuesos lo apartaron del camino también a él. Bosch señaló con un un dedo al pecho de Irving-. Dejó que asesinos quedaran libres para poder mantener a salvo su pequeño trato.

La urgencia entró en la voz de Irving cuando éste respondió.

– Se equivoca por completo en esto -dijo-. ¿De verdad cree que habríamos dejado libres a los asesinos?

Bosch sacudió la cabeza, dio un paso atrás y casi se echó a reír.

– De hecho, lo creo.

– Escúcheme, Bosch. Comprobamos las coartadas de hasta el último de esos chicos. Estaban todos limpios. Para algunos de ellos, nosotros eramos su coartada porque los estábamos vigilando. De todos modos, también nos aseguramos de que todos los miembros del grupo estaban limpios en esto, y solamente entonces les dijimos a Green y García que se retiraran. Al padre también se lo dijimos, pero no hizo caso.

– Así que lo aplastaron, ¿no, jefe? Lo hundieron en el pozo.

– Había que actuar. Existía mucha tensión en la ciudad entonces. No podíamos permitirnos que el padre anduviera diciendo cosas que no eran ciertas.

– No me suelte ese rollo de que lo hicieron por el bien de la comunidad, jefe. Usted había hecho un trato, y eso era lo que le preocupaba. Tenía a Ross y a Asuntos Internos en el bolsillo y quería que se mantuviera así. Pero se equivocó de medio a medio. El ADN lo prueba. Mackey pudo matar a Verloren y su investigación no valía una mierda.

– No, espere un momento. Sólo prueba una cosa. Que él tenía la pistola. Yo también he leído la historia que coló hoy en el periódico. El ADN lo relaciona con la pistola, no con el asesinato.

Bosch hizo un gesto de desdén. Sabía que no tenía sentido discutir con Irving. Su única esperanza era que su propia amenaza de ir a los medios y a Asuntos Internos neutralizara la amenaza de Irving. Creía que estaban en una posición de tablas.

– ¿Quién comprobó las coartadas? -preguntó con calma.

Irving no respondió.

– Deje que lo adivine. McClellan. Metió sus zarpas en todo esto.

De nuevo Irving no respondió. Era como si se hubiera sumido en el recuerdo de diecisiete años atrás.

– Jefe, quiero que llame a su perro guardián. Sé que todavía trabaja para usted. Cuéntele que quiero información de las coartadas. Quiero detalles. Quiero informes. Quiero todo lo que tenga a las siete de la mañana de hoy, o se acabó. Haremos lo que tengamos que hacer y que sea lo que tenga que ser.

Bosch estaba a punto de volverse cuando Irving habló por fin.

– No hay informes de coartadas -dijo-. Nunca los hubo.

Bosch oyó que se abría la puerta del ascensor y enseguida Rider dobló la esquina con una carpeta en la mano. Se detuvo en seco al ver la confrontación. No dijo nada.

– ¿No hay informes? -le dijo Bosch a Irving-. Pues será mejor que tenga buena memoria. Buenas noches, jefe.

Bosch se volvió y enfiló por el pasillo. Rider se apresuró a alcanzarlo. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Irving no les estaba siguiendo. Después de que franquearan las puertas de doble batiente de Robos y Homicidios, ella habló.

– ¿Tenemos problemas, Harry? ¿Va a volver esto contra la sexta planta?

Bosch la miró. Por la mezcla de pánico y miedo en el rostro de ella comprendió lo importante que iba a ser su respuesta.

– No si puedo evitarlo -le dijo.

34

William Burkhart y Belinda Messier estaban en salas de interrogatorios distintas. Bosch y Rider decidieron empezar por Messier para que Burkhart tuviera que esperar y devanarse los sesos. También les daría tiempo para que Marcia y Jackson consiguieran la orden y entraran en la casa de Mariano. Lo que encontraran allí podría resultar útil durante el interrogatorio de Burkhart.

Belinda Messier ya había surgido antes en la investigación. El número del móvil que utilizaba Mackey estaba registrado a nombre de ella. En el informe que Kehoe y Bradshaw les habían dado a Bosch y Rider después de que éstos llegaran, la describieron como la novia de Burkhart. Había proporcionado esa infomación de motu proprio cuando los detectives de Robos y Homicidios habían detenido a ambos. Después apenas les dijo nada más.

Belinda Messier era una mujer menuda con un pelo castaño desvaído que le enmarcaba el rostro. Su aspecto resultaba engañoso por lo dura que iba a ser. Pidió un abogado en cuanto Rider y Bosch entraron en la sala.

– ¿Para qué quiere usted ver a un abogado? -preguntó Bosch-. ¿Cree que está detenida?

– ¿Me está diciendo que puedo irme? -Messier se levantó.

– Siéntese -dijo Bosch-. Esta noche han matado a Roland Mackey y usted también podría estar en peligro. Está en custodia de protección. Eso significa que no va a salir de aquí hasta que aclaremos algunas cosas.

– No sé nada de eso. Estuve toda la noche con Billy hasta que aparecieron ustedes.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Messier sólo dio información a regañadientes. Explicó que conocía a Mackey a través de Burkhart y que accedió a solicitar un móvil para Mackey y darle el aparato porque él no disponía de un informe de crédito viable. Explicó a los detectives que Burkhart no trabajaba y que vivía de una pensión de daños que había recibido a raíz de un accidente de coche sufrido dos años antes. Compró la casa de Mariano Street con la indemnización y cobraba alquiler a Mackey. Messier explicó que ella no vivía en la casa, pero que pasaba muchas noches allí con Burkhart. Cuando le preguntaron por los vínculos pasados de Burkart y Mackey con grupos de supremacía blanca fingió sorpesa. Cuando le preguntaron por la pequeña esvástica que llevaba tatuada entre el pulgar y el índice de la mano derecha dijo que pensaba que era un símbolo navajo de buena suerte.

– ¿Sabe quién mató a Rolan Mackey? -preguntó Bosch después del largo preámbulo de preguntas.

– No -dijo ella-. Era un buen tipo. Es lo único que sé.

– ¿Qué dijo su novio después de que llamara Mackey?

– Nada. Sólo que iba a quedarse despierto para hablar con Ro de algo cuando él llegara a casa. Dijo que quizá saldrían para tener un poco de intimidad.

– ¿Nada más?

– Eso fue lo que dijo.

La abordaron varias veces y desde distintos ángulos, con Bosch y Rider turnándose en llevar la iniciativa, pero el interrogatorio no proporcionó ningún fruto a la investigación.

El siguiente era Burkhart, pero antes de empezar con el interrogatorio Bosch llamó a Marcia y Jackson para que les pusieran al día.

– ¿Aún estáis en la casa? -preguntó Bosch a Marcia.

– Sí, estamos aquí. Todavía no hemos encontrado nada.

– ¿Y un móvil?

– De momento no. ¿Crees que Burkhart podría haberse escabullido de Kehoe y Bradshaw?

– Todo es posible, pero lo dudo. No estaban durmiendo. Se quedaron un momento en silencio como si reflexionaran, y entonces habló Marcia.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que Mackey murió y tú llamaste a Kehoe y Bradshaw y les dijiste que lo detuvieran?

Bosch repasó sus acciones en la autovía antes de responder.

– Fue muy rápido -dijo finalmente-. Máximo diez minutos.

– Pues ahí lo tienes -dijo Marcia-. ¿Llegar de la ciento dieciocho en Porter Ranch hasta Mariano Street, en las colinas de Woodland, en diez minutos máximo? ¿Y sin que nuestros chicos lo vieran? Imposible. No fue él. Kehoe y Bradshaw son su coartada.

– Y no hay móvil en la casa…

Ya sabían que la línea fija de la vivienda no había sido utilizada para hacer una llamada porque ésta se habría registrado en el equipo de monitorización de ListenTech.

– No -dijo Marcia-. No hay móvil ni llamadas desde el fijo. No creo que sea nuestro hombre.

Bosch todavía no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer. Le dio las gracias y colgó, después le dio las malas noticias a Rider.

– Entonces ¿qué hacemos con él? -preguntó ella.

– Bueno, podría no ser nuestro hombre con Mackey, pero Mackey lo llamó a él después de que le leyeran el artículo. Aún podría ser bueno para Verloren.

– Pero eso no tiene sentido. El que mató a Mackey ha de ser su socio con Verloren, a no ser que estés diciendo que lo que ocurrió en la rampa de entrada es sólo una coincidencia en todo esto.

Bosch negó con la cabeza.

– No, no estoy diciendo esto. Sólo nos estamos saltando algo. Burkhart tuvo que enviar un mensaje desde esa casa.

– ¿Te refieres a que llamó a un pistolero? No funciona, Harry. Bosch asintió. Sabía que ella tenía razón. No encajaba.

– Muy bien, entonces vamos a entrar ahí dentro y a ver qué nos cuenta.

Rider accedió y pasaron unos minutos preparando una estrategia de interrogatorio antes de volver a salir al pasillo de detrás de la sala de brigada y entrar en la sala de interrogatorios donde esperaba Burkhart.

El ambiente en la sala estaba cargado con el olor corporal de Burkhart; Bosch dejó la puerta abierta. Burkhart tenía la cabeza apoyada en sus brazos cruzados. Cuando no se levantó de su sueño fingido, Bosch le dio una patada a la pata de la silla y esto hizo que levantara la cabeza.

– Arriba, Billy Blitzkrieg -dijo Bosch.

Burkhart tenía un cabello negro y rebelde, que le caía en el rostro de tez pálida. Tenía aspecto de no salir mucho durante el día.

– Quiero un abogado -dijo Burkhart.

– Todos queremos uno. Pero empecemos por el principio. Me llamo Bosch, y ella es Rider. Usted es William Burkhart y está detenido como sospechoso de asesinato. Rider empezó a leerle los derechos pero él la cortó.

– ¿Están locos? No he salido de casa. Mi novia ha estado todo el tiempo conmigo.

Bosch se llevó un dedo a los labios.

– Déjela terminar, Billy, y entonces podrá mentirnos todo lo que quiera.

Rider terminó de leerle sus derechos de la parte posterior de una de sus tarjetas de visita, y Bosch volvió a asumir el control del interrogatorio.

– Ahora, ¿qué estaba diciendo?

– Estoy diciendo que la han cagado. Estuve en casa todo el tiempo y tengo un testigo que puede probarlo. Ro era mi amigo. ¿Por qué iba a matarlo? Esto es un chiste malo, así que ¿por qué no me dejan llamar a mi abogado para que se ría un rato?

– ¿Ha terminado Bill? Porque tengo una noticia que darle. No estamos hablando de Roland Mackey. Estamos hablando de hace diecisiete años con Rebecca Verloren. ¿La recuerda? ¿Usted y Mackey? ¿La chica que subieron por la colina? Es de ella de quien estamos hablando.

Burkhart no mostró nada. Bosch había estado esperando algo que lo delatara, algún tipo de señal de que estaba en la pista correcta.

– No sé de qué está hablando -dijo Burkhart, con el rostro pétreo.

– Le tenemos en cinta. Mackey llamó anoche. Ha terminado, Burkhart. Diecisiete años es una buena fuga, pero ha terminado.

– No tienen una mierda. Si tienen una cinta, entonces lo único que tienen es a mí diciendo que se callara. No tengo teléfono móvil y no me fío de ellos. Es una medida de precaución. Si iba a empezar a contarme sus problemas no quería que lo hiciera en un puto teléfono móvil. Por lo que respecta a esa Rebecca como se llame, no sé nada de eso. Creo que tendría que habérselo preguntado a Ro mientras tuvo la ocasión.

Miró a Bosch y guiñó un ojo. Bosch sintió ganas de agarrarlo, pero no lo hizo.

Estuvieron haciendo guantes verbalmente durante otros veinte minutos, pero ni Bosch ni Rider consiguieron mellar siquiera la armadura de Burkhart. Finalmente, Burkhart dejó de participar en el tira y afloja repitiendo una vez más que quería un abogado y sin responder en modo alguno a cualquier pregunta que le plantearan.

Rider y Bosch abandonaron la sala para discutir sus opciones y coincidieron en que éstas eran mínimas. Se habían echado un farol con Burkhart, y éste les había calado. Ya sólo les quedaba presentar cargos y conseguirle su abogado o dejarlo en libertad.

– No lo tenemos, Harry -dijo Rider-. No deberíamos engañarnos a nosotros mismos. Yo digo que lo soltemos.

Bosch asintió. Sabía que su compañera tenía razón. No tenían pruebas en ese momento, y para el caso podrían no tenerlas nunca. Mackey, el único vínculo directo que tenían con Verloren, estaba muerto. Las propias acciones de Bosch lo habían perdido. Ahora tendrían que retroceder en el tiempo e investigar a fondo a Burkhart en busca de algo que se pasara por alto o se desconociera diecisiete años antes. La completa depresión de la situación del caso le estaba cayendo a plomo.

Abrió el teléfono y llamó otra vez a Marcia.

– ¿Algo?

– Nada, Harry. Ningún teléfono, ninguna prueba, nada.

– Vale. Sólo para que lo sepáis, vamos a soltado. Podría aparecer por allí dentro de un rato.

– Genial. No le va a gustar lo que se va a encontrar.

– Bien.

Bosch cerró el teléfono y miró a Rider. Los ojos de ella contaban la historia. Desastre. Sabía que la había deprimido. Por primera vez pensó que tal vez Irving tenía razón, quizá no debería haber vuelto.

Voy a decirle que es un hombre libre -dijo.

Después de que se alejara, Rider lo llamó.

– Harry, no te culpo.

Bosch la miró.

– Yo aprobé todos los pasos que dimos. Era un buen plan.

Bosch asintió.

– Gracias, Kiz.

35

Bosch fue a su casa a ducharse, cambiarse de ropa y quizá cerrar un rato los ojos antes de dirigirse de nuevo al centro para la reunión de la unidad. Una vez más condujo a través de una ciudad que apenas se estaba despertando. Y una vez más le pareció grotesca, llena de aristas afiladas y miradas severas. Ahora todo le parecía grotesco.

Bosch no deseaba que llegara la reunión de la unidad. Sabía que todas las miradas estarían puestas en él. Todo el mundo en Casos Abiertos comprendía que a partir de ese momento sus acciones serían analizadas y cuestionadas a posteriori después de la muerte de Mackey. También entendían que si estaban buscando una razón que constituyera una amenaza potencial a sus carreras no tenían que buscar muy lejos.


Bosch dejó las llaves en la encimera de la cocina y escuchó el contestador. No había mensajes. Miró su reloj y determinó que disponía de al menos un par de horas antes de salir hacia el Pacific Dining Car. Mirar la hora le recordó el ultimátum que le había dado a Irving durante su cnfrontación en el pasillo, fuera de Robos y Homicidios. Pero Bosch dudaba de que tuviera noticias de Irving o McClellan. Al parecer, todo el mundo calaba sus faroles.

Era consciente de que, con todo lo que pesaba sobre él, dormir un par de horas no era una opción realista. Se había llevado a casa el expediente y los archivos acumulados. Decidió que trabajaría en ellos. Sabía que cuando todo lo demás se torcía siempre quedaba el expediente del caso. Tenía que mantener la mirada fija en la presa. El caso.

Puso en marcha la cafetera, se dio una ducha de cinco minutos y empezó a trabajar releyendo el expediente mientras en el reproductor de discos compactos sonaba una versión remezclada de Kind Of Blue.

