– Espere -le pidió el galeno, que había emprendido una titubeante carrerilla en la oscuridad-.Ya que estamos aquí, podemos parar en la cantina y le quito los puntos de ese dedo. Seguro que la herida está cerrada.

Mientras ellos se alejaban, el capitán Constantino Martínez, en el porche, no sabía cómo conducir la situación. Echó una mirada al ermitaño, que se había ido deslizando por la pared hasta acabar sentado en el suelo. El enorme corpachón del alemán parecía un saco abandonado al lado de la puerta. El militar tiró de los faldones de su guerrera y se sacudió los hombros intentando secárselos. Benito Buroy tenía razón. Allí no se podía hacer nada. Había llegado el momento de retirarse él también y dejar que las mujeres se encargasen de la niña. A fin de cuentas, aquél era un problema de orden estrictamente femenino. Además, por culpa de todo aquello comenzaba a amenazarlo el ardor de estómago. Y eso sin haber cenado, que tenía su delito. Forzó unas toses para aclararse la garganta. Sólo entonces se volvió hacia el Lluent para despedirse de él. Le asustó un poco su actitud. El pescador, inmóvil y callado como siempre, mantenía la mirada fija en el vacío. Parecía que estuviera a punto de cometer alguna locura. Pero el capitán sabía que entre sus incontables funciones estaba la de impedir que la gente perdiera los estribos.

– Tranquilícese -dijo, revistiendo su voz de la sensatez de quien ha pasado por trances mucho peores-. Debemos actuar con calma hasta encontrar al culpable. De momento, sólo cabe rezar para que esto no vuelva a repetirse.

– ¿Rezar? -murmuró el pescador, sin mirarle-. ¿A quién, rezar?

– No sea derrotista, hombre, y no blasfeme. Venga, dejemos que las señoras hagan su trabajo y bajemos a la cantina. Cenaremos algo, nos tomaremos una copita y ya verá, en dos días ni nos acordaremos de todo esto.


Amanecía un día frío y saturado de humedad, pero el cielo estaba despejado- Sólo unas nubes lejanas se deshilachaban en el horizonte allá por donde salía el sol, astillando su luz intensamente roja. Felisa García, que había pasado la noche en vela, preparaba achicoria para el Lluent, que tiritaba en una de las sillas de la cantina con los ojos vidriosos y la mandíbula y las manos agarrotadas. Se preguntaba la mujer, mientras atizaba las brasas para que el agua hirviera con mayor rapidez, qué habría hecho el pescador hasta aparecer por allí con las primeras luces, trémulo y desfallecido. Seguramente nada más que canturrear a la puerta de su casa, absorto en su mundo de voces olvidadas o imposibles, dejando que la lluvia le fuera apagando el fuego insoportable de sus emociones. Felisa García sabía que el Lluent sentía la vida de una forma tan intensa como imprecisa. Nada era del todo suyo ni del todo ajeno a él. Y aunque no fuera un hombre religioso, tenía un sentido del orden que en demasiadas ocasiones no se ajustaba a lo que sucedía en el mundo. Por eso, a menudo se le volvían obsesivas las ideas y le quemaban por dentro.

Había sido una noche extraña y desagradable. Al llegar, ya muy tarde, de casa de Leonor Dot, la cantinera había encontrado a su marido durmiendo empapado en su propio vómito. En cambio, la cama de Andrés permanecía sin deshacer, la almohada esponjada y el embozo abierto, tal como la había dejado ella por la mañana para hacerle más grata la hora de enfrentarse a las pesadillas. El chico no había vuelto a aparecer tras abandonar a Markus Vbgel en la cala con el cuerpo inerte de Camila entre los brazos.

Felisa García había pasado la noche sentada a la mesa de la cocina, angustiada por cómo lo estuviera pasando su hijo y maldiciendo a su marido por dejarla sola en momentos de tanto sufrimiento. Con sus manos gordezuelas una sobre ocra, la mirada vagando perezosa de las estanterías a los fogones, de éstos al retrato de Pío XII y de nuevo a las estanterías repletas de cazos renegridos, latas cubiertas de grasa y tarros con olor a podredumbre, fue cayendo la mujer en las trampas del pensamiento. El paso lento de las horas le había ido despertando una incertidumbre que a punto estaba de volverla loca. Sin poder evitarlo, daba vueltas y vueltas a la idea de que Andrés únicamente desaparecía cuando se sentía herido en su orgullo o culpable de algo. Pero el día anterior nadie le había hecho nada malo a su hijo. Muy por el contrario, Felisa recordaba haber visto al muchacho muy contento ante la perspectiva de aquel día en la playa. Entonces, si era la culpabilidad la que, muchas horas y horrores después, lo había obligado a salir corriendo ante el alemán que le pedía ayuda, aquello sólo podía significar que había sido él el que había forzado a la niña. A la cantinera, que seguía sus razonamientos sin hacer trampas ni adelantarse nunca a su propio discurrir, le dio un vuelco el estómago al alcanzar aquella conclusión: era Andrés el que había violado a Camila.

La habitación se había quedado de pronto sin aire y Felisa García, con las manos en el pecho, había comenzado a boquear horrorizada. Sintió la necesidad imperiosa de llamar a alguien, pero no supo a quién, ni si tenía derecho a suplicar que la asistieran. En aquel momento se oyó el sonido de la puerta de la cantina y, al alzar Felisa la mirada, tropezó con la de Pío XII, que la observaba desde su calendario de pared. Los ojos del papa ya no ofrecían su habitual placidez y le recriminaban que hubiera parido a un degenerado, que fuera una mujer tan débil y que, no contenta con todos los males que había llegado a desencadenar, continuara sentada sin hacer nada. Felisa García meneó la cabeza, se puso en pie y fue a ver quién entraba, murmurando por lo bajinis:

– No puedo venirme abajo, no puedo. Tengo que encontrar a Andrés y entregarlo a las autoridades.

El Lluent caminaba tambaleándose. Nunca, ni tras sus peores noches en el mar, había aparecido por la cantina en un estado tan lamentable. Tomó asiento en una silla sin fuerzas para contestar al saludo de la cantinera. Felisa García, a pesar de la hora que era, se apresuró a prepararle una achicoria bien caliente. Mientras atizaba el fuego preguntándose qué habría hecho para estar tan maltrecho, tuvo una idea que la dejó paralizada. El pescador era un hombre de impulsos brutales, ella lo sabía bien, y resultaba sorprendente verlo vencido por un abatimiento que podía deberse. por qué no, a la culpa. A la culpa que le podría causar no haber sabido resistirse a la tentación de apropiarse de la inocencia de Camila, y con ella de los perfumes de su imaginación, y de las voces inaudibles, y de un pasado que recordaría entre brumas y de un futuro que sencillamente no existía. Casi todo en la vida se hace para cubrir malamente una idea superior e inalcanzable, pensó Felisa García. ¿Por qué no podía el Lluent haber caído en aquel espejismo que acababa condenando a casi todos los hombres? ¿Y si era el pescador el que había violado a la niña, y no su hijo?

Sirvió un tazón bien lleno, salió a la cantina y lo puso delante del hombre, que continuaba con la mirada hundida entre las piernas. La cantinera se sentó frente a él y apoyó los codos en la mesa.

– ¿Qué has hecho, Lluent? -se aventuró a preguntar, vagamente consciente de que con aquella pregunta aventuraba también la posibilidad de ponerse a salvo de sus propias culpas.

La respuesta no iba a tardar ni un segundo. Sin duda el pescador había estado meditando sobre ello.

– Salgo al mar y me hago viejo -balbuceó con la voz quebrada-. Eso es lo que hago. Cada día salgo al mar y envejezco un poco más. Y a veces me pregunto para qué.

Felisa García no era lo bastante ciega como para aferrarse a una entelequia.

– Bébete eso -le dijo, poniéndose de nuevo en pie-. Te sentará bien.

Regresó a la cocina. Una vez a solas apoyó la espalda en la pared y se puso a sollozar con rabia, una rabia tan fuerte que le estremecía las tripas. Podía haber sido el Lluent quien violara a la niña, quién lo sabía, pero también podía haber sido algún soldado del campamento o hasta su propio marido, que había pasado todo el día borracho dando tumbos por la isla. Podía haber sido cualquiera, incluso Markus Vogel, que a fin de cuentas era el que la había traído hasta el pueblo. A los hombres no se los conoce nunca lo suficiente. Pero ella sabía que su hijo tenia un problema grave en la cabeza, y que en muchas ocasiones lo había encontrado masturbándose en cualquier lugar, a veces delante de la gente, y que Leonor lo había sorprendido espiando a Camila dormida y que era ella, Felisa García, quien había parido a aquel muchacho que no sabía que hay cosas que no deben hacerse por mucho que te atraiga una belleza que nunca va a ser tuya. Así eran las cosas, para qué iba a engañarse. Andrés había forzado a Camila y a ella le tocaba reparar los daños en la medida en que le fuera posible. Estaba dispuesta a empezar de inmediato. De la desgracia sólo se puede salir con voluntad y sacrificio, eso se dijo Felisa García.

Se apartó de la pared comprobando que las piernas aún la sostenían y que no perdía el equilibrio. Se frotó las manos con determinación. Tenia que preparar la comida y pensar en lo que haría después. Así debían de hacerse las cosas para que la vida siguiera su curso y para que Camila tuviera un buen caldo, que aquello era lo primero. Y los demás, por muy dolidos o atareados que estuvieran, también querrían comer. Más tarde, cuando hubiera resuelto todo aquello, se encargaría de Andrés. Ya sabía dónde encontrarlo.

