Uno de los soldados dio un paso al frente. Era un hombre enjuto, con las manos embadurnadas de grasa y un pelo desgreñado más largo de lo reglamentario. Vestía un uniforme de trabajo con Cantos lamparones que parecía de camuflaje.

– Tendrá que aparcar el camión en la plaza -le dijo el capitán-. Los demás, que lleven las cajas al edificio del pescado. En cuanto sea posible montaremos las armas y las trasladaremos a sus emplazamientos… ¡Y pensar que la seguridad de Mallorca depende en buena parte de nosotros! ¡Que Dios nos ayude!

A aquellas alturas, la cantina se había quedado vacía y los pocos civiles de Cabrera se habían congregado en el muelle. Felisa García, cogida del brazo de Leonor Dot, miraba a su marido con inquina, como si él fuera el culpable de aquel despliegue armamentístico. Benito Buroy, con la actitud desocupada de un paseante, estudiaba la grafía germana impresa en las cajas. Y Camila y Andrés se asomaban a las ventanillas del camión para ver los asientos destripados y el tablier lleno de abolladuras en el que había una imagen de la Virgen del Pilar. El conductor los apartó para subir a la cabina. Tras acomodarse en el asiento, accionó una clavija y sonó un largo chirrido. El camión tuvo un par de sacudidas pero volvió a quedar inmóvil y en silencio. El hombre probó de nuevo. Al rechinar el motor apretó el acelerador provocando una serie de explosiones que pareció el inicio de una tamborrada. Con glorioso despilfarro de estertores y estampidos, el vehículo se puso en marcha y avanzó unos metros.

Andrés, asustado por el estruendo, había salido corriendo hacia la plaza.

– ¡Quiero subir! -gritó Camila, agarrada aún a la ventanilla-. ¡Por favor, quiero subir!

El capitán Constantino Martínez miró asombrado a la niña.

– Pero… si no puede ir a ningún lado -objetó, bastante provisto de razón.

– Déjala, Constantino -intervino Felisa García-. La pobre no tiene nada con qué distraerse.

El militar, desconcertado y molesto por aquella invasión del estamento civil en los sagrados temas castrenses, hinchó el pecho y tiró con energía de los bajos de su guerrera. La cantinera lo miraba de tal manera que el hombre temió, sin embargo, que su negativa pudiera provocar un incidente.

– Bueno, bueno -aceptó, dirigiéndose al conductor-. Dé unas vueltas a la plaza. Asi se calentará el motor, que por lo que veo buena falta le hace.

El soldado estiró el brazo para abrir la puerta del acompañante. Camila subió al camión con la agilidad de una ardilla. Le impresionó lo grande que era el interior. El techo quedaba muy por encima de su cabeza, y para tocar el salpicadero tenía que echarse hacia delante y poner los pies en el suelo. Además, a excepción de la tapicería raída del asiento, todo era extremadamente metálico y frío. Cuando el camión echó a andar, y a falta de otro lugar más mullido, se agarró con fuerza al borde del cristal de la ventanilla.

El vehículo salió del muelle y se adentró en la plaza levantando una polvareda. El conductor, que no tenía muchas opciones, resolvió dar la vuelta a la higuera. Al completar el círculo se vio envuelto en la nube que él mismo había creado, pero no se detuvo. Dio otra vuelta, y otra, renqueando al modo de una vieja atracción de feria. Camila, que ya había ganado confianza, se cogió con fuerza al marco de la ventanilla, asomó la cabeza y se puso a reír. Se reía con tantas ganas que llenó la plaza, la isla entera de regocijo, y todos los que la miraban, Felisa García y Leonor Dot, Benito Buroy, el cantinero y hasta el capitán Constantino Martínez se sintieron extrañamente felices, como si la risa de Camila, su cara radiante que al pasar frente a ellos se adivinaba por entre el velo de polvo, el gozo contagioso de aquel carrusel improvisado fueran, durante unos instantes mágicos, lo más importante y lo único que mereciera ser contemplado en este mundo.

– ¡Qué diña! -gritó Felisa García-. ¡Es que me la comería!

Alargó los brazos hacia ella deseando, desde la distancia, atrapar aquella explosión de júbilo y estrecharla contra sus pechos generosos. Leonor Dot, a su lado, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Pero Camila no las veía. Se limitaba a dejarse embriagar por el vértigo de la rotación y a disfrutar de la risa.

Bajo el emparrado en el que su padre acostumbraba emborracharse, Andrés, inmóvil por completo, insoportablemente invisible, gemía de forma casi inaudible intentando llamar la atención de todos ellos para que le permitieran, a él también, subirse a la alegría.

La llegada de septiembre había cubierto el horizonte de nubes bajas y densas, como si Cabrera se alzara en un lago rodeado por una tierra lejana de algodones plomizos. Aunque de día continuaba haciendo mucho calor, al atardecer soplaba una brisa de escalofríos y la superficie del mar se encrespaba como si la hicieran bullir enormes bancos de peces. Al Lluent no le gustaba aquel clima inestable. Se pasaba largo rato contemplando el cielo en la sospecha de que le escondía algo, y luego, sin que nadie salvo él pudiera advertir ninguna diferencia que justificase una decisión u otra, fruncía el ceño y salía a pescar, o maldecía en voz baja y amarraba mejor la barca para que no la golpearan contra ei espigón las sacudidas del viento y de las olas.

El Lluent no solía equivocarse al predecir el tiempo, pero, a pesar de ello, en más de una ocasión había tenido que hacer noche en la colonia de Sant Jordi por no poder regresar a Cabrera, y alguna vez que otra se había visto sorprendido en alta mar por una tormenta que se desataba de repente sin aviso. Decididamente, al pescador no le gustaba aquel mes en el que las nubes se formaban en lo alto como por ensalmo, surgidas de ia nada, bramando a veces y descargando súbitos aguaceros, o manteniéndose quietas allí, ronroneando convertidas en inmensas gatas incorpóreas, inexplicablemente quietas e inactivas. Su antiguo patrón, Nicanor Menéndez, le había enseñado a desconfiar de ellas. Con la barca a la deriva en la soledad expectante de las aguas, la vela desarbolada y la isla tan lejana que había que forzar la vista para divisar su silueta brumosa, le decía:

– El mar y el cielo son caprichosos porque son muy grandes. Míralo, mira a tu alrededor. Hay mar por todas partes, no se acaba nunca… Y fíjate en nosotros. ¿Qué somos nosotros? Una menudencia, eso es. No daríamos ni para un poco de sustancia. Aquí hay demasiado caldo para tan poca carne.

Entonces señalaba al perro que correteaba por la barca deteniéndose a menudo, el rabo enhiesto y el hocico inquieto, extremadamente atento a todo lo que no podía verse.

– Él sí sabe cuándo va a haber tormenta. Si se pone a aullar como un condenado, no lo dudes. Vuelve a puerto tan rápido como puedas.

Otros pescadores se veían también sorprendidos, en aquellos meses de septiembre, por los caprichos del cielo y del mar. A veces entraban en la bahía a lomos de la espuma y alcanzaban el muelle jadeantes y empapados. Así sucedió al anochecer de aquel día en que Camila consiguiera dar un largo paseo en un camión que no iba a ninguna parte. A media tarde el cielo se había cubierto y había comenzado a sonar un aullido permanente, un triste lamento. Un rato después el mar parecía hervir con las entrañas más irías que nunca. Paco, que se encontraba bajo el emparrado, vio aparecer una barcaza ventruda y cenicienta. En un costado, con letras grandes y descuidadas, llevaba escrito su nombre: Margarita. Dio una voz al Lluent, que jugaba dentro al dominó con unos soldados.

– Mala cosa -dijo e! pescador tras asomarse a la puerta y echar un vistazo-. Son pescadores de marrajo. No esperes nada bueno de ellos.

Eran tres hombres de aspecto hosco y desaseado. Cuando entraron en el bar habían empezado a servirse las cenas. Benito Buroy estaba solo en una mesa, y Leonor Dot y Camila en su lugar habitual junto a la ventana. Los recién llegados se plantaron frente a la barra. Uno de ellos la golpeó con el puño cerrado. Paco entró con paso vacilante y se situó al otro lado del mostrador.

– Orujo -le dijo el hombre-. Hay que joderse con el tiempo. Me cago en esta mierda de oficio, y en esta mierda de sitio y en todo. ¡Me cago en Dios, hostia!

– No es buena la noche -congenió el cantinero-. Quizá querréis comer algo.

– ¡Tú saca la botella y vete a que te den por el culo! ¡Y nos invitas, mariconazo, que no estamos aquí por gusto! Si al menos tuvieras algunas putas…

Se volvió hacia la sala.

– Porque, ¿hay putas aquí, o no las hay?

Los otros le rieron la gracia mientras Paco se apresuraba a poner sobre el mármol una botella y tres vasos. En la cantina se había hecho un silencio profundo. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos y. en el exterior, el lamento lúgubre del viento. Leonor Dot y Camila comían sin levantar la vista del plato. Entonces sonó el chasquido de una ficha de dominó al golpear con fuerza la mesa y la voz del Lluent que dijo de forma bien clara:

– Cinco doble. Quien tenga cojones para meterse conmigo, que lo diga.

Tras dirigirle una mirada desganada, el que llevaba la voz cantante se volvió de nuevo hacia la barra y vació de un trago su vaso de orujo. Otro de los marrajeros, el más joven, hizo ademán de encararse con el Lluent, pero el tercero de ellos, de edad avanzada, corpulento y estrábico, lo retuvo por el brazo. El Lluent continuó hablando sin levantarse de la mesa y sin molestarse en mirarlos. Parecía dirigirse a los soldados que, muy incómodos, ponían todo su empeño en atender al juego.

– Coged el orujo y salid de aquí. No os invita Paco, os invito yo. En mi casa hay leña para encender un fuego. Hay mantas en el arcón, podéis acostaros en el suelo. Yo iré más tarde.

Dos de los marrajeros agarraron la botella y los vasos y se encaminaron hacia la puerta. Pero el joven se revolvió con cólera.

– ¿Es que vamos a hacerle caso? ¿Vamos a hacer caso a este malparido?

El bizco, desde la entrada del local, le hizo un gesto con la cabeza. Luego, viendo que el joven no se movía, regresó sobre sus pasos, lo apresó por el cuello del impermeable y lo arrastró hasta sacarlo del local. Antes de salir él también se volvió hacia el pescador.

– Lluent -dijo-, un día de estos tendrás un disgusto.

Sus voces se fueron apagando a medida que cruzaban la plaza. En la cantina se respiró un ambiente de alivio pero también de malestar. Aunque todos continuaban con lo mismo que hacían antes de la llegada de aquellos hombres, parecían incapaces de desembarazarse de la sensación de peligro, de humillación.

Camila dejó los cubiertos apoyados en el plato, se levantó de la mesa y fue hasta el Lluent. Posó una mano sobre el antebrazo del pescador.

– ¿Vas a dormir con ellos? -le preguntó con un hilo de voz.

El Lluent contempló la mano suave, los dedos largos de la niña. Luego la miró a los ojos y esbozó una sonrisa que apareció como una grieta en sus labios resecos.

– Peor es dormir solo -contestó.


Felisa está triste porque hoy han fusilado en el cementerio a un hombre que de niño jugaba con ella. A veces, cuando veo cuánto maltrata la vida a las personas, me da por pensar que a mí también me maltratará, que me pasarán cosas terribles como a mamá, o que yo misma haré otras de las que tendré que arrepentirme y con las que quizá cargue para siempre en la conciencia. Supongo que es fácil equivocarse, perder el camino o dejarse vencer por el cansancio, tirarlo todo por la borda, vamos. Debe de ser muy tentador cuando una lleva mucho tiempo viviendo y empieza a comprobar que no sucede casi nada de todo aquello que esperaba. Eso dice mamá, que cuando eres joven te ves capaz de abrazar el mundo entero, y que a medida que pasan las décadas vas abarcando menos con los brazos, a algunas personas queridas, y que al final te basta con abrazarte a la almohada en las noches largas de insomnio. Felisa, con sus pensamientos extraños, viene a decir lo mismo aunque de otra manera. Dice que el futuro es mejor tenerlo por delante, que así todo es más bonito.

Recuerdo una noche en la que papá llegó a casa muy, pero que muy mal. En aquella época siempre estaba preocupado o molesto por cosas de las que no quería hablar, pero aquella noche rompió su silencio. Para cenar había lentejas con chorizo y yo las odiaba. En cualquier otra ocasión me habría quejado, y estaba a punto de hacerlo, pero papá, tras sentarse a la mesa sin saludarnos siquiera, se había quedado con la cuchara vacía a medio camino entre el plato y la boca, tan inmóvil que daba miedo mirarlo. Mamá, comprendiendo que pasaba algo malo, tampoco comía. Esperaba. Parecía que los tres odiáramos las lentejas. Entonces papá dejó con mucho cuidado la cuchara sobre el guiso, como si pusiera una barca de papel en el agua de un estanque, y sin dejar de observarla atentamente dijo: «Ayer mataron a Pepe. Me ha llegado una nota del frente…

Mamá dijo «Dios mío», se levantó y abrazó a papá por la espalda apoyando la mejilla en su pelo.