Le machacaba la sensación de que se estaba perdiendo algo que tenía delante de las narices. Sentía que se vería acosado por el caso, que cargaría con él para siempre, a no ser que lo desmenuzara y encontrara lo que faltaba. Y sabía que si tenía que encontrarlo en algún sitio sería en el expediente.

Decidió que esta no leería los documentos en el orden en que se los habían presentado los primeros investigadores del caso. Abrió las anllas y sacó los documentos. Empezó a leerlos en orden aleatorio, tomandose su tiempo, asegurándose de que asimilaba cada nombre, cada palabra, cada foto.

Al cabo de quince minutos estaba mirando otra vez las fotos del dormitorio de Rebecca Verloren cuando oyó que la puerta de un coche se cerraba delante de su casa. Con curiosidad por saber quién aparcaría tan temprano se levantó y se acercó a la puerta. A traves de la mirilla vio a un hombre solo que se aproximaba. Era difícil verlo con claridad a través de la lente convexa de la mirilla. Bosch abrió la puerta de todos modos antes de que el hombre tuviera la oportunidad de llamar.

Al hombre no le sorprendió que su aproximación hubiera sido vista. Bosch podía asegurar por su actitud que era poli.

– ¿McClellan?

Éste asintió.

– Teniente McClellan. Y supongo que usted es el detective Bosch.

– Podría haber llamado.

Bosch retrocedió para dejarle pasar. Ninguno de los dos hombres tendió la mano. Bosch pensó que era típico de Irving emviar al hombre a la casa. Se trataba de un procedimiento estándar en la estrategia intidatoria del «sé dónde vives».

– Pensé que sería mejor que habláramos cara a cara -dijo McClellan.

– ¿Pensó? ¿O lo pensó el jefe Irving?

McClellan era un hombre alto, con cabello rubio casi transparente y mejillas rubicundas. A Bosch se le ocurrió que podría describirse como bien alimentado. Sus mejillas se tornaron de un tono más oscuro ante la pregunta de Bosch.


– Mire, he venido a cooperar con usted, detective.

– Bien. ¿Puedo ofrecerle algo? Tengo agua.

– Agua estará bien.

– Siéntese.

Bosch fue a la cocina, sacó del armario el vaso más sucio de polvo y lo llenó de agua del grifo. Apagó el interruptor de la cafetera. No iba a dejar que McClellan se sintiera a gusto.

Cuando volvió a la sala de estar, McClellan estaba contemplando el paisaje a través de las puertas correderas de la terraza. El aire era claro en el paso de Sepúlveda. Pero todavía era temprano.

– Bonita vista -dijo McClellan.

– Lo sé. No veo que lleve ninguna carpeta en la mano, teniente. Espero que no sea una visita de cortesía como las que le hizo a Robert Verloren hace diecisiete años.

McClellan se volvió hacia Bosch y aceptó el vaso de agua y el insulto con la misma impavidez.

– No hay archivos. Si los había, desaparecieron hace mucho tiempo.

– ¿Y qué? ¿Ha venido a convencerme con sus recuerdos?

– De hecho, tengo una gran memoria de aquel periodo. Ha de entender una cosa. Yo era detective de primer grado asignado a la UOP. Si me daban un trabajo, lo hacía. No se cuestionan las órdenes en esa situación. Si lo haces, estás fuera.

– Así que era un buen soldado que hacía su trabajo. Entiendo. ¿Y los Ochos de Chatsworth y el asesinato Verloren? ¿Qué hay de las coartadas?

– Había ocho actores principales en los Ochos. Los descarté a todos. Y no crea que quería exonerarlos a todos y así lo hice. Me pidieron que viera si alguno de esos capullos podía estar implicado. Y lo comprobé, pero todos estaban limpios…, al menos del asesinato.

– Hábleme de William Burkhart y Roland Mackey.

McClellan tomó asiento en una silla que había junto a la televisión. Dejó el vaso de agua, del que todavía no había bebido, en la mesa de centro. Bosch cortó a Miles Davis en medio de Freddie Freeloader y se quedó de pie junto a las puertas correderas, con las manos en los bolsillos.

– Bueno, en primer lugar, Burkhart era fácil. Ya lo estaban vigilando esa noche.

– Explíquelo.

– Acababa de salir deWayside unos días antes. Nos habían avisado que mientras estuvo allí había estado subiendo de tono con la religión racial, de manera que se consideró prudente vigilarlo para ver si quería volver a poner en marcha las cosas.

– ¿Quien lo ordenó?

McClellan se limitó a mirarlo.

– Irving, por supuesto -respondió Bosch-. Para mantener el trato seguro.


Así que la UOP estaba observando a Burkhart, ¿Quién más?

– Burkhart salió y contactó con dos tipos del grupo viejo. Un tipo llamado Withers y otro llamado Simmons. Parecía que podían estar planeando algo, pero la noche en cuestión estaban en una sala de billar de Tampa, emborrachándose. Las coartadas eran sólidas. Dos secretas estuvieron con ellos todo el tiempo. Eso es lo que he venido a decirle. Eran todo coartadas sólidas, detective.

– ¿Sí? Bueno, hableme de Mackey. La UOP no lo estaba vigilando, ¿verdad?

– No, a Mackey no.

– Entonces ¿Qué es lo que era tan sólido?

– Lo que recuerdo de Mackey es que en la noche en que raptaron a la niña estaba con su tutor en Chatsworth High. Iba a la escuela nocturna, para sacarse el graduado escolar. Un juez lo había ordenado como condición de su libertad vigilada. Pero tenía que aprobar y no le iba demasiado bien, de manera que asistía a clases en las noches libres, cuando no había escuela. Y la noche que se llevaron a la chica estaba con su tutor. Yo lo comprobé.

Bosch negó con la cabeza. McClellan estaba tratando de soltarle un rollo.

– ¿Me está diciendo que Mackey estaba yendo a clase con un tutor en plena noche? o me toma el pelo o se creyó una sarta de mentiras de Mackey y su tutor. ¿Quién era el tutor?

– No, no, estuvieron juntos esa misma tarde. No recuerdo el nombre del tipo ahora, pero terminaron a las once como mucho, y después siguieron caminos separados. Mackey fue a su casa.

Bosch puso cara de asombro.

– Eso no es una coartada, teniente. La muerte de la chica se produjo en la madrugada. ¿No lo sabía?

– Por supuesto que lo sabía, pero la hora de la muerte no era el único punto de la coartada. Me pasaron los resúmenes recopilados por los tipos del caso. No hubo entrada forzada en la casa. Y el padre había dado una vuelta y comprobado todas las puertas y cierres después de llegar a casa esa noche a las diez. Eso significa que el asesino tenía que estar ya en la casa en ese momento. Estaba allí escondido, esperando que todos se fueran a dormir.

Bosch se sentó en el sofá y se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas. De repente se dio cuenta de que NcClellan tenía razón yde que todo era diferente. Había leído el mismo informe que había estado en manos de McClellan diecisiete años antes, pero no había asimilado su significado.

El asesino estaba dentro cuando Robert Verloren llegó a casa desde el trabajo.

Bosch sabía que eso cambiaba muchas cosas. Cambiaba no sólo la forma en que veía la primera investigacoón, sino también la forma en que veíala suya.

Sin registrar la agitación interior de Bosch, McClellan continuó.

– Así que Mackey no podía haber entrado en esa casa porque estaba con su tutor. Se descartó. Todos esos pequeños capullos se descartaron. Así que le di a mi jefe un informe verbal, y después él se lo dio a los tipos que trabajaban el caso. Y ahí acabó todo hasta que surgió esa cuestión del ADN.

Bosch estaba asintiendo a lo que McClellan decía, pero estaba pensando en otras cosas.

– Si Mackey estaba limpio, ¿cómo explica su ADN en el arma homicida? -preguntó.

McClellan parecía anonadado. Negó con la cabeza.

– No sé qué decir. No puedo explicado. Los exoneré de implicación en el asesinato real, pero debió…

No terminó. Bosch pensó que realmente parecía herido por la idea de que podría haber ayudado a escapar a un asesino, o al menos a la persona que proporcionó el arma para un asesinato. Parecía como si de repente se hubiera dado cuenta de que Irving lo había corrompido. Bosch lo vio abatido.

– ¿Irving todavía planea avisar a los medios y a Asuntos Internos de todo esto? -preguntó Bosch con calma.

McClellan negó lentamente con la cabeza.

– No -dijo-. Me dijo que le diera un mensaje. Me pidió que le dijera que un pacto sólo es un pacto si cada párte cumple lo suyo. Es todo.

– Una última pregunta -dijo Bosch-. La caja de pruebas del caso Verloren ha desaparecido. ¿Sabe algo de eso?

McClellan lo miró. Bosch se dio cuenta de que había ofendido gravemente al hombre.

– Tenía que preguntarlo -dijo Bosch.

– Lo único que sé es que allí desaparecen cosas -dijo McClellan a través de la mandíbula tensa-. Cualquiera podría haber salido con ella en diecisiete años. Pero no fui yo.

Bosch asintió. Se levantó.

– Bueno, he de volver a ponerme a trabajar de nuevo en esto -dijo.

McClellan entendió la indirecta y se levantó. Pareció tragarse la rabia por la última pregunta, aceptando quizá la explicación de Bosch de que tenía que formularla.

– Muy bien, detective -dijo-. Buena suerte con esto. Espero que encuentre al culpable. Y lo digo en serio.

Le tendió la mano a Bosch. Bosch no conocía la historia de McClellan. No conocía las circunstancias de la vida en la UOP en 1988. Sin embargo, le parecía que McClellan se iba de la casa con más peso encima que cuando había entrado. Así que Bosch decidió estrecharle la mano.

Después de que McClellan se fue, Bosch volvió a sentarse, considerando la idea de que el asesino de Rebecca Verloren había estado escondido en la casa. Se levantó y fue a la mesa del comedor, donde estaban esparcidos los archivos del expediente del caso. Las fotos de la habitación de la niña muerta estaban en el centro. Miró los informes hasta que encontró el de la policía científica sobre el análisis de las huellas dactilares.

El informe tenía varias páginas y contenía el análisis de varias huellas sacadas de superficies de la casa de los Verloren. El resumen principal concluía que ninguna de las huellas obtenidas en la vivienda era desconocida, por consiguiente era probable que el sospechoso o sospechosos hubieran llevado guantes o sencillamente hubieran evitado tocar superficies susceptibles de retener huellas.

El resumen decía que todas la huellas dactilares sacadas de la casa se correspondían con muestras tomadas a miembros de la familia Verloren o gente que tenía una razón apropiada para haber estado en la casa y tocado las superficies donde fueron halladas las huellas.

Esta vez Bosch leyó el informe de manera diferente y en su totalidad. Esta vez ya no estaba interesado en el análisis, sino que quería saber dónde habían buscado huellas los técnicos.

El informe estaba fechado al día siguiente del hallazgo del cadáver de Rebecca. Detallaba una búsqueda rutinaria de huellas en la casa. Todas las superficies tópicas fueron examinadas. Todos los pomos y cierres. Todas las repisas y los marcos de las ventanas. Todos los sitios donde era lógico pensar que el asesino-secuestrador podría haber tocado una superficie al cometer el crimen. A pesar de que había varias huellas en las repisas de las ventanas y pestillos que se recuperaron e identificaron con las de Robert Verloren, el informe señalaba que no se habían recuperado huellas útiles de los pomos de las puertas de la casa. Señalaba asimismo que no era inusual debido a la frotación que se producía rutinariamente al girar los pomos.

Era en lo que no estaba incluido en el informe donde Bosch vio el resquicio a través del cual podía haber escapado un asesino. El equipo de huellas había ido a la casa al día siguiente del descubrimiento del cadáver de la víctima. Eso había sido después de que el caso se interpretara mal dos veces, primero como un caso de personas desaparecidas y después como un suicidio. A ello había que añadir que cuando se organizó una investigación por asesinato el equipo de huellas fue enviado a ciegas. En ese punto no existía ningún conocimiento del caso. La idea de que el asesino podía haberse escondido en el garaje o en algún otro lugar todavía no se había formulado. La búsquedo de huellas dactilares y otras pruebas, como cabellos y fibras, nunca fue más allá de lo obvio, más allá de la superficie.

Bosch sabía que ya era demasiado tarde. Habían pasado demasiados años. Un gato vagaba por la casa y quién sabe cuántos objetos de ventas de garaje habían entrado y salido de una vivienda en la que un asesino se había ocultado y había esperado.

Entonces su mirada se posó en las fotos esparcidas por la mesa y se dio cuenta de algo. La habitación de Rebecca era el único lugar que no estaba contaminado por el paso del tiempo. Era como un museo con sus obras de arte encajadas y casi herméticamente cerrado.

Bosch esparció las fotos del dormitorio delante de él. Había algo en aquellas fotos que le corroía desde la primera vez que las había visto. Todavía no lograba determinado, pero ahora sentía una urgencia en ello. Examinó las fotos del escritorio y la mesilla y después las del armario abierto. Por último, examinó la cama.

Pensó en la foto que se había publicado en el Daily News y sacó el ejemplar del archivo que contenía todos los informes y documentos acumulados durante la reinvestigación del caso. Desdobló el periódico y examinó la foto de Emma Ward y acto seguido la comparó con las fotografías de diecisiete años antes.

La habitación parecía exactamente igual, como si permaneciera intacta por el dolor que emanaba de ella como de un horno. De pronto, Bosch se fijó en una pequeña diferencia. En la foto del Daily News la cama estaba cuidadosamente estirada y alisada por Muriel antes de que hicieran la foto. En las fotos más viejas de la policía, la cama estaba hecha, pero el volante estaba ahuecado hacia fuera por un lateral de la cama y hacia dentro a los pies.

Los ojos de Bosch se movieron de una foto a la otra. Sintió una pequeña gota de adrenalina en la sangre. Eso era lo que le había inquietado. Eso era lo que no cuadraba.

– Dentro y fuera -dijo en voz alta.

Sabía que era posible que el volante hubiera sido tirado hacia dentro a los pies de la cama por alguien que se colara debajo, del mismo modo que era probable que el volante exterior de la colcha hubiera salido hacia fuera por el lateral cuando esa misma persona saliera de debajo de la cama.

Después de que todos estuvieran durmiendo.

Bosch se levantó y empezó a pasearse mientras lo pensaba otra vez. En la foto tomada después del secuestro y asesinato, la cama mostraba claramente la posibilidad de una entrada y una salida. El asesino de Rebecca podría haber estado esperando justo debajo de ella mientras ésta se quedaba dormida.

– Dentro y fuera -repitió Bosch.

Y podía ir más lejos. Sabía que no se habían recuperado huellas útiles en la casa. Pero sólo se habían comprobado las superficies obvias. Eso no significaba necesariamente que el asesino hubiera llevado guantes. Sólo significaba que era lo bastante listo para no tocar lugares obvios con las manos desnudas, o para emborronar las huellas cuando lo necesitó. Aunque el asesino hubiera llevado guantes al entrar en la casa, ¿no podría habérselos quitado mientras esperaba -posiblemente durante horas- debajo de la cama?

Merecía la pena intentarlo. Bosch fue a la cocina para llamar a la División de Investigaciones Científicas y preguntar por Raj Patel.