Cogió con un resoplido la olla más grande. Se dio la vuelta para llenarla de agua y tropezó de nuevo con Pío XII, que continuaba mirándola con desaprobación. Pero Felisa García ya se había puesto en marcha y no estaba para bromas. -Y tú… vete a la mierda -le dijo.


Cuando Felisa llamó a la puerta, Leonor sostenía a un lado la cortina para observar el mar a través de la ventana. Se volvió para ver entrar a la cantinera, que traía una cazuela humeante y una hogaza bajo un brazo. La recién llegada dirigió una mirada fugaz hacia la cama donde Camila, cubierta hasta el cuello con una manta, permanecía inmóvil en posición fetal. Luego dejó lo que llevaba en la repisa de mármol y cruzó los dedos de las manos sobre el estómago. Leonor se había vuelto de nuevo hacia la ventana.

– Ha venido a verme el capitán -dijo con voz temblorosa-. Quería informarme de que ha estado investigando a sus hombres y no ha podido ser ninguno de ellos. Sólo el doctor se ausentó ayer el tiempo suficiente para llegar hasta la cala, así que lo ha arrestado de forma preventiva… Ese hombre es tan tonto… Me da una pena… Una pena de todos nosotros…

Los hombros de Leonor delataban que se había puesto a llorar. Felisa García avanzó un par de pasos con la intención de consolarla, pero se detuvo bruscamente bajando la mirada hacia sus propios pies. Se sentía demasiado sucia para abrazar a aquella mujer y tampoco podía fingir que la relación entre ellas continuaba igual que antes. Había llegado el momento de empezar a asumir su responsabilidad.

– He traído caldo para la niña. Debes intentar que tome un poco. Lo necesita.

Se calló unos instantes para tratar de infundirse coraje. Luego continuó:

– Leonor, no sé si voy a poder volver a mirarte a la cara.

La otra giró el cuello para observarla con perplejidad. Tenía unas ojeras lagrimadas y profundamente oscuras.

– ¿Por qué dices eso?

– Ha sido Andrés, mi hijo. Todavía no ha vuelto a casa, pero sé dónde está, en ese lugar que los chicos llaman el valle de las voces. Ahora voy a servir las comidas. Luego iré a buscarlo y le pediré al capitán que lo lleve detenido… Quiero que sepas que tú has tenido mala suerte en la vida, pero yo también.

– ¿Quién dice que ha sido Andrés? ¿Quién lo dice?

Leonor Dot se había separado de la ventana para acercarse a la cantinera. Ésta, tras mirarla un instante, había bajado de nuevo la vista hacia el suelo.

– Yo lo sé, que soy su madre. He estado pensando toda la noche… Es un buen chico, pero está enfermo y no sabe controlarse. Ha sido él.

Leonor, haciendo un gesto de cansancio, cogió una silla por el respaldo para acercarla hacia sí y se sentó en ella. Hincó un codo en la mesa, apoyó la frente en la mano y miró a la cantinera.

– En Barcelona mi marido tuvo muchos problemas con los infiltrados del otro bando -dijo-. Había delaciones, sabotajes… esas cosas. En una ocasión impidió que fusilaran a uno por haber pasado información al enemigo. Era un cura famoso por sus ideas reaccionarias, pero no se había podido demostrar nada contra él. Ricardo aclaró a sus hombres que no quería un culpable cualquiera, sino al culpable de aquel delito, y ordenó que lo pusieran en libertad… No sé si me explico.

– Siempre te has explicado muy bien -afirmó Felisa García-, pero ha sido mi hijo. Estoy segura… Insiste a la niña para que tome un poco de caldo, hazme ese favor.

Salió de la casa sin añadir nada más. Leonor Dot, al quedarse sola, fue hasta la cazuela y levantó la tapa. Un humeante aroma de apio invadió la habitación. A Leonor le ronronearon las tripas. Miró a Camila. La niña continuaba sin hacer ningún movimiento, acurrucada con la cara vuelta hacia la pared. Su madre sirvió un tazón. Fue hasta la cama y se sentó con cuidado junto a ella. Le pasó una mano suavemente por el pelo.

– Bebe, cariño. Te lo ha traído Felisa.

Camila no respondía.

– Tienes que tomar algo. Haz un esfuerzo.

Le puso una mano en la frente y descubrió que estaba ardiendo. El médico militar ya le había advertido de que aquello podía suceder y le había dejado un cuenco con miel. Leonor calentó un poco de leche y disolvió en ella un par de cucharadas. Luego regresó a la cama. Sostuvo la cabeza de Camila contra su pecho y le acercó el vaso a la boca.

– Bébete esto. Debes luchar, cariño. Bébetelo.

Camila obedeció con dificultad, sin abrir los ojos. Poco a poco bebió la leche mientras Leonor pensaba que aquella tarde, en cuanto pudiera dejarla con alguien, iría a ver al capitán y le suplicaría que permitiera salir al médico para que volviera a visitarla.

En cuanto su madre le soltó la cabeza, la niña recuperó su posición contra la pared. Leonor se puso en pie y la miró con desolación.

– No podría vivir sin ti, Camila -le dijo-. Tienes que ser fuerte, porque hay mucha gente que te quiere.

Se alejó de la cama, cogió el tazón de caldo y salió al porche. Quiso beber, pero la garganta se le atenazó y no pudo abrir la boca.

Felisa García nunca había faltado a su palabra. Aquella tarde, en cuanto hubo acabado de recoger el servicio de la comida, tiró el delantal sobre la mesa de la cocina y salió de la cantina. Al poco rato, los soldados de guardia en el campamento la vieron pasar con los brazos en jarras encaminándose hacia el interior de la isla. A Felisa García le sobraba energía para buscar a su hijo por todos los valles de este mundo, pero no contaba con que le dolieran tanto las piernas. Le costó un gran esfuerzo ascender el último repecho que daba al valle de las voces. Apoyada en un pino, con los pies tan hinchados que las sandalias a duras penas los contenían, se maldijo por ser tan gorda y tan vieja mientras escudriñaba la espesura en busca de Andrés. No lo vio, y el muchacho no iba a contestar si lo llamaba, así que emprendió el descenso dispuesta a recorrer palmo a palmo aquel lugar.

Encontró a su hijo poco después, sentado sobre una roca cubierta de musgo. Aunque sin duda había advertido su presencia, pues Felisa avanzaba por el fondo del valle como un elefante, Andrés no movió un solo músculo. Su madre se plantó ante él resoplando, alzó una mano y le dio un bofetón tan sonoro que volaron todos los pájaros de los árboles.

– ¡Lo que has hecho no tiene nombre! ¡No tiene nombre ni perdón! ¡Me avergüenzo de haberte parido!

Sin mediar más palabras cogió al muchacho por el cuello de la camisa y lo arrastró de regreso al pueblo. Andrés se dejaba conducir. A ratos gimoteaba un poco y se llevaba una mano a la mejilla dolorida, pero no oponía resistencia. Cuando llegaron a la plaza empezaba a declinar el sol. Felisa García se dirigió resueltamente hacia la Comandancia. Sin embargo, a medio camino se detuvo unos instantes para reflexionar. Tomó otra decisión. Con su hijo cogido aún por el cogote, emprendió el ascenso a la casa de Leonor Dot. Entró allí sin llamar a la puerta y empujó al muchacho hacia la cama de Camila.

– ¡Mírala! -gritó-. ¡Quiero que la veas antes de que te encierren! ¡Quiero que veas lo que has hecho!

Andrés, con la cabeza hundida entre los hombros, se volvió asustado hacia su madre. Luego se acercó a la cama, se arrodilló junto a la cabecera y soltó un lamento largo y lúgubre, como el de los perros cuando aullan a la muerte. Camila se dio entonces la vuelta, entreabrió los ojos y sonrió levemente.

– Sabia que vendrías -dijo la niña.

Andrés, tras un instante de vacilación, le puso sus manos sucias sobre la cara. Camila respondió con un brazo huesudo y extremadamente pálido que alzó con asfixia para pasarlo por encima de su espalda.

Las dos mujeres los miraban con asombro. Fue Leonor la primera en reaccionar.

– No ha sido él -dijo-. No le hagas más daño.

Paco se había asomado a la habitación de Andrés, pero no se atrevía a acabar de entrar. Había dejado transcurrir el día anterior en la cama hasta que, avanzada la tarde, no pudiendo soportar el olor del vómito y en vista de que Felisa no regresaba, se había levantado para cambiar él mismo las sábanas. Luego se había vuelto a acostar y se había quedado otra vez dormido. En aquel momento acababa de despertarse. Ya hacía rato que había amanecido.

– Felisa -dijo desde la puerta-, no sé lo que me pasó… No recuerdo nada, es como sí me hubiera vuelto loco. Creo que sí, que me volví loco. Sólo recuerdo que anduve mucho… No debiste decirme que era el enemigo público número uno. Felisa García parecía no escucharle. Sentada en la cama de Andrés, le había quitado la chaqueta del pijama y observaba sus brazos cubiertos de moratones. Obligó al muchacho a darse la vuelta y descubrió que tenía también un enorme hematoma en la espalda.