Pepe era el hermano de papá, el único que tenía. No se llevaban muy bien porque era anarquista, pero se habían criado juntos y siempre se habían ido visitando aunque fuera para continuar sus interminables peleas. Tenían miedo de no conocerse si dejaban de verse. Recuerdo a Pepe sentado en el salón de casa riéndose y soltando palabrotas para que no viéramos la incomodidad que sentía, y a mi padre mirándolo en silencio, sufriendo por no saber qué decirle. Mamá y yo, durante aquellas visitas que tantas veces acababan a gritos, suplicábamos al cielo que no bebieran mucho, que no hablaran, que se limitaran a estar juntos un rato, a darse luego un abrazo y a irse cada uno por su lado queriéndose a su manera, un poco por obligación y un poco por respeto al recuerdo de la infancia que habían pasado juntos.

Por eso estaba papá tan mal aquella noche, porque habían matado a su hermano. Yo, que entonces era muy niña, empecé a comer lentejas para ponerle!as cosas más fáciles. Pero papá no me veía. Dijo: «Lo peor es que todo ha sido para nada. Tanto sacrificio, tanta sangre… para nada. Pasaremos a la historia por habernos ido a la mierda en un esfuerzo inútil».

Mamá, con esa voz firme aunque muy dulce que utiliza en los momentos difíciles, le explicó que Pepe había muerto por defender sus ideas y que aquello debía bastarnos. Pero papá no estaba únicamente apenado por la noticia o cansado de ver que todo se volvía en su contra. Sabía muy bien lo que estaba diciendo, lo había pensado. «Si te juegas el pellejo ha de ser para llegar a alguna parte -dijo-.Y si por culpa de eso te sacan de este mundo a balazos, ha de valer la pena lo que dejes atrás. No puede ser que hayamos destrozado todo lo que queríamos para que este jodido país siga siendo lo que era, peor de lo que era. Mira a la niña.» Me señalaba con el dedo. A mí me dio un vuelco el corazón porque comprendí que papá acababa de descubrir que ya no podía darme nada. «No hemos sabido defender su futuro», dijo.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Se quedó mirándome de esa forma triste como miran los hombres derrotados. Yo tenía ganas de llorar, pero me contuve apretando los labios, porque llorar me parece una forma demasiado fácil de resolver los problemas. Le sostuve la mirada y noté que papá, aunque no se movía, recuperaba lentamente su manera normal de ser. «Camila -me dijo por fin-, voy a intentar que te vayas de España. A los Estados Unidos, si puedo, o a México. Esto se hunde, cariño, y he de ponerte a salvo… No sé si puedes entenderlo.»

No. No podía porque era muy niña y un poco estúpida, pero dije que sí con la cabeza intentando que no vieran el miedo que me daba viajar sola a países tan lejanos. Bueno, mi padre no podría hacer lo que me dijo. Pocos días después desapareció para siempre, y yo no viajé a ningún sitio.


– Constantino -dijo Felisa García-, he venido a ofrecerle una solución a un problema que usted todavía no sabe que tiene.

El militar, sentado en su butaca, miró a la mujer con poco entusiasmo. Pues claro que tenía problemas, meditaba, y por supuesto que se le plantearían otros nuevos, cientos de ellos, pero no por eso había que andar adelantándolos. Todo aquello de lo que no tenía noticia no estaba bajo su responsabilidad, y en eso el capitán Constantino Martínez, acostumbrado a una vida entera en el ejército, era muy estricto. Los escalafones superiores estaban para algo. Ellos debían decidir en qué medida cualquier cosa era o no un problema y si le tocaba a él solventarlo. Mientras tanto, el supuesto problema, sencillamente, no existía. En ello radicaba la tranquilidad de espíritu que le proporcionaba la lógica castrense, y no era cosa de andar subvirtiéndola. Así que, sólo por miedo a la cantinera, señaló las sillas situadas al otro lado de su mesa de despacho.

– Siéntese, mujer. Pero preferiría que me hablara de sus problemas y no de los míos. Si está en mi mano, será un placer echarle… esa mano. Ya me entiende.

– Yo también los tengo, Constantino, claro que sí -comenzó Felisa García tras sentarse con el gruñido habitual con que acostumbraba llamar al orden a sus articulaciones-.Y le ayudo con la esperanza de ayudarme también a mí misma. Verá usted, la semana pasada fusilaron a Pascual. Yo no tuve valor para asomarme y no sabe cuánto me arrepiento. Hacía mucho tiempo que no veía a Pascual. Era nuestro carbonero, un hombre muy tranquilo y también una buena persona.

El capitán empezaba a sentirse verdaderamente irritado. A cualquier otro lo habría despachado con cajas destempladas, pero ante Felisa García se limitó a hacer crujir su butaca con un movimiento de impaciencia.

– Es un poco tarde para interceder por él -ironizó-. Le aseguro, de todas maneras, que hizo méritos suficientes para no merecer que usted se preocupe. Dejémosle descansar en paz.

La cantinera no iba a bajarse del burro. A Pascual lo había conocido bien porque se había criado con ella, y sabía que si había cometido alguna atrocidad en el frente habría sido sin duda por obedecer una orden. Porque Pascual era tan asustadizo como una oveja y tan ignorante que no sabía ni dónde estaba el Mediterráneo, que lo rodeaba por todas partes.

– Cada día rezo por su alma -insistió-. Poquito, porque tengo muchas ocupaciones, pero rezo.-. El caso es que mi hijo, no Andrés, sino el otro, aprendió el oficio con él. Le encantaba pasar las noches con Pascual junto a la carbonera.

– ¿Y eso, en qué me concierne?

– No sea cazurro, Constantino.Y perdóneme… pero tiene usted un camión que funciona a gasógeno y en esta isla ya no hay nadie que haga carbón. Mi hijo, aunque inválido, es un hombre responsable. Con la ayuda de un par de soldados podría preparar todo el carbón necesario para poner en marcha el camión, y de paso para calentarnos en invierno y cocinar con un poco más de comodidad. Sólo tendría usted que conseguir que regresara a Cabrera.

El capitán enarcó las cejas y tamborileó en la mesa con las yemas de ¡os dedos.

– No es mala idea -contestó-, debo reconocerlo. Ahora está en Madrid, ¿no es cierto?

– Sí. Y no quiere volver. Pero digo yo que ustedes podrán convencerlo… por las buenas, naturalmente, que el pobre bastante ha sufrido ya por España.

– Y su marido, ¿qué opina? ¿Está de acuerdo con usted?

Felisa García alzó las manos hacia el techo lleno de grietas como si invocara una autoridad divina.

– Mi marido no tiene opiniones. Debería usted saberlo, Constantino.

El militar soltó una risotada. Se le había pasado el malhumor. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un purito y lo encendió, diciéndose que sus heridas interiores podían irse a paseo. La verdad era que Felisa García tenía razón. Cabrera debía ser capaz de abastecerse por sí misma si, tal como se pronosticaba, llegaban tiempos peores. Los submarinos alemanes ya surcaban aquellas aguas rastreando los convoyes británicos. Aunque la guerra se desarrollara en el mar, había que estar preparados para dar cobijo a unos y rechazar a otros si se hacía necesario. Y el teniente de la marina que le trajo el camión le había avisado de que no iban a volver por allí en bastante tiempo.

– Veré lo que se puede hacer… Pero me deberá usted un jamón, por lo menos.

– Délo por hecho. Se lo pediré a mi cuñado.

Cuando salió a la plaza, Felisa García avanzó unos pasos para buscar la sombra de la higuera, y se quedó allí retorciéndose las manos con la mirada perdida en el mar. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero tenía la impresión de que el mundo se desordenaba cada vez más y que había que intentar evitarlo. Si algo tenia claro Felisa García era que los países debían permanecer donde estaban, con sus fronteras tan bien dibujadas en los mapas que daba gusto verlos cada uno de un color distinto, y que los vecinos debían saludarse con respeto en lugar de andar matándose entre sí, y que los hijos debían buscar una mujer o regresar con sus padres y no andar mendigando en la capital. Todo debía estar en su sitio, porque era la única manera de que cada uno supiera dónde aposentar el culo. Así de sencillo. ¿Qué pintaba su hijo, que hasta que fuera a la guerra no había salido de Cabrera más que unas pocas veces para visitar a su tía en Palma, vendiendo cupones en una esquina de Madrid? ¿Iba a ser feliz allí? ¿No iba a encontrarse con que poco a poco regresaba la normalidad a la capital mientras él continuaba en su esquina cada vez más desplazado y maltrecho, incómodo recuerdo de unos tiempos que nadie querría rememorar? Para Felisa García, la vida no tenía sentido si un hijo no disponía de un lugar en el que resguardarse cuando todo le iba mal.

«Las brújulas no deberían señalar el norte, sino la casa de cada uno», se dijo a la sombra de la higuera.

Y en el pensamiento encontró una vez más la tranquilidad. Tan contenta estaba de haber sabido resumir sus ideas confusas en una sola frase nítida y bien planteada, que en lugar de encaminarse hacia la cantina fue a ver a Leonor Dot. Su amiga, que se hallaba en el huerto, se le ofreció de inmediato cuando la vio entrar resollando con fuerza y pidiendo su ayuda. Felisa quería que escribiera en un papel la frase que se le había ocurrido.

– Es muy bonita -le dijo Leonor Dot, tras cumplir su deseo y alzar el papel para leerla de nuevo.

Felisa García dudó un poco, pero no iba a permitir que nada la arredrase cuando ya había tomado una decisión.

– ¡Pues ya estoy harta! -exclamó-. ¡Yo quiero escribir esas cosas! ¿De qué me sirven en la cabeza? ¡Con la edad, se me ha convertido en un trastero y no encuentro nada de lo que necesito!

Leonor la miró con cariño y la cogió por los hombros.

– Claro que sí, Felisa. Yo te enseñaré. Podrás leer y escribirlo que quieras.

– Pero que no me cueste mucho -concluyó la cantinera, observando con resquemor el papel en el que Leonor Dot había plasmado su pensamiento sobre las brújulas.


Tras la visita que hiciera a Leonor Dot y a Camila, Markus Vogel no había vuelto a bajar al pueblo. Pero aquella mañana lo hizo, empujado por la ansiedad en la que vivía desde que Benito Buroy irrumpiera, tres días atrás, en su retiro de ermitaño. El alemán no podía soportar la espera del anunciado regreso de su asesino, y a todas horas creía detectarlo en el chasquido de una rama, en el aleteo de algún pájaro o en el gorgoteo de una ola filtrándose por entre los cantos de la playa. A ratos se sorprendía a sí mismo escondiéndose entre las rocas con la excusa de buscar un poco de sombra, encogiendo las piernas y agachando la cabeza, o echando a correr de improviso, el corazón desbocado, como un venado ante la sospecha de una presencia extraña. Pero Markus Vogel no se consideraba un cobarde. Tampoco era el tipo de hombre capaz de acostumbrarse a vivir huyendo. Debía admitir que la causa de su ofuscado comportamiento podía ser que llevara demasiado tiempo apartado del contacto con la gente. Cada vez le suponía un mayor esfuerzo convivir consigo mismo, reconocerse en las venas de las manos, en sus cicatrices y lunares, en sus hábitos y hasta en sus recuerdos, como si alguien ajeno a él fuera ocupando más y más parcelas de su cuerpo y de su pensamiento. Hablar en voz alta, que hasta no hacía mucho le servía para centrarse, le parecía ahora una conducta de locos, por lo que se obstinaba en un silencio inmutable que él mismo no podía soportar. La amenaza que significaba Buroy, la certidumbre de que antes o después regresaría para matarlo, había acabado por desbaratar el precario equilibrio que hasta entonces lo había mantenido en pie.

El caso es que Markus Vogel apareció por el pueblo con un aspecto más extraviado de lo habitual. Parecía un viajero que hubiera estado fuera mucho tiempo y que se sintiera desorientado por los cambios que había habido en el pueblo. Y alguno se había producido, en efecto. El camión aparcado delante de la Comandancia parecía esperar pacientemente a que le mostraran algún lugar por donde fuera posible echar a rodar; los frutos comenzaban a madurar en la higuera, que desprendía un olor profundo al deslizarse el viento por entre sus hojas grandes como abanicos; y Paco, además de dejarse perilla, lucía en el cuello una gruesa cadena dorada. Cualquiera que no lo conociera lo habría tomado por un corsario turco que hubiera sobrevivido milagrosamente al paso de los siglos. Aquella mañana se encontraba a un lado de la playa, sentado sobre una de las primeras rocas que cimentaban el muelle, descamando un besugo y limpiándolo en el mar.

Markus Vogel se detuvo junto a los bidones alineados a espaldas del cantinero. Intentó mover uno por saber si estaba lleno. Luego se aproximó al borde del muelle y contempló el campamento militar que se alzaba a lo lejos, en la parte de la bahía más resguardada del mar abierto. A lo largo de la costa se veían grupos de soldados que trabajaban en la pista que conducía hasta allí.

– Yo creía que era gasóleo para los faros -comentó Paco señalando los bidones con el cuchillo-, pero eso no es posible. Por tierra no habría manera de llevarlos. Vaya usted a saber para qué los quieren.

Cualquiera que no fuera el cantinero habría advertido, por la manera de mirarle el alemán, que él sí sabía para qué querían los bidones. Pero Paco se limitó a menear la cabeza, y de un tajo abrió el vientre del besugo. Le sacó las tripas y las tiró al mar. Al instante una nube de pececillos rodearon los despojos.

– ¡Qué cabrones! ¿Los ve? ¿Ve cómo saltan? Así son las cosas en esta mierda de vida. Si algo te va mal, allá van todos a sacar tajada.

– Usted se comerá el resto -observó lacónico Markus Vogel.

