SEGUNDA PARTE. HIGH JINGO

20

A las 7.50 de la mañana siguiente Bosch volvía a estar en el Nickel. Estaba observando la cola para desayunar en el albergue Metropolitano y tenía la mirada fija en Robert Verloren, que se hallaba en la cocina, detrás de las mesas de vapor. Bosch había tenido suerte. A primera hora de la mañana daba la sensación de que se había producido un cambio de turno entre los sin techo. La gente que patrullaba las calles en la oscuridad estaba durmiendo la borrachera de sus fracasos nocturnos y había sido sustituida por los sin techo del primer turno, aquellos que eran lo bastante listos para ocultarse de la calle durante la noche. La intención de Bosch había sido empezar otra vez por los centros grandes, pero ya antes de llegar, y tras aparcar otra vez en Japantown, empezó a mostrar la foto de Verloren a la gente de la calle más lúcida que encontró y casi de inmediato empezó a obtener respuestas. La población diurna reconocía a Verloren. Algunos dijeron que habían visto al tipo de la foto, pero que era mucho más viejo. Finalmente, Bosch se encontró con un hombre que de manera natural dijo «Sí, es Chef», y le señaló a Bosch hacia el albergue Metropolitano.

El Metropolitano era uno de los albergues satélite más pequeños que se agolpaban en torno al Ejército de Salvación y a La Misión de Los Ángeles y su función era aliviar el flujo excesivo de gente de la calle, particularmente en los meses de invierno, cuando, el clima más benigno de Los Ángeles atraía hacia la ciudad una migración desde lugares más fríos del norte. Estos centros más pequeños carecían de medios para proporcionar tres comidas al día y por acuerdo se especializaban en un servicio. En el Metropolitano, el servicio era un desayuno que empezaba todos los días a las siete de la mañana. Cuando Bosch llegó allí, la fila de hombres y mujeres temblorosos y mal arreglados se extendía hasta más allá de la puerta del centro de comidas, y las largas filas de mesas estilo pícnic del interior estaban repletas. En la calle había corrido la voz de que el Metropolitano servía el mejor desayuno del Nickel.

Bosch se había abierto camino mostrando la placa y muy pronto localizó a Verloren en la cocina, detrás de las mesas de servir. No parecía que Verloren estuviera haciendo una labor en particular, sino que daba la sensación de estar supervisando la preparación de varias cosas, de estar al mando. Iba pulcramente vestido con una camisa cruzada blanca encima de pantalones oscuros, un delantal blanco inmaculado que le llegaba por debajo de las rodillas y un sombrero alto de chef.

El desayuno consistía en huevos revueltos con pimientos rojos y verdes, patatas y cebollas doradas en la sartén, sémola de maíz y salchichas. Tenía buen aspecto y olía apetecible para Bosch, que había salido de casa sin comer nada porque quería ponerse en marcha deprisa. A la derecha de la cola había una mesa con dos grandes termos de café para autoservicio y estantes con tazas hechas de porcelana gruesa que se habían astillado y se habían tornado amarillentas con el tiempo. Bosch cogió una taza y la llenó de café muy caliente. Dio un traguito y esperó. Cuando Verloren caminó hacia la mesa de servir utilizando la camisa de su delantal para sostener una pesada bandeja caliente de huevos, Bosch hizo su movimiento.

– Eh, Chef -llamó por encima del tintineo de cucharas de servir y voces.

Verloren miró, y Bosch notó que su interlocutor inmediatamente determinó que Bosch no era un «cliente». Como la noche anterior, Bosch se había vestido de manera informal, pero pensó que Verloren podría haber sido capaz de adivinar que era poli. Éste se alejó de la mesa de servir y se acercó, aunque sin llegar hasta donde estaba Bosch. Parecía existir una línea invisible en el suelo que representaba la demarcación entre la cocina y el espacio para comer. Verloren no la cruzó. Se quedó allí de pie, utilizando su delantal para sostener la bandeja de servir casi vacía que había cogido de la mesa de vapor.

– ¿Puedo ayudarle?

– Sí, ¿tiene un minuto? Me gustaría hablar con usted.

– No, no tengo un minuto, estoy en medio del desayuno.

– Es sobre su hija.

Bosch vio un ligero temblor en los ojos de Verloren. Cayeron durante un segundo y después volvieron a levantarse de nuevo.

– ¿Es de la policía?

Bosch asintió.

– ¿Me deja que termine? Ahora estamos sacando las últimas bandejas. No hay problema.

– ¿Quiere comer? Parece que tiene hambre.

– Eh…

Bosch se fijó en que las mesas de la sala estaban repletas. No sabía dónde iba a poder sentarse. Ese tipo de comedores tenían las mismas normas no escritas y protocolos que las prisiones. Si se añadía un alto grado de enfermedad mental entre la población de los sin techo, el resultado era que uno podía cruzar algún tipo de frontera con sólo elegir un asiento determinado.

– Venga conmigo -dijo Verloren-. Tenemos una mesa en la parte de atrás.

Bosch se volvió hacia Verloren, pero el chef del desayuno ya se estaba dirigiendo hacia la cocina. Lo siguió y éste lo condujo a través de las zonas de cocina y preparación hasta una sala trasera donde había una mesa vacía de acero inoxidable con un cenicero lleno.

– Siéntese.

Verloren sacó el cenicero y lo ocultó a su espalda. No lo hizo como si lo estuviera escondiendo, sino como el camarero o el maître que quiere que la mesa esté en perfectas condiciones para el cliente. Bosch le dio las gracias y se sentó.

– Volveré enseguida -dijo Verloren.

En menos de un minuto, Verloren trajo un plato lleno de todas las cosas que Bosch había visto en la mesa de servir. Cuando puso los cubiertos, Bosch advirtió el temblor en su mano.

– Gracias, pero estaba pensando… ¿Habrá suficiente? Para la gente de la cola.

– No vamos a decirle que no a nadie, siempre que lleguen a tiempo. ¿Qué tal el café?

– Bien, gracias. ¿Sabe?, no es que no quisiera quedarme allí con ellos, sino que no sabía dónde sentarme.

– Lo entiendo. No hace falta que dé explicaciones. Déjeme que saque esas bandejas y podremos hablar. ¿Han detenido a alguien?

Bosch lo miró. Había una expresión de esperanza, casi de súplica en los ojos de Verloren.

– Todavía no -dijo Bosch-, pero nos estamos acercando a algo.

– Volveré lo antes posible. Coma. Yo lo llamo «Revuelto de Malibú.»

Bosch miró su plato. Verloren volvió a la cocina.

Los huevos estaban buenos, y el desayuno en su conjunto. No había tostadas, pero eso habría sido pedir demasiado. La zona de separación en la que estaba sentado se hallaba entre el área de preparación de la cocina y la amplia sala: donde dos hombres iban llenando un lavaplatos industrial. Había mucho bullicio, el ruido de ambas direcciones rebotaba en las paredes de baldosas grises. Una puerta de doble batiente daba acceso al callejón de la parte de atrás. Una de las hojas estaba abierta, y el aire frío que entraba hacía soportables el vapor del lavavajillas y el calor que emanaba de la cocina.

Después de que Bosch se acabara el desayuno y terminara de bajarlo con lo que le quedaba del café, se levantó y salió al callejón para hacer una llamada telefónica lejos del ruido. Inmediatamente vio que el callejón era un campamento. Las paredes traseras de las misiones que había a un lado y de los almacenes de juguetes del otro estaban recubiertas casi de extremo a extremo con refugios de cartón y lona. Reinaba el silencio. Probablemente aquéllos eran los refugios hechos a mano de los habitantes de la noche. No era que no hubiera sitio para ellos en los albergues de las misiones, sino que esas camas comportaban unas reglas básicas a las que la gente del callejón no quería someterse.

Harry Bosch llamó al móvil de Kiz Rider, quien respondió enseguida. Ya estaba en la sala 503 y acababa de terminar de repartir la solicitud de escucha. Bosch habló en voz baja.

– He encontrado al padre.

– Buen trabajo, Harry. Todavía lo tienes. ¿Qué dice? ¿Reconoce a Mackey?

– Aún no he hablado con él.

Explicó la situación y preguntó si había alguna novedad por su parte.

– La orden está en el escritorio del capitán. Abel va a meterle prisa si no tenemos noticias a las diez, después sube por la cadena.

– ¿A qué hora has entrado?

– Pronto. Quería terminar con esto.

– ¿Tuviste ocasión de leer el diario de la chica anoche?

– Sí, lo leí en la cama. No ayuda mucho. Son secretos de escuela. Amor no correspondido, enamoramientos semanales, cosas así. Se menciona a MVA, pero no hay ninguna pista respecto a su identidad. Incluso podría ser un personaje de fantasía por la manera en que habla de lo especial que es. Creo que García no se equivocó al devolvérselo a la madre. No va a ayudarnos.

– ¿En el diario de refiere a MVA en masculino?

– Humm, Harry, eso es inteligente. No me he fijado. Lo tengo aquí y lo comprobaré. ¿Sabes algo que yo no sepa?

– No, sólo trataba de cubrir las posibilidades. ¿Danny Kotchof? ¿Aparece?

– Al principio. Lo menciona por el nombre después desaparece y el misterioso MVA ocupa su lugar.

– El señor X…

– Escucha, voy a subir a la sexta enseguida. Intentaré conseguir acceso a aquellos viejos archivos de los que estábamos hablando.

Bosch se fijó en que ella no había mencionado que eran archivos de la UOP. Se preguntó si Pratt o algún otro andaban cerca y ella estaba tomando precauciones para que no la oyeran.

– ¿Hay alguien ahí, Kiz?

– Exacto.

– Tomas todas las precauciones, ¿no?

– Exacto.

– Bien. Buena suerte. Por cierto, ¿encontraste un teléfono en Mariano?

– Sí -dijo ella-. Hay un teléfono y está el nombre de William Burkhart. Debe de ser un compañero de piso. Este tipo es sólo unos años mayor que Mackey y tiene un historial que incluye un delito de odio. No hay nada en años recientes, pero hay un delito de odio en el ochenta y ocho.

– ¿Y sabes qué? -dijo Bosch-. También era vecino de Sam Weiss. Creo que olvidé mencionarlo cuando hablamos anoche.

– Demasiada información nueva.

– Sí. Me estaba preguntando una cosa. ¿Cómo es que los móviles de Mackey no aparecieron en Auto Track?

– Te llevo ventaja en eso. Busqué el número y no es suyo. Está a nombre de Belinda Messier. Su dirección está en Melba, también en las colinas de Woodland. No tiene antecedentes, salvo infracciones de tráfico. Quizás es su novia.

– Quizás.

– Cuando tenga tiempo intentaré investigarla. Estoy sintiendo algo aquí, Harry. Todo empieza a cuadrar. Todo este material del ochenta y ocho. Intenté sacar el archivo sobre el delito de odio, pero…

– ¿Orden Público?

– Exacto. Y por eso voy a subir a la sexta.

– De acuerdo. ¿Algo más?

– He llamado a la DAP antes que nada. Todavía no han encontrado la caja de pruebas. Aún no tenemos la pistola. Me estoy preguntando si la guardaron mal o se la llevaron.

– Sí -dijo Bosch, pensando en lo mismo. Si el caso se volvía hacia el interior del departamento, las pruebas podrían haberse perdido a propósito y de manera permanente-. Bueno, antes de que haga esta entrevista volvamos un minuto al diario. ¿Hay algo relacionado con el embarazo?

– No, no hablaba de eso. Las entradas están fechadas y dejó de escribir a finales de abril. Quizá fue cuando lo descubrió. Creo que quizá dejó de escribirlo por si sus padres lo estaban leyendo secretamente.

– ¿No menciona ningún sitio al que pudiera haber ido?

– Menciona muchas películas -dijo Rider-. No con quién fue a verlas, sino las películas específicas que vio y lo que pensaba de ellas. ¿Qué estás pensando, adquisición de objetivo?

Necesitaban saber dónde se habían cruzado los caminos de Mackey y Rebecca Verloren. Era un agujero en el caso al margen de cuál fuera la motivación. ¿Dónde había establecido contacto Mackey con Verloren para adquirirla como objetivo?

– Cines -dijo él-. Podría ser el sitio en el que se cruzaron.

– Exactamente. Y creo que todos los cines del valle de San Fernando están en centros comerciales. Eso amplía todavía más la zona de cruce.

– Es algo en lo que pensar.

Bosch dijo que iría a la oficina después de hablar con Robert Verloren, y ambos colgaron. Cuando Bosch volvió a entrar, el ruido del lavaplatos parecía incluso mayor. El servicio de desayuno casi había terminado y el personal cerraba con fuerza los lavaplatos. Bosch se sentó a la mesa otra vez y se fijó en que alguien se había llevado su plato vacío. Trató de pensar en la conversación con Rider. Sabía que un centro comercial era un lugar descomunal para el cruce de caminos, un lugar donde resultaba fácil imaginar que alguien como Mackey se cruzara con alguien como Rebecca Verloren. Se preguntó si el crimen podría haberse reducido a un encuentro casual: Mackey viendo a una chica con la obvia mezcla de razas en la cara, el pelo y los ojos. ¿Podía haberlo irritado hasta el extremo de haberla seguido hasta su casa y después volver solo o con otros para secuestrarla y matarla?

Parecía una posibilidad remota, pero la mayoría de las teorías empezaban como posibilidades remotas. Pensó en la investigación original y la posibilidad de que hubiera sido empañada por el departamento. No había nada en el expediente que indicara hacia el ángulo racial: Sin embargo, en 1988, el departamento habría ido hasta el extremo para no representarlo. El departamento y la ciudad tenían un punto ciego. Una infección de animosidades raciales estaba pudriéndose bajo la superficie en 1988, pero ambos miraron hacia otro lado. La piel que cubría la herida purulenta se abrió por fin unos años después, y la ciudad fue destrozada durante tres días de disturbios, los peores en el país en un cuarto de siglo. Bosch tenía que considerar que la investigación del asesinato de Rebecca Verloren podía haber quedado atrofiada a fin de mantener la enfermedad bajo la superficie.

– ¿Está preparado?

Bosch levantó la mirada y vio a Robert Verloren de pie ante él. Estaba sudando por el esfuerzo y tenía el sombrero del chef en la mano. Todavía se percibía un ligero temblor en el brazo.

– Sí, claro. ¿Quiere sentarse?

Verloren se sentó enfrente de Bosch.

– ¿Siempre es así? -preguntó Bosch-. ¿Tan repleto?

– Cada mañana. Hoy hemos servido ciento sesenta y dos platos. Mucha gente cuenta con nosotros. No, espere, digamos ciento sesenta y tres platos. Me olvidé de usted. ¿Qué tal estaba?

– Francamente bien. Gracias, necesitaba el combustible.

– Es mi especialidad.

– Es un poco distinto a cocinar para Johnny Carson y la gente de Malibú, ¿eh?

– Sí, pero no lo echo de menos. En absoluto. Fue sólo una parada en el camino para descubrir el lugar al que pertenezco. Pero ahora estoy aquí, gracias a Jesucristo Nuestro Señor, y es aquí adonde quiero pertenecer.

Bosch asintió con la cabeza. Tanto si lo hacía de manera intencional como si no, Verloren estaba comunicando a Bosch que debía su nueva vida a la intervención de la fe. Bosch había descubierto con frecuencia que aquellos que más hablaban de la fe eran los que tenían menos.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó Verloren.

– Mi compañera y yo hablamos con su mujer ayer, y ella nos dijo que la última vez que supo de usted estaba aquí abajo. Empecé a buscar anoche.

– Yo en su caso no iría por esas calles por la noche. Había un ligero dejo caribeño en su voz, pero que sin duda había disminuido con el curso del tiempo.

– Pensaba que iba a encontrarlo en la cola, no dando de comer a la gente de la cola.

– Bueno, no hace tanto tiempo que estaba en la cola. Tuve que estar allí para estar donde estoy hoy.

Bosch asintió otra vez. Había oído esos mantras del ir día a día con anterioridad.

– ¿Cuánto tiempo lleva sobrio?

Verloren sonrió.

– ¿Esta vez? Más de tres años.

– Mire, no quiero forzarle a revivir el trauma de diecisiete años atrás, pero hemos reabierto el caso.

– No importa, detective. Yo reabro el caso todas las noches cuando cierro los ojos y cada mañana cuando rezo mis plegarias a Jesús.

Bosch asintió otra vez.

– ¿Quiere hacer esta entrevista aquí o prefiere dar un paseo hasta el Parker Center para que podamos sentamos en una sala tranquila?

– Aquí está bien. Aquí estoy cómodo.

– De acuerdo, deje que le cuente un poco lo que está ocurriendo. Trabajo para la unidad de Casos Abiertos. Actualmente estamos investigando de nuevo el asesinato de su hija porque tenemos cierta información nueva.

– ¿Qué información?

Bosch decidió adoptar un enfoque distinto con él. Donde se había guardado información con la madre, decidió contárselo todo al padre.

– Tenemos una coincidencia entre la sangre que encontraron en el arma utilizada en el crimen y un individuo del que estamos prácticamente seguros de que vivía en Chatsworth en el momento del crimen. Es una coincidencia de ADN. ¿Sabe lo que es eso?

Verloren asintió.

– Lo sé. Como con OJ.

– Ésta es sólida. No significa que sea quien mató a Rebecca, sino que significa que estuvo cerca del crimen, y eso nos acerca a nosotros.

– ¿Quién es?

– Llegaré a eso en un minuto. Pero antes, señor Verloren, quisiera hacerle unas preguntas relacionadas con usted y con el caso.

– ¿Conmigo?

Bosch sintió que la tensión aumentaba. La piel bajo los ojos de Verloren se tensó. Se dio cuenta de que podría haber sido descuidado con este hombre, equivocando su posición en la cocina como una señal de salud mental y olvidando la advertencia que Rider había planteado sobre la población sin hogar.

– Bueno -dijo-, me gustaría saber algo más acerca de lo que le ha ocurrido a usted en los años transcurridos desde la desaparición de Rebecca.

– ¿Yeso qué tiene que ver?

– Quizá nada, pero quiero saberlo.

– Lo que me ocurrió a mí es que tropecé y caí en un agujero negro. Tardé mucho tiempo en ver la luz y encontrar una salida. ¿Tiene hijos?

– Una hija.

– Entonces ya sabe a qué me refiero. Si pierdes a un hijo del modo en que yo perdí a mi hija, se terminó, amigo. Fin. Eres como una botella vacía arrojada por la ventana. Los coches siguen pasando, pero tú estás en el arcén, roto.

Bosch asintió. Eso lo sabía. Vivía una vida de apabullante vulnerabilidad, consciente de que lo que pudiera ocurrir en una ciudad lejana podía causar que viviera o muriera, o que cayera en el mismo agujero negro que Verloren.

– ¿Después de la muerte de su hija perdió el restaurante?

– Exacto. Era lo mejor que podía ocurrirme. Necesitaba que me ocurriera eso para descubrir quién era yo en realidad. Y para abrirme camino hasta aquí.

Bosch sabía que esas defensas emocionales eran frágiles. Siguiendo la lógica de Verloren, cabía argumentar que la muerte de su hija era lo mejor que podía haber le ocurrido, porque le condujo a la pérdida del restaurante, lo cual desencadenó todos los maravillosos descubrimientos personales que había hecho. Era mentira y los dos hombres que estaban sentados a la mesa lo sabían; uno simplemente no podía admitirlo.

– Señor Verloren, hable conmigo -dijo Bosch-. Deje todas las lecciones de auto ayuda para sus reuniones y para los desarrapados de la cola. Dígame cómo tropezó. Dígame cómo cayó en ese agujero negro.

– Simplemente pasó.

– No todo el mundo que pierde un hijo cae tan a fondo en el agujero. No es la única persona a la que le ha ocurrido, señor Verloren. Algunas personas terminan en la tele, otros se presentan al Congreso. ¿Qué le sucedió a usted? ¿Por qué usted es diferente? Y no me diga que es porque quería más a su hija. Todos amamos a nuestros hijos.

Verloren se quedó un momento en silencio. Apretó con fuerza los labios mientras se recomponía. Bosch sabía que lo había enfurecido. Pero eso estaba bien. Necesitaba forzar la situación.

– Muy bien -dijo Verloren-. Muy bien.

Pero eso fue todo. Bosch veía los músculos de la mandíbula trabajando. El dolor de los últimos diecisiete años estaba en su rostro. Bosch podía leerlo como un menú. Aperitivos, entrantes, postres. Frustración, rabia, pérdida irreparable.

– ¿Muy bien qué, señor Verloren?

Verloren asintió con la cabeza. Había eliminado la última barricada.

– Podría culparles a ustedes, pero debo culparme a mí. Abandoné a mi hija en su muerte, detective. Y después el único lugar en el que podía esconderme de mi traición era la botella. La botella abre el agujero negro. ¿Entiende?

Bosch asintió.

– Lo estoy intentando. Dígame qué quiere decir con «culparles a ustedes». ¿Se refiere a los polis? ¿Se refiere a los blancos?

– Me refiero a todo eso.

Verloren se volvió en su silla de manera que su espalda quedó contra la pared de azulejos que había junto a la mesa. Miró hacia la puerta que daba al callejón. No estaba mirando a Bosch. Bosch deseaba el contacto visual, pero estaba dispuesto a dejar que las cosas siguieran su curso siempre y cuando Verloren continuara hablando.

– Entonces empecemos con los polis -dijo Bosch-. ¿Por qué culpa a los polis? ¿Qué hicieron los polis?

– Espera que hable con usted de lo que ustedes hicieron.

Bosch pensó cuidadosamente antes de responder. Sintió que era el punto de inflexión de la entrevista y sentía que aquel hombre tenía algo importante que contarle.

– Empezamos con el hecho de que amaba a su hija, ¿verdad? -dijo Bosch.

– Por supuesto.

– Bueno, señor Verloren, lo que le ocurrió nunca tendría que haber ocurrido. No puedo hacer nada al respecto. Pero intento hablar por ella. Por eso estoy aquí. Lo que los polis hicieron diecisiete años atrás no es lo que vaya hacer yo. De todas formas, la mayoría de ellos están muertos ahora. Si todavía ama a su hija, si ama su recuerdo, entonces me contará la historia. Me ayudará a hablar por ella. Es la única forma que tiene de compensar lo que hizo entonces.

Verloren empezó a asentir a mitad de la petición de Bosch. Bosch sabía que lo tenía, que se abriría. Era una cuestión de redención. No importaba cuántos años habían pasado. La redención siempre era la clave del éxito.

Una única lágrima resbaló por la mejilla izquierda de Verloren, casi imperceptible con el fondo de la piel oscura. Un hombre con un delantal de cocina sucio entró en la zona de separación con una tablilla en la mano, pero Bosch rápidamente le hizo una señal para que se alejara de Verloren.

Bosch esperó y finalmente Verloren habló.

– Me puse a mí por delante de ella y al final yo me perdí de todas formas -dijo.

– ¿Cómo ocurrió eso?

Verloren se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar que los secretos se difundieran. Finalmente la bajó y habló.

– Un día leí en el periódico que mi hija había sido asesinada con una pistola que había surgido de un robo. Green y García no me lo habían dicho. Así que le pregunté al detective Green al respecto y me dijo que el hombre de la pistola la tenía porque estaba asustado. Era un judío que había recibido amenazas. Pensé…

Se detuvo allí y Bosch tuvo que animarlo a seguir.

– ¿Pensó que quizá Rebecca había sido un objetivo por su mezcla de razas? ¿Porque su padre era negro?

Verloren asintió.

– Lo pensé, sí, porque de vez en cuando había algún comentario. No todo el mundo veía la belleza en ella. No como nosotros. Yo quería vivir en el Westside, pero Muriel, ella era de allí. Para ella era su hogar.

– ¿Qué le dijo Green?

– Me dijo que no, que no iba por ahí. Lo habían investigado y no era una posibilidad. No era… No me parecía correcto. Me daba la sensación de que estaban volviendo la espalda. Seguí llamando y preguntando. Continué insistiendo. Finalmente, acudí a un cliente del restaurante que era miembro de la comisión policial. Le hablé de esto y me dijo que lo verificaría.

Verloren asintió, más para sí mismo que para Bosch. Estaba reforzando su fe en sus acciones como padre que busca justicia para su hija.

– ¿Y entonces qué ocurrió? -le incitó Bosch.

– Entonces recibí la visita de dos policías.

– ¿No eran Green y García?

– No, no eran ellos. Otros policías. Vinieron a mi restaurante.

– ¿Cuáles eran sus nombres?

Verloren negó con la cabeza.

– Nunca me dijeron sus nombres. Sólo me enseñaron sus placas. Creo que eran detectives. Me dijeron que estaba equivocado con aquello con lo que estaba presionando a Green. Me dijeron que me retirara, porque estaba echando leña al fuego. Así fue como lo dijeron. Como si se tratara de mí y no de mi hija.

Negó con la cabeza, con la rabia todavía a flor de piel después de tantos años. Bosch formuló una pregunta obvia, obvia porque sabía muy bien cómo funcionaba el departamento entonces.

– ¿Le amenazaron?

Verloren soltó una risotada.

– Sí, me amenazaron -dijo con calma-. Me dijeron que sabían que mi hija había estado embarazada, pero que no habían podido encontrar la clínica a la que había ido a abortar. Así que no había tejido que pudieran utilizar para identificar al padre. No había forma de decir quién fue o no fue. Dijeron que les bastaría con hacer algunas preguntas sobre mí y ella, como con mi cliente en la comisión de la policía, y que los rumores empezarían a extenderse. Dijeron que sólo harían falta unas pocas preguntas en los lugares adecuados para que la gente empezara a pensar que había sido yo.

Bosch no le interrumpió. Sentía que su propia rabia le cerraba la garganta. Verloren continuó.

– Dijeron que para mí sería difícil mantener mi negocio si todo el mundo pensaba que había… que había hecho eso a mi hija…

Ahora cayeron más lágrimas por su rostro oscuro. No hizo nada para contenerlas.

– Y yo hice lo que querían. Me retiré y lo dejé estar. Dejé de echar leña al fuego. Me dije a mí mismo que no importaba, que no nos devolvería a Becky. Así que no volví a llamar al detective Green… y ellos nunca resolvieron el caso. Al cabo de un tiempo empecé a beber para olvidar lo que había perdido y lo que había hecho, para olvidar que había puesto mi orgullo y mi reputación y mi negocio por delante de mi hija. Y muy pronto, antes de darme cuenta, llegué a ese agujero negro del que le estaba hablando. Caí en su interior y todavía estoy escalando para salir.

Al cabo de un momento se volvió y miró a Bosch.

– ¿Qué tal es la historia, detective?

– Lo siento, señor Verloren. Lamento que ocurriera eso. Todo eso.

– ¿Era la historia que quería oír, detective?

– Sólo quería saber la verdad. Lo crea o no, va a ayudarme. Me ayudará a hablar por ella. ¿Puede describirme a los dos hombres que acudieron a usted?

Verloren negó con la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Probablemente no los reconocería si los tuviera delante. Sólo recuerdo que los dos eran blancos. Uno de ellos se parecía a Don Limpio porque tenía la cabeza afeitada y estaba de pie con los brazos cruzados como el del dibujo de la botella.

Bosch sintió que la rabia le tensaba los músculos de los hombros. Sabía quién era Don Limpio.

– ¿Qué parte de todo esto conoce su esposa? -preguntó con voz calmada. Verloren negó con la cabeza.

– Muriel no sabía nada de esto. Se lo oculté. Era mi carga.

Verloren se secó las mejillas. Daba la impresión de que había obtenido cierto alivio al contar finalmente la historia.

Bosch buscó en el bolsillo de atrás y sacó la vieja fotografía de Roland Mackey. La puso en la mesa delante de Verloren.

– ¿Reconoce a este chico?

Verloren lo miró un buen rato antes de sacudir la cabeza para decir que no.

– ¿Debería? ¿Quién es?

– Se llama Roland Mackey. Tenía un par de años más que su hija en el ochenta y ocho. No fue a la escuela de Hillside, pero vivía en Chatsworth.

Bosch esperó respuesta, pero no la obtuvo. Verloren sólo miró la foto que había sobre la mesa.

– Es una foto policial. ¿Qué hizo?

– Robó un coche. Pero tiene antecedentes por asociarse con extremistas del poder blanco. Dentro y fuera de la cárcel. ¿El nombre significa algo para usted?

– No. ¿Debería?

– No lo sé. Sólo estoy preguntando. ¿Puede recordar si su hija alguna vez mencionó su nombre o quizás a alguien llamado Ro?