– No te muevas -le dijo-. Ahora vengo. Fue al descansillo y se detuvo delante de su marido, que al verla venir había retrocedido hasta la puerta de su dormitorio.

– El chico no está bien. Voy a pedirle al capitán que haga venir al médico.

Avanzó hacia la embocadura de la escalera, pero se detuvo de nuevo y se volvió hacia Paco con un gesto de abatimiento.

– Lo que dije fue que no había nada peor que tener al enemigo en casa. Eso fue lo que dije, no que fueras el enemigo público número uno… ¿Quién te crees que eres? Para eso no darías la talla.

Bajó a la cantina, salió a la plaza y se encaminó renqueando hacia la Comandancia Militar. Le dolía la cadera. El capitán Constantino Martínez, que se encontraba en su despacho dejando pasar las horas, la recibió convencido de que nada bueno podía depararle una visita de la cantinera. Así era, en efecto. Felisa García quería que dejara salir al médico para que fuera a ver a su hijo.

– Pero ¿qué es lo que pasa? -exclamó, enfurecido-. Basta con que arreste a ese hombre para que todo el mundo lo necesite. ¿Es que se han puesto todos de acuerdo?

Sin embargo mandó llamar al doctor, que acudió a la cantina custodiado por dos soldados. El hombre no parecía intranquilo por su situación. Sabía bien que en realidad no tenían nada contra é!, y que el capitán se limitaba a poner a salvo el buen nombre del ejército antes de echar tierra sobre el asunto. Se acercó a Andrés, al que habían sentado en una silla del bar, y lo reconoció meticulosamente.

– Le han pegado una soberana paliza -concluyó-. Fíjense qué cardenales, se han ensañado con él. Miren, tiene hasta la palma de una mano marcada en la cara.

Felisa García, a sus espaldas, se removió incómoda y dejó escapar una tosecita. El doctor había aplicado una oreja al pecho del muchacho. Se quedó completamente inmóvil, tan atento a lo que oía que parecía estar sintonizando la radio. Los dos soldados, los padres de Andrés y hasta el capitán Constantino Martínez, que había acudido a curiosear, guardaron un respetuoso silencio y contuvieron la respiración. Después, el médico palpó largo rato los costados de su paciente, hundiendo los dedos como si amasara pan. Sólo por prolongar un poco la tensión dramática le miró las pupilas.

– Tiene un par de costillas rotas -diagnosticó por fin volviéndose hacia la cantínera-,pero son de las flotantes. No se puede hacer nada. Ya se irán soldando por sí solas. Mientras tanto, no dejen que el chico haga ejercicios bruscos.

Felisa García se volvió enfurecida hacia el capitán.

– ¡A mi hijo le atacó el mismo que forzó a Camila! ¡Seguro que él intentó defenderla! ¡Ese hombre es un monstruo, Constantino! ¡Tiene que encontrarlo!

El militar estaba harto de que todo dependiera de sus oficios. No podía decir que se tratara de algo fuera de lo normal, pues era él quien mandaba en la isla. Pero estaba harto de hacerlo sin que nadie le prestara la más pequeña ayuda.

– ¿Y no puede hablar? -saltó, señalando a Andrés-. ¡Tuvo que ver quién era! ¿Tan tonto es que no puede decirnos su nombre? ¿No puede abrir la boca aunque sólo sea por una vez?

– ¿Cómo va a hablar, si en su vida ha dicho una palabra? -intervino Markus Vogel, que acababa de entrar en la cantina y miraba con indignación al capitán.

– Pues estamos apañados -sentenció el militar-. La niña no suelta prenda, éste tampoco. ¿Qué cono quieren que haga? Yo lo mío lo tengo todo controlado. A ver ustedes, qué me cuentan… Quizá deberían mirarse en los bolsillos.

Fue en ese instante cuando apareció Benito Buroy, seguido poco después por Hermano Schmidt. El primero cruzó el bar sin apartar la mirada de Markus Vogel y tomó asiento en su mesa del fondo. El aviador alemán, en cambio, no llegó ni a avanzar dos pasos hacia el interior de la cantina. Se detuvo al ver la reunión en torno a aquel desgraciado que, desde que lo sorprendiera espiándole en el cementerio, huía nada más verle.

Andrés, que permanecía sentado con el torso al descubierto y los labios llenos de babas, Urdo un poco en reconocerlo porque estaba aturdido, pero al ciarse cuenta de quién era se le desorbitaron los ojos. Recordó el día en el camposanto cuando se le vaciaron ¡as tripas atrapado por aquel hombre que iba a matarlo a palos, y le resonó de nuevo en la cabeza su vozarrón brutal que parecía el de un diablo soltando maldiciones, y revivió el terror con que esperó el primer golpe y la fuerza de su bota en el costado cuando le hizo rodar por el suelo.

Dejó escapar Andrés un sonido gutural muy prolongado, como si un miedo contenido largo tiempo encontrara por fin la grieta de los labios para manifestarse. Luego, tirando con estrépito la silla en la que estaba sentado, salió corriendo hacia la escalera que conducía a su dormitorio.

El aviador alzó una ceja observando en silencio al fugitivo. Luego miró a los presentes con desgana, meneó la cabeza dando a entender que ni podía ni tenía ganas de explicarse, y salió a sentarse bajo la parra junto al Lluent.

– ¿Habéis visto a Andrés? -saltó Felisa García-. ¿Le habéis visto? ¿Por qué le asusta tanto ese hombre? Apostaría la vida a que ha sido él quien ha traído la desgracia a este pueblo. ¿Quién si no? Dime, Constantino… ¿Quién si no?


Benito Buroy, apoltronado en la balconada de la Coman dancia, veía pasar la mañana dejándose llevar por oscuros pensamientos. A raíz de la agresión que sufriera dos días atrás la hija de Leonor Dot. Markus Vogel había abandonado su retiro y se había instalado en una casita de la plaza, una ruina abandonada que condensaba en las paredes todo el salitre del mar. Caminaba por el pueblo como un sonámbulo, en apariencia desentendido de su suerte, pero evitando las horas o los lugares solitarios. A Benito Buroy aquella proximidad le era tan dañina como su ausencia. No podía, tal como estaban las cosas, salir de la Comandancia y, con todo el mundo presente, pegarle un tiro al alemán. Debía reconocer que Markus Vogel, además de ser un hombre valiente, sabía lo que hacía. Si a pesar de todo se liaba la manta a la cabeza y lo mataba allí mismo, se suponía que el comisario acudiría a rescatarlo del lío en que se habría metido, pero Buroy tenía razones sobradas para sospechar que el policía no iba a molestarse por él. Y al día siguiente llegaba la barca de Palma.

En eso pensaba cuando vio salir a Andrés del chamizo de su padre arrastrando una descomunal caja de cartón. El chico volvió sobre sus pasos para regresar con una escalera que apoyó en la higuera centenaria. Luego sacó de la caja una guirnalda de banderitas españolas y la tendió desde el árbol hasta el emparrado. Con los marros orientados hacia el suelo, como un toro que embiste, regresaba a la caja a por otra guirnalda, la anudaba a la higuera y desde allí hasta la reja de la ventana del capitán, o hasta el balcón desmoronado del Lluent, o hasta una piedra que había dejado caer en la playa después de calcular, cargándola a un lado y a otro, la perfecta simetría del patriótico entoldado. El ambiente de verbena era ya casi completo cuando el capitán Constantino Martínez vino a estropearlo. Llegó en el camión del campamento, saltó del vehículo y alzó la mirada hacia lo alto con la misma admiración con que observaría la fachada de un ministerio italiano. Acto seguido fue a la cantina y pronunció con voz estentórea, dejando vía libre a su natural incisivo:

– ¿Qué pasa aquí?;Es que va a venir el Generalísimo y yo no me he enterado?

Benito Buroy, desde la balconada, vio que Felisa salía de la cantina secándose las manos en el delantal, y que los hombros se le abatían por una súbita tristeza, y que corría hasta su hijo, se le abrazaba y le hablaba al oído acariciándole la cabeza. Un poco más allá, Markus Vogel y Hermann Schmidt se internaban por el muelle paseando juntos sm hablar. El capitán sonreía feliz bajo el emparrado viendo a Felisa coger por la cintura a su hijo y acompañarlo hasta la cantina.

– ¿Tú crees que estamos para fiestas? -soltó el militar a medida que Andrés se le acercaba-. ¡Señor… Señor! ¡Qué paciencia hay que tener!

Al poco de entrar ellos en el bar, salió Paco zumbando y comenzó a arrancar las guirnaldas. En lugar de utilizar la escalera que su hijo había dejado apoyada en el árbol, saltaba como si intentara atrapar pájaros con las manos y rompía los hilos a tirones, dejando el suelo de la plaza cubierto de trozos desmadejados que las ráfagas de viento hacían serpentear.

– Qué poco respeto -murmuró el capitán. Y alzando la voz-: ¡Recoja eso, hombre, que es la enseña nacional!

Paco, alardeando de una ineficacia asombrosa, se asía a un travesaño de la escalera para saltar más alto hacia los nudos metódicos que su hijo había tendido en la higuera. Para poder verlo sin levantarse, Benito Buroy se había inclinado hacia delante, los antebrazos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, y miraba por entre los barrotes de la barandilla. En aquel momento sonó una voz que desvió su atención hacia el mar. Los dos alemanes se encontraban al final del muelle y parecían discutir, encarándose a poca distancia uno del otro. El capitán Constantino Martínez gritó a Paco que dejara de dar saltos y que usara la escalera, pero Benito Buroy se había puesto en pie y miraba en la otra dirección. Dejó escapar una exclamación de asombro.