Regresó a la plaza. Tras echar un vistazo a la balconada desierta, se entretuvo observando el camión frente a la Co mandancia. Pero el soldado de guardia le hizo un gesto de rechazo con la mano y el alemán se alejó hacia la cantina. Al entrar se encontró con Benito Buroy, sentado a una mesa hojeando un periódico. No había nadie más. Markus Vogel se detuvo en seco notando que se le aceleraba el pulso. Reflexionó unos instantes y, sin saber qué hacer, retrocedió de espaldas hasta la puerta.

Benito Buroy alzó las cejas sorprendido de ver al ermitaño en el bar. Miró con inquietud hacia la cocina, deseando instintivamente que saliera Felisa García. No llevaba consigo la pistola. Sin atreverse a moverse de la silla, se maldijo por el exceso de confianza con que había actuado. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que el alemán pudiera atacar primero.

Los dos hombres se contemplaron en silencio. La sensación de peligro fue despejándose poco a poco hasta convertirse en una tensión que iba ganando intensidad, como un chirrido que les lastimara los tímpanos pero que no pudieran acallar.

– Busco a Felisa -dijo Markus Vogel, reaccionando el primero.

Había hablado para buscar refugio detrás de las palabras, pero también para ahuyentar la decepción. En el camino hacía el pueblo se había aterrado a la frágil esperanza de que su perseguidor hubiera abandonado la isla el mismo día en que decidiera no disparar contra él. Parecía evidente, sin embargo, que ninguno de los dos podía elegir otra opción ni cambiar la situación en la que se encontraba. Antes o después aquel hombre intentaría matarlo.

A Benito Buroy no se le escapó la sombra de contrariedad en la cara del alemán. Le tranquilizaba descubrir que Markus Vogel no le andaba buscando para anticipársele, pero temió que sus intenciones pudieran ser incluso más insensatas, que hubiera bajado al pueblo para denunciarle a las autoridades. Desechó aquella idea de inmediato. Markus Vogel no aparentaba ser tan inocente como para crearse falsas esperanzas. Tenía que ser consciente de que coman tiempos de muerte fácil, y de que en esas condiciones no había nada que denunciar, nadie ante quien hacerlo.

– Me asombra un poco verlo aquí -le contestó.

El alemán asintió suavemente con la cabeza. Pareció sentirse más tranquilo o considerar que, hiciera lo que hiciese, su situación no podía empeorar. Se encaminó hasta la mesa que normalmente ocupaba Leonor Dot, aunque no tomó asiento. Cruzó las manos a la espalda, eludiendo la pringosidad del cristal, y se detuvo a contemplar la plaza. Enmarcado por la ventana se veía a Paco en el muelle, las ramas de la higuera en primer término y al fondo el mar plácido de la bahía. Benito Buroy sospechó que Markus Vogel le daba la espalda para hablar con él. A veces, ignorar a otra persona es la única manera posible de interrogarla.

– ¿No piensa irse de Cabrera? -preguntó Markus Vogel, confirmando su sospecha.

Benito Buroy pasó la página del periódico. Aquel ejemplar de Solidaridad Nacional había llegado en la última barca de Palma, la que él había dejado marchar tras su fracasada visita al acantilado. En el centro de la portada, con tipos de letra muy superiores a los demás, se leía: «Formidable tempestad de agua y de bombas sobre Inglaterra».

– No puedo hacerlo hasta que no cumpla las órdenes que me han dado -contestó-. Usted lo sabe.

– Sin embargo, no disparó -dijo Markus Vogel, volviéndose por fin.

Se acercó a la mesa y contempló atentamente el dedo herido de Benito Buroy. Ya no lo tenía vendado. Se veían, ennegrecidos, los cuatro puntos de sutura.

– No disparó cuando podía hacerlo, y ahora estoy sobre aviso. Eso se lo pone más difícil…

Buroy no se molestó en responder. Tampoco habría sabido qué decirle. En cambio, el alemán parecía necesitar hablarle, parecía desear explicarse cómo era aquel hombre que, al menos por el momento, le había perdonado la vida. Dijo:

– No sé si usted disfruta con esto o si le molesta… ¿Sabe lo que creo? Que está aquí por obligación, no porque lo considere un deber.

Benito Buroy lo miró con una frialdad absoluta. A veces, él mismo se asombraba de lo poco que le importaban los demás. Que a aquel individuo le hiciera sufrir el saberse perseguido era algo que le dejaba por completo indiferente. También le dejaba indiferente que pudiera albergar la esperanza de que él, Benito Buroy Frere, fuese mejor persona de lo que aparentaba. Hacía ya demasiado tiempo que no se paraba a calibrar el alcance de sus convicciones.

– No se preocupe por mí -le contestó, dejando el periódico abierto sobre la mesa-. El miércoles que viene regresaré a Mallorca.

El alemán asintió en señal de conformidad. A aquellas alturas de sus vidas, los dos eran conscientes de que hay sucesos que pueden darse por hechos antes de producirse, que se vuelven inevitables desde el instante en que sale la orden de un despacho y se moviliza todo lo necesario para cumplirla.

– Ya sabe dónde me encuentro. No pienso esconderme -concluyó Markus Vogel.

Dio la espalda a Buroy para salir de la cantina, pero en aquel momento entraban Leonor Dot y Camila. La niña corrió hacia él con alegría y se lanzó a sus brazos.

– ¡Markus! ¡Pensábamos que te habías vuelto invisible! ¡A veces oímos tus pasos, pero salimos al porche y no estás!

Benito Buroy hincó un codo en la mesa. Tomó aire, apoyando la frente en la mano. Su mirada se vio secuestrada por la de Leonor Dot, que se había detenido con ojos inquisitivos y la mandíbula cerrada con fuerza, como si la asaltara una súbita sospecha. Buroy, comprendiendo que la mujer había oído las últimas palabras del alemán, tarareó una melodía insulsa y se enfrascó de nuevo en h lectura de las noticias.


Camila se despertó con la sensación de haberse orinado durante la noche. Tenía los muslos húmedos y el camisón se le- pegaba a las piernas. Miró con alarma hacia la otra cama, pero Leonor Dot ya se había levantado. Camila vio en la penumbra las sábanas revueltas y la almohada que se ahuecaba donde su madre había apoyado la cabeza. Se incorporó ligeramente para apartar la cortina. Luego, avergonzada, aventuró una mano y palpó la tela debajo de sus glúteos. Estaba mojada. A Camila le repugnaba la sola idea de que aquello le hubiera sucedido. Entonces, al retirar la mano, descubrió que la tenía manchada de sangre. Era viscosa y se le adhería a las yemas de los dedos. Aunque en un principio se asustó un poco, la tranquilizó que no fuese orina. Se trataba sin duda de lo que su madre le venía anunciando desde hacía tiempo. «Camila -le decía-, cualquier día de estos te bajará la regla. Ya tienes casi trece años pero eres lenta de desarrollo, igual que yo. Mejor, asi serás más alta.» Y lo era. Una muesca en el marco de la puerta daba fe de que ya había superado el metro sesenta de estatura. En el tiempo que llevaba en la isla había crecido casi un centímetro, pero mucho más espectaculares eran los cambios que había notado en su cuerpo. Había adelgazado, se le habían alargado los dedos marcando la forma de los nudillos, y los brazos le tropezaban en unas caderas huesudas que antes no estaban allí. También la cara se le había vuelto más angulosa, perfilándosele la mandíbula y los pómulos. Se diría que su esqueleto quería mostrarse a través de la piel o crecía más deprisa que ella. A veces le dolían mucho los tobillos y le daban calambres en las piernas, como si anduviera pisando cables eléctricos. Y además estaban los pechos, que comenzaban a despuntar con timidez y que a Camila le costaba asumir como propios. Por la noche, al meterse en la cama, se los tocaba a través del camisón y le desconcertaba pensar que estarían allí para siempre, pegados a ella, dentro de ella. «A tu edad el cuerpo es una exageración -le decía su madre-, pero no te preocupes. Dentro de poco serás una jovencita guapísima y estarás muy contenta de todo lo que te ha sucedido."

Camila no estaba muy segura de querer cambiar. Sin embargo lo esperaba con impaciencia. Tenía la sensación de que su persona ocultaba otra distinta, mucho más compleja y sofisticada. Aunque se encontraba bien consigo misma, deseaba enfrentarse a aquella que iba a ser la dueña de su destino y de sus formas, la soberana absoluta de su propia vida. Intuía que en algún momento tendría que renunciar a la comodidad del refugio permanente que le brindaba su madre para empezar a disfrutar de la libertad de hacer siempre lo que quisiera.

Quizá entonces todo fuera mejor para ella. Había empezado a sentirse como un perro cuando los adultos la miraban con ternura. Y le fastidiaba especialmente si era ella misma quien lo provocaba. Por poner un caso, había disfrutado muchísimo dando vueltas a la higuera en el camión del ejército, pero luego había descendido de la cabina sonrojándose. Aunque Felisa no se cansaba de decirle que era un encanto y su madre la abrazaba para olerle el pelo, Camila había sentido el embarazo y el malhumor de haber recaído en un vicio. En su caso era el vicio de la niñez. Quería ser una más entre las mujeres, o cuando menos no sentirse distinta de las demás.

Por eso, desde hacía unas semanas buscaba contener los gestos que consideraba característicos de la infancia. Ya no daba saltos, sino que andaba pausadamente, primero el talón y después la punta, una y otra vez, convertida en una autómata. Se daba cuenta de lo difícil que era aprender a ser mujer y moverse de una forma tan complicada como si fuera lo más natural del mundo. Tampoco aceptaba sus entusiasmos, que le parecían desmesurados e impropios de su nueva edad. Cuando alguien proponía hacer algo que ella deseaba mucho, aunque el vientre le saltara a la boca contestaba «bueno» y miraba hacia otro lado, reflejando un invencible aburrimiento. Le parecía enormemente adulto mostrarse desinteresada. De hecho, había empezado a estar siempre algo melancólica, pues empezaba a considerar pueril el gusto por cualquier cosa que le ofrecieran. El problema estribaba en que casi siempre se sentía atraída por todo, lo que hacía que su melancolía impostada se fuera cimentando en la pesadumbre que le causaba perder, a medida que la iban dejando por imposible, aquella atención que los demás todavía le brindaban y que a ella ya no le servía de nada. «Está en una edad difícil -susurraba su madre-. Dejadla en paz.» Si Camila la oía, se entregaba entonces a la banalidad más absoluta dedicándose a contemplar enfurruñada una esquina de la pared o una nube en el cielo. -¡Mami! -gritó desde la cama.

Al ver a su madre, que entraba por la puerta que daba al porche, le mostró la mano y proclamó con la voz quebrada por la felicidad que le brindaba aquel momento trágico: -Creo que ya ha sucedido.

Leonor Dot se sentó en la cama junto a ella. Cogiéndole la cara entre las manos, la miró a los ojos y la besó en la frente. -Ya eres una mujer, mi pequeña -dijo, sin advertir que caía en un agraviante contrasentido.

– Me duele un poco el vientre -contestó Camila. Un rato después bajaban cogidas de la mano a la cantina y se encaminaban directamente a la cocina, donde Felisa García vertía agua caliente en un lienzo lleno de achicoria. Las miró un poco sorprendida. Nadie osaba entrar en sus dominios sin pedir antes permiso desde la puerta, y Leonor Dot no sóio no lo había hecho, sino que se había atrevido incluso a cerrarla para quedarse a solas con ella. Camila, muy erguida y con los dedos de las manos entrelazados sobre el estómago, la miraba con una mezcla de satisfacción y de padecimiento.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -bramó la cantinera-. ¿A qué venís tan misteriosas?

– Necesitaré tela para hacer unos paños -contestó Leonor Dot.

Y, señalando a Camila:

– Le ha venido.

Felisa García soltó el lienzo, que por el peso de la achicoria se hundió en el agua ya filtrada. Dio una sonora palmada dejando que sus manos permanecieran enlazadas y miró a Camila con una alegría infinita.

– ¡Vaya con la niñita! ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¿Ya te ha dicho tu madre que en estos días no puedes bañarte, ni lavarte siquiera? ¿Y que no puedes tocar las plantas? ¡Ni te acerques al huerto! Lo dejarías todo mustio… ¡todo! Has de andarte con cuidado… ¡Hasta la mayonesa se cortaría si intentases montarla!

Camila, que no esperaba que convertirse por fin en mujer fuera tan parecido a volverse una leprosa, se frotó las manos contra la falda sintiendo asco de sí misma y miró a su madre con espanto.

– Felisa -intervino ésta-, creo que exageras.

– ¿Que exagero?;Qué te apuestas a que no exagero?

Fue a la repisa de la ventana, cogió una maceta con una al-bahaca y se la ofreció a Camila.

– ¡A ver si no voy a saber de esto, con la edad que tengo! Toca la planta, niña, tócala bien… Ya verás lo que pasa.

Camila retrocedió un paso y se llevó las manos a la espalda. Le horrorizaba la idea de matar la albahaca. Retraída, casi llorosa, se arrepintió de haber deseado tanto el cambio que se estaba produciendo en ella. Como si un fondo ponzoñoso fuera tomando posesión de sus ideas, comenzó a pensar que convertirse en una adulta era adquirir la capacidad de ensuciar las cosas y de causar el mal.


