Pedro Zarraluki
Un Encargo Difícil

A Coco


Benito Buroy Frere llevaba media hora sentado en la sala de espera. Había dejado el sombrero en la silla contigua y de vez en cuando palpaba el forro con la esperanza de que se hubiera secado el sudor. Odiaba volver a ponerse el sombrero todavía húmedo. En media hora, Benito Buroy había hecho todo lo que se podía hacer en aquel lugar. Había hojeado el periódico, había intentado entablar conversación con el policía del mostrador, que no se molestaba en contestarle y le miraba con recelo si le preguntaba por su señora o por cualquier otro asunto, y había observado, con la curiosidad sin premura de los jubilados, a la mujer que pasaba la escoba tarareando una copla de Angelillo.

En aquellos momentos la mujer terminaba con la sala, pero las viejas baldosas estaban tan sueltas que el polvo y hasta las colillas se habían ido filtrando por entre las juntas. La mujer, acostumbrada probablemente a tan insólito fenómeno, se encogió de hombros. Salió de allí con un amplio y complaciente suspiro. Benito Buroy se preguntó a dónde iría a parar el polvo que se tragaba aquel piso cada vez que lo barrían.

En eso pensaba cuando se abrió la puerta del despacho y asomó la jeta del comisario. El policía era un hombre torvo, y tan pequeño que daba apuro detenerse a mirarlo. Se dirigía a los demás con la hostilidad propia de las personas incompletas, aunque por lo habitual se sentía satisfecho de sí mismo, y muy en especial de su sentido del humor.

– Más te vale que sean buenas noticias -dijo a modo de saludo-. En Burgos necesitan comunistas maricones para hacer de putas de los reclusos.

El funcionario del mostrador forzó una carcajada servil. Benito Buroy se puso en pie. Dijo, tras coger su sombrero y, de forma instintiva, comprobar que seguía humedecido por el sudor:

– Con todos los respetos, recuérdeme usted cuándo le he fallado.

– Pasa, pero no se te ocurra tocarme los cojones. El comisario se acomodó tras su mesa sin ofrecer asiento a su visita. Benito Buroy permaneció en pie con el sombrero en la mano. La ventana enmarcaba una gaviota con las alas extendidas, esforzadas y trémulas, inmóvil en el aire. -Ya está hecho -dijo Benito Buroy. -No esperarás que vaya a creer en tu palabra. Dame pruebas.

Buroy sacó un sobre del bolsillo interior de su abrigo y lo dejó sobre la mesa. El comisario lo abrió con fingida desidia. En el interior había una larga nota mecanografiada. Comenzó a leerla apoyando la frente en una mano.

– Es el informe del comandante de Cabrera -dijo Benito Buroy-. El hizo todos los trámites y le dio entierro en el cementerio de la isla… Supongo que no enviará usted copia al consulado alemán.

El policía negó aunque sin entusiasmo, como si todo aquel asunto ya le hubiera ocupado demasiado tiempo. -Entrégame la pistola.

Benito Buroy sacó el arma envuelta en un pañuelo. Desdobló éste con cuidado, la cogió por el cañón y se la ofreció al policía. El comisario extrajo el cargador.

– Faltan dos balas -dijo-. Antes te bastaba con una. -Me tiembla el pulso. Creo que debería ir pensando en dejar todo esto.

– Lo dejarás cuando yo te lo diga. Ahora, lárgate. Regresa a Cu bar. Y ya sabes: si te cruzas conmigo por la calle, evita saludarme. Yo no me trato con pervertidos.

Cuando salió al exterior, Benito Buroy se alegró de que la vida regresara por fin a la normalidad. Se detuvo en la acera y dejó por unos instantes que el calor del sol le acariciase la cara. Con los ojos entrecerrados y las manos en los bolsillos, aprovechó para plantearse lo que haría a continuación. Tras dudar un poco decidió que se encaminaría al mercado. Compraría bacalao, si el racionamiento lo permitía, y lo prepararía con un sofrito de tomate y cebolla. Después de todo lo que había sucedido durante aquellas semanas, no estaba seguro de que Otto Burmann quisiera continuar cocinando para él.

Se puso en marcha con una sonrisa. Acordarse del pobre y miserable Otto le había llevado a rememorar, como si hubiera pasado muchísimo tiempo, sus viciosos encierros con Erica en el excusado del bar. Se trataba de una evocación muy poco romántica, pero Benito Buroy consideraba que no era él una persona de la que pudiera esperarse nada mejor… Una voz le susurraba dentro de la cabeza: «Desprecíate ahora, no esperes a mañana, podría ser demasiado tarde». ¿Dónde había oído aquella frase? Le gustaba, se le ajustaba al cuerpo como un traje demasiado caro para poder permitírselo.

Ya era casi la hora de comer cuando llegó al bar con dos trozos de bacalao envueltos en papel de periódico.

Habían pasado tres semanas desde que saliera de aquel tugurio para cumplir el encargo del comisario, tres semanas tan largas que le daba la sensación de haber cambiado por completo. Sin embargo todo seguía allí en su lugar, hasta él mismo asumía la actitud de siempre, como si lo que había cambiado en Benito Buroy fuera de una dimensión que nada tuviera que ver con su rutina en Palma de Mallorca. Si se había convertido en otro hombre debería buscarse como quien busca a un extraño, en otras ciudades y en otros ambientes. Pero era tarde hasta para eso.

Dejó el paquete en la barra y se detuvo a contemplar el local. A aquellas alturas ya habían recogido los restos de los destrozos policiales. Otto Burmann intentaba recomponer una pata rota de una mesa puesta boca abajo sobre la barra. Erica, subida a una escalera y con la cabeza cubierta con un pañuelo de flores, encalaba la pared del fondo.

– Ya estás aquí -dijo Otto al verle, con la misma expresión de desaliento que habría puesto para comunicarle un desenlace fatal.

Benito Buroy lo miró con impaciencia.

– Dame una cerveza. Allí en Cabrera no hay. Las echo de menos.

Otto Burmann abrió el arcón, pero se demoró con el botellín en la mano.

– No será a mí a quien eches de menos, claro que no. A ti no te importa otra cosa que no sea darle gusto al cuerpo…Y a saber lo que habrás hecho en esa isla. Nada bueno, de eso estoy seguro. Me apostaría los ojos a que ese policía estará encantado contigo. En este país sois todos unos salvajes.

– No empieces, joder. Abre la botella, que tengo sed.

El alemán puso un vaso bajo el chorro del grifo para quitarle el polvo. Luego lo dejó mojado sobre la barra. En ese momento, un soplo de furtiva complicidad pareció paseársele por la cara.

– Erica lleva dos semanas sin beber-dijo, con una voz de improviso alegre y un poco fefisttáóoica-. Mírala. Su culo ya no parece una plaza de toros.

La mujer se había vuelto para sonreír al recién llegado. Buroy observó que no tenía el rostro abotargado como días atrás. Incluso le habían desaparecido las telarañas de capilares que le cubrían las mejillas.

– Estás guapa -le dijo-. Pareces otra.

Y a continuación, sin pensárselo demasiado, con la agilidad con que se expresan esas ideas que llevan tiempo acompañándonos a hurtadillas, ideas viejas que nacen como revelaciones, añadió:

– ¿Quieres casarte conmigo? Otto nos hará de padrino y nos pagará la boda.

Un gruñido del alemán se avanzó como preludio de una de sus broncas, pero fue Erica la que contestó sin dejar de pasar la brocha por la pared,

– No te burles de mi. Ahora estoy frágil. Ni siquiera sé todavía si sirvo para ser una persona normal, pero tengo planes, En Inglaterra, cuando era más joven, cosía unos vestidos muy bonitos.

Buroy no había aventurado aquella propuesta para burlarse de Erica. Sin embargo, pensó que era mejor que ella se lo tomara así. De no volver Erica a las andadas ya encontraría ocasiones para continuar insistiendo, y antes o después cedería. Todas las mujeres acababan entregándose a la compañía de alguien, casi siempre a la compañía de cualquiera y sin muchos miramientos, como quien se pone a salvo de la lluvia. En lo relativo a este tema Benito Buroy no se hacía demasiadas ilusiones. La suya, si la había, sería una boda un poco triste, melancólica, de atardeceres en casa oyendo la radio.

– Está bien -aceptó. Ya había acabado de beberse la cerveza-, pero ven conmigo al servicio. Llevo tres semanas haciendo vida de monje.

– Ni lo sueñes. Ahora ya no lo hago en los retretes sino en las camas, como las señoras. A lo mejor después, cuando acabe de encalar.

Aquello era más de lo que Otto Burmann podía soportar. -¡A lo mejor después te irás a tu casa, guarra! ¡Y tú, cabrón, me dijiste que cocinarías para mí! ¡Ya estoy harto de que todo el mundo me chupe la sangre! ¡Harto estoy! ¡Imbéciles! ¡Que sois unos imbéciles…!

Benito Buroy apoyó los codos en la barra dando la espalda al alemán. Abrió las manos y comprobó que los dedos le temblaban. Le sucedía siempre después de enfrentarse a la muerte: las manos le temblaban durante una semana, a veces durante más tiempo.

Tomó aire y lo dejó escapar lentamente por entre los labios. Acodado en la barra, oyendo como un rumor de fondo los improperios inagotables de Otto Burmann, cerró los ojos y recordó los atardeceres plácidos en la soledad exhausta de Cabrera, sus largas veladas en la balconada de la Comandan cia Militar fumando puros con sabor a metralla, y recordó el día en que el Lluent pescó el atún más grande que se había visto nunca, y aquel otro día en que Camila convirtió un camión del ejército en una atracción de feria, y las largas horas en que la sombra de la higuera le había dado refugio mientras esperaba el momento de matar a Markus VogeL Pensó, sin dejarse seducir por un atisbo de añoranza, que todo había terminado por fin, ineludiblemente, y que su vida volvía a ser la de siempre, aquella que se había acostumbrado a vivir.

Abrió de nuevo los ojos con la sensación de estar descerrajando unas cerraduras llenas de herrumbre. Erica canturreaba subida a ía escalera. Ya era una mujer limpia, una mujer frágil, por lo tanto. Benito Buroy se observó el temblor de las manos y para contenerlo cerró los puños con fuerza. Se dijo: despréciate ahora, no esperes más…sobrevive.


A Camila le disgustaba la exagerada dignidad con que su madre se enfrentaba a la desgracia. Cuanto más la agredían, más erguida se mostraba ella, más firme y altiva. Le bastaba con alzar la barbilla para mirar con desdén a los que intentaban doblegarla. Era una forma extraña de sentirse importante ante sí misma, o ante unas personas que indudablemente la habrían secundado, pero que se hallaban muy lejos o ya estaban muertas. Nada quedaba del mundo en el que habían vivido, nada ni nadie. A Camila, su madre le recordaba las estatuas de las plazas, que se mantienen hieráticas y victoriosas mientras los pájaros se les cagan en la cabeza.

Ella habría preferido llorar, pero se senda demasiado herida para que aquello pudiera bastarle. Sentada en la popa de la barca, encogida para protegerse de las salpicaduras de las olas, veía el mar que el motor acuchillaba y que a medida que avanzaban se cerraba de nuevo, sin dolor y sin sangre. La isla de Mallorca, de la que habían zarpado media hora antes, se había convertido en una línea neblinosa en el horizonte. En aquellos momentos navegaban por entre peñascos inhóspitos que brotaban del agua como amenazas de las tinieblas. Cabrera se veía allí delante, perdida en ninguna parte, absurdamente diminuta y estéril. Las ruinas de un castillo se alzaban sobre la embocadura del puerto.

La barca estaba llena de cajas. Iba tan cargada que navegaba lastrada y quejosa, como si una fuerza invisible tirase de ella hacia abajo. El motor renqueaba formando borbotones en la superficie, con un ruido similar al que producía Camila cuando su madre la obligaba a hacer gárgaras para aliviar el dolor de garganta. El agua, de un azul tan oscuro que daba miedo mirarla, se convertía en una lámina transparente al barrer la cubierta. Parecían sostenerse a flote por un descuido de lo inevitable.

Un hombre pequeño y de aspecto desabrido se hallaba de pie junto a la carga. Con una mano se asía a los cabos que la sujetaban, y con la otra sostenía un puro que se llevaba trabajosamente a los labios. Frente a él, la madre de Camila permanecía sentada sobre unas latas. Alzaba con decisión la barbilla y no parecía incómoda, aunque se había empapado por completo.

– Señora Forteza…-comenzó el hombre.

– Me llamo Leonor Dot, siempre he usado mi apellido de soltera -le interrumpió ella-. Además, ustedes fusilaron a mi marido hace seis meses. Ahora soy viuda.

– Señora viuda de Forteza -prosiguió el otro con cierta sorna-, le puedo asegurar que Cabrera no es el lugar ideal para usted, y mucho menos para una jovencita como su hija. Las autoridades están dispuestas a retenerlas en esta isla el tiempo que haga falta. Si firma esos documentos podrían iniciar una nueva vida en cualquier lugar de España. Incluso les entregaríamos pasaportes, si así lo desean. Es usted una mujer fuerte, ya lo ha demostrado, pero creo que debería recapacitar acerca de su decisión.

– No sea usted ridículo. Llevo mucho tiempo sin tomar ninguna decisión. Ustedes no me dejan.

– En estos islotes, aparte del destacamento militar, sólo hay cuatro pescadores borrachos y ratas, miles de ratas. Se lo comen todo, las muy hijas de puta… Haga usted lo que quiera. Pero si cambia de idea dígaselo al comandante. El se pondrá en contacto conmigo.

Leonor Dot no contestó. Desvió la mirada hacia la costa. La ensenada que albergaba el puerto se abría entre montañas peladas. En la de la derecha había un faro. Se veía una escalera tallada en la roca que ascendía hacia él. En la de la izquierda se alzaban los paredones en ruinas del castillo. Cuando entraron en la ensenada las olas dejaron de romper contra el casco. En la parte central, en el arranque de un valle cubierto de olivos que se adentraba en la isla, se extendían los barracones polvorientos de las instalaciones militares. Pero la barca no se dirigió hacia allí. Viró hacia la parte posterior del castillo, donde algunas casas viejas y mal encaladas parecían desmoronarse en torno al puerto. Era éste un muelle de piedra que salía de una explanada con una higuera centenaria. A un lado, frente a la única casa que parecía habitada, había un par de mesas bajo un emparrado. Alguien, con la caligrafía dubitativa pero cuidadosa de las personas iletradas, había pintado sobre el dintel de la puerta la palabra «cantina».

En el muelle esperaba un oficial acompañado por dos soldados. Se encontraba allí también un hombre de lacios cabellos desgreñados, con una camisa abierta hasta el ombligo que aireaba con orgullo una espesa pelambrera torácica. El oficial se cuadró en cuanto el hombre que viajaba en la barca puso pie en tierra.

– ¡Capitán Constantino Martínez, comandante del puesto! ¡Sin novedad, señor! ¡A sus órdenes, señor!

– No hace falta que me dé el parte, hombre -contestó el recién llegado-. Soy de la policía.

El oficial bajó la mano, y los dos soldados, que también se habían cuadrado detrás de él, apoyaron los fusiles en el suelo. Uno de ellos se quitó la gorra para rascarse la cabeza.

– ¿Quién ha ordenado descanso?; Quién? -gritó el militar-. ¡Firmes, coño!

– Escúcheme, capitán -prosiguió el policía-: Esta es la viuda de Ricardo Forteza, y ésta su hija Camila. Permanecerán en Cabrera hasta nueva orden. Usted será responsable de que no salgan de aquí.

– No se preocupe, señor. Ya he recibido instrucciones. A esre puerto sólo vienen algunos pescadores, todos ellos gente afecta y de confianza, y la barca semanal de abastecimiento. De Cabrera no entra ni sale nadie sin que yo lo sepa.

Leonor Dot había dejado en el suelo la maleta de cartón en la que llevaba todas sus pertenencias.

– ¿Dónde viviremos? -preguntó al militar. -Eso es competencia de Paco, señora. Le presento a Paco. Es este hombre.

Con un gesto incisivo de la mano, como si estuviera indicándole por dónde tenia que encaminarse, señaló al individuo de la pelambrera en el pecho. El hombre esbozó una amplia sonrisa que dejó al aire unos dientes arrasados por la caries.

– Yo soy Paco, sí. Les acompañaré a.su casa. Can Xuxa se llama. La Xuxa se murió antes de la guerra, pero aquí todos seguimos llamando a la casa por su nombre.

– Muy amable. Nos gustaría estar solas cuanto antes -sentenció Leonor Dot, cogiendo del brazo a su hija y cargando la maleta.

Las pocas casas del pueblo se arracimaban en torno a la explanada y a un tramo de camino que ascendía por entre la vegetación rala de la montaña. Algunas estaban destechadas. En ninguna se veía un alma. El hombre subió a buen paso hasta la última de ellas y las esperó junto a la puerta.

– Tendrán que atrancarla por dentro -les dijo mientras la abría-. La cerradura está en buen estado, pero no he encontrado la llave. A saber qué diablos haría con ella la Xuxa.

Era una casa humilde de una sola habitación. Estaba construida en un repecho de la montaña. En la parte que daba a la bahía conservaba el esqueleto arruinado de un porche, y a un lado tenía un pequeño terreno cubierto enteramente de ortigas y rodeado por un muro bajo.

– Es el huerto -aclaró el hombre-. La casa lleva vacía muchos años, pero no tiene goteras. Los soldados han traído una mesa y un par de catres. Mi mujer, que tiene un carácter algo difícil, se ha negado a adecentarla. Dice que usted no va a tener nada mejor que hacer aquí… Bueno, vayan ustedes con Dios.

El hombre se alejó por el camino de regreso al puerto. Camila salió al porche y mostró a su madre un dedo tiznado de hollín.

– ¿Con qué me limpio? La cocina está asquerosa. Leonor Dot entró en la casa. Contempló con desolación las paredes manchadas de humedad, la mesa, flanqueada por dos sillas de anea, los dos camastros al fondo de la habitación. Aquello era todo. No había armario ni alacena. Junto al fogón de leña se conservaba un estante de obra recubierto de azulejos. Y sobre el estante ropa de cama del ejército, una cacerola y dos platos de estaño.

Leonor Dot se acercó a una ventana. Tuvo que forcejear con ella hasta que el marco cedió con un chasquido de madera reseca y las hojas se abrieron dejando escapar un melancólico chirrido. Desde allí se veía toda la ensenada. En aquel momento un pequeño laúd entraba en el puerto. Leonor Dot apoyó una mano en el alféizar, se llevó la otra a los ojos y se echó a llorar. Lloraba con tanta fuerza que los hombros se le alzaban en violentas sacudidas.

Detrás de ella, Camila hizo una mueca de disgusto y se dejó caer en una silla.

– Parece que guardes todas tus energías para ellos -dijo con acritud, en voz baja-. Sólo me fastidias a mí.


El mar es como el alma. Es profundo, sabes que lo es pero no cuánto en realidad, porque es también impenetrable. Y está lleno de monstruos terribles y un poco grotescos, igual que el alma. El Lluent me ha contado que en estas aguas hay rayas y tiburones más grandes que su barca de pesca, pero estoy segura de que exagera. Aunque a veces, cuando nado, veo sombras que se deslizan por debajo de mí. Entonces me asusto y me pongo a cantar bien fuerte y a agitar los pies hasta que las sombras desaparecen, se disuelven en la profundidad como el reflejo de las nubes. Porque en el fondo del océano es muy fácil ir de un lugar a otro, no hay fronteras ni existe la gravedad. Los peces son los pájaros de las aguas.

Mi madre dice que el Lluent bebe demasiado. Dice que es una cosa curiosa que muchas veces no pueda tenerse en pie y que nunca se haya caído de la barca. Pero yo sé que eso no puede suceder. El Lluent jamás se caerá de la barca porque respeta demasiado la profundidad. Una mañana en que lo encontré almorzando en el muelle me enseñó a ver las cosas a través del cristal de su botella de vino. El mundo entero era verde y de proporciones engañosas, como cuando buceas. «Un hombre es igual que una botella -me dijo-. Si miras a través de él lo ves todo distorsionado.» Es posible que el Lluent, acostumbrado a observar las olas en busca de los bancos de peces, lo vea todo siempre así, y que por eso, cuando sale de ¡a taberna, camine aturdido y balanceándose. Quizá lleve ya demasiado tiempo paseándose con su barca por la superficie del mar. O quizá, en fin, sea cierto que bebe demasiado.

Mi madre no me deja acompañarlo cuando va de pesca, pero a menudo nos lleva a las dos a dar breves paseos por la costa. Mi madre suele llorar en cuanto nos alejamos un poco del puerto, y no porque esté asustada, sino porque recuerda los paseos en barca que daba con mi padre. El Lluent, claro, no puede sustituirlo, ni a él ni a nadie. A duras penas podría sustituirse a sí mismo, pues no creo que sea consciente de lo raro que nos resulta a los demás. Cuando ve llorar a mi madre se le saltan las lágrimas y comienza a moquear en silencio jugando con los anzuelos. Yo no lloro, aunque me gustaría, porque los dos parecen muy felices cuando mi madre dice «oh, basta ya, Lluent, somos un par de bobos», y se limpian las narices, el pescador con la manga, mi madre con un pañuelito que se saca del escote, No lloro porque no puedo. Me limito a mirar e¡ mar, que de día es transparente como el vidrio de la botella y deja ver las algas del fondo y los peces. Pero no siempre es así. A media tarde las aguas se aquietan y se enturbian, cansadas por todo lo que esconden, para encerrarse en sí mismas. Y por la noche el mar es ya completamente negro y parece que todo en su interior sea también negro y un poco peligroso, como en el alma.

El peor secreto del mar son las medusas, que existen apenas y te amenazan sin que las veas, sin que puedas saber que las tienes al lado. A mí me recuerdan a esos miedos que a veces te sobresaltan sin motivo, o a esas tristezas que te inundan los pulmones y te ahogan en la pena cuando menos lo esperas, o a las malas ideas que te revolotean en la mente y que te hacen sentir mezquina porque no puedes dejar de seguirías igual que a mariposas.

Yo creo que las medusas no deberían existir, y el Lluent piensa lo mismo. Como está loco, cuando las ve desde la barca las coge con las manos y las tira a las rocas, donde se convierten en charcos de gelatina. Después se seca en los pantalones y escupe al agua, intentando limpiar el mar con su saliva.


Cuando Otto Burmann vio a aquel hombre en la puerta del bar, salió de detrás de la barra y se encaminó cojeando hacia el fondo del local. Tras echar un vistazo a la grasienta cocina en penumbra se detuvo ante la puerta del lavabo, que alguien golpeaba desde el interior de forma rítmica y persistente. Observó durante unos instantes el pomo esférico. Uno de los tornillos que lo sujetaban se había aflojado y bailaba con el traqueteo de la puerta. Sin pensárselo más, Otto Burmann cogió el pomo, lo hizo girar y tiró de él. Contempló las grandes nalgas femeninas, desnudas y ruborizadas, que se agitaban ante sus ojos con ansiedad interrumpida. Luego alzó la mirada hacia el hombre que, sentado en el retrete, hundía los dedos en la espesa melena que se desparramaba entre sus piernas.

Das gibt's nicht! -exclamó Otto Burmann-. Erica ha vuelto a beber demasiado… y tú tienes al comisario esperándote en el bar. Súbete los pantalones.

El hombre del retrete hizo un gesto de cansancio. Dio unos golpecitos en la espalda de la mujer, que alzó un brazo desorientado al tiempo que apoyaba las rodillas en el suelo. No parecía capaz de incorporarse por sí sola.

– Esto no se le hace a una mujer, Benito -censuró el alemán-. Ni a ésta, ni a ninguna.

– Ayúdame. Yo no puedo levantarla.

Otto Burmann la cogió por las axilas para enderezarla. Ya fuera del lavabo le arregló la falda y, sosteniéndola por el talle, regresó con ella al bar. La depositó sin mucho miramiento en una silla frente a una mesa desocupada. La mujer tenía el rostro abotargado, las mejillas salpicadas de venas diminutas y unos labios gruesos que se le arqueaban en una mueca desagradable. Miró con desidia a su alrededor. Parecía ver un mundo distinto del real, o ninguno. Intentó enfocar el rostro del alemán sin conseguirlo. Chasqueó la lengua con rabia.