Hermann Schmidt se abalanzaba sobre Markus Vogel, pero no llegó a alcanzarlo. Sonó un disparo que llenó de ecos la plaza, luego otro, y el aviador cayó de bruces al suelo. También cayó Paco, asustado por las detonaciones, arrastrando consigo la escalera que tanto se había resistido a utilizar.

Markus Vogel se agachó sobre el aviador para tomarle el pulso. A continuación, tras verificar seguramente que estaba muerto, le dio la espalda y se encaminó hacia la plaza. Benito Buroy, movido por algún oscuro presentimiento, bajó corriendo la escalera de la Comandancia y salió al exterior. Los soldados de guardia se le habían anticipado. Aterrorizados, apuntaban con sus rifles a un lado y a otro buscando al invasor inglés. Pero allí sólo estaba Paco, tirado por el suelo, y el capitán Constantino Martínez inmóvil como una estatua, y aquel alemán meditabundo que avanzaba hacia la mis alta autoridad de la isla con tranquilidad, como si nada hubiera sucedido. Cuando el capitán lo vio delante de si, alzó los brazos en un gesto instintivo de rendición. Tentado estaba de suplicar clemencia, pero Markus Vogel le entregó el arma. A Benito Buroy, que se había ido acercando a ellos, no le costó reconocer el Astra que tres semanas atrás le confiara el comisario de Palma.

– ¿De dónde ha sacado esto? -preguntó el militar, perplejo, tras coger la pistola.

– Es de Buroy -contestó Markus Vogel-. Se la he tomado prestada para hacer justicia a Camila… Perdonen que me haya permitido esta licencia, pero Hermann Schmidt era un ciudadano alemán. Mi país está en guerra y los tribunales no funcionan como debieran.

El capitán Constantino Martínez miró con renovada sorpresa a Benito Buroy, que se había quedado con los brazos caídos y la mirada perdida. Después de tantos años de sobrevivir a cualquier precio, de hacer lo que fuera para prolongar un poco más su agonía, le había alcanzado por fin la derrota definitiva.


A los pulpos les gustan los peroles viejos. El Lluent los compra a un chatarrero de la colonia de Sant Jordi, y por las noches, sentado en una piedra a la puerta de su casa, los va uniendo con un cabo largo hasta engarzar un collar gigante. Luego sale al mar en su barca y deja el collar hundido en el fondo con una boya en cada extremo. A los pocos días regresa a aquel lugar y va tirando del cabo para recuperar los peroles. En cada uno hay un pulpo instalado, tan contento, en el peor sitio posible. Los pobres pulpos se encuentran con la perdición cuando creen haber hallado un lugar donde vivir.

A nosotros nos pasó lo mismo que a los pulpos. Recuerdo la mañana en la que papá, tras probar suerte con varias llaves atadas con una cuerdecilla, consiguió abrir la puerta del piso de Barcelona. Era un piso que había sido de unos marqueses o algo así, con habitaciones muy grandes y balcones que daban a una calle con plátanos. Casi no había muebles, pero en las paredes se veía dónde habían estado porque sus siluetas se marcaban descoloridas en la pared, y se veía también dónde había habido cuadros colgados, rectángulos pálidos en los que yo imaginaba paisajes y cestas con frutas. Aquel piso parecía un álbum de cromos recién estrenado.

A mamá no le gustó. Se paseaba por las salas vacías con encogimiento y cierto temor. No se atrevía a tocar nada. Dijo que allí habían vivido otras personas, y en su voz creí advertir una inquietud parecida a la que nos causan los fantasmas, como si aquellas otras personas nos pudieran ver y no estuvieran nada contentas de que nosotros entráramos en su casa.

– Déjate de monsergas -dijo papá, abrazándola-. Aquí vanios a ser muy felices.

Pero mamá tenía razón. Aquel piso tan grande y tan vacío era un perol en el fondo del mar. Una trampa disfrazada de hogar. A veces pienso que todas las casas son sólo trampas, pues en ellas te sientes a salvo cuando en realidad no lo estás. Y es que una casa, aunque tenga tantas llaves que nunca sepas cuál es la que necesitas, no protege a los que viven en ella. No nos protegió a nosotros la de Barcelona aunque papá consiguió algunos muebles, y yo comencé a ir a un colegio que estaba en la esquina, y había un hombre muy simpático que nos traía la leche y todo parecía normal. Sin embargo, a las pocas semanas a nuestra vecina la mató una bomba cuando iba por la calle y encontramos a su marido llorando tirado en el portal. Luego papá no vino por la noche, ni al día siguiente, y mamá iba de un salón a otro de aquel piso enorme sin hacer nada, como sonámbula, y un buen día me dijeron que estaba en el hospital y me cuidaron unas monjas a las que yo les daba mucha pena, pues no se cansaban de decírmelo. Mamá se recuperó, pero no he vuelto a ver a papá y no regresamos a aquella trampa en la que dijo que íbamos a ser tan felices.

A veces las cosas suceden como en un juego del escondite en el que alguien te quiere hacer daño, pero daño de verdad. Así nos sucedió a nosotros, y supongo que por eso, porque siempre hay alguien que nos persigue, me emocionaba tanto cuando de pequeña jugaba a esconderme. En el momento en que me descubrían, el corazón me daba un vuelco y era como si se acabara una época de mi vida, una época en la que me sentía oculta y a salvo sin estarlo en absoluto. Ahora ya no juego. Me he hecho mayor y ya sé que esconderse no sirve de nada, que antes o después te encuentran porque todos quieren ganar y para ganar necesitan sacarte de tu refugio.

Así mueren los pulpos, que a Felisa le encantan y que prepara a la gallega, con pimentón y sal gruesa. A todos nos gustan mucho y los comemos a menudo, porque la costa está llena de pulpos que buscan una casa donde sentirse a salvo de nosotros.


Cuando sonaron los disparos, Leonor Dot se hallaba sentada en el porche de su casa. Las dos detonaciones le despertaron los ecos de otras más lejanas en el tiempo, aquellas que les amenazaban desde la calle y les impedían acercarse a las ventanas de su piso de Barcelona. El pulso se le aceleró y ¡as manos se le crisparon aferradas a los barrotes de la silla. Permaneció muy quieta unos instantes atenta al sonido de gritos o de nuevos disparos, pero no llegaron. Se puso en pie y miró hacia la plaza. La copa de la higuera le tapaba el muelle, y eso le impidió advertir ningún movimiento extraño. De la chimenea de la cantina brotaba el humo de los fogones de Felisa. Pese a todo, Leonor Dot sabía que el ruido de un arma cambia para siempre el rumbo de la vida.

Se llevó una mano al cuello con angustia. Pensó que, por mucho miedo que sintiera, debía acudir a ver lo que sucedía aunque sólo fuera para poner a salvo a Camila. No iba a permitir que le hicieran daño otra vez. Estaba dispuesta a envolverla en una manta y llevársela al monte, al valle de las voces o al acantilado remoto de Markus Vogel, a cualquier lugar donde nadie pudiera verla ni tocarla. En aquel momento su hija la llamó desde el interior de la casa.

Felisa García, en la cantina, también había oído los disparos. Fue hacia Andrés, que estaba sentado en su rincón de la cocina, y le entregó lo que tenía en las manos, una patata y un cuchillo. «Ya vuelvo», le dijo. Cruzó el bar y salió a la plaza. Vio que el alemán ermitaño entregaba una pistola al capitán y que al final del muelle yacía tendido el cuerpo del piloto. Pensó que se había hecho justicia de b forma que debía hacerse, entre hermanos de país y de sangre. Markus Vogel había demostrado ser lo que ella siempre había pensado, un hombre de honor, y si todavía quedaban jueces de verdad le perdonarían que hubiera matado a aquel depravado. Pero eso ya no era de su incumbencia, bastante tenía con mantener en pie su pequeño mundo. Regresó a la cocina, recuperó la patata y el cuchillo que le había dado a su hijo y comenzó a pelar el tubérculo sobre el mármol. Andrés, con las manos entre los muslos y la barbilla hundida en el pecho, eligió aquel preciso instante para hablar por primera y última vez en su vida.

– Margarita. -dijo con una voz que a su madre le sonó la de un extraño.

Felisa García se quedó inmóvil, la hoja del cuchillo hundida transversalmente bajo la piel de la patata. Había comprendido de inmediato lo que Andrés quería decirle. Sin embargo no miró a su hijo ni sintió la necesidad de alegrarse de que hubiera hablado por fin. Sólo pensó que las cosas eran como eran, sucias y complicadas, y que le parecía prudente dejarlas como estaban para no hacer daño a nadie más. Saber la verdad podía ser, a veces, una molestia añadida a todas las que poco a poco se iban solucionando. Si aquella mala historia se había cerrado con la congruencia necesaria para olvidarla, bien estaba. Y si la conciencia de Andrés lo había obligado a hablar en nombre de una verdad que llegaba demasiado tarde para evitar la muerte de un hombre, no pasaba nada porque allí sólo estaba ella, que no quería escucharle. Ya encontraría la manera, más adelante, de demostrarle lo orgullosa que estaba de haber oído su voz, la voz de un extraño.