– Raj, ¿qué estás haciendo?

– Estoy catalogando las pruebas que recogimos ayer en la autovía.

– Necesito que tu mejor hombre de huellas se reúna conmigo en Chatsworth.

– ¿Ahora?

– Ahora mismo, Raj. Después puede que ni siquiera tenga trabajo. Hemos de hacerlo ahora.


– ¿Qué vamos a hacer?

– Quiero levantar una cama y mirar debajo. Es importante, Raj. Si encontramos algo, nos llevaría al asesino.

Hubo un breve silencio y entonces Patel respondió.

– Yo soy mi mejor hombre de huellas, Harry. Dame la dirección.

– Gracias, Raj.

Le dio la dirección a Patel y colgó el teléfono. Tamborileó con los dedos en el mostrador, preguntándose si debería llamar a Kiz Rider. Había estado tan afligida y desanimada al salir del PArker Center que le había dicho que sólo quería irse a casa a dormir. ¿Debería despertarla por segundo día consecutivo? Sabía que ésa no era la cuestión. La cuestión era si debería esperar a ver si había algo debajo de la cama antes de contárselo y levantar sus esperanzas.

Decidió retrasar la llamada hata que tuviera algo sólido que contarle. En cambio, cogió el teléfono y despertó a Muriel Verloren. Le dijo que iba en camino.

36

Bosch llegó tarde a la reunión en el Pacific Dining Car por culpa del tráfico procedente del valle de San Fernando. Todo el mundo estaba en un comedor privdo de la parte de atrás del restaurante. La mayoría ya tenía platos de comida delante.

Su excitación debió de transparentarse. Pratt interrumpió un informe de Tim Marcia para mirar a Bosch y dijo:

– O has tenido suerte en el tiempo que has estado fuera o no te preocupa el marrón en el que estamos.

– He tenido suerte -dijo Bosch al ocupar la única silla vacía que quedaba-. Pero no de la forma en que usted quiere decirlo. Raj Patel acaba de sacar la huella de una palma y dos dedos de una tabla de madera que estaba debajo de la cama de Rebecca Verloren.

– Está bien -dijo dijo Pratt secamente-. ¿Y eso qué significa?

– Significa que en cuanto Raj compare las huellas en la base de datos podríamos tener a nuestro asesino.

– ¿Cómo es eso? -pregntó Rider.

Bosch no la había llamado y sintió de inmediato una vibración hostil por parte de su compañera.

– No quería despertarte -le dijo Bosch, y luego, dirigiéndose a los demás-: He estado revisando el informe original de dactiloscopia en el expediente del caso. Me di cuenta de que ellos fueron a buscar huellas al día siguiente de que se encontrara el cadáver de la chica. No volvieron después de que se elaborara la hipótesis de que el secuestrador había entrado en la casa ese mismo día cuando el garaje se quedó abierto y se había ocultado hasta que todo el mundo estuvo dormido.

– Entonces ¿por qué en la cama? -preguntí Pratt.

– Las fotos de la escena del crimen mostraban que el volante en la parte de los los pies de la cama había sido empujado hacia dentro. Como si alguien se hubiera metido debajo. Se les pasó porque no lo estaban buscando.

– Buen trabajo, Harry -dijo Pratt-. Si Raj encuentra un resultado, cambiamos de dirección y nos movemos hacia ello. Vale, volvamos a nuestros informes. Tu compañera te pondrá al corriente de lo que hemos visto hasta el momento.

Pratt se volvió entonces hacia Robinson y Nord en el otro extremo de la larga mesa y dijo:

– ¿Qué ha surgido con la llamada del camión grúa?

– No gran cosa que ayude -dijo Nord-. Como la llamada se hizo después de que cambiáramos nuestra monitorización a la línea de la propiedad de Burkhart, no teníamos audio grabándolo. Pero tenemos los registros y muestran que la llamada llegó directamente a Tampa Towing antes de que la rebotaran al servicio contestador de AAA, la Asociación Americana de Automóviles. La llamada se realizó desde un teléfono público situado en el exterior del Seven-Eleven de Tampa, junto a la entrada de la autovía. Probablemente hizo la llamada y después se metió en la autovía y esperó.

– ¿Huellas en el teléfono? -preguntó Pratt.

– Pedimos a Raj que echara un vistazo después de que terminara en la escena -dijo Robinson-. Habían limpiado el teléfono.

– Lo suponía -dijo Pratt-. ¿Hablasteis con AAA?

– Sí. Nada que ayude salvo que el que llamó era un hombre. -Se volvió a Bosch-. ¿Tienes algo que añadir que Rider no nos haya contado ya?

– Probablemente sólo más de lo mismo. Burkhart parece que está limpio la noche pasada y parece que también está limpio en Verloren. Ambas noches parecía estar bajo vigilancia del departamento.

Rider lo miró con ceño. Todavía tenía más información que ella no conocía. Bosch apartó la mirada.

– Genial, ¿dónde nos deja eso? -preguntó Pratt.

– Bueno, básicamente, nuestro plan del periódico nos estalló en las manos -dijo Rider-. Podría haber funcionado en términos de llevar a Mackey a querer hablar de Verloren, pero nunca tuvo la ocasión. Alguien más vio el artículo. -Ese alguien podría ser el asesino -dijo Pratt.

– Exactamente -dijo Rider-. La persona a la que Mackey ayudó o a la que le dio la pistola hace diecisiete años. Esa persona también vio el artículo y supo que la sangre de la pistola no era suya, y eso significaba que tenía que ser de Mackey. Sabía que Mackey era la conexión con él, así que Mackey tenía que morir.

– Entonces ¿cómo lo preparó? -preguntó Pratt.

– O bien era lo bastante listo para averiguar que el artículo era una trampa y estábamos vigilando a Mackey, o bien supuso que la mejor manera de llegar a Mackey es la forma en que lo hizo. Sacarlo de allí solo. Como he dicho, era listo. Eligió un tiempo y lugar en que Mackey estuviera solo y fuera vulnerable. En la rampa de entrada estás muy por encima de la autovía. Ni cón las luces de la grúa encendidas lo habría visto nadie allí.

– También era un buen sitio en caso de que estuvieran siguiendo a Mackey -añadió Nord-. El asesino sabía que un coche que lo estuviera vigilando habría tenido que seguir adelante y eso lo habría dejado a solas con Mackey.

– ¿No le estábamos dando demassiado crédito a este tipo? -preguntó Pratt-. ¿Cómo iba a saber que la poli iba detrás de Mackey? ¿Sólo por un artículo de diario? Vamos.

Ni Bosch ni Rider respondieron, y todos los demás digirieron en silencio la insinuación tácita de que' el asesino tuviera una conexión con el departamento o, más concretamente, con la investigación.

– De acuerdo, ¿qué más? -dijo Pratt-. Creo que podremos contenerlo otras veinticuatro horas. Después de eso estará en los periodicos y subirá a la sexta planta, y rodarán cabezas si no lo resolvemos antes. ¿Qué hacemos?

– Nos ocuparemos de los registros de llamadas -dijo Bosch, hablando en su nombre y en el de Rider-. Ése es el punto de partida.

Bosch había estado pensando en la nota a Mackey que había visto en el escritorio del garaje el día anterior. Una llamada de Visa para verificar el empleo. Como Rider había señalado cuando oyó por primera vez, Mackey no iba a dejar rastros como tarjetas de crédito. Era algo que no encajaba y que había que investigar.

– Tenemos los listados aquí -dijo Robinson-. La línea más ocupada era la del garaje. Todo tipo de llamadas de negocios.

– Vale, Harry, Kiz, ¿queréis los registros? -preguntó Pratt.

Rider miró a Harry y después a Pratt.

– Es lo que Harry quiere. Parece que hoy está en racha. Como para dar la razón a Rider, el teléfono de Bosch empezó a sonar. Harry miró la pantalla. Era Raj Patel.

– Ahora veremos qué tipo de racha -dijo al abrir el teléfono.

Patel explicó que tenía una noticia buena y una mala.

– La buena noticia es que todavía conservamos el faldón de las huellas recogidas en la casa. Las que recuperamos esta mañana no coinciden con niguna de ellas. Has encontrado a alguien nuevo. Harry podría ser tu asesino.

Lo que significaba era que las huellas dactilares de los miembros de la familia Verloren y otros cuyo acceso a la casa estaba justificado todavía se conservaban en el laboratorio dactilográfico de la División de Investigaciones Científicas y que ninguna de ellas coincidía con las huellas del índice y de la palma recogidas esa mañana de debajo de la cama de Rebecca Verloren. Por supuesto las huellas dactilares no podían fecharse, y era posible que las huellas descubiertas esa mañana hubieran sido dejadas por quien hubiera instalado la cama. Pero parecía poco probable. Las huellas se sacaron de la parte inferior de la tabla de madera. Quien la había dejado probablemente estaba debajo de la cama.

– ¿Y la mala noticia? -preguntó Bosch.

– Acabo de comprobarlas en la red de California. No hay coincidencias.


– ¿Y el FBI?

– Es el siguiente paso, pero no será tan rápido. Han de procesarlas. Las enviaré con aviso de urgencia, pero ya sabes lo que pasa.

– Sí, Raj. Tenme al corriente, y gracias por el esfuerzo.

Bosch cerró el teléfono. Se sentía un punto abatido y su rostro lo mostraba. Se dio cuenta de que los demás también sabían cómo había ido antes de que diera la noticia.

– No hay resultados en la base de datos del Departamento de Justicia -dijo-. Probará con la base del FBI, pero tardará un poco.

– ¡Mierda! -dijo Renner.

– Hablando de Raj Patel -dijo Pratt-, su hermano ha programado la autopsia para hoy a las dos en punto. Quiero un equipo allí. ¿Quién quiere ocuparse?

Renner levantó débilmente la mano. Él y Robleta se encargarían. Era una misión fácil siempre y cuando a uno no le importara asistir a semejante espectáculo.

La reunión enseguida se levantó después de que Pratt asignara a Robinson y Nord para que se ocuparan de los interrogatorios de los compañeros de trabajo de Mackey en el garaje. Marcia y Jackson se ocuparían de reunir los informes en un expediente. Ellos todavía eran los investigadores oficiales del caso y coordinarían las operaciones desde la sala 503.

Pratt miró la factura, la dividió por nueve y pidió a cada uno de ellos que pusiera diez dólares. Eso significaba que Bosch tenía que poner un billete de diez a pesar de que ni siquiera se había tomado un café. No protestó. Era el precio por llegar tarde, y por ser el tipo que los había llevado por ese camino.

Cuando todos se levantaron, Bosch captó la mirada de Rider.

– ¿Has venido directamente o te ha traído alguien?

– Abel me ha traído.

– ¿Quieres que volvamos juntos?

– Claro.

En el exterior del restaurante, Rider le dio a Bosch un castigo de silencio mientras esperaban que el aparcacoches les trajera el Mercedes. Miró el gran novillo de plástico que formaba parte del letrero del restaurante. Debajo del brazo, Rider llevaba una carpeta que contenía los listados del registro de llamadas.

Finalmente llegó el coche y entraron. Antes de salir del aparcamiento, Bosch se volvió y la miró.

– Muy bien, dilo -dijo.

– ¿Decir qué?

– Lo que quieras decir para sentirte mejor.

– Deberías haberme llamado, Harry, eso es todo.

– Mira, Kiz, te llamé ayer y me pegaste la bronca. Sólo estaba trabajando de acuerdo con la experiencia reciente.

– Eso era diferente y lo sabes. Me llamaste ayer porque estabas excitado por algo. Hoy estabas siguiendo una pista. Debería haber estado contigo. Y no enterarme de lo que habías encontrado cuando has entrado aquí y se lo has dicho a todo el mundo. Ha sido vergonzoso, Harry. Te lo agradezco.

Bosch hizo un gesto de contrición.

– Tienes razón. Lo siento. Tendría que haberte llamado mientras venía hacia aquí. Me olvidé. Sabía que llegaba tarde y tenía las dos manos en el volante y sólo trataba de llegar aquí.

Ella no dijo nada, de manera que él intervino:

– ¿Podemos volver a ponernos a resolver el caso?

Rider se encogió de hombros y finalmente Bosch arrancó el coche. De camino al Parker Center, trató de ponerlo al día de todos los detalles que no había mencionado en la reunión del desayuno. Le contó la visita de McClellan a su casa y cómo eso le había conducido a descubrir las huellas de debajo de la cama.

Veinte minutos después estaban en su puesto de la sala 503. Bosch tenía una taza de café delante de él. Se sentaron uno delante del otro con los listados de los registros de llamadas extendidos entre ellos.

Bosch se estaba concentrando en los informes de las llamadas al garaje. El listado contaba con al menos un par de cientos de líneas -llamadas entrantes y salientes de dos teléfonos- entre las seis de la mañana, cuando empezó la vigilancia, y las cuatro de la tarde, cuando Mackey entró a trabajar y Renner y Robleto empezaron con la monitorización directaa de la línea.

Bosch repasó la lista. Nada parecía inmediatamente familiar. Muchas de las llamadas de entrada y salida eran a empresas con alguna conexión automovilística claramente aparente en el nombre. Muchas otras llegaron de la central de AAA y eran probablemente llamadas del servicio de grúas.

Había asimismo varias llamadas prcedentes de teléfonos particulares. Bosch examinó cuidadosamente esos nombres pero no vio ninguno que le llamara la atención. No había nadie cuyo nombre hubiera surgido en el caso.

Había cuatro entradas en la lista que eran atribuidas a Visa, todas al mismo número. Bosch cogió el teléfono y llamó. No sonó. Sólo oyó el fuerte chirrido de una conexión informática. Era tan alto que incluso Rider lo oyó.

– ¿Qué es eso?

Bosch colgó.

– Estoy tratando de localizar la nota que vi en la estación de servicio acerca de una llamada de Visa para confirmar el empleo de Mackey. ¿Recuerdas que dijiste que no encajaba?

– Lo olvidé. ¿Era ese número?

– No lo sé. Hay cuatro entradas de Visa, pero… Espera un momento.

Se dio cuenta que las llamadas de Visa eran todas llamadas salientes.

– No importa, eran salientes. Debe de ser el número al que llama la máquina cuando pagas con tarjeta de crédito. No es eso. No hay ninguna llamada de entrada de Visa.

Bosch volvió a coger el teléfono y llamó al móvil de Nord.


– ¿Todavía estás en el garaje?

Ella rió.

– Apenas hemos salido de Hollywood. Llegaremos en media hora.

– Pregúntales por un mensaje telefónico que alguien le dejó ayer a Mackey. Algo referido a una llamada de Visa para confirmar el empleo de una solicitud de crédito. Pregúntales si recuerdan la llamada, y más importante, a que ahora se recibió. Trata de conseguir la hora exacta si puedes. Pregunta esto lo primero y llámame.

– Sí, señor. ¿Quiere el señor que también le recojamos la ropa de la lavandería?

Bosch se dio cuenta de que iba a ser una mala mañana en sus relaciones personales.

– Lo siento -dijo-. Estamos bajo la espada de Damocles.

– Todos, ¿no? Te llamaré en cuanto veamos al tipo.

Nord colgó. Bosch dejó el teléfono y miró a Rider. Ella estaba mirando la foto del primer curso de Rebecca Verloren en el anuario que se habían llevado de la escuela.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella sin levantar la mirada.