El tiempo, en apariencia inexorable, se estanca a veces al enfrentarse a la tenacidad de la memoria. Algunas noches, pese a que ya había transcurrido más de un año, Benito Buroy se despertaba en la oscuridad, empapado de sudor, y se daba cuenta de que los sueños se le habían estado asfixiando en el recuerdo de aquellas otras noches en el penal, cuando cualquier ruido le hacía pensar que ya iban a buscarlo para encararlo al pelotón de fusilamiento. En el juicio sumarísimo le había faltado una defensa digna de tal nombre, pero tampoco le habría servido de gran cosa. A fin de cuentas, los magistrados que le juzgaban habían ganado una guerra larga y difícil, una guerra civil, y no podían ni querían ser benévolos. No sólo deseaban poner en evidencia las atrocidades que hubiera cometido Buroy en el campo de batalla, sino también obligarlo a aceptar la paz que instauraban. Para ello, además de castigarlo querían demostrarle que podían volver a hacerlo en cuanto se les antojara, sólo por comprobar que continuaba en el redil. Benito Buroy quizá se librara de una condena a muerte en aquel juicio, pero no de ser para siempre un enemigo descubierto y vigilado. A aquellas alturas ya sabía Buroy que una guerra no resuelve los problemas que la provocaron, sólo los decanta hacia uno de sus lados con la contundencia irreparable con que se desploma un animal abatido. En un rincón de su celda, temblando por haber oído el sonido lejano del cerrojo de una puerta, había comprendido que ante aquellos hombres no cabía el perdón ni el olvido, tampoco la expiación. Había sido derrotado para el resto de su vida.

Así pues, algunas noches se despertaba en su habitación de Cabrera y, sin ver nada pero con los ojos muy abiertos, recordaba aquellas otras noches en el penal. Pese a todo, guardaba una memoria difusa del terror de los primeros días, cuando tanto temía la visita de sus verdugos. El tiempo los había ido emborronando. Mucho más nítidas se le aparecían las otras noches después de aquella en la que, ante un oficial falangista de pelo engominado y gafitas sin montura, famélico y malcarado, insomne según decía, que leía los informes de ¡a policía alzando las cejas y dejando escapar una sonrisita torva como si hojeara fotografías de mujeres desnudas, Benito Buroy cediera ante el temor a la muerte y la certeza de que ya no había salvación en la resistencia ni en el silencio. En una desfallecida remembranza había dado fe de todos los nombres y de todos los hechos que podía recordar. A solas de nuevo en su celda, le resonaban en los oídos las palabras del oficial: «Estás salvando la vida, estás salvando la vida», y la vaga promesa de indulgencia con que había concluido el interrogatorio, y la primera sospecha de que para redimirse no había hecho más que comenzar a alimentar a una fiera que iba a resultar insaciable. Debía pedir perdón, y podían concedérselo siempre que continuara pidiéndolo una y otra vez, una y otra vez. Eso era lo que hacía desde que saliera del penal, y lo que haría cuando le pegara un tiro al alemán para que a él le permitieran vivir un poco más, despertarse por las noches, abrir los ojos en la oscuridad y desear que Otto Burmann, el pobre y desesperado Otto Burmann, se despertara también y le reprochara algo al oído que le provocara el enojo, o la risa, o el desprecio. Que lo rescatara en cualquier caso de sí mismo.

Benito Buroy se despertó y abrió los ojos en la oscuridad, pero Otto Burmann no estaba allí. Sintió que le faltaba el aire. Se incorporó en la cama aguzando el oído con la estéril intención de escuchar algún sonido, algo que le diera un indicio de que se estaba haciendo de día. Pero no hay nada tan invariable como las horas perdidas en el interior de la noche. Buroy sintió la necesidad imperiosa de salir de sí mismo. Se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió. El soldado de guardia dormía en la silla, la cabeza caída. No se movió cuando pasó por su lado y salió a la plaza.

La higuera, contagiada por la inmensidad del firmamento, permanecía absolutamente inmóvil bajo la luz de la luna. Benito Buroy avanzó unos pasos creyéndose solo, pero entonces le llegó un tarareo jadeante desde un extremo de la explanada. Era e! Lluent, sentado a la puerta de su casa. Balanceaba el tronco suavemente y hacía girar entre sus dedos, como un rosario, una cuerda atada en círculo. Benito Buroy se le acercó.

– Me alegro de que esté despierto -dijo el pescador-. Voy a necesitar ayuda. Hoy me duele la espalda.

El otro no contestó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le venia bien que aquel viejo le ofreciera alguna ocupación que le permitiera distraerse hasta que empezara a amanecer. Ni siquiera se preguntó qué podía desear de él a aquellas horas. Se limitó a encender un cigarro y a volverse de nuevo hacia el mar.

– Varaos -dijo el Lluent poniéndose en pie con desgana-. Los soldados ya han cargado la barca.

Benito Buroy miró hacia el muelle, pero allí no había nadie. Siguió al pescador hasta el laúd. En la cubierta, amarrados con un cabo en torno al mástil, había seis de los bidones que el falso acorazado descargara dos días atrás. El Líuent, que ya había soltado el amarre y lo sostenía entre las manos, le hizo un gesto con la cabeza para que subiera a bordo. Luego saltó tras él y separó la barca del muelle con la ayuda de un remo. Comenzó a bogar con mucha parsimonia hacia la embocadura de la bahía. A la luz de la luna todo se revestía de una apariencia entrevista apenas, mortecina. El mar espejeaba y las casas del pueblo, sobre la ladera de la montaña que se mantenía en una densa oscuridad, parecían a punto de difuminar-se y desaparecer. Benito Buroy tiró al mar la colilla de su cigarro.

– A estas horas se levanta la brisa -dijo el pescador.

Guardó los remos e izó la vela. El laúd, tras unos instantes de reposo, comenzó a deslizarse con gran lentitud. Benito Buroy sintió frío cuando salieron a mar abierto. Allí las aguas ya no estaban tan calmas. Se habían levantado unas olas amplias y profundas como lomas, y un viento constante, muy húmedo, hinchaba el trapo imprimiéndoles velocidad. Dejaron a su derecha los peñones que indicaban la derrota de Mallorca y se fueron alejando de Cabrera en dirección a ninguna parte. Al poco rato la isla era una sombra en el horizonte. Benito Buroy tintaba. El Lluent, por su parte, parecía haberse adormecido al timón. Sin embargo, de vez en cuando alzaba la cabeza para estudiar las estrellas, y finalmente se puso en pie y miró a su alrededor buscando algo en la superficie del mar.

– Es aquí -dijo-. Hágame el favor de sujetar el timón, que yo desataré los bidones.

Benito Buroy se situó en la popa. Había encendido otro cigarro, pero los dedos le temblaban tanto que le costaba un gran esfuerzo llevárselo a los labios. El pescador liberó la carga y se volvió de nuevo hacia su pasajero.

– Hoy me duele la espalda -repitió-. Ayúdeme a tirarlos al mar.

Entre ambos fueron volcando los bidones, que al caer al agua se sumergían para refiotar a los pocos instantes con ansiedad de ahogados, como corchos que soportaran un peso excesivo. Cuando hubieron acabado de descargarlos, el Lluent volvió a gobernar el timón e hizo virar la barca describiendo un amplio círculo. El laúd, liberado de su flete, era mucho más veloz y más frágil. Benito Buroy intentaba localizarlos bidones, pero sobresalían tan poco del agua que no tardó en perderlos de vista. Fue entonces cuando aquellas olas mansas, en el lugar impreciso del que ya se estaban alejando, comenzaron a borbotear agitadas por dentro. Benito Buroy retrocedió instintivamente. A punto estuvo de caer de espaldas por el otro costado de la barca cuando vio emerger la torre de un submarino y poco después su lomo inacabable, satinado bajo la luz de la luna.

– Tranquilo -dijo el Lluent-. Son amigos, alemanes. No harán daño a quienes les dan de beber.

Señaló un lugar en el horizonte donde la negritud del cielo comenzaba a transformarse en un azul profundamente oscuro.

– Mire… ya amanece.


Camila se encontraba en el porche fingiendo que hojeaba una revista, pero a duras penas podía contener la risa. Felisa García había llegado un par de horas atrás hecha un saco de nervios. Aquella tarde, por fin, daban comienzo las clases de alfabetización. Leonor Dot la había hecho sentar a la mesa y había extendido ante ella papeles y un par de lápices. Luego, muy calmada y didáctica, había empezado a explicarle los rudimentos de la escritura. Pero la otra, por muy alta que tuviera su autoestima desde su viaje a Mallorca, y pese a su reciente inclinación por los aforismos de anhelo filosófico, se ponía todo el rato a la defensiva, e incluso agresiva cuando se sentía herida en lo referente al alcance de su inteligencia. Según le diera, regañaba a su maestra por la poca claridad con que explicaba las cosas, o declaraba, golpeando la mesa con la palma de la mano, que por muchas vueltas que le dieran iba a ser incapaz de entender tanto signo misterioso y tanta chorrada. Tras un largo tira y afloja volvían a empezar con las vocales y las sílabas, una y otra vez, siguiendo siempre los mismos pasos y tropezando en las mismas cuestiones impenetrables. A aquellas alturas de la clase, tras dos horas de forcejeo, Leonor Dot había escrito una palabra en un papel y se lo enseñaba a su alumna.

– Léelo, Felisa -oyó Camila que decía su madre-. Haz un esfuerzo, dime qué pone.

– ¿Y yo qué sé lo que pone? ¡Vengo aquí para que me enseñes! -replicaba la otra.

– Si ya lo sabes, Felisa. Recuerda: la pe con la a, pa; la te con la a, ta. Y las vocales ya ¡as conoces.;Qué he escrito? Léelo.

– …Peateatea… ¿Qué coño es eso?

– Patata, Felisa. Es patata… Voy a preparar tila. Creo que las dos la necesitamos.

– Yo no sirvo para esto, Leonor, y además tú no sabes enseñarme.

– Cargaré mucho la tila. Echaré toda la que me queda.

Aquella primera clase fue un desastre, pero Felisa García, a pesar de toda su resistencia y derrotismo, aceptó llevarse unos ejercicios para copiarlos por la noche. Así lo hizo, sentada a la mesa de la cocina después de fregar los platos, bostezando y enjugándose las lágrimas con la manga, pues los ojos le lloraban de tanto forzarlos. «A ver si por culpa de esto voy a necesitar gafas», se decía sin ser consciente de que, acostumbrada a ver el mundo a través de un velo, ya las necesitaba desde hacía mucho tiempo. Paco, que sí sabía leer aunque nunca lo hiciera, entró un momento en la cocina e hizo un amago de burlarse de ella, quizá de reprocharle que se distrajera con aquellas tonterías, pero Felisa lo ahuyentó con una mirada furibunda. Copiaba sin saber lo que hacía, con aburrimiento y desgana, el trazo tembloroso y la esperanza por los suelos. Pero, sin que ella se diera cuenta, algo muy sutil comenzaba a hilvanarse en su mente. Recónditas asociaciones iban adquiriendo sentido a base de reiterarse con machacona insistencia. En algún momento empezó a entender sonidos, a pronunciar las sílabas como si éstas le saltaran del papel a los labios. Leía «pa» en voz alta y se quedaba mirando el calendario en el que el papa Pío XII, colgado a un lado de la puerta que daba al bar, bendecía a los que por ella entraban. Decía «pa», pero no repetía aquel sonido para acabar pronunciando «papa» sino que, iluminada por una súbita revelación del entendimiento, concluía haciendo retumbar su vozarrón entre las paredes de la cocina: «patata». ¡Claro que sí: «patata»! Leonor le había dicho, para animarla, que llegaría un momento en que la lectura le resultaría tan fácil como el hecho mismo de hablar, y aquello era lo que le estaba sucediendo con la palabra «patata». La veía en el papel y era ver un dibujo del tubérculo. Felisa García no daba crédito a sus ojos.

Envalentonada, decidió entonces atacar uno de los textos largos y abstrusos que le había preparado Leonor Dot. Estuvo chamullando y maldiciendo un buen rato hasta que, poco a poco, de forma entrecortada y espasmódica, fue pronunciando las sílabas que, en sus labios, más parecían estornudos.

– …Mi… ca… sa… es…ba…ra… ta…

«Mi casa es barata», pensó, con la garganta atenazada por el orgullo de haber sabido descifrar aquellos signos ancestrales. «Qué frase tan estúpida. A mí se me ocurren mucho mejores.»


Era lunes. Benito Buroy llevaba doce días en Cabrera cuando regresó por fin a! acantilado donde le esperaba Markus Vogel. Lo hizo sin haberlo planeado, sin casi darse cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones, tal como a él le gustaba resolver aquellos temas. Había salido de la Comandancia y se encontraba bajo la higuera sin saber a qué dedicar la mañana, cuando de repente, con el resuello acalambrado de quien salt3 al vacío, regresó a su habitación a por la pistola, salió a caminar y sus pasos le llevaron por el único sendero que conocía, el que pasaba junto al cementerio, bordeaba la cala Santa María y ascendía hacia lo alto de la montaña por laderas de guijarros cortante^ v lentiscos enmarañados.

Mientras ascendía descubrió que Andrés le espiaba. Aquello podía convertirse en un contratiempo, pero el muchacho no tardó en cansarse del juego. Buroy vio su espalda, ágil y corcovada como la de una alimaña, alejándose por entre los matorrales. Andrés tomó un sendero que, serpenteando por detrás del pueblo y de los barracones militares, se perdía por el monte en dirección al valle de las voces. Cuando ya estaba lejos soltó un grito que quedó suspendido unos segundos en el aire. No iba a molestar más a Buroy, pero ya le había hecho bastante daño sacándolo de su ensimismamiento. Hasta entonces había caminado sin pensar en nada, enfrascado en la contemplación del suelo. Ahora notaba el peso de la pistola en el bolsillo del pantalón.