De nada iba a servirle a la cantinera acallar la verdad para evitar nuevos males. Mientras ella retomaba el gesto cotidiano de pelar la patata, Leonor se sentaba en la cama de Camila y le cogía una mano entre las suyas. La niña estaba menos pálida y tenía los ojos más grandes y brillantes que nunca. Miraba a su madre con una placidez turbadora.

– Yo tuve la culpa, mamá. Quise que Andrés me llevara a un lugar donde el agua fuera muy profunda…Y él siempre me obedece.

Leonor sabía que aquella reacción de su hija era normal después de una agresión como la que había sufrido, pero ignoraba lo que tenía que hacer para contrarrestarla.

– Tú no tienes la culpa de nada, faltaría más -se limitó a contestar.

Camila cerró los ojos lentamente y tardó un poco en volver a abrirlos. Pero su voz sonó clara y sosegada:

– Fueron unos pescadores que llegaron en una barca, los mismos a los que el Lluent echó del bar.

Leonor Dot recordó a los marrajeros que habían montado la bronca en la cantina, y la abstracción angustiosa que hasta aquel momento le atenazaba el estómago se vio de pronto sustituida por un ácido deseo de venganza. Quiso disimular ante Camila, pero al ponerse en pie trastabilleó desequilibrada por una agresividad interna que se veía incapaz de contener. Hasta aquel momento no había odiado al violador de su hija, pero al saber quiénes habían sido, al recordar las caras de aquellos tres hombres, pudo imaginar el horror que se había desatado en la cala desierta y supo que daría todo lo que tenía, lo poco que aún le quedaba, por verlos muertos.

Intentó serenarse. Debía informar de inmediato al capitán, conseguir que los buscaran por el archipiélago entero o por la costa peninsular si hiciera falta, que los juzgaran por su crimen. Ya estaba harta Leonor Dot de la impunidad con que gentes, siempre acerbas y extrañas, le iban destrozando la vida. Estaba tan alterada que fue hacia la puerta sin decirle nada a Camila. Salía al camino cuando oyó tras ella la voz de su hija.

– Mami, hoy es mi cumpleaños.

Leonor se detuvo, agarrotada por la sensación insoportable de estar perdiendo el control de su vida y la de su hija, el control de sus sentimientos, de sus deseos, de todo lo que dependía de ella. Ya no era capaz siquiera de demostrar su cariño. Sólo pensaba en defenderse a arañazos, en abrirse paso como un animal acorralado. Estaba dejando de ser humana.

Se volvió intentando esbozar una sonrisa.

– Ya lo sé, mi amor. No te he dicho nada porque quería darte una sorpresa. Tápate bien, que regreso en un instante.

Cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la vista de Camila, se alzó las faldas y echó a correr hacia la cantina.


Se acercaba la hora de comer. En la barra estaban el Lluent, que iba a embarcarse aquella tarde, y Benito Buroy. Tomaban en silencio unas copas de vino. Aunque no hablaban, se hacían mutua compañía. Lo cierto era que los clientes de Felisa García se habían visto drásticainente reducidos a raíz de los últimos acontecimientos. Leonor Dot y su hija llevaban dos días recluidas en su casa, Hermann Schmidt dormía el sueño eterno en una habitación vacía de la Comandancia Militar, y en otra habían encerrado a Markus Vogel. Hasta el médico militar, que ocasionalmente aparecía por allí, seguía arrestado en el campamento en espera de que el capitán se acordara de él. Pero el capitán Constantino Martínez se había enclaustrado en su despacho, donde se entregaba con frenético encono a lamentarse de su mala suerte. Todavía resonaban en la plaza los gritos indignados que profirió una vez hubo asimilado que los aiemanes se habían liado a tiros en el muelle con una pistola aparecida en Cabrera como por ensalmo. «¡Se me va a caer el pelo, Buroy! ¡Por su culpa se me va a caer el pelo!»

Ya se disponían los dos clientes solitarios a compartir mesa cuando apareció Leonor Dot, muy sofocada. Pasó ante ellos sin verlos y abrió la puerta de la cocina, que volvió a cerrarse a su espalda con un golpe seco. Aun así podían oír su voz. Explicaba a Felisa García, entre jadeos, que era el cumpleaños de Camila y que necesitaba urgentemente un pastel. El Lluent había cogido la botella para rellenar las copas de vino, pero la voz de Leonor Dot siguió llegándoles a través de la puerta cerrada. Decía que habían sido los marrajeros quienes habían agredido a la niña.

La botella se le escurrió al pescador de entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Clavó una mirada enloquecida en Benito Buroy, que continuaba con la copa en la mano y ni siquiera había pestañeado. En aquellos momentos pensaba Buroy que nadie, de entre toda aquella gente acostumbrada por tantos años de guerra y de miseria a eludir los golpes, había logrado proteger a la niña, ni ponerse después a salvo de la sospecha que había recaído sobre codos ellos. Nadie había sabido defenderse, y la vida, esa historia escrita por un loco, los había arrastrado una vez más a ninguna parte. A él también, por no saber matar a Markus Vogel. En cuanto pisara Mallorca sería enviado de nuevo a un penal o a arrastrar piedras en el faraónico Monumento a los Caídos que había empezado a construirse en las cercanías de Madrid. Eso si no lo fusilaban. Lo cierto era que no le importaba demasiado. Sólo sentía lástima por Camila, y por el pobre Otto, que caería sin duda en una depresiva y muy viciosa dilapidación de su salud. Pero qué importaba también aquello. Después de lo que había sucedido en Cabrera, ya sabía que todas las personas, cada una a su manera, llevan a cuestas un expediente depurador.

Mientras tanto, en la cocina, Felisa García se devanaba los sesos. No había considerado, dadas las circunstancias, que fuera necesario un pastel. ¿Quién iba a pensarlo, si su única preocupación había sido abortar los preparativos de la fiesta, silenciarla por respeto a la tragedia que estaba viviendo la niña? La cantinera se maldecía a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tendría que ser Camila, precisamente ella, la primera en resurgir de las cenizas y pedir el regreso a la normalidad? ¿O es que no sabía Felisa que Camila encerraba la fortaleza de un toro en aquel cuerpo frágil como el tallo de un tulipán? Qué estúpida había sido, qué estúpida. Pero aún estaba a tiempo de inventarse algún apaño.

Sacó de un cajón una hogaza de pan blanco, la abrió por la mitad y la untó con un taco de mantequilla que guardaba escondida para los desayunos de Andrés. Luego recuperó otro de sus tesoros, una barra de chocolate que había llegado en una de las cajas de su cuñado y que reservaba para las fechas navideñas. Fundió el chocolate en un cazo. Sin dejar de removerlo fue vertiéndolo sobre la hogaza. Mientras espolvoreaba azúcar, se volvió con cara de pocos amigos hacia Andrés y Leonor, que no se habían movido.

– Pero ¿qué pasa? ¿Nunca habéis visto improvisar un pastel? ¡Leonor, dame las velas, están en ese estante! ¡Y tú, busca las guirnaldas, creo que tu padre las ha tirado a la basura! ¡Vamos, espabila!

Andrés, desbocado por el entusiasmo, salió corriendo a remover en los cubos. Leonor Dot encontró el paquetito que envolvía las trece velas diminutas y se apresuró a entregárselo a la cantinera.

– Mientras acabáis voy a hablar con el capitán -le dijo-. Es importante que sepa…

Felisa García se revolvió como si la otra le hubiera dado un pisotón.

– ¡Ni se te ocurra! ¡Todo a su tiempo! Como dice el señor Buroy, la justicia es una venganza que se sirve fría. Ahora lo principal es celebrar el cumpleaños de Camila.

Leonor la miró con sorpresa y un poco de indignación.

– Si no los detienen podrían escapar -se quejó.

– ¿Ésos? ¡Pero si son unos desgraciados! ¡Y unos ignorantes, eso es lo que son! Te aseguro que no están muy lejos, ni siquiera saben que el mundo es enorme y hay miles de lugares donde esconderse. Andarán por alguna tasca de Palma o de Ciudadela. ¡Quizá ni se hayan movido de la colonia de Sant Jordi, fíjate en lo que te digo!… ¡Paco! ¿Dónde cono se ha metido ese hombre?

El cantinero, que en aquel momento se encontraba sentado en la taza del retrete, al oír las voces se pasó un papel de periódico por el trasero y salió del excusado intentando aplacar el ronroneo de sus tripas. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza, cuidándose mucho de poner un píe en los dominios de su mujer.

– ¡Paco, ya era hora! -exclamó Felisa al verlo-.Ve a por el pinchadiscos. Y tú, Andrés, llévale la comida al capitán. ¡Venga, volando, que nos vamos a celebrar el cumpleaños de Camila!

Cargó ella con la tarta y salió al bar. Al ver a los dos hombres que esperaban en la barra hizo un mohín de fastidio, pero no se detuvo.

– El local está cerrado -anunció al pasar junto a ellos.

El Lluent, que había perdido las ganas de comer, apartó con un pie los cristales de la botella y se dispuso a salir tras la cantinera, pero Benito Buroy no estaba dispuesto a quedarse con el estómago vacío. En cuanto se fuera de Cabrera le esperaban muchos meses de hambre.

– ¿Cerrado? -exclamó-. ¡Si no hay otro sitio donde

– ¡Pues servios vosotros, la olla está en los fogones!