– Este asunto de la Visa me preocupa.

– Ya lo sé. ¿Qué estás pensando?

– Bueno, pongamos que eres el asesino y la pistola con la que la mataste te la dio Mackey.

– ¿Estás renunciando completamente a Burkhart? Ayer te gustaba sin duda.

– Digamos que los hechos me han persuadido. Al menos por ahora.

– Vale, adelante.

– Muy bien, eres el asesino y conseguiste la pistola de Mackey. Él es la única persona del mundo que realmente puede acusarte. Pero han pasado diecisiete años y no ha ocurrido nada y te sientes seguro e incluso le has perdido la pista a Mackey.

– Vale.

– Y ayer coges el periódico y ves la foto de Rebecca y lees el artículo que dice que tienen ADN. Sabes que no es tu sangre, así que o bien es un gran farol de los polis o ha de ser la sangre de Mackey. Ya sabes lo que tienes que hacer.

– Mackey ha de desaparecer.

– Exactamente. Los polis se están acercando. Ha de morir. ¿Y cómo lo encuentras? Bueno, Mackey ha pasado la vida entera, cuando no está en la cárcel, conduciendo un camión grúa. Si sabes eso, haces exactamente lo que hicimos nosotros. Coges las páginas amarillas y empiezas a llamar a compañías de grúas.

Rider se levantó y fue a los archivadores que ocupaban la pared posterior. Los listines telefónicos· estaban apilados desordenadamente en la parte de arriba. Tuvo que ponerse de puntillas para coger las páginas amarillas del valle de San Fernando. Volvió y abrió el libro por las páginas que anunciaban los servicios de grúas. Pasó el dedo por una lista hasta que llegó a Tampa Towing, donde había trabajado Mackey. Volvió al anterior, una empresa llamada Tall Order Towing Services. Cogió el teléfono y marcó el número.

Bosch sólo oyó el lado de conversación de Rider.

– Sí, ¿con quién estoy hablando?

Rider esperó un momento.

– Soy la detective Kizmin Rider, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Estoy investigando un caso de fraude, y me gustaría haeerle una pregunta.

Rider asintió con la cabeza al recibir aparentemente una respuesta afirmativa.

– El sospechoso que estoy documentando tiene un historial de llamar a empresas e identificarse como alguien que trabaja para Visa. Después intenta verificar el empleo de alguien como parte de una solicitud de tarjeta de crédito. ¿Le suena? Tenemos información que nos lleva a creer que este individuo estuvo operando ayer en el valle de San Fernando y le gusta tomar como objetivos negocios de automoción.

Rider esperó mientras respondían a su pregunta. Miró a Bosch, pero no le dio ninguna indicación de nada.

– Sí, ¿podría ponerse al teléfono por favor?

Rider repitió el mismo discurso con otra persona y planteó la misma pregunta. Se inclinó hacia delante y pareció adoptar una actitud más rígida en su postura. Cubrió el auricular y miró a Bosch.

– Premio -dijo.

Volvió al teléfono y escuchó un poco más.

– ¿Era un hombre o una mujer?

Rider anotó algo.

– ¿Y a qué hora fue?

Tomó otra nota y Bosch se levantó para que pudiera mirar a través del escritorio y leerlo. Había escrito: «hombre, 13.30 aprox.» en un bloc de borrador. Mientras continuaba la conversación, Bosch consultó el registro y vio que en Tampa Towing se recibió una llamada a las 13.40. Era un número particular. El nombre que figuraba en el registro era el de Amanda Sobek. El prefijo del número indicaba que se trataba de un móvil. Ni el nombre ni el número significaban nada para Bosch. Pero no importaba. Pensaba que se estaban acercando a algo.

Rider completó su llamada preguntando si la persona con la que estaba hablando recordaba el nombre que el supueso empleado de Visa había tratado de confirmar. Después de recibir aparentemente una respuesta negativa, preguntó:

– ¿Cree que pudo ser Roland Mackey?

Rider esperó.

– ¿Está segura? -preguntó-. Muy bien, gracias por su tiempo, Karen.

Rider colgó y miró a Bosch. La excitación en los hojos borró todo lo que había quedado pendiente por el hallazgo de las huellas por la mañana.

– Tenías razón -dijo-. Recibieron una llamada. Lo mismo. Incluso recordó el nombre de Roland Mackey y cuando se lo mencioné, Harry, alguien lo estuvo buscando todo el tiempo que nosotros lo estuvimos vigilando.

– Y ahora nosotros vamos a localizar a ese alguien. Si iban por orden en el listado telefónico habrían llamado a continuación a Tampa Towing. El registro muestra una llamada a la una cuarenta de alguien llamado Amanda Sobek. No reconozco el nombre, pero podría ser la llamada que estamos buscando.

– Amanda Sobek -dijo Rider al tiempo que abría el portátil-. Veamos qué hay sobre ella en Auto Track.

Mientras estaba investigando el nombre, Bosch recibió una llamada de Robinson, que acababa de llegar con Nord a Tampa Towing.

– Harry, el tipo del turno de día dice que la llamada se recibió entre la una y media y las dos. Lo sabe porque acababa de volver de comer y salió con una grúa a las dos en punto. Un trabajo de AAA.

– ¿El que llamaba de Visa era hombre o mujer?

– Hombre.

– Muy bien, ¿algo más?

– Sí, después de que este tipo confirmara que Mackey trabajaba aquí, el tipo de la Visa preguntó en qué horario trabajaba.

– Vale. ¿Puedes hacerle otra pregunta al hombre del turno de día?

– Lo tengo aquí delante.

– Pregúntale si tienen un cliente que se llame Sobek. Amanda Sobek.

Bosch esperó mientras se planteaba la pregunta.

– No hay ningún cliente que se llame Sobek-le informó Robinson-. ¿Es una buena noticia, Harry?

– Funcionará.

Después de cerrar el teléfono, Bosch se levantó y rodeó los escritorios para poder mirar en la pantalla del ordenador de Rider. Le repitió lo que Robinson acababa de contarle.

– ¿Algo sobre Amanda Sobek? -preguntó.

– Sí, aquí está. Vive en la parte oeste del valle. En Farralone Avenue, en Chatsworth. Pero aquí no hay gran cosa. No hay tarjetas de crédito ni hipotecas. Creo que significa que está todo a nombre de su marido. Podría ser ama de casa. Estoy comprobando la dirección para ver si lo encuentro.

Bosch abrió el anuario de la clase de Rebecca Verloren. Empezó a hojear las páginas en busca del nombre de Sobek o Amanda.

– Aquí está -dijo Rider-. Mark Sobek. Básicamente está todo a su nombre, y no es poca cosa. Cuatro coches, dos casas, muchas tarjetas de crédito…

– No había nadie llamado Sobek en su clase -dijo Bosch-, pero había dos chicas llamadas Amanda. Amanda Reynolds y Amanda Riordan. ¿Crees que es una de ellas? Rider negó con la cabeza.

– No lo creo. La edad no encaja. Dice aquí que Amanda Sobek tiene cuarenta y uno. Ocho años mayor que Rebecca. Algo no encaja. ¿Crees que deberíamos llamarla?

Bosch cerró el anuario de golpe. Rider saltó en su silla.


– No -dijo Bosch-. Vamos directamente.

– ¿Adónde? ¿A verla?

– Sí, es hora de que levantemos el trasero y salgamos a la calle.

Miró a Rider y se dio cuenta de que no le había hecho ninguna gracia.

– No me refería a tu trasero concretamente. Es una forma de hablar. Vámonos.

Rider empezó a levantarse.

– Eres espantosamente frívolo para ser alguien que podría no tener trabajo cuando termine el día.

– Es la única forma Kiz. La oscuridad espera. Pero llega hagas lo que hagas.

Salió el primero de la oficina.

37

La dirección de Farralone Avenue que Bosch y Rider habían obtenido en Auto Track pertenecía a una mansión de estilo mediterráneo de más de quinientos metros cuadrados. Tenía un garaje separado con cuatro puertas de madera oscura sobre el cual asomaban las ventanas de una suite de invitados. Los detectives tuvieron que ver todo esto o través de una verja de hierro forjado mientras esperaban que alguien contestara al interfono. Finalmente, junto a la ventana abierta de Bosch, surgió una voz de una cajita de madera que estaba fijada en una viga.

– Sí, ¿quién es?

Era una mujer. Sonaba joven.

– ¿Amanda Sobek? -preguntó Bosch a su vez.

– No, soy su asistente. ¿Quiénes son ustedes dos?

Bosch miró otra vez la cajita y vio la lente de una cámara.

Los estaban observando a la vez que los escuchaban. Sacó la placa y la sostuvo a un palmo de distancia de la lente.

– Policía -dijo-. Hemos de hablar con Amanda o Mark Sobek.

– ¿Sobre qué?

– Sobre un asunto policial. Señora, haga el favor de abrir la puerta.

Esperaron y Bosch ya estaba a punto de volver a pulsar el botón cuando la puerta lentamente empezó a abrirse de manera automática. Entraron y aparcaron en una rotonda delante del pórtico de una casa de dos plantas.

– Parece la clase de sitio por el que podría merecer la pena matar a un conductor de grúa -dijo Bosch en voz baja cuando Rider paró el motor.

Una mujer de veintitantos años acudió a abrirles antes de que llegaran a la puerta. Llevaba falda y una blusa blanca. La asistente.

– ¿Y usted es? -preguntó Bosch.

– Melody Lane. Trabajo para la señora Sobek.

– ¿Está ella en casa? -preguntó Rider.

– Sí, se está vistiendo y bajará enseguida. Pueden esperar en la sala de estar.

Entraron en un recibidor donde había una mesa con varias fotos de familia expuestas. Parecían un marido, una esposa y dos hijas adolescentes. Siguieron a Melody a una suntuosa sala de estar con grandes ventanales que daban al parque estatal de Santa Susana y, más allá, a Oat Mountain. Bosch miró el reloj. Era casi mediodía. Melody se fijó en Bosch.

– No estaba durmiendo. Ha estado en el gimnasio y se estaba duchando. Debería bajar en…

No terminó. Una mujer atractiva con elásticos blancos y una blusa abierta sobre una camiseta de chiffon rosa entró apresuradamente en la sala.

– ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo? ¿Están bien mis hijas?

– ¿Es usted Amanda Sobek? -preguntó Bosch.

– Claro que sí. ¿Qué ocurre? ¿Por qué están aquí?

Bosch señaló el sofá y las sillas que ocupaban el centro de la sala.

– ¿Por qué no nos sentamos, señora Sobek?

– Sólo dígame si ocurre algo malo.

El pánico en su rostro le pareció real a Bosch, que empezó a pensar que en algún sitio habían dado un giro equivocado.

– No ocurre nada malo -dijo-. No se trata de sus hijas. Sus hijas están bien.

– ¿Es Mark?

– No, señora Sobek. Que nosotros sepamos él también está bien. Sentémonos aquí.

La mujer finalmente cedió y caminó con rapidez hasta la silla que había a la derecha del sofá. Bosch rodeó una mesa baja de cristal y se sentó en el sofá. Rider ocupó una de las dos sillas restantes. Bosch se identificó a sí mismo y a Rider y mostró de nuevo su placa. Reparó en que el cristal de la mesa estaba inmaculado.

– Estamos llevando a cabo una investigación de la cual no puedo darle detalles. He de hacerle algunas preguntas acerca de su teléfono móvil.

– ¿Mi teléfono móvil? ¿Me ha dado un susto de muerte por mi teléfono móvil?

– De hecho es una investigación muy seria, señora Sobek. ¿Tiene aquí su teléfono móvil?

– Está en mi bolso. ¿Necesita verlo?

– No, todavía no. ¿Puede decirme cuándo lo usó ayer?

Sobek negó con la cabeza como si se tratara de una pregunta estúpida.

– No lo sé. Por la mañana llamé a Melody desde el gimnasio. No recuerdo cuándo más. Fui a la tienda y llamé a mis hijas para ver si estaban de camino a casa desde el colegio. No recuerdo nada más. Estuve en casa casi todo el día, salvo cuando salí al gimnasio. Cuando estoy en casa no uso el móvil. Uso el fijo.

Los recelos de Bosch se estaban multiplicando. En algún sitio habían hecho un movimiento en falso.

– ¿Alguien más podría haber usado el teléfono? -preguntó Rider.

– Mis hijas tienen el suyo. Y Melody también. No entiendo esto.

Bosch sacó del bolsillo de la chaqueta la página del registro de llamadas. Leyó en voz alta el número desde el que habían telefoneado a Tampa Towing.

– ¿Es éste su número?) -preguntó.

– No, es el de mi hija. Es el de Kaitlyn.

Bosch se inclinó hacia delante. Esto cambiaba todavía más las cosas.

– ¿De su hija? ¿Donde estuvo ayer?

– Ya se lo he dicho. Estuvo en la escuela. Y hasta después no usó el móvil porque no está permitido usarlo en la escuela.

– ¿A qué escuela va? -preguntó Rider.

– A Hillside Prep. está en Porter Ranch.

Bosch se echó hacia atrás y miró a Rider. Algo acababa de completar el círculo. No sabía a ciencia cierta de qué se trataba, pero era importante.

Amanda Sobek interpretó sus rostros.

– ¿De qué se trata? -preguntó- ¿Ocurre algo malo en la escuela?

– No que nosotros sepamos, señora -le respondió Bosch-. ¿A qué curso va su hija?

– A segundo.

– ¿Tiene a una profesora llamada Bailey Sable? -preguntó Rider.

Sobek asintió.

– La tiene de tutora y de lengua.

– ¿Existe alguna razón por la cual la señora Sable podría haberle pedido el teléfono a su hija ayer? -preguntó Rider.

Sobek se encogió de hombros.

– No se me ocurre ninguna. Han de comprender lo extraño que es todo esto. Todas estas preguntas. ¿Usaron su teléfono par aalgún tipo de amenaza? ¿Es una cuestión de terrorismo?

– No, señora -dijo Bosch-, pero es una cuestión grave. Vamos a tener que ir a la escuela ahora y hablar con su hija. Le agradeceríamos que nos acompañara y estuviera presente cuando hablemos con ella.

– ¿Necesita un abogado?

– No lo creo, señora. Bosch se levantó-. ¿Podemos irnos?

– ¿Puede venir Melody? Quiero que Melody me acompañe.

– ¿Sabe qué? Que Melody se reúna con nosotros allí. Así podrá llevarla de vuelta si hemos de ir a otro sitio después.

38

Nadie dijo nada en el coche en el camino a Hillside Prep. Bosch deseaba hablar con Rider, entender este último giro, pero no quería hacerlo delante de Amanda Sobek. Así que permanecieron en silencio hasta que su pasajera les preguntó si podía llamar a su marido y Bosch le dijo que no había problema. No pudo localizarlo y le dejó un mensaje en una voz casi histérica diciéndole que la llamara lo antes posible.


Cuando llegaron a la escuela era casi la hora de comer. Al recorrer el vestíbulo principal hasta secretaría podían oír la colisión casi desenfrenada de voces en la cafetería.

La señora Atkins estaba detrás del mostrador de la oficina. Pareció desconcertada al ver a Amando Sobek en compañía de los detectives. Bosch pidió ver al director.