Poco después llegaba a lo alto del macizo. Ante él se extendía la bahía de la Olla, con el peñasco clavado en sus aguas transparentes y las infinitas grutas abiertas en los taludes calizos. Se entretuvo un buen rato observando la costa. No había nadie a la vista.

Hasta aquel momento había improvisado y debía seguir haciéndolo. Descendió hasta el saliente rocoso donde la semana anterior se había encontrado con el alemán. El pellejo de la lagartija, momificado por el sol, continuaba junto a la piedra donde estuviera sentado. Un poco más allá, en una hoya protegida del viento, descubrió Buroy restos de una hoguera. Markus Vogel debía de encender fuego a menudo, pues muy cerca había ramas y leños amontonados. Benito Buroy tuvo que reprimir una vaga y desconcertante sensación de intrusión. Pero no era la primera vez que se encontraba en situaciones como aquélla. Sabía cómo enfrentarse a ellas. No podía permitirse las emociones, no debía pensar. Tenía que hacer su trabajo y salir de allí con rapidez. No regresar nunca. Con el paso del tiempo las heridas de la memoria cicatrizan y van perdiendo importancia. El olvido es un músculo que se ejercita.

Continuó bajando hasta la playa. Una vez en la arena se situó de espaldas al mar para contemplar las grutas que se abrían en las escarpaduras. A simple vista no había ninguna señal que delatase la presencia de Markus Vogel, pero era allí donde se había escondido todos aquellos meses. Benito Buroy se sintió estremecido por un soplo de inquietud. Cabía la posibilidad de que el alemán hubiera buscado un nuevo escondite, pero él estaba convencido de que continuaba allí, esperándole, tal como había dicho que haría. Probablemente estuviera acechándole en aquel momento desde la oscuridad de su guarida, espiando sus movimientos por la playa y preparándose para defenderse en el caso improbable de que acertara a dar con él. O quizá ya le había tendido una emboscada y sólo esperaba verlo caer en ella.

El rumor de una ola le hizo volverse asustado hacia el mar. De inmediato comprendió que era una idea absurda. El alemán no iba a salir de las aguas para atacarle. Se sintió ridículo, pero sacó la pistola del bolsillo y le quitó el seguro. Recorrió con la mirada las cuevas en busca de un destello, de un movimiento. Aunque no podía evitar que un calambre desasosegante se le pasease por la columna vertebral, le tranquilizaba pensar que Markus Vogel no iba armado. De todas maneras, ¿de qué le servía a él la pistola, si al otro le bastaba con permanecer oculto hasta que se cansara de buscarlo?

– ¡Juraste que no te esconderías! -gritó con todas sus fuerzas. Un eco lejano le devolvió sus palabras.

Era inútil retarlo. ¿Por qué razón iba a salir de su escondite? ¿Para dejarse matar? Al no dispararle cuando debía le había dado la oportunidad de ponerse a salvo. Y aunque la isla era pequeña, también era lo bastante tortuosa para que Markus Vogel lo eludiera indefinidamente. Benito Buroy podía regresar al pueblo y esperar a que apareciese por allí derrotado por la soledad, o por la dieta exclusiva de pescado o la carencia de tabaco. Podía también recorrer la isla cada día, sin descanso, confiando en que antes o después el azar o un descuido le llevaran a descubrir su escondite. O pedirle al capitán, con cualquier excusa, que saliera el ejército a buscarlo. Una vez en el pueblo ya no se le volvería a escabullir. Se le ocurrían diversas maneras de intentar cazar al alemán, aunque ninguna le parecía convincente. Porque, por muchas vueltas que le diera, lo único cierto era que había regresado al lugar donde se encontrara por primera vez con Markus Vogel para reconocerse a sí mismo que allí, en aquella isla miserable, por fin había acabado para él la guerra. En algún momento tenía que alcanzarle en toda su plenitud ¡a derrota que sufriera en el frente del Ebro cuando lo encontraron al fondo de una trinchera, temblando de frío y de miedo. Se había desnudado para mostrarse más vulnerable, para que no disparasen contra él.

– ¡Te encontraré! -gritó de nuevo, en un último esfuerzo por defenderse-. ¡No tengo prisa!

En su vida había aventurado una mentira tan poco consistente. Dos días después llegaría la barca que debía transportarlo a Palma, y el comisario le esperaba en su despacho en cuanto pisara tierra. Pero Benito Buroy no podía cumplir sus órdenes, ni podía regresar a Mallorca ni buscar ninguna otra salida. Él mismo se había negado la posibilidad de hacerlo. Sabía que el comisario no iba a perdonárselo ni a ser misericorde. Sabía también que, algunos días después, cuando él ya estuviera de regreso en el penal, o fusilado, alguien con menos escrúpulos desembarcaría en Cabrera y se encargaría de Markus Vogel. Solo en aquella playa, observado quizá por aquel ermitaño llegado de tan lejos, se vio sorprendido por una insólita identificación con él. Tuvo la sensación, que no pudo reprimir, de que se hundían juntos en el mismo pozo sin fondo, en el mismo abismo.

El hombre que le espiaba desde alguna de aquellas cuevas, que se escondía traicionando la palabra que le diera en la cantina, aquel al que sólo había visto en un par de ocasiones y con el que, en circunstancias normales, jamás se habría cruzado, se había convertido en su compañero en la desgracia. Los dos carecían de alternativas. Los dos estaban muertos.


La carretera estaría acabada la víspera del día en que sobrevolara Cabrera el avión de guerra alemán, y justo a tiempo para que la barca de las provisiones, que por ser miércoles llegaba aquella mañana desde Palma, pudiera trasladar su contenido a la plataforma del camión. El capitán Constantino Martínez estaba exultante.

– Se acabó eso de llevar las cajas sobre la espalda-dijo ante los pocos asistentes a aquel acto memorable-. A partir de ahora esta isla es un lugar civilizado. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Una vez completado el trasiego de abastecimientos, el capitán, sentado junto al conductor con los ojos brillantes y la frente perlada de sudor, dio orden de que el vehículo se pusiera en marcha. Pero Leonor Dot, que ¡legaba de la cantina con Andrés cogido de la mano, lo impidió con un gesto de apremio. El militar, bastante molesto, asomó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó.

– Quiere ir con usted…

En el rostro del oficial, que era a veces como un libro abierto, se pudo apreciar que ya estaba definitivamente harto de convivir con aquellos cuatro civiles asilvestrados. No le hacia ninguna gracia aparecer por el campamento, en un día de tanta trascendencia para la historia del parque móvil de Cabrera, con un retrasado mental sentado a su lado. Renegó en voz baja, jurándose insistir en la petición de un destino en la península en cuanto concluyera la guerra y con ella el papel crucial que le habían asignado en la defensa del archipiélago. Luego, tras mirar unos instantes a Andrés, que, dominado por una timidez amedrentada, mantenía la cabeza gacha ofreciéndole su coronilla de pelos ralos, señaló la carga que se amontonaba en la caja del camión por detrás del enorme depósito de gasógeno.

– Bueno, que suba… ¡Y que se agarre con fuerza, que esto no es el paseo de la Castellana! ¡Estamos en zona militar, señora, y no en un parque de atracciones!

Andrés, guiado por Leonor Dot, ascendió con dificultad a la plataforma y se sentó con las piernas colgando y las dos manos aferradas al lateral del vehículo. Cuando éste empezó a rodar, el muchacho puso cara de velocidad como si lo que viera fuera en exceso vertiginoso o estuviera a punto de estrellarse de espaldas. El camión cruzó la plaza levantando su nube de polvo habitual y se alejó traqueteando por las muchas piedras que cubrían la pista. Leonor Dot lo vio avanzar a lo largo de la costa haciendo eses para sortear los baches, y detenerse a los pocos minutos frente a los barracones donde lo esperaba una aglomeración de soldados.

Regresó un rato después, libre de su carga y con Andrés, que no se había movido de la plataforma ni para facilitar que bajaran las cajas, sonriendo de oreja a oreja. Tampoco quiso descender el muchacho cuando el conductor detuvo el camión frente a la Comandancia. Hicieron lo posible por hacerle entrar en razón, y optaron al fin por dejarlo sentado donde estaba, agarrado con encono a las planchas del camión, la sonrisa permanente y la quijada echada hacia delante, como si aun inmóvil anduviera enfrentándose a insensatas velocidades.

Benito Buroy estaba a la sombra de la higuera con las manos en los bolsillos. Llevaba unos días más silencioso de lo habitual, sin encontrar límites al distanciamiento con que intentaba protegerse. A pesar de ello, solía vérsele donde hubiera actividad, curioseando para pasar el rato, y a veces se animaba a jugar al dominó o a las cartas con los soldados.

– Esto no acabará aquí -le dijo el capitán al bajar del camión-. Prolongaremos la carretera por el interior hasta el faro de N'Ensiola, y luego haremos otra que bordee toda la isla. Dentro de un tiempo Cabrera entera será accesible a los vehículos rodados.

Buscó él también la sombra de la higuera, y añadió, sin darse cuenta de que se estaba arrogando las funciones de un pequeño Tiberio:

– Dentro de unos años, esta isla será tan bella como Capri.

A Bemto Buroy le extrañó aquella referencia cosmopolita en alguien que no había salido nunca de España, pero lo cierto era que el capitán Constantino Martínez, que no sentía un gran aprecio por los alemanes, era sin embargo un italianista furibundo y gran admirador tanto del imperio romano como de Mussolini. Aquel extremeño, para el que la vida tenía la extensión de un patio de armas, creía a pesar de ello que en Italia la vegetación era toda exuberante y los edificios oficiales tan grandes que entrar en ellos cortaba la respiración, y estaba seguro de que, con Franco, España entera se cubriría de pesadas y esplendorosas glicinias, y hasta el prodigioso Valle de los Caídos, cuyas obras habían ya empezado, con el tiempo parecería una aproximación, muy meritoria pero empequeñecida y primeriza, a la arquitectura monumental que cubriría todo el suelo de su patria. El capitán no sabía ni le interesaba dónde pudieran estar Osaka, Jerusalén o Petrogrado, pero hablaba de la región del Lazio como si estuviera refiriéndose a su casa.

Aquella mañana, apoyado en la higuera, dejó de soñar al pasear la mirada por el horizonte y darse cuenta de que la barca de aprovisionamiento ya había partido en dirección a Mallorca. Miró algo sorprendido a Benito Buroy, que permanecía a su lado liándose un cigarro.

– No se ha ido usted -constató-, El comisario se subirá por las paredes.

– La herida me ha impedido cumplir con mi trabajo -contestó Buroy. Y añadió, ladino-: Si usted hubiera matado las tintoreras, no habríamos tenido que rescatar el atún y me habría podido marchar en esa barca.

– ¡Cómo iba a matarlas, si disparaba a ciegas! ¿Y quién le dice que estaban ahí, si nadie las vio? A ver si todavía voy a tener problemas con la policía de Palma… No me toque las narices, Buroy, porque escribo un informe a Capitanía y me desentiendo de este asunto. Y no se ofenda por lo que le voy a decir, pero lleva dos semanas aquí y no le he visto hacer nada. ¿Qué le han encargado, que escriba en verso la vida de San Ignacio de Loyola?

Benito Buroy lo cogió por un codo para alejarlo de la Co mandancia. Fueron hasta la casa del pescado y se apoyaron en el muro de piedras terrosas.

– Yo, en su caso, no haría demasiadas preguntas -le dijo atemperando la voz-. Puede estar tranquilo, que todo esto no es de su incumbencia. Tengo incluso serias dudas de que en la Capitanía General de Palma estén informados. La orden viene de Madrid.

El capitán, disgustado, meneó la cabeza y dio unas palmaditas en la pared provocando un pequeño desprendimiento de asperones.

– Me tienen hasta la coronilla… Esos de la capital creen que pueden disponer lo que les plazca, y que yo apechugue con todo. ¿Para qué dejé que me llenaran las tripas de metralla, para que en pago por mis heridas me destinaran a este destacamento? ¡Si esto es una mierda de islote, hombre!

Aunque, a causa de la guerra, por aquellos días todo podía cambiar, desde las fronteras de los países hasta la propiedad y el destino de los miles de islas mediterráneas, parecía evidente que, para el capitán Constantino Martínez, una vez desvanecido su sueño de glicinias y capiteles en el tráfago de los problemas cotidianos, Cabrera ya nunca sería Capri.


La decisión de Paco de cambiar su imagen había nacido de un regalo que hiciera a Felisa el potentado mallorquín casado con su hermana. En uno de los paquetes que le enviaba, entre las garrafas de aceite y las hogazas de pan blanco, había un sobre abultado en el que, con su letra alabeada de hombre importante, había escrito en grandes caracteres el nombre de su cuñada. En su interior se encontraba una gruesa cadena de oro que parecía más apropiada para cerrar los portones de un palacio que para colgársela del cuello, y una nota manuscrita que, junto al deseo de plasmar en el papel sus pensamientos filosóficos, iba a acabar de decidir a Felisa García, pocos días después, a pedir a Leonor Dot que la sacara del analfabetismo. La madre de Camila, que se encontraba entre los escasos clientes del bar cuando llegó el paquete, se prestó a leer aquellas líneas.