Poco después ascendía por el camino una insólita comitiva. La encabezaba Felisa García. Caminaba muy erguida, sosteniendo en alto aquel pastel que, a medida que se iba solidificando el chocolate, adquiría las proporciones inquietantes de un meteorito. La seguía Leonor Dot, abrazada a un paquete de discos entre los que estaban «Ojos verdes», «La renegá» de Encarnita Iglesias o «Ya no te quiero» en la versión de Conchita Piquer. Detrás de ella renqueaba Paco y bufaba como si el tocadiscos fuera de plomo. Y en último lugar iba Andrés, con una maraña de banderitas arrugadas y de hilos que le colgaban por entre las piernas.

Cuando entraron en la casa, Camila se incorporó en la cama y se echó a reír. Felisa García, olvidándose de los gritos y las órdenes, se detuvo a mirar a la niña con una ternura repentina. Mientras Andrés, que se había sentado en el suelo, intentaba desliar las banderitas, y Paco instalaba el aparato y Leonor buscaba cerillas para encender las velas, la cantinera pensaba que la vida, la buena vida, la que ella siempre había deseado sin darse cuenta de que en realidad la tenía, era todo lo que sucedía entre una desgracia y otra.


Hacía mucho rato que el capitán Constantino Martínez había acabado de comer, pero la bandeja, en la que una monda de naranja reposaba sobre los restos de un guiso de alubias, permanecía sobre la mesa de su despacho. El militar agrió el gesto y se llevó una mano al estómago,

– Esa maldita metralla acabará conmigo -farfulló-. No debí comerme la naranjados ácidos me destrozan cuando estoy alterado…;Y qué le pasa a Felisa? ¿Por qué no se llevan el servicio?

– Han ido todos a celebrar el cumpleaños de la niña -contestó Benito Buroy, sentado frente a él-. El Lluent y yo hemos tenido que entrar en la cocina a servirnos los platos.

El capitán gruñó removiéndose con tanta brusquedad en la butaca que ésta, más que un crujido, dejó escapar un lamento de tablas astilladas. No cedió, sin embargo, aquel mueble viejo y lleno de carcoma. Sólo se decantó ligeramente hacia un costado, como si se dispusiera a tomar una curva. El militar debía de tener una fe ilimitada en él, porque usó el trasero para enderezarlo con la misma brusquedad con que lo había descuajeringado. Luego, tras encenderse un cigarro, dirigió una mirada siniestra hacia el teléfono que colgaba de la pared.

– ¿Qué hacía usted con una pistola, Buroy? ¿Y cómo informo de esto? Dígame, ¿cómo explico que han matado a un héroe de la Luftwaffe? Si al menos hubiera sido él el que violó a la niña… Pero no, ¡si no había hecho nada, el pobre hombre!

El capitán, echándose hacia delante para vencer los ardores, dio una larga calada de su cigarro. Sin enderezarse, como si sólo encogido pudiera soportar el largo viaje de la metralla por sus cavidades interiores, contempló fijamente la brasa que humeaba a escasa distancia de su nariz.

– Después de esto ya nunca me destinarán a la Península -se lamentó-. Me pudriré en esta mierda de isla, si no me sacan antes los ingleses.

– Sería mejor que en Palma no supieran lo que ha sucedido -insinuó Benito Buroy.

– ¿Y cómo lo oculto, eh? ¡Ya me gustaría echar tierra por encima, ya me gustaría, pero no puedo! Mañana viene la barca a recoger al piloto. ¿Qué coño quiere que les diga?

Benito Buroy se encogió de hombros. Tenía razón el capitán. Al día siguiente llegaba la barca de abastecimiento y él tampoco había podido matar a Markus Vogel. Así que volvería a Mallorca y se pondría en manos del comisario.

– Maldita sea -gimió de nuevo el capitán Constantino Martínez.

En aquel momento, el soldado de guardia abrió la puerta para anunciar que el cantinero buscaba a Benito Buroy. Entró Paco increíblemente desgreñado, la camisa abierta hasta el ombligo y su mata de pelo torácico empapada de sudor. El hombre jadeaba, pero parecía contento. Daba la impresión de que sutilísimas descargas eléctricas le fueran provocando leves movimientos en los brazos y en las piernas. El capitán y Buroy se dieron cuenta de que a duras penas reprimía un caderazo conectado sin duda con alguna música interior.

– ¿Está usted… bailando? -preguntó el militar-. ¿O es que ha vuelto a pasarse con la bebida?

– Las dos cosas, mi capitán, pero con el permiso de mi muj er.

– ¿Y a qué viene aquí?

– Me envían para decirle a Buroy que la señora Leonor quiere hablar con él. Que si puede subir ahora, si no le es molestia y da usted su permiso.

El capitán Constantino Martínez, con los brazos cruzados sobre el vientre, pensó que vivía rodeado de cretinos. Mataban a un hombre en el muelle y al poco rato estaban todos de fiesta. Por si eso fuera poco no le invitaban, y reclamaban además la presencia del hombre que había arruinado su carrera militar. Decididamente, por él podían irse todos a la mierda.

Benito Buroy se había puesto en pie y le interrogaba con la. mirada. El capitán hizo un gesto con la cabeza con el que quiso dar a entender su asentimiento, pero también su desinterés por cualquier tipo de acto festivo y un ilimitado desprecio por todo el estamento civil. Demasiadas cosas para el alcance de su mímica. Buroy, que sólo le había visto cabecear, avanzó un paso y apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa.

– ¿Puedo? -preguntó.

– ¡Ya he dicho que sí! ¡Vayase!

Salió Benito Buroy acompañado por el cantinero, y el capitán se quedó a solas en su despacho. Los dos hombres se encaminaron hacia la casa de Leonor Dot. Comenzaba a anochecer. La higuera, sacudida por una brisa intermitente, esparcía por e! aire el aroma de su plenitud. También el mar olía fuerte, a algas y a sal. La noche se anunciaba agridulce y embriagadora.

A medida que se acercaban a la casa se iba oyendo la música con mayor intensidad. A Paco se le escapaba la danza. No tardó en hacer remolinos con los pies, y en girar sobre las puntas alzando los codos. Tras cada explosión de ritmo recuperaba la compostura, se ponía al paso de Benito Buroy y lo miraba como si fueran cómplices de alguna diversión secreta. El pistolero caminaba con ganas de llegar de una vez.

Cuando entraron sonaba «La Parrala». Felisa García, desplomada en una silla, hinchaba los carrillos abanicándose con un papel. Andrés continuaba sentado en el suelo al lado del tocadiscos, atento a cambiar el disco cuando hiciera falta. Leonor Dot batía huevos para preparar una tortilla a Camila, y la niña, que no se había movido de la cama, sonreía con cierto agotamiento. Benito Buroy pensó que Paco no podría disfrutar mucho rato más del baile.

– ¡Andrés, quita eso! -gritó Felisa, leyéndole las ideas-. ¡Para ese trasto! ¡Ya está bien por hoy!

Benito Buroy saludó con la cabeza. El repentino silencio hizo que se sintiera más incómodo. De buen grado habría regresado sobre sus pasos, pero Leonor Dot le cogió de brazo y lo condujo hacia el porche. Felisa García se había levantado y, con una sartén en la mano, se disponía a cuajar la tortilla. Paco se había quedado plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.

– Vete a casa -le dijo su mujer-.Y llévate a Andrés, que ya recogeremos mañana.

Benito Buroy salió al porche detrás de Leonor Dot. Aunque no le apetecía estar a solas con ella, deseaba aquel encuentro por algún motivo que no alcanzaba a explicarse. Buroy era consciente de que no había logrado engañarla, pero por eso mismo se sentía bien en su compañía. No necesitaba ocultar nada, ni fingir ninguna integridad, ni, por el contrario, aparentar ser un hombre desprovisto por completo de escrúpulos. Podía comportarse como realmente era y decir lo que pensaba, por mucho que fuera incapaz de hacerlo.

Leonor Dot le daba la espalda, vuelta hacia el mar. Su voz sonó extrañamente afable.

– Usted vino aquí a matar a alguien, ¿no es cierto?

Benito Buroy no se molestó en responder. Permanecer en silencio le hizo sentirse en paz consigo mismo, como si de aquella forma tan sencilla estuviera dejando de ocultarse.

– Es horrible lo que le han hecho a Camila -continuó Leonor Dot-. Cuando supe quiénes eran esos hombres, yo también habría dado lo que me pidieran por verlos muertos a ellos. Pero;de qué habría servido?

Se volvió hacia Benito Buroy. Él le sostuvo la mirada, no le costó hacerlo. Leonor Dot no parecía reprocharle nada.

– Mi hija es lo único que tengo. No espero más de la vida, ella me basta. Y estoy segura de que estaría de acuerdo con lo que voy a decirle.

Poco después, Benito Buroy entraba de nuevo en la casa y se detenía unos instantes a los pies de la cama de Camila. Felisa García, sentada junto a la niña, lo miró con cara de pocos amigos.

– Me voy -dijo él-. Feliz cumpleaños.

Había emprendido ya el descenso a la plaza cuando lo detuvo una voz. Leonor Dot se le acercaba en la oscuridad. Cuando le habló, Benito Buroy notó su aliento cálido en la cara.

– Diremos a Camila que ese piloto huyó disfrazado de pescador. No nos creerá, pero se quedará más tranquila. Todos queremos que nos engañen.