– Estoy harta de tí, Otto. Estoy harta de todos vosotros. Dame una ginebra.

En el local había sólo cuatro hombres que jugaban a las cartas en una esquina. El policía se había apoyado en la barra. Absorto, y en apariencia desentendido de cuanto lo rodeaba, se pasaba la yema de un dedo por la palma de la otra mano como si se estudiara las callosidades. Otto Burmann volvió 3 situarse detrás del mostrador y observó desde allí a Benito Buroy, que salía de la trastienda con las manos en los bolsillos. Había recuperado su habitual aire despreocupado, traicionado solamente por un miedo indefinible escondido en las pupilas. Aquel pánico atrincherado en sus ojos era lo que había llevado al alemán a dejarse seducir por él y a perdonarle cuanto hiciera.

– Esto se está convirtiendo en un paseo -dijo el comisario, con voz ronca y húmeda, al ver al recién llegado-. Después de Francia, Gran Bretaña caerá en cualquier momento. A estas horas deben de estar bombardeando Londres.

Benito Buroy le miró con indiferencia. Al fondo del local, Erica intentó encender un cigarrillo que se le cayó de las manos y rodó al suelo. Murmurando incoherencias, apoyó una mano en la mesa y hundió la cabeza bajo ella como si estuviera metiéndola en un barreño de agua. Al otro lado de la puerta de cristal llovía con fuerza. Era un chaparrón de finales de agosto. El comisario tenía la gabardina empapada.

– Tú -dijo al alemán-, sírvenos dos cervezas.

Tomó asiento en una mesa junto a la entrada y señaló a Benito Buroy la silla que se encontraba frente a él.

– La última vez me prometió que me dejaría en paz -dijo el otro sin hacer caso del ofrecimiento.

– Siéntate, cono. A mí no me dice un sádico depravado lo que está bien y lo que está mal. Si yo te ordeno que hagas algo, lo haces, y punto. Y si no, de vuelta al penal.

Benito Buroy le obedeció con desgana. El comisario bebió un largo trago de cerveza. Luego se pasó las manos por el pelo mojado y se las frotó con energía.

– Tenemos un problema con un alemán. No un lisiado como éste, que salió dando saltos sobre su pierna sana al oír el primer tiro, sino un alemán con un par de cojones y un hijo de puta. Dice llamarse Markus Vogel, pero se le han encontrado otros documentos en los que figura como Paul Wahle o Ricardo González.

– Avise a la Gestapo. Ellos sabrán qué hacer con él.

– ¡No seas gilipollas, Benito! -se impacientó el comisario-. ¡Qué gilipollas eresjoder! ¿Crees que vendría a buscarte si pudiera solucionarlo de otra forma? ¿Crees que me gusta estar sentado en esta mierda de garito que apesta a gonorrea?

Benito Buroy desvió la mirada hacia la lluvia que caía al otro lado de la puerta. El comisario pasaba bastantes noches por allí, se tomaba sus cervezas o sus chatos de vino, incluso se encerraba en alguna que otra ocasión con Erica en el servicio de la trastienda. Quizá Erica era la única, en aquella ciudad, que nunca había pretendido aparentar ser distinta de como era.

– Bueno -continuó el policía-, el caso es que la Gesta po nos ha pedido que lo busquemos. Quieren repatriarlo y sospechan que anda por esta zona. Y es cierto. Lo tenemos confinado en Cabrera.

– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

– Unos tres meses.

– A estas alturas ya se habrá vuelto loco. No hay quien aguante en ese islote.

– Él sí, te lo aseguro. En teoría trabaja para ia Abwehr, el servicio de inteligencia militar, y está fuera del alcance de la Gestapo. Pero lo vieron varias veces con una americana de la OSS que se mueve por Madrid como por su casa. Estuvieron juntos en el Palace y en los toros. El caso es que los alemanes están que trinan. Para mayor jodienda, no les hemos dicho que el tipo ese nos hizo también algún trabajillo a nosotros. El muy cabrón nos la metió a todos doblada y los capitostes no quieren que se sepa. Así que ya sabes lo que toca.

Dejó sobre la mesa un objeto envuelto en papel de estraza. Benito Buroy sopesó unos instantes la pistola.

– Tendré que disparar varias veces para cargarme todas sus identidades -dijo con teatral resignación.

El comisario soltó una risotada.

– ¡Eres un malparido! -exclamó-. ¡Qué malparido eres!

Y, volviéndose hacia la barra:

– ¡Tú, tráenos dos cervezas más!

Y a continuación, incorporándose un poco para observar a la mujer que, tras golpearse varias veces la cabeza con el bajo de la mesa, había decidido mantenerse inmóvil allí, en un mundo de súbito reducido:

– ¡Erica, putarrona!, ¿te vas a fumar el cigarro tirada en el suelo?


Leonor Dot sacó una silla al porche y se quedó sentada largo rato, las manos sobre las piernas y la mirada perdida en el paisaje limitado de la isla. Los recuerdos la asaltaban como estribillos de canciones tristes, pero ella intentaba adaptarse a su nueva situación. Aun en las peores condiciones, siempre lo había conseguido. Pensaba Leonor Dot que todos los españoles, los que, terminada la guerra, se trían reencontrando en las desasosegantes esquinas del destierro, los cientos de miles de reclusos en espera de un perdón incierto y cruel, incluso los favorecidos por el nuevo régimen que intentaban, aunque sólo fuera por regresar a una vida normal, sacar lustre a los oropeles de la miseria, todos los supervivientes de la guerra civil, en definitiva, antes o después acabarían haciendo lo mismo: sentarse en algún rincón a descansar un poco y dejar pasar el tiempo. Eso mismo era lo que ella debía hacer, dejar pasar el tiempo y disfrutar de la relativa tranquilidad que Cabrera podía ofrecerle. El mundo había iniciado otra guerra y aquel islote, por inhóspito que fuera, parecía un buen lugar para mantener a salvo a su hija y esperar la llegada de épocas mejores.

Camila, a sus espaldas, creyó que su madre se había quedado embobada. Sin duda era mejor aquello que verla llorar, por lo que decidió no molestarla durante un rato. Se limpió el dedo tiznado de hollín con las hierbas que invadían la entrada y abrió la maleta que Leonor había dejado en el suelo. Encontró algunas prendas de ropa interior, un escueto neceser, un abrigo suyo que miró con aversión porque le iba pequeño, y cuatro libros forrados con pliegos de Solidaridad Nacional Hojeó los libros hasta que se decidió por uno de ellos, las Luces de bohemia de Valle Inclán, en un ejemplar en el que su padre había ido subrayando las frases que le gustaban. Se tumbó sobre uno de los catres y estuvo leyendo los subrayados, sin entenderlos demasiado, hasta quedarse dormida. Cuando despertó, con el rumor de la lectura todavía en los labios, el sol declinaba y su madre continuaba en la misma posición. El silencio era tan denso que le producía palpitaciones y una vaga sensación de temor, ese temor suave que tanto se parece a un malestar del ánimo. Camila decidió combatirlo de la mejor manera que sabía, la misma que utilizaba cuando de niña la dejaban sola en su gran piso del ensanche barcelonés y creía intuir presencias vacilantes agazapadas entre las sombras: hurgando por la casa para convertirse en la dueña absoluta de todos sus resquicios. No es que hubiera allí mucho que explorar, pero no tardó en descubrir, tirado en el suelo bajo el estante de azulejos, un pequeño marco con la foto de una mujer de aspecto rubicundo. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo anudado bajo e¡ mentón, una gran verruga en la mejilla y la mirada intensa, retadora, de quien no cree en absoluto en los retratos. A un lado del porche Camila advirtió una forma herrumbrosa entre las plantas. Era una hoz de aspecto siniestro. Y poco después, en una esquina de lo que había sido el huerto, encontró una construcción redonda que parecía un pozo. Se asomó con cuidado, pues las piedras se movían, y dejó caer un guijarro. Al poco le llegó con toda nitidez el ruido que hacía al golpear la superficie del agua. Fue entonces, al retirarse del pozo, cuando vio que una lagartija se colaba por una abertura que dejaba la argamasa desprendida. Cogió un palo para forzar al animal a salir. Pero, al introducirlo por la abertura, la piedra tras la que se había escondido la lagartija se desprendió y cayó al suelo entre los pies de Camila. Se agachó con cuidado para escudriñar en el interior del boquete. Allí estaba el saurio, inmóvil y extremadamente atento, junto a una caja de latón que brillaba en la oscuridad. La chica asustó con el palo al involuntario cancerbero y retiró la caja. En la tapa había pintado un elefante que caminaba por la selva con un indio enturbantado a horcajadas sobre su cuello. Camila alzó la tapa con el corazón palpitándole con fuerza. Descubrió varios billetes de banco antiguos, un anillo muy grueso que engarzaba una piedra de aguas azules, y una llave grande un poco oxidada. Camila la cogió ignorando todo lo demás. Corrió hasta el porche sin poder contenerse.

– ¡Mami! ¡ La Xuxa escondía sus secretos en el pozo! ¡He encontrado la llave de la casa!

Su madre se resistió un poco, pero finalmente aceptó ir a probarla. La cerradura cedió al primer intento aunque ofreciendo una chirriante resistencia.

– Le falta aceite -dijo Leonor Dot.

Y añadió, recuperando parte de su aplomo:

– La vida te hace regalos insospechados. Ahora podemos cerrar con llave una puerta que nadie querría abrir.

Pasó un brazo por los hombros de su hija y salieron de nuevo al porche. Por encima de la ensenada el sol se fundía con las nubes bajas en el plácido fuego del atardecer. Las gaviotas, anaranjadas bajo aquella luz, planeaban corno músculos de membrillo sobre las aguas calmas. Leonor Dot pensó que, de haber discurrido de otra forma sus vidas, aquél habría sido un buen lugar para retirarse con Ricardo. Se abrazó a Camila y la estrechó contra su pecho. Pensó también que su hija se estaba haciendo mayor. Su cabeza le llegaba ya a la barbilla, y aquello le permitía olerle el pelo cuando la abrazaba. A Leonor Dot, oler el pelo de la gente a la que quería le daba una extraña sensación de plenitud.

Camila, al ver que su madre salía por fin de su atonía, olvidó la caja de latón y el resto de tesoros que había en su interior. Pasó los brazos por la cintura de la mujer y alzó la mirada hacia ella.

– Mami, no hemos comido nada desde el desayuno. Yo tengo hambre. ¿Y tú, no tienes hambre?

Las palabras de la niña consiguieron que Leonor Dot sintiera renacer en su pecho el pragmatismo enérgico de la maternidad. Contempló una vez más con desagrado todo cuanto la rodeaba, y de inmediato puso manos a la obra. Lo primero, antes incluso que buscar algo que echarse al estómago, era poner allí un poco de orden. Entre las dos hicieron las camas con la ropa militar. Probaron luego a pulsar el único interruptor de luz, que encendía una bombilla solitaria y titubeante que colgaba de un cable en el centro de la habitación. Buscaron en vano un aseo que no existía y eligieron un lugar apartado del terreno, donde orinaron por turnos velándose mutuamente una intimidad que en apariencia nadie podía profanar. Por fin, tras lavarse las caras en el agónico chorro de agua que brotaba de la fregadera, cerraron la puerta con llave y se encaminaron hacia la cantina.

En una de las mesas bajo el emparrado dormitaba el hombre que las había acompañado hasta la casa. Al verlas pasar murmuró algo e intentó incorporarse, pero desistió con un gesto de infinito cansancio. Entraron en el local. No había nadie, aunque el suelo aparecía sembrado de colillas. Una barra de ladrillo ocupaba todo un lateral. En la esquina opuesta había una gran chimenea que enmarcaba, entre los restos fuliginosos de hogueras extintas, un retrato de Francisco Franco. A modo de cenefa, una bandera española transitaba pintada por las paredes del recinto.

Una mujer gruesa, cubierta con un delantal roñoso, apareció por una puerta secándose las manos.

– ¡A buenas horas! -exclamó al verlas-. ¿Qué se creen, que pueden venir cuando les plazca?

– No sabíamos…-comenzó LeonorDot

– ¡Pues ya lo saben! ¡Me han dejado con la comida en h olla, pero ahora se la cenan y mañana será otro día! Con lo que me pagan, y con la mierda ésta del racionamiento, no esperen gran cosa. ¡Venga, siéntense por ahí!

Las recién llegadas escogieron una mesa junto a la ventana. Los cristales estaban tan sucios que apenas podía verse el exterior. La higuera de la plaza, envuelta en la oscuridad creciente del anochecer y deformada por la grasa que velaba los vidrios, parecía una exuberante planta submarina. Camila, encogida en la silla, dejó escapar una risita nerviosa y miró a su madre con angustia. Se sentía apocada y no sabía qué hacer con las manos. Leonor Dot, visiblemente incómoda, barrió la mesa con un gesto enérgico para tirar al suelo los restos de una comida anterior, un montón de migas y una raspa de sardina. Luego, al ver que la otra mujer abría un aparador para sacar cubiertos y un par de platos, se puso de nuevo en pie. -Déjeme que la ayude -se aventuró. -No la necesito -contestó la cantinera con desgana-. Y usted tampoco espere nada de mi. Aquí, cada una a la suya, que bastante tenemos todos que aguantar.

Leonor Dot alzó la barbilla, pero se contuvo y se sentó de nuevo en silencio. En aquel momento, atemorizada por lo feo y desagradable que podía llegar a ser todo, sintiéndose bruscamente débil y más humillada que nunca, Camila hizo lo que más despreciaba: se puso a llorar y lo hizo como las criaturas, sin taparse la cara.

– Vaya por Dios -exclamó la mujer con insospechado desaliento.

Y volviéndose hacia Leonor: -¿Cómo puede hacerle esto a la niña? Desapareció por la puerta de la cocina antes de que la otra acertara a contestarle. Poco después regresaba con una cazuela humeante en una mano y un cucharón en la otra.

– Gachas -anunció-. No alimentan, pero llenan. Eso es lo que hay. Y para beber, agua. Mi marido se reserva el poco vino que nos llega. Ahí fuera lo tienen, borracho como una cuba. Leonor Dot se dio cuenta de que, por primera vez, les había hablado sin encono. Al salir de la cocina las había buscado con la mirada, pero la había retirado de inmediato dominada por un difuso malestar. Sin embargo, tras depositar la cazuela sobre la mesa observó con atención a la niña. Camila, que ya se había serenado, mantenía las palmas entre los muslos y la barbilla hundida en el esternón. La mujer alargó una mano con mucho cuidado, temiendo espantarla, y le acarició el cabello. Camila encogió el cuello al notar la presión de la mano.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó, intentando revestir su voz tormentosa con un poco de dulzura-.Yo me llamo Felisa García García. Pero no es que mis padres fueran hermanos, es que hay muchos Garcías. Ya verás, pequeña, lo vamos a pasar estupendamente juntas.


– ¿Que te vas a Cabrera? -preguntó con despecho Otto Burmann-. ¿Cuándo te vas… y cuánto tiempo?

Benito Buroy se había sentado en un sillón y jugueteaba con la pistola. Era una Astra bastante deslucida pero bien engrasada. Tenía en el cargador todas las balas. Benito las había sacado para contarlas. Estaban las seis, ninguna en la recámara. Los dos hombres se encontraban en el piso donde vivían, situado encima del bar. Acababan de cerrar el local y continuaba lloviendo a cántaros. Habían dejado a Erica dormida sobre la mesa en la que, después de beberse un par de ginebras más, había perdido por fin el conocimiento.

– ¿Cuándo te vas? -insistió Otto Burmann, abriendo con rabia la nevera y sacando media docena de huevos envueltos en papel de periódico. Los dejó sobre el mármol con tanta inquina que un par de ellos se cascaron. -Mein Gott! Mira lo que me haces… Benito Buroy meneó la cabeza en un gesto que mezclaba la fatalidad y la impaciencia.

– No sé cuánto tiempo estaré allí -dijo-, pero la barca sale pasado mañana. Va todos los miércoles,

El alemán, conteniendo la indignación para no hacer más estropicios, había desdoblado con cuidado el papel de periódico. Iba rescatando los huevos enteros y los lavaba bajo el caño. -Yo no sé qué pecados cometerías en la guerra, Benito, no lo sé ni quiero imaginármelo, pero ese policía hace contigo lo que quiere. Tú no eres trigo limpio, Benito. No lo eres. La verdad es que no sé por qué te dejo estar en mi casa.

De pronto se volvió hacia un ventanuco que daba a un exiguo patio de luces.

– ¡Y tú qué miras, asquerosa!… Siempre está ahí, escondida detrás del visillo, la muy guarra.

– La culpa es tuya, por darle espectáculo. Además, no sé qué me reprochas. Si no hubieras tenido la polio, tú también estarías corriendo por ahí con un fusil. Con un poco de suerte te encontrarías ahora en París, sentado en el Café de Flore con una francesita.

– ¡Qué francesita ni qué pollas! ¡Yo lo que quiero es estar solo, que te vayas de una vez y que me dejes en paz!

Benito Buroy volvía a meter las balas en el cargador. Una de ellas se le cayó al suelo.

– Me cago en tu madre, Otto. A veces eres insoportable. Ya no tengo ní hambre. Me voy a la cama.

– ¿Sí? -saltó el otro-. ¡Pues yo me voy de paseo! ¡No volveré en toda la noche!

Tiró sobre el mármol la sartén que acababa de sacar de un armario y salió de la casa dando un portazo. Benito Buroy recogió la bala del suelo, acabó de montar el cargador y fue hacia la puerta con la pistola todavía en la mano. Abrió la puerta con una sonrisa cínica. Otto Burmann, sentado en el rellano de la escalera, se abrazaba las rodillas. Parecía haberse calmado un poco.

– Me das miedo -dijo el alemán-. Estás imponente con ese arma tan terrible.

En ocasiones como aquella Bemo Buroy sentía vergüenza

– No seas cerdo, Otto. Venga, entra.


Los guardias que lo custodiaban lo miraban con respeto. Era tan alto que tenía que agacharse para franquear las puertas, y llevaba una barba larga y canosa que le daba aire de profeta. Algunos guardias decían que, de no ser un espía, lo habrían contratado para hacer de Jesucristo en una película de Benito Perojo, con Julio Peña de apóstol e Imperio Argentina de Magdalena. Porque, además de ser tan espigado, miraba de una forma muy penetrante, como si le estuvieras fallando en algo de suma importancia y él, a pesar de perdonarte, quisiera dejar claro que se daba cuenta. Eso decían algunos guardias mientras jugaban al remigio. Otros defendían que se parecía más bien a Rasputín, que tenía mirada de loco y que sin duda lo estaba, pues sólo los locos son capaces de atravesarte con la mirada. Llevaba ya una semana encerrado en los sótanos de las dependencias policiales de la Puerta del Sol. Los mandos habían dicho que nada de tonterías con él, que le dieran buen trato y que esperasen órdenes de arriba. Y aquello era lo que hacían. A veces jugaban con él a las cartas, e incluso le liaban algún cigarro a pesar de que se rumoreaba que iban a racionar el tabaco. Hasta que una mañana apareció un coronel bajito y grueso, que a cada paso se alzaba sobre las puntas para ganar marcialidad y un poco de estatura. Tenía muy mala leche. Pidió a los guardias que lo llevaran a la celda del extranjero y los despachó con un gesto enérgico de la mano, como quien ahuyenta las moscas cuando se ponen molestas. Quería estar a solas con aquel hombre.

El extranjero estaba sentado en su cama y no se levantó al verlo entrar. Jugaba con un botón que se le había desprendido de la camisa mientras pensaba que había tenido mala suerte: los peores militares eran los que tenían pinta de panaderos o de dependientes de colmado y que, de hecho, habrían sido panaderos o dependientes de colmado de no mediar las sacudidas de la guerra. Eran los más duros de roer. Se limitó a guardar silencio, sin pestañear cuando el coronel exigió a gritos una silla. Uno de los guardias se apresuró a llevársela. El militar la plantó en medio de la habitación, tomó asiento y cruzó los brazos sobre su vientre prominente. Alzó una ceja y observó con atención al extranjero.

– Me tiene usted desconcertado -dijo-. Sepa que hace unos días España cambió su estatuto de neutralidad por el de no beligerancia. Mientras sus tropas entraban en París, nosotros ocupábamos la ciudad de Tánger sin encontrar ninguna resistencia. Los británicos están ahora más solos que nunca, pero eso no ha sido gracias a su ayuda. Todas sus informaciones sobre ellos han resultado falsas. Me pregunto para quién trabaja usted.

El extranjero soltó un largo suspiro. Luego contestó en un perfecto castellano:

– Coronel, mis acciones van siempre encaminadas a defender la gloria eterna del Reich. Recuerde que fueron ustedes los que contactaron conmigo de forma muy poco ortodoxa. Yo me limité a darles toda la información que tenía acerca de los movimientos de la Royal Navy. Mis informadores son de confianza, aunque no infalibles. También les hice saber el gran interés que tiene Alemania por ayudarles a recuperar el peñón de Gibraltar y neutralizar al enemigo en el estrecho. Con todo ello creo que ya me he arriesgado lo suficiente y que he cumplido con mi parte. Si su gobierno no quiere tropas alemanas en suelo español, ni quiere tampoco entrar en guerra, no puede pretender sacar tajada, y menos de espaldas a los que de hecho somos sus aliados.

El militar se revolvió incómodo en la silla. Miró al extranjero con desconfianza, como si tuviera delante una granada que hubiera caído al suelo sin explotar.

– Hemos hecho consultas en su embajada -anunció-. Allí no conocen a ningún Paul Wahle, y tampoco a un tal Markus Vogel. Me ha dado nombres falsos. Y, desde luego, usted no se llama Ricardo González ni pertenece a la Guar dia de Franco, tal como consta en sus papeles. Parece ser que no existe salvo para mí, lo cual me pone en una situación muy comprometida. Pero mucho más es la suya, si lo piensa.

– No sea inocente, coronel. Ya puede imaginar que no dependo de mi embajada y que tengo más documentos que usted estrellas en las hombreras. Haría bien en preguntarse dónde y gracias a qué influencias los he conseguido… Seamos claros. Está usted delante de un agente alemán con el que ha contactado de manera irregular. No puede detenerme, ni le interesa. Déjeme desaparecer y esperemos a que esto se enfríe. El militar se puso en pie y se acercó a la única ventana. Estaban en un sótano. A través de las rejas se veían los pies de las personas que pasaban por la calle.

– Estoy tentado de hacerle caso -dijo, tras unos segundos de reflexión.

Pero, imprimiendo a su voz un tono ladino, añadió: -Sin embargo, la Gestapo ha mostrado un gran interés y nos ha advertido que tengamos cuidado. En Alemania también hay traidores. A nosotros, sin ir más lejos, nos ha costado tres años de guerra acabar con nuestro enemigo interior.

Se volvió hacia el extranjero y le dirigió una mirada indiferente aunque resolutiva. Antes incluso de que hablara, el prisionero comprendió que no iba a salir bien parado de aquel encuentro.

– Bien, haré lo que usted dice -concluyó el militar-. Le dejaré desaparecer, pero en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie y donde tampoco pueda escapar a mi control. Veremos qué sorpresas nos depara el paso de los días.

– ¡No puede retenerme, coronel! ¡Soy ciudadano alemán! -Markus Vogel se había puesto en pie con el rostro congestionado, pero su gran estatura no pareció intimidar al militar. Mantuvo sobre el extranjero aquella mirada cachazuda y displicente, como si viera alzarse un globo-. ¡Provocará un gravísimo incidente! ¡Se está jugando su carrera! El militar se encaminó hacia la salida. -¿Realmente lo cree? -contestó, volviéndose un instante tras empuñar el picaporte-. Tengo muchas estrellas, es cierto, pero pocas medallas. Los servicios de inteligencia trabajamos lejos de los campos del honor, lo que nos hace pasar inadvertidos. Vendríamos a ser como el páncreas de la organización del Estado, ¿verdad? Pero, ¡qué le voy a explicar a usted, si lo sabe mejor que yo! Que tenga un buen viaje… Por cierto, ¿le gusta el mar?

Y, sin esperar respuesta, salió de la habitación.