Verloren negó con la cabeza.

– Lo que intentamos es averiguar si podían haberse cruzado en alguna parte. El valle de San Fernando es un sitio muy grande. Podrían…

– ¿A qué escuela fue?

– Fue a Chatsworth High, pero no terminó. Luego se sacó el graduado escolar.

– Rebecca fue a Chatsworth High para sacarse el carné de conducir el año anterior a su muerte.

– ¿En el ochenta y siete?

Verloren asintió.

– Lo comprobaré.

No obstante, a Bosch no le parecía una buena pista. Mackey lo había dejado antes del verano de 1987 y no había vuelto para sacarse el graduado escolar hasta 1988. Aun así, merecía una mirada concienzuda.

– ¿Y las películas? ¿A Becky le gustaba ir al cine y al centro comercial?

Verloren se encogió de hombros.

– Era una chica de dieciséis años. Por supuesto que le gustaban las películas. La mayoría de sus amigas tenían coche. En cuanto cumplían dieciséis y tenían movilidad iban a todas partes.

– ¿Qué centros comerciales? ¿Qué cines?

– Iban al Northridge Mall, porque estaba cerca, claro. También les gustaba el drive-in de Winnetka. Así podían quedarse sentadas en el coche y hablar durante la peli. Una de las chicas tenía un descapotable y les gustaba ir en él.

Bosch se centró en el drive-in. Lo había olvidado cuando había hablado de cines antes con Rider, pero Roland Mackey había sido detenido en una ocasión por robar en ese mismo drive-in de Winnetka. Eso lo convertía en una posibilidad clave como punto de intersección.

– ¿Con qué frecuencia iban al drive-in Rebecca y sus amigas?

– Creo que les gustaba ir los viernes por la noche, cuando estrenaban las películas.

– ¿Se encontraban con chicos allí?

– Supongo que sí. Verá, todo esto es a posteriori. No había nada raro ni antinatural en que nuestra hija fuera al cine con sus amigas y se encontraran allí con chicos y qué sé yo qué más. Sólo después de que se cumpla el peor escenario la gente piensa: «¿Por qué no sabías con quién estaba?» Pensábamos que todo iba bien. La enviamos a la mejor escuela que encontramos. Sus amigas eran de buenas familias. No podíamos verla todos los minutos del día. Los viernes por la noche (cielos, casi todas las noches) yo trabajaba hasta tarde en el restaurante.

– Entiendo. No le estoy juzgando como padre, señor Verloren. No veo nada malo en ello, ¿de acuerdo? Sólo estoy lanzando una red. Estoy recopilando la máxima información posible porque uno nunca sabe lo que puede ser importante.

– Sí, bueno, esa red se enganchó y se desgarró en las rocas hace mucho tiempo.

– Quizá no.

– ¿Cree que fue este Mackey el que lo hizo?

– Está relacionado de algún modo, es lo único que sabemos a ciencia cierta. Muy pronto sabremos más, se lo prometo.

Verloren se volvió y miró directamente a los ojos de Bosch por primera vez durante la entrevista.

– Cuando llegue ese punto, responderá por ella, ¿verdad, detective?

Bosch asintió lentamente. Creía que sabía lo que Verloren le estaba preguntando.

– Sí, señor, lo haré.

21

Kiz Rider estaba sentada ante su escritorio con los brazos cruzados, como si llevara toda la mañana esperando a Bosch. Tenía una expresión sombría en el rostro y Bosch sabía que había pasado algo.

– ¿Conseguiste el archivo de la UOP? -preguntó.

– Pude mirarlo. No me autorizaron a llevármelo.

Bosch se sentó en su silla, enfrente de ella.

– ¿Buen material? -preguntó.

– Depende de cómo lo mires.

– Bueno, yo también tengo material.

Miró a su alrededor. La puerta de Abel Pratt estaba abierta y Bosch lo vio doblado sobre la pequeña nevera que tenía en su despacho. Pratt podía oírles desde allí. No era que Bosch no se fiara de Pratt. Lo hacía, pero no quería ponerlo en posición de oír algo que no querría oír o que no estaba preparado para oír. Lo mismo que Rider cuando habían estado hablando por teléfono antes.

Miró a su compañera.

– ¿Quieres dar un paseo?

– Sí.

Se levantaron y salieron. Cuando Bosch pasó junto a la puerta de su jefe se inclinó hacia el interior. Pratt estaba hablando por teléfono. Bosch captó su atención e hizo mímica de beber de una taza y luego señaló a Pratt. Negando con la cabeza, Pratt levantó una tarrina de yogur como para indicar que tenía lo que necesitaba. Bosch vio pedacitos de verde en la pasta. Trató de pensar en una fruta verde y sólo se le ocurrió el kiwi. Se alejó pensando que la única posibilidad de que el yogur tuviera peor sabor era ponerle kiwi.

Bajaron en ascensor hasta el vestíbulo y salieron al lugar donde estaba la fuente monumento en honor a los caídos en acto de servicio.

– Bueno, ¿adónde quieres ir? -preguntó Kiz.

– Depende de cuánto haya que hablar.

– Probablemente mucho.

– La última vez que trabajé en el Parker Center era fumador. Cuando necesitaba caminar y pensar iba a la Union Station y compraba cigarrillos en el quiosco. Me gustaba el lugar. Hay sillas cómodas en el vestíbulo principal. O al menos las había.

– Me parece bien.

Se encaminaron en esa dirección, tomando Los Ángeles Street hacia el norte. El primer edificio que pasaron era el de la Administración Federal, y Bosch se fijó en que las barreras de hormigón erigidas en 2001 para mantener a potenciales coches bomba lejos del edificio seguían en su lugar. La amenaza del peligro no parecía molestar a la gente que hacía cola desde la puerta del edificio. Estaban esperando para llegar a las oficinas de inmigración, cada uno de ellos aferrado a sus documentos y preparándose para presentar una solicitud de ciudadanía. Esperaban bajo los mosaicos de la fachada principal que representaban a gente vestida de ángeles, con los ojos hacia arriba, esperando en el cielo.

– ¿Por qué no empiezas, Harry? -dijo Rider-. Háblame de Robert Verloren.

Bosch caminó un poco más antes de empezar.

– Me ha caído bien -dijo Bosch-. Está saliendo del pozo. Prepara más de un centenar de desayunos cada día. Me dio un plato y estaba muy bueno.

– Y seguro que es mucho más barato que el Pacific Dining Car. ¿Qué te ha contado para que estés tan furioso?

– ¿De qué estás hablando?

– Tú me interpretas y yo te interpreto. Sé que te ha contado algo que te ha cabreado.

Bosch asintió. Sin duda no parecía que habían pasado tres años desde la última vez que trabajaron juntos.

– Irving. O al menos yo creo que era Irving.

– Dime.

Bosch le explicó la historia que Verloren le había relatado hacía menos de una hora. Terminó con la descripción del padre de Becky, por limitada que fuera, de los dos hombres con placas que fueron a su restaurante y lo amenazaron para que se olvidara del enfoque racial.

– A mí también me suena a Irving -dijo Rider.

– Y uno de sus perritos falderos. Quizá fuera McClellan.

– Puede ser. Entonces ¿crees que Verloren tiene razón? Ha estado mucho en el Nickel.

– Eso creo. Asegura que lleva tres años sobrio esta vez. Aunque claro, después de darle vueltas y más vueltas a algo durante diecisiete años, las percepciones no tardan en convertirse en hechos. Aun así, me parece que todo lo que dice encaja con cómo está hilvanado el caso. Creo que lo desviaron, Kiz. Iba en una dirección y lo desviaron en la contraria. Quizá sabían lo que se avecinaba, que la ciudad iba a arder. Rodney King no fue la gasolina, sólo fue la cerilla. El ambiente se había ido enrareciendo, y quizá los mandamases vieron este caso y dijeron que por el bien público teníamos que ir en la otra dirección. Sacrificaron la justicia por Rebecca Verloren.

Estaban cruzando la autovía 101 por el paso elevado de Los Ángeles Street. Ocho carriles de tráfico lento humeaban debajo de ellos. El sol brillante se reflejaba en los parabrisas y en los edificios y el hormigón. Bosch se puso las Ray-Ban. El tráfico era denso, y Rider tuvo que levantar la voz.

– No es propio de ti, Harry.

– ¿El qué?

– Buscar una buena razón para que ellos hubieran hecho algo mal. Normalmente buscas el ángulo siniestro.

– ¿Me estás diciendo que has encontrado el ángulo siniestro en ese archivo de la UOP?

Rider asintió con tristeza.

– Eso creo -dijo ella.

– ¿Y te dejaron entrar allí y conseguirlo?

– Subí a ver al jefe a primera hora de la mañana. Le llevé un café de Starbucks; odia el de la cafetería. Eso me valió la entrada. Luego le expliqué lo que teníamos y lo que quería hacer, y el resumen es que confía en mí. Así que, más o menos, me dejó echar un vistazo por Archivos Especiales.

– La Unidad de Orden Público se creó y se desmanteló mucho antes de que él estuviera aquí. ¿Lo sabía?

– Estoy seguro de que después de aceptar el puesto le informaron. Quizás incluso antes de que lo aceptara.

– ¿Le hablaste específicamente de Mackey y de los Ochos de Chatsworth?

– No específicamente. Sólo le dije que el caso que nos asignaron estaba relacionado con una antigua investigación de la UOP y que necesitaba acceder a Archivos Especiales para consultar un expediente. Envió a Hohman conmigo. Entramos, encontramos el archivo y tuve que mirarlo mientras Hohman estaba sentado conmigo al otro lado de la mesa. ¿Sabes qué, Harry? Hay un montón de expedientes en Archivos Especiales.

– Donde están enterrados todos los cadáveres…

Bosch quería decir algo más, pero no estaba seguro de cómo decirlo. Rider lo miró y lo interpretó.

– ¿Qué, Harry?

Al principio no dijo nada, pero ella esperó.

– Kiz, dijiste que el hombre de la sexta confía en ti. ¿Tú confías en él?

Ella lo miró a los ojos antes de responder.

– Como confío en ti, Harry. ¿De acuerdo?

Bosch la miró.

– Con eso me basta.

Rider hizo amago de ir a girar por Arcadia, pero Bosch le señaló hacia el pueblo viejo, el lugar donde se había fundado la Ciudad de Los Ángeles. Quería ir por el camino largo y atravesado.

– No he estado aquí desde hace tiempo. Echemos un vistazo.

Atravesaron el patio circular donde los padres fundadores bendecían a los animales cada Pascua y después pasaron el Instituto Cultural Mexicano. Siguieron la galería comercial en forma de curva formada por quioscos de recuerdos y puestos de churros. Sonaba música grabada de mariachis procedente de altavoces que no se veían, pero como contrapunto se oía el sonido en directo de una guitarra.

Encontraron al músico sentado delante de la casa más antigua de la ciudad, la de Francisco Ávila. Se detuvieron y escucharon mientras el guitarrista entrado en años interpretaba una melodía mexicana que Bosch creía haber escuchado con anterioridad, pero que no podía identificar.

Bosch examinó la estructura de adobe que había detrás del músico y se preguntó si don Francisco Ávila tenía alguna idea de lo que estaba ayudando a poner en movimiento cuando reclamó el lugar en 1818. Desde ese lugar una ciudad crecería a lo alto y a lo ancho. Una ciudad tan grande como cualquier otra. Y tan peligrosa. Una ciudad de destino, una ciudad de invención y reinvención. Un lugar donde el sueño parecía tan sencillo de alcanzar como la señal que pusieron en una colina, pero también un lugar donde la realidad era siempre algo diferente. La carretera a esa señal en la colina tenía una verja cerrada delante.

Era una ciudad llena de gente que tenía y de gente que no tenía, de estrellas de cine y extras, de los que conducían y los que eran conducidos, de depredadores y presas. Los gordos y los hambrientos sin apenas espacio entre unos y otros. Una ciudad donde, a pesar de todo, cada día había colas de gente que esperaba detrás de barreras contra coches bomba para entrar y quedarse.

Bosch sacó el fajo de billetes del bolsillo y echó cinco dólares a la cesta del viejo músico. Él y Rider cortaron después a través de la vieja Cucamonga Winery, cuyas salas en forma de tonel habían sido convertidas en galerías y puestos de artistas, y salieron a Alameda. Cruzaron la calle hacia la estación de tren, cuya torre del reloj se alzaba delante de ellos. En la pasarela de delante pasaron un reloj de sol con una inscripción tallada en su pedestal de granito.


Visión para ver

Fe para creer

Valor para actuar


La Union Station estaba diseñada para ser espejo de la ciudad a la que servía y de la forma en la que se suponía que tenía que funcionar. Era un crisol de estilos arquitectónicos, donde entre otros se mezclaban el colonial español, el estilo misión, el art déco, el californiano, el morisco o el moderno. Pero a diferencia del resto de la ciudad, donde el crisol con mucha frecuencia se desbordaba, los estilos de la estación de tren estaban mezclados con suavidad en algo único y hermoso. A Bosch le gustaba.

A través de las puertas de cristal entraron en el oscuro vestíbulo, desde donde un alto pasadizo abovedado conducía a una inmensa sala de espera. Al recorrerlo, Bosch recordó que solía caminar por ahí no sólo por los cigarrillos, sino también para renovarse un poquito. Ir a la Union Station era como hacer una visita a la iglesia, una catedral donde las líneas elegantes de diseño, funcionalidad y orgullo cívico se entrecruzaban. En la sala de espera central las voces de los viajeros se elevaban en sus altos espacios y se transformaban en un coro de suspiros lánguidos.

– Me encanta este sitio -dijo Rider-. ¿Has visto la película Blade Runner?

Bosch asintió. La había visto.

– Era la comisaría de policía, ¿no? -preguntó.

– Sí.

– ¿Has visto Confesiones verdaderas? -preguntó él.

– No, ¿era buena?

– Sí, deberías verla. Otra visión del caso de la Dalia Negra y la conspiración del departamento.

Ella gruñó.

– Gracias, pero creo que no es lo que necesito ahora mismo.

Compraron dos cafés en Union Bagel y accedieron a la sala de espera, donde había filas de asientos de cuero marrón que se alineaban como lujosos bancos de iglesia. Bosch levantó la mirada de la manera en que solía hacerla. Doce metros por encima de sus cabezas colgaban seis enormes arañas en dos filas. Rider también levantó la mirada.

Bosch señaló entonces dos asientos libres que había cerca del quiosco de periódicos. Se sentaron en el suave cuero acolchado y dejaron sus tazas en los gruesos reposa brazos de madera.

– ¿Ya estás preparado para hablar de esto? -preguntó Rider.

– Si tú lo estás -respondió-. ¿Qué había en el archivo que viste en Archivos Especiales? ¿Qué era tan siniestro?

– Para empezar, allí está Mackey.

– ¿Como sospechoso del caso Verloren?

– No, el expediente no tiene nada que ver con Verloren. Verloren ni siquiera era un «bip» en el radar en aquel expediente. Todo se refiere a una investigación que se llevó a cabo y se finiquitó antes de que Rebecca Verloren estuviera ni siquiera embarazada.

– Muy bien, entonces ¿qué tiene que ver con nosotros?

– Puede que nada y puede que todo. ¿Sabes el tipo que vive con Mackey, WilIiam Burkhart?

– Sí.

– También está ahí. Sólo que entonces se le conocía como Billy Blitzkrieg. Era su apodo en la banda, los Ochos.

– Entendido.

– En marzo de mil novecientos ochenta y ocho, Billy Blitzkrieg fue condenado a un año por vandalismo en una sinagoga de North Hollywood. Daños a la propiedad, pintadas, defecación, todo.

– El delito de odio. ¿Fue el único acusado?

Rider asintió con la cabeza.

– Tenían una huella dactilar que encontraron en un espray hallado en una alcantarilla, a una manzana de la sinagoga. Aceptó un trato porque de lo contrario habrían hecho de él un ejemplo y lo sabía.

Bosch se limitó a decir que sí con la cabeza. No quería preguntar nada que interrumpiera la narración.

– En los informes y en la prensa, Burkhart (o Blitzkrieg o como quieras llamarlo) está representado como el líder de los Ochos. Decían que hacían un llamamiento para que el ochenta y ocho fuera un año de levantamiento racial y étnico en honor de su estimado Adolf Hitler. Ya conoces la cantinela. Guerra santa racial, venganza de la basura blanca y todo eso. Todos iban con sus jerséis de los Vikingos de Minnesota, porque aparentemente los vikingos eran una raza pura. Todos se habían tatuado el número ochenta y ocho.

– Me hago a la idea.

– El caso es que tenían mucho contra Burkhart. Lo habían pillado bien con lo de la sinagoga, y tenían a los federales mascando la idea de hacer un baile de derechos civiles en su cabeza puntiaguda. Había muchos delitos, empezando a principios de año, cuando brindaron por el Año Nuevo quemando una cruz en el jardín de una familia negra en Chatsworth. Después hubo más cruces quemadas, llamadas de teléfono amenazadoras y avisos de bomba. El asalto de la sinagoga. Incluso arrasaron una guardería judía en Encina. Todo eso fue a primeros de enero. También empezaron a coger trabajadores mexicanos en las esquinas y llevarlos al desierto, donde los asaltaban o los abandonaban, o ambas cosas, normalmente ambas cosas. Usando su terminología estaban fomentando la desarmonía, porque creían que eso conduciría a la separación de las razas.

– Sí, he oído esa canción.

– Muy bien, como he dicho, estaban preparados para hacer de Burkhart el chico del póster de todo esto y, si acudían al Departamento de Justicia, podría haber terminado con una condena mínima de diez años en un penal federal.

– Así que aceptó un trato.

Rider asintió con la cabeza.

– Cumplió un año en Wayside y una condicional de cinco años, y el resto se olvidó. Y los Ochos cayeron con él. Se disolvieron y fue el final de la amenaza. Todo pasó a finales de marzo, mucho antes de Verloren.

Al pensar en ello, Bosch observó a una mujer con prisa mientras llevaba de la mano a una niña hacia el acceso a las vías de Metroline. La mujer también cargaba con una maleta pesada y su foco estaba sólo en la puerta de delante. La niña era arrastrada con la cara hacia arriba mientras miraba al techo. Estaba sonriendo a algo. Bosch levantó la mirada y miró un globo infantil enganchado en uno de los cuadrados del techo. El desastre de un niño era una sonrisa secreta para otro. El globo era naranja y blanco y tenía forma de pez, y Bosch sabía por su hija que era un personaje animado llamado Nemo. Tuvo un flash de su hija, pero lo apartó rápidamente para poder concentrarse. Miró a Rider.

– Entonces ¿qué pintaba Mackey en todo esto? -preguntó.

– Era carne de cañón -respondió Rider-. Uno de los peces pequeños. Lo consideraban el recluta perfecto. Un fracasado del instituto sin expectativas en la vida. Estaba en condicional por robo, y su historial juvenil estaba plagado de robos de coches, atracos y drogas. Así que era justo el tipo que estaban buscando. Un perdedor que podían moldear como un guerrero blanco. Pero una vez que lo metieron en el grupo se dieron cuenta de que era (en palabras de Burkhart) más inútil que un negro en el agua. Aparentemente era tan estúpido que tuvieron que sacarlo del grupo de grafiteros porque ni siquiera sabía escribir su vocabulario racista básico. De hecho, su apodo en el grupo era Dujío, porque fue así como escribió «judío» con espray en el muro de una sinagoga.

– ¿Disléxico?

– Diría que sí.

Bosch negó con la cabeza.

– Incluso con el regalo del ADN en la escena de Verloren, no veo a este tipo.

– Estoy de acuerdo. Creo que tuvo un papel, pero no el protagonista. Es un cabeza hueca.

Bosch decidió aparcar a Mackey y concentrarse en el principio del informe.

– Si tenían toda esta información confidencial sobre estos tipos, ¿cómo es que sólo cayó Burkhart?

– Estoy llegando a eso.

– ¿Aquí es donde empieza el high jingo?

– Exacto. Verás, Burkhart era un líder de los Ochos, pero no era «el» líder.

– Ah.

– El líder se identificó como un tipo llamado Richard Ross. Era mayor que los demás. Un verdadero creyente. Tenía veintiún años y era el labia que reclutó a Burkhart y luego a la mayoría de los Ochos y el que puso todo en marcha.

Bosch asintió. Richard Ross era un nombre corriente, pero sabía adónde iban a ir a parar.

– ¿Este Richard Ross, era como Richard Ross junior?

– Exactamente. El hijo pródigo del capitán Ross.

El capitán Richard Ross había sido largo tiempo el jefe de la División de Asuntos Internos durante la primera parte de la carrera de Bosch en el departamento. Ya estaba retirado.

Para Bosch el resto de la historia encajó.

– Así que no tocaron al hijo y salvaron del bochorno al padre y a todo el departamento -dijo-. Se lo cargaron todo a Burkhart, el segundo al mando de Ross. Burkhart fue a Wayside, y el grupo se separó. Achácalo todo a un error de juventud.

– Eso es.

– Y deja que lo adivine: toda la información secreta procedía de Richard Ross junior.

– Muy bien. Era parte del trato. Richard junior delató a todo el mundo, y eso era lo único que la UOP necesitaba para disgregar tranquilamente al grupo. Junior después salió airoso.

– Todo en una jornada de trabajo para Irving.

– ¿Y sabes lo que es gracioso? Creo que Irving es un apellido judío.

Bosch negó con la cabeza.

– Tanto si lo es como si no, no tiene gracia -dijo.

– Sí, ya lo sé.

– No si Irving vio una ocasión.

– Leyendo entre líneas el informe, diría que vio todas las ocasiones.

– Este acuerdo le dio el control de Asuntos Internos. Me refiero al control real y absoluto sobre quién era investigado y cómo se conducía la investigación. Le puso a Ross en el bolsillo. Explica mucho acerca de lo que estaba pasando entonces.

– Fue antes de que yo llegara.

– Así que se ocuparon de los Ochos e Irving consiguió un buen premio al tener a Richard Ross padre de perrito faldero -dijo Bosch, pensando en voz alta-. Pero entonces mataron a Rebecca Verloren con una pistola robada a un tipo al que los Ochos habían estado acosando, una pistola probablemente robada por uno de los mequetrefes que quedaron impunes. Todo el acuerdo podía derrumbarse si el asesinato se volvía contra los Ochos y luego contra ellos.

– Exacto. Así que se entrometieron y desviaron la investigación. La confundieron y nadie cayó por eso.

– Hijos de puta -susurró Bosch.

– Pobre Harry. Todavía estás oxidado de tu retiro. Pensaste que podían haber enterrado el caso porque estaban tratando de evitar que la ciudad ardiera. No era nada tan noble.

– No, sólo estaban tratando de salvar el cuello y la posición que el acuerdo con Ross les había proporcionado. A Irving.

– Todo eso es suposición -le advirtió Rider.

– Claro, sólo leyendo entre líneas.

Bosch sintió el ansia de fumar más grande que había experimentado en al menos un año. Miró el quiosco y vio los paquetes en el estante, detrás del mostrador. Apartó la mirada y se fijó en el globo del techo. Pensó que sabía cómo se sentía Nemo atrapado allí arriba.

– ¿Cuándo se retiró Ross? -preguntó.

– En el noventa y uno. Siguió hasta que cumplió veinticinco años (le permitieron eso) y se retiró. Lo comprobé, se trasladó a Idaho. También investigué a Junior, y ya se había trasladado allí antes que él. Probablemente es uno de esos enclaves blancos donde se siente a gusto.

– Y probablemente estaba allí partiéndose el culo de risa cuando esta ciudad saltó por los aires después de lo de Rodney King en el noventa y dos.

– Probablemente, pero no demasiado tiempo. Murió en un accidente en el noventa y tres. Volvía de una concentración antigubernamental en el culo del mundo. Supongo que lo que va viene.

Bosch sintió un golpe sordo en el estómago. Había empezado a gustarle Richard Ross junior para el asesinato de Becky Verloren. Podría haberse servido de Mackey para que le consiguiera la pistola y quizá para ayudarle a subir a la víctima por la colina. Pero ahora estaba muerto. ¿La investigación podía llevarle a un callejón sin salida? ¿Terminarían acudiendo a los padres de Rebecca para decirles que su hija muerta hacía tanto tiempo había sido asesinada por alguien que también llevaba mucho tiempo muerto? ¿Qué clase de justicia sería ésa?

– Ya sé qué estás pensando -dijo Rider-. Podría haber sido nuestro tipo. Pero no lo creo. Según el ordenador, se sacó su licencia de conducir en Idaho en mayo del ochenta y ocho. Supuestamente ya estaba allí cuando cayó Verloren.

– Sí, supuestamente.

Bosch no estaba convencido por una simple búsqueda en Tráfico. Recapituló otra vez toda la información para ver si se le ocurría algo más.

– De acuerdo, revisémoslo un minuto, quiero asegurarme de que lo he entendido todo. En el ochenta y ocho teníamos a un puñado de esos chicos del valle que se llamaban los Ochos y que corrían con sus jerséis de los Vikingos tratando de iniciar una guerra santa racial. El departamento les echa el ojo y enseguida descubre que el cerebro que hay detrás de ese grupo es el hijo de nuestro propio capitán Ross, del Departamento de Asuntos Internos. El inspector Irving, mira por dónde sopla el viento y piensa: «Hum, creo que puedo usar esto en mi beneficio.» Así que pone coto a la búsqueda de Richard hijo y sacrifican a William Billy Blitz Burkhart al dios de la justicia. Los Ochos se disgregan y los chicos buenos se apuntan un tanto. Y Richard hijo se escabulle, un tanto para Irving, porque tiene a Richard padre en el bolsillo. Desde entonces todos viven felices. ¿Me he perdido algo?

– En realidad es Billy Blitzkrieg.

– Pues Blitzkrieg. El caso es que todo quedó empaquetado a principios de la primavera, ¿sí?

– A finales de marzo. Y a principios de mayo Richard Ross junior se trasladó a Idaho.

– De acuerdo, así que en junio alguien entra en la casa de Sam Weiss y roba su pistola. Luego en julio, el día después de nuestra fiesta nacional, nada menos, una chica mestiza es raptada de su casa y asesinada. No violada, pero asesinada, lo cual es importante recordar. El asesinato se hace pasar como un suicidio. Pero lo hacen mal, y todo apunta a alguien nuevo en esto. El caso se asigna a García y Green, que finalmente se dan cuenta de que se trata de un asesinato y conducen una investigación que no les lleva a ninguna parte, porque, consciente o inconscientemente, los empujan en esa dirección. Ahora, diecisiete años después, el arma del crimen se relaciona de manera incontrovertible con alguien que sólo unos meses antes del asesinato formaba parte de los Ochos. ¿Qué me he perdido?

– Creo que lo tienes todo.

– Entonces la pregunta es: ¿cabe la posibilidad de que los Ochos no hubieran terminado? ¿Que continuaran fomentando sus ideas, sólo que trataban de ocultar su firma. Y que subieran la apuesta inicial para incluir el asesinato?

Rider negó lentamente con la cabeza.

– Cualquier cosa es posible, pero eso no tiene mucho sentido. El objetivo de los Ochos eran las afirmaciones, afirmaciones públicas. Quemaban cruces y pintaban sinagogas. Pero asesinar a alguien y después intentar camuflado como suicidio no es una gran afirmación.

Bosch asintió con la cabeza. Rider tenía razón. El razonamiento carecía de fluidez lógica.

– Ahora bien, sabían que tenían al departamento tras sus pasos -dijo Bosch-. Quizás algunos de ellos continuaban operando, pero como un movimiento subterráneo.

– Como he dicho, cualquier cosa es posible.

– De acuerdo, así que tenemos a Ross junior supuestamente en Idaho y tenemos a Burkhart en Wayside. Los dos líderes. ¿Quién quedaba además de Mackey?

– Hay otros cinco nombres en el archivo. Ninguno de los nombres me decía nada.

– Por ahora es nuestra lista de sospechosos. Hemos de investigarlos y ver de dónde vinieron… Espera un momento, espera un momento. ¿Burkhart estaba todavía en Wayside? Dijiste que le cayó un año, ¿no? Eso significa que habría salido en cinco o seis meses a no ser que se metiera en problemas allí. ¿Cuándo ingresó exactamente?

Rider negó con la cabeza.

– No, tuvo que ser a finales de marzo o primeros de abril cuando ingresó en Wayside. No podría haber…

– No importa cuándo ingresó en Wayside. ¿Cuándo lo detuvieron? ¿Cuándo fue el asunto de la sinagoga?