– El señor Stoddard almuerza fuera del campus hoy -dijo la señora Atkins-. ¿Puedo ayudarles en algo?

– Sí, nos gustaría ver a Kaitlyn Sobek. La señora Sobek nos acompañará mientras hablemos con ella.

– ¿Ahora mismo?

– Sí, señora Atkins, ahora mismo. Le agradecería que usted u otro empleado fuera a buscarla. Sería mejor que los otros chicos no la vieran acompañada por la policía.

– Yo puedo ir a buscarla -se ofreció Amanda.

– No -dijo Bosch con rapidez-. Queremos verla al mismo tiempo que usted.

Era una manera educada de decirle que no quería que le preguntara a su hija por el teléfono móvil antes de que lo hiciera la policía.

– Iré a buscarla a la cafetería -dijo la señora Atkins-. Pueden usar la sala de reuniones del despacho del director para su… charla.

Rodeó el mostrador, evitando la mirada de Amanda Sobek, y se dirigió a la puerta que iba al vestíbulo principal.

– Gracias, señora Atkins -dijo Bosch.

La señora Atkins tardó casi cinco minutos en localizar a Kaitlyn Sobek y regresar con ella. Mientras estaban esperando, llegó Melody Lane, y Bosch le dijo a Amanda que su asistente tendría que esperar fuera de la sala. La adolescente acompañó a Bosch, Rider y su madre a una sala contigua al despacho del director que contenía una mesa redonda y seis sillas dispuestas en torno a ella.

Después de que todo el mundo se sentara, Bosch hizo una señal a Rider con la cabeza y ésta tomó la palabra. Bosch pensó que sería mejor que la entrevista de la chica la dirigiera una mujer, y Rider lo entendió sin discusión. Explicó a Kaitlyn que estaban investigando una llamada telefónica que se hizo desde su móvil a las 13.40 del día anterior. La chica la interrumpió inmediatamente.

– Eso es imposible -dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Rider-. Teníamos una vigilancia electrónica en la línea que recibió la llamada. Y muestra que la llamada se recibió desde tu teléfono.

– Yo estuve en la escuela ayer. No nos dejan usar el móvil en horas de clase.

La chica parecía nerviosa. Bosch sabía que estaba mintiendo, pero no podía imaginar cuál era el motivo. Se preguntó si estaba mintiendo porque su madre estaba en la sala.

– ¿Dónde tienes el móvil ahora? -preguntó Rider.

– En la mochila, en mi taquilla. Y está apagado.

– ¿Es allí donde estaba ayer a las trece cuarenta?

– Ajá.

Ella apartó la mirada de Rider al mentir. Era fácil de interpretar y Bosch sabía que Rider también lo había captado.

– Kaitlyn, ésta es una investigación muy seria -dijo Rider en tono apaciguador-. Si nos estás mintiendo, podrías verte metida en un buen lío.

– ¡Kaitlyn, no mientas! -intervino Amanda Sobek con energía.

– Señora Sobek, mantengamos la calma -dijo Rider-. Kaitlyn, estos aparatos electrónicos de los que te estaba hablando no se equivocan. Tu teléfono móvil se usó para hacer la llamada. No hay duda de eso. Así que ¿es posible que alguien abriera tu taquilla y usara tu móvil ayer?

Ella se encogió de hombros.

– Supongo que todo es posible.

– Muy bien, ¿quién lo habría hecho?

– No lo sé. Ha sido usted la que lo ha dicho.

Bosch se aclaró la garganta, lo que llevó la mirada de la chica a la suya. Ella miró con dureza y dijo:

– Creo que quizá deberíamos ir a comisaría. Éste no es el mejor lugar para una entrevista.

Empezó a separar su silla y levantarse.

– Kaitlyn, ¿qué está pasando aquí? -suplicó Amanda-. Esta gente habla en serio. ¿A quién llamaste? -A nadie, ¿vale?

– No, no vale.

– No tenía el teléfono, ¿vale? Me lo confiscaron.

Bosch volvió a sentarse y Rider tomó de nuevo el control.

– ¿Quién te confiscó el teléfono? -preguntó ella.

– La señora Sable -dijo la chica.

– ¿Por qué?

– Porque no podemos usarlo en la escuela en cuanto suena la campana de la tutoría. Ayer Rita, mi mejor amiga, no vino a la escuela, así que traté de mandarle un mensaje de texto durante la tutoría para ver si estaba bien y la señora Sable me pilló.

– ¿Y se llevó tu teléfono?

– Sí, se lo llevó.

Bosch estaba pensando a toda velocidad, tratando de colocar a Bailey Koster Sable en el molde del asesino de Rebecca Verloren. Sabía que una cosa no cuadraba. Una Bailey Koster de dieciséis años no podría haber cargado con el cuerpo aturdido de su amiga por la colina que había detrás de la casa de ésta.

– ¿Por qué acabas de mentirnos en esto? -le preguntó Rider a Kaitlyn.

– Porque no quería que ella supiera que estaba metida en líos -dijo la chica, señalando a su madre con la barbilla.


– Kaitlyn, nunca mientas a la policía -le replicó Amanda-. No me importa que…

– Señora Sobek, puede hablar con ella de esto después -dijo Bosch-. Déjenos continuar.

– ¿Cuándo recuperaste el teléfono, Kaitlyn? -preguntó Rider.

– Al final del día.

– ¿Entonces la señora Sable tuvo tu teléfono todo el día?

– Sí. O sea, no. No todo el día.

– Bueno, ¿quién lo tenía?

– No lo sé. Cuando te quitan el teléfono te dicen que has de recogerlo al final del día en el despacho del director. Eso es lo que hice. El señor Stoddard me lo devolvió.

Gordon Stoddard. Todas las piezas encajaron de repente. Bosch se había metido en el túnel de agua y el caso y todos los detalles se arremolinaban en torno a él. Gobernaba la ola de la claridad y la gracia. Todo hacía c1ic. Stoddard hacía c1ic. La última palabra de Mackey hacía clic. Stoddard era el profesor de Rebecca. Estaba cerca de ella. Era su amante y el que la llamaba por la noche. Todo encajó.

El señor X.

Bosch se levantó y salió sin decir palabra. Pasó por delante de la puerta del despacho de Stoddard. Estaba abierta y no había nadie detrás del escritorio. Salió a la recepción.

– Señora Atkins, ¿dónde está el señor Stoddard?

– Estaba aquí hace un momento, pero acaba de salir.

– ¿Adónde?

– No lo sé. Tal vez a la cafetería. Le dije que usted y la otra detective estaban hablando con Kaitlyn.

– ¿Y entonces se fue?

– Sí. Oh, ahora que caigo… Podría estar en el aparcamiento. Dijo que hoy estrenaba coche. Quizá se lo esté enseñando a alguno de los maestros.

– ¿Qué clase de coche? ¿Lo dijo?

– Un Lexus. Dijo el número del modelo, pero lo he olvidado.

– ¿Tiene una plaza de párking asignada?

– Ah, sí, es en la primera fila a la derecha, al salir del vestíbulo de entrada.

Bosch le dio la espalda y salió a un pasillo atestado de estudiantes que abandonaban la cafetería para empezar sus clases de la tarde. Bosch empezó a moverse entre la multitud, esquivando estudiantes y ganando velocidad. Enseguida se había librado de ellos y estaba corriendo. Salió al aparcamiento e inmediatamente trotó por la línea de aparcamiento hacia la derecha. Encontró un espacio vacío con el nombre de Stoddard pintado en el bordillo.

Giró sóbre sus talones para ir a buscar a Rider. Estaba sacando el móvil del cinturón cuando vio algo plateado a su derecha. Era un coche que venía directo hacia él y era demasiado tarde para apartarse de su camino.

39

Ayudaron a Bosch a sentarse en el asfalto.

– Harry, ¿estás bien?

Se concentró y vio que era Rider. Asintió temblorosamente. Trató de recordar lo que acababa de suceder.

– Era Stoddard -dijo-. Venía directo hacia mí.

– ¿En su coche?

Bosch se rió. No había mencionado esa parte.

– Sí, en su coche nuevo. Un Lexus plateado.

Bosch empezó a levantarse. Rider le puso una mano en el hombro para contenerlo.

– Espera un momento. ¿Seguro que estás bien? ¿Te duele algo?

– Sólo la cabeza.

Empezó a recordado.

– Me golpeé al caer -dijo-. Salté para apartarme. Vi la rabia en su mirada.

– Déjame verte los ojos.

Bosch levantó la cabeza hacia Rider, y ella le sostuvo la barbilla mientras le chequeaba las pupilas.

– Parece que estás bien -dijo.

– Vale, me quedaré aquí sentado un momento mientras tú vuelves a entrar y le pides la dirección de Stoddard a la señora Atkins.

Rider asintió.

– Muy bien. Tú espera aquí.

– Date prisa. Hemos de encontrarle.

Ella entró corriendo en la escuela. Bosch se llevó la mano a la cabeza y sintió el chichón en la nuca. Volvió a reproducir en su mente la escena, esta vez con mayor claridad. Había visto el rostro de Stoddard detrás del parabrisas. Estaba enfadado, contorsionado.

Pero de repente había virado el volante a la izquierda, al tiempo que Bosch saltaba hacia el otro lado.

Bosch buscó el teléfono para poder emitir una orden de búsqueda para Stoddard. No estaba en su cinturón. Miró a su alrededor y vio el teléfono en el asfalto, cerca del neumático trasero de un BMW. Se arrastró para cogerlo y se levantó.

Sintió una ligera sensación de vértigo y tuvo que apoyarse en el coche. De repente, una voz electrónica dijo: «Por favor, ¡aléjese del vehículo!»

Bosch apartó la mano y empezó a caminar hacia la parte del aparcamiento donde había estacionado su propio automóvil. Por el camino llamó a la central y emitió una orden de búsqueda para Stoddard y su Lexus plateado.

Bosch cerró el teléfono y se lo enganchó en el cinturón. Llegó a su coche, lo arrancó y aparcó en la entrada para estar preparado para salir en cuanto Rider volviera con la dirección.

Después de lo que le pareció una espera interminable, Rider emergió finalmente a la carrera en dirección al coche. Fue hacia el lado de Bosch, abrió la puerta del conductor y le hizo un gesto para que él ocupara el lugar del pasajero.

– No está lejos -anunció-. Es una casa en Chase, cerca de Winnetka. Pero conduciré yo.

Bosch sabía que discutir sería una pérdida de tiempo. Salió, rodeó el coche lo más deprisa que le permitió su equilibrio y se metió en el lado del pasajero. Rider pisó el acelerador y salieron del aparcamiento.

Mientras Rider se abría paso hacia el domicilio de Stoddard, Bosch pidió refuerzos a la patrulla de la División de Devonshire y luego llamó a Abel Pratt para ponerle rápidamente al corriente de las revelaciones de la mañana.

– ¿Adónde creéis que va? -preguntó Pratt.

– Ni idea. Vamos de camino a su casa.

– ¿Es suicida?

– Ni idea.

Pratt se quedó un momento en silencio mientras asimilaba la información. Luego planteó unas pocas preguntas más acerca de detalles menores y colgó.

– Sonaba feliz -le dijo Bosch a Rider-. Dice que si detenemos a este tipo ayudaremos a que el limón se convierta en limonada.

– Bien -replicó Rider-. Podemos sacar huellas del despacho o la casa de Stoddard y compararlas con las de debajo de la cama. Entonces estará hecho, tanto si se fuga como si no.

– No te preocupes, lo cogeremos.

– Harry, ¿en qué estás pensando, Stoddard y Mackey hicieron esto juntos?

– No lo sé. Pero recuerdo esa foto de Stoddard del anuario. Parecía bastante delgado. Quizá pudo cargarla él solo por la colina. Nunca lo sabremos a no ser que lo encontremos y se lo preguntemos.

Rider asintió.

– La pregunta clave -dijo ella entonces- es cómo Stoddard se conecta con Mackey.

– La pistola.

– Eso ya lo sé. Es obvio. Me refiero a cómo conocía a Mackey. ¿Dónde está la intersección y cómo lo conocía lo bastante bien para conseguir de él una pistola? -Creo que lo tuvimos delante todo el tiempo -dijo Bosch-. Y Mackey me lo dijo con su última palabra.

– ¿Chatsworth?

– Chatsworth High.

– ¿Qué quieres decir?

– Ese verano se estaba sacando el graduado escolar en Chatsworth High. La noche del asesinato, la coartada de Mackey era su tutor. Quizás era al revés. Quizá Mackey era la coartada de su tutor.

– ¿Stoddard?

– El primer día nos dijo que todos los profesores de Hillside tenían otros empleos. Quizá Stoddard trabajaba de tutor. Quizás era el tutor de Mackey.

– Son muchos quizás, Harry.

– Por eso vamos a encontrar a Stoddard antes de que se haga nada él mismo.

– ¿Crees que es suicida? Le has dicho a Abel que no lo sabías.

– No lo sé seguro, pero en ese aparcamiento se apartó en el último segundo. Me hace pensar que sólo quiere hacer daño a una persona.

– ¿A sí mismo? A lo mejor no quería abollar su coche nuevo.

– A lo mejor.

Rider dobló por Winnetka, una calle de cuatro carriles, y empezó a circular más deprisa. Ya casi estaban en la casa de Stoddard. Bosch iba en silencio, pensando en lo que podía estar esperándoles. Rider finalmente dobló hacia el oeste por Chase y vieron un coche patrulla blanco y negro con ambas puertas abiertas calle arriba. Rider se detuvo detrás y ambos salieron del Mercedes. Bosch sacó la pistola del cinturón y la llevó a un costado. Rider podía tener razón en que quizá Stoddard sólo estaba pensando en su coche cuando lo había esquivado.

La puerta delantera de la casa, de la época de la Segunda Guerra Mundial, estaba abierta. No había señal de los agentes del coche patrulla. Bosch miró a Rider y vio que ella también había desenfundado. Estaban preparados para entrar. En la puerta, Bosch gritó:

– ¡Detectives! ¡Entramos!

Franqueó el umbral y obtuvo una respuesta desde el interior.

– ¡No hay nadie! ¡No hay nadie!

Bosch no se relajó ni bajó el arma al irrumpir en la sala de estar. Examinó la sala y no vio a nadie. Miró la mesita de café y vio el Daily News del día anterior desdoblado, con el artículo sobre Rebecca Verloren a la vista.

– ¡Sale la patrulla! -dijo una voz desde un pasillo situado a la derecha.

Enseguida dos agentes de patrulla accedieron a la sala de estar desde el pasillo. Llevaban las armas en los costados. Ahora Bosch se relajó y bajó la suya.

– No hay nadie -dijo el agente de patrulla con galones de cabo en el uniforme-. Encontramos la puerta abierta y entramos. Hay algo que debería ver aquí atrás en el dormitorio.

Bosch y Rider siguieron a los agentes de patrulla por un corto pasillo, más allá de las puertas abiertas a un cuarto de baño y un pequeño dormitorio que se utilizaba como despacho casero. Entraron en un dormitorio y el cabo señaló una caja de madera alargada que se hallaba abierta sobre la cama. El estuche tenía un recubrimiento de espuma con la silueta troquelado de un revólver de cañón largo. El troquelado estaba vacío, no había pistola. Había un pequeño hueco rectangular en la espuma para una caja de balas. También estaba vacío, pero la caja estaba al lado de la cama.