Andrés me acompaña a veces a mi escondite. Es el único que lo conoce, pero no hay peligro de que se vaya de la lengua, ya que Andrés no habla y los demás tampoco le escucharían. Camina detrás de mí asintiendo con la cabeza, pues es un poco tonto y dice que sí en todo momento, hasta cuando se cree solo, quizá por no disgustar a nadie. Andrés vive dando la razón a un mundo que no entiende. También suda mucho. Eso me da un poco de asco. Hasta cuando duerme tiene las manos como si las acabara de sacar de un balde con agua fría y en la nariz una gota permanente a punto de despeñarse en su barriga. Para cualquier cosa hace un esfuerzo enorme, lo que lo lleva a estar siempre desfallecido como un corredor que al acabar cada carrera tuviera que empezar otra de nuevo. Pero a pesar de ello no me deja cargar con nada. Toma él la cesta de la merienda, y si el terreno se vuelve demasiado escarpado se me adelanta diciendo que sí con la cabeza, salta por los peñascos, deja la cesta en el suelo y me tiende una mano sudada que a mí me da grima coger. A veces, en su entusiasmo por ayudarme, trota con tanto afán que se va hasta lo alto del repecho y desde allí me ofrece su ayuda, como si yo pudiera volar y él sólo quisiera facilitarme un suave aterrizaje. Cuando por fin llego a su lado, le doy la mano con cierta aversión y contemplo el mar de un azul oscuro, y el horizonte que nos rodea y las nubes que nunca son iguales.

– ¡Uf! -exclama Andrés.

Entonces me lo quedo mirando porque parece que vaya a decir algo, pero él nunca tiene nada que decir. Yo, sólo por jugar, intento sonsacarle unas palabras:

– Mira qué bonito, Andrés. ¿A que es bonito?

Y él asiente con la cabeza buscando a un lado y a otro eso tan bonito que yo no ¡e dicho qué es, y que nunca podrá encontrar sin mi ayuda.

Mi escondite es una calita a la que se desciende por entre dos sabinas que hacen un túnel. En la pequeña extensión de arena sólo quepo yo, y el agua es tan transparente que parece que no existe. Cuando entras en ella tienes la sensación de que una brisa fresca te acaricia los pies y te va ascendiendo por el cuerpo hasta abarcarte por completo. Nado un poco y me dejo flotar. Entonces, con la mirada perdida en las nubes, estiro las piernas y abro los brazos pensando que estoy sobre el mismo horizonte que desde lo alto del repecho nos daba toda la vuelta, y sé que floto sobre un planeta entero que gira por el universo, y veo a Andrés que me espía escondido entre las sabinas. Porque Andrés nunca se baña conmigo. Sólo me acompaña y me espía, y si yo le saludo con la mano se esconde con gran revuelo de ramas y tropiezos.


– ¿Adonde vas con chaqueta y sombrero? -exclamó el comisario-. Eso es de gente decente.

Benito Buroy se detuvo en el muelle con gesto azorado. Depositó en el suelo el maletín de piel en el que llevaba un par de mudas y la pistola, y se pasó una mano por la solapa de la americana.

– No tengo ropa -dijo-. Todo lo que llevo es de Otto.

Junto a ellos, varios soldados acababan de cargar la barca que debía llevarles a Cabrera. Un policía los ayudaba. El piloto de la embarcación comenzó a fijar la estiba con un largo cabo de esparto.

– ¿Y no tiene ropa vieja ese maricón lisiado? -bramó el policía.

– Su padre es rico -contestó Benito Buroy-.Ya lo sabe usted, comisario. Tiene una empresa farmacéutica en Munich. Cada mes le envía grandes cajas que Otto ni se molesta en abrir. Pero aquí hacen falta esas cosas. Yo las distribuyo entre los vecinos y me quedo con alguna.

El comisario abrió los brazos alzando la mirada al cielo.

– ¿Para qué hicimos una guerra, Señor? ¿Para que los anarquistas vistan de señoritos y hagan obras de caridad en el barrio?

Se volvió hacia el número que ayudaba en la barca.

– Tú, trae algo para este desgraciado. Un abrigo de invierno, o cualquier cosa que haga pensar que lo está pasando mal. Y trae también la maleta más cochambrosa que encuentres.

En espera del encargo se llegaron a una taberna del puerto. No había ni una nube en el cielo. Las gaviotas sobrevolaban graznando los barcos amarrados en el muelle y se dejaban caer al mar, abatidas por dardos invisibles, para remontar de nuevo el vuelo agitando apenas las alas. Un carguero hizo sonar la sirena. De su chimenea brotó una espesa nube de humo negro.

El comisario parecía de buen humor. Con el calor que hacía aquella mañana, sin duda le apetecía más una excursioncita hasta Cabrera que pasar la jornada sudando tras la mesa de su despacho. Abrió la puerta de la taberna con la punta del pie y dejó que fuera Benito Buroy quien alargara una mano para sostenerla mientras entraban.

El local era un tugurio de pescadores. En aquel momento estaba vacío, pues todos habían salido a la mar y no regresarían hasta más avanzada la mañana. Detrás de la barra un hombre escuchaba la radio en actitud somnolienta.

– Buenos días, Manolíllo -saludó el policía-. ¡Apaga eso, hombre! ¿No ves que hay clientes?

El tabernero se apresuró a desconectar el aparato. Con gran diligencia, como si de improviso le hubiera caído encima un trabajo abrumador, se puso a limpiar el mármol con un trapo.

– ¿Sabes que en Madrid han estrenado Margarita Gautier? -continuó el comisario-. ¡Con la gran Greta Garbo! ¡Qué sonrisa tiene la malparida! ¡Qué retorcida es, carajo! ¿Y sabes cómo querían los censores que se titulase la película en España?… ¡Margarita Gutiérrez! ¡Claro que sí! Me lo ha contado uno de ellos, que es de aquí. Muy putero y buen amigo. Un par de pelotas, eso es lo que tienen los censores. Yo no sé por qué diablos no les han hecho caso… ¡Venga, dos chatos de vino!

Y, golpeando suavemente la barra con la palma de la mano:

– ¡Rapidito! ¡Que es para hoy!

Benito Buroy se mantenía detrás del comisario. Éste se volvió hacia él. Con la cordialidad gesticulante de los compadres de trago, y a pesar de que el otro no había movido un dedo, dejó claro quién mandaba allí.

– ¡Ni lo intentes! ¡Hoy pago yo!… Pero, eso sí, a partir de ahora quiero esas cajas en mi despacho.

– ¿Qué cajas? -preguntó Buroy.

– ;Cuáles van a ser? ¡Pareces imbécil, cono! ¡Las del maricón que vive contigo! Esas cajas… ésas… las quiero en mi despacho. Si no, os cierro el garito y os enchirono por escándalo público. Más alto puedo, pero no más claro. ¿Verdad, tú?

– Claro que sí -contestó el tabernero-. Pero ya sabe que aquí usted no paga, ni por todo el oro del mundo. Y al señor que le acompaña también le invita la casa.

– ¿Qué quieres decir?… ¡No te jode, el camaruta! Si éste hubiera venido sin mí le habrías cobrado, ¿no es cierto? Y conmigo no le cobras, ¿es así o no es así?… ¡Pues entonces soy yo el que le invita, y tú te callas o a ti también te cierro el garito!

El tabernero, que no era un hombre avispado, comenzó a boquear sin saber cómo salir del enredo. Suerte tuvo de que el policía enviado por el comisario abriera la puerta para asomar su cabeza sumisa. Entró pidiendo perdón por interrumpir la Gesta. Había conseguido un abrigo de paño negro muy gastado en los codos y una maleta desvencijada. Con ellos, el aspecto de Benito Buroy pareció satisfacer al comisario.

Un rato después navegaban en dirección a Cablera en la barca atestada de fardos. El piloto tripulaba en la cabina. El número que acompañaba al comisario se había instalado con discreción en la popa, donde se entretenía haciendo girar la gorra. Su jefe había encendido un puro y disfrutaba de la brisa. Benito Buroy, sentado frente a él. lo contemplaba en silencio pensando que en Cabrera iba a tener que matar a un hombre. No era la primera vez que lo hacía y seguramente tampoco sería la última, pero le incomodaba la idea. Al fin y al cabo, hacía más de un año que había acabado la guerra, Benito Buroy, que ya era prisionero de los nacionales desde el hundimiento del frente del Ebro, había pasado varios meses en el penal de Burgos. Lo habían dejado salir a cambio de cantar los nombres que recordara y de prestarse a llevar a cabo algunos trabajos como el que le esperaba en el islote, siempre a las órdenes del mismo comisario, que por aquella época pasó a ejercer sus funciones en la provincia de Barcelona. El pacto que le habían propuesto era muy claro: o eliminaba a algunos tipos que ya estaban más muertos que vivos, o sería él quien tendría que ponerse delante de un pelotón de fusilamiento. Y Benito Buroy aceptó. Lo cierto era. que no le costaba ningún esfuerzo continuar pegando tiros. Ya se había acostumbrado y sabía que no hacía otra cosa que limpiar el país de individuos a los que nadie podía salvar, alimañas acorraladas en desvanes y en cubiles ocultos por armarios desfondados. Tres años de guerra habían emponzoñado a muchas personas que ya no serían capaces de regresar a una vida normal y en orden. ¿Qué hacer con ellos? Para superar aquellos años de conflicto era imprescindible eliminarlos. Una labor desagradable pero necesaria, eso decían los individuos que lo pusieran a las órdenes del comisario… Meses más tarde, al ser destinado a Mallorca, el comisario se lo había llevado con él a la isla. Allí había permitido a Benito Buroy disfrutar de una relativa tranquilidad, la suficiente para que éste creyera que ya había cumplido con su parte del trato. Pero aquella mañana, sentado en la barca que le llevaba a Cabrera, Buroy comprendía que el resentimiento causado por la guerra era imposible de limpiar, pues era precisamente ei resentimiento el que sustentaba a los que decían querer acabar con su amenaza, y el país entero, un país cimentado en el resentimiento, regresaba a la vida cotidiana a cosca de los que, como él, se veían obligados a seguir purgando sus culpas para conservar el documento en que se acreditaba que habían superado el expediente depurador.

Aquella mañana, por primera vez desde que se convirtiera en un vergonzante asesino, Benito Buroy se preguntó qué habría hecho su víctima. Markm Vogel podía ser un delator, otro asesino, un renegado como tantos en el mundo. Aun así, la seguridad de que fuera culpable de algo empezaba a resultarle irritante. Con una guerra reciente y otra en marcha, cualquiera era culpable de muchas cosas.;Por qué no dejaban que la gente volviera a sus casas a lamerse las conciencias y a pensar, aunque fuera del todo incierto, que podían empezar unas nuevas vidas sin pasado y sin recuerdos? ¿Por qué mantenían tan vivo el odio, si habían ganado la guerra y de sus enemigos sólo quedaban cadáveres y fugitivos? ¿Por qué necesitaban continuar persiguiéndolos?

A todo esto, el comisario, entretenido sin duda con otro tipo de pensamientos, miraba satisfecho a Benito Buroy. Le señaló con el puro, dispuesto a sermonearle.

– Ahora pareces de verdad miserable, con ese abrigo andrajoso y esa maleta de payaso de provincias. Cualquiera pensaría que acabas de salir de la cárcel, y no vestido de pimpollo como has venido esta mañana. ¡Qué carajo! ¿A quién se le ocurre? En Cabrera serás un rojo recluido por las autoridades… Tranquilo, que los militares están al corriente y no van a meterse contigo. Pero, para todos los demás, ha de ser un rojo desquiciado el que se cargue a ese alemán de los cojones. ¿Te ha quedado claro?

Benito Buroy asintió con la cabeza.

– Estoy seguro de que no te va a costar un gran esfuerzo -concluyó el comisario-. A fin de cuentas, sólo se trata de que hagas de ti mismo.

Con aquello zanjó el tema. Se hurgó un oído con la uña del dedo meñique. Empezaba a sentirse aburrido por la travesía. Además, se le había apagado ei caliqueño. Lo tiró al agua, se puso en pie maldiciendo las oscilaciones de la barca y fue a la cabina a hablar con el piloto. Entonces, el número que iba con ellos y que hasta entonces se había mantenido callado en la popa, se acercó a Benito Buroy y le puso una mano en el hombro. Le dijo con suavidad:

– Cuide de las cosas que le ha dado, por favor. Son de mi familia.


Cuando empezaron a aporrear la puerta, Camila estaba todavía en la cama y Leonor Oot, que se había despertado con las primeras luces, se encontraba en el huerto arrancando ortigas. Al oír el estruendo se asomó por un lado de la casa y se encontró con Felisa García rezongando malhumorada. A su lado, un joven que parecía retrasado mental cargaba un barreño y una caja de cartón. La recién llegada puso los brazos en jarras al ver a Leonor Dot. Alzó una ceja advirtiendo la hoz

– ¿Quiere abrirme la puerta? -dijo-. ¿Cómo ha hecho para cerrarla?

Leonor Dot la saludó con una sonrisa y dio la vuelta a la casa para entrar por el porche. El interior estaba en penumbra porque la noche anterior había tapado las dos ventanas con las mantas que el calor hacía innecesarias. Camila, enturbiado su sueño por los ruidos, abrió un ojo legañoso, dejó escapar un gruñido y se tapó la cabeza con la sábana. Su madre descorrió la cerradura y Felisa García entró arremangándose y resoplando con fingido agotamiento.

– ¡No piense que voy a hacer esto todos los días! -clamó con su vozarrón destemplado.

Vio entonces el bulto de Camila en una de las camas e intentó atemperar el tono:

– ;La niña duerme? A su edad una es igual que los gatos, ágiles y vagos como una mala cosa. Que duerma. Un día es un día. Mientras, nosotras vamos a limpiar todo esto.

– Felisa -comenzó Leonor Dot-, no sabe cómo le agradezco…

– ¡Déjeme en paz! ¡No se me ponga ñoña, que me vuelvo a mi casa!

El chico había depositado los trastos en el suelo y miraba arrobado la crisálida en que se había convertido Camila. Pero la mujer le dio una palmada en el hombro.

– ¡Andrés, vete a ver si reparas el emparrado! Estas señoras necesitarán un poco de sombra.

Nada más salir el chico, Felisa García comenzó a llenar el cubo en la fregadera. Leonor Dot se arremangó también y se agachó para abrir la caja de cartón. En su interior había trapos, bayetas, y un par de botellas que debían de contener vinagre y lejía. Nunca habría pensado que algo tan banal pudiera parecerle un tesoro.

– Ése es mi pequeño -dijo la cantinera señalando hacia el porche con el mentón-. Me salió así, qué se le va a hacer. Pero es un buen chico. El otro, el mayor, se fue a la guerra. Entregó sus piernas a la patria. Ahora es Caballero Mutilado y vende cupones en Madrid. Yo le intento convencer de que se vuelva, pero él me contesta que aquí no tendría adonde ir con su silla de ruedas, que estaría incómodo. ¡Qué tontería!, le digo… ¡si la vida es estar incómodo en algún sitio! ¿No le parece?

Enfrascada en sus propios pesares, nunca había pensado Leonor Dot que la guerra pudiera significar la derrota para nadie más que para los que la habían perdido. Pero aquella mañana, junto a aquella mujer que no sabía explicarse las cosas si no era malcarándose con ellas, que tenía motivos sobrados para andar siempre enfadada y que a pesar de ello le regalaba un zafarrancho que a ella, a Leonor Dot, la iba a dignificar porque a fin de cuentas ha de haber un poco de limpieza, y porque una niña dormía en la cama y porque todos, sean quienes sean, tienen derecho a la sombra de un emparrado, aquel día pensó Leonor Dot que lo peor de las guerras es que, para el común de la gente, un buen día terminan y no se nota la diferencia salvo por los estragos que dejan.

– No se quede ahí atontada -continuó Felisa-, que hemos de dejar este cuchitril como una patena. Usted dediqúese a los suelos, que es joven. Yo limpiaré el fogón y los cristales. A ver si luego encuentro por casa unas telas para apañar unas cortinas.

Cuando un rato después Camila, tras dar mil vueltas en la cama, se incorporó por fin y las miró con los ojos frescos y muy abiertos, la casa, aun siendo la misma, había cambiado su aspecto notablemente.

– Huele a zotal -dijo-. Como en la clínica donde estuvo mamá.

Felisa García miró a la otra mujer un instante, pero Leonor Dot estaba arrodillada bajo el estante de azulejos pasando la bayeta por los rincones.

– ¡Sal de la cama, pequeña! -se volvió la cantinera hacia Camila amenazándola con un trapo sucio-. ¡Tu madre y yo estamos acabando y hay que ir a desayunar!

La niña saltó del catre y se puso el mismo vestido que llevara el día anterior. Contempló a Felisa García, que en aquel momento limpiaba el marco de una ventana murmurando que ya estaba harta de aquellas señontíngas de ciudad, y pensó que todo había cambiado de repente como cuando te despiertas de una pesadilla. El mundo sólo era feo a ratos. Pero luego salía el sol, y aquella mujer hacía lo contrario de lo que decía, y el olor a limpio era tan intenso que hasta la mareaba un poco.

– ¡Felisa! -gritó Camila, arriesgando la confianza porque intuía que podía hacerlo-. ¡He encontrado un montón de cosas!

Abrió la maleta que las mujeres habían dejado sobre la mesa y sacó el retrato de la señora rubicunda. Felisa García soltó una carcajada seca como una tos, cogió el marco y pasó por el cristal el trapo polvoriento dejándolo más sucio de lo que estaba.

– Es la Xuxa… Mira que la odiaba yo, a esa mujer… -También he encontrado esta caja. ¿A que es bonita? Y dentro hay dinero…

– Son de la época de Alfonso XIII -dijo Leonor Dot acercándose a ellas-. ¿De dónde has sacado esto? ¿Por qué no me lo habías dicho?

– ¡Era tan agarrada que los billetes le caducaban en las manos! -intervino la cantinera.

Camila seguía hurgando en la caja de latón. Contestó a su madre:

– Sí te lo dije. Te dije que la Xuxa escondía sus secretos en el pozo. La llave de la casa estaba aquí dentro. Y esto también. Es tan grande que sólo me va bien en el dedo gordo del pie.

A Felisa García los ojos le hicieron chiribitas. -¡ La Virgen Santa! ¡Ay, Dios mío, si es el anillo! Déjame verlo. ¡Madre del amor hermoso! La bruja esa se gastó en él todo lo que tenía, que era bastante. ¡Vaya si era bastante! Comer no comería, pero se pasaba las tardes a la puerta de su casa enseñando esa piedra a cualquiera que pasara. Quería que la enterrásemos con el anillo, pero no dijo dónde lo había escondido. ¡Y mira que lo buscamos! ¡Por todas partes, por todas!… Para venderlo, claro, porque vale una fortuna…

Se hizo un molesto silencio.

– Quédeselo usted, Felisa -propuso Leonor Dot-. No se lo diremos a nadie.

– ¿Yo? Pero ¡si lo ha encontrado la pequeña!

Contradiciendo sus palabras, se lo guardó en el sostén con rapidez de prestidigitador.

– Haremos una cosa -continuó-. La semana que viene iré a ver a mi hermana a Mallorca. Ella me ayudará a buscar quien me lo compre. Su marido está muy bien relacionado, trabaja en algo de aduanas. En su casa siempre hay botellas de güisqui y de vermú. En fin, que luego me iré por las tiendas y compraré cosas para nosotras… para ustedes, pero también para mí.

– ¡Sartenes! -exclamó Leonor Dot sin poder contenerse-. ¡Y un mantel! ¡Y tijeras!… ¡Y semillas para el huerto!

– Hágame una lista… No se preocupe, mi hermana sabe leer. Ahora, vamos a comer algo, que nos lo hemos ganado. ¿Dónde se ha metido Andrés? ¡A que se ha dormido, el muy cabrito!


En los peores momentos creía que iba a perder el control de su pensamiento, pero eran desfallecimientos pasajeros a los que ponía remedio ejercitando la memoria. En cuanto un ligero vahído le llevaba a sospechar que estaba cediendo a la nada el dominio de sí mismo, se arrodillaba, se inclinaba hacia delante como un musulmán y hacia lo posible por recordar una conversación mantenida años atrás con su hermano, o los muebles de la casa de un podólogo en la que sólo entró una vez cojeando a causa de un uñero, o un libro de los que leía bajo el sauce llorón de la finca de sus padres en Baviera. La memoria, a medida que le iba dejando entrever sus infinitos rincones, le devolvía la progresiva sensación de ser él de nuevo, arrodillado como un musulmán, en el lugar más solitario del mundo. Luego se ponía en pie y se enfrentaba al mar, aquel mar excesivo y terrible salvo para los que lo contemplaran de forma distraída. Porque aquella contemplación no le daba otra cosa que no fuera la distancia infinita de un manto impenetrable, o un cielo tan abierto que el corazón se le perdía en un laberinto que le cegaba, o un viento que venía de ningún lugar y que le acariciaba con la voluptuosa atracción de la locura. Y pensaba, una vez vencido el deseo de disolverse en aquel lugar sin límites, que se tenía que ser muy joven o muy anciano para encontrar en el mar la serenidad. Él sólo podía buscarla en los recuerdos que se lo escapaban. Recuerdos como el de un camión con la caja repleta de cuadros de Otto Dix, de Albert Birkle o de Ludwig Meidner envueltos en ropa de cama, que cruzaba la noche con salvoconducto del ministro de Propaganda e Información. El conductor, que tenía las mejillas encendidas, había nacido en Berchtesgaden y sólo hablaba de vacas. O el de Lidia ebria en la cama del hotel Palace, la copa de champagne rota sobre la mesilla y una risa inextinguible en los labios. O el de aquel caserón santanderino de salones vacíos en el que una niña, tras observarlo largamente calibrando sus intenciones, se asomó a la ventana y gritó a los policías españoles que se fueran, que estaba sola. Después de casi cien días en la isla no echaba de menos la compañía de las personas, pero sí sus voces.

A falta de otra cosa, escribía en la arena de la playa párrafos o poemas que iba rememorando en la ociosidad de las horas muertas, alguna cita aproximada de Goethe, un aforismo de Lichtenberg o versos sueltos de Holderlin o de Rilke. «Denn das Schone ist níchts ais des SchreckHchen Anfang…» Con un palo grueso araba las letras, profundas y tan largas que para escribir cada una tenía que dar un breve paseo. Después trepaba hasta la entrada de su cueva y leía una y otra vez, en voz alta, a veces a gritos, aquella página efímera que las olas, por la noche, volverían a dejar en blanco… pues lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible.

Al principio de su estancia allí había hecho largas excursiones por la isla, pero le había bastado poco más de un mes para conocer todos sus rincones. Más tarde buscó aquella cueva apartada y se instaló en ella. Poco a poco se vería invadido por una invencible indolencia. Dormía mucho. A veces se tumbaba a la sombra de una sabina y dormitaba un día entero. O se bañaba en el mar, en parte por higiene aunque sobre todo para desentumecer el cuerpo. O pescaba con algunos sedales que le había regalado el Lluent. Los dejaba en el mar. atados a algún saliente, y sacaba grandes peces que en su mayor parte alimentaban de nuevo los sedales o regresaban putrefactos a las aguas. Aprendió a mirar las plantas durante horas, a observar cómo las mecía el viento o las visitaban los insectos, con el interés con que habría podido espiar a unos vecinos extravagantes. Aprendió también a contemplar los anocheceres, desde que se dibujaba la primera pincelada rosácea en las nubes hasta que la luna y las estrellas se hacían dueñas absolutas de la oscuridad, sin percibir el paso del tiempo y sin esbozar ni un solo pensamiento.