– Fue en enero. Primeros de enero. Tengo la fecha exacta en el archivo.

– De acuerdo, primeros de enero. Dijiste que las huellas en una lata de espray lo vinculaban con Burkhart. ¿Cuánto tardarían en el ochenta y ocho, cuando probablemente todavía lo hacían a mano, una semana si era un caso caliente como éste? Si detuvieron a Burkhart a finales de enero y no presentó fianza…

Levantó las manos en alto, permitiendo que Rider terminara.

– Febrero, marzo, abril, mayo, junio -dijo ella con excitación-. Cinco meses. Si ganó créditos de tiempo podría fácilmente haber salido ¡en julio!

Bosch asintió. El sistema penitenciario del condado albergaba a internos que esperaban juicio o cumplían sentencias de un año o menos. Durante décadas el sistema había estado superpoblado y la población reclusa limitada a un máximo dictado por el juez. Esto resultó en la rutinaria liberación de internos a través de las ratios de reducción de condena que fluctuaban según la población penitenciaria de cada cárcel, pero que a veces llegaban hasta los tres días de reducción por cada uno cumplido.

– Esto tiene buen aspecto, Harry.

– Quizá demasiado bueno. Hemos de atarlo.

– Cuando volvamos, me meteré en el ordenador y descubriré cuándo salió de Wayside. ¿Qué tiene esto que ver con la escucha?

Bosch pensó un momento acerca de si deberían ralentizar las cosas.

– Creo que seguimos adelante con el pinchazo. Si la fecha de Wayside encaja, vigilaremos a Mackey y a Burkhart. De todos modos, asustaremos a Mackey porque es el débil. Lo haremos cuando esté en el trabajo y lejos de Burkhart. Si estamos en lo cierto, le llamará. -Se levantó-. Pero aún hemos de investigar los otros nombres, los otros miembros de los Ochos -añadió.

Rider no se levantó. Lo miró.

– ¿Crees que va a funcionar?

Bosch se encogió de hombros.

– Ha de funcionar.

Miró en torno a la oscura estación de tren. Comprobó caras y ojos, buscando a alguien que apartara rápidamente la mirada. En parte había esperado ver a Irving entre la multitud de viajeros. Don Limpio en escena. Eso era lo que Bosch solía pensar cuando Irving aparecía en la escena de un Crimen.

Rider se levantó. Tiraron las tazas vacías en una papelera y caminaron hacia las puertas principales de la estación. Cuando llegaron allí, Bosch miró detrás de ellos, buscando de nuevo a alguien que los estuviera siguiendo. Sabía que ahora tenía que considerar esas posibilidades. El lugar que veinte minutos antes le había parecido cálido y acogedor ahora le parecía sospechoso y ominoso. Las voces del interior ya no eran alegres susurros. Había un filo agudo en ellas. Sonaban enfadadas.

Cuando salieron, se fijó en que el sol se había desplazado detrás de las nubes. No iba a necesitar las gafas de sol en su paseo de vuelta.

– Lo siento, Harry -dijo Rider.

– ¿Por qué?

– Pensaba que tu vuelta sería diferente. Aquí estamos, es tu primer caso y el high jingo está por todas partes.

Bosch asintió cuando franquearon la puerta principal. Vio el reloj de sol y las palabras grabadas en granito debajo. Sus ojos se fijaron en la última línea,

Valor para actuar


– No tengo miedo -dijo-, pero ellos sí deberían tenerlo.

22

– Listo, para empezar -respondió el inspector García cuando Bosch le preguntó si estaba preparado.

Bosch asintió con la cabeza y se acercó a la puerta para dejar entrar a las dos mujeres del Daily News.

– Hola, soy McKenzie Ward -dijo la primera.

Obviamente era la periodista. La otra mujer llevaba una bolsa de cámara fotográfica y un trípode.

– Soy Emmy Ward -dijo la fotógrafa.

– ¿Hermanas? -preguntó García, aunque la respuesta era obvia por lo mucho que se parecían las dos mujeres: ambas de veintitantos, ambas rubias atractivas con amplias sonrisas.

– Yo soy la mayor -dijo McKenzie-, pero no por mucho.

Se estrecharon las manos.

– ¿Cómo acaban dos hermanas en el mismo diario, y luego en el mismo reportaje? -preguntó García.

– Yo llevaba varios años en el News y Emmy simplemente se presentó. No es tan difícil. Hemos trabajado mucho juntas. Los reportajes fotográficos se asignan al azar. Hoy trabajamos juntas, mañana tal vez no.

– ¿Le importa si sacamos las fotos antes? -preguntó Emmy-. Tengo otro encargo y he de irme en cuanto termine.

– Por supuesto -dijo García, siempre complaciente-. ¿Dónde me quieren?

Emmy Ward preparó una foto de García sentado a la mesa de reuniones con el expediente del caso delante de él. Bosch se lo había llevado como atrezo. Mientras se realizaba la sesión fotográfica, Bosch y McKenzie se quedaron a un lado charlando. Antes, habían hablado en profundidad por teléfono y ella había accedido al acuerdo. Si publicaba el artículo en el diario al día siguiente sería la primera de la fila para la exclusiva cuando detuvieran al asesino. McKenzie no había accedido con facilidad. García había actuado con torpeza al inicio, antes de ceder la negociación a Bosch. Bosch era lo bastante listo para saber que ningún periodista permitiría que el departamento de policía le dictara cuándo se publicaría un artículo o cómo se escribiría éste. De manera que Bosch se concentró en el cuándo, no en el cómo. Partía de la suposición de que McKenzie Ward podría escribir un artículo que sirviera a sus propósitos. Sólo necesitaba que se publicara en el periódico cuanto antes. Kiz Rider tenía una cita con una jueza esa tarde. Si se aceptaba la solicitud de la escucha, estarían preparados para actuar a la mañana siguiente.

– ¿Ha hablado con Muriel Verloren? -le preguntó la periodista a Bosch.

– Sí, estará allí toda la tarde y está preparada para hablar.

– Saqué los recortes y leí todo lo que se publicó en su momento (yo tenía ocho años entonces) y hay varias menciones al padre y a su restaurante. ¿Él también estará allí?

– No lo creo. Se fue. En cualquier caso es más una historia de la madre. Ella es la que ha mantenido la habitación de la hija sin tocarla durante diecisiete años. Dijo que puede hacer una foto allí si quieren.

– ¿En serio?

– En serio.

Bosch vio que McKenzie observaba la preparación de la foto con García. Sabía lo que estaba pensando. La madre en la habitación congelada en el tiempo sería una imagen mucho mejor que un viejo policía sentado ante su escritorio con una carpeta. La periodista miró a Bosch mientras empezaba a hurgar en su bolso.

– Entonces he de hacer una llamada para ver si puedo quedarme con Emmy.

– Adelante.

McKenzie salió de la oficina, probablemente porque no quería que García le oyera decirle a un jefe de redacción que necesitaba que Emmy se quedara en esa asignación porque tendría una foto mejor con la madre.

Volvió a entrar al cabo de tres minutos e hizo una señal con la cabeza a Bosch, que interpretó que Emmy iba a quedarse con ella para el artículo.

– ¿Entonces esto va a salir mañana? -preguntó, sólo para asegurarse una vez más.

– Está preparado para la ventana, depende de la foto. Mi redactor quería guardarlo para el domingo, hacer un reportaje más largo, pero le dije que era una cuestión competitiva. Siempre que podemos adelantarnos al Times en una historia lo hacemos.

– Sí, ¿qué dirá cuando el Times no publique nada? Sabrá que le ha engañado.

– No, pensará que el Times eliminó el artículo porque les ganamos de mano. Ocurre constantemente.

Bosch asintió de manera pensativa; entonces preguntó:

– ¿Qué quiere decir que está preparado para la ventana?

– Cada día publicamos una noticia con una foto en la cubierta. Lo llamamos la ventana porque está en el centro de la página, y porque la foto puede verse a través del cristal en las cajas de diarios de las calles. Es un lugar privilegiado.

– Bien.

Bosch estaba nervioso por el papel que iba a desempeñar el artículo.

– Si me joden con esto, no lo olvidaré -dijo McKenzie con tranquilidad.

Había cierta amenaza en el tono, la reportera dura saliendo a la palestra. Bosch levantó las manos, como si no tuviera nada que ocultar.

– No se preocupe. Tendrá la exclusiva. En cuanto detengamos a alguien, la llamaré a usted y sólo a usted.

– Gracias. Ahora, sólo para repasar otra vez las reglas, puedo citarle por su nombre en el artículo, pero no quiere salir en ninguna foto, ¿correcto?

– Sí. Podría tener que hacer algún trabajo secreto en esto. No quiero mi foto en el periódico.

– Entendido. ¿Qué trabajo secreto?

– Nunca se sabe. Sólo quiero mantener la opción abierta. Además, el inspector es mejor para la foto. Ha convivido con el caso más que yo.

– Bueno, creo que ya tengo lo que necesito de los recortes y de nuestra llamada de antes, pero todavía quiero sentarme con ustedes dos unos minutos.

– Lo que necesite.

– Listo -dijo Emmy, al cabo de unos minutos. La fotógrafa empezó a desmontar su equipo.

– Llama a la redacción -dijo la hermana-. Creo que ha habido un cambio y te quedas conmigo.

– Oh -dijo Emmy, a la que no pareció importarle.

– ¿Por qué no haces la llamada fuera mientras seguimos con la entrevista? -propuso McKenzie-. Quiero volver al periódico para escribir esto lo antes que podamos.

La periodista y Bosch se sentaron a la mesa con García mientras la fotógrafa iba a comprobar sus nuevas órdenes. McKenzie empezó por preguntarle a García qué le había enganchado del caso durante tanto tiempo que le hizo pasarlo a la unidad de Casos Abiertos. Mientras García daba una respuesta que se iba por las ramas acerca de los casos que perseguían a un detective, Bosch sintió una oleada de desprecio. Sabía lo que la periodista no sabía, que García, de manera consciente o inconsciente, había permitido que la investigación se desviara diecisiete años antes. El hecho de que al parecer García desconociera que su investigación había sido manipulada de algún modo era para Bosch el menor de los pecados. Si no mostraba corrupción personal o cesión a una presión de las altas esferas del departamento, cuando menos mostraba incompetencia.

Después de unas pocas preguntas más a García, la periodista desvió su atención a Bosch y le preguntó qué novedad había en el caso diecisiete años después.

– Lo principal es que tenemos el ADN del que disparó -dijo-. Nuestra División de Investigaciones Científicas conservó tejido y sangre hallados en el arma homicida. Esperamos que el análisis permita conectarlo con un sospechoso cuyo ADN ya esté en la base de datos del Departamento de Justicia, o usarlo en comparaciones para eliminar o identificar sospechosos. Estamos en el proceso de revisar a todos aquellos relacionados con el caso. El ADN de cualquiera que nos parezca sospechoso será cotejado con el que tenemos. Eso es algo que el inspector García no podía hacer en el ochenta y ocho. Esperamos que esto cambie las cosas esta vez.

Bosch explicó cómo el arma extrajo una muestra de ADN de la persona que la disparó. La periodista parecía muy interesada por la casualidad del caso y tomó detalladas notas.

Bosch estaba satisfecho. La pistola y la historia del ADN eran lo que quería que saliera en el periódico. Quería que Mackey leyera el artículo y supiera que su ADN ya estaba en el ordenador, que estaba siendo analizado y comparado.

Mackey sabía que una muestra suya ya estaba en la base de datos del Departamento de Justicia. La esperanza era que le hiciera sentir pánico. Quizás intentaría huir, quizá cometería un error y haría una llamada en la que discutiría el crimen. Un error era todo cuanto necesitaban.

– ¿Cuánto tardarán en tener resultados del Departamento de Justicia? -preguntó McKenzie.

Bosch se inquietó. Trataba de no mentir directamente a la periodista.

– Ah, es difícil de decir -respondió-. El Departamento de Justicia prioriza las solicitudes de comparaciones y siempre hay una demora. Deberíamos tener algo en cualquier momento a partir de ahora.

Bosch estaba satisfecho con su respuesta, pero entonces la periodista le lanzó otra granada a la madriguera.

– ¿Y la raza? -dijo-. Leí todos los recortes y parecía que nunca se mencionó nada en un sentido ú otro de que esta chica fuera mestiza. ¿Cree que eso intervino en el móvil de su asesinato?

Bosch echó una mirada a García y esperó que éste respondiera primero.

– El caso se exploró a fondo en ese sentido en mil novecientos ochenta y ocho -dijo García-. No encontramos nada que apoyara el ángulo racial. Por eso probablemente no estaba en los recortes.

La periodista se concentró en Bosch, buscando la opinión presente sobre la cuestión.

– Hemos revisado a conciencia el expediente del caso y no hay nada en él que apoye una motivación racial en el caso -dijo Bosch-. Obviamente vamos a revisar la investigación, de principio a fin, y buscaremos cualquier cosa que pueda haber desempeñado un papel en el móvil del crimen.

Bosch miró a Ward y se preparó para que ella no aceptara su respuesta y siguiera presionando. Sopesó la posibilidad de que la motivación racial flotara en el artículo. Eso podría mejorar las posibilidades de suscitar algún tipo de respuesta por parte de Mackey, pero también advertirle de lo cerca que estaban de él. Decidió dejar la respuesta tal cual. La periodista no insistió y cerró el cuaderno.

– Creo que tengo lo que necesito por ahora -dijo-. Voy a hablar con la señora Verloren y después tendré que darme prisa y redactar esto para que salga mañana. ¿Hay algún número en el que pueda localizarle, detective Bosch? Rápidamente, si es preciso.

Bosch sabía que ella lo tenía. Con reticencia le dio su número de móvil, sabiendo que significaba que en el futuro la periodista tendría una línea directa con él y la usaría en relación con cualquier caso o artículo. Era la última cuota a pagar en el trato que habían hecho.

Los tres se levantaron de la mesa y Bosch advirtió que Emmy Ward había vuelto a entrar en silencio en la oficina y se había quedado sentada junto a la puerta durante la entrevista. Él y García dieron las gracias por venir a las dos hermanas y se despidieron. Bosch se quedó en la oficina con García.

– Creo que ha ido bien -dijo García después de que se cerrara la puerta.

– Eso espero -dijo Bosch-. Me ha costado mi número de móvil. Tengo ese número desde hace tres años. Ahora tendré que cambiarlo y avisar a todo el mundo. Va a ser un grano en el culo, eso es lo que va a ser.

García no hizo caso de la queja.

– ¿Cómo está seguro de que ese tipo, Mackey, va a ver el artículo?

– No estamos seguros. De hecho creo que es disléxico. Puede que ni siquiera sepa leer.

La boca de García se abrió.

– Entonces ¿qué estamos haciendo?

– Bueno, tenemos un plan para asegurarnos de que se entere del contenido del artículo. No se preocupe, por eso. Lo hemos previsto. También hay otro nombre que ha surgido desde ayer. Un amigo de Mackey entonces y ahora. Se llama William Burkhart. Cuando usted estaba en el caso se le conocía como Billy Blitzkrieg. ¿Le suena?

García puso su mejor expresión de profunda reflexión, como la que había usado para la cámara, y se situó detrás de la mesa. Negó con la cabeza.

– No creo que surgiera -dijo.

– Sí, probablemente lo habría recordado.

García permaneció de pie, pero se inclinó sobre el escritorio para mirar su agenda.

– Veamos, ¿qué tengo ahora?

– Me tiene a mí, inspector -dijo Bosch.

García lo miró.

– ¿Disculpe?

– Necesito unos minutos más para aclarar parte de este material que ha surgido.

– ¿Qué material? ¿Se refiere a este nuevo tipo Blitzkrieg?

– Sí, y al material por el que me preguntó la periodista y sobre el que mentimos. El ángulo racial.

Bosch observó la expresión pétrea de García.

– No le he mentido a ella y no le mentí a usted ayer. No lo encontramos. Nosotros no vimos un ángulo racial en esto.

– ¿Nosotros?

– Mi compañero y yo.

– ¿Está seguro de eso?

El teléfono de su escritorio sonó. García lo cogió y muy enfadado dijo: «Ni llamadas, ni intrusiones», antes de colgarlo de nuevo.

– Detective, quiero recordarle con quién está hablando -dijo García sin inmutarse-. Ahora, dígame, ¿qué coño quiere decir con que si estoy seguro? ¿Qué está diciendo?

– Con el debido respeto al rango, señor, el caso fue desviado del ángulo racial en el ochenta y ocho. Le creo cuando dice que no lo vio. De lo contrario, no me lo imagino llamando, a Casos Abiertos y recordándole a Pratt que había ADN en el caso. Pero si no sabía lo que estaba ocurriendo, entonces su compañero ciertamente lo sabía. ¿En algún momento habló de la presión que sufrió en este caso por parte de la dirección?

– Ron Green era el mejor detective con el que he trabajado. No voy a permitirle que mancille su reputación.

Se quedaron a sólo unos palmos de distancia, con el escritorio entre ellos, y ambos con mirada desafiante.

– No me interesan las reputaciones. Me interesa la verdad. Ayer dijo que se comió la pistola unos años después de este caso. ¿Por qué? ¿Dejó alguna nota?

– La carga, detective. No podía llevada más. Estaba atormentado por los que se escaparon.

– ¿Y por los que dejó escapar?

García señaló con un dedo airado a Bosch.

– ¿Cómo coño se atreve? Está en terreno resbaladizo, Bosch. Puedo hacer una llamada a la sexta planta y estará en la calle antes de que se ponga el sol. ¿Me entiende? Le conozco. Acaba de volver del retiro, y eso supone que depende de una sola llamada. ¿Me entiende?

– Claro. Le entiendo.

Bosch se sentó en una de las sillas que había delante del escritorio, esperando que pudiera diluir un poco la tensión reinante. García vaciló y después también se sentó.

– Considero que lo que acaba de decirme es completamente insultante -dijo, con la voz exprimida por la ira.

– Lo siento, inspector. Estaba intentando ver lo que sabía.

– No entiendo.

– Lo siento, señor, pero el caso fue decididamente bloqueado por la cadena de mando. No quiero entrar en nombres con usted en este punto. Algunos de ellos siguen en activo. Pero creo que este caso gira en torno a la raza, y la conexión de Mackey y ahora de Burkhart lo prueba. Y entonces no tenían a Mackey y Burkhart, pero tenían la pistola y había otras cosas. Necesitaba saber si formó parte de eso. Diría por su reacción que no.

– Pero me está diciendo que mi compañero sí estuvo implicado y que me lo ocultó.

Bosch asintió con la cabeza.

– Es imposible -protestó García-. Ron y yo teníamos una relación muy estrecha.

– Todos los compañeros la tienen, inspector. Pero no tanto. Por lo que yo entiendo, usted se ocupó del expediente y Green progresó en el caso. Si encontró resistencia en el interior del departamento, podría haber escogido ocultárselo. Creo que lo hizo. Quizá le estaba protegiendo, quizá se sentía humillado por ser vulnerable a la presión.

García bajó la mirada a su escritorio. Bosch comprendió que estaba mirando un recuerdo. La expresión pétrea de su rostro empezó a resquebrajarse.

– Creo que tal vez sabía que algo iba mal -dijo tranquilamente-. Hacia la mitad.

– ¿Cómo es eso?

– Al principio decidimos dividirnos a los padres. Ron se ocupó del padre, y yo de la madre. Ya sabe, para establecer relaciones. Ron estaba teniendo problemas con el padre. Era imprevisible. Se había mostrado pasivo, y de repente, estaba siempre encima de Ron, buscando resultados. Pero había algo más, y Ron me lo ocultó.

– ¿Le preguntó al respecto?

– Sí. Le pregunté. Sólo me dijo que el padre era un incordio. Dijo que estaba paranoico por la raza, que pensaba que su hija había sido asesinada por una cuestión racial. Y luego dijo algo más que todavía recuerdo. Dijo: «No podemos meternos en eso.» Ésas fueron sus palabras, y me impactó porque no me parecía el Ron Green que yo conocía. «No podemos meternos en eso.» El Ron Green que yo conocía se habría metido donde hubiera hecho falta para resolver el caso. No había barreras para él. No hasta este caso.

García levantó la mirada y Bosch asintió con la cabeza, su forma de darle las gracias por abrirse.

– ¿Cree que tiene algo que ver con lo que ocurrió después? -preguntó Bosch.

– ¿Se refiere al suicidio?

– Sí.

– Quizá. No lo sé. Cualquier cosa es posible. Después del caso seguimos direcciones diferentes. La cuestión con un compañero es que una vez que acaba el trabajo, no hay mucho de lo que hablar.

– Cierto -dijo Bosch.

– Yo estaba en una reunión de mando en la Setenta y siete, me asignaron allí después de hacerme teniente. Fue entonces cuando descubrí que había muerto. La noticia me llegó en una reunión de equipo. Supongo que eso muestra cuánto nos habíamos separado. Descubrí que se había suicidado una semana después de que lo hiciera.

Bosch se limitó a asentir. No había nada que pudiera decir.

– Creo que ahora tengo una reunión de dirección, detective -dijo García-. Es hora de que se vaya.

– Sí, señor, pero ¿sabe?, estaba pensando que para presionar a Ron Green de ese modo tenían que contar con algún arma. ¿Recuerda algo así? ¿Tenía en aquel momento alguna investigación de Asuntos Internos?

García negó con la cabeza. No estaba diciendo que no a la pregunta de Bosch, estaba diciendo que no a otra cosa.

– Mire, este departamento siempre ha tenido más policías asignados a investigar policías que a investigar asesinatos. Siempre pensaba que si llegaba a la cima cambiaría eso.

– ¿Está diciendo que había una investigación?

– Estoy diciendo que era raro en el departamento el que no tenía nada en su historial. Había un archivo sobre Ron, seguro. Había sido acusado de agredir a un sospechoso. Era mentira. Cuando Ron lo estaba poniendo en la parte de atrás del coche el chico se golpeó la cabeza y hubieron de ponerle puntos. Gran caso, ¿eh? Resultó que el chico tenía contactos y Asuntos Internos no iba a dejarlo.

– De manera que podrían haberlo usado para manipular este caso.

– Podrían, depende de si usted tiene mucha fe en las conspiraciones.

Bosch pensó que cuando se trataba del Departamento de Policía de Los Ángeles tenía mucha fe, pero no lo dijo.

– De acuerdo, señor, me hago una idea -dijo en cambio-. Ahora me voy a ir.

– Bosch se puso en pie.

– Entiendo su necesidad de conocer todo esto -dijo García-, pero no aprecio la forma en que me ha acorralado.

– Lo siento, señor.

– No, no lo siente, detective.

Bosch no dijo nada. Se acercó a la puerta y la abrió. Miró a García y trató de pensar en algo que decir. No se le ocurrió nada. Se volvió y salió, cerrando la puerta tras de sí.

23

Kiz Rider todavía estaba sentada en la sala de espera del despacho de la jueza Anne Demchak cuando llegó Bosch. Éste, que se había quedado atrapado en el tráfico de media tarde al volver al centro desde Van Nuys, ya temía perderse la conferencia con la jueza. Rider estaba leyendo una revista, y el primer pensamiento de Bosch fue que en ese punto del caso sería incapaz de empezar a hojear sin prisas una revista. En ese punto su concentración no podía dividirse. Estaba concentrado en una sola cosa. De un modo extraño, lo vinculaba con el surf, una práctica a la que no se había dedicado desde el verano de 1964, cuando se escapó de una casa de acogida y vivió en la playa. Habían pasado muchos años desde entonces, pero todavía recordaba el túnel de agua. El objetivo era meterte en el túnel, el lugar donde el agua te envolvía por completo, donde el mundo se reducía a deslizarse sobre el mar. Bosch estaba en el túnel. No existía nada salvo el caso.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó. Rider miró el reloj.

– Unos cuarenta minutos.

– ¿Ha estado todo ese tiempo con la solicitud?

– Sí.

– ¿Estás preocupada?

– No. He acudido a ella antes. Una vez en un caso de Hollywood después de que tú lo dejaras. Sólo es concienzuda. Lee todas las páginas. Tarda un rato, pero es una de las buenas.

– El artículo sale mañana. Necesitamos que lo firme hoy.

– Ya lo sé, Harry. Cálmate. Siéntate.

Bosch se quedó de pie. Los jueces de guardia seguían un turno de rotación. Que les hubiera tocado Demchak era pura suerte.

– Nunca he tratado antes con ella -dijo-. ¿Era fiscal?

– No, del otro lado. Abogada defensora.

Bosch gimió. Según su experiencia, los abogados defensores que se convertían en jueces siempre conservaban al menos la sombra de su lealtad hacia el banquillo de los acusados.

– Tenemos problemas -dijo él.

– No. No pasará nada. Por favor, siéntate. Me estás poniendo nerviosa.

– ¿Judy Champagne aún lleva la toga? Quizá podamos llevárselo a ella.

Judy Champagne era una antigua fiscal casada con un ex policía. Solían decir que él los cazaba y ella los metía en el horno. Desde que se convirtió en jueza, era la favorita de Bosch para llevarle las órdenes. No porque tendiera hacia los polis. No lo hacía. Era justa y con eso podía contar Bosch.

– Sigue siendo jueza, pero no podemos ir paseando las órdenes por el edificio. Ya lo sabes, Harry. Ahora ¿puedes hacer el favor de sentarte? Tengo que enseñarte algo.

Bosch ocupó la silla que estaba junto a la de Rider.

– ¿Qué?

– Tengo el expediente de la condicional de Burkhart.

Rider sacó una carpeta de la bolsa, la abrió y la puso en la mesita, delante de Bosch. Señaló con la uña una línea del documento de excarcelación. Bosch se inclinó para leerlo.

– Excarcelado de Wayside el primero de julio de mil novecientos ochenta y ocho. Enviado a presentarse en las oficinas de libertad condicional el cinco de julio en Van Nuys. Se enderezó y miró a su compañera.

– Estaba en la calle.

– Eso es. Lo detuvieron por vandalismo en la sinagoga el veintiséis de enero. Nunca presentó fianza y, con la reducción de pena, salió de Wayside cinco meses después. Es un buen candidato.

Bosch sintió una inyección de excitación al ver que las cosas parecían encajar.

– Muy bien. ¿Has modificado la solicitud para incluirlo?

– Lo cito, pero no de manera prominente. Mackey sigue siendo el vínculo directo por la pistola.

Bosch asintió y miró al escritorio vacío que había al otro lado de la sala, donde normalmente se sentaba la ayudante de la jueza. La placa del escritorio decía «Kathy Chrzanowski», y Bosch se preguntó cómo se pronunciaría el apellido y dónde estaba, pero enseguida decidió tratar de no pensar en lo que estaba ocurriendo en el interior del despacho del juzgado.

– ¿Quieres saber lo último del inspector García? -preguntó.

Rider estaba guardándose la carpeta en el bolso.

– Claro.

Bosch pasó los siguientes diez minutos contando su visita a García, la entrevista del periódico, y las revelaciones del inspector al final.

– ¿Crees que te dijo todo? -preguntó ella.

– ¿Te refieres a cuánto sabía de lo que ocurrió entonces? No, pero me contó todo lo que estaba dispuesto a admitir.

– Creo que tuvo que estar metido en el trato. No se me ocurre que un compañero hiciera un trato sin que el otro lo supiera. No un trato así.

– Entonces ¿por qué iba a pedir a Pratt que enviara el ADN al Departamento de Justicia? ¿No se habría quedado sentado como había estado haciendo durante diecisiete años?

– No necesariamente. Una conciencia culposa funciona de maneras extrañas, Harry. Quizás ha estado carcomiendo a García todos esos años y decidió llamar a Pratt para sentirse mejor al respecto. Además, pongamos que él estuviera en el trato de entonces con Irving. Tal vez se animó a telefonear porque se sentía seguro después de que Irving hubiera sido apartado por el nuevo jefe.

Bosch pensó en la reacción de García al decirle que Green podría haber estado atormentado por los que dejó escapar. Quizá García se había enfurecido porque era él quien estaba atormentado.

– No lo sé -dijo Bosch-. Quizá…

El teléfono móvil de Bosch zumbó. Cuando éste lo sacó del bolsillo, Rider dijo:

– Será mejor que lo apagues antes de que entremos. A la jueza Demchak no le gusta nada que suenen esos chismes en su despacho. Oí que le confiscó el teléfono a un fiscal.

Bosch asintió con la cabeza. Abrió el móvil y dijo «hola».