– ¿Va detrás de alguien? -preguntó el cabo. Bosch no levantó la mirada de la caja de la pistola.


– Probablemente sólo de sí mismo -dijo-. ¿Alguno de ustedes tiene guantes? Los míos están en el coche.

– Aquí mismo -dijo el cabo.

Sacó un par de guantes de látex del pequeño compartimento de su cinturón y se los dio a Bosch. Éste se los puso y cogió la caja de las balas. La abrió y sacó una bandeja de plástico en la que se almacenaban las balas. Sólo faltaba una.

Bosch estaba mirando el espacio dejado por la bala faltante y reflexionando sobre ello cuando Rider le dio unos toques en el codo. Bosch se fijó en ella y siguió su mirada hacia la mesilla que estaba al otro lado de la cama.

Había una foto enmarcada de Rebecca Verloren. Era una imagen de la joven de cuerpo entero, con la torre Eiffel de fondo. Rebecca llevaba una boina negra y estaba sonriendo de manera no forzada. Bosch pensó que la expresión en los ojos de la chica era sincera y mostraba amor por la persona a la que estaba mirando.

– Él no estaba en ninguna de las fotos del anuario porque estaba detrás de la cámara -dijo Bosch.

Rider asintió. Ella también estaba en el túnel de agua.

– Así fue como empezó todo -dijo ella-. Así fue como se enamoró de él. «Mi verdadero amor.»

Se miraron en un silencio sombrío durante unos segundos hasta que habló el cabo.

– Detectives, ¿podemos irnos?

– No -dijo Bosch-. Necesitamos que se queden aquí y custodien la casa hasta que llegue la policía científica. Y estén preparados por si él vuelve.

– ¿Se van? -preguntó el cabo.

– Nos vamos.

40

Volvieron rápidamente al vehículo de Bosch y Rider se situó una vez más tras el volante.

– ¿Adónde? -dijo ella al girar la llave del contacto.

– A la casa de los Verloren -dijo Bosch-. Y deprisa.

– ¿En qué estás pensando?

– He estado pensando en la foto que salió en el periódico con Muriel sentada en la cama. Mostraba que la habitación continuaba igual, ¿sabes?

Rider pensó un momento y asintió.

– Sí.

Rider lo comprendió. En la foto se apreciaba que la habitación de Rebecca no había cambiado desde la noche en que se la llevaron. Haberla visto podría haber desencadenado algo en Stoddard. Un deseo de recuperar algo largo tiempo perdido. La foto era como un oasis, un recordatorio de un lugar perfecto en el que nada se había torcido.


Rider pisó el acelerador y el coche saltó hacia delante. Bosch abrió su móvil, llamó a la central y pidió otra unidad de refuerzo para que se reuniera con ellos en casa de los Verloren. También actualizó el boletín sobre Stoddard, describiéndolo ahora como un hombre armado y peligroso y posiblemente como 5150, es decir, mentalmente inestable. Cerró el teléfono siendo consciente de que él y Rider estaban cerca de la casa de los Verloren y serían los primeros en llegar. Su siguiente llamada fue a Muriel Verloren, pero no hubo respuesta. Colgó en cuanto saltó el contestador.

– No contesta.

Doblaron la esquina de Red Mesa Way al cabo de cinco minutos y los ojos de Bosch inmediatamente se centraron en el coche plateado estacionado en un ángulo extraño junto al bordillo, delante de la casa de los Verloren. Era el Lexus que le había arrollado en el aparcamiento de la escuela. Rider se detuvo junto al coche y una vez más salieron con rapidez, con las armas preparadas.

La puerta de entrada de la casa estaba entornada. Comunicándose mediante señas, tomaron posiciones a ambos lados del umbral. Bosch empujó la puerta para abrirla y entró el primero. Rider lo siguió y accedieron a la sala de estar.

Muriel Verloren estaba en el suelo. Había una caja de cartón y otros elementos embalados a su lado. La habían amordazado con un precinto marrón que daba varias vueltas alrededor de la cabeza y la cara, y que también había sido usado para inmovilizarle manos y tobillos. Rider la incorporó apoyándola en el sofá y se llevó un dedo a los labios.

– Muriel, ¿está en la casa? -susurró.

Muriel asintió, con los ojos abiertos y desorbitados.

– ¿En la habitación de Rebecca?

Muriel volvió a asentir.

– ¿Ha oído un disparo?

Muriel negó con la cabeza y emitió un sonido ahogado que habría sido un grito de no ser por la cinta que le tapaba la boca.

– Ha de estar callada -susurró Rider-. Si le quito la cinta, ha de estar muy callada.

Muriel asintió con intensidad y Rider empezó a quitarle la cinta. Bosch se agachó a su lado.

– Voy a subir a la habitación.

– Espera, Harry -ordenó Rider, con la voz más alta que un susurro-. Subimos juntos. Ocúpate de los tobillos.

Bosch empezó a desenrollar la cinta que ataba los pies de Muriel. Rider finalmente soltó la de la boca de Muriel y se la bajó a la barbilla. Le siseó con dulzura al hacerlo.

– Es el profesor de Becky -susurró Muriel, con voz intensa pero no alta-. Tiene una pistola.

Rider empezó a soltarle la ligadura de las muñecas.

– Vale -dijo-. Nosotros nos ocuparemos.


– ¿Qué está haciendo? -preguntó Muriel-. ¿Fue él?

– Sí, fue él.

Muriel Verloren dejó escapar un suspiro largo, alto y angustiado. Ahora tenía las manos y los pies sueltos y la ayudaron a levantarse.

– Vamos a subir a la habitación -le dijo Rider-. Tiene que salir de la casa.

Empezaron a empujarla hacia el pasillo de entrada.

– No puedo irme. Está en su habitación. No puedo…

– Ha de irse de aquí, Muriel -le susurró Bosch con severidad-. No es seguro estar aquí. Vaya a casa de un vecino.

– No conozco a mis vecinos.

– Muriel, ha de salir -dijo Rider-. Baje por la calle. Hay más policías en camino. Párelos y dígales que ya estamos aquí dentro.

La empujaron hacia la calle abierta y cerraron la puerta.

– ¡No le dejen que destroce la habitación! -oyeron que rogaba desde el otro lado-. ¡Es lo único que me queda!

Bosch y Rider se abrieron camino de nuevo por el pasillo y subieron la escalera con el máximo sigilo posible. Tomaron posiciones a ambos lados de la puerta del dormitorio de Rebecca.

Bosch miró a Rider. Ambos sabían que contaban con poco tiempo. Cuando llegaran las unidades de refuerzo, la situación cambiaría. Era una situación clásica de «suicidado por la policía». Era la única oportunidad quelendrían para coger a Stoddard antes de que él mismo o un poli del SWAT le metiera una bala en el cerebro.

Rider señaló el pomo de la puerta y Bosch se estiró para tratar de abrirla silenciosamente. Negó con la cabeza. La habitación estaba cerrada con llave.

Concibieron un plan mediante señas y asintieron con la cabeza cuando estuvieron preparados. Bosch retrocedió en el pasillo y se preparó para clavar el tacón en la puerta, junto al pomo. Sabía que tenía que hacerlo de un solo golpe, de lo contrario perderían la ventaja del factor sorpresa.

– ¿Quién está ahí?

Era Stoddard, cuya voz se oía desde el otro lado de la puerta. Bosch miró a Rider. Fin del factor sorpresa. La señaló y le indicó que hiciese silencio. Hablaría él.

– Señor Stoddard, soy el detective Harry Bosch. ¿Cómo está?

– No muy bien.

– Sí, las cosas se le han ido de las manos, ¿no?

Stoddard no respondió.

– ¿Sabe qué le digo? -dijo Bosch-. Debería pensar seriamente en dejar la pistola y salir. Tiene suerte de que esté yo aquí. Acabo de venir a preguntar por la señora Verloren. Pero mi compañera y un equipo del SWAT no tardarán en llegar. No le conviene tenérselas con el SWAT. Es el momento de salir.

– Sólo quiero que sepa que la quería, nada más.

Bosch vaciló antes de hablar. Miró a Rider y luego de nuevo a la puerta. Podía manejarse de dos maneras con Stoddard. Podía intentar conseguir una confesión en ese mismo momento o podía intentar convencerlo para que saliera de la casa y salvarle la vida. Ambas cosas eran posibles, aunque quizá no probables.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó.

Hubo un largo silencio antes de que Stoddard hablara.

– Lo que ocurrió fue que ella quería tener el niño y no entendía que eso lo arruinaría todo. Teníamos que deshacernos de él, y ella después cambió de opinión.

– ¿Sobre el niño?

– Sobre mí. Sobre todo.

Bosch no respondió. Al cabo de unos momentos, Stoddard volvió a hablar.

– La quería.

– Pero la mató.

– Cometí errores.

– ¿Como aquella noche?

– No quiero hablar de aquella noche. Quiero recordar lo que hubo antes de aquella noche.

– Supongo que no le culpo.

Bosch miró a Rider y levantó tres dedos. Iban a entrar en cuanto contara hasta tres. Rider asintió. Estaba preparada.

Bosch levantó un dedo.

– ¿Sabe lo que no entiendo, señor Stoddard? Levantó el segundo dedo.

– ¿Qué? -preguntó Stoddard.

Bosch levantó el tercer dedo y en ese mismo momento levantó la pierna derecha y la descargó en la puerta. Era una puerta hueca. Cedió fácilmente y se abrió con un crujido. El impulso de Bosch lo llevó al interior del dormitorio. Alzó la pistola y se volvió hacia la cama.

Stoddard no estaba allí.

Bosch continuó volviéndose, atisbando a Stoddard en el espejo. Estaba de pie en la esquina, del otro lado de la puerta. Tenía el cañón de una pistola en la boca.

Bosch oyó que Rider gritaba y su cuerpo atravesó el umbral a toda velocidad y se lanzó hacia Stoddard.

El estampido de un disparo sacudió la habitación cuando Rider y Stoddard cayeron al suelo. El revólver cayó de la mano de Stoddard y repiqueteó en el suelo. Bosch se movió con rapidez hacia ellos y dejó caer su peso sobre Stoddard, al tiempo que Rider rodaba sobre su cuerpo para separarse de él.

– Kiz, ¿te han dado?

No hubo respuesta. Bosch trató de mirar hacia ella mientras mantenía a Stoddard bajo control. Rider tenía una mano en el lado derecho de la cabeza.

– ¿Kiz?

– ¡No me ha dado! -gritó-. Creo que estoy sorda de un oído.

Stoddard trató de levantarse, incluso con el peso de Bosch encima de él.

– ¡Por favor! -dijo.

Bosch se sirvió del antebrazo para evitar que uno de los brazos de Stoddard le sirviera de punto de apoyo para levantarse. El pecho de Stoddard golpeó el suelo y Bosch rápidamente tiró del brazo hacia atrás y le colocó una esposa. Después de una resistencia mínima, tiró del otro brazo hacia atrás y completó la acción de esposado. Se inclinó y le habló a Stoddard.

– Por favor ¿qué?

– Por favor, déjeme morir.

Bosch se levantó y tiró de Stoddard para que éste se pusiera en pie.

– Eso sería muy fácil para usted, Stoddard. Eso sería como dejar que se escapara otra vez.

Bosch miró a Rider, que se había levantado. Vio que tenía parte del cabello chamuscado por la descarga de la pistola. Le había ido de un pelo.

– ¿Vas a ponerte bien?

– En cuanto pare este zumbido.

Bosch levantó la mirada y vio el pequeño agujero de bala en el techo. Oía las sirenas que se acercaban. Cogió a Stoddard del codo y tiró de él hacia la puerta del dormitorio.

– Voy a bajar y pondré a este tipo en un coche. Lo llevaremos a Devonshire, lo retendremos allí hasta que presentemos los cargos.

Rider asintió, pero Bosch sabía que todavía estaba pensando en lo que acababa de ocurrir. El zumbido en su oído era un recordatorio de lo justo que había ido.

Bosch cogió a Stoddard del brazo al bajar por la escalera. Cuando llegaron a la sala de estar, Stoddard habló con un tono de desesperación en la voz.

– Puede hacerlo ahora.

– ¿Hacer qué?

– Dispararme. Diga que traté de huir. Quíteme una de las esposas y diga que me solté. Quiere matarme, ¿verdad?

Bosch se detuvo y lo miró.

– Sí, quería matarle. Pero eso sería demasiado bueno para usted. Va a tener que pagar por lo que les hizo a esa chica y a su familia. Y matarle aquí mismo ni siquiera cubriría los intereses de estos diecisiete años.

Bosch lo empujó con rudeza hacia la puerta. Salieron al jardín delantero justo cuando un coche patrulla se detenía y apagaba la sirena. Bosch vio por la barra de luz aerodinámico del techo que era uno de los modelos nuevos con equipamiento de primera. El departamento sólo podía permitirse unos cuantos vehículos así en cada ciclo presupuestario.

El coche le dio a Bosch una idea. Levantó la mano e hizo un círculo en el aire con el dedo, la señal de que no había problemas.

Al conducir aStoddard hacia el coche vio que Muriel Verloren caminaba por el centro de la calzada hacia su casa. Estaba mirando a Stoddard. Tenía la boca muy abierta como si fuera a gritar horrorizada. Echó a correr hacia ellos.

41

Bosch viajó con Stoddard en el asiento de atrás del coche patrulla en el trayecto hasta la División de Devonshire. Rider se quedó atrás en la casa de los Verloren para calmar a Muriel y para que el personal médico la revisara. Cuando le dieran la autorización volvería en el coche de Bosch a la comisaría.

El trayecto hasta la división era de sólo diez minutos. Bosch sabía que tenía que darse prisa si quería que Stoddard hablara. Lo primero que hizo fue leerle al director sus derechos. Stoddard había hecho ciertas admisiones mientras estaba encerrado en el dormitorio de Rebecca Verloren, pero el hecho de que pudieran utilizarse en un juicio era cuestionable, puesto que no habían sido grabadas y él no había sido advertido de sus derechos, entre los que se incluía el de guardar silencio.

Después de leerle sus derechos de una tarjeta de visita que le había pedido antes a Rider, Bosch simplemente preguntó:

– ¿Quiere hablar conmigo ahora?

Stoddard estaba inclinado hacia delante porque todavía tenía las manos esposadas a su espalda. Tenía la barbilla casi en el pecho.

– ¿Qué hay que decir?

– No lo sé. O sea, no necesito que hable. Le tenemos. Acciones y pruebas, tenemos todo lo que necesitamos. Sólo pensaba que a lo mejor querría explicar las cosas, nada más. En este punto mucha gente quiere explicarse.

Al principio, Stoddard no respondió. El coche se dirigía hacia el este por Devonshire Boulevard. La comisaría estaba a unos tres kilómetros.

Antes, cuando había hablado con los dos patrulleros en el exterior del coche, le había pedido al conductor que fuera despacio.

– Es gracioso -dijo Stoddard al fin.

– ¿El qué?

– Soy profesor de ciencias, ¿sabe? O sea, antes de ser director daba clases de ciencias. Era el jefe del departamento de ciencias.

– Ajá.

– Y les enseñaba a mis alumnos lo que era el ADN. Siempre les decía que era el secreto de la vida. Descodificar el ADN era descodificar la vida.

– Ajá.