Conseguía el agua en un escuálido manantial que brotaba cerca de su cueva. No era buena, y al principio le había causado vómitos y descomposiciones, pero había acabado acostumbrándose a ella. Para cualquier otra cosa tenía que bajar al pueblo. Evitaba hacerlo, pero su hábito de fumador lo condenaba a buscar la ayuda que en todo lo demás rechazaba. Así que de vez en cuando recuperaba la ropa con la que llegara a la isla y que guardaba en la cueva para esas ocasiones, se lavaba bien, se peinaba con la ayuda de un pequeño espejo y tomaba el camino del puerto como si regresara de dar un agradable paseo por el campo. Felisa García, en la cantina, solía suspirar con alivio al verlo entrar tan elegante y tan poco deteriorado por la soledad. Se preguntaba cómo podía sobrevivir aquel hombre perdido por los acantilados, y temía, con razonable fundamento, que un buen día no regresara y se pudriera frente al mar sin que nadie pudiera nunca encontrarlo. Pero aquel hombre parco en palabras acababa siempre regresando. Saludaba muy educadamente a Felisa y tomaba asiento a la sombra del emparrado, donde esperaba a que ésta, maldíciéndolo por lo terco que era,!e sirviera un plato de verduras, un pedazo de carne correosa y un vaso de vino que la mujer sisaba a su mando. El ritual era siempre el mismo. Se lo comía todo aunque sin mostrar una especial avidez, y nada más acabar, con la zozobra del que sabe que está haciendo algo reprobable, le preguntaba a Felisa García si tenía por casualidad un poco de tabaco. Ella lo maldecía de nuevo mientras le entregaba, envueltas en papel de periódico para evitar que alguien lo viera, un par de cajetillas de Ideales o de picado fino superior. Entonces él se lo agradecía con una leve reverencia en la que Felisa García descubría toda la elegancia de su orgullo insolvente, y se retiraba de nuevo al desamparo de su guarida.

Una mañana, al entrar el hombre en la cantina, vio a una mujer sentada a la mesa junto a la ventana, acompañada por una jovencita. Paco jugaba al dominó en la barra con el Lluent, que aquel día no había salido porque la mar andaba revuelta. Andrés observaba el juego con un interés entusiasta aunque desprovisto de entendimiento. Felisa García, que salía en aquel momento de la cocina, le reprochó al verlo su aspecto demacrado y lo cogió del brazo para arrastrarlo hacia donde estaban las desconocidas.

– ¡Aquí tenemos al jodido ermitaño! -voceó, de buen talante para quien supiera adivinárselo.

Plantó al hombre frente a la mesa y señaló a las dos mujeres como si fuera a acusarlas de algo.

– Quiero que conozca a Leonor Dot y a su hija Camila. Han llegado hace poco a la isla, pero ellas no se parecen en nada a usted. No se van por los montes a perder la sesera. Han limpiado de ortigas el huerto de su casa y van a plantar legumbres y verduras.

Leonor Dot se puso en pie. El hombre le cogió la mano y se la llevó a los labios, donde depositó un beso que no llegó a rozarle la piel.

– A sus pies, señora -dijo-. Me llamo Markus Vogel. Se volvió hacia la niña. Camila no se había movido. Algo cortado, le dio unas palmaditas en la cabeza. Luego dudó unos instantes, carraspeó un poco y, tras esbozar una sonrisa, salió al exterior y tomó asiento bajo el emparrado.

– Qué desperdicio, Señor -cuchicheó Felisa-. Que tenga una que aguantar lo que aguanta habiendo hombres como éste perdidos por el monte… Si ya lo digo yo, que los buenos son los que se van.


– Su regreso a Mallorca depende de que cumpla el encargo que le he hecho -dijo el comisario tras subir a la embarcación.

Y, agarrándose al hombro de su subordinado para no perder el equilibrio, añadió con maliciosa ironía:

– En la nueva España, hasta un rojo puede rehabilitarse si se comporta como un hombre de bien.

El comisario había permanecido en Cabrera un par de horas, el tiempo suficiente para hacerle una visita a la viuda de Ricardo Forteza y para tomarse unos vinos en la cantina. Pero el hambre comenzaba ya a aguijonearle el estómago. Tenía ganas de estar de regreso en Palma. Se palpó los bolsillos en busca de un purito, mirando a Benito Buroy como si observara a un chimpancé en su jaula. El motor estaba en funcionamiento y habían soltado los amarres. El piloto dio gas. La barca se fue separando del muelle. Libre de su carga, se alejó con rapidez por las aguas mansas de la ensenada en busca del mar abierto.

Benito Buroy se había quedado inmóvil con una sonrisa gélida en los labios y la sensación espantosa de haberse convertido en un mamarracho. A su lado, Paco se rascaba un muslo con mansedumbre y el capitán del regimiento se despedía con el brazo alzado. No se movieron de allí hasta que la barca desapareció tras los acantilados del castillo. Sólo entonces el militar se volvió hacia el dueño de la cantina, que bostezaba.

– Habrá que buscar acomodo para este hombre -le dijo-, y la verdad es que lo tenemos difícil. Las casas no están en condiciones. O le cede usted un rincón en la suya, o le tendré que amueblar una habitación en la Comandancia Militar.

– Haga lo que le plazca -respondió el otro-, pero si va a meterlo en mi casa dígaselo usted a Felisa.

El militar no pudo reprimir una súbita alarma.

– No será necesario… no será necesario. Yo tengo sitio de sobra.

La Comandancia Militar, un sólido y vetusto edificio de dos plantas con una balconada corrida que daba sobre el puerto, se alzaba junto a la cantina y delante mismo de la higuera. Allí, lejos de los pabellones donde dormitaba la tropa, vivía y despachaba el capitán Constantino Martínez. En la parte superior había habilitado una habitación para su uso privado, y en la planta baja, a un lado de la puerta, había acondicionado una oficina que, por la escasez de sus elementos, tenía un aire provisional de campaña inacabada. El resto de las estancias estaban vacías y sus puertas atrancadas.

Hacia allí se encaminaron. Una niña, con la espalda y las palmas de las manos apoyadas en el tronco de la higuera, observaba atentamente al recién llegado. Benito Buroy la miró un instante al pasar junto a ella. Tenía unos ojos verdes que daban a su mirada la profundidad de los materiales translúcidos, y una melena tan negra que a la luz del sol dejaba escapar reflejos violados. Y, aunque apretaba con fuerza los labios y mantenía unidas las puntas de los pies, había en su postura una sutil sensación de aplomo, debida quizá a un exceso de su osamenta, que delataba un indicio de madurez. Buroy pensó que las niñas empezaban a hacerse mujeres por los hombros. Antes de alcanzar el edificio, Paco se despidió con un gesto de la mano y se desvió hacia la cantina. Un soldado, sentado en una silla solitaria del vestíbulo, se puso en pie con desgana al ver entrar a los dos hombres.

– Sin novedad, mi capitán -dijo reprimiendo un eructo. Su superior le miró con inquina pero no hizo ningún comentario. Se metió con Benito Buroy en su despacho y cerró la puerta. Del único archivador que allí había sacó una botella y dos vasos. Los dejó sobre la mesa. Al tomar asiento, la butaca soltó un crujido amenazador que no alteró al militar en lo más mínimo. Señaló a Benito Buroy dos sillas de respaldo alto, rescatadas sin duda del comedor de alguna casa abandonada, que se encontraban frente a su mesa. -Me permitirá ofrecerle un fino -dijo. Benito Buroy dejó la cartera en el suelo y se quitó el abrigo. Tomó asiento mirando al capitán sin saber qué decir. Se sentía cohibido. El comisario no le había explicado cómo tenía que comportarse ante la máxima autoridad de la isla, pe hecho, se había limitado a hacerle el encargo y a depositarlo allí sin darle ningún tipo de instrucciones.

– Sé que usted no es lo que parece -dijo el militar despejando sus dudas con voz cómplice aunque grave-. El señor comisario no me ha proporcionado ningún detalle de su cometido en Cabrera, pero lo entiendo. La guerra es como el polvo. Se cuela hasta en los lugares más apartados. La semana pasada, sin ir más lejos, vimos el periscopio de un submarino a dos millas del puerto. Nos dimos la vuelta, informamos al mando y Santas Pascuas. Mi única misión es que siga ondeando el pabellón de España en el castillo, y no es poca cosa. Sé bien que si finalmente entramos en el conflicto el inglés vendrá de inmediato a por nosotros. Esta cochina isla es la puerta trasera de las Baleares. Pero, si eso sucede, la defenderemos hasta el último hombre.

Parecía nervioso. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa y hacía crujir la butaca moviéndose a un lado y a otro. Benito Buroy se sintió más tranquilo. El capitán Constantino Martínez estaba asustado por algo que sucedía muy lejos de allí pero que podía alcanzarlo en cualquier momento. El también había pasado noches enteras acurrucado en una trinchera, fumando cigarro tras cigarro, consciente de que antes o después avanzaría implacable y sangrientamente algo que era imposible detener.

Alzó un poco el vaso para cruzar las piernas.

– Sólo quiero decirle -continuó el capitán- que no voy a entrometerme en nada de lo que usted haga y que puede contar con mi ayuda si la necesita.

– Me bastará con que me trate en público como a un enemigo del Régimen.

– Claro, claro. Faltaría más… Respecto a esto, quería decirle que había pensado albergarlo en la planta de arriba, donde yo estoy. Pero me parece más aconsejable darle una habitación aquí abajo. Es lo que habría hecho en un caso como éste.

Benito Buroy asintió con la cabeza. El militar apuró el contenido de su vaso y se puso en pie.

– La habitación está vacía, pero voy a dar instrucciones para que se la amueblen.

Tiró del cinturón para subirse los pantalones y se encaminó hacia la puerta.

– Sólo una cosa -dijo antes de abrirla-. Supongo que no habrá ninguna duda acerca de mi lealtad… La guerra me sorprendió en Badajoz, pero me puse de inmediato a las órdenes del general Yagüe, que por aquel entonces era coronel.

Luego luché en la toma de Madrid y me condecoraron. Mire, tengo la espalda llena de metralla.

Se quitó la guerrera y se alzó un poco la camisa para mostrar el costado. La piel, de aspecto pulposo, aparecía surcada de pequeñas cicatrices.

– ¿Lo ve? -insistió el militar-.Tengo esquirlas hasta en los riñones. No sé ni cómo estoy vivo, y todo para que acabaran destinándome a este lugar. Pero no me importa. Lo único importante es servir a España y a nuestro Caudillo, ¿verdad? Estoy seguro de que antes o después me trasladarán a la Pe nínsula.


Nunca había tenido mujer, pero tampoco echaba de menos su presencia. Años atrás había estado con algunas furcias, allá por las costas de Alicante, en un burdel que le dejaba muy cohibido porque olía a perfumes orientales y estaba todo revestido de bordados y pasamanería. De aquella temporada, que no le satisfizo en exceso, había sacado la conclusión de que las mujeres resultaban deslumbrantes pero muy difíciles de entender, que se reían o se enfadaban por causas ocultas y que se comportaban con gran nerviosismo, como si anduvieran esperando con ansia a que sucediera algo importantísimo. Quizá por eso embellecían con encajes todo cuanto las rodeaba y se embadurnaban con afeites, para estar preparadas cuando llegara la gran noticia. Pero el Lluent, para quien su principal pasión eran el pan blanco y las sardinas en lata, nada sabía de noticias y le daba pánico la sola posibilidad de recibirlas. Para él, una noticia era señal de que las cosas cambiaban y de que, por lo tanto, alguien había muerto.

Así que dejó correr lo de las mujeres. Pasados los años, y arrastrado por la magia confusa de la fonética, llegó a creer sinceramente que un burdel era algún tipo de barco. El Lluent tenía muy buena intuición para adivinar dónde se encontraba a cada momento, pero muy mala memoria para recordar dónde había estado tiempo atrás. Eso lo hacía buen marino, pues se orientaba bien y la reiteración del horizonte nunca le agobiaba. Había pasado la vida entera en el mar. principalmente en pesqueros que faenaban por la costa. Su llegada a Cabrera se había producido tras enrolarse en la barcaza que llevaba el petróleo para el faro. Pero el trasiego de bidones no era lo suyo, por mucho que el sueldo fuera superior a lo que él estaba acostumbrado. Fue entonces cuando, en la cantina del islote, conoció a un pescador viejo y calvo que navegaba siempre con un perro aureolado de pulgas. Aunque era un hombre recio, se veía con facilidad que la vida se le escapaba a borbotones cada vez que exhalaba el aire. Et Lluent se ofreció para trabajar con él, y el viejo marino acabó dejándole la barca en herencia a cambio de que, llegado el momento, se encargara de enterrarlo en el cementerio con la cabeza orientada a levante y, dijera lo que dijese cualquiera en el pueblo, en la esquina opuesta a una lápida marcada misteriosamente con un círculo. Así lo hizo el Lluent, y dos años después enterró allí mismo al perro junto a su verdadero dueño. Como un faraón roñoso, el perro recibió las paletadas de tierra acompañado por toda su cohorte de pulgas, que no pudieron o no quisieron abandonar su paraíso muerto.

Así había llegado el Lluent a ser el pescador de Cabrera. Había otros, pero raras veces pernoctaban en la isla y todos le debían respeto, ya que no obediencia. Aunque el Lluent nunca ponía objeciones a sus idas y venidas y hasta les dejaba pasar la noche en el suelo junto al fuego de su chimenea, sabían que era mejor no encararse con él. Su navaja albaceteña, que llevaba siempre al cinto, había probado en un par de ocasiones la sangre caliente. El Lluent era, por méritos propios, el señor de aquella ensenada que tantas vidas había salvado en días de tormenta.

En una ocasión, un soldado de los que aparecían de vez en cuando por la cantina le preguntó la edad que tenía. El pescador alzó la mirada para contemplarse un instante en el espejo que cubría parte de la trasbarra. «Soy joven, pero no tanto», contestó, con la mayor precisión posible en un hombre que nunca había usado el calendario. Algún tiempo después, jugando con Paco al dominó, se había quedado abstraído mirándose de nuevo en aquel espejo.

– ¿Qué coño haces? -le había dicho el otro-. ¡Si eres más feo que Picio! ¿Quieres hacer el favor de estar atento?

– Acabo de descubrir que ya no soy joven -comentó el Lluent con un punto de melancolía-. Ay, Señor, cómo pasa el tiempo.

En la embriaguez del vino encontraba la dulzura del placer. Cuando bebía, la cabeza se le llenaba de nubes pacíficas, y el vaivén que mecía su cuerpo era dócil y respondía a sus caprichos. En las noches más oscuras, cuando el viento se aquietaba y la higuera permanecía tan inmóvil que se diría petrificada por un último soplo de aire gélido, se le oía canturrear las melodías con las que se balanceaba, gozoso, sentado a un lado de su puerta. Para el Lluent no había paz comparable a aquélla. Si algo le molestaba era la ansiedad que lo embargaba a veces, normalmente en alta mar, mientras descifraba los signos del cielo y leía en la superficie de las aguas. No tenía miedo a los temporales, pero sí a aquel agobio que, como una inundación interior que lo sorprendiera en la soledad del mar abierto, le nacía en el vientre y le subía por la garganta hasta asfixiarlo con los olores penetrantes de perfumes casi olvidados. Entonces el viento le traía el sonido de risas imposibles, y en las palmas de las manos le nacía un anhelo de suavidad que le obligaba a frotárselas para espantarlo. En esas ocasiones se subía a la borda y, agarrándose con una mano al mástil, se masturbaba con saña sobre las olas para verter en el agua una memoria enquistada que no sentía como propia. Luego, ofuscado, murmuraba algunas blasfemias, bajaba de la borda, se guardaba de nuevo en el pantalón la polla dolorida, y continuaba con sus labores maldiciendose a sí mismo por haber caído una vez más, como un ladrón de placeres ajenos, en las suciedades de unos recuerdos que no le pertenecían.


Ayer fuimos a esperar a Felisa, que llegaba por fin de Mallorca. Al bajar al muelle, cogidas de la mano, mi madre me pidió que no le dijera que Paco había estado borracho casi toda la semana y que ella se había encargado de cocinar y de mantener en orden la cantina. A mí me había tocado llevar cada día la comida al capitán a su despacho, y hasta Andrés nos había ayudado a pasar la escoba por el bar, con tanto ímpetu que las colillas volaban y rebotaban contra las paredes y los cristales como abejorros asustados, incluso el Lluent, que no suele hablar con nadie, se había colocado tras la barra para servir a los pocos soldados que venían a tomarse un refresco. Él había sido también el que, cansado de ver a Paco dormitando bajo el emparrado, una mañana lo había cogido en brazos para meterlo en la cama. El pobre hombre babeaba sobre el hombro del pescador, gimiendo una y otra vez: «la vida es una mierda, la vida es una mierda», aunque sin decir por qué pensaba eso de la vida. Luego nos chivó el Lluent que le había escondido el vino, aunque creo que más bien se lo robó, porque lo vi salir camino de su casa con un capacho que tintineaba. Mi madre, que al final ya estaba un poco harta, me dijo ayer, mientras bajábamos cogidas de la mano hacia el puerto, que hay mujeres como Felisa que sostienen ellas solas un mundo y que por eso tienen el carácter destemplado y las piernas surcadas de varices.

Al vernos en el muelle desde la embarcación que entraba en la ensenada, Felisa comenzó a agitar su brazo gordezuelo y nos señaló las cajas. La barca iba como siempre atiborrada de cosas para los militares, pero en aquella ocasión había también algunas para nosotras. Nada más echar el piloto los amarres, Felisa, sin poder contener la impaciencia, extendió las manos hacia los dos soldados que esperaban para ayudar en el descargue. Sostenida por ellos, que hinchaban los carrillos como si levantaran una viga de hierro, subió al muelle tan ufana que parecía que iba a reventar de gusto.

__Tú y tú -les dijo a los soldados hundiéndoles el dedo en las guerreras-. Coged esas cajas, esas de ahí, y llevadlas a mi casa.

Entonces, al ver que el capitán la miraba con perplejidad, se volvió hacia él.

– Constantino, le robo un momento a estos dos jóvenes.; Y no se queje, que mañana le haré paella! ¿Cuánto hace que no come una paella?

Nos encaminarnos hacia la cantina seguidas por los improvisados porteadores. Para que todo hubiera sido perfecto sólo faltaba que el elefante de la caja de latón que había encontrado en el pozo y que tantos regalos nos iba a proporcionar hubiera cerrado la comitiva. Porque allí había de todo: sartenes, jabones de olor, cortinas de cretona estampadas de flores y hasta una tulipa de cristal para nuestra bombilla desnuda. Felisa fue disponiendo las cosas sobre una mesa del bar mientras nos explicaba que finalmente el anillo se lo había comprado su cuñado, y que él mismo le había presentado a un hombre que tenia todo lo que pudiéramos imaginar, y más aún, en un almacén grande como una catedral, un hombre simpatiquísimo que la había tratado igual que a una reina, que le había ofrecido una especie de trono de terciopelo granate para que, desde allí, fuera pidiendo por esa boquita, porque el hombre era un caballero y además deseaba quedar bien con su cuñado, gran amigo suyo y todo un jerarca, eso había dicho el hombre, tiene que estar orgullosa de que su hermana haya pillado a este tunante, y su cuñado se reía con benevolencia y le decía que dejara de soltar idioteces y que atendiera a la señora como Dios manda, y Felisa señalaba algo y decía esto, y aquello, y lo de más allá, y ahora dos cortinas para una amiga y unas ollas para mí, y un mozo le traía tajas y cajas llenas de cortinas y de juegos de cocina, y teteras con escampas de París y de Londres, y floreros de Murano de esos tan bonitos que tienen gotas de aire dentro, y al final, cuando ya había pagado Felisa y el hombre los acompañaba a la puerta, le había guiñado un ojo y le había dado de tapadillo un collar de perlas que a ella, a Felisa García García, le daba vergüenza ponerse con lo gorda que estaba, y le había dicho que era para él un placer entrar en comercios con mujeres de gusto exquisito.

Todo eso dijo Felisa de un tirón y sin coger aire, por lo que acabó con la cara congestionada aunque muy satisfecha de saber que, en algún lugar, un hombre galante y educado apreciaba la exquisitez con que llevaba un mundo entero a las espaldas. Mi madre y yo salimos cargadas con todo aquello y emprendimos la ascensión hacia nuestra casa. A medio camino nos detuvimos para descansar. Entonces mi madre miró con gran desánimo la caja que había dejado a sus pies.

– Dios mío, ¿de quién sería todo esto? -murmuró-. Qué mierda de vida.

A mí me extrañó un poco que, en medio de tanta felicidad, mi madre dijera lo mismo que el pobre Paco en su borrachera. Pero ya estoy acostumbrada a que las alegrías y las tristezas de mi madre no se correspondan con las de los demás, como si sus ideas estuvieran siempre en otro lugar de aquél donde nos encontramos. Además, me sentía demasiado contenta para que nada pudiera afectarme y tenía motivos para estarlo: entre todos aquellos tesoros había incluido Felisa, en un paquete envuelto con un gran lazo rosa, varias libretas y un montón de lápices de colores.

Ahora mi madre duerme la siesta. Desde hace unos días ha cogido la costumbre de tumbarse a la sombra del porche en espera de que baje el sol. Cuando un soplo de brisa le lame los ríñones y la despierta, viene a donde yo estoy con k mirada algo turbia y una sonrisa plácida en los labios, me besa en el pelo demorándose un poco para olerlo, y luego se va a cuidar su huerto. Hoy he aprovechado que dormía para sen-rarme a la mesa y contar por escrito que ayer fuimos a buscar a Felisa, que por fin llegaba de Mallorca cargada de regalos, y que entre tantos regalos había todo lo necesario para que yo pudiera comenzar este diario. He elegido la libreta más gruesa. Quiero anotarlo todo para acordarme cuando sea vieja y que no me pase lo que al Lluent, que si le preguntas dónde nació pone cara de extrañeza y mira a un lado y a otro, como buscando muy lejos algo que tendría que estar en su cabeza.


Benito Buroy se despertó con un terruño en la boca. Tenía la lengua tan entumecida que le costaba moverla, y en el paladar una molesta sensación de tubería reseca. Se incorporó y miró a su alrededor sin saber dónde se hallaba. Tardó unos segundos en recordar que estaba en Cabrera y el motivo que lo había llevado hasta allí. Entonces se sentó en la cama y miró con aprensión la amplia habitación en penumbra, las contraventanas que dejaban filtrar haces tibios de luz, y la puerta cerrada al otro lado de la cual dormitaría el soldado de guardia. La tarde anterior le habían llevado un arcón que seguía vacío y una mesa sobre la que reposaba su destartalada maleta de cartón. No se había molestado en abrirla.

Acababa de despertarse, pero ya se sentía cansado. En la guerra civil, a Benito Buroy lo había derrotado más el agotamiento que la fuerza de las armas, una necesidad imperiosa de dejar de creer en algo y de dejar también de luchar por ello, un deseo de regresar a la normalidad que había ido arraigando en sus miembros y en su espalda hasta volverse enfermizo. Lamentablemente, había tardado demasiado en rechazar unas ideas que ya no tenía. La consecuencia, aparte de aquella reclusión en el penal que le había dejado un miedo permanente en las pupilas, era la pistola escondida en la maleta junto a un par de mudas solitarias.

De su piso de Palma había cogido sólo una camisa y dos calzoncillos, en parte por tranquilizar a Otto Burmann, que gemía como un perro abandonado, pero también porque no tenía la menor intención de demorarse mucho en el encargo de matar al jodido alemán. Si aquélla era la penitencia que debía cumplir para que le dejaran en paz un tiempo más, lo haría de inmediato y regresaría a su vida tediosa en el bar. Quizá, a fuerza de aceptar encargos, algún día accedieran a darle un pasaporte. Entonces vendería su parte del negocio y se iría a algún lugar lejano donde todo estuviera por hacer y él pudiera no hacer nada.

El soldado de guardia le miró en silencio al verlo salir de su habitación.

– Tengo sed -dijo Benito Buroy acomodándose sin esfuerzo a su relativa condición de reo.

– Pues vaya a la cantina -contestó el otro-. El botijo de aquí es para la tropa.

El día había amanecido nublado. Soplaba un viento intermitente que arrancaba a la higuera un rumor de infinitos roces. Los cormoranes y las gaviotas volaban en círculos, trazando impecables geometrías en el desorden de una tormenta que se gestaba en algún lugar todavía invisible. Pesaba en el aire una amenaza de santabárbara rodeada por las llamas.