– ¿Detective Bosch?

– Sí.

– Soy Tara Wood. Creía que teníamos una cita.

Antes de que ella terminara la frase, Bosch recordó de repente que se había olvidado de la reunión en la CBS y del plato de gumbo que había planeado comerse antes. Ni siquiera había tenido tiempo de almorzar.

– Tara, lo lamento profundamente. Ha surgido algo y hemos tenido que salir corriendo. Debería haber llamado, pero se me olvidó. Voy a necesitar reprogramar la entrevista, si todavía quiere hablar conmigo después de esto.

– Oh, claro, no hay problema. Sólo que tenía a un par de los guionistas del programa por aquí. Iban a intentar hablar con usted.

– ¿Qué programa?

Caso Abierto. Recuerda, le dije que tenía un…

– Ah, sí, el programa. Bueno, lo lamento.

Bosch ya no se sentía tan mal. Ella había estado intentando usar la entrevista con algún interés publicitario. Se preguntó si a Tara Wood le quedaba algún sentimiento por Rebecca Verloren. Como si adivinara sus pensamientos, ella preguntó por el caso.

– ¿Está ocurriendo algo en el caso? ¿Por eso no ha venido?

– Más o menos. Estamos haciendo progresos, pero ahora mismo no puedo decirle…, bueno, de hecho, hay algo. ¿Ha pensado en el nombre que le mencioné anoche? ¿Roland Mackey? ¿Le suena de algo?

– No, todavía no.

– Tengo otro. ¿Qué me dice de William Burkhart? ¿Quizá Bill Burkhart?

Hubo un largo silencio mientras Wood hacía un escaneo de memoria.

– No, lo siento. No creo que lo conozca.

– ¿Y el nombre Billy Blitzkrieg?

– ¿Billy Blitzkrieg?¿Está de broma?

– No, ¿lo reconoce?

– No, en absoluto. Me suena a estrella del heavy metal.

– No, no lo es. Pero ¿está segura de que no reconoce ninguno de los nombres?

– Lo siento, detective.

Bosch levantó la mirada y vio a una mujer que los llamaba desde la puerta abierta del despacho de la jueza. Rider lo miró y se pasó un dedo por el cuello.

– Mire, Tara, he de colgar. La llamaré para concertar la entrevista lo antes que pueda. Le pido disculpas otra vez y la llamaré pronto. Gracias.

Bosch cerró el teléfono antes de que ella pudiera responder e inmediatamente lo apagó. Siguió a Rider por la puerta que le sostenía una mujer que Bosch supuso que era Kathy Chrzanowski.

En el otro extremo de la sala, las cortinas estaban corridas en las ventanas de suelo a techo. Una única lámpara de escritorio iluminaba el despacho. Detrás de la mesa, Bosch vio a una mujer que aparentaba estar cercana a los setenta. Parecía menuda detrás de la enorme mesa de madera oscura. Tenía un rostro amable que a Bosch le dio esperanzas de poder salir del despacho con una aprobación de las escuchas telefónicas.

– Detectives, pasen y siéntense -dijo ella-. Lamento haberles hecho esperar.

– No hay problema, señoría -dijo Rider-. Le agradecemos que lo haya estudiado a fondo.

Bosch y Rider ocuparon sendas sillas delante del escritorio. La jueza no llevaba su toga negra; Bosch la vio en un colgador de la esquina. Junto a la pared había una fotografía enmarcada de Demchak con un magistrado del tribunal supremo notoriamente liberal. Bosch sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Luego vio otras dos fotografías enmarcadas en el escritorio. Una era de un anciano y un niño con palos de golf. Su marido y un nieto, quizá. La otra foto mostraba a una niña de unos nueve años en un columpio. Pero los colores se estaban desvaneciendo. Era una foto vieja. Quizás era su hija. Bosch empezó a pensar que la conexión con los niños podría establecer la diferencia.

– Parece que tienen prisa con esto -dijo la jueza-. ¿Hay alguna razón que la justifique?

Bosch miró a Rider y ella se inclinó hacia delante para responder. Era su jugada. Él sólo estaba como refuerzo y para enviar a la jueza el mensaje de que se trataba de algo importante. Los polis tenían que ser corporativistas en alguna ocasión.

– Sí, señoría, un par de razones -empezó Rider-. La principal es que creemos que mañana se publicará un artículo de periódico en el Daily News. Eso podría causar que el sospechoso, Roland Mackey, contactara con otros sospechosos (uno de los cuales figura en la orden) y hablará del asesinato. Como puede ver por la orden, creemos que hay más de un individuo implicado en este crimen, pero sólo tenemos a Mackey relacionado directamente con él. Si tenemos preparadas las escuchas cuando se publique el artículo de periódico podríamos lograr identificar al resto de los implicados a través de sus llamadas y conversaciones.

La jueza asintió, pero no los estaba mirando. Tenía los ojos fijos en los formularios de solicitud y autorización. Su expresión era seria y Bosch empezó a tener una mala sensación. Al cabo de unos segundos, ella dijo:

– ¿Y la otra razón para la prisa?

– Ah, sí -dijo Rider, simulando haberlo olvidado-. La otra razón es que creemos que Roland Mackey todavía podría estar implicado en actividades delictivas. No sabemos exactamente qué traman en este momento, pero creemos que cuanto antes empecemos a escuchar sus conversaciones antes podremos determinarlo y seremos capaces de impedir que alguien se convierta en víctima. Como puede ver por la solicitud, sabemos que ha estado implicado en al menos un asesinato. No creemos que debamos perder tiempo.

Bosch admiró la respuesta de Rider. Era una respuesta cuidadosamente concebida que podía poner mucha presión para que la jueza firmara la autorización. Al fin y al cabo, ella era una funcionaria elegida. Tenía que considerar las ramificaciones de que denegara la solicitud. Si Mackey cometía un delito que podría haberse impedido si la policía hubiera escuchado sus llamadas telefónicas, la jueza sería considerada responsable por parte de un electorado al que poco le importaría que ella hubiera tratado de salvaguardar los derechos personales de Mackey.

– Ya veo -dijo fríamente Demchak en respuesta a Rider-. ¿Y cuál es la causa probable para creer que está implicado en actividades delictivas en curso, puesto que no puede especificar un delito específico?

– Diversas cosas, jueza. Hace doce meses el señor Mackey terminó una condena de libertad condicional por un delito sexual e inmediatamente se trasladó a una nueva dirección donde su nombre no aparece en ninguna escritura ni contrato de alquiler. No dejó dirección de seguimiento a su anterior casero ni en la oficina postal. Está viviendo en la misma propiedad con un ex presidiario con el que ya había estado implicado en anteriores actividades delictivas documentadas. Por eso William Burkhart también consta en la solicitud. Y, como puede ver en la solicitud, está utilizando un teléfono que no está registrado a su nombre. Claramente está volando por debajo del radar, señoría. Todas esas cosas juntas trazan una imagen de alguien que toma sus precauciones para ocultar su implicación en actividades delictivas.

– O quizá sólo quiere evitar la intrusión del gobierno -dijo la jueza-. Sus argumentos siguen siendo muy débiles, detective. ¿Tiene alguna otra cosa? No estaría de más.

Rider miró de soslayo a Bosch, con los ojos bien abiertos. Estaba perdiendo la confianza de que había hecho gala en la sala de espera. Bosch sabía que lo había puesto todo en la solicitud y sus comentarios en la sala. ¿Qué quedaba? Bosch se aclaró la garganta y se inclinó para hablar por primera vez.

– La actividad delictiva previa en la que participó con el hombre con el que ahora vive eran delitos de odio, señoría. Estos tipos hirieron y amenazaron a mucha gente. Mucha gente.

Se acomodó en su asiento, con la esperanza de haber dado una vuelta de tuerca a la presión sobre la jueza Demchak.

– ¿Y hace cuánto tiempo que se produjeron esos delitos? -preguntó ésta.

– Fueron perseguidos a finales de los años ochenta -dijo Bosch-. Pero ¿quién sabe cuánto tiempo continuaron? La asociación de estos dos hombres obviamente ha continuado.

La jueza no dijo nada durante un minuto mientras parecía estar leyendo y releyendo la sección de resumen de la solicitud de Rider. Una lucecita roja se encendió en un lado de la mesa. Bosch sabía que significaba que lo que fuera que tuviera programado en su sala estaba listo para empezar. Todos los abogados y partes habían llegado.

Finalmente, la jueza Demchak negó con la cabeza.

– Simplemente no creo que haya motivos suficientes, detectives. Lo tienen con la pistola, pero no en la escena del crimen. Podría haber usado la pistola en los días o semanas anteriores al asesinato.

La magistrada hizo un ademán de desprecio a los papeles que tenía extendidos delante de ella.

– Este fragmento acerca de que robó en un drive-in donde les gustaba ir a la víctima y sus amigas es a lo sumo tenue. Realmente me ponen contra las cuerdas al pedirme que firme algo que no está aquí.

– Está ahí -dijo Bosch-. Sabemos que está ahí.

Rider le puso una mano en el brazo a Bosch para advertirle de que no perdiera los nervios.

– No lo veo, detective -dijo Demchak-. Me está pidiendo que le saque de apuros. No tienen suficiente causa probable y me está pidiendo que establezca la diferencia. No puedo hacerla. No tal como está.

– Señoría -dijo Rider-. Si no nos firma esto perderemos nuestra oportunidad con el artículo del periódico.

La jueza le sonrió.

– Eso no tiene nada que ver conmigo ni con lo que yo debo hacer aquí, detective. Ya lo sabe. Yo no soy un instrumento del departamento de policía. Soy independiente y he de tratar con los hechos del caso como se presentan.

– La víctima era mestiza -dijo Bosch-. Este tipo es un racista documentado. Robó la pistola que se utilizó para matar a una chica de razas mezcladas. La conexión está ahí.

– No es una conexión probatoria, detective. Es una conexión de inferencia circunstancial.

Bosch miró a la jueza un momento y ésta le devolvió la mirada.

– ¿Tiene hijos, señoría? -preguntó Bosch.

El rubor inmediatamente subió a las mejillas de la jueza.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

– Señoría -intervino Rider-. Volveremos a usted con esto.

– No -dijo Bosch-. No vamos a volver. Lo necesitamos ahora, señoría. Este tipo ha estado en libertad diecisiete años. ¿Y si hubiera sido su hija? ¿Podría haber apartado la vista? Rebecca Verloren era sólo una niña.

Los ojos de la jueza Demchak se oscurecieron. Cuando habló, lo hizo con una combinación de calma y rabia.

– No estoy apartando la mirada de nada, detective. Resulta que soy la única persona en esta sala que lo está examinando a conciencia. Y podría agregar que, si continúa insultando y cuestionando al tribunal, le enviaré a prisión por desacato. Podría tener a un alguacil aquí en cinco segundos. Quizás el tiempo entre rejas le serviría para contemplar las deficiencias de su presentación.

Bosch presionó, impertérrito.

– La madre de la víctima todavía vive en la casa -dijo Bosch-. El dormitorio del que se la llevaron sigue igual que el día del asesinato. La misma colcha, las mismas almohadas, todo igual. La habitación, y la madre, están congeladas en el tiempo.

– Pero esos hechos no guardan relación con esto.

– Su padre se convirtió en un borracho. Perdió su negocio, después a su mujer y su casa. Lo he visitado esta mañana en la calle Cinco. Es donde vive ahora. Sé que eso tampoco guarda relación, pero pensaba que quizá le gustaría saberlo. Sé que no tenemos suficientes hechos, pero tenemos muchas ondas expansivas, señoría.

La jueza le sostuvo la mirada, y Bosch sabía que o bien terminaría en prisión o saldría con una orden firmada. No había punto medio. Al cabo de un momento, vio el brillo de dolor en los ojos de la mujer. Cualquiera que pasa tiempo en las trincheras del sistema de justicia penal (en cualquier lado) termina con esa mirada al cabo de un tiempo.

– Muy bien, detective -dijo la jueza finalmente.

Bajó la mirada y garabateó una firma en la parte inferior de la última página, luego empezó a cumplimentar los espacios que dictaban la duración de la escucha.

– Pero todavía no estoy convencida -dijo Demchak con severidad-. Así que le voy a dar setenta y dos horas.

– Señoría… -dijo Bosch.

Rider puso otra vez la mano en el brazo de Bosch, tratando de evitar que convirtiera un sí en un no. Habló ella.

– Señoría, setenta y dos horas es un periodo muy breve para esto. Estábamos esperando contar al menos con una semana.

– Dijo que el artículo de periódico se publica mañana -respondió la jueza.

– Sí, señoría, se supone, pero…

– Entonces sabrán algo enseguida. Si sienten que necesitan extenderlo, vengan a verme el viernes y traten de convencerme. Setenta y dos horas, y quiero informes diarios todas las mañanas. Si no veo los informes voy a detenerles por desacato. No voy a permitirles ir de pesca. Si lo que hay en los resúmenes no es ajustado les cerraré el grifo. ¿Está todo eso claro?

– Sí, señoría -respondieron Bosch y Rider al unísono.

– Bien. Ahora tengo una reunión de seguimiento en mi sala. Es hora de que se vayan y de que yo vuelva al trabajo.

Rider recogió los documentos y ambos le dieron las gracias. Al dirigirse a la puerta, la jueza Demchak habló a sus espaldas.

– ¿Detective Bosch?

Bosch se volvió y la miró.

– ¿Sí, señoría?

– Ha visto la foto, ¿verdad? -dijo ella-. De mi hija. Ha supuesto que sólo tenía una hija.

Bosch la miró un momento y asintió con la cabeza.

– Yo también tengo sólo una hija -dijo él-. Sé cómo es. Ella le sostuvo la mirada un momento antes de hablar.

– Ahora pueden irse -concluyó.

Bosch asintió y siguió a Rider por la puerta.

24

No hablaron al salir del juzgado. Era como si quisieran alejarse de allí sin que les cayera el mal de ojo, como si pronunciar una sola palabra acerca de lo ocurrido pudiera causar eco a través del edificio y hacer que la jueza cambiara de opinión y volviera a llamarlos. Una vez que tenían la firma de la jueza en los formularios de autorización, su única preocupación era salir de allí.

Ya en la acera, delante del monolítico edificio de justicia, Bosch miró a Rider y sonrió.

– Nos ha ido de un pelo -dijo.

Ella sonrió y asintió en señal de aprobación.

– Onda expansiva, ¿eh? Has llegado hasta la línea con ella. Pensaba que iba a tener que presentar una fianza para ti.

Empezaron a caminar hacia el Parker Center. Bosch sacó su teléfono y volvió a encenderlo.

– Sí, ha ido de poco -dijo él-. Pero lo tenemos. ¿Será mejor que llames a Abel para que se reúna con los otros?

– Sí, se lo diré. Sólo iba a esperar hasta llegar allí.

Bosch comprobó su teléfono y vio que se había perdido una llamada y que tenía un mensaje: No reconoció el número, pero tenía un código de área 818: el valle de San Fernando. Escuchó el mensaje y oyó una voz que no quería oír.

«Detective Bosch, soy McKenzie Ward, del News. Necesito hablar con usted de Roland Mackey lo antes posible. Necesito noticias suyas o tendré que contener el artículo. Llámeme».

– Mierda -dijo Bosch mientras borraba el mensaje.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– Es la periodista. Le dije a Muriel Verloren que no le mencionara a Mackey.

Pero parece ser que se le ha escapado. O eso o la periodista está hablando con alguien más.

– Mierda.

– Es lo que he dicho.

Caminaron un poco más sin hablar. Bosch estaba pensando en una forma de tratar con la periodista. Tenían que evitar que el nombre de Mackey apareciera en el artículo, de lo contrario podría echar a correr sin preocuparse de llamar a nadie más.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó finalmente Rider.

– No lo sé, tratar de convencerla. Le mentiré si hace falta. No puede mencionarlo en el artículo.

– Pero ha de publicarlo, Harry. Sólo tenemos setenta y dos horas.

– Lo sé. Déjame pensar.

Abrió el teléfono y llamó a Muriel Verloren. Ella contestó y Bosch le preguntó cómo había ido la entrevista. La madre de la víctima dijo que había ido bien y agregó que estaba contenta de que hubiera acabado.

– ¿Tomaron fotos?

– Sí, querían fotos del dormitorio. No me sentí bien, abriéndome así a ellos. Pero lo hice.

– Entiendo. Gracias por hacerlo. Sólo recuerde que el artículo va a ayudarnos. Nos estamos acercando, Muriel, y el artículo del periódico acelerará las cosas. Le agradecemos que lo haya hecho.

– Si ayuda, me alegro de haber lo hecho.

– Bien. Déjeme que le pregunte otra cosa. ¿Ha mencionado el nombre de Roland Mackey a la periodista?

– No, me dijo que no lo hiciera. Así que no lo hice.

– ¿Está segura?

– Estoy más que segura. Ella me preguntó qué me habían explicado, pero yo no le dije nada de él. ¿Por qué?

– Por nada. Sólo quería asegurarme, es todo. Gracias, Muriel. La llamaré en cuanto tenga noticias.

Cerró el teléfono. No pensaba que Muriel Verloren le hubiera mentido. La periodista tenía que disponer de otra fuente.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– Ella no se lo ha dicho.

– Entonces ¿quién?

– Buena pregunta.

El teléfono empezó a vibrar y sonar mientras todavía lo sostenía en la mano. Miró la pantalla y reconoció el número.

– Es ella…, la periodista. He de contestar.

Contestó la llamada.

– Detective Bosch, soy McKenzie Ward. Estoy en el límite y hemos de hablar.

– Bien. Acabo de escuchar su mensaje. Tenía el teléfono apagado porque estaba en el juzgado.

– ¿Por qué no me habló de Roland Mackey?

– ¿De qué está hablando?

– Roland Mackey. Me dijeron que ya tenían un sospechoso llamado Roland Mackey.

– ¿Quién le dijo eso?

– Eso no importa. Lo que importa es que me ocultó una pieza clave de información. ¿Roland Mackey es su sospechoso principal? Déjeme adivinarlo. Está jugando a dos bandas y dándoselo al Times.

Bosch tenía que pensar con rapidez. La periodista sonaba presionada y nerviosa. Una periodista enfadada podía ser un problema. Tenía que capear el temporal y al mismo tiempo sacar a Mackey de escena. La única cosa que tenía a su favor era que ella no había mencionado la conexión de la pistola y el ADN de Mackey, lo cual llevó a pensar a Bosch que la fuente de información de Ward estaba fuera del departamento. Era alguien con información limitada.

– En primer lugar, no estoy hablando de esto con el Times. Mientras se publique mañana, usted es la única con este artículo. En segundo lugar, sí importa de dónde ha sacado el nombre porque la información es errónea. Estoy tratando de ayudarla, McKenzie. Estaría cometiendo un gran error si pone ese nombre en el artículo. Incluso podrían demandarla.

– ¿Entonces quién es?

– ¿Quién es su fuente?

– Sabe que no puedo decirle eso.

– ¿Por qué no?

Bosch estaba tratando de ganar tiempo para pensar. Mientras la periodista daba una respuesta cacareada acerca de las leyes de protección de las fuentes, Bosch estaba repasando los nombres de las personas de fuera del departamento con los que Rider y él habían hablado de Mackey. Entre ellos estaban las tres amigas de Rebecca Verloren: Tara Wood, Bailey Sable y Grace Tanaka. También estaban Robert Verloren, Danny Kotchof, Thelma Kibble, la agente de la condicional, y Gordon Stoddard, el director de la escuela, así como la señora Atkins, la secretaria que había buscado el nombre de Mackey en las listas de la escuela.

También estaba la jueza Demchak, pero Bosch la descartó como una posibilidad remota. El mensaje de Ward había sido dejado en su línea mientras él y Rider estaban dentro con la jueza. La idea de que la jueza pudiera haber levantado el teléfono y llamado a la periodista mientras ella había estado sola en el despacho estudiando la solicitud de la orden de búsqueda, parecía descabellada. Entonces ni siquiera sabía nada del futuro artículo y menos el nombre de la periodista asignada a él.

Bosch suponía que, debido al poco tiempo que tenía, la periodista se había limitado a hacer unas pocas llamadas telefónicas al volver a la redacción para terminar de pulir el artículo. Alguien al que había llamado le había dado el nombre de Roland Mackey. Bosch dudaba que ella hubiera conseguido localizar a Robert Verloren en las pocas horas transcurridas desde la entrevista. También tachó a Grace Tanaka y Danny Kotchof porque no vivían en la ciudad. Sin el nombre de Mackey, no había contacto con Kibble. Eso dejaba a Tara Wood y la escuela, ya fuera Stoddard, Sable o la secretaria. La opción más verosímil era la escuela, porque era el nexo más fácil que podía establecer la periodista. Se sintió mejor y pensó que podría contener la amenaza.

– Detective, ¿sigue ahí?

– Sí, lo siento, estoy tratando de lidiar un poco con el tráfico.

– Entonces, ¿cuál es su respuesta? ¿Quién es Roland Mackey?

– No es nadie. Es un cabo suelto. O de hecho lo era. Ya lo hemos atado.

– Explíquese.

– Mire, heredamos este caso, ¿entiende? Bueno, a lo largo de los años el expediente del caso se archivó, se rearchivó y se movió un poco. Se mezclaron cosas. Así que parte de lo que tuvimos que hacer fue una limpieza básica. Pusimos las cosas en orden. Encontramos una foto de este Roland Mackey en el expediente y no estábamos seguros de quién era, ni de cuál era su conexión con el caso. Cuando estuvimos haciendo entrevistas, conociendo a los protagonistas del caso, mostramos su foto a algunas personas para ver si sabían quién era y dónde encajaba. En ningún momento, McKenzie, le dijimos a nadie que era un sospechoso principal. Ésa es la verdad. Así que o bien está exagerando, o quien sea que haya hablado con usted estaba exagerando.

Hubo un silencio y Bosch supuso que ella estaba repasando mentalmente la entrevista en la que le habían facilitado el nombre de Mackey.

– Entonces ¿quién es? -preguntó ella por fin.

– Sólo un tipo con antecedentes juveniles que entonces vivía en Chatsworth. Frecuentaba el drive-in de Winnetka, y aparentemente también lo frecuentaban Rebecca y sus amigas. Pero resultó que en 1988 fue descartado de toda implicación. No lo descubrimos hasta que enseñamos su foto a unas cuantas personas.

Era una mezcla de verdad y sombras de verdad. De nuevo la periodista se quedó en silencio mientras sopesaba su respuesta.

– ¿Quién le habló de él, Gordon Stoddard o Bailey Sable? -preguntó Bosch-. Llevamos la foto a la escuela para ver, si encajaba en Hillside, y resultó que ni siquiera fue a la escuela allí. Después de eso lo dejamos.

– ¿Está seguro de eso?

– Mire, haga lo que quiera, pero si pone el nombre de ese tipo en el periódico sólo porque preguntamos por él, podría recibir llamadas suyas y de su abogado. Preguntamos por mucha gente, McKenzie, es nuestro trabajo.

Se produjo otro silencio. Bosch pensó que el silencio significaba que había desactivado la bomba con éxito.

– Fuimos a la escuela a mirar el anuario y hacer copias de fotos -dijo finalmente Ward-. Descubrimos que usted se llevó el único anuario del ochenta y ocho que había en la biblioteca.

Era su forma de confirmar que Bosch tenía razón, pero sin delatar su fuente.

– Lo siento -dijo Bosch-. Tengo el anuario en mi escritorio. No sé de cuánto tiempo dispone, pero puede enviar a alguien a recogerlo si quiere.

– No, no hay tiempo. Sacamos una foto de la placa que hay en la pared de la escuela. Eso servirá. Además, encontré una foto de la víctima en nuestros archivos. Usaremos ésa.

– Vi la placa. Es bonita.

– Están muy orgullosos de ella.

– ¿Estamos de acuerdo pues, McKenzie?

– Sí, estamos de acuerdo. Disculpe, me puse un poco furiosa cuando pensé que me estaba ocultando algo importante.

– No tenemos nada importante de lo que informar. Todavía.

– Muy bien, entonces será mejor que me ponga a terminar el artículo.

– Todavía sale mañana en la ventana.

– Si lo termino. Llámeme mañana y dígame qué le parece.

– Lo haré.

Bosch cerró el teléfono y miró a Rider.

– Creo que estamos a salvo -dijo.

– Vaya, Harry, tienes el día hoy. El maestro de la convicción. Creo que podrías convencer a una cebra de que no tiene rayas si te hiciera falta.

Bosch sonrió. Después miró el anexo al City Hall de Spring Street. Irving, expulsado del Parker Center, trabajaba ahora desde el anexo. Bosch se preguntó si Don Limpio les estaría mirando en ese mismo momento desde detrás de las ventanas de espejo de la Oficina de Planificación Estratégica. Pensó en algo.

– ¿Kiz?

– ¿Qué?

– ¿Conoces a McClellan?

– No mucho.

– Pero sabes qué aspecto tiene.

– Claro. Lo he visto en reuniones de dirección. Irving dejó de ir cuando lo trasladaron al anexo. La mayoría de las veces enviaba a McClellan como representante.

– ¿Entonces podrías distinguirlo?

– Claro, pero ¿de qué estás hablando, Harry?

– Tal vez deberíamos hablar con él, quizás asustarlo y mandarle un mensaje a Irving.

– ¿Te refieres a ahora mismo?

– ¿Por qué no? Estamos aquí. -Hizo un gesto hacia el edificio anexo.

– No tenemos tiempo, Harry. Además, ¿para qué buscarse una pelea que se puede evitar? No tratemos con Irving hasta que sea necesario.

– Muy bien, Kiz. Pero tendremos que tratar con él. Lo sé.

No volvieron a hablar, cada uno se concentró en sus reflexiones sobre el caso hasta que llegaron a la Casa de Cristal y entraron en ella.

25

Abel Pratt convocó a la sala de la brigada a todos los miembros de la unidad de Casos Abiertos, así como a otros cuatro detectives de la unidad de Robos y Homicidios que iban a colaborar en la vigilancia. Pratt dio la palabra a Bosch y Rider, que explicaron la evolución del caso a lo largo de media hora. En el tablón de anuncios que tenían detrás colgaron ampliaciones de las fotos que aparecían en las licencias de conducir más recientes de Roland Mackey y William Burkhart. Los otros detectives hicieron pocas preguntas. Bosch y Rider cedieron la iniciativa de nuevo a Pratt.

– Muy bien, vamos a necesitaros a todos en esto -dijo-. Trabajaremos en seis doble. Dos parejas, en la sala de sonido, dos parejas siguiendo a Mackey y otras dos con Burkhart. Quiero a los equipos de Casos Abiertos en Mackey y la sala de vigilancia. Los cuatro prestados de Robos y Homicidios vigilarán a Burkhart. Kiz y Harry se han pedido el segundo turno con Mackey. El resto podéis decidir cómo queréis cubrir los turnos restantes. Empezamos mañana por la mañana a las seis, justo en el momento en que el periódico llegará a los quioscos.

El plan se traducía en seis parejas de detectives trabajando en turnos de doce horas. Los turnos cambiaban a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. Puesto que era su caso, Bosch y Rider tenían preferencia en la elección de turnos y habían elegido seguir a Mackey cada día a partir de las seis de la tarde. Eso significaba trabajar toda la noche, pero Bosch tenía la corazonada de que si Mackey iba a hacer un movimiento o una llamada, lo haría por la noche. Y Bosch quería estar ahí cuando ocurriera.

Se turnarían con uno de los otros equipos. Los otros dos equipos de Casos Abiertos alternarían su tiempo en la City of Industry, donde una empresa privada llamada ListenTech contaba con un centro de escucha que era utilizado por todas las agencias del orden del condado de Los Ángeles. Sentarse en una furgoneta junto al poste telefónico que llevaba la línea que estabas pinchando era cosa del pasado. ListenTech proporcionaba un centro tranquilo y con aire acondicionado donde las consolas electrónicas estaban configuradas para monitorizar y grabar conversaciones de llamadas entrantes y salientes de cualquier número de teléfono del condado, incluidos los teléfonos móviles. Incluso había una cafetería y máquinas expendedoras y se podía pedir pizza a domicilio.

ListenTech podía ocuparse de hasta noventa pinchazos al mismo tiempo. Rider le había explicado a Bosch que la compañía se había desarrollado en 2001, cuando las agencias del orden empezaron a sacar partido de las leyes menos restrictivas en relación con las escuchas. Una compañía privada que vio la necesidad creciente entró en escena con centros de escucha regionales también conocidos como salas de sonido. Facilitaban el trabajo, pero todavía había normas que seguir.