Benito Buroy asintió en silencio y esperó a que la mujer volviera a entrar en la casa. Luego retomó el camino. Pero, tras dar unos pasos, al verse solo y comprobar que nadie le seguía, se detuvo y desvió la mirada hacia lo alto. El cielo estaba abarrotado de estrellas. La brisa cuajada de olores le estremecía la espalda con lametazos gélidos, pero él agradecía aquella frialdad. Le despejaba las ideas. Nunca, hasta aquella noche, habría podido sospechar que el mal, en manos de una mujer, pudiera servir para hacer el mundo un poco mejor.


El capitán Constantino Martínez recibió a Benito Buroy murmurando por lo bajo. Había puesto la máquina de escribir sobre la mesa y tecleaba trabajosamente con los dedos índices. Al hacerlo, hundía las clavijas con tanta fuerza que los tipos golpeaban el papel con chasquido de látigo. Muchos de ellos, por causa del impacto y del enquilosamiento de la máquina, se quedaban atascados en el momento de plasmar la letra. El militar, maldiciendo, los obligaba a retroceder y se manchaba de tinta las yemas de los dedos.

Benito Buroy tomó asiento delante de él, recuperando la posición que tenia antes de que reclamaran su presencia en la fiesta. Por un momento se le extravió la mirada. A espaldas del capitán, al otro lado de la ventana, las brasas del atardecer teñían de rojo la higuera.

– ¿Ha hablado con Palma? -preguntó Buroy cruzando los dedos.

– ¡Estoy ocupado! ¿No lo ve? -saltó el militar-. Tengo que redactar el informe para enviarlo a Capitanía, y ya es muy tarde. Llamaré mañana a primera hora.

Benito Buroy dejó escapar un suspiro de alivio. Cruzó las piernas y encendió un cigarro. Debía evitar apresurarse. Había llegado el momento de desplegar toda su capacidad de persuasión, pero no era él una persona a la que le gustara andarse con rodeos. Pensó que decir la verdad podía ser más efectivo que dejar volar la imaginación. Lo único importante era convencer al capitán, llevar adelante la propuesta de Leonor Dot. En aquel momento, y no sólo porque a él también le beneficiaba, habría hecho cualquier cosa por conseguir que aquella mujer se saliera con la suya.

El militar, ajeno al largo silencio de su visitante, continuaba absorto en el castigo sistemático de la máquina de escribir. Benito Buroy optó por embestir sin contemplaciones. Reclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Luego, adoptando una pose relajada y con el mismo tono de voz con que comentaría el estado del tiempo, dijo:

– Tire ese informe. Tendrá que redactar otro.

El capitán Constantino Martínez alzó la mirada hacia él. Se había quedado con los índices en alto como si fuera a clavar unas banderillas.

– ¿Qué dice usted?

Benito Buroy estaba obligado a jugarse el todo por el todo. Tragó saliva, pero reaccionó de inmediato. Pasó un brazo por el respaldo de la silla para adoptar una postura más distendida, y esbozó una media sonrisa como preámbulo de sus palabras.

– Lo que le voy a contar no puede saberse. Sin embargo, sé que usted es un buen militar y un hombre de honor… Mar-kus Vogel pertenece a la Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán. Durante un tiempo trabajó también para nosotros, pero es probable que lo hiciera además para los ingleses. Eso se sospecha. Como comprenderá, estamos todos muy interesados en controlar el estrecho de Gibraltar, y parece ser que él sacó un buen provecho. A mí me enviaron aquí para hacerlo desaparecer. Debía conseguir su liberación o matarlo, según se dieran las circunstancias.

El capitán Constantino Martínez había bajado las manos hasta posarlas sobre la mesa y le miraba con los ojos como platos. Benito Buroy pensó que por el momento iba bien encaminado.

– La causa de que haya demorado tanto mi partida -prosiguió- ha sido el férreo control que mantiene usted sobre la isla. Si le he de ser sincero, y sin ánimo de ofenderle, le he de confesar que no lo esperaba…

El militar alzó un hombro en señal de humildad y buscó el paquete de cigarros. A aquellas alturas, Benito Buroy ya no necesitaba hacer ningún esfuerzo para mostrarse relajado.

– El caso es que, ante la imposibilidad de sacar a ese hombre de aquí, había decidido acabar con su vida. Fue entonces cuando ese aviador cayó en nuestras aguas y las cosas se complicaron tanto para usted como para mí. Aun asi, creo que no debemos preocuparnos. Tengo la solución que nos pondrá a salvo a los dos… Siempre que usted la acepte, naturalmente. Yo estoy a sus órdenes.

El capitán agitó una mano con impaciencia.

– Bueno, bueno… ¿Qué solución es ésa? -preguntó-. A mí no se me ocurre ninguna.

Benito Buroy tomó aire pero no se demoró en la respuesta. Había llegado el gran momento.

– Usted dirá en su informe que Markus Vogel murió por disparos de un desconocido. Sacaremos a ese espía de Cabrera bajo la identidad del piloto, y una vez fuera de aquí ya serán ellos, los alemanes, quienes deban espabilarse. Usted y yo estaremos fuera de este asunto.

Un espeso silencio se adueñó del despacho. Benito Buroy consideró que no debía añadir nada más hasta que el otro hubiera reflexionado, cosa que sin duda estaba haciendo el capitán Constantino Martínez, pues comenzó a gruñir, se puso en pie y cruzó un par de veces h habitación retorciéndose los dedos de las manos.

– Pero, si todo esto se descubre…-titubeó, deteniéndose por fin junto a la puerta.

En aquel momento supo Buroy que había conseguido su objetivo.

– No hay nadie interesado en contar la verdad -apuntilló-.Aquí todos callarán, para ellos Markus Vogel es un amigo. En cuanto a él, se dejará repatriar y desaparecerá en cuanto pise territorio alemán. Es lo que haríamos usted o yo de estar en su lugar, ¿no cree? Por lo que se refiere a nuestros mandos, se contentarán con nuestras explicaciones. Les habremos sacado de encima un problema y eso es lo que esperan de nosotros… Hasta es probable que, tomando en cuenta su probada eficacia, no tarden en reconsiderar su destino.

El capitán dudó todavía unos instantes. El reglamento le martillaba la cabeza con la constancia de una migraña. Pero, al fin y al cabo, era un hombre como los demás y deseaba salvarse.

– ¡ Soldado! -gritó.

Se abrió la puerta y asomó la cabeza del centinela.

– A sus órdenes.

– Tráigame al prisionero alemán… Y mande aviso al campamento para que hagan venir al barbero… Y desnude el cadáver. Su uniforme queda intervenido por las autoridades españolas. Lo quiero encima de mi mesa antes de cinco minutos.


Felisa García había visto amanecer por la ventana de la cocina. A aquellas horas ya tenía todo preparado para poner en marcha la cantina y se encontraba sentada a la mesa trabajando en sus ejercicios de escritura. Copiaba unos párrafos de un libro que días atrás le prestara Leonor Dot. En ellos se hablaba de otra mañana que comenzaba en un lugar muy lejano, la ciudad de París: «Las tiendas se abrían con el bostezo ruidoso de las puertas metálicas -escribía Felisa con la punta de la lengua entre los dientes-. La leche subía a todos los pisos y el pan tierno calentaba la mañana. Era la hora más sanguinolenta de las carnicerías». Aquella frase le provocó un escalofrío. Alzó la mirada hacia la foto del papa Pío XII, pero lo que vio fueron los mostradores de mármol donde caían las reses despellejadas, y las manos ateridas que alzaban sobre ellas grandes cuchillos, y al otro lado de los cristales las calles que comenzaban a llenarse de gente, multitud de personas somnolientas que se apresuraban bajo una lluvia muy fina. Todo aquello hizo que Felisa García se sintiera un poco mareada por lo grande y ruidoso que era el mundo, y muy a gusto en aquel rincón donde había nacido y en el que un buen día la encontrarían plácida, confortablemente muerta.

Supo que eran las ocho porque oyó el camión que llegaba del campamento con el relevo de la guardia. Los soldados que habían pasado la noche en la Comandancia no tardarían en aparecer por allí, ojerosos y entumecidos, en busca de un tazón de achicoria caliente. Felisa García cerró el cuaderno, dejó el lápiz sobre la mesa y salió al bar. Se situó tras la barra ocupando el puesto de Paco, que todavía no se había levantado. Aquella mañana no iba a obligarlo a salir de la cama. La noche anterior, mientras lo oía roncar agotado por la fiesta de Camila, había decidido la cantinera que al fin y al cabo su marido no era un mal hombre, que el único problema que tenía era que no le gustaba su vida y que bastante soportaba con aquella carga. Nadie es culpable de no ser feliz, había pensado Felisa García en la oscuridad de su dormitorio, embutida en el camisón que se trajera de Palma, agradeciendo que al menos a ella la felicidad la acariciara en algunas ocasiones como un rayo de sol que se cuela por entre las cortinas, te templa el cogote y al instante se desvanece.

Entraron dos soldados. Eran dos chicos muy jóvenes, casi unos críos. Uno de ellos retrocedió de nuevo hasta la puerta y dio unos taconazos con la bota en la pared.

– Mierda -dijo-, he pisado un higo. Lo voy a poner todo perdido.

A Felisa García le dio un vuelco el corazón. Acababa de caer en la cuenta de que estaban a mediados de septiembre, y que por lo tanto la higuera, sin que nadie le hiciera caso, estaría ofreciéndoles el regalo con que cada año saludaba la llegada del otoño. «Cómo he podido olvidarme de ella», murmuró la cantinera.