Benito Buroy cruzó la plaza y entró en la cantina. La luz del día, exigua y triste, adquiría allí la turbiedad de un acuario descuidado. Se sentó a una mesa y observó a los presentes intentando mostrar distanciamiento. Ya la noche anterior había cenado allí sin hablar con nadie, dejando a su paso una estela de antipatía. Era lo que necesitaba para sentirse cómodo. No deseaba conocer a nadie ni entablar ninguna conversación. Por lo general, los otros le recordaban a esos viajantes que en el tren se muestran dispuestos a compartir su pan y su queso a cambio de una cháchara incesante, convencidos de que su despecho por una mujer ingrata, la foto de dos niños de sonrisa forzada o un miserable muestrario de corbatas de colores bastan para entablar relación con alguien y evitar estar solos en el mundo. Pero a Benito Buroy le aburrían las vidas de los demás. En su bar de Palma, los clientes le hablaban sabiendo que él, mientras tanto, pensaba en otra cosa. Aquélla era su manera de escucharlos y a ellos no parecía importarles. A la noche siguiente volvían a estar allí contando la misma historia que los había llevado una vez más hasta aquella barra. Por lo general, la gente hablaba de sus vidas como si ya hubieran sucedido.

– Pan negro y achicoria, eso es lo que hay -le dijo la gorda de la cantina sirviéndole con evidente desgana.

Benito Buroy contempló con curiosidad el collar de perlas i¡ue lucía la mujer por encima del grasiento delantal. Ella advirtió su mirada, pues lo escondió bajo la pechera y le dio la espalda, ofreciéndole su inmenso trasero a modo de desaire.

A Felisa García no le gustaba el recién llegado. Le molestaba su mirada inquisitiva, que más que mirar sacaba provecho de las cosas, y aquel gesto de tensión en una mandíbula casi inexistente, una mandíbula sin barbilla que se mantenía siempre prieta, aunque no por causa de ningún dolor, pensaba Felisa, sino involuntario reflejo de un espíritu cruel. Felisa García estaba convencida de que no se podía esperar nada bueno de aquel hombre, como lo estaba de que en la guerra había cometido atrocidades que a cualquier persona le habrían hecho perder el sueño. Porque, según creía ella, todas las personas, incluso las más decentes, de vez en cuando pierden la cabeza y cometen acciones inconfesables. Es entonces cuando se pone en marcha una sensación de culpa que va creciendo como un tumor de la conciencia y que antes o después las lleva a buscar por sí mismas el castigo. Aquello era lo normal para Felisa García, que se sentía culpable de todo lo que sucedía en cualquier parte o pudiera suceder y fuera de algún modo evitable, como si su cocina, en la que pasaba buena parte de su vida, en lugar de ser un sitio sucio y mal abastecido fuera en realidad el motor secreto del mundo. Por ello, porque se había acostumbrado a convivir con un remordimiento que la iba devorando por dentro, Felisa García reconocía de inmediato a los que nunca iban a sentirse arrepentidos hicieran lo que hiciesen. Sabía muy bien de qué pie cojeaba Benito Buroy. Nada más entrar en la cantina la noche anterior en busca de su cena, le había mirado a los ojos y había visto cómo le afloraba a las pupilas la indiferencia codiciosa del diablo.

Se encerró en sus dominios tremendamente malhumorada por la presencia desagradable de aquel intruso. La gran olla que trajera de Mallorca humeaba sobre el fogón de leña. Al otro lado, sobre un mármol descascarillado, había una caja de judías verdes. La cogió dejando escapar un quejido y la llevó hasta una mesa cubierta con un hule. Se había sentado ya para comenzar a deshebrarla verdura cuando descubrió a su hijo Andrés sentado en una esquina. Tenía las manos en las rodillas y balanceaba el tronco con la mirada perdida en las baldosas.

– ¿Qué haces? -le dijo-. ¿Ya estás otra vez en Babia?

Andrés la observó uniendo las cejas, aturdido. Y Felisa García, aunque sintió en el estómago un mordisco que la avisaba de que iba a utilizar a su hijo para desfogarse, continuó sin poder evitarlo:

– ¡Eres un inútil, una carga para tu madre! ¡Ya estoy harta! ¡Así nunca llegarás a ninguna parte!

Al muchacho se le abrieron mucho los ojos. Entonces se puso en pie, impulsado por un resorte, y salió de la cocina. Cruzó el bar sin mirar a nadie, dejó a un lado la plaza y se encaminó por el sendero que llevaba a los barracones militares. Andaba deprisa, con una decisión descabellada, agitando los brazos. Así fue costeando la bahía hasta llegar a la altura del campamento. Un grupo de soldados, sorprendidos por su prisa, le gritaron algo que él no se detuvo a escuchar. Se internó por el camino del valle, que se adentraba en la isla por entre campos de olivos, y al llegar a una casona en ruinas, allá donde acababa la senda, comenzó a ascender por la montaña. Subía a tal velocidad que le costaba un gran trabajo sortear los matorrales. Intentaba apartar las ramas de los brezos y los lentiscos manoteando de vez en cuando en el aire, y las ramas le golpeaban agitadas por las ráfagas de viento que anunciaban la tormenta.

Gruñendo mientras avanzaba a trompicones, Andrés llegó a lo alto de la montaña y comenzó a descender por el valle de las voces. Era aquél un lugar angosto y poblado de pinos que conocía bien, pues lo visitaba con frecuencia. Desde allí, en lo más hondo de la vaguada, se oían con toda nitidez, como si una voz de ultratumba se las fuera soplando al lado mismo de los tímpanos, las conversaciones que se mantenían muy lejos, en la plaza del pueblo o en el campamento militar. Tiempo atrás Andrés se asustaba al oirías y huía creyendo que eran fantasmas, hasta que un día reconoció el inconfundible tono airado de su madre, que reprochaba a su marido lo poco que la ayudaba y le amenazaba con irse a vivir a Mallorca con su hermana. Fue un hallazgo sensacional. Aquel día creyó Andrés haber encontrado el lugar adonde iban a parar las palabras cuando se las llevaba el viento, y comenzó a pasar allí largas horas esperando aquellas mariposas invisibles que, de tan mortecinas, parecían nacer en el interior de su propia cabeza.

Sin embargo, aquella mañana tampoco se detuvo allí. Ascendió una loma despoblada, cubierta de piedras que rodaban bajo sus pies. Se cayó un par de veces hasta que alcanzó, algo magullado pero más decidido que nunca, el camino que conducía al faro de N'Ensiola, el más alejado de los dos que tenía la isla, en el extremo opuesto de la bahía donde se desmoronaba el pueblo. Caminó un rato por entre formaciones rocosas cada vez más abruptas y pronto tuvo el mar a ambos lados. Se internaba ya en el saliente donde se alzaba el faro cuando un trueno, con un breve chasquido ensordecedor, lo detuvo de golpe como si le hubiera golpeado en la nuca. Un rayo iluminó por unos instantes la superficie del mar. Andrés alzó la mirada. Un manto de agua comenzaba a caer sobre él. Llovía con tanta fuerza que las gotas le hacían daño en la frente. Se la cubrió con las manos tentado de huir, de regresar corriendo a la cantina, pero el faro se alzaba delante de él y en sus oídos resonaban todavía los reproches de su madre. Soltó un largo grito para espantar el miedo. Continuó la ascensión resbalando en las piedras, cegado por la tromba de agua. De improviso, cuando más perdido se sentía, se topó con la torre del faro. Abrió los brazos, se pegó a ella y apoyó la mejilla en la piedra helada contemplando con horror la superficie difusa del mar, que había perdido su transparencia y se extendía bajo una bruma sacudida por las ráfagas de viento que, en aquel lugar donde el mundo terminaba, se arremolinaban sin encontrar obstáculos. Sólo entonces, haciendo un último acopio de fuerza y de valor, se dio la vuelta y emprendió el regreso.

Cuando, mucho rato después, llegó por fin a la cantina jadeante y empapado, cubierto de arañazos, con los pantalones rotos y las rodillas sangrando, Felisa García lo esperaba junto a la puerta. No le dijo nada al verlo. Se limitó a cubrirlo con una manta y, cogiéndolo por la cintura, conducirlo por entre las mesas en las que aún se amontonaban los restos de las comidas. Ya en la cocina, la mujer puso un tazón de caldo sobre el hule de su mesa y tomó asiento. Obligó a Andrés a sentarse también, como de niño, en su regazo, y con una esquina de la manta le fue secando la cabeza con mucha suavidad. Andrés, aunque un poco aturdido, comprendió que su madre no iba a enfadarse de nuevo. Cogió el tazón para calentarse las manos, sonriendo con orgullo por haber conseguido llegar, tras un esfuerzo sobrehumano con el que desmentía todo lo que ella le había pronosticado, al lugar más lejano al que podía ir.

Felisa García lo acunaba notando que, bajo el peso de su hijo, se le iban quedando las piernas dormidas.


El capitán Constantino Martínez estaba sentado en la balconada de la Comandancia Militar. En el horizonte, sobre un mar manso y oscuro, se diluían los últimos fuegos del atardecer. Podían parecer muy espectaculares, pensó el militar, pero eran una mariconada de decorado zarzuelero si se los comparaba con los ardores que le atormentaban el estómago. Miró con recelo la bandeja en la que le habían servido la cena, apartada a un lado sobre una banqueta. Pensó que la col era demasiado amarga y que sin duda había entrado en contacto con sus heridas interiores, llagándolas con aquel jugo ácido que desprendía al masticarla. Ya lo había temido él nada más probarla. Demasiado tarde para evitarlo, se lamentaba en aquel momento de haberse dejado llevar por el hambre, aunque también, debía reconocerlo, por su afición por una hortaliza tan poco compatible con los trozos de hierro que guardaba en su cuerpo. Y es que el militar, poco ducho en anatomía, estaba convencido de que la metralla que le entrara por la espalda se le había acabado alojando en las paredes de los intestinos. Lo creía firmemente, sin pararse a considerar que para llegar la metralla hasta allí le habría tenido que destrozar varios órganos vitales, ni que los ardores ya lo torturaban en los años tan lejanos de su juventud, cuando aquella profesora miope y anarquista, no contenta con predicar la disolución de todas las fronteras, lo sacaba al estrado para que señalara en un mapamundi lugares imposibles llamados Osaka, Jerusalén o Retrogrado, convencida de que algún día les serían tan próximos, a ella y a todos sus alumnos extremeños, como, por poner un caso, Villafranca de los Barros. Del caos mundialista de aquella mujer le venían al capitán Constantino Martínez tanto los ardores de estómago como aquella necesidad de vivir en un mundo pequeño y ordenado que desembocaría, no podía ser de otra manera, en su temprana vocación militar.

La barca del Lluent entraba en aquel momento en el puerto. El capitán, desde la balconada de la Comandancia, la contempló con la melancolía postrada con que se ven las cosas desde la enfermedad. Se acarició con aprensión y delicadeza el plexo solar. Luego contempló el paquete de picadura tirado en el suelo pensando que, si le apetecía liarse un cigarro tal como le estaba sucediendo, quizá fuera un síntoma favorable de que su agonía remitía aunque él no acertara a percibirlo. Sí, decididamente, aquélla era una buena señal. Pero al alargar el brazo para coger el paquete vio una silueta inmóvil al otro lado de la balconada y tuvo un pequeño sobresalto que le provocó un nuevo ataque de acidez.

– La col me está matando -dijo el militar al reconocer a Benito Buroy-. En este islote sólo comemos pescado y verduras, pero es mejor así. La carne que nos llega está medio podrida. Resulta imposible saber a qué animal pertenece.

Fiel a su escaso interés por todo lo ajeno, Benito Buroy se mantuvo en silencio. Él también acababa de cenar, en la cantina, con la única compañía de la gorda antipática que no le hablaba ni le miraba nunca a los ojos. Casi un paraíso. Pero luego había llegado un grupo de soldados que se habían puesto a jugar a las cartas y a dar voces, volviéndose hacia él para preguntarle dónde había hecho la guerra, o para pedirle su opinión acerca de algún tema sobre el que estaban discutiendo, o más sencillamente para invitarlo una y otra vez a que se uniera a ellos, como si su presencia apartada les causara un tremendo incomodo. A Benito Buroy los grupos bullangueros le transmitían una insoportable sensación de soledad compartida, por lo que no tardó en salir de la cantina y, a falta de otra opción que no fuera pasear por la plaza a oscuras, regresar a la Comandancia Militar.

– ; Quiere oír algo bonito? -continuó el capitán-. La tormenta de ayer desenterró los muertos del cementerio. Aquí han sido siempre tan vagos que no se molestaban en cavar fosas. Cuatro paletadas por aquello de cumplir, un poco de tierra por encima del cadáver y una lápida tosca, si es que la ponían, apoyada contra el muro. Eso es todo. Luego llueve y se monta una zapatiesta de mil diablos… He tenido que enviar un pelotón para que pusiera un poco de orden en los sepulcros. Han encontrado de todo, hasta una nota manuscrita y el esqueleto de un perro. ¿A quién diablos se le ocurriría enterrar un perro en un camposanto?

Y concluyó, tras removerse en la silla como si le escociera el esfínter:

– Esta maldita col me está matando.

Benito Buroy se acordó de Otto Burmann. El también se quejaba a menudo del estómago, de dolores reumáticos o arteriales y, en general, de todas esas dolencias que, por no tener una causa visible, le permitían pasar un día entero en su gran cama cubierta de almohadones soltando gemidos ahogados, adoptando posturas trágicas y pidiéndole un poco de consuelo.

– Necesito una lista de todos los residentes -dijo, volviéndose hacia el militar y haciendo caso omiso de lo que éste le había explicado.

– ¿De los residentes de dónde? -contestó el otro-, ¿De aquí… de Cabrera? Usted llegó hace dos días, ¿verdad? Pues bien, ¡ya los conoce a todos! Sólo le falta un alemán que anda perdido por el interior de la isla. Pero ya se lo encontrará. De vez en cuando baja por la cantina.

Benito Buroy pensó que tenía suerte. Si el alemán andaba por el monte sería más fácil deshacerse de él. Preguntó dónde se hallaba exactamente.

– Hace unos días lo vio una patrulla -continuó el militar, que tenía una noche locuaz a pesar de la acidez-. Está en el otro lado de la isla, en una bahía que llaman de la Olla y que tiene un farallón rocoso en el medio. Parece ser que vive en una cueva, allí hay muchas. Lo que yo me pregunto… lo que yo me pregunto es qué pinta aquí un alemán. ¿Qué habrá hecho? Entre nosotros, tengo orden de coserlo a balazos si intenta escapar de la isla, pero a él ni se le ocurre acercarse por el muelle. A pesar de eso revisamos siempre la barca de abastecimiento, por si acaso.

Alzó los brazos doblados por encima del respaldo de la silla, desperezándose, puso los pies sobre la baranda, encendió de nuevo el cigarro, que se le había apagado, y soltó con gran campechanía:

– ¡Qué jodidos esos alemanes! ¡Tan envarados! ¡Tendría que haberlo visto hace un par de semanas, cuando Felisa nos hizo la paella!

Había sido aquél, gracias al entusiasmo de la cantinera, un día feliz en una época en la que nadie lo esperaba. Felisa García, revestida de la sabiduría exótica de los que han visto esplendores muy lejanos, llegaba de Mallorca como si hubiera dado la vuelta al mundo recogiendo tesoros y delicias gastronómicas. Aunque regresaba con docilidad a su reclusión en la cocina de la cantina, nunca olvidaría que un caballero como Dios manda, todo un señor de la capital, le había alabado su gusto exquisito. Había cambiado tanto el concepto que tenía de sí misma, y se sentía tan cómoda en su recién descubierta delicadeza, que hasta lavó su bata roñosa y suavizó en lo que pudo los modales de su bronca feminidad. Así, limpia, repeinada y dulce, apareció aquella mañana muy temprano en la cantina. Paco, que nunca se fijaba en ella, se la quedó mirando con asombro y quiso llevársela de nuevo al dormitorio, pero Felisa se lo sacó de encima con un empujón amistoso y le ordenó que hiciera una buena hoguera en la plaza, pues iba a necesitar muchas brasas para su demostración de exquisitez culinaria. A Andrés le pidió que montara una mesa bajo el emparrado en la que pudieran caber todos, y al ver al capitán, que se encaminaba al campamento, salió tras él intentando contonear un poco las caderas, lo justo para no parecer reumática.

– Constantino -le dijo-, hoy no le llevaremos la comida. Vendrá usted a mi casa. Haré la paella que le prometí. Póngase guapo y traiga algo de aperitivo.

Fue de aquella manera como, un día abrasador de mediados de agosto, los cantineros y su hijo Andrés, el Lluent, otro pescador llamado Sebastián que había tenido la suerte de caer por allí, la máxima autoridad militar de la isla de Cabrera y sus prisioneras Leonor y Camila Dot, alzaron los vasos para brindar por un futuro que, todo sea dicho, se presentaba bastante tenebroso. Para mayor perfección de la dicha que Felisa instauraba desde la atalaya del reciente aprecio que sentía por sí misma, aquel día acudió el alemán ermitaño a por su ración de tabaco. Al ver el festejo se quedó parado, con un gesto en el rostro que delataba su deseo repentino de no encontrarse delante de todas aquellas personas que se habían vuelto a mirarlo interrumpiendo las conversaciones. El capitán carraspeó, contrariado por la presencia del alemán. Le habían encargado que lo vigilara, no que tomara copas con él. y Constantino Martínez era un hombre muy puntilloso en el sometimiento al lugar que cada uno ocupa en el mundo. Pero en aquella mierda de islote resultaba verdaderamente difícil mantener las formas.

Por suerte para todos, Felisa García demostró que la autoridad no se teoriza, sino que se practica. Cogió al alemán por el brazo, lo arrastró hasta el emparrado, le puso en la mano un vasito con el fino que había llevado el capitán, y luego se volvió hacia el militar para pedirle que ayudara a Paco a cargar la paella hasta la mesa. El militar, que se había puesto su uniforme más decente en cumplimiento de las órdenes de la cantinera, volvió a obedecerla, aunque con el desánimo del que se ve obligado a limpiar las letrinas.

Un rato después andaban todos algo achispados por el vino, que había corrido con una generosidad impropia del racionamiento, y el pescador Sebastián, al que nadie conocía, miraba a Leonor Dot con indisimulada avidez. Ella, que con gran elegancia había optado por no darse cuenta, escuchaba a Felisa García. La cantinera le había traído de Mallorca brotes de lechuga y le explicaba que tenía que atarlos cuando crecieran para que las hojas interiores se conservaran pálidas. Paco, por su parte, dándose cuenta de que sus reservas de vino iban a irse al carajo, había decidido hacer acopio de él en su propio cuerpo. Desmadejado en la silla, ceceaba incoherencias en dirección a la parra que les daba sombra. El Lluent canturreaba, que era lo suyo. Y el capitán, atrincherado en la marcialidad que nunca le había fallado, soñaba con un mundo pequeño que nada tenía que ver con aquél, tan diminuto y miserable. Soñaba con un mundo pequeño, aunque lo suficientemente grande como para llamarlo patria sin necesidad de recurrir a Osaka, Jerusalén o Petrogrado. Embriagado, soltó un ¡arriba España! y volvió a sumirse en el silencio. Sólo Markus Vogel se mantenía impertérrito. Casi no había probado el vino y, aunque había devorado la paella con un hambre de lobo que ni su educación podía ocultar, no había dicho nada en toda la comida. Parecía estar sentado en aquella mesa por un error que aguantaba por cortesía.

Andrés y Camila hacía rato que se habían desentendido de los demás. La niña había sacado una de sus libretas y enseñaba a Andrés a dibujar personas.

– No le hagas tantos brazos. Parece un pulpo.

Andrés asintió compulsivamente, pero continuó dibujando brazos.

– Ahora parece un erizo -dijo Camila.

Y se volvió hacia el alemán.

– Markus, ¿tú tampoco hablas?

Markus Vogel la miró unos instantes. Camila tuvo la sensación de que algo se paseaba por su cara, pero era la mirada del alemán. Nunca nadie la había mirado con aquel detenimiento, como si en su rostro hubiera infinitos detalles que fuese necesario observar con mucha atención. Normalmente, la gente se miraba sin verse demasiado.

– No tengo nada que decir -contestó por fin el alemán.

– Pues a veces hay que hablar. Si no, no sacarás fuera los pensamientos que te sobran y acabarás como Andrés, que tiene tantos que no sabe cómo ordenarlos.

El alemán sonrió. Fue la única vez que pareció estar cómodo en aquella comida estival. Se inclinó hacia Camila y le acarició suavemente la mejilla. Retiró la mano con cuidado, de la misma forma que se deja un objeto frágil en una vitrina.

– Si hablas -dijo a la niña-, procura que tus palabras sean más interesantes que tu silencio. Pero éste no es un pensamiento mío, es de un filósofo griego. Tienes razón. La próxima vez charlaremos un rato.

Se puso en pie, dispuesto a retirarse sin más demora a su playa desierta. Felisa García desapareció un momento en la cantina y regresó con un paquetito que entregó al alemán sin mucho disimulo. Este lo guardó en un bolsillo. Agradecido, hizo una leve reverencia.

– Me alegro de haber venido -dijo. Y añadió, de forma sorprendente-: Hoy está usted radiante.

Felisa García no pudo evitar un gemido de satisfacción, pero se recompuso de inmediato. Dándole una palmada en el pecho que habría tumbado a cualquiera menos corpulento que él, le dijo que se largara de una vez a su jodido acantilado. Luego, mientras el alemán se alejaba, volvió a tomar asiento en la mesa, contempló con disgusto a su marido y, mezclando ella también los pensamientos aunque de una forma fácilmente descifrable, exclamó:

– Qué hombre… qué asco.

– ¡Arriba España! -insistió el capitán Constantino Martínez, que se sentía obligado a recuperar el mando en su pequeño mundo patrio-. ¡Que se jodan los alemanes!


Leonor Dot se había quedado inmóvil, abrazada a sí misma, en mitad del huerto. Con el amanecer llegaban del mar ráfagas frescas de viento que le alborotaban el cabello, pero la mujer no las notaba ni sentía frío. Tampoco se había entretenido, como cada mañana, contemplando la bahía en el silencio estricto de las primeras horas. Un mechón de pelo se le cruzó en los ojos. Leonor Dot lo recogió detrás de la oreja sin abandonar su aire pensativo. Pocos momentos antes se había despertado, quizá por primera vez desde que llegara a la isla, embargada por algo que no pertenecía al pasado. La había despertado una sensación de plenitud que había ya casi olvidado, la necesidad alegre de desarrollar alguna actividad, y no por el mero hecho de resistir, no por la terquedad que la había estado sosteniendo hasta aquella mañana, sino por satisfacer el ansia impetuosa de acometer empresas por las que merecía la pena levantarse de la cama. Tras vestirse en silencio y detenerse a besar a Camila en la frente, había salido al huerto a ver las lechugas. Había ¡legado el momento de atarlas como le explicara Felisa el día de la paella.

Regresó a la casa, avivó las brasas del fogón con unas pocas astillas y puso un cazo con agua. Luego cogió unas tiras de tela que tenía ya preparadas y salió de nuevo al huerto. Las zanahorias despuntaban también en el lado más apartado, y por la zona del pozo asomaban las hojas de los nabos y los rábanos, junto al muro de la casa, unas cañas clavadas en el suelo esperaban a que fueran creciendo las tomateras. Aunque nada podía reprocharse a sí misma, a Leonor Dot la avergonzaba sentirse contenta de estar allí, orgullosa de su trabajo y tranquila de ver a Camila por fin a salvo, después de tanto tiempo. No podía ni quería olvidar los horrores que habían acompañado su vida hasta entonces, pero tampoco podía evitar que en su espíritu aparecieran, como en el huerto en el que tanto había trabajado, algunos brotes orientados al porvenir. Ni la memoria más vivida puede impedir que la vida continúe. Pese a saberlo, Leonor Dot sentía vergüenza de estar contenta aquella mañana, una vergüenza parecida a la que la invadía cuando recordaba los días que siguieron a la muerte de Ricardo. En el hospital, Camila no se había apartado ni un segundo de su madre, pero Leonor no podía recordar la cara de la niña, ni su presencia, ni nada de lo que le dijo su hija durante todo aquel tiempo. Nunca supo de qué vivió Camila hasta que, una madrugada como aquélla, la despertó una enfermera para darle el alta y la policía las detuvo antes de que pudieran siquiera preguntarse qué iban a hacer con sus vidas.