– Vamos a tener un inconveniente con la sala de sonido -explicó Pratt-. La ley todavía exige que cada línea sea monitorizada por un único individuo; no se permite escuchar en dos líneas a la vez. La cuestión es que hemos de monitorizar tres líneas con dos hombres, porque es cuanto tenemos. Entonces ¿cómo lo hacemos sin salirnos de la ley? Alternamos. Una línea es el móvil de Roland Mackey. La monitorizamos a tiempo completo. Pero las otras dos líneas son secundarias. Allí es donde alternamos. Son de su domicilio y del lugar donde trabaja. Así que lo que hacemos es quedarnos con la primera línea cuando esté en casa, y después, desde las cuatro a la medianoche, cuando esté trabajando, pasamos a la línea de la estación de servicio. Y al margen de qué líneas estemos escuchando, dispondremos de un registro de llamadas de veinticuatro horas de las tres.

– ¿Podríamos conseguir un tercer hombre de Robos y Homicidios para la tercera línea? -preguntó Rider.

Pratt negó con la cabeza.

– El capitán Norona nos ha dado cuatro efectivos y es todo -dijo Pratt-. No nos perderemos mucho. Como he dicho tendremos los registros.

Los registros de llamadas formaban parte del proceso de monitorización de teléfonos. Aunque los investigadores estaban autorizados a escuchar en llamadas telefónicas de las líneas monitorizadas, el equipo también registraba todas las llamadas entrantes y salientes en las líneas enumeradas en la orden, aun en el caso de que no estuvieran siendo monitorizadas. Esto proporcionaría a los investigadores una lista con la hora y la duración de cada llamada, así como de los números marcados en las llamadas salientes y los números desde los que se habían recibido las llamadas entrantes.

– ¿Alguna pregunta? -inquirió Pratt.

Bosch no creía que hubiera preguntas. El plan era lo bastante sencillo, sin embargo, un detective de Casos Abiertos llamado Renner levantó la mano y Pratt le hizo una señal con la cabeza.

– ¿Este asunto autoriza horas extras?

– Sí -replicó Pratt-, pero como se ha dicho antes, por ahora la orden sólo nos autoriza durante setenta y dos horas.

– Bueno, esperemos que nos ocupe las setenta y dos -dijo Renner-. He de pagar el campamento de verano de mi hijo en Malibú.

Los otros rieron.

Tim Marcia Y Rick Jackson se presentaron voluntarios para formar el otro equipo de calle que trabajaría con Bosch y Rider. A los otros cuatro les tocó la sala de sonido, Con Renner y Robleto en el turno de día y Robinson y Nord compartiendo turno con Bosch y Rider. El centro de ListenTech era bonito y cómodo, pero a algunos polis no les gustaba estar encerrados bajo ninguna circunstancia. Algunos siempre elegían la calle, como Marcia y Jackson. Bosch sabía que él también era uno de ellos.

Pratt puso fin a la reunión repartiendo unas fotocopias en las que constaba el número de móvil de cada uno, así como el canal de radio que se les asignaría durante la vigilancia.

– Para los equipos sobre el terreno hay radios en el cuarto de material -dijo Pratt-. Aseguraos de tener la radio encendida. Harry, Kiz, ¿he olvidado algo?

– Creo que está todo cubierto -dijo Rider.

– Como disponemos de poco tiempo -intervino Bosch-, Kiz y yo estamos trabajando en algo para forzar la acción si no vemos ninguna señal mañana por la noche. Tenemos el artículo de periódico y vamos a aseguramos de que lo ve.

– ¿Cómo va a leerlo si es disléxico? -preguntó Renner.

– Se sacó el graduado escolar -dijo Bosch-. Debería poder leerlo. Sólo hemos de aseguramos de que de alguna manera lo tenga delante.

Todos asintieron en señal de acuerdo y entonces Pratt puso el cierre.

– Bueno cuadrilla es todo -dijo Pratt-. Estaré en contacto con todo el mundo día y noche. Mantened la calma y tened cuidado con esos tipos. No queremos que nada se vuelva contra nosotros. Los que os ocupáis del primer turno podéis ir a casa y dormir bien. No olvidéis que el reloj corre. Tenemos hasta el viernes por la noche y después calabazas. Así que salgamos de aquí y a ver qué conseguimos. Hemos de cerrar este caso.

Bosch y Rider se levantaron y charlaron del caso con los demás durante unos minutos, y luego Bosch regresó a su mesa. Sacó la copia del archivo de condicional de la pila de carpetas del caso. No había tenido la oportunidad de leerlo a conciencia y ése era el momento.

Era un archivo de acumulación, lo cual significaba que a medida que Mackey era detenido, y continuaba una carrera de toda la vida a través del sistema penal, los informes y transcripciones de los juicios simplemente se añadían en la parte superior del archivo. Por consiguiente, los informes estaban en orden cronológico inverso. A Bosch le interesaban sobre todo los primeros años de Mackey. Fue al final del archivo con la idea de avanzar cronológicamente.

La primera detención de Mackey como adulto se produjo sólo un mes después de que cumpliera dieciocho. En agosto de 1987 fue detenido por robar un coche para ir a dar una vuelta con él. Mackey vivía entonces en casa y robó el Corvette de un vecino que había olvidado las gafas de sol y volvió a entrar en su casa dejando el coche en marcha. Mackey entró en el coche y se largó.

Roland Mackey se declaró culpable y el informe previo que contenía el archivo citaba su historial juvenil, pero no mencionaba los Ochos de Chatsworth. En septiembre de 1987, el joven ladrón de coches fue condenado a un año de libertad vigilada por un juez del tribunal superior, que trató de convencer a Mackey de que abandonara la vida delictiva.

La transcripción de la vista en que se le condenó estaba en el archivo. Bosch leyó el discurso de dos páginas del juez, en el cual le explicaba a Mackey que había visto a hombres jóvenes como él un centenar de veces con anterioridad. Le dijo a Mackey que estaba ante el mismo precipicio que los otros. Un delito podía ser una lección de vida, o podía ser el primer paso en una espiral descendente. Instó a Mackey a no seguir el camino equivocado. Le dijo que reflexionara a conciencia y que tomara la decisión acertada acerca de qué camino seguir.

Las palabras de advertencia obviamente habían caído en saco roto. Al cabo de seis semanas, Mackey fue detenido por robar en la casa de un vecino mientras el matrimonio que vivía allí estaba trabajando. Mackey había desconectado una alarma, pero el corte en el suministro eléctrico quedó registrado con la compañía de seguridad y se envió un coche patrulla. Cuando Mackey salió por la puerta de atrás con una cámara de vídeo y diversos objetos electrónicos y de joyería, había dos agentes esperándole con las pistolas desenfundadas.

Puesto que Mackey se hallaba en libertad vigilada por el robo del coche, ingresó en la prisión del condado mientras se esperaba la disposición del juez sobre el caso. Después de treinta y seis días entre rejas se presentó de nuevo ante el mismo juez y, según la transcripción, suplicó perdón y otra oportunidad. Esta vez el informe previo advertía de que el test de droga indicaba que Mackcy era consumidor de marihuana y que había comenzado a frecuentar un grupo de jóvenes conflictivos de la zona de Chatsworth.

Bosch sabía que esos jóvenes eran probablemente los Ochos de Chatsworth. Fue a primeros de diciembre, y su plan de sembrar el terror y rendir un homenaje simbólico a Adolf Hitler estaba a sólo una pocas semanas. Pero nada de eso constaba en el informe. Éste simplemente afirmaba que Mackey frecuentaba un grupo conflictivo. Al sentenciar a Mackey, el juez podría no haber sabido lo conflictivo que era ese grupo.

Mackey fue condenado a tres años de prisión que quedaron reducidos al tiempo que ya había cumplido. También le impusieron dos años de libertad vigilada. El juez, consciente de que la prisión sólo sería una escuela de posgrado para un delincuente como Mackey, le estaba dando una oportunidad y tratando de asustarlo al mismo tiempo. Mackey salió del tribunal en libertad, pero el juez estableció una serie de pesadas restricciones a su condicional. El magistrado dictó que Mackey pasara semanalmente pruebas de drogas, que mantuviera un empleo remunerado y que se sacara el graduado escolar en un período de nueve meses. Por último, advirtió a Mackey de que si incumplía cualquier requisito de la orden de condicional sería enviado a una prisión estatal para completar una sentencia de: tres años.

«Puede considerarlo duro, señor Mackey -dijo el juez, según la transcripción-, pero yo lo considero muy amable. Le estoy concediendo una última oportunidad. Si me falla, sin ninguna duda irá a prisión. La sociedad renunciará a intentar ayudarle en ese punto. Simplemente le apartará. ¿Lo entiende?»

«Sí, señoría», dijo Mackey.

El archivo venía acompañado de los informes estudiantiles de Chatsworth High. Mackey obtuvo su graduado escolar en agosto de 1988, poco más de un mes después de que Rebecca Verloren fuera sacada de su cama y asesinada.

A pesar de los esfuerzos del juez para apartar a Mackey de una vida de crímenes, Bosch tenía que preguntarse si esos esfuerzos le habían costado la vida a Rebecca Verloren. Tanto si Mackey había disparado el arma como si no, había estado en posesión de la pistola que la había matado. ¿Era razonable pensar que la cadena de acontecimientos que conducía al asesinato se habría roto si Mackey hubiera estado entre rejas? Bosch no estaba seguro. Cabía la posibilidad de que Mackey sólo hubiera desempeñado un papel al ser la persona que proporcionó el arma. Si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Bosch sabía que no tenía sentido desmontar la cadena de lo que podía haber ocurrido o no.

– ¿Algo nuevo?

Bosch levantó la cabeza. Rider estaba de pie ante su escritorio. Harry cerró la carpeta.

– No, la verdad es que no. Estaba leyendo el archivo de la condicional. El material más antiguo. Un juez se interesó por él al principio, pero después lo dejó ir. Lo mejor que pudo hacer fue conseguir que sacara el graduado escolar.

– Y le sirvió de mucho, ¿eh?

– Sí.

Bosch no dijo nada más. Él tampoco tenía más que un graduado escolar. También se había situado ante un juez como ladrón de coches. El coche en el que había salido a divertirse también era un Corvette. Salvo que no era de un vecino, sino de su padre adoptivo. Bosch se lo había llevado como una forma de enviarlo al cuerno. Pero fue el padre adoptivo el que le mandó el cuerno en última instancia. Bosch fue devuelto al reformatorio y tuvo que arreglárselas solo.

– Mi madre murió cuando yo tenía once años -dijo Bosch de repente.

Rider lo miró, y enarcó las cejas en su gesto habitual.

– Lo sé. ¿Por qué lo dices ahora?

– No lo sé. Pasé mucho tiempo en el reformatorio después de eso. O sea, pasé algunos periodos con familias adoptivas, pero nunca duró mucho. Siempre volvía.

Rider esperó, pero Bosch no continuó.

– ¿Y? -le instó ella.

– Bueno, no había bandas en el reformatorio -dijo él-, pero había una especie de segregación. Ya sabes, los blancos se quedaban juntos. Los negros. Los hispanos. Entonces no había asiáticos.

– ¿Qué estás diciendo, que te da pena este capullo de Mackey?

– No.

– Mató a una chica, o al menos ayudó a matarla, Harry.

– Ya lo sé, Kiz. No iba por ahí.


– ¿Por dónde ibas?

– No lo sé. Supongo que me estaba preguntando qué hace que la gente siga caminos diferentes. ¿Cómo resulta que ese tipo se convierte en un racista? ¿Cómo es que yo no?

– Harry, estás pensando demasiado. Vete a casa y duerme bien. Lo necesitarás porque no vas a dormir mañana por la noche.

Bosch asintió con la cabeza, pero no se movió.

– ¿Vas a irte? -preguntó Rider.

– Sí, dentro de un rato. ¿Tú te vas?

– Sí, a no ser que quieras que te acompañe a antivicio de Hollywood.

– No, no te preocupes. Hablemos por la mañana después de que tengamos el diario.

– Sí, no sé dónde podré conseguir el Daily News en el South End. A lo mejor tendré que llamarte para que me lo leas.

El Daily News gozaba de una gran circulación en el valle de San Fernando, pero en ocasiones resultaba difícil encontrarlo en otras partes de la ciudad. Rider vivía cerca de Inglewood, en el mismo barrio en el que había crecido.

– Perfecto. Llámame y te lo leeré. Hay una caja de diarios al pie de la colina de mi casa.

Rider abrió uno de los cajones y sacó el bolso. Miró a Bosch y volvió a mover la ceja.

– ¿Estás seguro de hacer esto, de marcarte así?

Se estaba refiriendo al plan de su compañero para que Mackey viera el diario al día siguiente. Bosch asintió.

– He de poder convencerlo -dijo-. Además, puedo llevar manga larga un tiempo. Aún no es verano.

– Pero ¿y si no es necesario? ¿Y si ve el artículo en el periódico y entonces coge el teléfono y empieza a contar todas sus penas?

– Algo me dice que eso no va a pasar. De todos modos, no es permanente. Vicki Landreth me dijo que duraba dos semanas a lo sumo, dependiendo de con qué frecuencia uno se duche. No es, como esos tatuajes de alheña que se hacen los chicos en el muelle de Santa Mónica. Esos duran más.

– De acuerdo, Harry. Te llamo por la mañana, pues.

– Hasta luego, Kiz. Buenas noches.

Rider se dirigió hacia la salida.

– Eh, Kiz -la llamó Bosch.

– ¿Qué? -dijo ella, deteniéndose para mirar a Bosch.

– ¿Qué te parece? ¿Estás contenta de haber vuelto?

Ella sabía de qué estaba hablando. De volver a Homicidios.

– Sí, Harry, estoy contenta. Y estaré delirando en cuanto detengamos a este jinete pálido y resolvamos el misterio.

– Sí -dijo Bosch.

Después de que ella se fuera, Bosch pensó unos segundos en qué quería decir ella llamando a Mackey jinete pálido. Pensó que tal vez se trataba de alguna referencia bíblica, pero no podía ubicarla. Quizás en la zona sur llamaban así a los racistas. Decidió que se lo preguntaría al día siguiente. Empezó a examinar otra vez el informe de la condicional, pero enseguida se rindió. Sabía que era el momento de concentrarse en el aquí y ahora. No en el pasado. No en las elecciones tomadas y en los caminos que no se habían seguido. Se levantó y se puso el expediente del caso bajo el brazo. Si la vigilancia iba para largo al día siguiente quizá tendría ocasión de leerlo a fondo. Metió la cabeza en el despacho de Pratt para decir adiós.

– Buena suerte, Harry -dijo Pratt-. Ciérralo.

– Vamos a hacerlo.

26

Bosch estacionó en el aparcamiento trasero y entró en la comisaría de Hollywood por las puertas de atrás. Hacía mucho tiempo que no estaba allí y la notó diferente. La renovación a consecuencia del terremoto a la que se había referido Edgar aparentemente había afectado a todos los espacios del edificio. Encontró la oficina de guardia en el lugar donde antes había un calabozo. Había una sala para que los agentes de patrulla escribieran sus informes, mientras que antes tenían que robar espacio en la brigada de detectives.

Antes de subir a la unidad de antivicio tenía que pasar por la sala de detectives para ver si podía sacar un expediente. Recorrió el pasillo de atrás, cruzándose con un sargento de patrulla llamado McDonald cuyo nombre no podía recordar.

– Eh, Harry, ¿has vuelto? Cuánto tiempo sin verte, tío.

– He vuelto, Seis.

– Bien hecho.

Seis era la designación de la División de Hollywood en las comunicaciones por radio. Llamar al sargento de patrulla Seis era como llamar a un detective de Homicidios Roy. Funcionó y salvó a Bosch del bochorno por su espantosa pérdida de memoria. Cuando llegó al final del pasillo recordó que el nombre del sargento era Bob.

La unidad de Homicidios estaba en la parte de atrás del enorme espacio asignado a los detectives. Edgar tenía razón. No se parecía a ninguna oficina de detectives que Bosch hubiera visto antes. Era gris y aséptica. Recordaba a un almacén donde los comerciales podían hacer llamadas telefónicas a ciegas a empresas y ancianas para colocarles estilográficas a precios exorbitados o venderles apartamentos de multipropiedad. Reconoció la parte superior de la cabeza de Edgar, que asomaba justo por encima de una de las mamparas de separación. Parecía que era el único que quedaba en toda la oficina. Era tarde, pero no tanto.

Se acercó y miró por encima de la mampara a Edgar. Tenía la cabeza baja y estaba concentrado en el crucigrama del Times. Siempre había sido un ritual para Edgar. Hacía el crucigrama todos los días, se lo llevaba al lavabo y a comer, y también en las vigilancias. No le gustaba volver a casa sin terminarlo.

Edgar no había advertido la presencia de Bosch, que retrocedió en silencio y se agachó en el cubículo contiguo. Cuidadosamente, levantó la papelera de acero que estaba al pie del escritorio y salió reptando del cubículo para situarse justo detrás de Edgar. Se levantó y dejó caer la papelera en el suelo de linóleo nuevo, desde más de un metro de altura. El sonido, fuerte y seco, resonó como un disparo. Edgar saltó de su silla, y el lápiz con el que estaba haciendo el crucigrama voló hacia el techo. Estaba a punto de gritar algo cuando vio que era Bosch.

– Maldita sea, Bosch.

– ¿Cómo va, Jerry? -dijo Bosch, de manera casi ininteligible por las risas.

– Maldita sea, Bosch.

– Sí, ya lo has dicho. Diría que las cosas están calmadas en Hollywood.

– ¿Qué coño estás haciendo aquí? O sea, además de asustarme.

– Estoy trabajando, tío. Tengo una cita con la artista de antivicio. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy terminando. Estaba a punto de salir.

Bosch se inclinó hacia delante y vio que la rejilla del crucigrama estaba casi llena de palabras. Había varias marcas de goma de borrar. Edgar nunca hacía los crucigramas en tinta. Bosch se fijó en que el viejo diccionario rojo de Edgar no estaba en el estante, sino sobre la mesa.

– ¿Otra vez haciendo trampas, Jerry? Se supone que no has de usar el diccionario.

Edgar volvió a sentarse en su silla. Perecía exasperado, primero por el susto y luego por las preguntas.

– Chorradas. Puedo hacer lo que quiera. No hay reglas, Harry. ¿Por qué no subes por la escalera y me dejas en paz? Anda y que te ponga un poco de perfilador y a la calle.

– Sí, te gustaría. Serías mi primer cliente.

– Vale, vale. ¿Necesitas algo o sólo te has pasado para tocarme los huevos?

Edgar sonrió finalmente, y Bosch comprendió que ya todo estaba bien entre ellos.

– Un poco de cada cosa -dijo Bosch-. Necesito un viejo archivo. ¿Dónde los guardan en este palacio?

– ¿Cómo de viejo? Empezaron a enviar el material al centro para que lo microfilmaran.

– Debió de ser en el dos mil. ¿Te acu2rdas de Michael Allen Smith?

Edgar asintió.

– Por supuesto que sí. Alguien como yo no va a olvidarse de Smith. ¿Qué quieres de él?

– Sólo quería su foto. ¿Ese archivo sigue aquí?

– Sí, todo lo reciente sigue aquí. Acompáñame.

Condujo a Bosch hasta una puerta cerrada. Idgar tenía una llave y enseguida estuvieron en una pequeña sala llena de estanterías repletas de carpetas azules. Edgar localizó el expediente del asesinato de Michael Allen Smith y lo sacó de un estante. Lo dejó en las manos de Bosch. Era pesado. Había sido un caso complicado.

Bosch se llevó el expediente al cubículo contiguo al de Edgar y empezó a pasar páginas hasta que llegó a una sección de fotografías que mostraban el torso de Smith y diversos primeros planos de sus tatuajes. Éstos habían servido para identificarlo y acusarlo de los asesinatos de tres prostitutas cinco años antes. Bosch, Edgar y Rider habían investigado el caso. Smith era un declarado defensor de la supremacía blanca que secretamente contrataba los servicios de travestis que recogía en el bulevar de Santa Mónica. Después, sintiéndose, culpable por haber cruzado las fronteras racial y sexual, los mataba. De algún modo le hacía sentir mejor acerca de sus transgresiones. La clave de la resolución del caso llegó cuando Rider encontró a una prostituta que había visto que una de las víctimas se metía con un cliente en una furgoneta. Fue capaz de describir un tatuaje en una de las manos del cliente. Eso finalmente los condujo a Smith, que había recopilado diversos tatuajes en varias prisiones del país. Fue juzgado, declarado culpable y enviado al corredor de la muerte, donde todavía se resistía a la inyección letal con una batería de recursos de apelación.

Bosch cogió las fotos que mostraban los tatuajes del cuello, manos y bíceps de Smith, todos los cuales estaban hechos con tinta de prisión.

– Las necesitaré allí arriba. Si te vas y has de cerrar el archivo puedo dejártelas en tu escritorio.

Edgar asintió.

– Vale. ¿En qué te has metido, tío? ¿Vas a ponerte esta mierda en la piel?

– Exacto, quiero ser como Mike.

Edgar entornó los ojos.

– ¿Está relacionado con ese material de los Ochos de Chatsworth del que hablamos ayer?

Bosch sonrió.

– ¿Sabes, Jerry? Tendrías que ser detective. Eres muy bueno.

Edgar asintió con la cabeza, resignado a soportar otro ataque sarcástico.

– ¿También te vas a rapar? -preguntó.

– No, no pensaba llegar tan lejos -dijo Bosch-. Creo que voy a ser una especie de skinhead reformado.

– Entiendo.

– Oye, ¿estás ocupado esta noche? No creo que tarde mucho. Si quieres esperar y acabar el crucigrama, podríamos ir a comer un bistec en Musso’s.

Sólo decirlo hizo que a Bosch le apeteciera el bistec. Y un martini de vodka.

– No, Harry, he de ir al otro lado de la colina, al Sportsmen's Lodge, por el asunto del retiro de Sheree Riley. Por eso estaba perdiendo el tiempo aquí. Estaba esperando que haya menos tráfico.

Sheree Riley era una investigadora de delitos sexuales. Bosch había trabajado con ella en alguna ocasión, pero nunca habían tenido una relación próxima. Cuando el sexo y el crimen se entrelazaban, los casos normalmente eran tan brutales y difíciles que no había sitio para nada que no fuera el trabajo. Bosch no sabía que se retiraba.

– Quizá podamos comernos ese bistec otro día -dijo Edgar-. ¿Vale?

– Claro, Jerry. Que vaya bien allí arriba y salúdala y deséale buena suerte de mi parte. Y gracias por las fotos. Las dejaré en tu escritorio.

Bosch retrocedió hacia el pasillo, pero oyó que Edgar maldecía. Se volvió y vio a su antiguo compañero de pie y mirando en su cubículo con los brazos extendidos.

– ¿Dónde ha ido a parar mi maldito lápiz?

Bosch examinó el suelo y no lo vio. Finalmente, levantó la mirada y vio el lápiz encajado en las placas de absorción de sonido del techo, encima de la cabeza de Edgar.

– Jerry, a veces lo que sube no baja.

Edgar miró al techo y vio su lápiz. Tuvo que saltar dos veces para recuperarlo. La puerta de la unidad de antivicio de la segunda planta estaba cerrada, pero eso no era raro. Bosch llamó y enseguida le contestó un agente al que Bosch no reconoció.

– ¿Está Vicki? Me está esperando.

– Entonces pase.

El agente se apartó para dejar paso a Bosch. Vio que la sala no había cambiado tan drásticamente con la remodelación. Era una sala grande, con mesas de trabajo en ambos lados. Encima del espacio de cada agente de antivicio colgaba el póster enmarcado de una película. En la División de Hollywood sólo se permitía colgar en las paredes los carteles de películas filmadas en la división. Encontró a Vicki Landreth en un puesto de trabajo, debajo de un cartel de Blue Neon Night, una película que Bosch no había visto. Ella y el otro agente eran los únicos en el despacho. Bosch adivinó que todos los demás estaban en la calle para el turno de noche.

– Eh, Bosch -dijo Landreth.

– Hola, Vic. ¿Todavía tienes tiempo para esto?

– Para ti, cielo, siempre tengo tiempo.

Landreth era una antigua maquilladora de Hollywood. Un día veinte años antes uno de los agentes fuera de servicio que trabajaban en la seguridad del plató la convenció de acompañarlo en el coche patrulla. El tipo sólo trataba de ligar, esperando que tal vez la experiencia resultara excitante para ella y eso llevara a algo más. A lo que llevó fue al ingreso de Londreth en la academia de policía. La maquilladora se convirtió en agente de reserva, trabajando dos turnos al mes en la patrulla y presentándose donde se la necesitaba. Después, alguien de antivicio descubrió su trabajo durante el día y le pidió que trabajara los dos turnos en antivicio, donde podían utilizarla para, hacer que los agentes encubiertos se parecieran más a prostitutas, macarras, drogadictos o gente de la calle. Vicki no tardó en encontrar que el trabajo policial era más interesante que el de las películas. Abandonó la industria y se convirtió en policía a tiempo completo. Sus habilidades con el maquillaje eran muy valoradas y su nicho en la División de Hollywood estaba asegurado.

Bosch le mostró fotos de los tatuajes de Michael Allen Smith y ella los estudió durante unos segundos.

– Simpático, ¿no? -dijo ella finalmente.

– De los que más.

– ¿Y quieres que haga todo esto esta noche?

– No, estaba pensando en los relámpagos del cuello y quizás en el bíceps, si puedes hacerlo.

– Es todo carcelario. No hay mucho arte. Un color. Puedo hacerlo. Siéntate y quítate la camisa.

Ella lo condujo a un box de maquillaje donde él se sentó en un taburete junto a un estante lleno de diversas pinturas corporales y polvos. En un estante superior había cabezas de maniquí con pelucas y barbas. Debajo de éstos alguien había escrito los nombres de diversos supervisores de la división.

Bosch se quitó la camisa y la corbata. Llevaba una camiseta debajo.

– Quiero que se vean, pero no quiero que resulte demasiado obvio -dijo-. Pensaba que podría funcionar si llevo una camiseta como ésta y puede verse parte de los tatuajes asomando. Lo suficiente para saber lo que son y lo que significan.

– No hay problema. No te muevas.

Usó una tiza para marcar en la piel el lugar al que llegaban las mangas y el cuello de la camiseta.

– Éstas serán las líneas de visibilidad -explicó ella-. Sólo dime cuánto quieres que sobresalga.

– Entendido.

– Ahora, quítatelo todo, Harry.

Ella lo dijo con indisimulada sensualidad. Bosch se quitó la camiseta por encima de la cabeza y la dejó en una silla, junto con la camisa y la corbata. Se volvió de nuevo hacia Landreth y ésta estaba estudiando su pecho y hombros. La maquilladora se inclinó y le tocó la cicatriz en el hombro izquierdo.

– Esta es nueva -dijo.

– Es vieja.

– Bueno, hace mucho que no te veía desnudo, Harry.

– Sí, supongo que sí.

– Cuando eras un chico de azul y podías convencerme de cualquier cosa, incluso de ingresar en la policía.

– Te convencí para que entraras en mi coche, no en el departamento. Eso fue culpa tuya.

Bosch se sintió avergonzado y sintió que se ruborizaba. Su relación de veinte años atrás se había desvanecido sin ningún otro motivo salvo que ninguno de los dos quería un compromiso con nadie. Siguieron caminos separados, pero siempre continuaron siendo amigos con derecho a roce, especialmente cuando Bosch fue trasladado a la brigada de homicidios de la División de Hollywood, y trabajaban en el mismo edificio.

– Mira, te estás ruborizando -dijo Landreth-. Después de tantos años.

– Bueno, sabes…

No dijo nada más. Landreth giró su taburete para colocarse más cerca de Bosch. Se estiró y pasó el pulgar sobre el tatuaje de la rata de los túneles que tenía en la parte superior de su hombro derecho.

– Éste lo recuerdo -dijo ella-. No se aguanta muy bien.

Landreth tenía razón. Las líneas del tatuaje que Bosch se había hecho en Vietnam se habían difuminado y los colores también. El personaje de una rata con un arma emergiendo de un túnel no resultaba reconocible. Parecía un moratón doloroso.

– Yo tampoco me aguanto muy bien, Vicki -dijo Bosch.