Dejó sobre la barra, para los soldados, dos tazones de leche teñida de achicoria y salió a la plaza. Avanzó cohibida hacia el árbol, como si temiera sus reproches. Asustados por su proximidad, multitud de pájaros volaron en todas direcciones. Felisa García, a la que le repelían las plumas, cerró los ojos y agitó ¡as manos. Pero continuó avanzando y, al situarse bajo la copa de la higuera, dejó escapar una exclamación de asombro. Las ramas estaban cargadas de frutos liláceos, tan henchidos que a muchos se les abría la piel en estrías púrpuras, heridas de las que goteaba la miel de sus carnes. El olor dulce era tan fuerte que vencía a la sal del mar e impregnaba el aire por completo. Ningún frutal, en el mundo entero, podía comparar su voluptuosidad con la de aquella vieja higuera de ramas quebradizas.

Felisa García, sintiéndose inmensamente agradecida, pensó que debía apresurarse a reunir botes para confitar los higos. Fue entonces cuando el capitán Constantino Martínez se asomó a la puerta de la Comandancia y le hizo un gesto con la mano.

– Venga aquí, hágame el favor.

La cantinera le siguió hasta su despacho. Ya iba a decirle al militar que no tenía tiempo para tonterías cuando a punto estuvieron de fallarle las piernas. Markus Vogel, vestido con el uniforme del piloto, el pelo corto y rasurada su larga barba de ermitaño, se hallaba de pie en medio de la habitación. Tenia la mirada turbia, enrojecidas las pupilas. No parecía muy contento con su suerte. En cambio, Benito Buroy, sentado a su lado, esbozaba una amplia sonrisa.

– ¿Qué le parece? -preguntó éste a la cantinera-. Por suerte, cuando Schniidt recibió los disparos llevaba abierta la guerrera. Le sienta como una seda a nuestro amigo Markus… Y parece que finalmente podrá volver a Alemania.

Felisa García, que no se había vuelto hacia Buroy para escuchar sus palabras, escudriñaba la actitud del hombre que había pasado tantos meses solo en un acantilado.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó.

Markus Vogel tenía en la mano una cartera de bolsillo. Allí estaba la documentación del piloto, con la que podría regresar a Alemania, pero también dos fotos que entregó a la cantinera. En una de ellas vio la mujer a un niño con un avión de juguete en la mano. En la otra a un hombre y una mujer mayores que miraban a la cámara con infinita seriedad.

– No muy bien -contestó el alemán-. He matado a un hombre inocente.

– La culpa fue mía. Fui yo la que le acusó…

– Bueno, bueno -intervino el capitán Constantino Martínez-. Las cosas están como están, y no se puede hacer nada. La he llamado para informarle de que a partir de ahora todo va a ser un poco… irregular. Pero no debe usted preocuparse. El señor Benito Buroy, que pertenece a los servicios de contraespionaje españoles, y yo mismo, controlamos la situación. Así que vuelva a su casa y sea discreta. Confío en usted.

Benito Buroy se había puesto en pie. Se situó junto a Felisa García y acercó la boca a su oído.

– Esto no lo puede saber ni su cuñado, ya me entiende -le susurró.

La cantinera no tuvo tiempo de contestar. El centinela, desde la puerta de la Comandancia, avisó de que la barca de abastecimiento estaba entrando en la bahía. El capitán se frotó las manos y miró a la mujer con la sonrisa insinuante de un prestidigitador a punto de completar su número.

– Venga conmigo a recibirla -le propuso-. O mucho me equivoco, o trae una sorpresa para usted.

A Felisa García, que estaba teniendo una mañana muy agitada, se le aceleró el pulso al oír aquello. Siguió al militar renegando, restregándose la cadera con la mano y murmurando que entre todos iban a mataría, pero ya intuía lo que la esperaba. Desde el muelle, a medida que la barca se aproximaba, alcanzó a divisar lo que tanto había deseado y temido. Sentado en una silla de ruedas atada como un bulto más a los muchos que abarrotaban la cubierta, su hijo mayor regresaba por fin de una contienda que había terminado hacía ya mucho tiempo. Aunque se había convertido en un hombre obeso y desmadejado, la mirada hundida con obstinación en el regazo y el rostro tan hinchado que le costaba reconocerlo, Felisa García dijo: «Ya está aquí mi niño». Nada más largar los amarres pidió ayuda para subir a la barca. Lo abrazó sin importarle que él no le dijera nada y, volviéndose hacia el muelle donde sólo se encontraba el capitán un poco molesto por la desagradable visión del mutilado, gritó con orgullo:

– ¡Es mi hijo! ¡Es un héroe de nuestra guerra!

El eco le devolvió su voz y el capitán Constantino Martínez, alarmado por aquella proclama, se sintió obligado a poner un poco de orden.

– Ya tenemos carbonero -sentenció-. Esperemos que sepa hacer su trabajo.

El resto de la mañana transcurrió en el ajetreo de la descarga de los víveres. Una patrulla, al mando del sargento Ridruejo, trasladó el cadáver de Hermann Schmidt hasta el cementerio y le dio entierro. En cumplimiento de las órdenes del capitán Constantino Martínez cavaron una fosa profunda para evitar que las tormentas lo devolvieran a la superficie. No pusieron ninguna identificación sobre la tumba, que con las primeras lluvias se cubriría de perejil.

Aquel día se sirvieron las comidas en la cantina más pronto de lo habitual, pues la barca esperaba para emprender el regreso. Avisadas por Felisa García, que había sacado por fin a Paco de la cama para enviarlo de mensajero, Leonor y Camila retomaron su posición en la mesa junto a ¡a ventana. La niña estaba todavía muy pálida, pero los ojos le chispeaban y se había puesto el vestido que hacia juego con los manteles. Felisa García, al verla sentada allí, tan erguida y con aquellos modales de señorita, recordó el día ya lejano en que la vio por primera vez y la hizo llorar con su brusco recibimiento. La cantinera pensó que todo lo hacía mal, pero que por suerte la vida era larga y le daba tiempo para rectificar. Aquella mañana se prometió a sí misma que corregiría también sus errores con Andrés, y con su hijo mayor, que teniendo una madre se había visto obligado a recurrir a la beneficencia, y que permitiría a Paco que corrigiera los suyos, que eran tantos o más que los de ella.

Por lo que se refiere a Benito Buroy, iba a disfrutar por última vez de su comida en solitario. Desde su mesa del fondo vio entrar a Markus Vogel, muy apocado con su nuevo uniforme. El alemán saludó a los presentes inclinando levemente el torso y se sentó con Leonor y Camila. Casi no hablaron, como si todo estuviera ya dicho o fuera de sobras conocido. En otra mesa Felisa García atendía a su hijo mayor, que comía sin mirarla con un gesto de desagrado en la comisura de los labios. Y en la barra, Paco parecía finalmente contento con su vida. Bromeaba con el médico militar, que ya era un hombre libre. El Lluent estaba con ellos pero permanecía en silencio.

No hubo sobremesa. El sargento Ridruejo entró para anunciar que la barca se disponía a partir y Markus Vogel se puso en pie. Leonor Dot permaneció sentada con la mirada fija en el plato, pero Camila saltó al cuello del alemán. Éste la abrazó soportando sin esfuerzo su peso liviano. Luego la devolvió a su silla y, tras observar unos instantes la nuca esquiva de Leonor Dot, extendió una mano y le acarició la cabeza. Leonor continuó sin alzar los ojos.

– No se olvide de mí -dijo él-. La buscaré cuando todo esto acabe.

Sólo cuando Markus Vogel se separó de la mesa se atrevió Felisa García a acercársele para entregarle un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. «Tenga, para el viaje», le dijo. Y el alemán, rompiendo su habitual timidez, se le abrazó. Felisa García sintió que se le ponía toda la piel de gallina.

– Vamos, váyase -le dijo-. Siga su vida.

Benito Buroy y Markus Vogel salieron del bar. Cruzaron la plaza y se internaron por el muelle hasta llegar a la barca. Allí los esperaba el capitán Constantino Martínez para autorizar su partida.

– Dense prisa -ordenó-, el mar se está rizando y no quiero verlos más por aquí.

Mientras tanto, en la cantina, el médico militar, algo achispado por las copitas que le había ido sirviendo Paco, insistió ceceando en que Camila debía regresar a la cama. Leonor optó por obedecerle. Cubrió con un chal los hombros de su hija y emprendieron juntas el ascenso hacia su casa. Entonces el Lluent apuró de un trago su orujo y se volvió hacia Felisa García.

– Hoy no vendré a cenar -le dijo.

Se encaminó hacia la puerta. Allí se cruzó con el capitán Constantino Martínez, que había decidido tomarse un trago para celebrar lo que parecía el final de todos sus problemas. El Lluent no contestó al saludo del militar, que entró en la cantina, se acodó en la barra y lo vio alejarse en dirección al muelle. Nunca más volvería a encontrarse con el pescador. Pocos meses después, debido quizá a su buena mano en el control del espionaje, destinaron al capitán Constantino Martínez al regimiento destacado en Algeciras. El Lluent, por su parte, cumplió seis años de condena en el penal de Palma por haber matado a un hombre y herido a otros dos en una tasca de la colonia de Sant Jordi. Paco, mal que bien, cuidó mientras tanto de su barca.

En cuanto a los ingleses, nunca invadieron Cabrera.

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