Un rato después, Camila, todavía en camisón, comía queso y leía en el porche. Su madre, que aquella mañana estaba incansable, canturreaba y desbrozaba el terreno delante de la casa. Tras ella se extendía el mar, que el sol iba llenando de transparencias. Camila alzó un momento la mirada y descubrió que la barca de Mallorca entraba en aquel momento en la bahía. Avisó a su madre, pues aquella barca, desde que Felisa García viajara a la capital y estableciera un puente con su cuñado, se había convertido en una caja de sorpresas para la cantinera. El jerarca mallorquín, que no podía tolerar que nadie emparentado con él viviera en el umbral de la pobreza, le enviaba embutidos, garrafas de aceite y grandes hogazas de pan blanco. Y Felisa, agradecida con Leonor Dot por haberle dado el anillo de la Xuxa, compartía con ella los regalos.

Aquella mañana la barca llevaba algo más que paquetes. Descendieron de ella tres hombres que se encaminaron hacia la Comandancia Militar. El que iba en medio llevaba un abrigo a pesar del calor que hacía, y sostenía en la mano una maleta. A su lado se distinguía inconfundible la silueta del comisario.

– Traen a otro desgraciado -dijo Leonor Dot-. Nos quedaremos en casa hasta que se vayan.

De nada iba a servirle esquivar al hombre que las había recluido en Cabrera. Se encontraban allí precisamente porque en aquel lugar no podían rehuir sus visitas. Por otra parte, su ya larga estancia en la isla no implicaba que poco a poco se fuera olvidando de ellas. El comisario no las olvidaba, aunque tampoco tenía un afán excesivo en presionar a Leonor Dot. Sabía que el tiempo acabaría debilitándola. Por su parte, Leonor era consciente de que podía mostrarse todo lo obstinada que quisiera sin incomodar a nadie en absoluto. ¿A quién le importaba un expediente atascado durante meses, durante años incluso? ¿A quién podía importarle que ella y su hija se pudrieran en aquella isla el resto de sus vidas? Desde cierto punto de vista,;no debía agradecer que aquel policía no perdiera el interés por su suerte?

Un rato después de llegar la barca, el comisario cruzaba el huerto respirando agitadamente a causa de la ascensión, rodeaba el muro hasta alcanzar el porche y entraba en la casa sin llamar ni anunciarse. Leonor Dot, que fregaba en aquel momento los platos de la noche anterior, alzó la barbilla y lo miró fijamente. El comisario no parecía darse cuenta de que estaba invadiendo la intimidad de otras personas. En realidad sí se daba cuenta, lo consideraba parte de su trabajo. Tomó asiento en una de las sillas, contempló un momento a Camila, que se había quedado quieta a un lado de la habitación, y dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos.

– ¿Cuándo me firmará esos papeles?

– Son calumnias -contestó Leonor Dot de inmediato-. No les ayudaré a deshonrar la memoria de Ricardo.

– Usted no sabe lo que hacen los maridos a espaldas de sus mujeres.

Calló unos instantes para que su frase insidiosa surtiera efecto. Luego continuó:

– Piénselo bien… Y le diré algo más. Puedo conseguir que usted y su hija se vayan a México. Allí tienen amigos, lo sé. Me han explicado muchas cosas de su pasado.

Leonor Dot se volvió de nuevo hacia la fregadera y se quedó apoyada en la piedra, sin moverse. El comisario se levantó de la silla, fue hasta ella y le cogió los brazos por detrás. La mujer no opuso resistencia. El policía le retenía las muñecas entre sus manos como si fuera a atárselas a la espalda. Pero sólo quería observarlas.

– ¡Qué jodida! -exclamó- ¡Pues tenían razón los de Barcelona! Tiene usted suerte, le han quedado bien las cicatrices… Espero que no se vuelva loca aquí y lo intente de nuevo.

Iba a añadir algo más, pero le interrumpió la voz de Camila. Sonaba detrás de él, un aullido a duras penas articulado.

– ¡Suéltala…! ¡Te he dicho que la sueltes! ¡Que la sueltes…!

Unos puños pequeños le golpeaban como si un pájaro le aleteara en la espalda. Se encogió de hombros, liberó las manos de Leonor Dot y, tras echar un vistazo a la niña, que había retrocedido y lo miraba con los ojos convertidos en dos grietas feroces, salió de la casa pensando que lo que más le apetecía era tomarse un vinito. No iba él a amargarse viendo cómo la gente enviaba sus vidas a la mierda. Si aquella mujer se empeñaba en darse cabezazos contra las paredes, pues adiós muy buenas y hasta la próxima. No haberse casado con un rojo.

Hacía un día espléndido. Soplaba una brisa de mar que aligeraba un poco el calor, pero el comisario empezaba a estar harto de Cabrera. Cada vez que visitaba la isla constataba que la gente vivía allí sin hacer nada, tumbada como perros a la sombra. Hasta los soldados caían en una molicie degradante contra la que nadie parecía luchar. Daba pena verlos paseando ociosos en torno al campamento, bostezando y rascándose los huevos. De haber estado en manos del comisario, los habría puesto a todos a amurallar aquel peñasco, o a reconstruir el castillo, que buena falta le hacía, o a levantar una gran cruz a los caídos por Dios y por España.

Camino de la cantina se cruzó con Felisa García, que ascendía cargada con una caja.

– ¿Adonde cono va? -soltó el comisario-. ¿Es que aquí nadie está donde debe? ¿A quién le pido un vaso de vino?

– A mi marido -contestó la otra sin detenerse-. A estas horas aún está bastante sobrio. ¡Y no se me ponga farruco, joder, que mi hijo es caballero mutilado!

Cuando Felisa llegó a la puerta de Leonor Dot se dio de bruces con Camila, que se había apresurado a vestirse y salía corriendo para ver al hombre que habían traído los policías. La cantinera retuvo a la niña y le ordenó que anduviera con cuidado. Luego, dejándola escabullirse, dio una voz para avisar a. Leonor Dot. No hubo respuesta. Al entrar la vio de espaldas junto a la ventana. Depositó con cuidado la caja sobre la mesa, alzó la tapa y sacó una botella.

– Mi cuñado me ha enviado esto. Parece un vino espumoso. Qué raro, ¿verdad? Mi hermana sabe que yo no bebo.

Leonor Dot sacó el pañuelo para sonarse. Luego se acercó a la mesa y cogió la botella. Observó la etiqueta durante unos instantes.

– Es Veuve Clicot -dijo, mirando a la otra mujer con una sonrisa apesadumbrada-… Champagne, Felisa. Se hace en Francia y vale mucho dinero.

– Qué raro… Viene con una nota. Dime qué pone.

Estaba escrita a máquina y firmada a pluma con un alabeo barroco. Leonor Dot la leyó apretando los labios. Felisa García, que había advertido que algo no iba bien, la miró con preocupación sin atender demasiado a sus palabras.

– Tu cuñado dice que os las bebáis delante de todos y que lo hagáis a su salud. Quiere que sepan que sois de su familia.

La cantinera le había apoyado una mano en el antebrazo. Ahora le acercaba mucho la cara a la mejilla. Tenía el aliento dulzón. Su voz le retumbó a Leonor Dot en el tímpano con el silabeo ronco de la confidencia.

– Tú has probado esta bebida… La conoces, ¿verdad? Te recuerda los tiempos felices…

Leonor Dot volvió a sonreír. Lo hizo con el aire absorto de esos ancianos que ya no se reconocen en sus propios recuerdos.

– ¡Pues yo me encargaré de que vuelvas a ser feliz! -clamó Felisa García, sobresaltándola.

Fue hacia la puerta, pero antes de salir se volvió hacia su amiga y abrió ampliamente los brazos, como una soprano en el momento cumbre de un aria.

– ¡De momento, ahí tienes esas botellas! ¡Son tuyas! ¡No me des las gracias! ¡Bébetelas!


Benito Buroy llevaba ya cuatro días en la isla y la pistola continuaba escondida bajo el colchón de su cama. Aún no había conseguido ver al alemán al que debía matar, pero aquellos cuatro días sin hacer nada le habían apaciguado la prisa que lo animara en el momento de su llegada. Se había acostumbrado, con una facilidad que le causaba cierta sorpresa, al ritmo lento que parecía regir allí cualquier actividad. También había cambiado su horario de sueño. Por ¡as noches, cuando acabadas las cenas emanaba de la cantina una luz mortecina, y algunos soldados deambulaban en la oscuridad hablando de mujeres etéreas como fantasmas, y las olas, al romper en la playa, hacían rodar las piedras con una suave melodía de castañuelas, y el Lluent canturreaba ante la puerta de su casa balanceándose, a esa hora en que una plácida latencia lo invadía todo, y el capitán encendía su puro en la balconada y poco a poco se iba silenciando el vozarrón de Felisa García como si una lejanía esencial, una lejanía que no atendiera al espacio sino al aislamiento y la soledad, se fuera instalando en la plaza, a esa hora Benito Buroy se sentaba en cualquier parte y, sin que ningún pensamiento viniera a atormentarlo, vacío de ideas y de sentimientos, en pocos minutos se quedaba dormido. Cuando un rato después se despertaba, el capitán ya no estaba en la balconada y en la plaza reinaba un silencio absoluto. Entonces se iba a la cama tambaleándose y se acostaba desnudo, para despertarse de nuevo al cabo de unas horas, poco antes de que empezara a amanecer, con una sensación de bienestar que no sentía desde niño.

Aunque no fuera consciente de ello, Benito Buroy había encontrado lo que tanto había deseado desde que acabara la guerra, un lugar que le permitía vivir apartado de todo, del tiempo y de la historia, un lugar donde la ambición carecía de sentido y donde los recuerdos podían irse difuminando hasta borrarse por completo. Era el sitio más indicado para alguien a quien todo había dejado de interesar. Y, sin embargo, aquella mañana sucedería algo que le recordaría que no había huida posible, que ya nunca le dejarían disfrutar del más pequeño sosiego, y que él mismo, Benito Buroy Frere, no era sino otro depredador llegado a Cabrera para impedir que una persona pudiera escapar de su destino. La guerra civil había acabado hacía más de un año, pero no la persecución incansable del enemigo de la que él formaba parte, le gustara o no.

Aquella mañana se despertó un poco antes de lo habitual. Al ver que no entraba luz por la ventana, se dio la vuelta para continuar durmiendo hasta que comprendió que lo que le había despertado no era la inminencia del amanecer, sino unos ruidos inhabituales en el vestíbulo de la Comandancia. Al poco le llegó el sonido de un motor en el embarcadero y la voz del capitán, que preguntaba si estaban preparados los voluntarios. Benito Buroy se vistió y salió a la plaza. En el muelle, una pareja de la guardia civil escoltaba a un hombre que caminaba con las manos atadas a la espalda. Los seguía un cura que se frotaba los brazos para entrar en calor. El capitán Constantino Martínez hablaba con un sargento bajo la higuera. Varios soldados permanecían firmes junto a ellos. Miraban con curiosidad al detenido que acababa de desembarcar, esperando de él un comportamiento ajeno a lo norma!. Pero el hombre caminaba sin apartar la vista del suelo guiado por uno de los guardias, que lo llevaba del codo. Cuando llegaron al lugar donde los militares los esperaban, los civiles entregaron un sobre al capitán.

– Consejo de guerra -dijo uno de ellos-, Tribunal Militar de Palma. El condenado es nativo de Cabrera.

El sacerdote pateó el suelo para calentarse los pies. La travesía por mar lo había dejado aterido. El capitán hizo la señal de la cruz y lo saludó con una reverencia.

– Quizá le apetezca una copita para entrar en calor… -insinuó.

– Qué dice usted, hombre-contestó el cura-.No…Vamos a ello.

Ascendieron por el camino que conducía al castillo. Benito Buroy, que los seguía de lejos, se dio cuenta de que hasta aquel momento nunca se había internado en ¡a isla ni había pisado otro lugar que los alrededores de la plaza. Sobre el horizonte comenzaba a clarear y el paisaje se iba tiñendo de una luz escasa, tan fría que parecía arrastrar consigo la humedad del mar. El terreno era casi yermo, pero flotaba en el aire un intenso olor a romero. Ya en lo alto de la colma dejaron a un lado los paredones del castillo y se encaminaron hacia el interior. Allí, en el arranque de la suave ladera que descendía hasta el mar por la parte opuesta al pueblo, se encontraba el cementerio. Lo rodeaba un muro bajo de piedra y era tan pequeño que pasaba casi inadvertido. Una cancela herrumbrosa cerraba la entrada, pero los guardias civiles no la abrieron. Situaron al hombre contra la parte exterior del muro. El sacerdote, que parecía haber entrado por fin en calor tras el esfuerzo de la ascensión, se acercó a él y lo contempló unos instantes con una impaciencia desprovista de piedad.

– Lo que has hecho es imperdonable -le dijo-, pero el Señor tiene una infinita benevolencia. ¿Quieres confesarte?

Por toda respuesta, el detenido comenzó a sollozar.

– Compórtate como un hombre, cono -soltó el cura-. Te lo preguntaré una vez más… ¿Quieres confesar tus pecados o prefieres irte al infierno con ellos?

El hombre continuó sollozando. Le fallaron las rodillas y buscó apoyo en el brazo del sacerdote.

– ¡Déjame! ¡En pie! ¡En pie te he dicho!

El clérigo recostó contra el muro al condenado. Tras comprobar que se sostenía derecho, se alejó de él diciéndole al capitán Constantino Martínez:

– Venga, acabemos.

Benito Buroy, que se había sentado sobre una roca a cierta distancia, vio que los soldados remoloneaban un poco a la hora de formar. No debía de gustarles disparar contra un hombre que lloraba. El sargento los alineó a empujones y les hizo montar las armas. Luego miró a su superior, pero el capitán, que conversaba con el sacerdote, le indicó con la mano que acabara él la faena. El sol despuntaba ya en el horizonte.

Sonó una detonación múltiple, una ráfaga desordenada, y el condenado se desplomó de rodillas. Se mantuvo unos instantes en esa posición. Luego cayó de bruces y dejó escapar un largo lamento. Los soldados, atónitos, lo contemplaban sin bajarlos fusiles.

– ¡Ridruejo! -gritó el capitán-. ¿No ve que está vivo? ¡Déle de una vez el tiro de gracia!

Avanzó el sargento desenfundando su arma y sonó un último pistoletazo. El cura había contemplado la escena con un gesto de profundo desagrado.

– Cuánto cuesta Limpiar España -reflexionó ante el capitán, que asentía en silencio-. En este país metió mano el diablo, y así estamos… Vaya usted bajando, si lo desea. Yo rezaré una oración por el alma de este asesino y luego le aceptaré esa copita.

El militar no se lo hizo repetir dos veces. Mientras el sacerdote ordenaba a los soldados que cavaran la fosa allí mismo, fuera del recinto sagrado por haber rechazado el reo la confesión, se dio la vuelta y emprendió el regreso a la Co mandancia. Benito Buroy no se movió de la piedra donde se había sentado hasta que lo tuvo junto a él. Entonces se puso en pie y caminó a su lado.

– Buenos días -murmuró el capitán-. Ya lo ve, aparecen por todas partes. Son como las moscas en verano.

Benito Buroy no contestó al comentario. Caminaba pensando que él también tenía un deber que cumplir. En un par de días regresaría la barca de abastecimiento y tenía que volver en ella a Palma. Pero ni siquiera había visto al alemán.

– El bueno del párroco me ha contado la historia de ese hombre -continuó el militar-. ¿Sabe que aquí en Cabrera se hacía un carbón de primera calidad? Y, ¿sabe quién lo hacía? El tipo al que acabamos de fusilar. SÍ hubiera seguido con su oficio no le habría pasado nada, pero prefirió irse al Ampurdán a matar curas. Lo pillaron en Barcelona, escondido en un sótano entre las ratas.

– Yo le habría puesto otra vez de carbonero -opinó Benito Buroy sin demasiado entusiasmo-. Algún día tendremos que volver a una vida normal.

– ¿Eso cree? ¿Y qué hacemos con el rencor de ese marxista? ¿Voy a entrar en negocios con alguien que me odia y que sólo desea verme muerto? ¿Vamos a dejar que vuelvan todos a casa a seguir conspirando? Si hasta el cardenal Goma, que era un hombre de Dios y un santo, dijo que la única solución posible era conseguir su exterminio… Mire, mire allá.

El capitán Constantino Martínez señalaba en dirección al mar. A lo lejos, sobre las aguas mansas, se veían dos líneas grises que reverberaban como si fueran a evaporarse.

– ¿Los ve usted? Son barcos ingleses. Están ahí para impedirnos comerciar con Italia, y eso es todo por ahora. Pero antes o después acabaremos entrando en guerra. Bastante trabajo tendré entonces defendiendo la isla para controlar además si un comunista está pensando en apuñalarme por la espalda. El peor enemigo está en la retaguardia, amigo mío.

Aceleraron el paso, pues el militar quería dar parte de la presencia de la flota británica. Al llegar a la plaza y ver que ya estaba abierta la puerta de la cantina, Benito Buroy se encaminó hacia allí. Nada más entrar descubrió a Felisa García, que contemplaba el exterior a través de uno de los cristales cubiertos de grasa.

– ¿Quién era? -preguntó la mujer-. No he querido mirar.

– Alguien de aquí -contestó Buroy acodándose en la barra-. No me han dicho su nombre…Era carbonero.

Felisa García no apartaba la mirada del cristal, pero no parecía ver el exterior. Apoyó la mano sobre la superficie sucia del vidrio.

– Dentro de un rato mí hijo estará en su silla de ruedas en cualquier esquina de Madrid… Cuando era niño, a menudo me pedía permiso para acompañar a Pascual. Así se llamaba ese hombre, Pascual. A mi hijo le encantaba pasar las noches al raso viendo cómo salía el humo de la carbonera. Aprendió bien el oficio, los niños aprenden rápido… Es un trabajo que podría hacer ahora, si regresara.

Benito Buroy sintió la necesidad sorprendente de decir algo.

– Yo también estuve a punto de ser fusilado… -comenzó, pero se sintió ridículo y dejó la frase a medias.

– Ya veo que usted tuvo más suerte -le contestó la cantinera-. No hace falta que me cuente su vida.


Hacía más de un mes que ¡a viuda de Ricardo Forteza había llegado a la isla con su hija. Algunas noches, cuando Camila ya dormía, Leonor Dot bajaba a la cantina y se quedaba un rato de tertulia. Le gustaba conversar con Felisa junto a la mesa de la cocina, contemplando las estrellas por la ventana, con el rumor de fondo de las voces de los pocos clientes del bar y los golpes secos de las fichas de dominó. En aquella cocina se respiraba un ambiente de caverna cálida y acogedora. También lo eran las palabras de Felisa García que, a solas con su amiga, se entregaba a reflexiones filosóficas de aplastante sencillez. Tras un largo silencio introspectivo, soltaba «todo es tan sencillo y tan complicado, ¿verdad?», o bien «seríamos tan felices si no fuera por las desgracias», o quizá «me alegro de no haber estudiado como tú, Leonor, sería muy triste que supiera todo lo que tú sabes con la vida que llevo». A estas reflexiones Leonor Dot respondía invariablemente con una sonrisa, y entonces Felisa García recuperaba en parte su carácter atronador, daba una palmada en la mesa y exclamaba:

– ¡Qué mema soy, caray, si no sé ni pensar! ¡Las ideas se me agolpan unas detrás de otras y acabo diciendo tonterías!

Nunca habría sido capaz de sospechar que Leonor Dot pudiera admirarla, pero había algo en su mirada que llevaba a la cantinera a sentirse próxima a aquella señoritinga, a elucubrar que al fin y al cabo no eran tan distintas y que ella, Felisa García García, a pesar de haberse criado en aquel rincón miserable, podía llegar a hacerse una idea general de lo que era el mundo con sus grandezas y sus miserias. Junto a Leonor Dot, Felisa se veía arrastrada a poner palabras a sus sensaciones, lo que no era tarea fácil. Se había acostumbrado a vivir en un permanente y difuso malestar que, al intentar definirlo en sus largas y lentas tertulias en la cocina, adquiría mil matices insospechados y una riqueza que la dejaba perpleja y hasta a veces un poco mareada. En esas ocasiones intentaba salir de sí misma y hablaba de lo primero que se le ocurría:

– Uno de los soldados, un chico de Logroño que estudia para maestro, me ha dicho que la pimienta la trajeron los árabes del lejano oriente. ¡Qué barbaridad! Si supiera leer, leería libros sobre la pimienta.

– Los libros hablan de todo, Felisa -contestaba Leonor Dot-. Si quieres, te enseño a leer.

Pero la cantinera meneaba la cabeza y decía que no tenía tiempo ni ganas, que cada uno era como era y, de la misma forma que se habría referido a un rasgo físico o a un atributo del carácter imposible de evitar, que ella había nacido analfabeta y que así moriría el día que Dios lo dispusiera.

Una de aquellas noches, tras pasar un rato de plática con Felisa, Leonor Dot salió de la cantina y ascendió lentamente hasta su casa. Había luna llena, tan grande y luminosa que la noche parecía más bien un día mortecino. La tierra reverberaba como si las piedras estuvieran veteadas de metales preciosos, y las sabinas que jalonaban el camino habían cambiado su color verde por un gris blanquecino que las hacía parecer fósiles vegetales- Algunos pájaros cruzaban el cielo alertados por la claridad. Leonor Dot se detuvo a contemplar el mar metálico y brillante, pero al cabo de unos instantes se sintió acariciada por el frío y por aquella sensación de soledad, de desamparo definitivo, que la atacaba en cuanto bajaba un poco la guardia. Se encaminó en silencio hacia la casa pensando que aquella noche le iba a resultar difícil conciliar el sueño. La llave que encontrara Camila estaba puesta en el cerrojo, pero ya nunca la usaban. Empujó la puerta con suavidad.

En un primer instante la sorprendió que la luz de la luna inundara la habitación, pues ella misma había echado las cortinas antes de bajar a la plaza. Casi de inmediato ahogó un gemido y se llevó una mano al pecho. Camila dormía boca abajo, descubierta y con el camisón alzado hasta la cintura. Tenía los pies cruzados, las pantorrillas relajadas y en los muslos las primeras curvas que delataban que pronto sería una mujer. Su culo, como una fruta palidecida, aparecía blanquísimo bajo aquella fosforescencia plateada. Camila dormía protegida por la luna mientras Andrés, de pie junto a la cama, absolutamente inmóvil y boquiabierto, la contemplaba con el gesto de arrobo estupefacto con que se asiste a un milagro.

Leonor Dot avanzó unos pasos antes de reaccionar. Luego, viéndose sacudida por la ira al comprender lo que estaba sucediendo, se lanzó sobre el muchacho y comenzó a golpearlo con las palmas de las manos.

– ¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta!

Andrés ní se movió ni intentó defenderse. Se limitó a cubrirse la cabeza con los brazos. Camila extendió una mano ciega en busca de la sábana. Su madre, sin dejar de golpearlo, empujó con fuerza a Andrés hacía la puerta.

– ¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a verte! ¡Vete!

El muchacho obedeció la orden con la actitud demente de una res asustada. Dejó la casa a la carrera, cruzó el camino y se perdió en el monte. Leonor Dot salió detrás de él. Con los puños cerrados y la respiración agitada, soltó una última amenaza que sonó a vidrios rotos en aquella noche tan diurna:

– ¡Te mataré si vuelvo a verte!

Regresó a la casa y cerró la puerta con llave. Camila, desentendida por completo de lo que estaba sucediendo, se había tapado y dormía de nuevo. Su madre cubrió la ventana con la manta. Luego se tumbó vestida en su cama. Contra lo que había temido, gracias quizá a haber descargado la soledad y los nervios sobre ¡a espalda del pobre retrasado, no tardó en conciliar el sueño.

A la mañana siguiente se le había pasado la indignación, pero sus gritos nocturnos habían alertado a Felisa García. La cantinera, que había dejado transcurrir la noche en vela esperando en vano oír a su hijo meterse en la cama, esperó a que bajaran a por su desayuno. Se sentó a la mesa con ellas y preguntó qué había sucedido. Leonor Dot se resistía a contárselo, pero Felisa, que barruntaba algo y era incapaz de vivir de espaldas a las malas noticias, le exigió que lo hiciera. Leonor se lo explicó entre sonrisas, disfrazándolo de anécdota sin importancia. Camila bebía en silencio un vaso de leche. Felisa García contemplaba con tristeza a la niña secándose, en un gesto mecánico, las manos en el delantal.