Ella no hizo caso de la queja y se puso a trabajar. Primero usó un perfilador de ojos para esbozar los tatuajes en el cuerpo de Harry. Michael Allen Smith tenía lo que había llamado galones de la Gestapo tatuados en el cuello. A ambos lados estaban los relámpagos gemelos de la insignia de las SS, como los que llevaban en el cuello las camisas de los uniformes del cuerpo de elite de Hitler. Landreth los grabó en la piel de Bosch con facilidad y rapidez. Le hacía cosquillas y a Bosch le costó lo suyo mantenerse quieto. Entonces llegó el momento de la parte del bíceps.

– ¿En qué brazo? -preguntó ella.

– Creo que en el izquierdo.

Bosch estaba pensando en el engaño a Mackey. Consideró que había más probabilidades de que terminara sentado a la derecha de Mackey, lo cual significaba que su brazo izquierdo estaría en la línea de visión de éste.

Landreth le pidió que sostuviera la foto del brazo tatuado de Smith al lado del suyo para poder copiarlo. En el bíceps de Smith estaba tatuada una calavera con una esvástica. A pesar de que Smith nunca había admitido los crímenes de los que se le acusó, siempre había sido muy franco acerca de sus ideas racistas y el origen de sus numerosos tatuajes. La calavera del bíceps, dijo, había sido copiada de un cartel de propaganda de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Landreth pasó del cuello al brazo, Bosch pudo respirar con más facilidad y Landreth pudo trabar conversación con él.

– Bueno, ¿qué novedades me cuentas? -preguntó ella.

– Poca cosa.

– ¿El retiro era aburrido?

– Podrías decir eso.

– ¿Qué has hecho este tiempo, Harry?

– Trabajé en un par de casos viejos, pero sobre todo pasé el tiempo en Las Vegas, tratando de conocer a mi hija.

Ella se apartó de su trabajo y miró a Harry con expresión de sorpresa.

– Sí, a mí también me sorprendió cuando lo descubrí -dijo él.

– ¿Qué edad tiene?


– Casi seis.

– ¿Vas a poder seguir viéndola ahora que estás trabajando?

– No importa, no está aquí.

– Vaya, ¿dónde está?

– Su madre se la ha llevado un año a Hong Kong.

– ¿Hong Kong? ¿Qué hay en Hong Kong?

– Un trabajo. Firmó un contrato de un año.

– ¿No lo consultó contigo?

– No sé si «consultar» es el término correcto. Me dijo que se iba. Yo hablé con un abogado y no podía hacer gran cosa al respecto.

– No es justo, Harry.

– Estoy bien. Hablo con ella una vez a la semana. En cuanto consiga unas vacaciones iré a verla.

– No hablo de que no sea justo para ti. No es justo para ella. Una niña debería estar con su padre.

Bosch asintió con la cabeza, porque era lo único que podía hacer. Al cabo de unos minutos, Landreth terminó su esbozo, abrió una caja y sacó un frasco de tinta de Hollywood junto con un aplicador en forma de boli.

– Es azul Bic -dijo ella-. Es lo que más se usa en las cárceles. No perforaré la piel, así que debería desaparecer en un par de semanas.

– ¿Debería?

– La mayoría de las veces. Pero trabajé con un actor al que le puse un as de picas en el brazo. Y lo curioso es que no se le fue. No del todo. Así que terminó haciéndose un tatuaje de verdad encima del mío. No le hizo mucha gracia.

– Igual que a mí no me va a hacer gracia tener unos relámpagos en el cuello el resto de mi vida. Antes de que empieces a ponerme eso, Vicki, ¿hay…? -Se detuvo cuando se dio cuenta de que Landreth se estaba riendo de él.

– Era broma, Bosch. Es la magia de Hollywood. Se va con frotarlo un par de veces, ¿vale?

– De acuerdo, pues.

– Entonces quédate quieto y terminemos con esto.

Ella se puso a trabajar con el boli para aplicar la tinta azul oscura a la piel de Bosch. Secaba periódicamente la piel con un trapo y repetidamente le pidió que dejara de respirar, algo que él le dijo que no podía hacer. Landreth terminó en menos de media hora. Le dio un espejo de mano y él se examinó el cuello. Le parecía auténtico. También le resultaba extraño ver semejantes símbolos de odio en su propio cuello.

– ¿Puedo ponerme la camisa ya?

– Dame unos minutos más.

Ella le tocó otra vez la cicatriz en el hombro.

– ¿Es de cuando te dispararon en el túnel del centro?

– Sí.


– Pobre Harry.

– Más bien, afortunado Harry.

Landreth empezó a recoger el material mientras él se quedaba sentado sin camisa y sintiéndose incómodo por eso.

– Bueno, ¿cuál es tu misión esta noche? -preguntó Bosch, sólo por decir algo.

– ¿Para mí? Nada. Ya me voy.

– ¿Has terminado?

– Sí, hoy hemos trabajado en turno de día. Unas chicas trabajadoras habían invadido el hotel del Kodak Center. No lo podemos tolerar en el nuevo Hollywood, ¿verdad? Así que detuvimos a cuatro.

– Lo siento, Vicki. No sabía que te estaba reteniendo. Habría venido antes. Joder, estaba abajo charlando con Edgar antes de subir. Deberías haberme dicho que me estabas esperando.

– No pasa nada. Me he alegrado de verte. Y quería decirte que me alegro de que hayas vuelto al trabajo.

Bosch de repente pensó en algo.

– Eh, ¿quieres ir a cenar a Musso’s o vas al Sportsmen’s Lodge?

– Olvídate del Sportsmen’s Lodge. Esas cosas me recuerdan demasiado a las fiestas de despedida. Tampoco me gustan.

– Entonces ¿qué me dices?

– No sé si quiero que me vean en ese sitio con un cerdo racista tan obvio.

Esta vez Bosch sabía que estaba de broma. Sonrió y ella también sonrió, y le dijo que lo de la cena estaba hecho.

– Iré con una condición -agregó ella.

– ¿Cuál?

– Que te vuelvas a poner la camisa.

27

Bosch se despertó a las cinco y media a la mañana siguiente sin necesidad de despertador. No era algo excepcional para él. Sabía que eso era lo que ocurría cuando te metías en el túnel de un caso. Las horas de vigilia dominaban a las de sueño. Hacías todo lo que podías para mantenerte en esa tabla y en el túnel. Aunque no tenía que empezar a trabajar hasta al cabo de más de doce horas, sabía que ése sería el día clave del caso. No podía dormir más.

Se vistió en la oscuridad, y en un entorno desconocido, y fue a la cocina, donde encontró una libretita para anotar los artículos que faltaban en la cocina. Escribió una nota y la dejó delante de la cafetera automática, la misma que Vicki había programado la noche anterior para que se pusiera en marcha a las siete de la mañana. La nota decía poco más que gracias por la velada y adiós. No había promesas de hasta luego. Bosch sabía que ella no las esperaba. Ambos sabían que poco había cambiado en sus veinte años de relaciones. Se gustaban el uno al otro, pero eso no bastaba para construir una vida en común.

Las calles entre la casa de Vicki Landreth en Los Feliz y el paso de Cahuenga estaban grises y cubiertas de niebla. La gente conducía con las luces encendidas, ya fuera porque llevaban la noche conduciendo o porque pensaban que podía ayudar a que el mundo se despertara. Bosch sabía que el amanecer no superaba al anochecer. El alba siempre se levantaba enfadada, como si el sol estuviera torpe y apresurado. El anochecer era más suave, la luna más colmada de gracia. Quizás era porque la luna era más paciente. En la vida y en la naturaleza, pensó Bosch, la oscuridad siempre espera.

Trató de apartar las ideas de la noche de su cabeza para poder concentrarse en el caso. Sabía que los otros estarían en ese momento ocupando sus posiciones en Mariano Street en las colinas de Woodland y en la sala de escucha de ListenTech, en la City of Industry. Mientras Roland Mackey dormía, las fuerzas de la justicia se iban cerrando como una tenaza en torno a él. Así lo veía Bosch. Eso era lo que le ponía las pilas. Todavía creía que era poco probable que Mackey fuera el autor del disparo que había acabado con Rebecca Verloren, pero no le cabía duda de que había proporcionado el arma homicida y que ese día les conduciría al asesino, tanto si se trataba de William Burkhart como si había sido otra persona.

Bosch aparcó en el estacionamiento que había delante de Poquito Más, al pie de la colina en la que se alzaba su casa. Dejó el Mercedes en marcha y salió a la fila de máquinas expendedoras. Vio el rostro de Rebecca Verloren mirándole a través de la ventanilla de plástico manchada de la caja. Sintió que el corazón le daba un vuelco. No importaba lo que dijera el artículo, sabía que estaban en marcha.

Echó las monedas en la ranura y sacó el periódico. Repitió el proceso para coger un segundo diario. Uno para los archivos, y otro para Mackey. No se molestó en leer el artículo hasta que hubo regresado a su casa. Se sirvió un café y abrió el diario, de pie en la cocina. La foto de la ventana era una imagen de Muriel Verloren sentada en la cama de su hija. La habitación estaba ordenada y la cama perfectamente hecha, incluido el volante que rozaba el suelo. Había una fotografía insertada de Rebecca Verloren en la esquina superior. Resultó que en los archivos del Daily News conservaban la misma foto que en el anuario. El titular de encima de la imagen rezaba: «La larga vigilia de una madre.»

En el crédito de la fotografía del dormitorio se leía Emerson Ward; al parecer la fotógrafa usó su nombre oficial. Debajo había un pie de foto en el que se leía: «Muriel Verloren sentada en el dormitorio de su hija. La habitación, como la pena de la señora Verloren, ha permanecido intacta a lo largo de los años.»

Debajo de la foto y encima del cuerpo del artículo estaba lo que una vez un periodista le había dicho a Bosch que era una entradilla, una descripción más completa de la historia. Decía: «Acechada: Muriel Verloren ha esperado 17 años para saber quién le quitó la vida a su hija. En un esfuerzo renovado, la policía de Los Ángeles podría estár cerca de descubrirlo.»

Bosch pensó que la entradilla era perfecta. Si Mackey la veía, y en el momento en que la viera, sentiría el dedo gélido del miedo en el pecho. Bosch leyó el artículo con ansiedad.


Por McKenzie Ward, de la redacción


En el verano de hace diecisiete años, una joven y hermosa chica de escuela superior llamada Rebecca Verloren fue raptada de su domicilio en Chatsworth y brutalmente asesinada en Oat Mountain. El caso nunca se resolvió, dejando a una familia rota, a agentes de policía angustiados y a una comunidad sin sentido de justicia por el crimen.

Sin embargo, en lo que constituye una dosis de esperanza para la madre de la víctima, el Departamento de Policía de Los Ángeles ha puesto en marcha una nueva investigación del caso que podría dar resultados y un cierre para Muriel Verloren. En esta ocasión, los detectives tienen algo nuevo que no tenían en 1988: el ADN del asesino.

La unidad de Casos Abiertos del departamento de policía inició una nueva vía de investigación en el caso Verloren después de que uno de los detectives originales -ahora inspector de la comandancia del valle- instara hace dos años a que se reabriera cuando se formó la brigada para investigar casos aparcados.

«En cuanto me enteré de que íbamos a empezar a investigar casos archivados los llamé por teléfono -dijo ayer el inspector Arturo García desde su oficina en el centro de mando del valle-. Éste es el caso que siempre me atormentó. Esa bonita chica arrebatada de su casa así. Ningún asesinato es aceptable en nuestra sociedad, pero éste me dolió más. Me ha acechado todos estos años.»

Lo mismo le ocurrió a Muriel Verloren. La madre de Rebecca ha seguido viviendo en la casa de Red Mesa Way en la cual fue raptada su hija de 16 años. El dormitorio de Rebecca permanece inalterado desde la noche en que fue sacada por una puerta de atrás, y nunca regresó.

«No quiero cambiar nada -dijo ayer la madre llorosa mientras alisaba la colcha de la cama de su hija-. Es mi forma de permanecer cerca de ella. Nunca cambiaré esta habitación y nunca dejaré esta casa.»

El detective Harry Bosch, que está asignado a la nueva investigación, le dijo al News que ahora hay varias pistas prometedoras en el caso. La mayor ayuda en la investigación han sido los avances tecnológicos que se han realizado desde 1988. En el interior de la pistola homicida se halló sangre que no pertenecía a Rebecca Verloren. Bosch explicó que el percutor de la pistola «mordió» en la mano a la persona que la disparó, llevándose una muestra de sangre y tejido. En 1988 podía ser analizado, tipificado y preservado. Ahora puede ser relacionado directamente con un sospechoso. El desafío es encontrar a ese sospechoso.


«El caso fue investigado a conciencia previamente -dijo Bosch-. Se interrogó a cientos de personas y se siguieron centenares de pistas. Estamos volviéndolas a analizar todas, pero nuestra esperanza real está en el ADN. Confío en que será el elemento que resolverá el caso.»

El detective explicó que, aunque la víctima no fue agredida sexualmente, había elementos de un crimen de naturaleza psicosexual. Hace diez años, el Departamento de Justicia de California puso en marcha una base de datos que contenía muestras de ADN de todas las personas condenadas por un delito de naturaleza sexual. El ADN del caso Verloren está siendo comparado con esas muestras. Bosch cree que es probable que la muerte de Rebecca Verloren no fuera un crimen aislado.

«Creo que es improbable que este asesino sólo cometiera este único crimen y después llevara una existencia de cumplimiento de la ley. La naturaleza de este crimen nos indica que esta persona probablemente cometiera otros. Si alguna vez lo detuvieron y pusieron su ADN en una base de datos, sólo es cuestión de tiempo que lo identifiquemos.»

Rebecca fue raptada de su casa en plena noche del 5 de julio de 1988. Durante tres días, la policía y los miembros de la comunidad la buscaron. Una mujer que paseaba a caballo en Oat Mountain encontró el cadáver oculto junto a un árbol caído. A pesar de que la investigación reveló muchas cosas, entre ellas que Rebecca había abortado unas seis semanas antes de su muerte, la policía no fue capaz de determinar quién había sido su asesino y cómo entró en la casa.

En los años transcurridos, el crimen ha tenido eco en muchas vidas. Los padres de la víctima se han separado, y Muriel Verloren no sabe dónde se encuentra su marido, Robert Verloren, que poseía un restaurante en Malibú. Ella atribuye directamente la desintegración de su matrimonio a la tensión y la pena que les produjo el asesinato de su hija.

Uno de los investigadores originales del caso, Ronald Green, se retiró pronto del departamento y luego se suicidó. García declara que en su opinión la no resolución del caso Verloren influyó en la decisión de su antiguo compañero de terminar con su vida.

«A Ronnie los casos le afectaban mucho, y creo que éste nunca dejó de inquietarle», declara García.

Y en la Hillside Preparatory School, donde Rebecca Verloren era una estudiante muy popular, hay un recordatorio diario de su vida y su muerte. Una placa que erigieron sus compañeros de clase permanece fijada en la pared del vestíbulo principal de la selecta escuela.

«No queremos olvidar nunca a Rebecca», asegura el director, Gordon Stoddard, que era profesor cuando Verloren era alumna en la escuela.

Una de las amigas y compañeras de clase de Rebecca es ahora profesora en Hillside. Bailey Koster Sable pasó una tarde con Rebecca sólo dos días antes de que ésta fuera asesinada. La pérdida la ha perseguido, y dice que piensa constantemente en su amiga.

«Creo que es porque podría haberle ocurrido a cualquiera -explicó Sable después de las clases de ayer-. Así que eso me lleva a hacerme siempre la misma pregunta: ¿por qué ella?»

Ésa es la pregunta que la policía de Los Ángeles espera poder responder pronto.


Bosch miró la foto de la página interior a la que saltaba la historia. Mostraba a Bailey Sable y Gordon Stoddard de pie a ambos lados de la placa instalada en la pared del vestíbulo de Hillside Prep. La autora de la foto era asimismo Emerson Ward. El pie de foto decía: «Amiga y profesor; Bailey Sable asistía a la escuela con Rebecca Verloren y Gordon Stoddard les enseñaba ciencias. Ahora director de la escuela, Stoddard dice: “Becky era una buena chica. Esto nunca tendría que haber ocurrido.”»

Bosch se sirvió café en una taza y volvió a leer el artículo mientras se lo tomaba. Después cogió con nerviosismo el teléfono de la encimera y llamó a casa de Kizmin Rider. Ella respondió con voz nebulosa.

– Kiz, el artículo es perfecto. Ha puesto todo lo que queríamos.

– ¿Harry? ¿Qué hora es, Harry?

– Casi las siete. Estamos en marcha.

– Harry, hemos de trabajar toda la noche. ¿Qué estás haciendo despierto? ¿Qué estás haciendo llamándome a las siete de la mañana?

Bosch se dio cuenta de su error.

– Lo siento. Estoy demasiado excitado.

– Llámame dentro de dos horas.

Rider colgó. No había usado un tono de voz agradable. Impertérrito, Bosch sacó una hoja de papel doblada del bolsillo de su chaqueta. Era la hoja con los números que Pratt había distribuido durante la reunión de equipo. Llamó al móvil de Tim Marcia.

– Soy Bosch -dijo-. ¿Estáis en posición?

– Sí, estamos aquí.

– ¿Algún movimiento?

– No, tranquilo como un cementerio. Suponemos que este tipo trabajó hasta la medianoche, así que dormirá hasta tarde.

– ¿Su coche está ahí? ¿El Camaro?

– Sí, Harry, aquí está.

– Bueno. ¿Habéis leído el artículo en el periódico?

– Todavía no. Pero tenemos a dos equipos en esta casa sentados por Mackey y Burkhart. Vamos a hacer una pausa para tomar café y comprar el diario.

– Es bueno. Va a funcionar.

– Esperemos.


Después de colgar, Bosch comprendió que hasta que Mackey o Burkhart salieran de la casa en Mariano habría doble vigilancia sobre el sitio. Era una pérdida de tiempo y dinero, pero no veía forma de sortear la cuestión. No había forma de determinar cuándo uno de los sujetos vigilados podía salir de la casa. Sabían muy poco de Burkhart, ni siquiera sabían si tenía trabajo.

Después llamó a Renner a la sala de sonido de ListenTech. Era el detective de más edad de la brigada y había usado su veteranía para conseguir para él y su compañero el turno de día en la sala de sonido.

– ¿Todavía nada? -le preguntó Bosch.

– Todavía no, pero serás el primero en saberlo.

Bosch le dio las gracias y colgó. Miró el reloj. Ni siquiera eran las siete y media, y sabía iba a ser un día largo esperando a que empezara su turno de vigilancia. Llenó otra vez su taza de café y miró de nuevo el periódico. La foto del dormitorio de la joven muerta le inquietaba de un modo que no podía precisar. Había algo ahí, pero no sabía qué. Cerró los ojos para contar hasta cinco y volvió a abrirlos, con la esperanza de que el truco funcionara, pero la foto no reveló su secreto. Empezaba a crecer en él una sensación de frustración justo cuando sonó el teléfono.

Era Rider.

– Te felicito, ahora no puedo volver a dormirme. Será mejor que estés bien alerta esta noche, Harry, porque yo no lo estaré.

– Lo siento, Kiz. Estaré alerta.

– Léeme el artículo.

Bosch lo hizo, y cuando hubo terminado ella parecía haber captado parte de su excitación. Ambos sabían que la historia serviría a la perfección para suscitar una respuesta de Mackey. La clave sería asegurarse de que lo veía y lo leía, y pensaban que eso lo tenían resuelto.

– De acuerdo, Harry, me voy a poner en marcha. Tengo cosas que hacer hoy.

– Muy bien, Kiz, te veo allí arriba. ¿Qué te parece si nos reunimos en Tampa, una manzana al sur de la estación de servicio?

– Allí estaré a no ser que ocurra algo antes.

– Sí, yo también.

Después de colgar, Bosch fue a su dormitorio y se vistió con ropa cómoda para pasar una noche de vigilancia y útil para la representación que quería hacer con Mackey. Eligió una camiseta blanca que había sido lavada demasiadas veces y se había encogido de manera que las mangas quedaban apretadas y cortas en los bíceps. Antes de ponerse encima una camisa, verificó su imagen en el espejo. La mitad de la calavera quedaba expuesta y los relámpagos de las SS apuntaban por encima del algodón del cuello.

Los tatuajes parecían más auténticos que la noche anterior. Se había dado una ducha en casa de Vicki Landreth, y ella le había dicho que el agua difuminaría ligeramente la tinta en su piel, como ocurría con la mayoría de los tatuajes hechos en la prisión. Le advirtió que la tinta empezaría a borrarse al cabo de dos o tres duchas y que, si lo necesitaba, ella podía mantener el aspecto con posteriores aplicaciones.

Bosch le explicó que no pensaba utilizar los tatuajes más de un día. Tanto si funcionaban como si no, lo sabría enseguida.

Bosch se puso una camisa de manga larga encima de la camiseta. Se miró en el espejo y pensó que distinguía los detalles del tatuaje de la calavera a través del algodón. Se trasparentaba la gruesa esvástica negra que asomaba del cráneo.

Listo para salir horas antes de que fuera necesario, Bosch paseó con nerviosismo por la sala de estar unos momentos, preguntándose qué hacer. Decidió llamar a su hija, con la esperanza de que su voz dulce y su alegría le dieran una inyección de fuerza adicional para el día.

Leyó el número del hotel Intercontinental de Kowloon de un Post-it que tenía en la nevera y lo marcó en su teléfono. Eran casi las ocho de la tarde allí. Su hija debería estar despierta. Sin embargo, cuando pasaron la llamada a la habitación de Eleanor Wish, no hubo respuesta. Se preguntó si había calculado mal la diferencia horaria. Quizás estaba Ilamando demasiado temprano o demasiado tarde.

Después de seis tonos, se conectó un contestador que le dio a Bosch instrucciones en inglés y en cantonés para dejar un mensaje. Dejó un mensaje breve para Eleanor y su hija y colgó el teléfono.

Como no quería preocuparse por su hija ni empezar a elucubrar dónde podía estar, Bosch abrió el expediente del caso y comenzó a revisar su contenido una vez más, siempre en busca de detalles que pudiera haber pasado por alto. A pesar de todo lo que sabía del caso y de cómo éste había sido manipulado por los poderes fácticos, todavía creía en el expediente. Creía que las respuestas a los misterios siempre se encontraban en los detalles.

Terminó una primera lectura y estaba a punto de empezar con el archivo de la condicional de Mackey cuando pensó en algo y llamó a Muriel Verloren. Ella estaba en casa.

– ¿Ha visto el artículo en el diario? -le preguntó.

– Sí, me ha hecho sentir muy triste leerlo.

– ¿Por qué?

– Porque me lo hace muy real.

– Lo siento, pero va a ayudarnos. Se lo prometo. Me alegro de que lo hiciera. Gracias.

– Quiero hacer cualquier cosa que ayude.

– Gracias, Muriel. Escuche, quería decirle que localicé a su marido. Hablé con él ayer por la mañana.

Hubo un largo silencio antes de que Muriel hablara.

– ¿En serio? ¿Dónde está?

– En la calle Cinco. Lleva un comedor de beneficencia para los sin techo. Les sirve desayunos. Pense que quizá le gustaría saberlo.

De nuevo hubo silencio. Bosch supuso que ella querría hacerle preguntas y él estaba dispuesto a esperar.


– ¿Quiere decir que trabaja allí?

– Sí. Ahora está sobrio. Me dijo que desde hace tres años. Supongo que primero fue a buscar comida y de algún modo se ha abierto camino. Ahora dirige la cocina. Y la comida es buena. Comí ayer allí.

– Ya veo.

– Eh, tengo un número que me dio él. No es una línea directa. No tiene teléfono en su habitación. Pero es de la cocina y está allí todas las mañanas. Dice que la cosa se calma a partir de las nueve.

– De acuerdo.

– ¿Quiere el número, Muriel?

Esta pregunta fue seguida por el silencio más largo de todos. Finalmente, Bosch respondió su propia pregunta.

– Le diré el qué, Muriel. Yo tengo el número, y si algún día lo quiere sólo ha de llamarme. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, detective. Gracias.

– De nada. Ahora he de irme. Esperamos que hoy haya novedades en el caso.

– Llámeme, por favor.

– Será la primera llamada que haré.

Después de colgar, Bosch se dio cuenta de que hablar acerca de desayunos le había abierto el apetito. Era casi mediodía y no había comido nada desde el bistec de la noche anterior en Musso’s. Decidió que iría a la habitación a descansar un rato y después comería tarde antes de presentarse a la vigilancia. Iría a Dupar’s en Studio City. Estaba de camino a Northridge. Las crépes eran la comida perfecta para una vigilancia. Pediría una pila de crépes con mantequilla que se asentarían en su estómago como arcilla y lo mantendrían lleno toda la noche si era necesario.

En el dormitorio, se tendió boca arriba y cerró los ojos. Trató de pensar en el caso, pero su mente vagó al recuerdo etílico de cuando le pusieron el tatuaje en el brazo en un estudio sucio de Saigón. Al caer en el sopor del sueño, recordó al hombre con la aguja y su sonrisa y su olor corporal. Recordó que el hombre le dijo: «¿Está seguro? Recuerde que quedará marcado con esto para siempre.»

Bosch le había devuelto la sonrisa y había dicho: «Ya lo estoy.»

Entonces en su sueño el rostro sonriente del hombre se transformó en el de Vicki Landreth. Ella tenía una mancha de pintalabios rojo en la boca. Levantó una aguja de tatuar.

– Estás preparado, Michael -dijo ella.

– Yo no soy Michael -repuso él.

– Muy bien -dijo ella-. No importa quién seas. Todo el mundo se resiste a la aguja, pero nadie escapa de ella.

28

Kiz Rider ya estaba en el lugar de reunión cuando Bosch llegó allí. Este bajó de su coche y se llevó el expediente del caso y los otros documentos al vehículo de Rider, un Taurus sin identificar.

– ¿Tienes sitio en el maletero? -preguntó antes de entrar.

– Está vacío. ¿Por qué?

– Ábrelo. Olvidé dejar mi rueda de repuesto en casa.

Volvió a su coche, un Mercedes Benz ML 55, cogió la rueda de recambio de la parte de atrás y la trasladó al maletero de Rider. Luego, con un destornillador de la caja de herramientas, cambió las matrículas de su coche y puso las auténticas en el maletero. Entonces entró con ella y condujeron por Tampa hasta el centro comercial que había al otro lado de la estación de servicio en la que trabajaba Mackey. Marcia y Jackson, el equipo diurno, estaban esperando en su coche en el aparcamiento.

El espacio contiguo al de ellos estaba libre y Rider aparcó allí. Todos bajaron las ventanillas para poder hablar y pasarse las radios sin tener que salir de los coches. Bosch cogió las radios, aunque sabía que él y Rider no iban a usarlas.

– ¿Y bien? -preguntó Bosch.

– Bien, nada -dijo Jackson-. Parece que estamos taladrando en un pozo seco, Harry.

– ¿Nada de nada? -preguntó Rider.

– No hay absolutamente ninguna indicación de que haya visto el periódico o de que alguien al que conoce lo haya visto. Hemos hablado con la sala de sonido hace veinte minutos y este tipo no ha recibido ni una llamada telefónica. Ni siquiera ha tenido que salir con la grúa desde que entró.

Bosch asintió. Todavía no estaba preocupado. A veces las cosas requerían un empujoncito y él estaba preparado para darlo.

– Espero que tengas un plan, Harry -dijo Marcia en voz alta. Estaba en el asiento del conductor de su coche y Bosch estaba en el otro extremo, en el lado del pasajero del coche de Rider.

– ¿Queréis quedaros? -replicó Bosch-. No hace falta esperar si no ha habido ninguna acción. Estoy preparado.

Jackson asintió.

– No me importa -dijo-. ¿Vas a necesitar apoyo?

– Lo dudo. Sólo voy a plantar una semilla. Pero nunca se sabe. No vendrá mal.

– De acuerdo. Observaremos de todos modos. Por si acaso, ¿cuál será tu señal?

Bosch no había pensado en cómo enviar una señal si las cosas se torcían y tenía que pedir refuerzos.

– Supongo que haré sonar el claxon -dijo-. O ya oiréis los tiros.

Sonrió y los demás asintieron con la cabeza. Rider salió del lugar para aparcar y se dirigieron de nuevo a Tampa, al coche de Bosch.

– ¿Estás seguro de esto? -preguntó Rider al aparcar al lado del Mercedes.

– Estoy seguro.

Se había fijado por el camino en que ella había llevado consigo un archivo de acordeón. Estaba en el reposa brazos de entre los asientos.