– Han nombrado gobernador civil al marido de tu hermana. Te envía este collar para que te tu pongas cuando vayas por Palma… Qué porquería de gente. Son ladrones con mal gusto, sólo eso. El collar es espantoso, Felisa.

Hasta aquel momento nunca había dado Leonor Dot su opinión acerca de los personajes que formaban parte del nuevo régimen. Tampoco entraba en sus planes sincerarse de aquel modo tan abrupto, por lo que al acabar de hablar torció el gesto y se mordió los labios temiendo haber ofendido a la cantinera. Pero ésta no hacía otra cosa que observar fijamente los gruesos eslabones dorados.

– ¿Sí? -dijo, aterrizando de una nube. Y casi de inmediato:

– ¡Es espantoso! ¡No serviría ni para un perro! ¡Vamos, que ni muerta me lo pongo! ¡El collar de perlas sí es elegante, y no éste!

Leonor Dot continuaba preocupada. -Perdona si he dicho alguna inconveniencia… Felisa García extendió las manos con la aparente intención de abrazarla. En realidad adoptaba pose de oradora.

– ¡Si yo pienso lo mismo, mujer! Mi cuñado es una bellísima persona, pero no deja de ser un campesino… Le falta estilo, tú ya me entiendes. Aquí somos todos bastante brutos. ¡Acuérdate del anillo de la Xuxa!

Se hizo el silencio en la cantina. Felisa miró a un lado y a otro preguntándose qué sucedía, y entonces cayó en la cuenta.

– ¡Cómo vas a recordar ese anillo, si todavía no estabas aquí! Pero, bueno… ¡era grande como una cebolla y no servía para nada! ¡Con este collar, al menos tendré oro para los dientes cuando me haga falta!

E¡ resultado de todo aquello sería que Felisa García metería de nuevo la cadena en el sobre en el que había llegado y lo guardaría en su dormitorio. Al día siguiente, Paco, que no había dado su opinión acerca de las cuestiones referentes al estilo, apareció con la alhaja colgada del cuello. Los gruesos eslabones se enmarañaban con la pelambrera de su pecho. Felisa, que no prestaba mucha atención a su marido, no cayó en la cuenta hasta la hora de comer. Le servía una ensalada en la cantina cuando advirtió los destellos de la joya. Miró hacia lo alto, donde estaba su dormitorio, sin poder explicarse cómo había saltado del cajón de su cómoda al cuello de Paco.

– ¿Qué haces con eso? -le gritó-. ¿Quieres parecer un campesino?

Paco la miró con una comprensible perplejidad. -Los campesinos no llevan collares -razonó-. Lo que quiero es tener más prestancia, que ya me toca, joder. A partir de cierta edad los hombres hemos de adornarnos para ir supliendo las carencias de la salud y la flojera, tú ya me entiendes. Así hacen los generales, los obispos y hasta los reyes. ¿Por qué no he de poder hacerlo yo también?

Felisa García lo miró unos instantes enarcando las cejas. Nunca había visto a su mando intentando explicarse y aquello la desconcertaba. Se fue a la cocina, pero regresó a los pocos instantes secándose las manos en el delantal. Como había gente en el bar se agachó para decirle al oído:

– Si no follas es porque bebes demasiado.

Paco, que sostenía el vaso de vino en la mano, ¡o dejó instintivamente sobre la mesa. Pero Felisa ya le había dado la espalda y regresaba a sus dominios. El cantinero, al ver cerrarse la puerta de la cocina, soltó un resoplido de indignación. Miró a su alrededor sólo por comprobar que nadie había sido testigo del reproche, pero iba a ser él mismo quien estropeara de inmediato la discreción de que había hecho gala su mujer. Estaba demasiado ofendido para andarse con disimulos. Fue tras ella, abrió la puerta con gran enfado y le espetó a voz en grito:

– ¡Y tú ya no ronroneas!

Tras aquella terrible aseveración se dio la vuelta y regresó a la mesa más calmado, pero ahora era Felisa la que iba tras él. Salió a la cantina antes de que Paco hubiera vuelto a sentarse, se plantó ante su mesa y puso los brazos en jarras.

– ¿Que no ronroneo? ¿Qué quieres decir con que no ronroneo?

– Pues eso. Antes, cuando ronroneabas en la cama yo ya sabía que tenías el chocho como una esponja. ¡Ahora sólo me das codazos! ¡Y qué codazos! ¡Cualquier noche me romperás una costilla!

– ¡Será por lo mal que hueles! ¡Y la esponja de mi coño está ahora en tu barriga! ¡Borracho, más que borracho!

Callaron de repente al hacerse conscientes de que no estaban solos. Se miraron con la misma inquina con que lo habrían hecho de estar citándose para más tarde tras la valla del cementerio, y regresó cada uno a sus actividades, Felisa a la cocina y Paco a su ensalada. Leonor Dot, que esperaba a Camila en la mesa junto a la ventana, pensó que aquel matrimonio hacía aguas y que no tardaría en hundirse. Razones tenía para creerlo, y sin embargo se equivocaba. El amor y el deseo transcurren por caminos muchas veces incomprensibles.

Aquella noche, en lugar de instalarse bajo la parra, Paco remoloneó por el exterior de la casa gruñendo como un oso, dedicado por entero a la febril actividad de no beber. Felisa, a la que no le gustaba ver sufrir a su marido, recogió antes de lo habitual y se acostó sin ponerse el camisón que trajera de Palma. Él entró con cierta timidez, se sentó en la cama y se desnudó rezongando. Luego, con algún apuro, se montó sobre ella. Llevaban tiempo sin hacerlo y estaban en la edad en que los cuerpos empiezan a no reconocerse como propios, por ¡o que a ambos les extrañó lo prominentes que tenían los vientres. Pero los bajos se acoplaban sin dificultad, tal como siempre había sucedido. Durante el escaso tiempo en que Paco estuvo moviéndose envolvió a Felisa la extraña sensación de que se encontraba de plácida charla con él rememorando los tiempos pasados. No sintió nada más que eso, pero para ella ya fue bastante. Aquella noche no decía Paco que la vida era una mierda ni tenía ella la necesidad de apartarlo de sí con un codazo. Luego, cuando él se descabalgó con la dificultad de quien baja de un muro, se vio incapaz Felisa de conciliar el sueño. Aunque tuviera los labios cerrados seguía hablando con Paco de cuando los chicos eran pequeños y corrían por el campo que parecían liebres, y de más tiempo atrás, mucho antes de la guerra, cuando fueron a Mallorca de viaje de novios y vivieron durante una semana como auténticos señores, paseando por las calles y comiendo en una fonda con mantel a cuadros, y de lo guapo que estaba él en aquella época, que parecía un galán de cinc. Permaneció Felisa García en vela toda la noche pensando que las miserias de la edad entierran los buenos recuerdos, hasta que las primeras luces del alba la sacaron de la cama y la devolvieron a sus tareas cotidianas.

El cantinero, por su parte, vivió a su manera aquel reencuentro fugaz con su mujer. Se quedó dormido de inmediato y, entre ronquido y ronquido, anduvo soñando que era Millán Astray a lomos de un caballo pardo paseándose por los campos de batalla cubiertos de cadáveres. Al despertarse a la mañana siguiente, complacido tanto por la hazaña de su aún no extinta virilidad como por ¡os ecos legionarios que le habían velado durante la noche, salió apresuradamente de la cama. Sin tiempo casi para atarse los pantalones, corrió a celebrarlo a escondidas con un buen trago de vino.


Hace un par de semanas, durante una de nuestras salidas en barca, el Lluent nos llevó a ver el faro. Fue al regresar de un paseo por el sur de la costa, una zona que a mí no me gusta porque los acantilados caen a pico, se precipitan en el agua formando inmensos paredones, y el mar bate contra ellos con la perseverancia y el desaliento de un animal enjaulado. Siempre me he negado a bañarme en esas aguas que parecen precipitarse hacia la profundidad, que te contagian su desesperanza y al mismo tiempo te llaman con voces que te resuenan dentro del pecho, aguas oscuras y trías como las del mar abierto. Cuando navegamos por ellas, me agarro al mástil y me quedo allí, en el centro de la barca, lo más lejos posible del mar.

Por eso me alegré ese día cuando, al superar un saliente de rocas muy negras, la bahía se abrió a nuestra derecha y el mar cambió al instante de color, se volvió verde y transparente. Pero el Lluent, en lugar de internarse en dirección al puerto, siguió costeando hasta alcanzar el pequeño atracadero donde las lanchas llegadas de Mallorca desembarcan el combustible para el faro. Amarró la barca a aquel pequeño espigón y nos propuso ascender por las escaleras que llevan hasta lo más alto de la escarpadura.

Mamá dijo que era una idea estupenda, pero yo no lo tenía tan claro. Se me hizo un nudo en la garganta al mirar hacia lo alto. A veces, no siempre, me entra un vértigo que me paraliza el cuerpo entero, y aquellas escaleras tan rudimentarias, que a tramos ascendían hacia un lado y otros en dirección contraria sin decidirse a encontrar el camino, parecían empeñadas en alcanzar las nubes. Más tarde descubrí que no era tan grave, pues el Lluent me daba su mano encallecida y era como si una rama robusta fuera tirando de mí y manteniéndome siempre a salvo. Mamá, que ascendía por delante de nosotros, se volvía a veces y se reía de mi cara de susto. Y cuando por fin alcanzó la base del faro soltó un gritito de asombro y nos hizo un gesto de apremio con las manos.

Todavía no habían puesto el cañón y no había soldados en aquel lugar. Desde allí se veía la bahía entera, el pueblo en uno de sus costados y sobre él, imponentes y arruinados, los muros del castillo. Yo no me decidía a avanzar hasta el extremo de la plataforma y me mantenía con la espalda pegada a la pared rugosa del faro. Me molestaba muchísimo no ser capaz de controlarme como mamá, pero las piernas se negaban a obedecerme.

– No hemos llegado -dijo el Lluent, sacando del bolsillo una llave grande y oxidada.

Abrió la puerta del edificio y nos invitó a pasar. Yo me quedé boquiabierta al ver que allí dentro había un jergón con un colchón de paja destripado en una de las puntas, un fogón de leña igual al que había en nuestra casa, y una mesa con dos sillas idénticas a las que tenía el capitán Constantino en su despacho. Había también una sola ventana protegida con una reja. Me dio un poco de angustia descubrir que desde ella no se alcanzaba a ver ni un pedazo de tierra, sólo el cielo y el mar. -Durante un tiempo viví aquí -dijo el Lluent-.Vamos a subir.

Tras una puerta de madera arrancaban los peldaños, que iban girando a medida que ascendían. Llegamos finalmente a una habitacioncita de cristal tan pequeña que a duras penas cabíamos los tres. En su centro se encontraba el recipiente para el petróleo y las lentes, como enormes culos de botella. Un balcón, protegido con una barandilla que a mí me pareció fragilísima, daba toda la vuelta por el exterior. El Lluent descornó una aldaba y un aire muy fresco nos acarició las caras. El pescador y mamá salieron y se acodaron confiados en la barandilla. Yo me quedé tras ellos con el corazón latiéndome enloquecidamente.

– Dios mío -dijo mamá al ver el pueblo desde allí-, en qué mundo tan pequeño vivimos.

– Más allá es grande -le respondió el Lluent señalando con el mentón el mar que se extendía a su izquierda-.También lo es la vida. Es demasiado larga, la vida.

Calló el pescador, pero de haber continuado hablando yo no habría podido escucharle. Intentaba inútilmente avanzar hacia ellos. Parecía que los pies se me hubieran fundido con el suelo y era incapaz de abrir los puños, que se aferraban al marco de la puerta sin que yo se lo ordenara. Tenía la certeza angustiosa de que si me soltaba se me llevaría el viento o se desplomaría el balcón. Me daba muchísima rabia, tanta rabia que se me revolvían las tripas, pero el corazón me bombeaba con fuerza empujándome hacia dentro, impidiéndome avanzar un solo paso. Finalmente, indignada conmigo misma, desistí de salir al exterior. El Lluent se había dado la vuelta y me miraba sin comprender lo que me sucedía. Parecía abstraído en sus pensamientos. Mi madre le miraba con una sonrisa lánguida en los labios.

– Es demasiado larga, la vida -repitió el Lluent-. Al final, lo único importante es no morir avergonzándonos de lo que hicimos,y no es fácil. Yo ya no lo voy a conseguir.

– Hay que saber perdonarse, Lluent. A veces nos agraviamos a nosotros mismos, pero luego volvemos a ser los de antes. Le pasa a todo el mundo.

Yo no entendía que pudieran hablar tranquilamente apoyados en aquella barandilla tan endeble. El vacío no les daba miedo, no formaba parte de ellos. Por suerte, el Lluent alzó la cabeza y las fosas nasales se le dilataron como si percibiera algún olor llegado de muy lejos.

– Vamonos -dijo-. El capitán se estará poniendo nervioso.

Bajé hasta la barca tan humillada por el vértigo que me temblaban las mandíbulas. Fue durante la travesía hasta el puerto cuando comprendí que debía controlar mis miedos si quería dejar de ser una niña. Y es que ya no lo soy. No soy la que llegó a esta isla. Aquella Camila es ahora para mí una extraña, o no, no una extraña, sino una amiga a la que hace mucho tiempo que no veo y me pregunto cómo será ahora, cómo soy yo en realidad. Así que hoy mismo empezaré a luchar contra el miedo. Andrés me espera en la cantina para ir a bañarnos. Le pediré que me lleve a algún lugar donde el agua sea muy profunda. Nadaré tranquila y no sufriré pensando que tengo los pies a muchísima distancia del suelo. Tampoco pensaré en las medusas ni en todo lo que pueda haber por debajo de mí. Me limitaré a disfrutar, y no me pondré nerviosa porque sabré que nadar es la única manera que tenemos de volar como los pájaros.