– Perdonadme, perdonadnos a los dos -dijo-. Andrés es incapaz de hacer daño a nadie, pero no sabe controlarse. Dios mío, todo es por mi culpa. Yo fui la que parió a ese muchacho… No ha venido en toda la noche y no sé dónde se esconde.

– No te preocupes, Felisa -intervino la niña en un tono extrañamente dispuesto y feliz-. Yo sé dónde está. Ahora lo traigo.

Cogió un chusco de pan y, mordiéndolo con fruición, salió apresurada de la cantina. Al quedarse solas, las dos mujeres se miraron a los ojos.

– No ha tenido ninguna importancia…-comenzó Leonor Dot.

– Pero es una señal -dijo la otra en un susurro, mirando a un lado y a otro temerosa de ser oída-. Camila contagia alegría y a los hombres les gusta romper las cosas bonitas. Aquí no son todos como Andrés, que no sabe ni sorberse los mocos. Hemos de ir con cuidado, Leonor. Entre las dos la tendremos vigilada.

A aquellas alturas la niña pasaba corriendo por delante de los barracones militares. Poco después dejaba a un lado la casona en ruinas y comenzaba a ascender la loma que la separaba del valle de las voces. Encontró a Andrés sentado en una roca. A la sombra del pinar, todavía no se había evaporado la humedad de la noche. Andrés estaba muy pálido y los brazos le temblaban. Al verla agachó la cabeza hundiendo la mirada en el regazo. Camila se sentó con confianza a su lado. El se apartó un poco. La niña se entretuvo observando un pájaro que trinaba y saltaba de rama en rama frente a ella.

– Eso no se hace, Andrés -dijo por fin.

Y, tras pensárselo un poco, alzando las piernas para mirarse los zapatos, añadió:

– Quizá algún día te dejaré que me veas… pero te prohíbo que vuelvas a espiarme.


Hoy hemos tenido una gran sorpresa. Acabábamos de llegar a casa después de la comida y ya se había sentado mi madre en el porche dispuesta a dormitar un rato, cuando han golpeado la puerta con suavidad. No era Felisa, pues ella da unas palmotadas que deben de oírse desde Mallorca. Un poco intrigada he ido a abrir, y me he encontrado a Markus con su barba blanca y una indecisión que me ha hecho pensar, tontamente, que se había equivocado de casa. Él ha vuelto a mirarme de esa forma extraña, como si mi cara fuese un mapa, y me ha dicho: «Necesito a alguien para jugar al ajedrez».

Le he pedido que no se quedara en la puerta. Entonces Markus me ha seguido con cuidado, como si llevara los zapatos llenos de barro y le preocupara mancharlo todo. Mi madre se ha puesto un poco nerviosa al verlo plantado a la entrada del porche, con esa forma de estar que tiene él tan complicada. En nuestro piso de Madrid, y también en el de Barcelona, sí sabía mi madre cómo recibirá la gente, y los que llegaban se sentían en seguida cómodos y en confianza. Pero ahora lleva mucho tiempo sola. Al ver a nuestro visitante se ha puesto en pie. Tras dudar un poco, se han dado la mano. «No tengo nada que ofrecerle, aquí no hay nada, nada», se ha disculpado mi madre gesticulando. Y a continuación ha soltado una risita ridícula, sin motivo, y me ha pedido que sacara la otra silla.

Markus ha estado un rato sentado en el porche contemplando la bahía. Luego, nos ha propuesto dar un paseo por la playa. En Cabrera no hay ajedrez pero eso no es un problema para él. Según me ha explicado mientras bajábamos por la ladera cubierta de aladiernos, lo importante son los signos, que están en nuestra cabeza. Lo demás lo encuentras tirado por el suelo. Así que hemos buscado un ajedrez caído en la arena. Los peones eran pequeños cantos redondos, blancos y negros. En cuanto a las piezas mayores, cada uno ha tenido que espabilarse con las suyas. Yo he elegido para las torres dos piedras más grandes que se aguantaban de pie, cáscaras de erizo para los alfiles y unas caracolas para los caballos. La reina era una concha recubierta de nácar, y el rey una chapa de gaseosa que, aunque bastante oxidada, puesta boca arriba recordaba la forma de una corona. Markus no se ha molestado tanto en buscar sus piezas porque paseaba junto a mi madre. Hablaban de las selvas de Baviera, de árboles tan altos como catedrales, y hablaban de París y de Venecia. y de libros y de los diferentes tipos de rosas. Trataban cada tema muy brevemente, picoteando de una tarta tan rica que no les dejaba tiempo para más. A veces estaban en silencio durante un rato, buscando las palabras. Y cuando uno de ellos opinaba acerca de cualquier cosa, el otro le daba siempre la razón. Desde el destierro y después de tantos años infelices, no eran capaces de estropearse el uno al otro los recuerdos.

A mamá le ha ido muy bien ese paseo por la playa. A nuestro regreso le ha enseñado a Markus su huerto. Lo han recorrido con tanto detenimiento, con tanta atención y respeto como si estuvieran visitando un museo. Más tarde, después de que Markus dejara por dos veces que yo le ganara al ajedrez sobre un tablero dibujado a lápiz en la mesa, mamá ha querido abrir una de las botellas de champagne de Felisa. «Es un sacrilegio beberlo caliente -ha dicho mamá-, pero seguro que a Felisa le hará ilusión que hayamos brindado con su Veuve Clicquot. A usted le tiene mucho cariño.» Han estado un buen rato sentados en el porche mientras yo me peleaba con un problema que me ha puesto Markus, un mate en tres jugadas que casi me vuelve loca pero que he logrado resolver. Al anochecer hemos bajado los tres a la cantina. Markus se ha encerrado en su mundo de signos y casi no ha abierto la boca. Pero ha cenado con nosotras, sentado a nuestra mesa junto a la ventana, y no daba la impresión de haberse equivocado de sitio ni de estar allí por obligación, como el día de la paella. Cuando hemos acabado, mamá ha dicho que era hora de que regresáramos a casa. Yo aún debía estudiar un poco antes de acostarme. Ya era de noche, y a oscuras no se puede andar por el campo. Así que Felisa, amenazándolo con no darle más tabaco, ha obligado a Markus a quedarse con Andrés en el jergón donde dormía su hermano hasta que se fue a la guerra. Él la ha obedecido, como hace siempre. Nunca he visto a nadie que obedezca con tanta facilidad. Pero seguro que mañana, cuando, algo más pronto de lo normal, bajemos a desayunar, ya habrá desaparecido.


Hacía un rato que habían cenado y Camila estaba a la mesa, bajo la luz del lirio de la tulipa, resolviendo unos problemas de matemáticas que le había puesto su madre. Leonor Dot había salido a tomar el fresco, pues era una noche calurosa. Pero entró de nuevo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos agarradas a los hombros. Leonor Dot hacía aquel gesto cuando se sentía preocupada. Dijo que algo sucedía en el muelle, que se oían voces de alarma.

No pensaron que pudieran estar en peligro, sólo que debían ofrecer su ayuda. Dejaron todo y, sin siquiera cerrar la puerta de la casa, bajaron a la carrera hasta el pueblo. En la plaza había un gran desbarajuste. Felisa había salido a la puerta de la cantina con un garfio enorme en la mano. Insultaba a gritos a Paco, que caminaba pasmado de un lado a otro, los brazos abiertos y la cabeza gacha, como si anduviera buscando algo por el suelo. Camila y su madre fueron hasta la higuera. Las hojas dejaban escapar un suave rumor en la oscuridad. Benito Buroy y los soldados de guardia abandonaban la Comandancia y corrían con lámparas de aceite hacía el muelle, donde estaba amarrada la barca del Lluent. Los siguieron sin entender lo que sucedía. Pero, al llegar, vieron que el capitán sacaba la pistola de la cartuchera, saltaba a bordo y comenzaba a disparar a ciegas contra el agua oscura. Leonor Dot soltó un grito cuando sonaron las detonaciones y se detuvo tapándose la cara con las manos. Camila siguió adelante. El Lluent, completamente empapado y trémulo, hundía un bichero en el agua y tiraba de él con desesperación. Benito Buroy entregó una lámpara a Camila, le pidió que la sostuviera en alto y saltó él también a la barca. El capitán, que había agotado el cargador, chamulló unas cuantas amenazas, lo cambió por otro y continuó disparando al agua. Parecía haberse vuelto loco, pero los demás no le hacían caso. Benito Buroy lo apartó con el hombro para ayudar al Lluent a tirar del bichero. Unos y otros gritaban como si anduvieran enzarzados en una escaramuza con un enemigo invisible. A Camila le palpitaba e¡ corazón con tanta fuerza que tenia la sensación de haberse tragado un sapo.

Entonces alzó más la lámpara y lo vio. La luz indecisa iluminó el costado de la embarcación y también las aguas, negras como la tinta. Había un monstruo adherido al casco. Tenía la piel plateada y era más largo que la barca del Lluent. Estaba boca arriba, con sus grandes fauces abiertas. Sangraba por todas partes. Por el vientre abierto le asomaban los intestinos, que se movían en el agua como una extraña planta de carne.

– ¡Dios mío! -dijo Felisa García, que había llegado resoplando hasta donde estaba Camila-. ¡Es el atún más grande que he visto en mí vida! ¡Debe de pesar más de trescientos kilos!

Llevaba todavía el garfio en la mano. Se lo entregó a un soldado y lo empujó con tanta fuerza que a punto estuvo de tirarlo al agua.

– ¡Muévete, gilipollas! ¿Qué quieres, que se lo coman las

Entre todos amarraron al monstruo. Cuando lo alzaron la barca se ladeó de tal manera que el agua entró en tromba en la bañera. Pero consiguieron poner el atún a salvo de unos depredadores a los que nadie pudo ver, y que muy probablemente ni siquiera habían entrado en el puerto. Benito Buroy soltó una maldición y se miró una mano intentando comprobar, entre tanta sangre, si é. también san Erraba. Se había cortado con algo. El capitán, visiblemente orgulloso de su hazaña, se guardó la pistola en el cinto. Y el Lluent, extenuado, desembarcó con grandes esfuerzos, caminó unos pasos por el muelle y cayó de bruces. Leonor Dot fue corriendo a ayudarle mientras Felisa García, incapaz de contener sus emociones, gritaba a todos que eran una pandilla de inútiles.

Un rato después el atún se encontraba por fin sobre el muelle, la plaza había recuperado la tranquilidad, Benito Buroy alzaba el brazo con la mano envuelta en un trapo, y la cantinera, ya calmada, palmeaba la espalda del Lluent, que se había quedado sentado en el suelo.

– Llevo todo el día con él -dijo el pescador con voz apagada-. Me ha costado seis horas vencerlo. Ni sé cómo lo he hecho, carajo.

A partir de aquella noche Camila vería el mar con otros ojos. Nunca podría volver a mirarlo sin pensar que en realidad lo que se extendía ante ella no era nada más que un límite. El mar era un mundo que se ocultaba, un lugar con montañas, bosques y gigantes que rompía plácidamente en la orilla escondiendo todos sus secretos. Con razón decía el Lluent que el océano era tan grande que no podían m siquiera imaginarlo. También decía que, al salir a pescar, se sentía como un ciego que probara suerte lanzando cebos allá donde su vista no alcanzaba. Y aquel día la suerte lo había acompañado. Camila buscó en vano, paseándose con morboso terror por el borde del muelle, las tintoreras que habían acosado al Lluent hasta el puerto.

– ¡Haré un guiso con patatas que os vais a cagar en los pantalones! -exclamó Felisa García, olvidando por unos momentos que se había convertido en una mujer elegante a imitación de Leonor Dot-. ¡Ahora, vamos a celebrarlo!

Fueron todos a la cantina. El capitán Constantino Martínez mandó llamar al médico del regimiento, que llegó a la carrera con su botiquín y, sin otra anestesia que unos tragos de orujo, cosió la herida de Benito Buroy. Tuvo que darle cuatro puntos en el dedo índice, que luego vendó de forma aparatosa.

Paco descorchó una botella de vino y brindaron por el Lluent. Fue en aquel preciso instante cuando el capitán Constantino Martínez, tras dar un sorbo de su vaso e ignorando que estaba a punto de hacer el que quizá fuera el acto más justo de su vida, tomó asiento y, con aire relajado, sacó un papel de su bolsillo. Lo desplegó con cuidado sobre una mesa, pues antiguas humedades lo habían apergaminado y amenazaba con romperse. Tras contemplarlo unos instantes como si fuera un jeroglífico o sencillamente una memez, se volvió hacia los presentes.

– Mis hombres lo encontraron en el cementerio después de la tormenta. Lo firma una tal Dolores Rimbau, pero está escrito en catalán. ¿Hay alguien aquí que lo entienda?

– Es la Xuxa -dijo Felisa-. Se llamaba así, Dolores Rimbau.

Leonor Dot se aproximó a la mesa, apoyó las manos sobre la madera y observó el papel sin tocarlo. Las letras estaban trazadas de forma muy tosca y el tiempo las había borrado casi por completo. Más que leer, era descifrar un criptograma. Todos miraban a Leonor mientras ella movía suavemente los labios como si rezara en silencio.

– Parece un testamento -aclaró por fin-.Va dirigido a un cura, un tal Mosén Dalmau. Dice que quiere que la entierren con su anillo, y que el diablo se llevará a no sé quién… Es que no se entiende…

– Bueno -se apresuró a intervenir Felisa-, ese anillo nunca apareció, así que no pudo cumplirse su deseo. Que descanse en paz la Xuxa. ¡Vamos a abrir otra botella de vino!

El capitán meneó la cabeza en señal de disconformidad y señaló el papel agitando el dedo índice.

– Hay algo más. Habla de una barca… No sé qué pone, pero habla de una barca.

Leonor Dot volvió a sumergirse en el estudio del papel.

– Habla de un tal Nicanor Menéndez, eso parece, Nicanor Menéndez… Y de una barca, es cierto… Que no es suya, que no le pagó su dinero y que quiere que la hundan… ¿Que la hundan?

Alzó el papel para observarlo a la luz de la bombilla. Parpadeó un par de veces y volvió a ponerlo en la mesa.

– Pues sí… Quiere que hundan la barca en la bahía. Y, para estar segura de que lo han hecho, que la entierren también con un trozo de la quilla… Eso es todo. Para acabar, le dice al cura que no se olvide de sus misas.

Hizo con los labios un gesto de extrañeza y se encogió de hombros. Fue entonces cuando el Lluent, que había permanecido alejado de la mesa, avanzó unos pasos con el rostro tan congestionado que parecía que estuviera ahogándose.

– ¡Me la regaló a mí! -gritó-. ¡Ahora es mía! ¡Nadie va a hundirla!

El capitán Constantino Martínez lo miró con absoluta perplejidad. Luego se volvió hacia Felisa García. Como ella no dijera nada se encaró con el cantinero, que continuaba con la botella de vino en las manos.

– ¿Quién es ese Nicanor? ¿Qué coño sucede aquí?

Se apreció perfectamente en el rostro de Paco que hacía grandes esfuerzos por idear una patraña que pudiera resultar verosímil, pero su cerebro embotado sólo acertó a dictarle la verdad.

– Era el marido de la Xuxa. Un buen día él se vino a vivir aquí, a la casa del pescado, y desde entonces no volvieron a dirigirse la palabra. Yo no sé qué se harían el uno al otro. Cuando la Xuxa murió Nicanor no se molestó ni en ir al entierro. Luego llegó el Lluent y se puso a trabajar con él. Estuvieron juntos varios años. A cambio, Nicanor le dejó la barca. Lo anunció aquí, delante de todos. El día que yo la palme, dijo, la barca será de éste. Y señaló al Lluent.

– Pero la barca no era suya -reflexionó el militar.

Se hizo un molesto silencio. Andrés, que no entendía que la fiesta por haber capturado el atún se hubiera convertido en un velatorio, batió las palmas un par de veces. Luego paseó por todos los presentes una mirada suplicante.

– Esto tiene mal arreglo -murmuró el capitán-. No hay nada más sagrado que el último deseo de un fallecido.

– ¿Aunque sólo le mueva el deseo de venganza? -intervino por fin Felisa García-. La Xuxa era una mala mujer, se lo juro por lo más sagrado. Yo la conocía bien.

– Sería lo que usted diga, pero un testamento es un testamento.

La cantinera se plantó delante del militar. Nunca se la había visto tan dispuesta a defender una idea, ni tan desarmada por no poder hacerlo a gritos. Con todo, se contuvo y, a pesar de que le temblaba la mandíbula, logró hilvanar su razonamiento.

– Nicanor se ganó con creces la propiedad de la barca. Toda su vida trabajó con ella. La Xuxa, en cambio, nunca movió un dedo salvo para hacer daño a los demás. Y quiso seguir haciéndolo después de muerta… Piénselo bien, Constantino. Usted sabe que yo no soy una revolucionaria de ésas. Creo que a cada cual se le ha de dar lo que le pertenece. Pero, en este caso, si lo hiciéramos cometeríamos una terrible injusticia. Y la cometeríamos con el Lluent, que no tiene culpa de nada…Yo no sé qué sentido tiene usted del deber. Tampoco sé si las malas ideas le impiden dormir, como me sucede a mí. No sé si da vueltas y vueltas en la cama con una angustia que le oprime el pecho y le roba el aire. Lo que sí tengo bien claro es que, de estar yo en su lugar, preferiría quedarme en paz con mi conciencia a cumplir los deseos de una arpía.

El capitán hinchó los carrillos, visiblemente incómodo. Meditó unos instantes. Luego cogió su vaso y se puso en pie.

– Felisa -decidió-, coja lo que quiera del atún y haga usted su guiso. Les deseo que lo disfruten. El resto será requisado para la tropa.

Tras apurar el vino y dejar el vaso junto al testamento, abandonó la cantina. Felisa García dejó escapar un suspiro de alivio.

– Fui yo la que descubrió el cadáver de la Xuxa -explicó con la voz quebrada-. En el camino olía a muerto, pero no pensé… Estas cosas no se te ocurren. La llamé. No contestaba y entré en la casa. Estaba tumbada en la cama con las manos sobre el vientre. Parecía dormida de no ser por las moscas… Había dejado ¡a nota sobre la mesa. Supuse que era para el párroco y di por sentado que no podía contener nada bueno. Debí destruirla y Santas Pascuas, pero la escondí en el vestido que le sirvió de mortaja. Quería que enterraran su bilis con ella…

Y concluyó, recuperando de improviso todo su carácter: -¡Cómo iba a suponer que una jodida tormenta acabaría removiendo las miserias del pasado!

Cogió el infame testamento y le prendió fuego con una cerilla. Así fue como, tras tantos años de utilizarla para arrancar secretos al mar, consiguió el Lluent que la barca que le cediera su antiguo patrón fuera definitivamente suya.


Despuntaba el alba cuando Benito Buroy salió de la Co mandancia Militar. Colgado del hombro llevaba un macuto en el que había guardado la pistola, una bota con agua y un mapa, de la isla. Aquel día cumplía una semana de estancia en Cabrera. A media mañana llegaría la barca de abastecimiento en la que debía regresar a Mallorca. No tenía demasiadas ganas de volver a Palma y a su vida en el bar, pero tampoco podía elegir. Había llegado la hora de echar tierra de nuevo sobre el expediente depurador que, por mucho que hiciera, brotaba una y otra vez como una mala hierba.

Tomó el camino del castillo para evitar que le vieran desde el campamento militar. Al poco dejaba atrás el cementerio. Tras detenerse en lo alto del promontorio para orientarse con el mapa, decidió bordear la cala Santa María y después internarse en el monte para cruzar la isla por su lado más angosto. Ascendió inmerso en un silencio profundo en el que sólo resonaba el crujido de sus pasos sobre los cantos polvorientos y las ramas quebradas de los coscojales. Al encumbrar las últimas peñas, apoyó las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento. Era tal la quietud allí que el bombeo agitado de su corazón parecía capaz de abarcar con su sonido toda la isla. La ladera, salpicada de verde, comenzaba a descender a los pies de Buroy hasta alcanzar una amplia bahía en la que no se veía ninguna edificación. A un lado se levantaba el islote pelado de! que le hablara el capitán Constantino Martínez. Frente a aquel islote, en alguna cueva, se escondía Markus Vogel.

Benito Buroy había planeado ir costeando hasta encontrar su guarida, pero poco antes de completar el descenso divisó a lo lejos, en el extremo de un saliente rocoso, la silueta lacónica del alemán sentada frente al mar. Pocos minutos después sonaron sus pasos a espaldas de aquel hombre al que no había visto nunca. A Benito Buroy le extrañó que no se volviera hacia él a pesar de que sin duda lo había oído. Contempló durante unos instantes su melena cana y sus hombros anchos y abatidos. El alemán tenía los antebrazos apoyados sobre las piernas como si acaparase toda su atención algo en el suelo frente a él. En cualquier caso, no parecía interesado en absoluto por aquella inesperada visita. Benito Buroy abrió el macuto, echó un vistazo a la pistola, destapó la bota y bebió un par de tragos. Luego dejó la bota en el suelo.

– Le esperaba-dijo Markus Vogel-.Hace unos días anduvieron unos soldados por aquí. Pensé que los plazos se estaban agotando.

Benito Buroy hizo una mueca de disgusto. Avanzó hasta situarse delante del alemán, pero éste no alzó la mirada. Alargó un dedo largo y huesudo para señalar un pellejo de lagartija sobre una roca.

– En algún momento dejó de moverse y de huir. Entonces las hormigas empezaron su trabajo. Les ha costado dos días vaciarla por completo.

Tras decir esto, Markus Vogel miró de frente al recién llegado.

– Yo tampoco me moveré -le dijo-. Hágalo ya. No me torture.

Benito Buroy metió la mano en el macuto. No pudo reprimir un gesto de dolor al tropezar el vendaje de su herida con la culata del arma. Pese a ello la empuñó, buscando el gatillo con el dedo corazón, pero no llegó a sacarla de su escondite. No se veía con ganas de apuntar a aquel hombre a sangre fría. Pensó que sería menos violento disparar a través de la bolsa, aunque la sola idea le hacía sentirse miserable. El alemán le miraba fijamente, con una entereza que no podría sostener mucho tiempo. Buroy advertía con claridad la tensión que lo dominaba. Se veía obligado a entrelazar los dedos de las manos para que no se viera que le temblaban.

A Buroy le bastaba con apuntar un instante y apretar el gatillo. Alzó un poco la bolsa sin decidirse a sacar la pistola. Fue entonces cuando lo asaltó de nuevo aquella irritación de la que no conseguía zafarse. Era superior a él, un aborrecimiento que le nacía de la sensación de estar equivocándose porque le obligaban a hacerlo, porque ellos podían obligarlo y él tenía que resignarse a aceptarlo. Sin embargo, ¿qué diablos pretendía salvar doblegándose a cometer aquel crimen? ¿Sus largas y tediosas noches en el bar escuchando conversaciones que no le interesaban? ¿La compañía agobiante de Otto Burmann, cada día más perdido y desesperado? ¿Sus encierros con Erica en el lavabo, donde ella se envilecía lloriqueando y lamiéndole la polla?

– Ni sé ni me importa lo que haya hecho -dijo para defenderse de sus pensamientos-, pero tengo que obedecer las órdenes que me han dado.

– Usted no es un pistolero de Falange -contestó el alemán-. Tampoco es militar ni trabaja para la Gestapo. No sé quién es usted.

Benito Buroy alzó un poco más la mano sin sacarla del macuto y acarició con el dedo la superficie cóncava del gatillo. Pero entonces pensó que segundos después estaría completamente solo en aquel lugar frente a un cadáver con un agujero de bala en la frente, y que tendría que regresar por el monte con un sabor amargo en la boca preguntándose quién era él, quién había matado a Markus Vogel, y que en la cantina Felisa García le serviría un plato de lentejas que le resultaría imposible probar siquiera, y que aquella misma noche Erica escupiría su semen a un lado de la taza del retrete pensando ya en su próxima copa de ginebra, y que poco después, en la cama cubierta de almohadones en la que le daba asco y angustia acostarse, Otto Burmann le reprocharía al oído que era un mal hombre acariciándole el vientre con su mano siempre fría, y que las noches eran cada vez más insomnes y más largas, y que una vez más se preguntaría, en algún rincón de la oscuridad, por qué cojones se empeñaba en seguir vivo si vivir era algo que ya había dejado de gustarle.