– ¿Qué es eso?

– Como me has despertado temprano, he decidido trabajar. He rastreado a los otros cinco miembros de los Ochos de Chatsworth.

– Buen trabajo. ¿Alguno de ellos sigue aquí?

– Dos de ellos siguen aquí, pero parece que han superado sus llamadas indiscreciones de juventud. No hay historiales. Tienen trabajos bastante buenos.

– ¿Y los demás?

– El único que todavía parece que es un creyente en la causa es un tipo llamado Frank Simmons. Vino desde Oregon cuando iba al instituto. Un par de años después se unió a los Ochos. Ahora vive en Fresno, pero cumplió dos años en Obispo por vender ametralladoras.

– Podría servirme. ¿Cuándo estuvo allí?

– Espera un segundo.

Rider abrió el archivo y hurgó en él hasta que sacó una pequeña sub carpeta con el nombre de Frank Simmons. La abrió y le mostró a Bosch una foto de prisión de Simmons.

– Hace seis años -dijo ella-. Salió hace seis años.

Bosch examinó la foto, memorizando los detalles del aspecto de Simmons. Éste tenía el pelo corto y oscuro, y ojos oscuros. Tenía la piel muy pálida y su rostro mostraba cicatrices de acné, que trataba de cubrir con una perilla que también le daba un aspecto más duro.

– ¿El caso fue aquí? -preguntó.

– No, de hecho ocurrió en Fresno. Aparentemente se trasladó allí cuando aquí empezaron los problemas.

– ¿A quién le vendió las ametralladoras?

– Llamé al FBI y hablé con el agente. No quería cooperar conmigo hasta que me chequeara. Todavía estoy esperando que me devuelva la llamada.

– Genial.

– Tengo la sensación de que el señor Simmons sigue siendo de interés para el FBI y el agente no estaba muy dispuesto a compartirlo.

Bosch asintió.

– ¿Dónde vivía Simmons en el momento del caso Verloren?

– No lo sé. Era uno de los menores, probablemente vivía con sus padres. AutoTrack no tiene rastro de él más allá del noventa. Entonces estaba en Fresno.

– O sea, que a no ser que sus padres se mudaran después de este asunto, él probablemente estaba en el valle.

– Es posible.

– Muy bien, esto es bueno, Kiz. Podría usar parte de la información. Sígueme hasta el parque Balboa por Woodley. Creo que es un buen sitio. Hay un campo de golf con aparcamiento. Habrá muchos coches. Podéis aparcar allí y será un buen refugio. ¿Vale?


– Vale.

– Díselo a los demás.

Sacó la cartera que contenía la placa, sus esposas y su pistola de servicio y las dejó en el suelo del coche.

– Harry, ¿tienes una de repuesto?

– Te tengo a ti, ¿no?

– Lo digo en serio.

– Sí, Kiz, tengo una pistolita en el tobillo. No te preocupes.

Salió y se metió en su coche. De camino al parque repasó mentalmente la función. Se sentía preparado y nervioso.

Al cabo de diez minutos se detuvo en el arcén de la carretera del parque, paró el motor y salió. Fue a la parte delantera derecha del coche y dejó que saliera todo el aire de la rueda a través de la válvula. Como sabía que algunas grúas llevaban aire comprimido, abrió su navaja de bolsillo y cortó la base de la válvula del neumático. El neumático tendría que ser reparado, no hinchado.

Listo para ponerse en marcha, abrió el móvil y llamó a la estación de servicio en la que trabajaba Mackey. Dijo que necesitaba una grúa y le pusieron en espera. Pasó un minuto entero antes de que otra voz apareciera en la línea. Roland Mackey.

– ¿Qué necesita?

– Necesito una grúa. Tengo un pinchazo y la válvula parece jodida.

– ¿Qué clase de coche es?

– Un Mercedes SUV negro.

– ¿Y la de recambio?

– Me la robó un ne… Me la robaron la semana pasada cuando estuve en South Central.

– Vaya. No debería ir allí.

– No tenía elección. ¿Puede remolcarme o no?

– Vale, vale. ¿Dónde está?

Bosch se lo dijo. Era lo bastante cerca para que esta vez Mackey no tratara de convencerle de que llamara a otro.

– Muy bien, tardo diez minutos -dijo Mackey-. Esté al lado de su coche cuando llegue allí.

– No tengo otro sitio adonde ir.

Bosch cerró el teléfono móvil y abrió la parte trasera del Mercedes. Se sacó la camisa por fuera de los pantalones y se la quitó. La puso en la parte de atrás. Sus nuevos tatuajes eran ahora parcialmente visibles. Se sentó en la puerta trasera y esperó. Al cabo de dos minutos sonó su móvil. Era Rider.

– Harry, han podido pasarme la llamada desde ListenTech. Sonabas auténtico.

– Bien.

– Acabo de hablar con los chicos. Mackey se mueve. Están con él.

– Vale. Estoy preparado.

– Ahora lamento no haberte puesto un micrófono. Nunca se sabe lo que puede decirte este tipo.

– Es demasiado arriesgado con sólo una camiseta. Además, las posibilidades de que el tipo le diga a un desconocido que fue él quien mató a la chica del artículo de periódico son menores a que yo gane la lotería sin comprar un número.

– Supongo.

– He de colgar, Kiz.

– Buena suerte, Harry. Ten cuidado.

– Siempre.

Cerró el teléfono.

29

El camión grúa frenó al aproximarse al Mercedes. Bosch levantó la cabeza desde la parte trasera, donde estaba sentado a la sombra de la puerta y leyendo el Daily News. Hizo una seña al conductor de la grúa con el periódico y se levantó. El vehículo pasó de largo, se detuvo en el arcén delante del Mercedes y retrocedió hasta pararse a un metro y medio de éste. El conductor salió. Era Roland Mackey.

Mackey llevaba guantes de cuero que presentaban manchas oscuras de grasa en las palmas. Sin saludar a Bosch, rodeó la parte delantera del Mercedes para examinar la rueda pinchada. Cuando Bosch llegó, todavía con el periódico en la mano, Mackey se agachó y miró la válvula de la rueda. Se estiró hacia ella y la dobló adelante y atrás, exponiendo el tajo.

– Casi parece que la hayan cortado -dijo Mackey.

– Quizás había cristal en la carretera -propuso Bosch.

– Y no tiene recambio. Menuda putada.

Miró a Bosch, entornando los ojos a la luz del sol que estaba empezando a caer detrás de Bosch.

– Y que lo diga.

– Bueno, puedo remolcarle y pedirle a mi socio que le ponga una válvula nueva en el neumático. Tardaremos quince minutos una vez que lleguemos al garaje. -Bueno, hágalo.

– ¿Será a cuenta de AAA o seguro?

– No, en efectivo.

Mackey le dijo que le costaría ochenta y cinco dólares por el enganche del vehículo más dos dólares por cada kilómetro de arrastre. El importe del cambio de la válvula sería de otros veinticinco más el coste de la válvula.

– Bueno, hágalo -repitió Bosch.

Mackey se levantó y miró a Bosch. Dio la sensación de fijarse directamente en el cuello de Harry antes de apartar la mirada. No dijo nada de los tatuajes.

– Debería, cerrar la parte de atrás -dijo en cambio-, a no ser que quiera perderlo todo por el camino.

Sonrió. Un poco de sentido del humor de grúa.


– Cojo la camisa y la cierro -dijo Bosch-. ¿Le importa que vaya con usted?

– A no ser que quiera llamar un taxi y viajar con estilo.

– Prefiero viajar con alguien que hable inglés.

Mackey prorrumpió en una carcajada mientras Bosch iba a la parte posterior de su coche. Bosch se apartó entonces para dejar que Mackey llevara a cabo las maniobras de enganchar el vehículo al camión grúa. Tardó menos de diez minutos en colocarse al lado de su camión, apretando una palanca que elevó la parte delantera del Mercedes en el aire. Cuando esruvo a la altura correcta para Mackey, éste comprobó las cadenas y los arneses y le dijo a Bosch que estaba listo para partir. Bosch entró en la cabina del camión grúa con la camisa echada sobre el brazo y el periódico doblado en la mano. Los pliegues del periódico dejaban a la vista la foto de Rebecca Verloren.

– ¿Esto tiene aire acondicionado? -preguntó Bosch al cerrar la puerta-. Me estaba derritiendo ahí fuera.

– Y yo igual. Debería haberse quedado en el Mercedes con el aire acondicionado mientras esperaba. Este trasto no tiene aire en verano ni calefacción en invierno. Como mi ex mujer.

Más humor de grúa, supuso Bosch. Mockey le pasó una tablilla con portapapeles en la que había un bolígrafo y una hoja de información.

– Rellene esto -dijo-, y estamos listos.

– Vale.

Bosch empezó a cumplimentar el formulario con el nombre y la dirección falsos que había pensado antes. Mackey sacó un micrófono del salpicadero y habló a través de él.

– Eh, ¿Kenny?

Al cabo de unos segundos llegó la respuesta.

– Adelante.

– Dile a Araña que no se vaya todavía -dijo Mackey-. Llevo un neumático que necesita una válvula.

– No le va a hacer gracia. Ya se ha ido a lavar.

– Tú díselo. Corto.

Mackey volvió a colocar el micrófono en el soporte del salpicadero.

– ¿Cree que se quedará? -preguntó Bosch.

– Será mejor que sí, de lo contrario tendrá que esperar hasta mañana para que se lo arreglen.

– No puedo esperar. He de volver a la carretera.

– ¿Sí? ¿Adónde?

– A Barstow.

Mackey arrdrkó el camión grúa y giró el cuerpo hacia la izquierda para poder mirar por la ventanilla lateral y asegurarse de que no había peligro para incorporarse a la carretera. No podía ver a Bosch desde esa posición. Bosch rápidamente se levantó la manga izquierda de la camiseta de manera que más de la mitad del tatuaje de la calavera quedó a la vista.

La grúa se incorporó a la calzada y se pusieron en camino. Bosch miró por la ventanilla y vio los coches que pertenecían a Rider y al otro equipo de vigilancia en el campo de golf. Apoyó el codo en la ventanilla abierta y puso la mano en el marco superior. Fuera del campo de visión de Mackey, pudo levantar el pulgar a sus compañeros de la vigilancia para indicar que todo iba bien.

– ¿Qué hay en Barstow? -preguntó Mackey.

– Mi casa. Quiero llegar a casa esta noche.

– ¿Qué ha estado haciendo aquí?

– Esto y lo otro.

– ¿Y en South Central? ¿Qué estuvo haciendo con esa gente la semana pasada?

Bosch entendió que «esa gente» era una referencia a la población de la minoría predominante en South L. A. Se volvió y miró a Mackey a los ojos, como para decirle que estaba haciendo demasiadas preguntas.

– Esto y lo otro -dijo con tono uniforme.

– Muy bien -respondió Mackey, levantando las manos del volante en un gesto de retirada.

– Pero le diré una cosa, no importa lo que estuviera haciendo, esta puta ciudad no se aguanta, socio.

Mackey sonrió.

– Sé a qué se refiere -dijo.

Bosch pensó que estaban cerca de compartir algo más que charla intrascendente. Creía que Mackey había divisado los tatuajes y estaba tratando de captar de Bosch una señal acerca de qué tipo de persona era. Pensó que era el momento adecuado para hacer otro movimiento sutil hacia el artículo del Daily News.

Bosch dejó el periódico en el asiento que había entre ellos, asegurándose de que la foto de Rebecca Verloren era todavía visible, y empezó a ponerse otra vez la camisa. Se inclinó hacia delante y extendió los brazos al hacerlo. No miró a Mackey, pero sabía que la calavera de su brazo izquierda sería plenamente visible con aquel movimiento. Puso el brazo derecho en la camisa primero y después se llevó la camisa hacia atrás y pasó el brazo izquierdo por la manga. Apoyó la espalda en el asiento y empezó a abrocharse la camisa.

– Simplemente hay demasiado tercer mundo por aquí para mi gusto -dijo Bosch.

– Comparto esa idea.

– ¿Sí? ¿Es de aquí?

– De toda la vida.

– Bueno, colega, debería coger la bandera y a su familia, si es que tiene familia, e irse. Hay que largarse de aquí, joder.

Mackey se rió y asintió.

– Tengo un amigo que siempre dice lo mismo. Siempre.


– Sí, bueno, no es una idea original.

– Claro.

Entonces la radio interrumpió la inercia de la conversación.

– Eh, Ro.

Mackey cogió el micro.

– ¿Sí, Ken?

– Voy a pasarme por el Kentucky mientras Araña te espera. ¿Quieres algo?

– No, saldré tarde. Corto.

Colgó el micrófono. Circularon en silencio unos segundos mientras Bosch trataba de pensar en una forma de llevar de nuevo la conversación en la dirección adecuada. Mackey había llegado a Burbank Boulevard y había girado a la derecha. Estaban llegando a Tampa. Volvería a girar a la derecha y luego seguiría todo recto hasta la estación de servicio. En menos de diez minutos habrían llegado.

Pero fue Mackey quien reanudó la conversación.

– Bueno, ¿en qué trena estuviste? -preguntó de repente. Bosch esperó un momento para que su entusiasmo no se mostrara.

– ¿De qué está hablando? -preguntó.

– He visto tus tatuajes, tío. No es gran cosa. Pero o te los han hecho en casa o en prisión, eso es obvio.

Bosch asintió.

– En Obispo. Cinco años.

– ¿Sí? ¿Por qué?

Bosch lo miró de nuevo.

– Esto y lo otro.

Mackey asintió, aparentemente sin cabrearse por la resistencia a abrirse de su pasajero.

– Está bien, tío. Tengo un amigo que pasó un tiempo allí. A finales de los noventa. Decía que no estaba tan mal, que era una especie de sitio de cuello blanco. Al menos no hay tantos negros como en otros sitios.

Bosch se quedó un buen rato en silencio. Sabía que el uso de la difamación racial era una especie de contraseña para Mackey. Si Bosch respondía de la manera adecuada sería aceptado. Era una cuestión de códigos.

– Sí -dijo Bosch, asintiendo con la cabeza-. Eso hacía que las condiciones fueran un poco más soportables. Aunque probablemente no conocí a tu amigo. Yo salí a principios del noventa y ocho.

– Frank Simmons se llama. Sólo estuvo dieciocho meses o así. Era de Fresno.

– Frank Simmons de Fresno -dijo Bosch como si tratara de recordar el nombre-. No creo que lo conociera.

– Es buen tío.

Bosch asintió.

– Había un tipo que entró unas semanas antes de que yo saliera de allí -dijo-. Oí que era de Fresno, pero, tío, no me quedaba mucho y no iba a conocer a más gente, ¿entiendes?

– Sí, claro.

– ¿Tu amigo tenía el pelo oscuro y muchas cicatrices de granos en la cara y tal?

Mackey empezó a sonreír y asintió.

– ¡Es él! Ése es Frank. Solíamos llamarle Caracráter.

– Seguro que le encantaba.

La grúa giró en Tampa y enfiló hacia el norte. Bosch sabía que tal vez dispondría de más tiempo con Mackey en el taller mientras le reparaban el neumático, pero no podía contar con eso. Podía haber otra llamada para la grúa o un sinfín de otras distracciones. Tenía que terminar su actuación y plantar la semilla mientras estuviera solo con el objetivo. Cogió el periódico y lo sostuvo en el regazo, mirando hacia abajo como si estuviera leyendo los titulares, buscando una manera natural de girar la conversación directamente hacia el artículo de Verloren.

Mackey levantó la mano derecha del volante y se quitó un guante mordiéndose uno de los dedos. Le recordó a Bosch la forma en que lo haría un niño. Mackey entonces extendió la mano a Bosch.

– Soy Ro, por cierto.

Bosch negó con la cabeza.

– ¿Ro?

– De Roland. Roland Mackey. Encantado de conocerte.

– George Reichert -dijo Bosch, dando el nombre que se le había ocurrido ese mismo día después de mucho pensar.

– ¿Reichert? -dijo Mackey-. Alemán, ¿verdad?

– Significa «corazón del Reich».

– Guapo. Y supongo que eso explica el Mercedes. ¿Sabes? Estoy con coches todo el puto día. Puedes decir muchas cosas de la gente por los coches que conducen y cómo los cuidan.

– Supongo.

Bosch asintió con la cabeza. Vio el camino directo a su objetivo. Una vez más, Mackey le había ayudado sin darse cuenta.

– Ingeniería alemana -dijo Bosch-. Los mejores fabricantes de coches del mundo. ¿Qué coche llevas tú cuando no estás en este camión?

– Estoy restaurando un Camaro del setenta y dos. Irá fino, fino cuando termine.

– Buen año -propuso Bosch.

– Sí, pero no compraría nada hecho en Detroit ahora. ¿Sabes quién está haciendo nuestros coches ahora mismo? Putos monos. No conduciría uno, y menos aún pondría mi familia allí.

– En Alemania -comentó Bosch-, entras en una fábrica y todo el mundo tiene ojos azules, ¿éntiendes? He visto fotos.

Mackey asintió de manera pensativa. Bosch consideró que era el momento de hacer el movimiento adecuado. Desdobló el periódico en su regazo. Lo levantó de manera que toda la primera página, y el artículo de Verloren completo estaban a la vista.

– Hablando de monos -dijo-. ¿Has leído este artículo?

– No. ¿Qué dice?

– Esta madre sentada en una cama llorando pór su hijita negra a la que mataron hace diecisiete años. Y la pasma sigue en el caso. Pero, quiero decir, ¿a quién le importa, tío?

Mackey miró el diario y vio la foto con la imagen insertada del rostro de Rebecca Verloren. Pero no dijo nada y su propia cara no delataba ningún reconocimiento. Bosch bajó el diario para no ser demasiado obvio al respecto. Lo dobló otra vez y lo dejó en el asiento que había entre ellos. Forzó la situación otra vez.

– Joder, mezclas las razas así y ¿qué esperas conseguir? -preguntó.

– Exactamente -dijo Mackey.

No era una réplica fuerte. Era casi vacilante, como si Mackey estuviera pensando en otra cosa. Bosch lo tomó como una buena señal. Quizá Mackey acababa de sentir el dedo gélido del miedo en la espalda. Quizás era la primera vez en diecisiete años.

Bosch decidió que lo había hecho lo mejor posible. Si insistía podía cruzar la frontera de la obviedad y delatarse. Decidió circular el resto del camino en silencio, y Mackey pareció tomar la misma decisión.

Sin embargo, al cabo de unas manzanas, Mackey viró el camión en el segundo carril para adelantar a un Pinto lento.

– ¿Puedes creer que todavía queden coches así en la calle? -dijo.

Al adelantar al pequeño vehículo, Bosch vio a un hombre de origen asiático acurrucado tras el volante. Pensó que podía ser camboyano.

– Lo suponía -dijo Mackey al ver al conductor-. Mira.

Mackey se colocó de nuevo en el carril original apretando al Pinto entre el Mercedes remolcado y una fila de coches aparcados en el bordillo. El conductor del Pinto no tuvo otra opción que hundir el pie en el freno. La risa de Mackey ahogó el débil bocinazo del Pinto.

– ¡Jódete! -dijo Mackey-. ¡Vuelve a tu puta barca!

Miró a Bosch para buscar apoyo, y éste sonrió. Fue lo más duro que había tenido que hacer en mucho tiempo.

– Eh, tío, que era mi coche con lo que casi le das a ese tipo -dijo en una protesta falsa.

– Eh, ¿estuviste en Vietnam? -preguntó Mackey.

– ¿Por qué?

– Estuviste allí, ¿verdad?

– ¿Y?

– Y, tío, tenía un amigo que estuvo allí. Decía que aplastaban a esos tipos como si nada. Una docena para desayunar y otra docena para comer. Ojalá hubiera estado allí, es lo único que digo.

Bosch apartó la mirada hacia la ventanilla lateral. La afirmación de Mackey había dejado abierta una puerta para que preguntara por pistolas y matar a gente, pero Bosch no podía permitirse llegar tan lejos. De repente, sólo quería separarse de Mackey.

Sin embargo, Mackey continuó hablando.

– Traté de alistarme para ir al Golfo, la primera vez, pero no me aceptaron. Bosch se recuperó y volvió a la carga.

– ¿Por qué no? -preguntó.

– No lo sé. Supongo que necesitaban guardarle el sitio a un negro.

– O puede que tuvieras antecedentes.

Bosch se había girado para mirarlo al decirlo. Inmediatamente pensó que había sonado demasiado acusatorio. Mackey giró el cuello y mantuvo la mirada lo más posible hasta que tuvo que volver a concentrarse en la calle.

– Tengo antecedentes, tío, ¿y qué? De todas formas podrían haberme usado allí.

La conversación murió allí, y al cabo de unas manzanas estaban aparcando en el taller.

– No creo que tengamos que ponerlo en el garaje -dijo Mackey-. Araña puede sacar la rueda mientras lo tengo colgado. Lo haremos deprisa.

– Lo que quieras -dijo Bosch-. ¿Estás seguro de que no sé ha ido todavía?

– No, es ése de ahí.

Cuando la grúa entró en el garaje, un hombre salió de las sombras y se dirigió a la parte posterior del camión. Llevaba un destornillador eléctrico en una mano y con la otra tiraba de la manguera de aire. Bosch vio el tatuaje en el cuello. Azul carcelario. Algo en el rostro del hombre inmediatamente le sonó familiar. En un momento de pánico pensó que conocía al tipo porque había tratado con él como policía. Lo había detenido o interrogado antes, quizás incluso lo había enviado a la prisión donde le habían hecho el tatuaje.

Bosch comprendió que tenía que mantenerse alejado del hombre llamado Araña. Sacó el teléfono del cinturón.

– ¿Te importa si me quedo aquí sentado y hago una llamada? -le preguntó a Mackey, que estaba saliendo del camión.

– Adelante. No tardará mucho.

Mackey cerró la puerta, dejando a Bosch solo. Al oír que empezaban a sacar los tornillos de la rueda de su Mercedes, Bosch subió la ventanilla y llamó al móvil de Rider.

– ¿Cómo va? -preguntó ella a modo de saludo.

– Iba bien hasta que hemos llegado al garaje -dijo Bosch en voz baja-. Creo que conozco al mecánico. Si él me conoce a mí, va a ser un problema. -¿Te refieres a que podría conocerte como poli?

– Exactamente.


– Mierda.

– Exactamente.

– ¿Qué quieres que hagamos? Tim y Rick siguen por aquí.

– Llámalos y cuéntales lo que está ocurriendo. Diles que de momento estén tranquilos. Voy a quedarme en el camión lo máximo que pueda. Si mantengo el teléfono levantado como si estuviera hablando no podrá verme la cara.

– De acuerdo.

– Sólo espero que Mackey no quiera presentarme. Creo que le he impresionado. Quizá quiera exhibirme.

– Vale, Harry, mantén la calma y nosotros entraremos en acción si hemos de…

– No estoy preocupado por mí, estoy preocupado por la jugada con…

– Eh, ya vuelve.

Justo cuando ella estaba expresando la advertencia hubo un golpeteo en la ventanilla. Bosch apartó el teléfono y se volvió hacia Mackey. Bajó la ventanilla.

– Ya está -dijo.

– ¿Ya?

– Sí, puedes ir a la oficina y pagar mientras él vuelve a colocar la rueda. Llegarás a casa en un par de horas.

– Genial.

Sosteniendo el teléfono junto a su oreja derecha. Bosch bajó de la grúa y caminó hasta la oficina, sin permitir en ningún momento que Araña tuviera una perspectiva decente de su rostro. Habló con Rider mientras caminaba.

– Parece que me voy -dijo.

– Bien -dijo ella-. El hombre en cuestión está volviendo a ponerte la rueda. Ten cuidado al salir.

– Lo tendré.

Una vez que estuvo en el pequeño despacho, Bosch cerró el teléfono. Mackey se había situado detrás de un escritorio repleto y grasiento. Tardó varios segundos en usar una calculadora para hacer una simple suma del importe de la grúa y la reparación.

– Son ciento veinticinco justos -dijo-. Seis kilómetros de arrastre, y la válvula son tres pavos.

Bosch se sentó en una silla delamte del escritorio y sacó su fajo de billetes.

– ¿Puedes hacerme una factura?

Mientras contaba seis billetes de veinte y uno de cinco oyó el destornillador eléctrico. Estaban volviendo a colocar la rueda. Estiró el dinero, pero Mackey estaba preocupado mirando un Post-it que había encontrado en el escritorio. Lo sostuvo en un ángulo que permitía a Bosch leerlo.

Ro. Visa llamó para confirmar empleo en tu solicitud.


Bosch lo leyó en un par de segundos, pero Mackey lo miró un buen rato antes de finalmente dejar la nota otra vez en el escritorio y coger el dinero. Mackey puso los billetes en el cajón de efectivo y empezó a buscar un talonario de recibos en el escritorio. Estaba tardando mucho.

– Normalmente los recibos los hace Kenny -dijo-. Y ha ido a buscar pollo.

Bosch estaba a punto de decir que se olvidara del recibo cuando oyó el crujido de un escalón detrás de él y supo que alguien acababa de entrar en el despacho. No se volvió por si era Araña.

– Muy bien, Ro, ya está hecho. Sólo has de bajarlo.

Bosch sabía que era el momento más peligroso. Mackey podía presentarle o no.

– Gracias, Araña -dijo Mackey.

– Me voy.

– Vale, tío, gracias por quedarte. Te veo mañana.

Araña salió del despacho sin que Bosch se volviera en ningún momento. Mackey encontró lo que estaba buscando en el cajón central y garabateó algo. Se lo dio a Bosch. Era el recibo en blanco. En la parte inferior había escrito 125 $ en una caligrafía infantil.

– Rellénalo tú -dijo Mackey al tiempo que se levantaba-. Iré a bajar el coche y podrás irte.

Bosch lo siguió afuera, dándose cuenta de que había dejado el periódico en el asiento del camión. Se preguntó si debería dejarlo allí o pensar en una excusa para volver al camión a fin de cogerlo y dejarlo en la oficina en la que sabía que Mackey veía la televisión en los ratos menos ajetreados de su turno.

Decidió no intervenir más. Había plantado la semilla lo mejor que había podido. Era el momento de retroceder y ver si germinaba.

El Mercedes ya estaba desenganchado de la grúa. Bosch lo rodeó hasta el asiento del conductor. Mackey estaba guardando el arnés en la parte de atrás del camión grúa.

– Gracias, Roland -dijo Bosch.

– Sólo Ro, tío -respondió Mackey-. Ten cuidado, tío. Y hazte un favor y no te acerques a South Central.

– Descuida, no tengo ninguna intención -dijo Bosch.

Mackey sonrió y guiñó un ojo mientras se sacaba otra vez el guante y le ofrecía la mano a Bosch. Bosch se la estrechó y le devolvió la sonrisa. Luego bajó la mirada a las manos de Mackey y vio una pequeña cicatriz blanca en la parte carnosa entre el pulgar y el índice derechos del conductor de grúas. El tatuaje de un Colt 45.

– Nos vemos -dijo.

30

Bosch se dirigió hasta el lugar donde se había reunido con Rider al principio del turno de vigilancia, y ella estaba allí esperándolo. Aparcó y salió de su Taurus.

– Ha ido de poco -dijo ella-. Resulta qúe probablemente sí que conocías a ese tipo. Jerry Townsend. ¿Te suena? Miramos la matrícula de su furgoneta cuando salió de trabajar y conseguimos la identidad.

– ¿Jerry Townsend? No, el nombre, no. Sólo reconocí la cara.

– Lo condenaron por homicidio sin premeditación en el noventa y seis. Cumplió cinco años. Suena a caso de abuso doméstico, pero era todo lo que sacaron del ordenador. Apuesto a que si conseguimos el expediente saldrá tu nombre. Por eso lo reconociste.

– ¿Crees que puede estar relacionado con el asunto que estamos trabajando?

– Lo dudo. Probablemente lo que ocurre es que al dueño del garaje no le importa contratar a ex presidiarios. Salen baratos, ¿sabes? Y si está haciendo trampas con los recambios, ¿quién lo va a denunciar?

– Bueno, volvamos y veremos qué ocurre.

Ella puso el coche en marcha y salieron a Tampa para dirigirse de nuevo al cruce donde estaba el garaje.

– ¿Cómo ha ido con Mackey? -preguntó Rider.

– Muy bien. Hice todo menos leerle el artículo. No mostró nada, ningún reconocimiento, pero la semilla está plantada definitivamente.

– ¿Vio los tatuajes?