Era la hora de la siesta. Se había instalado en el aire un sopor inmóvil, una torridez de canícula parsimoniosa que dificultaba la respiración y hacía imposible cualquier actividad. Nadie en la isla permanecía al sol, ni siquiera en el campamento militar, que visto desde la plaza tenía la apariencia de un cuartel abandonado. En dirección norte, en lo alto del farallón, los muros del castillo reverberaban como si en su base ardieran fuegos invisibles. La barca de las provisiones había partido hacía rato de regreso a Palma y el ruido de su motor parecía haber fabricado un espeso silencio a medida que se alejaba. En la plaza, Andrés continuaba sentado en la caja del camión, preguntándose de dónde salía tanto silencio. Hasta la higuera, que por lo habitual susurraba con la más liviana brisa, lo había transformado en un árbol de piedra. Benito Buroy y el capitán Constantino Martínez habían estado conversando bajo sus ramas, que se abatían con pesadumbre y amenazaban quebrarse sobre ellos. Pero los dos hombres se habían acabado retirando a sus habitaciones de la Comandancia.

Camila estaba en su casa, sentada en una silla a la sombra del porche. Junto a ella, su madre se había dormido tumbada en el suelo sobre una manta. Leía la niña uno de los pocos libros que llevaran en su exilio, una novela que, ambientada en el siglo diecinueve, explicaba las andanzas de un traficante de esclavos llamado Pedro Blanco. En aquel momento Camila navegaba por un mar infestado de tiburones frente a las costas de Sierra Leona, La lectura le escandalizaba la conciencia y le excitaba el espíritu, por lo que, ajena al calor, cambiaba a menudo de postura. Sus pies habían ido deslizándose en torno a ¡as patas de la silla como troncos de parra mientras con su mano libre acariciaba, en un lento movimiento de vaivén, las fibras de anea del asiento.

Un sonido lejano la sacó de su ensimismamiento. Alzó la cabeza y aguzó el oído intentando adivinar qué era aquel rumor apagado que le llegaba a intervalos. Por un momento pensó que no había oído nada en realidad, pero el rumor reapareció más potente que antes y poco después se convertía en un trueno prolongado que rasgaba el aire. Camila se puso en pie, dejó el libro sobre la silla y avanzó hasta el final del porche. Entonces vio el avión que, dejando en el aire una estela de humo negro, aparecía por encima de las montañas y sobrevolaba la bahía. Miró Camila a su madre, que continuaba dormida, y se volvió luego hacia la plaza. Allá a lo lejos Felisa García avanzaba contoneando sus potentes caderas y agitando un abanico en el aire.

La cantinera, que había estado refrescándose a la puerta del bar, advirtió la presencia del avión cuando ya lo tenía prácticamente encima y se llevó las manos a la cabeza creyendo que la casa se desplomaba sobre ella. La sacó de su error la voz de Paco, que había alargado el cuello con tanta energía que casi se cae de la silla.

– J¡oder! ¡Es un Messerschmitr! ¡Y está ardiendo! Felisa avanzó unos pasos, en parte para saber cuál era la causa real del estruendo y en parte, por si acaso, para protegerse del desplome. Vio entonces el avión que perdía cada vez más altura, sobrevolaba la bahía y se internaba en el mar abierto. El aparato desapareció tras la silueta del castillo. La mujer, con el corazón encogido por la tragedia que se avecinaba, supuso que en cualquier momento el ronroneo del motor se vería interrumpido por una tremenda explosión. Pero el ronroneo no se apagaba, lo que dio a Felisa tiempo para reaccionar. Corrió hacia la Comandancia Militar para ponerlos en alerta. Nadie salía a la puerta del edificio, pero la cantinera vio a Benito Buroy en la balconada cubriéndose los ojos con una mano a modo de visera. Intentó Damar su atención con el abanico.

– ¡Avise al capitán! -gritó-. ¡Haga algo, hombre de Dios!

Benito Buroy no se fijaba en ella ni advertía sus voces. Había visto pasar fugazmente el avión por el hueco de la puerta cuando acudía a indagar qué sucedía, pero al salir al balcón el aparato ya había desaparecido tras la loma en la que se asentaba el castillo. Supuso Buroy que estaba dando la vuelta para intentar el aterrizaje en el pequeño valle que se abría a un lado del campamento, y esperó a verlo reaparecer. En efecto, poco después regresaba, aunque tan bajo que la estela de humo acariciaba las aguas mansas de la bahía.

– No llegará -murmuró Benito Buroy.

Casi al instante el avión rozó el agua con la cola, cayó de golpe perdiendo un ala, que alzó sola un vuelo incoherente y breve, y hundió el morro en el mar alcanzando casi la vertical. Luego, muy suavemente, recuperó la horizontalidad girando sobre sí mismo y apuntando al cielo con el ala que conservaba. Así se quedó, flotando en medio de la bahía. Benito Buroy soltó un silbido y miró hacia abajo, a la plaza donde, con el paso irreflexivo del sueño reciente, había irrumpido el capitán Constantino Martínez abrochándose la guerrera y profiriendo gritos.

El militar intentaba dar órdenes al tuntún, sin saber qué era lo que sucedía. Un soldado que salió tras él le señaló el avión inmóvil sobre el mar, pero fue Felisa García, que se acercaba esgrimiendo amenazadoramente el abanico, quien acabó de despejarle la modorra. Había que acudir de inmediato en ayuda del piloto y el único que podía hacerlo era el Lluent. El pescador, que, tras una larga noche de trabajo, había llegado hacía un par de horas de la colonia de Sant Jordi, se encontraba durmiendo en su casa. El capitán envió al soldado a despertarlo y fue él mismo a largar los amarres. Así lo hizo, sin pensárselo dos veces, pero no pudo subirse a la barca porque, liberada de su atadura, se fue apartando del muelle con gran lentitud como una res que no tuviera prisa por salir a pastar. El militar, que por mucho que fuera la máxima autoridad en la isla no dejaba de ser un hombre de tierra adentro, la miró sin entender tamaño despropósito. En aquel momento llegaba el soldado seguido por el Lluent.

– Traiga aquí esa barca -ordenó a su subordinado.

El muchacho vaciló, sin saber cómo obedecerle.

– ¡Salte, coño! -aclaró el capitán.

Se tapó las narices el soldado y, tras coger un poco de carrerilla, se lanzó a las aguas. Luego, como no sabía nadar, se puso a bracear de forma aparatosa, pero tuvo la suerte de golpear el costado del laúd con una de las manos. Se aferró a él con tanta ansia que cualquiera habría pensado que intentaba volcarlo. Unos instantes después el Lluent, que carecía de sentido del humor para las cosas del mar, miraba al capitán con la aparente intención de degollarlo mientras aguantaba la embarcación para que el militar pudiera subir a bordo. El soldado se quedó en el muelle en posición de firmes y empapado.

– Vamos, dese prisa -dijo el capitán Constantino Martínez-. Un hombre está a punto de ahogarse.

El Lluent, que no había oído ni visto el avión, difícilmente podía imaginar dónde estaba la urgencia, pero nunca en su vida había pedido aclaraciones y no iba a empezar en aquel momento. Así que saltó a la barca, se puso a los remos y comenzó a bogar.

– Por ahí, por ahí -indicó el capitán señalando vagamente hacia delante.

El militar se había situado en la proa. Agarrado con las dos manos a la parte superior de la roda oteaba preocupado el ala del avión que emergía del agua.

– Ese trasto va a hundirse en cualquier momento. Espero que el piloto haya podido saltar.

El Lluent remaba con fuerza, pero no se molestó en volverse para ver a quién iban a rescatar. Paseaba la mirada por las casas que iban dejando cada vez más lejos, amontonadas en la montaña abrupta entre bancales yermos, los techos hundidos como si hubieran llovido rocas. En una de aquellas casas, la que estaba situada más arriba, descubrió la silueta atenta de Camila.

La niña, erguida en el porche, usaba las manos a modo de prismáticos. Había visto cómo el avión segaba las aguas con la hélice antes de quedar detenido sobre ellas. Tras unos instantes de inmovilidad absoluta, el cristal de la cabina, situado al nivel mismo del mar, se había abierto liberando a un hombre que había comenzado a nadar alejándose del aparato. La barca del Lluent se acercaba a él con lentitud, a golpe de remo. El piloto, al darse cuenta de que acudían en su busca, alzó un brazo y dejó de nadar en dirección a la costa. A aquellas alturas la cabina del avión ya se había hundido y el alerón de cola se despegaba de las aguas mostrando una cruz gamada a modo de despedida. Camila vio cómo la barca se situaba junto al piloto, y al capitán Constantino Martínez que lo ayudaba a subir a bordo. Entonces fue hasta su madre y la despertó sacudiéndola suavemente.

– Mami, un avión se ha estrellado aquí delante. Me voy a la plaza.

Leonor Dot se incorporó sobre los codos, pero Camila ya había salido a la carrera. Se puso en pie la mujer y miró hacia la bahía. No vio nada fuera de lo normal, sólo la barca del Lluent que se acercaba al muelle balanceándose sobre el mar plácido de la siesta. Alzó la mirada hacia el cielo para observar con disgusto la posición del sol. No había cosa que la molestara más que despertarse sudando. Entró en la casa y se lavó la cara en el grifo. Luego se arregló el pelo contemplándose en el pequeño espejo que había sobre él, sacó los morros para ver si tenía agrietados los labios, se los humedeció con la lengua, sostuvo su propia mirada unos instantes en el azogue y se apartó por fin con la sensación extraña de estar separándose de sí misma. Sacudiéndose la falda, salió al camino y fue tras su hija.

Encontró a Felisa García a la puerta de la cantina.

– ¿Qué sucede? -le preguntó.

– ¿Que qué sucede?;De dónde vienes tú?… Ha sido terrible, Leonor. Ha caído un avión lleno de bombas. Hemos estado a punto de volar todos por los aires.

En el muelle había algunos soldados. Paco y Camila estaban con ellos. El cantinero ayudó al Lluent a amarrar la barca mientras la niña se apartaba un poco para observar al piloto accidentado. Era un hombre alto y muy rubio, que saltó a tierra observando con evidente desolación el lugar al que había llegado. Dijo algo en alemán al capitán Constantino García, pero éste se encogió de hombros y llamó a uno de los soldados.

– Que el sargento Ridruejo vaya con un par de hombres a buscar al ermitaño. Necesitamos un intérprete… Venga… venga… ya tendrían que estar en camino.

Paco, que no se perdía un solo detalle, pensó que no tenía que ser tan difícil entenderse. A fin de cuentas, meditaba, el alemán y el español procedían ambos del latín como todos los idiomas de este mundo. Además, el español era un idioma muy comprensible en sí mismo, como atestiguaba cualquiera que tuviera dos dedos de frente. Así que el cantinero se plantó delante del piloto, que contempló con estupefacción su barriga prominente, la cadena de oro que se enmarañaba en la pelambrera de su pecho y, al fin, su cabeza coronada por unos cabellos ralos y desgreñados.

– ¡Ha tenido usted suerte! -dijo Paco gritando mucho para hacerse entender-. ¡La bofetada ha sido de órdago! Una lástima, su aparato! ¡Pero lo importante es que está a salvo en Cabrera!

Terminado su discurso de bienvenida le dio unas amistosas palmaditas en los hombros. De inmediato, al ver que se había mojado las manos, se las secó en los pantalones. El piloto permaneció unos instantes mirándolo fijamente con una absoluta y nada afable seriedad. Luego se volvió hacia el capitán Constantino Martínez. Sin molestarse en esforzarse como Paco, pronunció unas palabras del todo incomprensibles:

– Ich w'áre Ihnen dankbar, wenn Síe mir diesen ¡dioten vom Halse schafften und mir erlauben würden mich umzuziehen.

Debía de ser razonable lo que decía porque el capitán, aun sin haber entendido nada, se puso de inmediato en movimiento. Señaló el edificio desde el que Benito Buroy los contemplaba acodado en la balconada.

– Sígame a la Comandancia. Tendrá usted que secarse…y habrá que dar parte a las autoridades.

Un rato después Constantino Martínez, de pie junto al teléfono de pared, informaba de lo sucedido a la Capitanía General de Palma. El piloto, sentado junto a la mesa con una toalla en torno a la cintura y el torso desnudo, paladeaba un sorbo de fina Al acabar la conversación, el militar tomó asiento en su butaca. Miró al accidentado sin poder evitar cierta sensación de inferioridad ante aquel hombre tan grande y tan rubio. Era una situación que le molestaba enormemente, pero el alemán, recuperado del susto y más relajado, no parecía advertirlo. Esbozó una leve sonrisa alzando el vaso.

– Kóstíich!… ich bedanke michjür Ihre Gastjreundschaft und für die Schnelligkeit mtt der Sie mir zur Hilfe gekommen sind.

El capitán supuso con razón que su invitado alababa la bebida. Se echó hacia atrás en la butaca haciéndola crujir.

No sabía dónde poner las manos, así que las cruzó sobre el vientre. Se sentía tan incómodo que se decidió a hablar aunque fuera consciente de que el otro no iba a entenderle.