Al alemán se le habían enrojecido los ojos. Había hecho un gran esfuerzo, pero era evidente que se encontraba al límite de la resistencia.

– Se lo suplico -murmuró, y en su voz quebrada advirtió Buroy que en cualquier momento aquel hombre podía venirse abajo, dejarse caer de bruces, comenzar a llorar-… Me doy la vuelta, si así se lo pongo más fácil.

A Benito Buroy le dolían los puntos de la herida. Empuñar el arma le obligaba a estirar el dedo dentro del vendaje. Pasaban los segundos y cada vez le resultaba más difícil acabar con aquello. Empezó a comprender que ya era demasiado tarde, que había perdido el aplomo o la irreflexión necesarios para hacerlo, que había dejado pasar la ocasión y que debería esperar a una nueva oportunidad. La próxima vez dispararía como siempre lo había hecho, sin plantearse lo que hacía.

– Seguro que me sobran motivos para matarte -exclamó finalmente, retirando el dedo del gatillo-. Seguro que lo tienes bien merecido…Volveré otro día.

Soltó la pistola, se colgó el macuto del hombro, recogió del suelo la bota y se fue de allí sin mirar atrás.

Dejó transcurrir el resto del día vagando por el monte, sin fuerza ni coraje para regresar al puerto y encararse con la barca que debía devolverlo a Mallorca. Cuando por fin se decidió, comenzaba a anochecer. Comprobó desde lo alto que en el muelle no había otra embarcación que la del Lluent. Su transporte debía de haber soltado amarres hacía ya vanas horas.

Bajó con desgana los desmontes donde nacía el pueblo. Tenía hambre, pero antes de visitarla cantina fue ala Comandancia Militar a guardar la pistola. El soldado de guardia le dijo al verle que el capitán le esperaba en su despacho. Benito Buroy abrió la puerta.

– ¡Hombre! -dijo el militar echándose hacia delante en su butaca, que soltó un largo crujido-. ¡Benditos los ojos! El comisario ha llamado varias veces. Está que trina con usted. Parece ser que le esperaba hoy en Palma.

– No he podido cumplir con el encargo -se excusó difusamente Benito Buroy.

El capitán se puso en pie y se encaminó hacia el archivador para sacar su botella de fino.

– Así que estará una semana más con nosotros. Pues muy bien. Será testigo del lío que se está montan do. Vamos a entrar en guerra, amigo mío. Ahora ya se lo puedo asegurar.

Llenó los vasos. Antes de que Benito Buroy pudiera llevárselo siquiera a los labios, vació el suyo de un solo trago.

– El general Kindelán lleva tiempo acorazando las Baleares por miedo a una invasión -continuó el militar-.Y ahora nos toca a nosotros. Esta semana me han de llegar más hombres y piezas de artillería. ¡Hasta un camión, vaya por Dios! He puesto a la tropa a ensanchar la pista que lleva al campamento. ¿Qué se apuesta a que un día de estos tomamos Marruecos?

Benito Buroy se había sentado en una de las sillas y se rascaba reflexivamente la coronilla. Otra guerra. Era de dominio público que Franco iba a alinearse con el Eje para devolver a España el rango de primera potencia que siempre le habían negado los franco británicos. Pero ¿cómo iba a rearmarse un país desgarrado y empobrecido por tres años de guerra civil?

En aquel momento sonó el teléfono en la pared del despacho. EÍ capitán Constantino Martínez se apresuró a descolgarlo.

– Dígame… Si, soy yo, pásemelo… Un saludo, señor comisario… Aquí lo tiene, ya ha llegado… Naturalmente…

Benito Buroy ya estaba a su lado. El militar le entregó el auricular y fue a llenarse de nuevo el vaso. Buroy cerró los ojos antes de acercarse el aparato al oído.

– ¿Se puede saber qué coño haces, gilipollas? -tronó la voz airada del policía.

– Ha habido problemas. Necesito unos días más.

– ¡El miércoles que viene te quiero aquí! ¡Aquí! ¡Sin falta! ¡Y con el tipo ese bajo tierra! ¿Me has entendido? ¿Me has entendido, degenerado? ¡Si no estás aquí el miércoles te arrancaré los huevos y te los meteré en la boca!

– Confie en mí… -comenzó Benito Buroy.

Pero el auricular dejó escapar un estridente chirrido.

– ¿Ha acabado la conversación? -preguntó, casi al instante, una voz femenina.


Los paseos en barca habían dado comienzo a mediados de agosto, unas semanas antes de que Benito Buroy llegara a la isla, y antes también de que una tormenta desenterrara a los muertos y con ellos el testamento de la Xuxa, de que Leonor Dot sorprendiera a Andrés espiando a Camila y de que un pelotón de voluntarios fusilara al antiguo carbonero junto a la tapia del cementerio. La idea había surgido en la sobremesa de la paella que preparara Felisa García a su regreso de Mallorca. Markus Vogel ya se había perdido por el monte con su ración de tabaco, y Paco, borracho por completo, roncaba sonoramente con la cabeza desmayada en la silla. Camila, que se aburría, pidió al Lluent que la llevara a dar un paseo en su barca. Y el pescador, que también había abusado del tinto, se puso en pie. Tambaleándose un poco, anunció que iba a llevarla a una cueva marina donde las aguas eran tan claras y tan azules que parecían una infusión de zafiros.

– ¡De Cabrera no sale nadie sin mi permiso! -había exclamado el capitán Constantino Martínez despertando de un prolongado ensimismamiento etílico.

– Nadie se va a ir, tranquilo -le contestó de buen humor Felisa García-. ¡Si estáis todos tan bebidos que da pena veros! Pero mañana, cuando el Lluent se haya recuperado, se llevará a estas señoras a dar una vuelta por el mar, faltaría más. Ya va siendo hora de que se refresquen un poco.

A la mañana siguiente, después de que el capitán autorizara la excursión con un gruñido agónico, pues los ardores de la resaca le avivaban los causados por la metralla que se le iba oxidando en las entrañas, el Lluent y sus invitadas salieron por primera vez a navegar. En aquella ocasión el pescador, en cumplimiento de su promesa, las había llevado a una cueva de aguas asombrosamente azules y ecos amortiguados en la que se adivinaban docenas de murciélagos suspendidos de la bóveda de estalactitas. En las semanas siguientes salieron varias veces más, hasta convertir aquellos paseos en una costumbre que mantenía al capitán Constantino Martínez en un inquieto y permanente otear del horizonte. A veces superaban el saliente donde se alzaba el faro y hendían las aguas hacia el sur para ver los acantilados donde batían las olas. Por allí alcanzaban, impulsados por el viento, el segundo faro de la isla, que orientaba sus haces de luz hacia las aguas profundas que llevaban hasta Argel. Otras veces navegaban en dirección contraria, bordeando el castillo y costeando hacia el norte, donde las aguas eran más calmas y se encontraban lugares tranquilos donde echar el ancla. Allí el Lluent enseñaba a Camila a preparar los sedales o a hundir las nasas de mimbre que dejaban luego señaladas con una boya. El pescador hablaba muy poco, pero a veces señalaba una mancha parda en el cielo y decía:

«Un cernícalo. Es bueno, se come las ratas». O se limitaba, sin abrir los labios, a indicar con el dedo un acantilado donde una cabra solitaria hacia equilibrios sobre el vacío.

Leonor Dot tampoco hablaba mucho. Solía acurrucarse en la proa y, dejándose mecer por el vaivén de la barca, se sumía en el mundo atemporal de los recuerdos. A veces, la asaltaban con tal viveza que las voces de Cánula y del Lluent se iban apagando, como si poco a poco se fueran alejando de ella, y el calor del sol sobre la cara se transformaba en la presión suave de una mano, o en otra luz y otro calor bajo un sol distinto, o incluso en el frío gélido de una mañana de invierno en una ciudad lejana. Con los ojos cerrados, levemente mareada y adormecida por el balanceo, Leonor Dot vagaba sin cuerpo por un pasado irrecuperable que, a pesar de todo, necesitaba rememorar para continuar sintiéndose viva. A veces los recuerdos le dolían demasiado y entonces, tapándose la cara con las manos, se asombraba de que los horrores de una vida arruinada pudieran desembocar en un rato de paz sobre una barca, bajo el sol benigno de todos los días.

No por eso dejaba Leonor Dot de ser combativa. Durante uno de aquellos paseos en el que habían ido a ver los peñones que asomaban más allá de la isla deis Conills, se puso en pie al divisar a lo lejos la línea brumosa de la costa mallorquína. Parecía tan cercana que daba la falsa impresión de que podía alcanzarse a nado. El Lluent conocía bien aquella derrota surcada de peligrosas corrientes marinas, pues vendía la mayor parte de sus capturas en la colonia de Sant Jordi, que era el puerto más próximo a Cabrera. Leonor Dot se volvió hacia el pescador. Le brillaban las pupilas.

– Lluent -le dijo-, llévenos hasta Mallorca. Diga que hemos saltado al mar y que no ha podido hacer nada por nosotras.

El Lluent puso cara de circunstancias. Luego, tras morderse los labios por dentro como si quisiera arrancárselos, se expresó con meridiana sensatez:

– Si lo hiciera sería yo el que habría tirado su vida por la borda. No se puede desvestir a un santo para vestir a otro. No sabe cuánto lo siento.

Y dicho esto, con la languidez con que se llevan a la práctica las decisiones molestas pero impostergables., asió el timón e hizo virar el laúd de regreso al puerto.

– Eso es cierto -reconoció Leonor Dot con una amplia sonrisa, trastabillando un poco a causa de la maniobra y tomando asiento con torpeza-, tiene usted razón… Pero tenía que intentarlo.


La celebración por la pesca del atún había concluido hacía un buen rato. Paco, alarmado por la rapidez con que menguaban sus reservas de vino, había conseguido salvar una botella escondiéndola detrás del barreño de la basura. Con esa botella, más lo que ya llevaba bebido, había tenido suficiente caldo para acabar el día. A la mañana siguiente llegaba la barca de las provisiones con un nuevo cargamento. No era aquél, pues, un tema que le preocupara en aquellas horas tardías. Pero había otros.

Repantigado en una silla bajo la parra de la cantina, con la camisa abierta por completo para airear la espesa pelambrera de su pecho, observaba la plaza a oscuras y meditaba sobre los graves problemas que le aquejaban. Llevaba unos días desconcertado y molesto por la actitud de Felisa García. Su mujer parecía otra desde que viajara a Mallorca y encontrara allí la protección de su cuñado. Hasta entonces nunca había tomado otras decisiones que no fueran las propias de las tareas domésticas, pero ahora empezaba a mangonearlo todo y a criticarlo a él con mucha más inquina de lo normal. Era cierto, meditaba el cantinero, que Felisa siempre le había gritado, pero se trataba de arrebatos femeninos que cumplía sin dejar de remover el cocido o de pasar el fregajo por el suelo del bar. Y ésa, para Paco, era una actitud positiva. Estaba convencido de que las mujeres debían gritar mucho, pues así sacaban fuera los sinsabores de la maternidad y lo que él llamaba las «ansias mamarias», que no eran otra cosa que más maternidades no resueltas y ya imposibles. Una mujer gritona era para Paco una verdadera mujer. Pero una cosa era dar gritos, proferir amenazas e insultar a su marido desde los fogones, y otra muy distinta callarse como una muerta, mirarlo con desdén y, en la intimidad del lecho conyugal, lamentarse de que la tonta de su hermana hubiera tenido mucha más suerte que ella.

– Todo por un par de cerdos y un rebaño de cabras -murmuraba, tumbada en la cama, con su camisón nuevo de volantes que trajera también de Palma-. Pero ni eso hemos sabido conservar. Qué pensarían mis padres si llegaran a verlo. Doy gracias a Dios de que estén muertos, fíjate en lo que digo… Si hubiera ido a Mallorca a aprender costura con mi hermana, quizá ahora estaría casada con otro potentado… O al menos con un hombre que sirviera para algo.

Paco nunca contestaba a sus reproches, en parte por orgullo y en parte porque a aquellas horas le costaba demasiado articular las palabras. Al poco se quedaba dormido como un bendito, y cuando se despertaba a la mañana siguiente comprobaba con alivio que la vida seguía igual, que Felisa no estaba en la cama y se la oía trajinar por la casa. Entonces se levantaba él también, iba al chamizo donde guardaba alguna botella de vino entre los trastos, bebía un par de tragos para infundirse valor y decidía demostrar aquel día a Felisa García que su marido no era un fracasado, sino un hombre con arrestos y energía sobrados para tomar las riendas y que ella viviera como una reina o, cuando menos, como la tonta de su hermana. A continuación daba algunas vueltas por el bar, salía al patio donde ya no había cerdos ni cabras, se asomaba algo apocado a la cocina y acababa sentándose bajo el emparrado con una gran desazón, pues Felisa se había levantado a las seis de la mañana y ya todo estaba hecho. Allí se lamentaba Paco en silencio de tener una mujer mandona y desquiciada sin darse cuenta de que había dejado la cama sin hacer, que la cantina era un nido de mierda, que la casa tenía varias tejas rotas que filtraban goteras las pocas veces que llovía, que había mil cosas que hacer en general que no fuera lo de cada día, sentarse bajo el emparrado rumiando la manera de servirse un poco de vino de manera que Felisa García pudiera simular que no se daba cuenta.

También le molestaban a Paco las tertulias de su mujer con Leonor Dot. Aquella señora de ciudad era otra mala influencia para ella, que complementaba a su manera el nefasto ascendiente que iba adquiriendo sobre Felisa el marido de su hermana. Si aquél le había despertado el deseo de haber tenido otra vida más opulenta y divertida, las conversaciones con Leonor Dot la llevaban a creer falsamente que ella misma podía ser de otra manera, una mujer sensible y hasta un poco despierta. Algunas noches, siempre después de sus tertulias en la cocina, tras un rato de silencio en la cama con la mirada perdida en el techo, Felisa García abría los labios con una intención bien distinta de la de criticar a su marido. Entonces era mucho peor si cabe, pues se trataba de uno de sus ataques de clarividencia mental.

– La vida -decía- es lo mismo que tener un vertedero de basura delante de las narices y por detrás un valle cubierto de amapolas. Hay que saber mirar las cosas bonitas.

– La vida es una mierda -le contestaba Paco, pues ésa era la única frase que podía articular por muchas copas que llevara encima, y de hecho el eje central, y hasta exclusivo, de su muy limitado pensamiento.

– Hay personas que hacen infelices a las demás -opinaba Felisa, retomando sesgadamente su afición por la reprimenda.

Aquella noche, después de cenar en la cantina, Benito Buroy rompió sus hábitos solitarios y se sentó junto a Paco bajo el emparrado. En el cielo, cuajado de estrellas, se recortaba la silueta de la higuera centenaria. Benito Buroy estaba un tanto meditabundo. Dedicó unos minutos a observarse el dedo vendado que un rato antes ¡e cosiera el médico militar. Habían sido necesarios cuatro puntos para cerrar la herida y se trataba del dedo índice de la mano derecha, el de apretar el gatillo.

La semana que llevaba en Cabrera había pasado volando. Al día siguiente llegaría la barca de abastecimiento sin que Benito Buroy hubiera visto siquiera a Markus Vogel. Se había limitado a esperar a que apareciera por la plaza, sin molestarse en ir a buscarlo a la playa donde lo localizara la patrulla del capitán Constantino Martínez. Pero el alemán no había bajado al pueblo, y de haberlo hecho tampoco habría podido dispararle delante de todos. ¿A qué estaba esperando? ¿A verle la cara a su víctima? Sabía que eso no era recomendable. De hecho, cuando eliminaba a alguien lo hacia deprisa y sin mirarle a los ojos. No quería que los muertos se vengaran de él en sus pesadillas. ¿A qué esperaba pues? ¿A hacerlo en el último momento para no tener que seguir esperando en la cantina como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera dejado un cadáver pudriéndose al otro lado de la isla? Si era eso a lo que esperaba, había llegado la hora. Tenía que solucionar aquel asunto a la mañana siguiente si deseaba regresar a Palma en la barca. Y aquello, regresar a Palma, era algo que no podía eludir. Le aterraba pensar en la reacción del comisario en el caso de que desobedeciera sus órdenes. Así pues, se levantaría con el alba y cruzaría la isla en busca del alemán misántropo. Con un poco de suerte estaría de regreso en Palma a tiempo para que Otto Burmann le preparara una tortilla de espárragos.

El cantinero, un tanto sorprendido de que aquel hombre tan reservado se sentara a su lado, lo miró un instante de reojo. Luego, quizá porque el momento se prestaba a ello, y a pesar de que tenía la lengua embotada y aquello le dificultaba la dicción, él también se atrevió a filosofar.

– A las mujeres hay que tratarlas con mano dura -dijo.

Señalando con el pulgar por encima del hombro la cantina donde sonaban las voces apagadas de Felisa y Andrés, se explicó mejor:

– La mía me tiene miedo,

Benito Buroy permaneció callado, pero todos en Cabrera se habían acostumbrado a su silencio y ya nadie esperaba de él ninguna respuesta.

– Miedo, eso es lo que me tiene -insistió Paco, rellenándose el vaso con las últimas gotas de vino-. Me tiene tanto miedo que podría hacer con ella lo que quisiera.


Aquello no se había visto nunca en Cabrera. A media mañana sonó por dos veces el lamento largo y ronco de una sirena, y poco después entraba en la bahía un barco enorme y destartalado que parecía capaz de quebrar la isla y seguir luego su camino por las aguas mansas del verano. Paco, que fue el primero en salir de la cantina para ver el espectáculo, no tardó en comprobar que se trataba de un antiguo pailebote revestido con planchas de hierro. Sobre la cubierta había un movimiento incesante de soldados. Volvió a bramar la sirena y de la chimenea salió una espesa nube de humo negro.

El capitán Constantino Martínez, vestido con su traje de gala y acompañado por cuatro soldados entorchados, salió de la Comandancia Militar y se encaminó con paso decidido hacia el muelle. Pese a que aquel acorazado, que se acercaba lenta y trabajosamente al muelle, dejaba entrever más arrogancia que prosperidad, el capitán lo contemplaba con el orgullo con que se asiste a los despliegues de la madre patria. Por fin, después de tantos meses en vela, de tanto tiempo de callada y disciplinada observancia de un mar infestado de buques enemigos, llegaba la armada nacional con los tan esperados refuerzos.

Benito Buroy, que se entretenía escuchando la radio en la balconada de la Comandancia, observó que Paco se dirigía también hacia el muelle con aire desinhibido y garboso. Felisa García, en cambio, se había quedado a la puerta del bar. Con las manos unidas sobre el pecho, como si rezara, contemplaba todo aquello con la misma preocupación con que, a lo largo de la historia, las buenas cocineras vieran a los jóvenes partir hacia el frente riendo y entonando canciones. Lo peor de los potajes, filosofaba Felisa García con gran aflicción, era que los hombres, después de comerlos, se sentían capaces de todo. Así había sucedido con su hijo mayor, que había partido a la guerra prometiéndole regresar cargado de regalos para ella. Hasta un mantón de Manila le había prometido… Las tragedias, en aquella isla y en cualquier otro lugar, siempre se habían visto precedidas por un gran despliegue de optimismo.

El buque hizo varias maniobras antes de lograr echar los amarres a aquel muelle diminuto. Un rato después, el capitán Constantino Martínez, cuyo estado de ánimo, tan español, se debatía entre el mundano arrojo del conquistador y la cerrazón espiritual de la defensa numantina, realizaba grandes esfuerzos por mantener la marcialidad ante el teniente que comandaba aquella expedición salvadora, pero los ojos le hacían chiribitas al ver todo lo que se estaba descargando de las tripas del mercante disfrazado de destructor. Además de una sección de cincuenta hombres que vendría a reforzar a la tropa bajo su mando, frente a él se apilaban un montón de cajas de madera rotuladas en alemán que contenían, según le fueron explicando, dos cañones de defensa costera que serían instalados en la bocana de la bahía, varias ametralladoras y gran cantidad de munición. Los marinos habían descargado también veinte o treinta barriles, y en aquel momento se disponían a bajar al muelle un camión de color polvoriento con un enorme depósito adosado tras la cabina.

– Está preparado para funcionar con gasógeno -aclaró el teniente del navio-. Si nos cortan el suministro de gasolina podrán hacerlo andar con carbón.

– Caray -exclamó el capitán Constantino Martínez-, son ustedes muy previsores. Con tantos barriles de combustible y lo pequeña que es la isla no hará falta el gasógeno durante años.

– Los barriles no son para el camión -contestó el otro imprimiendo a su voz un cierto tono de misterio-. Me gustaría hablar con usted en su despacho.

Camila, que había bajado para ver el despliegue de tropas, se cruzó en la plaza con los dos militares. En el muelle, los infantes recién desembarcados, al verse libres de la oficialidad, se habían relajado y conversaban en corrillos. Pero un cabo los hizo formar y se los llevó a paso ligero hacia los barracones. Camila se quedó sola frente al camión estacionado entre las cajas de madera y los bidones. Se acercó al vehículo y apoyó una mano en uno de los faros. Sonó entonces un silbido. La niña retiró asustada la mano y buscó con la mirada a su alrededor sin darse cuenta de que un marino, desde la cubierta del barco, la invitaba con gestos a subir a bordo. Paco, cerca de él, conversaba con otros miembros de la tripulación. El cantinero había abierto los brazos en circulo y los giraba con energía a un lado y a otro, como si les estuviera explicando la manera de preparar el bacalao al pil-pil o de bailar el minué. Probablemente, aunque Camila tampoco se diera cuenta, escenificaba la rotación de un cañón antiaéreo.

– ¡Camila!

Felisa García la llamaba desde la playa estrecha que separaba el muelle de la cantina.

– ¡Ven a desayunar! ¡Hale, corre, que me tienes harta!

La niña resopló con fastidio, acarició de nuevo el faro, que le dejó los dedos pringados de un polvo grasiento, y obedeció sin darse mucha prisa. Mientras, Leonor Dot, desde la puerta del bar, contemplaba con desagrado el barco inmenso atracado a espaldas de su hija.

El falso acorazado largó amarras poco después, en cuanto hubo concluido la reunión de los mandos militares en el despacho de la Comandancia. El capitán Constantino Martínez había regresado al muelle, tras aquella reunión, sumido en un hosco y lúgubre silencio. No parecía que le hubieran dado buenas noticias. Llamó a gritos a Paco para que bajara de una vez a tierra, y se despidió del teniente llevándose con desgana la mano a la gorra. El teniente estuvo claramente tentado de hacer algún comentario, pero le devolvió el saludo con una amplia sonrisa y, sin más, se encaminó hacia la pasarela.

– ¿Qué le pasa a usted? -dijo Paco, alzando la voz para vencer el bramido de la sirena del barco-. Parece que le haya atacado un dolor de muelas.

El capitán Constantino Martínez le dirigió una mirada turbia. Estaba completamente abatido.

– Nunca en mi vida había hecho un ridiculo tan grande -murmuró-. Me traen un camión y yo no tengo carretera. El marino ese ha tenido que tomar asiento para no caerse de la risa… Y mira que lo avisé, una y mil veces les dije que se dieran prisa, que llegaría el camión y no tendría por dónde echarlo a rodar. ¡Si esos imbéciles se hubieran apresurado un poco…!

Un grupo de soldados llegaba en aquel momento del campamento. El capitán los había mandado llamar. Al mando estaba un sargento que se cuadró con evidente zozobra. Dirigió una mirada preocupada hacia Paco, que se encogió de hombros y se volvió para observar cómo se alejaba el barco.

– Óigame bien, Ridruejo -soltó el capitán-. Tiene dos días para acabar de ensanchar el camino. Si no lo hace en dos días tiraré sus galones a las letrinas.

– A sus órdenes, mi capitán. Lo que usted diga… pero eso es imposible. No tenemos casi utensilios. Lo hacemos con las manos, como quien dice.

– ¡Pues le doy el tiempo mínimo posible, pero ni un día mas! ¡Ni un día! ¿Dónde está el conductor del camión?

Загрузка...