– Sí, han funcionado bien. Empezó a hacer preguntas en cuanto los vio. Tu archivo de Simmons también me sirvió. Surgió en la conversación. Y por si sirve de algo, tiene una cicatriz en la carne junto al pulgar. Del mordisco.

– Harry, tío, no se te escapa nada. Supongo que lo único que hemos de hacer ahora es sentamos y esperar a ver qué pasa.

– ¿Los otros se han largado?

– En cuanto volvamos al puesto, se van.

Cuando llegaron al cruce de Tampa y Roscoe vieron el camión grúa de Mackey esperando para meterse en Roscoe y dirigirse hacia el oeste.

– Está en marcha -dijo Bosch-. ¿Por qué no nos lo ha dicho nadie?

Justo cuando Bosch lo decía, sonó el móvil de Rider. Ella se lo pasó a Bosch para poder concentrarse en la conducción. Se colocó en el carril de girar a la izquierda para poder seguir a Mackey a Roscoe. Bosch abrió el móvil. Era Tim Marcia. Explicó que Mackey se había puesto en marcha sin que en el garaje se recibiera ninguna llamada pidiendo una grúa. Jackson lo había verificado con la sala de sonido. No se habían recibido llamadas en las líneas que estaban escuchando.

– Está bien -dijo Bosch-. Comentó algo de ir a buscar cena cuando estaba con él en la grúa. Quizá sea eso.

– Quizá.

– Vale Tim ahora lo tenemos. Gracias por quedaros por aquí. Dale las gracias también a Rick.

– Buena suerte, Harry.

Siguieron al camión grúa hasta un centro comercial y observaron que Mackey entraba; en un restaurante de comida rápida Subway. No cogió el periódico que Bosch había dejado en la grúa, pero después de elegir su comida se sentó a una de las mesas interiores y empezó a cenar.

– ¿Vas a tener hambre, Harry? -preguntó Rider-. Ésta podría ser la ocasión.

– He parado en Dupar's de camino, gracias. A no ser que veamos un Cupid's. A eso me apunto.

– Ni hablar. Hay una cosa que superé después de que lo dejases. Ya paso de la comida basura.

– ¿Qué quieres decir? Comíamos bien. ¿No íbamos a Musso’s cada jueves?

– Si te parece que el estofado de pollo con hojaldre es una comida sana, sí, comíamos bien. Además, estoy hablando de las vigilancias. ¿Has oído hablar de Arroz y Frijoles, en Hollywood?

Arroz y Frijoles era como llamaban a un par de detectives de robos de la Di visión de Hollywood llamados Choi y Ortega. Estaban allí cuando Bosch trabajaba en la división.

– No, ¿qué ocurrió?

– Estaban en una movida de vigilancia de esos tíos que robaban a las prostitutas de Hollywood, y Ortega estaba sentado en el coche comiéndose un perrito caliente. De repente empezó a atragantarse y no podía respirar. Se puso morado y empezó a señalarse la garganta, y Choi mirándolo Con cara de ¿qué coño te pasa? Así que Frijoles saltó del coche y Choi por fin entendió lo que estaba pasando. Llegó corriendo para hacerle una Heimlich. Ortega vomitó el perrito caliente en el capó del coche. Y a la mierda la vigilancia.

Bosch se rió al imaginárselo. Sabía que a Arroz y Frijoles les tomarían el pelo toda la vida en el departamento. Al menos mientras hubiera gente como Edgar para contar y recontar la anécdota a cualquiera que llegara.

– Bueno, a ver, no hay un Cupid’s en Hollywood -dijo-. Si hubieran estado comiendo un buen perrito caliente de Cupid’s no habrían tenido ese problema.

– No me importa, Harry. No hay perritos calientes en las vigilancias. Nada de comida basura. Es mi regla. No me gustaría que la gente hablara de mí así el resto de mi…

El móvil de Bosch sonó. Era Robinson, que estaba en el último turno de la sala de sonido, con Nord.

– Acaban de recibir una llamada de grúa en el garaje. Después han llamado a Mackey. No debe de estar en el garaje.

Bosch explicó la situación y se disculpó por no haber mantenido informada a la sala de sonido.

– ¿Dónde está el coche? -preguntó.

– Es un accidente en Reseda y Parthenia. Supongo que el coche está siniestro total. Ha de llevarlo a un concesionario.

– Vale, estamos con él.

Al cabo de unos minutos, Mackey salió del restaurante de comida rápida llevando un vaso grande de gaseosa con una pajita que sobresalía. Lo siguieron al cruce de Reseda Boulevard y Parthenia Street, donde había un Toyota con el morro hundido en un lado de la carretera. Otra grúa estaba llevándose el otro coche, un todoterreno grande que tenía la parte de atrás abollada por el accidente. Mackey habló brevemente con el otro conductor de grúa -cortesía profesional- y se puso manos a la obra con el Toyota. Había un coche patrulla del Departamento de Policía de Los Ángeles en el aparcamiento de la esquina del centro comercial y el agente que se hallaba en su interior estaba escribiendo un atestado. Bosch no vio conductores. Pensó que eso significaba que los habían llevado a Urgencias por las heridas.

Mackey llevó el Toyota hasta un concesionario que se encontraba en la otra punta de Van Nuys Boulevard. Mientras estaba allí, dejando el vehículo siniestrado, Bosch recibió otra llamada. Robinson le dijo que habían vuelto a llamar a Mackey. Esta vez al Northridge Fashion Center, donde un empleado de la librería Borders se había quedado sin batería.

– Este tío no va a tener tiempo de leer el periódico si sigue así de ocupado -dijo Rider después de que Bosch le explicara la llamada telefónica.

– No lo sé -dijo Bosch-. Me pregunto si sabe leer siquiera.

– ¿Te refieres a la dislexia?

– Sí, pero no sólo a eso. No le he visto leer ni escribir. Me pidió que rellenara yo el formulario de la grúa. Después tampoco quería rellenar un recibo al final, o no podía. Y había esa nota para él en el escritorio.

– ¿Qué nota?

– La cogió y la miró un buen rato, pero no estoy seguro de que supiera lo que decía.

– ¿Pudiste leerla? ¿Qué decía?

– Era una nota de la gente del turno de día. Visa había llamado para confirmar una solicitud que había hecho, supongo.

Rider juntó las cejas.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

– Sólo me parece extraño, él pidiendo una tarjeta de crédito. Eso lo haría localizable, y pensaba que era lo que trataba de evitar.

– Quizás está empezando a sentirse seguro.

Mackey fue directamente del concesionario Toyota al centro comercial, donde puso en marcha el coche de una mujer. A continuación dirigió su grúa de nuevo hacia la base. Eran casi las diez en punto cuando aparcó en el garaje. Las esperanzas tenues de Bosch se mantuvieron a flote cuando miró a través de los prismáticos desde el centro comercial al otro lado de la calle y vio a Mackey caminando desde el camión a la oficina.

– Podríamos estar todavía en juego -le dijo a Rider-. Lleva el periódico.

Era difícil no perder a Mackey en el interior del garaje. La oficina delantera tenía cristal en dos de los lados y no suponía un problema. Sin embargo, ya habían cerrado las puertas del garaje, y en ocasiones daba la sensación de que Mackey desaparecía en esas áreas, donde Bosch no podía verlo.


– ¿Quieres que sea tus ojos un rato? -preguntó Rider. Bosch bajó los prismáticos y la miró. Apenas podía interpretar su rostro en la oscuridad del coche.

– No, estoy bien. De todos modos tú has conducido todo el rato. ¿Por qué no descansas? Hoy te he despertado temprano.

Bosch volvió a levantar los prismáticos.

– Estoy bien -dijo Rider-, cuando necesites un descanso…

– Además -dijo Bosch-, casi me siento responsable por este tipo.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, todo el asunto. O sea, podríamos haber detenido a Mackey y apurado en comisaría. En cambio, hemos venido en este sentido, y es mi plan. Soy responsable.

– Todavía podemos apurado. Si esto no funciona, probablemente será lo que tendremos que hacer.

El teléfono de Bosch sonó.

– Quizás ésta es la que estamos esperando -dijo al contestar.

Era Nord.

– Pensaba que nos habías dicho que este tipo se sacó el graduado escolar, Harry.

– Lo hizo. ¿Qué pasa?

– Acaba de llamar a alguien para que le leyera el artículo del periódico.

Bosch se sentó un poco más firme. Estaban en Juego. No importaba cómo le hubieran comunicado la historia a Mackey, lo importante era que quería saber lo que decía.

– ¿A quién ha llamado?

– A una mujer llamada Michelle Murphy. Sonaba como una antigua novia. Le ha preguntado si todavía compraba el periódico todos los días, como si ya no estuviera seguro. Ella le ha dicho que sí, y Mackey le ha pedido que le leyera el artículo.

– ¿Lo comentaron después de que ella se lo leyera?

– Sí. Ella le ha preguntado si conocía a la chica del artículo. Él ha dicho que no, pero luego ha dicho: «Conocía la pistola.» Tal cual. Entonces ella ha dicho que no quería saber nada más, y eso ha sido todo. Han colgado.

Bosch pensó en la nueva información. La trampa que había llevado a cabo había funcionado. Había golpeado una roca que no se había movido en diecisiete años. Estaba excitado, y sentía la inyección de adrenalina en la sangre.

– ¿Puedes reproducirnos la grabación por la línea? -preguntó-. Quiero oírla.

– Creo que podemos -dijo Nord-. Deja que vaya a buscar a uno de los técnicos que rondan por aquí… Eh, Harry, volveré a lIamarte. Mackey está haciendo una llamada.

– Vuelve a llamarme.

Bosch cerró rápidamente el teléfono de manera que Nord pudiera volver a su monitor. Excitadamente recontó a Rider el informe sobre la llamada de Mackey a Michelle Murphy. Se dio cuenta de que Rider también había captado la tensión.


– Puede que funcione, Harry.

Bosch estaba mirando a Mackey a través de los prismáticos. Estaba sentado detrás de la mesa de la oficina y hablando por su teléfono móvil.

– Vamos, Mackey -susurró Bosch-. Vomítalo. Cuéntanos la historia.

Pero entonces Mackey cerró el teléfono. Bosch sabía que la llamada había sido demasiado corta.

Diez segundos déspués Nord volvió a llamar a Bosch.

– Acaba de llamar a Billy Blitzkrieg.

– ¿Qué ha dicho?

– Ha dicho «puede que esté en apuros» y «podría necesitar perderme», y entonces Burkhart le ha cortado y ha dicho «no me importa lo que sea, no hables de esto por teléfono». Han acordado reunirse cuando Mackey salga de trabajar.

– ¿Dónde?

– Parecía que en la casa. Mackey ha dicho «¿estarás ahí?», y Burkhart ha dicho que estaría. Mackey ha preguntado: «¿Y Belinda? ¿Sigue ahí?», y Burkhart ha dicho que estaría durmiendo y que no se preocupara por ella. Lo dejaron ahí.

Bosch inmediatamente sintió un mazazo a sus esperanzas de cerrar el caso esa noche. Si Mackey se reunía con Burkhart en el interior de la casa, no oirían lo que se dijera dentro. Quedarían al margen de la confesión para la cual habían organizado la operación de vigilancia.

– Llámame si hace alguna otra llamada -dijo rápidamente, y colgó.

Miró a Rider, que aguardaba expectante en la oscuridad.

– ¿No es bueno? -preguntó ella. Obviamente había interpretado algo en el tono que Bosch había usado con Nord.

– No es bueno.

Le explicó las llamadas y el obstáculo con el que iban a encontrarse si Mackey se reunía con Burkhart para hablar de su «problema» detrás de unas puertas cerradas.

– No todo es malo, Harry -dijo ella después de oír el relato completo-. Ha hecho una admisión sólida con la mujer, Murphy, y una admisión menor con Burkhart. Nos estamos acercando, así que no te desanimes. Lo resolveremos. ¿Qué podemos hacer para conseguir que se reúnan fuera de la casa? En un Starbucks, por ejemplo.

– Sí, claro. Mackey pidiendo un cortado.

– Ya sabes a qué me refiero.

– Aunque los arrastremos fuera de la casa, ¿cómo vamos a acercarnos a ellos? No podemos. Necesitamos que sea una llamada telefónica. Es el punto ciego, mi punto ciego, en todo este asunto.

– Sólo hemos de quedarnos bien sentados y ver qué pasa. Es lo único que podemos hacer ahora mismo. Mira, sería bueno tener una oreja en esto, pero quizá no sea el fin del mundo. Todavía tenemos a Mackey al teléfono diciendo que tendría que perderse. Si lo hace, si huye, un jurado podría verlo como una sombra de culpa. Y si cogemos eso y lo que ya tenemos en la cinta podría ser suficiente para sacarle más cuando finalmente lo detengamos. No está todo perdido, ¿vale?

– Vale.

– ¿Quieres que se lo cuente yo a Abel? Querrá estar informado.

– Sí, bien, llámalo. No hay nada de qué informar, pero adelante.

– Harry, cálmate, ¿vale?

Bosch la silenció levantando los prismáticos y mirando a Mackey. Todavía estaba detrás del escritorio y parecía sumido en sus pensamientos. El otro hombre del turno de noche, el que Bosch suponía que era Kenny, estaba sentado en otra silla y tenía la cara levantada en ángulo para mirar la televisión. Se estaba riendo de algo que estaba viendo.

Mackey no reía ni miraba. Tenía la cabeza gacha, estaba recordando algo.

La espera hasta medianoche se convirtió en los noventa minutos de vigilancia más largos que Bosch había pasado nunca. No ocurrió nada mientras esperaban que la estación de servicio cerrara y Mackey se dirigiera a su cita con Burkhart. Los teléfonos permanecieron en silencio, Mackey no se movió del sitio en su escritorio, y a Bosch no se le ocurrió ningún plan para evitar la cita o infiltrarse de algún modo. Era como si estuvieran paralizados hasta que el reloj diera las doce.

Finalmente las luces exteriores del garaje se apagaron y los dos hombres cerraron el negocio hasta el día siguiente. Cuando Mackey salió, llevaba el diario que no podía leer. Bosch sabía que iba a mostrárselo a Burkhart y que muy probablemente discutirían el asesinato.

– Y nosotros no estaremos allí -musitó Bosch mientras seguía a Mackey a través de los prismáticos.

Mackey se metió en su Camaro y aceleró el motor sonoramente después de encenderlo. Después salió a Tampa y se dirigió al sur, hacia su casa, el lugar previsto para la cita. Rider esperó un lapso prudencial y salió del aparcamiento del centro comercial, atravesó los carriles de Tampa que iban en dirección norte y se dirigió también hacia el sur. Bosch llamó a Nord a la sala de sonido y le dijo que Mackey había salido del garaje y que deberían cambiar la monitorización a la línea de la casa.

Las luces del coche de Mackey estaban tres manzanas por delante. El tráfico era escaso, y Rider se mantenía a cierta distancia. Al pasar el aparcamiento en el que Bosch había dejado su coche se fijó en el Mercedes sólo para asegurarse de que seguía allí.

– Oh, oh -dijo Rider.

Bosch miró de nuevo hacia la calle que tenía delante justo a tiempo de ver el coche de Mackey completando un rápido giro de ciento ochenta grados. Se dirigía hacia Bosch y Rider.

– Harry, ¿qué hago? -preguntó Rider.

– Nada. No hagas nada obvio.

– Viene hacia nosotros. ¡Ha de haber visto que le seguíamos!

– Calma. Quizás ha visto mi coche aparcado allí.

El motor bronco del Camaro se oyó mucho antes de que el coche les alcanzara.


Sonaba amenazador y malvado, como un monstruo que rugía y venía hacia ellos.

31

El viejo Camaro pasó rugiendo junto a Bosch y Rider sin vacilar. Se saltó el semáforo en Saticoy y siguió adelante. Bosch vio que sus luces desaparecían en el norte.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo Rider-. ¿Crees que sabe que lo están siguiendo?

– No lo…

El móvil de Bosch sonó y él respondió rápidamente. Era Robinson.

– Acaban de llamarlo del servicio de asistencia telefónica de AAA. Parecía bastante cabreado, pero supongo que tenía que aceptarlo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Tiene un servicio?

– Sí, de AAA. Supongo que si no lo aceptaba recurrirían a otra empresa y eso podría suponer un problema. Como perder los clientes de AAA.

– ¿Dónde es el servicio?

– Es una avería en la Reagan. En el lado oeste, cerca del paso elevado de Tampa Avenue. Así que está cerca. Ha dicho que iba en camino.

– Vale. Lo tenemos.

Bosch cerró el teléfono y pidió a Rider que diera la vuelta. Su tapadera seguía intacta, Mackey simplemente tenía prisa por ir a coger el camión grúa.

Para cuando llegaron al cruce de Tampa y Roscoe, el camión grúa estaba saliendo del garaje a oscuras. Mackey no estaba perdiendo tiempo.

Puesto que conocían el destino final de Mackey, Rider podía permitirse el lujo de entretenerse y no arriesgarse a ser reconocida en el espejo retrovisor del camión. Se dirigieron por el norte a Tampa y hacia la autovía. La Reagan era la 118, que discurría de este a oeste a través de la expansión urbanística del norte del valle de San Fernando. Se trataba de una de las pocas autovías que no estaban repletas de tráfico veinticuatro horas al día. Nombrada en honor del difunto gobernador y presidente, conducía a Simi Valley, donde estaba localizada la biblioteca presidencial Reagan. Aun así, a Bosch le había resultado chocante que Robinson la llamara Reagan. Para él era simplemente la 118.

La entrada oeste de la 118 era una rampa descendente desde la avenida Tampa a los diez cárriles de la autovía. Rider redujo la velocidad y se quedó atrás, y observaron que el camión grúa giraba a la izquierda y se alejaba por la rampa hasta perderse de vista. Ella aceleró e hizo el mismo giro. Al llegar a la rampa y empezar a bajar, se dieron cuenta de inmediato de su problema. El coche averiado no estaba en la autovía como había dicho Nord, sino en la misma rampa de entrada. Se estaban acercando rápidamente al camión grúa, que se había detenido en el arcén de la rampa, unos cincuenta metros más adelante. Llevaba las luces de marcha atrás encendidas y retrocedía hacia un pequeño coche rojo que estaba parado en el arcén con las luces de emergencia puestas.


– ¿Qué hacemos, Harry? -dijo Rider-. Si paramos va a cantar.

Ella tenía razón, la vigilancia quedaría en evidencia.

– Pasa de largo -replicó Bosch.

Tenía que pensar con rapidez. Sabía que en cuanto estuvieran en la autovía podían aparcar en el arcén y esperar hasta que el camión grúa pasara con el coche averiado colgado del gancho. Aunque eso era peligroso. Mackey podría reconocer el coche de Rider, o incluso parar y preguntarles si necesitaban asistencia. Si veía a Bosch, la vigilancia se iría al traste.

– ¿Tienes una guía Thomas?

– Debajo del asiento.

Rider pasó junto al coche averiado y el camión grúa mientras Bosch buscaba la guía debajo del asiento. Una vez que se alejaron del camión grúa, Bosch encendió la luz cenital y rápidamente pasó las páginas de planos. Una guía Thomas era la Biblia del conductor de Los Ángeles. Bosch tenía años de experiencia con ellas y enseguida encontró la página que describía la sección de la ciudad en la que se hallaban. Llevó a cabo un rápido estudio de su situación y le dio instrucciones a Rider.

– La siguiente salida es Porter Ranch Drive -dijo-. A poco más de un kilómetro. Salimos, doblamos a la derecha y luego otra vez a la derecha por Rinaldi. Nos llevará de vuelta a Tampa. O esperamos encima del paso elevado y observamos, o vamos dando vueltas.

– Mejor esperamos arriba -dijo Rider-. Si no paramos de dar vueltas con el mismo coche podría notarlo.

– Suena a plan.

– No me gusta, pero no sé qué elección tenemos. Cubrieron la distancia que los separaba de la salida de Porter Ranch con rapidez.

– ¿Te has fijado en el coche averiado? -preguntó Bosch-. Yo estaba mirando el mapa.

– Pequeño, de importación -respondió Rider-. Parecía que sólo iba el conductor. Las luces del camión eran demasiado brillantes para ver nada más.

Rider siguió acelerando hasta que llegaron al carril de salida de Porter Ranch Drive. Siguiendo las indicaciones, ella giró a la derecha y luego otra vez a la derecha, y rápidamente estuvieron dirigiéndose de nuevo hacia Tampa. Se detuvieron en el semáforo de Corbin, pero Rider enseguida se lo saltó después de asegurarse de que no había peligro. Hacía menos de tres minutos que habían pasado junto al camión grúa y ya se hallaban de nuevo en Tampa. Rider aparcó a un lado de la carretera en medio del paso elevado. Bosch entreabrió su puerta.

– Iré a mirar -dijo.

Salió del coche. Desde ese ángulo no divisaba el camión grúa, pero las luces de la parte superior de la cabina arrojaban un brillo sobre la rampa de entrada.

– Harry, llévate esto -le gritó Rider.

Bosch volvió a meterse en el coche y cogió la radio que Rider le tendía.

Caminó de nuevo por el paso elevado. La autovía no estaba repleta, pero aun así era muy ruidosa con los coches que pasaban por debajo de él. Al llegar a la parte superior de la rampa, miró hacia abajo. Tardó unos segundos en ajustar su visión, porque las luces de la parte de atrás del camión grúa lo deslumbraron en la oscuridad.

En cambio, enseguida reparó en la ausencia de las luces intermitentes del coche averiado. Se acercó y vio que el coche ya no estaba en el arcén. Su mirada viajó por la rampa a la autovía y vio decenas de coches moviéndose hacia el oeste en la distancia.

Volvió a fijarse en el camión grúa. Todo estaba en calma. No había rastro de Mackey.

Bosch se llevó la radio a la boca y pulsó el botón del micrófono.

– ¿Kiz?

– ¿Sí, Harry?

– Será mejor que vengas aquí.

Bosch empezó a bajar por la rampa. Al hacerlo sacó el arma y la llevó a su costado. Al cabo de treinta segundos, unas luces relampaguearon tras él y Rider detuvo el coche en el arcén. Salió con una linterna y continuaron bajando la rampa.

– ¿Qué está pasando?

– No lo sé.

Todavía no había señales de Mackey dentro o alrededor del camión grúa.

Bosch sintió una presión en el pecho. Instintivamente sabía que algo iba mal. Cuanto más se acercaban más seguro estaba.

– ¿Qué decimos si está aquí y no pasa nada? -susurró Rider.

– Algo pasa -dijo Bosch.

La luz de la parte posterior del camión era casi cegadora, y Bosch comprendió que se hallaban en una posición vulnerable. No vio a nadie en el lado delantero del camión grúa. Se fue hacia su derecha para que él y Rider pudieran separarse. Rider no podía desplazarse hacia su izquierda o se habría metido en el carril de entrada.

Un semirremolque rugió al pasar por la rampa, lanzando una bocanada de viento con un matiz de petróleo y un sonido atronador, y haciendo temblar el suelo como un terremoto. Bosch estaba ahora caminando por los matojos que ocupaban la pendiente que se alzaba a la derecha del arcén. Todavía no veía a nadie por delante.

Bosch y Rider no se comunicaron. El ruido del tráfico que pasaba por la autovía, justo debajo de ellos, hacía eco desde la parte inferior del paso elevado. Tendrían que gritar, y eso limitaría su concentración.

Volvieron a reunirse cuando llegaron al camión grúa. Bosch examinó la cabina, pero no vio a Mackey. El camión seguía en marcha. Harry retrocedió y miró en el suelo iluminado por la barra de luces. Había marcas de neumáticos, negras y curvadas, que conducían hasta la puerta posterior del camión. Y en la gravilla Bosch vio uno de los guantes de cuero, con la palma manchada de grasa, que había visto utilizar a Mackey ese mismo día.

– Déjame esto -dijo, cogiendo la linterno de Rider.

Se fijó en que era un modelo corto de goma, de los aprobados por el jefe de policía después de que un agente fuera grabado en vídeo golpeando a un sospechoso con una de las pesadas linternas de acero.

Bosch apuntó el haz de luz al portón trasero de la grúa, pasándolo por la parte inferior que había estado bañada en sombras por la luz del techo.

La sangre se reflejaba de manera brillante en el acero oscuro. No podía ser confundida con aceite. Era tan roja y tan real como la vida misma. Bosch se agachó y enfocó el haz de luz debajo del camión.

Vio el cuerpo de Mackey acurrucado contra el eje diferencial trasero. Tenía la mitad de la cara completamente bañada en sangre como consecuencia de una larga y profunda laceración en el lado izquierdo de la cabeza. Su camisa de uniforme azul estaba granate por la parte delantera por otras heridas no visibles. La entrepierna de los pantalones estaba manchada de sangre, orina o ambas cosas. El único brazo que Bosch podía ver estaba extrañamente doblado en el antebrazo, y un hueso mellado y de color marfil sobresalía de la carne. El brazo estaba apoyado contra el pecho de Mackey, que respiraba con jadeos sincopados. Todavía estaba vivo.

– ¡Oh, Dios! -gritó Rider desde detrás de Bosch.

– ¡Llama a una ambulancia! -ordenó Bosch mientras empezaba a reptar por debajo del camión.

Mientras oía el crujido de la gravilla bajo los pies de Rider, que corría en busca de la radio del coche, Bosch se acercó a Mackey todo lo que pudo. Sabía que podría estar destrozando una escena del crimen, pero tenía que acercarse.

– Ro, ¿puedes oírme? Ro, ¿quién ha sido? ¿Qué ha ocurrido?

Mackey pareció removerse al oír su nombre. Su boca empezó a moverse, y fue entonces cuando Bosch se dio cuenta de que tenía la mandíbula rota o dislocada. Sus movimientos eran descoordinados. Era como si Mackey no hubiera hecho nunca ese gesto.

– Tómate tu tiempo, Ro. Díme quién ha sido. ¿Lo viste?

Mackey susurró algo, pero el ruido de un coche que aceleraba por la rampa de entrada ahogó sus palabras.

– Dímelo otra vez, Ro. Repítelo.

Bosch se echó hacia delante e inclinó la cabeza hacia la boca de Mackey. Lo que oyó fue un medio jadeo, un medio susurro.

– …sworth…

Se echó atrás y miró a Mackey. Le puso la luz en la cara, con la esperanza de que se despertara. Vio que la estructura ósea que rodeaba el ojo de Mackey también estaba aplastada y con signos visibles de una hemorragia interna. No iba a salvarse.

– Ro, si tienes que decir algo, dilo ahora. ¿Mataste a Rebecca Verloren? ¿Estuviste allí esa noche?

Bosch se inclinó hacia delante. Si Mackey dijo algo quedó ahogado por el sonido de otro coche que pasaba. Cuando Bosch se echó atrás para mirarlo otra vez, parecía muerto. Bosch puso dos dedos en el lado ensangrentado del cuello de Mackey y no logró encontrar el pulso.


– ¿Ro? Roland, ¿sigues conmigo?

El único ojo sano estaba abierto, pero a media asta. Bosch acercó la linterna y no vio movimiento de pupilas. Había muerto.

Bosch salió cuidadosamente de debajo del camión. Rider estaba esperando allí, con los brazos cruzados ante el pecho.

– La ambulancia está en camino -dijo Rider.

– Diles que no vengan. -Le devolvió a Rider la linterna.

– Harry, si crees que está muerto, el personal médico lo confirmará.

– No te preocupes, está muerto. Se meterán allí debajo y arruinarán la escena del crimen. Avisa de que no vengan.

– ¿Ha dicho algo?

– Me ha parecido que decía «Chatsworth». Nada más. Nada más que haya podido oír.

Ella parecía estar paseando, en un metro de terreno, moviéndose adelante y atrás con nerviosismo.

– Oh, Dios -dijo ella-. Creo que me voy a marear.

– Entonces vete atrás, lejos de la escena.

Rider se alejó hacia la parte trasera de su coche. Bosch también se sentía mareado, pero sabía que no iba a vomitar. No había sido ver el cuerpo desgarrado y roto de Mackey lo que había causado la subida de la bilis a su garganta. Bosch, como Rider, había visto cosas mucho peores. Eran las circunstancias las que lo mareaban. Instintivamente, sabía que no había sido un accidente. Había sido un asesinato. Y él lo había puesto en marcha todo.

Estaba mareado porque acababa de conseguir que mataran a Roland Mackey. Y con esa muerte podría haber perdido también la mejor conexión con el asesino de Rebecca Verloren.

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