– Y ahora…, ahora, bueno, se ha usado para descodificar la muerte. Por ustedes. Es el secreto de la vida. Es el secreto de la muerte. No lo sé. Supongo que en realidad no tiene gracia. En mi caso es más bien irónico.

– Si usted lo dice.

– Un tipo que enseña el ADN es atrapado por el ADN. -Stoddard se echó a reír-. Eh, es un buen titular -dijo-. No se olvide de contárselo.

Bosch se inclinó y usó una llave para soltarle a Stoddard las esposas. Después volvió a cerrarlas por delante del torso del detenido para que éste pudiera incorporarse.

– En la casa ha dicho que la amaba -dijo Bosch. Stoddard asintió.

– La amaba. Todavía la amo.

– Bonita manera de demostrarlo, ¿no?

– No estaba planeado. Nada estaba planeado esa noche. La había estado vigilando, nada más. Siempre que podía, la vigilaba. Pasaba en coche por delante de su casa muchas veces. La seguía cuando iba en coche. También la vigilaba cuando estaba trabajando.

– Y siempre llevaba una pistola.

– No, la pistola era para mí, no para ella. Pero…

– Descubrió que era más fácil matarla a ella que a usted.

– Esa noche… vi que la puerta del garaje estaba abierta. Entré. No estaba seguro de por qué lo hice. Pensaba que iba a usar la pistola conmigo mismo. En su cama. Sería mi forma de demostrarle mi devoción.

– Pero en lugar de ponerse encima de la cama se metió debajo.

– Tenía que pensar.

– ¿Dónde estaba Mackey?

– Mackey. No sé dónde estaba.

– ¿No estaba con usted? ¿No le ayudó?

– Me dio la pistola. Hicimos un trato. La pistola por el graduado. Yo era su profesor y su tutor. Era mi trabajo de verano.

– Pero ¿no estaba con usted esa noche? ¿La subió usted solo por la colina?

Los ojos de Stoddard se abrieron y miraron a la distancia, a pesar de que su punto de enfoque estaba sólo en el asiento delantero.

– Entonces era fuerte -dijo en un susurro.

El coche patrulla pasó a través de la abertura en el muro de hormigón que rodeaba la comisaría de la División de Devonshire. Stoddard miró por la ventanilla. Ver todos los coches patrulla estacionados en la parte de atrás de la comisaría debió de actuar de despertador para él. Se dio cuenta de cuál era su situación.

– No quiero hablar más -dijo.

– Está bien -dijo Bosch-. Lo pondremos en un calabozo y podrá pedir un abogado si lo desea.

El coche se detuvo delante de unas puertas de doble batiente, y Bosch salió. Rodeó el coche, sacó a Stoddard y entró con él en comisaría. El despacho de detectives estaba en la segunda planta. Cogieron un ascensor y los recibió el teniente al mando de los detectives de Devonshire. Bosch lo había llamado desde la casa de los Verloren. Había una sala de interrogatorios preparada para Stoddard. Bosch lo sentó y le enganchó una de las esposas a una anilla de metal atornillada al centro de la mesa.

– Siéntese -le dijo Bosch-. Volveré.

En la puerta, miro a Stoddard y decidió dar un último paso.

– Y por si sirve de algo, creo que su historia es mentira -dijo.

Stoddard lo miró con sorpresa en el rostro.

– A qué se refiere. Yo la quería. No pretendía…

– La acechó con un único propósito. Matarla. Le rechazó y no pudo aceptarlo, así que quería su muerte. Y ahora, al cabo de diecisiete años, quiere contarlo de una manera distinta, como si se tratara de Romeo y Julieta. Es un cobarde, Stoddard. La vigiló y la mató, y debería ser capaz de reconocerlo.

– No. Se equivoca. La pistola era para mí.

Bosch volvió a entrar en la sala y se inclinó sobre la mesa.

– ¿Sí? ¿Y la pistola aturdidora, Stoddard? ¿También era para usted? Ha omitido esa parte de la historia, ¿verdad? ¿Para qué necesitaba una pistola aturdidora si iba a suicidarse?

Stoddard se quedó en silencio. Era casi como si después de diecisiete años hubiera conseguido borrar de la memoria la Professional l00.

– Tenemos primer grado y además premeditación -dijo Bosch-. Va a hacer el viaje completo, Stoddard. Nunca pensó en matarse, ni entonces ni hoy.

– Creo que quiero un abogado ahora -dijo Stoddard.

– Sí, por supuesto que lo quiere.

Bosch abandonó la sala y recorrió el pasillo hasta una puerta abierta. Era la sala de monitorización. El teniente y uno de los agentes del coche patrulla en el que habían llegado estaban en el interior de la pequeña sala. Había dos pantallas de vídeo activas. En una de ellas Bosch vio a Stoddard sentado en la sala de interrogatorios. El ángulo de la cámara era desde la esquina superior derecha de la sala. Stoddard parecía estar mirando a la pared sin comprender.

La imagen de la otra pantalla estaba congelada. Mostraba a Bosch y a Stoddard en el interior del coche patrulla.

– ¿Qué tal el sonido? -preguntó Bosch.

– Perfecto -dijo el teniente-. Lo tenemos todo. Quitarle las esposas fue un bonito detalle. Levantó su cara a la cámara.

El teniente pulsó un botón y la imagen empezó a reproducirse. Bosch oía la voz de Stoddard con claridad. Asintió. El coche patrulla estaba equipado con una cámara en el salpicadero utilizada para grabar infracciones de tráfico y transporte de prisioneros. En el camino de entrada a comisaría con Stoddard, el micrófono interior del coche estaba encendido y el exterior apagado.

Había funcionado a la perfección. Las admisiones de Stoddard en el asiento de atrás ayudarían a cerrar el caso. Bosch no tenía preocupaciones en ese sentido. Le dio las gracias al teniente y al agente de patrulla y preguntó si podía usar el escritorio para hacer algunas llamadas.

Bosch llamó a Abel Pratt para ponerle al día y asegurarle que Rider estaba impresionada, pero por lo demás bien.

Le dijo a Pratt que necesitaba conseguir equipos de la policía científica tanto para la casa de Stoddard como para la de Muriel Verloren a fin de procesar escenas del crimen. Dijo que debería solicitarse y autorizarse una orden judicial antes de que el equipo entrara en la casa de Stoddard. Explicó que iban a presentar cargos contra Stoddard y a tomarle huellas. Las huellas se requerirían para compararlas con las halladas en la tabla de debajo de la cama de Rebecca Verloren. Concluyó hablándole a Pratt del vídeo grabado durante el viaje a la comisaría y de las admisiones que había hecho Stoddard.

– Es todo sólido y está en cinta -dijo Bosch-. Todo después de leerle sus derechos.

– Buen trabajo, Harry -dijo Pratt-. No creo que tengamos que preocupamos por nada más.

– Al menos no con el caso.

Quería decir que Stoddard iría a la cárcel sin problema, pero Bosch no estaba seguro de cómo le iría a él en la revisión de sus acciones en el caso.

– Es difícil de rebatir con resultados -dijo Pratt.

– Ya veremos.

Bosch empezó a oír una señal de llamada en espera en su teléfono. Le dijo a Pratt que tenía que colgar y pasó a la nueva llamada. Era McKenzie Ward, del Daily News.

– Mi hermana estaba escuchando el escáner en el laboratorio de fotos -dijo ella con urgencia-. Dijo que estaban enviando una unidad de refuerzo y una ambulancia a la casa de los Verloren. Reconoció la dirección.

– Es cierto.

– ¿Qué pasa, detective? Teníamos un trato, ¿recuerda?

– Sí, lo recuerdo, y estaba a punto de llamarla.

42

La cocina del albergue Metropolitano estaba a oscuras. Bosch fue al pequeño vestíbulo del hotel contiguo y preguntó al hombre que estaba detrás de la ventanilla de cristal cuál era el número de habitación de Robert Verloren.

– Se ha ido, tío.

Algo en la determinación del tono hizo que Bosch empezara a sentir una opresión en el pecho. No daba la sensación de que el recepcionista quisiera decir que había salido esa noche.

– ¿Qué quiere decir que se ha ido?

– Quiero decir que se ha ido. Se metió en lo suyo y se fue. Es todo.

Bosch se acercó más al cristal. El hombre tenía una novela de bolsillo abierta en el mostrador y no había levantado la cabeza de sus páginas amarillentas.

– Eh, míreme.

El hombre le dio la vuelta al libro para no perder la página y levantó la cabeza.

Bosch le mostró la placa. Entonces bajó la mirada y vio que el libro se titulaba Pregúntale al polvo.

– Sí, agente.

Bosch volvió a mirar los ojos cansados del hombre.

– ¿Qué quiere decir que se metió en lo suyo y qué quiere decir que se ha ido? El hombre se encogió de hombros.

– Llegó borracho y ésa es la norma que tenemos aquí. Ni alcohol ni borrachos.

– ¿Lo despidieron?

El hombre asintió.

– ¿Y su habitación?

– La habitación va con el trabajo. Como le he dicho, se ha ido.

– ¿Adónde?

El hombre se encogió de hombros una vez más. Señaló a la puerta que conducía a la acera de la calle Cinco. Le estaba diciendo a Bosch que Verloren estaría en las calles, en alguna parte.

– Estas cosas pasan -dijo el hombre. Bosch volvió a mirarle.

– ¿Cuándo se fue?

– Ayer. Fue por culpa de ustedes los polis.

– ¿Qué quiere decir?

– Oí que vino un poli y le soltó un rollo. No sé de qué se trataba, pero fue justo antes, ¿entiende? Terminó el turno, se fue y volvió a probarlo. Yeso fue todo. Lo único que sé es que ahora necesitamos otro chef porque el que han puesto no sabe freír un huevo.

Bosch no le dijo nada más al hombre. Se apartó de la ventanilla y se dirigió a la puerta. La calle se estaba poblando de gente. La gente de la noche. Los heridos y sin lugar. Gente que se ocultaba de otros y de sí mismos. Gente que huía del pasado, de las cosas que habían hecho y de las que no había hecho.

Bosch sabía que la noticia estaría en los medios al día siguiente. Había querido decírselo a Robert Verloren él mismo.

Decidió que buscaría a Robert Verloren en las calles. No sabía qué efecto le causaría la noticia que le llevaba. No sabía si sacaría a Verloren del pozo o lo hundiría todavía más. Quizá ya nada podía ayudarle. Pero de todos modos necesitaba decírselo. El mundo estaba lleno de gente que no podía superar sus traumas. No encontraría la paz. La verdad no te hace libre, pero es posible superar las cosas. Eso era lo que Bosch le diría. Uno puede dirigirse hacia la luz y escalar y cavar y buscar una salida del agujero.

Bosch abrió la puerta y se internó en la noche.

43

El campo de desfile de la academia de policía estaba encajado como una manta verde contra una de las colinas boscosas del parque Elysian. Era un lugar hermoso y protegido y hablaba bien de la tradición que el jefe de policía quería que Bosch recordara.

A las ocho de la mañana siguiente a su infructuosa búsqueda nocturna de Robert Verloren, Bosch se presentó en la mesa de registro de invitados y fue escoltado hasta el asiento que se le había asignado en la tribuna de personalidades. Había cuatro filas de sillas detrás del atril desde el que se harían los discursos. La silla de Bosch miraba a los terrenos del desfile, donde los nuevos cadetes marcharían y después formarían para pasar revista. Como invitado del jefe, él sería uno de los inspectores.

Bosch llevaba el uniforme completo. Era tradición lucir con orgullo los colores en la graduación de nuevos agentes, dar la bienvenida al nuevo uniformado vestido de uniforme. Y llegaba temprano. Se sentó solo y escuchó la banda de la policía que tocaba viejos standards. Ninguno de los otros invitados que fueron llevados a sus asientos se dirigió a él. En su mayoría eran políticos y dignatarios, así como unos pocos ganadores del Corazón Púrpura en Irak que vestían el uniforme del Cuerpo de Marines.

Sentía picor bajo el cuello almidonado y la corbata fuertemente apretada. Había pasado casi una hora en la ducha frotándose para eliminar la tinta que se había puesto en la piel, con la esperanza de que el agua arrastrara también todo lo desagradable del caso.

No reparó en que se aproximaba el subdirector Irvin Irving hasta que el cadete que lo conducía a la tienda, dijo:

– Disculpe, señor.

Bosch levantó la mirada y vio que Irving iba a sentarse justo a su lado. Se enderezó y levantó su programa del asiento reservado a Irving.

– Que lo disfrute -dijo el cadete antes de virar con un taconazo y dirigirse hacia otro invitado.

Al principio, Irving no dijo nada. A Bosch le dio la sensación de que dedicaba mucho tiempo a acomodarse y mirar a su alrededor para ver quién podía estar observándolos. Estaban en la primera fila, eran dos de los mejores asientos del acto. Finalmente habló sin girar el cuello y sin mirar a Bosch.

– ¿Qué está pasando aquí, Bosch?

– Dígamelo usted, jefe.

Bosch se volvió y echó un vistazo para ver si alguien les estaba mirando. Obviamente no era casual que estuvieran sentados uno al lado del otro. Bosch no creía en las coincidencias de ese tipo.

– El jefe me dijo que quería que viniera -explicó-. Me invitó el lunes, cuando me devolvió la placa.

– Qué suerte.

Pasaron otros cinco minutos antes de que Irving volviera a hablar. Las sillas de debajo del entoldado estaban todas ocupadas, salvo el lugar reservado al jefe de policía y su esposa, en un extremo de la primera fila.

– Ha tenido Una semana infernal, detective -susurró Irving-. Aterrizó en mierda y se levantó oliendo a rosas. Felicidades.

Bosch asintió. Era una valoración precisa.


– ¿Y usted, jefe? ¿Sólo ha sido una semana más en la oficina para usted?

Irving no respondió. Bosch pensó en los lugares donde había buscado a Robert Verloren la noche anterior. Pensó en el rostro de Muriel Verloren cuando había visto al asesino de su hija conducido al coche patrulla. Bosch tuvo que darse prisa en meter a Stoddard en el asiento de atrás para que ella no se le echara encima.

– Fue todo culpa suya -dijo Bosch en voz baja. Irving lo miró por primera vez.

– ¿De qué está hablando?

– De diecisiete años, de eso estoy hablando. Tenía a su hombre comprobando las coartadas de los Ochos. Él no sabía que Gordon Stoddard era también el profesor de la chica. Si Green y García hubieran comprobado las coartadas, como debería haber sido, habrían encontrado a Stoddard y habrían resuelto el caso fácilmente. Hace diecisiete años. Todo ese tiempo pesa sobre usted.

Irving se volvió por completo en su asiento para mirar a Bosch.

– Teníamos un trato, detective. Si lo rompe, encontraré otras formas de llegar a usted. Espero que lo entienda.

– Sí, claro, lo que usted diga, jefe. Pero olvida una cosa. No soy el único que sabe de usted. ¿Qué pretende, hacer sus pequeños pactos con todo el mundo? ¿Con cada periodista, con cada poli? ¿Con cada padre y cada madre que ha tenido que vivir una vida hueca por lo que usted hizo?

– No levante la voz -dijo Irving entre dientes.

– Ya le he dicho todo lo que quería decide.

– Bueno, déjeme decirle algo. No he terminado de hablar con usted. Si descubro…

Dejó la frase a medias cuando el jefe de policía y su esposa llegaron escoltados por un cadete. Irving se enderezo en su asiento cuando sonó la música y empezó el espectáculo. Veinticuatro cadetes con placas nuevas y brillantes en sus pechos uniformados marcharon en la explanada del desfile y ocuparon sus posiciones delante de la tribuna de personalidades.

Hubo demasiados discursos preliminares y la revista de los nuevos oficiales se demoró en exceso. Sin embargo, finalmente, el programa llegó al momento principal, las tradicionales observaciones del jefe de policía. El hombre que había traído de nuevo a Bosch al departamento estaba relajado y preparado ante el atril. Habló de reconstruir el departamento de policía desde dentro, empezando por los veinticuatro nuevos agentes que tenía ante sí. Dijo que estaba hablando de reconstruir tanto la imagen como la práctica del departamento. Dijo muchas de las cosas que le había dicho a Bosch el lunes por la mañana. Instó a los nuevos agentes a no quebrantar nunca la ley para hacer cumplir la ley. A hacer su trabajo respetando la Constitución y de manera compasiva en todo momento.

Pero entonces sorprendió a Bosch con su conclusión.

– También quiero llamar su atención sobre dos agentes que están hoy aquí presentes como invitados míos. Uno llega, y el otro se va. El detective Harry Bosch ha regresado al departamento esta semana, después de varios años de retiro. Supongo que durante sus largas vacaciones ha aprendido que no se pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo.

Hubo risas educadas entre la multitud situada al otro lado de la explanada del desfile. Allí era donde se sentaban los familiares y amigos de los cadetes. El jefe continuó.

– Así que volvió a la familia del Departamento de Policía de Los Ángeles y ya ha actuado de manera admirable. Se ha puesto en peligro por el bien de la comunidad. Ayer, él y su compañera resolvieron un asesinato cometido hace diecisiete años, un crimen que ha estado clavado como una espina en el costado de esta comunidad. Damos de nuevo la bienvenida al redil al detective Bosch.

Hubo un rumor de aplausos de la multitud. Bosch sintió que se ruborizaba. Bajó la mirada a su regazo.

– También quiero dar las gracias al subdirector Irvin Irving por estar aquí hoy -continuó el jefe-. El jefe Irving ha servido a este departamento durante casi cuarenta y cinco años. No hay actualmente ningún agente que lo haya hecho durante más tiempo. Su decisión de retirarse hoy y hacer de esta graduación su último acto llevando placa es un buen broche a su carrera. Le damos las gracias por ese servicio a este departamento y a esta ciudad.

El aplauso para Irving fue mucho más alto y sostenido. La gente empezó a levantarse en honor del hombre que había servido al departamento y a la ciudad durante tanto tiempo. Bosch se volvió ligeramente a su derecha para ver el rostro de Irving y en los ojos del sub director advirtió que no lo había visto venir. Le habían engañado.

Pronto todos estuvieron de pie y aplaudiendo, y Bosch se sintió obligado a hacer lo mismo por el hombre al que despreciaba. Sabía exactamente quién había proyectado la caída de Irving. Si Irving protestaba, o maniobraba para recuperar su posición, se enfrentaría a una acusación interna construida por Kizmin Rider. No había duda de quién perdería el caso. Ni la menor duda.

Lo que Bosch no sabía era cuándo se había planeado. Recordó a Rider sentada en su escritorio en la sala 503, esperándole con café, solo, como a él le gustaba. ¿Ya sabía entonces de qué caso era el resultado ciego y adónde conduciría? Recordó la fecha en el informe del Departamento de Justicia. Tenía diez días cuando él lo había leído. ¿Qué había ocurrido durante esos diez días? ¿Qué estaba planeado para su llegada?

Bosch no lo sabía y tampoco estaba seguro de que le importara. La política del departamento se dirimía en la sexta planta. Bosch trabajaba en la sala 503, Y allí se mantendría firme. Sin lugar a dudas.

El jefe terminó su discurso y se alejó del micrófono. Uno a uno, les dio a los cadetes un certificado que acreditaba que habían completado la formación en la academia, y posó para una foto con el receptor. Todo fue muy rápido y limpio y estuvo perfectamente coreografiado. Tres helicópteros de la policía sobrevolaron en formación la explanada del desfile y los cadetes terminaron la ceremonia lanzando sus gorras al aire.

Bosch se acordó de la ocasión, hacía más de treinta años, en que él había lanzado su gorra al aire. Sonrió ante el recuerdo. No quedaba nadie más de su promoción. Estaban muertos, o retirados o expulsados. Sabía que dependía de él cargar con el estandarte y la tradición. Elegir la buena pelea.

Cuando concluyó la ceremonia y la multitud se apresuró hacia los nuevos agentes para felicitarles, Bosch observó que Irving se levantaba y empezaba a atravesar la explanada del desfile hacia la zona de salida. No se detuvo por nadie, ni siquiera por aquellos que le tendieron la mano para felicitarle y darle las gracias.

– Detective, ha tenido una semana atareada.

Bosch se volvió. Era el jefe de policía. Asintió con la cabeza. No sabía qué decir.

– Gracias por venir -dijo el jefe-. ¿Cómo está la detective Rider?

– Se ha tomado el día libre. Ayer le fue de poco.

– Eso he oído. ¿Alguno de los dos va a asistir a la conferencia de prensa de hoy?

– Bueno, ella no está, y yo estaba pensando en saltármela, si no le importa.

– Nosotros nos ocuparemos. Veo que ya le ha dado la noticia al Daily News.

Ahora todos los demás claman por ella. Vamos a tener que montar un pequeño numerito.

– Le debía ésta a la periodista del News.

– Sí, lo comprendo.

– Cuando pase la tormenta, ¿todavía tendré trabajo, jefe?

– Por supuesto, detective Bosch. Como en toda investigación, había que tomar decisiones. Usted tomó las mejores decisiones que podía tomar. Habrá una revisión del caso, pero no creo que tenga problemas.

Bosch asintió. Casi le dijo gracias, pero decidió no hacerlo. Se limitó a mirarle.

– ¿Hay algo más que quiera preguntarme, detective?

Bosch asintió de nuevo.

– Me estaba preguntando algo -dijo.

– ¿Qué?

– El caso empezó con una carta del Departamento de Justicia y esa carta era vieja cuando yo llegué. ¿Por qué me la guardaron a mí? Supongo que lo que me estoy preguntando es qué sabían y cuándo lo supieron.

– ¿Algo de eso importa ahora?

Bosch señaló con la barbilla en la dirección que había tomado Irving.

– Quizá -dijo-. No lo sé. Pero no se irá simplemente. Irá a los medios. O a los abogados.

– Sabe que hacerlo sería un error. Que tendría consecuencias para él. No es un hombre estúpido.

Bosch se limitó a asentir con la cabeza. Él jefe lo estudió un momento antes de hablar de nuevo.

– Todavía parece preocupado, detective. ¿Recuerda lo que le dije el lunes? Le dije que había revisado cuidadosamente su caso y su carrera antes de decidir darle de nuevo la bienvenida.

Bosch se limitó a mirarlo.

– Lo dije en serio -continuó el jefe-. Lo estudié y creo que sé algo sobre usted. Está en esta tierra por un motivo, detective Bosch. Y sabe que tiene la oportunidad de continuar con su misión. Después de eso, ¿importa algo más?

Bosch le sostuvo la mirada un buen rato antes de responder.

– Supongo que lo que de verdad quería preguntar es sobre lo que dijo el otro día. Cuando me contó todo eso acerca de las ondas y las voces, ¿lo decía en serio? ¿O sólo me estaba dando cuerda para que fuera tras Irving por usted?

El fuego se extendió rápidamente por las mejillas del jefe de policía. Bajó la mirada mientras componía su respuesta, pero entonces volvió a levantar la cabeza y le sostuvo la mirada a Bosch.

– Dije en serio todas las palabras que pronuncié. Y no lo olvide. Vuelva a la sala quinientos tres y resuelva casos, detective. Para eso está aquí. Resuélvalos o encontraré una razón para echarlo. ¿Entendido?

Bosch no se sintió amenazado. Le gustó la respuesta del jefe. Le hizo sentirse mejor.

– Entiendo.

El jefe levantó la mano y cogió a Bosch por el antebrazo.

– Bien. Entonces vamos allí a hacernos una foto con algunos de estos jóvenes que hoy se han unido a nuestra familia. Quizá puedan aprender algo de nosotros. Quizá nosotros podamos aprender algo de ellos.

Al caminar hacia la multitud, Bosch apartó la mirada en la dirección que había tomado Irving. Pero ya hacía mucho que se había ido.

44

Bosch buscó a Robert Verloren durante tres de las siete noches siguientes, pero no lo encontró hasta que fue demasiado tarde.

Una semana después de la graduación en la academia, Bosch y Rider estaban sentados frente a frente tras sus escritorios mientras daban los últimos toques a la acusación contra Gordon Stoddard, quien había sido llevado ante el tribunal municipal de San Fernando esa misma semana y se había declarado no culpable. Había empezado el baile legal. Bosch y Rider tenían que recopilar un amplio pliego de cargos que trazara las líneas maestras de la acusación contra Stoddard. La documentación sería entregada a un fiscal, quien la utilizaría en sus negociaciones con el abogado defensor de Stoddard. Después de reunirse con Muriel Verloren, así como con Bosch y Rider, el fiscal estableció una estrategia. Si Stoddard elegía ir a juicio, el Estado buscaría la pena capital por el agravante de la premeditación. La alternativa era que Stoddard evitara la pena capital declarándose culpable de asesinato en primer grado en un acuerdo extrajudicial que lo llevaría a prisión de por vida sin posibilidad de condicional.

En cualquier caso, el sumario que Bosch y Rider estaban preparando resultaría de vital importancia, porque mostraría a Stoddard y a su abogado el enorme peso de las pruebas. Forzarían la mano y harían que Stoddard eligiera entre las tristes alternativas de una existencia en una celda de prisión o jugarse la vida sobre las escasas posibilidades de convencer a un jurado.

Hasta ese punto había sido una buena semana. Rider salió airosa después de estar a punto de morir por la bala de Stoddard y mostró estar en plena disposición de sus facultades al reunir la documentación del caso. Bosch había pasado todo el lunes revisando la investigación con un detective de Asuntos Internos y el caso fue archivado al día siguiente. El veredicto de «no emprender ninguna acción» por parte de Asuntos Internos significaba que estaba a salvo en el seno del departamento, si bien una retahíla de artículos de la prensa continuaban cuestionando las acciones de la policía al usar a Roland Mackey como cebo.

Bosch estaba listo para pasar a la siguiente investigación. Ya le había dicho a Rider que quería revisar el caso de la señora a la que halló atada y ahogada en su bañera el segundo día de servicio en el cuerpo. Lo asumirían en cuanto terminaran; con el papeleo sobre Stoddard.

Abel Pratt salió de su oficina y se acercó a ellos. Tenía un aspecto ceniciento. Hizo una señal con la cabeza hacia el ordenador de Rider.

– ¿Estáis trabajando en Stoddard?

– Sí -dijo Rider-. ¿Qué pasa?

– No le podréis clavar la aguja. Está muerto.

Nadie dijo nada durante un largo momento.

– ¿Muerto? -preguntó Rider por fin-. ¿Cómo que muerto?

– Muerto en su celda en la prisión de Van Nuys. Dos heridas de punción en el cuello.

– ¿Se lo hizo él? -preguntó Bosch-. No me pareció que fuera capaz.

– No, alguien lo hizo por él.

Bosch se sentó más derecho.

– Espere un momento -dijo-. Estaba en la planta de alta seguridad y aislado. Nadie podía…

– Alguien lo hizo esta mañana -dijo Pratt-. Y ésta es la peor parte.

Pratt levantó una libretita que tenía en la mano, con notas garabateadas. Leyó.

– El lunes por la noche arrestaron a un hombre en Van Nuys Boulevard por desórdenes y borrachera. También agredió a uno de los policías que lo detuvieron. Le tomaron las huellas de manera rutinaria y lo enviaron a la prisión de Van Nuys. No tenía documento de identidad y dio el nombre de Robert Light. Al día siguiente, ante el juez, se declaró culpable de todos los cargos y el juez lo envió una semana a la prisión de Van Nuys. Las huellas todavía no se habían comprobado en el ordenador.

Bosch sintió un profundo tirón en las entrañas. Sentía pánico. Sabía adónde iría a parar la historia. Pratt continuó, valiéndose de sus notas para construir su relato.

– El hombre que se hacía llamar Robert Light fue asignado a trabajo de cocina en la cárcel porque aseguró y demostró que tenía experiencia en restaurantes. Esta mañana cambió su función con otro de los asignados a cocina y estaba empujando el carrito que llevaba bandejas de comida a los custodiados en alta seguridad. Según dos guardias que fueron testigos, cuando Stoddard se acercó a la ventanita corredera de su celda para coger la bandeja de comida, Robert Light metió la mano entre los barrotes y lo agarró. Acto seguido lo acuchilló repetidamente con un punzón hecho con una cuchara afilada. Tenía dos pinchazos en el cuello antes de que los guardias redujeran al agresor. Los guardias llegaron demasiado tarde. La arteria carótida de Stoddard estaba seccionada y se desangró en su celda antes de que llegaran a ayudarle.

Pratt se detuvo, pero Bosch y Rider no hicieron preguntas.

– De manera coincidente -empezó de nuevo Pratt-, las huellas dactilares de Robert Light fueron introducidas finalmente en la base de datos aproximadamente al mismo tiempo en que estaba matando a Stoddard. El ordenador reveló que el custodiado había dado un nombre falso. El nombre real, como estoy seguro de que ya habéis adivinado, era Robert Verloren.

Bosch miró a Rider, pero no pudo sostenerle la mirada mucho tiempo. Bajó la cabeza. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. Cerró los ojos y se frotó la cara con las manos. Creía que en cierto modo era culpa suya. Robert Verloren había sido de su responsabilidad en la investigación. Debería haberlo encontrado.

– ¿Qué tal esto como cierre? -dijo Pratt.

Bosch bajó la mirada a sus manos y se levantó. Miró a Pratt.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– ¿Verloren? Todavía lo tenían allí. Lo llevan en Homicidios de Van Nuys.

– Voy para allí.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Rider.

– No lo sé. Lo que pueda.

Salió de la 503, dejando atrás a Rider y Pratt. En el pasillo pulsó el botón del ascensor y esperó. La opresión en el pecho no remitía. Sabía que era la sensación de culpa, la sensación de que no había estado preparado para este caso y que sus errores habían sido muy costosos.

– No es culpa tuya, Harry. L1evaba diecisiete años esperando hacer esto.

Bosch se volvió. Rider había ido tras él.

– Debería haberlo encontradó antes.

– No quería que lo encontraran. Tenía un plan.

La puerta del ascensor se abrió. Estaba vacío.

– Hagas lo que hagas -dijo Rider-. Voy contigo.

Bosch asintió. Estar con ella lo haría más soportable. Le cedió el paso en el ascensor y la siguió. En el camino de bajada sintió que la determinación crecía en su interior. La determinación de continuar en la misión. La determinación de no olvidar nunca a Robert y Muriel y Rebecca Verloren. Y una promesa de hablar siempre por los muertos.

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