– Es fino de Málaga, un vino típico de aquí… En España también tenemos cosas buenas, no vaya usted a pensar.

El alemán volvió a sonreír al tiempo que inclinaba levemente la cabeza en un gesto de gratitud. Se veía que era un hombre elegante, quizá un ricachón que se entretenía coleccionando medallas de guerra. El capitán Constantino Martínez se sentía zafio ante él, zafio y miserable. Estaba seguro de que aquei individuo tenía una mujer bellísima y una gran mansión por donde corrían niños rubios de mejillas rubicundas. También, por qué no, una amante en Berlín, una cabare-tera muy racial y muy morena que cubriría esos deseos sucios que tienen todos los hombres. Sí, no cabía la menor duda. La vida de aquel alemán era un campo de rosas, mientras él se pudría en Cabrera a la espera de un destino más digno. Aquella idea lo sublevaba.

– ¿No estaban bien como estaban? -pronunció, con la sola intención de sentirse menos apocado por aquel hombre que a fin de cuencas estaba en sus manos-. Ay, Señor, en qué lío van a meternos.

– Danke!, Danke! -repetía el otro.

Fue entonces cuando, al alzar el vaso para apurar su contenido, el piloto alemán descubrió la cara radiante de Camila por el lado exterior de la ventana. La niña dio un respingo al verse sorprendida y salió corriendo hacia la cantina. Leonor Dot estaba en la barra del bar con una taza de achicoria entre las manos. Felisa García, al otro lado del mármol, vio entrar a Camila como un torbellino. Quiso decirle algo, pero la niña la interrumpió con un grito jadeante:

– ¡Es guapísimo! ¡Parece un príncipe!

La cantinera alzó las cejas y se volvió hacia Leonor Dot meneando la cabeza.

– Si ya lo decía yo, que a esta jovencita le falta compañía.


– Soy yo, Benito. Soy Otto, o lo que queda de él. Un soldado había ido a la cantina a avisar a Benito Buroy de que tenia una llamada. Éste acudió a la Comandancia pensando que se trataba del comisario. El capitán Constantino Martínez y el aviador alemán bebían fino en el despacho y se miraban sin saber qué decirse. El militar hizo un gesto de apremio a Buroy para que cogiera el auricular que colgaba de la pared. Le obedeció, esperando oír los gritos del policía, pero en lugar de eso había sonado un gemido apagado. A Otto Burmann le temblaba la voz y la tenía extraña. Parecía hablar con la cara pegada a una almohada.

– ¿Cómo has conseguido este teléfono? -preguntó Benito Buroy.

– Yo no sé a qué te dedicas, pero ya me tienes harto. Eres un malnacido. Un día de estos me tiro por la ventana. Te lo juro por lo más sagrado, me tiro y se acabó.

Benito Buroy cerró los ojos. En aquellas dos semanas se había acostumbrado a vivir sin Otto Burmann y empezaba a sentirlo como un extraño. A su regreso a Palma tendría que buscar un piso y un trabajo distintos, cambiar de compañía. Eso en el caso, cada vez más improbable, de que el comisario no lo devolviera al penal de Burgos y le permitiera reemprender su vida.

– Ahora estoy ocupado -le dijo, intentando que su voz no reflejara ninguna intimidad.

Y de inmediata añadió, estropeando su distanciamiento: -¿Qué cono quieres?

Al otro lado de la línea volvió a sonar un gemido. De todas las cosas que no era y que sin embargo conformaban su manera de ser, donde más cómodo se sentía Otto Burmann era en el papel de animal abandonado.

– Ha sido espantoso, Benito. El comisario ha estado aquí con varios policías. Es un energúmeno. Me ha llamado de todo, maricón y de todo, no te lo puedes imaginar. Luego han empezado a destrozar el bar. tiraban las botellas al suelo y golpeaban las sillas y las mesas contra las paredes. Ha dicho que quedaba precintado por atentar contra la moral, y que si el miércoles que viene no regresas irá él a buscarte… Pero eso no ha sido lo peor, Benito.

– ¿Aún hay más?

– Me ha pegado. Tengo la nariz llena de algodones porque no se me corta la hemorragia. No me atrevo ni a mirarme en el espejo. Debo de estar horrible, y todo por tu culpa, que ya me tienes harto.

Benito Buroy chasqueó la lengua y miró al suelo con preocupación. Era absurdo esperar que fueran a perdonarle que no matara a Markus Vogel. Jamás podría volver a su vida anterior.

– Lo siento, Otto. He tenido problemas. Y el comisario es un hijo de puta, ya lo sabes.

– Será lo que sea, pero eres tú el que lo traes por aquí. Tú y los líos que os lleváis, que me da miedo imaginar lo que andáis tramando. Porque la gente normal como yo no entiende toda esa chulería y esa maldad. Sois malos, y tú eres tan malo como él, de eso estoy seguro. Me pregunto qué será lo que hace feliz a alguien que sólo sabe repartir hostias e insultar a los demás. ¿A ti qué te hace feliz, Benito?

Otto Burmann no esperó demasiado una respuesta que de todas maneras, y él lo sabía, nunca iba a llegar.

– Quiero que sepas que a mí me hacía feliz estar contigo -continuó-. Así de sencillas son las cosas para la gente decente… Pero ahora todo me da igual, no se puede seguir vivo a cualquier precio. Me han destrozado el negocio, estoy monstruoso con esta nariz hinchada y me siento tan humillado que voy acabar con todo de una puta vez.

Benito Buroy pensó que muy mal debía de andar él por la vida si Otto Burmann, la persona más desesperada que conocía, se consideraba un hombre normal y decente a su lado. Por si aquello fuera poco, él no sólo no encontraba la manera de rebatírselo sino que estaba de acuerdo. Se sintió insoportablemente a disgusto consigo mismo. En cualquier caso, qué más daba. En cuestión de días estaría muerto o encerrado de nuevo en un penal. Pensó que debía convencer a Otto Burmann de que lo mejor para él era regresar a Alemania. Pero no en aquel momento.

– No hagas tonterías, te lo suplico. El miércoles que viene estaré de nuevo en Palma. Te haré la cena. Todo volverá a ser como antes, no te preocupes. Y el bar lo reconstruiremos, le hacía falta un buen repaso.

Se hizo un largo silencio. Benito Buroy se sintió inquieto.

– ¿Otto?

– Perdona, me estaba secando la sangre… ¿Has dicho que harás la cena? Pero si tú nunca has cogido una sartén… No puedes ni imaginar lo bonito que es cocinar para la gente a la que quieres.


El sargento Ridruejo llegó con Markus Vogel cuando ya empezaba a anochecer. El ermitaño sabía que no podía esconderse de los soldados, pues eran suficientes para rastrear la isla entera y encontrarlo en pocas horas. Por lo tanto, al oír las voces había salido de su cueva pensando que llegaba el momento de enfrentarse a su destino. El sargento se había negado a decide para qué lo reclamaban en Comandancia, lo que parecía el peor de los indicios. Muy probablemente los hubiera enviado Benito Buroy, y si era así, si el comandante del destacamento colaboraba con el hombre que debía matarlo, Markus Vogel podía darse por acabado. Hasta aquel momento los militares se habían mostrado con él, si no cordiales, cuando menos lo bastante desinteresados para dejarlo en paz. Eso era lo mejor que podía pasarle. En el fondo, que los españoles lo hubieran recluido allí no dejaba de ser un regalo inesperado. Estaba harto de la vida que llevaba. Cuando lo detuvieron, cuatro meses atrás, ya no sabía ni quién era en realidad ni qué hacia saliendo del hotel Palace de Madndjun-to a una mujer enjoyada que podía ser también cualquier cosa. Andaba perdido desde hacia demasiado tiempo, limitándose a mantenerse a salvo de unos y de otros. En aquella época en la capital le resultaba imposible conciliar el sueño, y en cambio en Cabrera dormía perfectamente. Si por un milagro salía de allí con vida se instalaría para siempre en una de aquellas islas. Plantaría cañas junto a la ventana de su dormitorio, y tendría una alberca en el jardín y un muro alto que lo separase del exterior. Del exterior en su sentido más amplio. Nunca más volvería a Alemania.

En esto pensaba Markus Vogel cuando el sargento Ri-druejo y él llegaron al edificio de la Comandancia Militar. El capitán, que los esperaba en su despacho, se puso en pie al verlos.

– Gracias, Ridruejo, puede retirarse… Y a usted he de pedirle un favor. Un piloto alemán ha caído con su avión en esta isla. Felizmente ha salido ileso del accidente, pero ahora necesito un intérprete… Está en la cantina esperándonos. Le propongo que cenemos con él.

– Será un placer ayudarle -contestó Markus Vogel descubriendo con alivio que sus temores eran infundados. El militar no colaboraba con Buroy. A pesar de ello, y aunque fuera de manera inconsciente, lo había obligado a meterse en la boca del lobo. Benito Buroy se alegraría de verlo en el pueblo.

El piloto estaba sentado en el porche con un vaso de vino entre las manos. Tenía cara de impaciencia y no era de extrañar, pues Paco, espatarrado a su lado, debía de llevar un buen rato de agradable chachara con él. Por la familiaridad con que lo trataba no cabía la menor duda de que el cantinero lo consideraba ya un buen amigo.

– ¡Mire! -le gritó-. ¡Aquí vienen! ¡Por fin podrá meterse un buen potaje entre pecho y espalda! ¡Hoy hay garbanzos! ¡Gar…ban…zos!

El capitán Constantino Martínez se detuvo ante ellos. Sin saber muy bien qué hacer, a modo de presentación extendió las manos hacia los dos germanos. Éstos se saludaron con brevedad tras levantarse el piloto de su asiento. Luego esperaron recibir indicaciones. Naturalmente, Paco intervino mucho antes de que el capitán se hubiera dado cuenta siquiera de que se esperaba de él que oficiara de anfitrión.

– ¡Es simpático, éste! ¡Parece que hable con una patata en la boca, pero tiene buen estar! ¡Hace compañía!

– No es necesario que grite -insinuó Markus Vogel-. Nosotros le entendemos y a él no va a servirle de mucho.

– ¡Pues a mí.,.! Pues a mí me ha entendido todo. Se llama Germán… Pasen, les prepararé una mesa.

Markus Vogel vio al entrar a Benito Buroy sentado al fondo del local. Se puso de espaldas a él. Cenaron los tres hombres, muy incómodo el capitán Constantino Martínez pues el intérprete, lejos de cumplir con su cometido, se enzarzó en una larga conversación con el piloto accidentado sin traducir al español ni una sola de sus frases. A veces alzaban la voz como si discutieran, y entonces el capitán, que estaba de cara a la pared, se volvía hacia los demás clientes del bar pidiendo ayuda con la mirada. Pero allí nadie podía hacer nada por él y así transcurrió la cena, con los dos hombres enfrascados en lo que aparentaba ser un muy razonado desencuentro y el resto de los presentes silenciosos y atentos a lo que no podían entender.

Finalmente, antes de acabar su potaje, Markus Vogel se puso en pie.

– Perdóneme, capitán. Creo que este caballero y yo tenemos opiniones demasiado diferentes acerca de casi todos los temas. A veces, hablar una misma lengua hace todavía más difícil la comunicación… Es el teniente Hermann Schmidt, de la Luftwaffe. Ha sido alcanzado por los ingleses. Pide ser repatriado de inmediato en cumplimiento de los acuerdos firmados entre nuestros dos países. También pide que el delegado aéreo del consulado alemán en Mallorca se haga cargo

– Eso es imposible. El avión ha de quedar retenido y de hecho ya lo está bastante, por el momento.

– Me limito a comunicarle sus deseos. Ahora, si usted me autoriza, me gustaría mucho cambiarme a otra mesa.

El capitán lo miró con alarma, como si Markus Vogel le estuviera dejando plantado en un baile en el que no conociera a nadie. Sin embargo, el orgullo castrense lo ayudó a sobreponerse de inmediato.

– Vayase adonde quiera, siempre que no salga de la isla -repuso, fastidiado.

Su poco voluntarioso intérprete fue hasta la mesa que ocupaban Leonor Dot y Camila. Éstas habían acabado ya de

– Si les apetece, las reto a un dominó.

A Camila se le llenó la cara de alegría, pero se reprimió de inmediato.

– Hará falta otra persona -contestó poniéndose en pie con aparente desgana-.Voy a ver si le apetece al Lluent.

La niña fue a la barra, donde el pescador se bajaba una copa de orujo. Mientras tanto el ermitaño se sentaba a la mesa junto a Leonor Dot, que lo recibió con una sonrisa. Sonó en el exterior una fuerte ráfaga de viento y a continuación retumbó en el bar la voz estentórea del capitán Constantino Martínez, que parecía haberse decidido, él también, a hacerse entender a gritos.

– ¡Habrá que tener paciencia! ¿Me entiende, Germán? ¡Pa…cien… cia!

La principal diferencia entre la estupidez y la inteligencia es que esta última no se contagia, pensó Markus Vogel. Debió de reflejársele el pensamiento en la cara porque Leonor Dot, con una facilidad de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo, se echó a reír.


Debía resignarse a esperar una semana en aquel lugar perdido en el que ni siquiera podía conversar con los lugareños. Tampoco era que tuviera excesivas ganas de hacerlo, pues sentía un escaso interés por aquellas gentes y sólo deseaba regresar a Berlín para reincorporarse cuanto antes, a ser posible en la conquista de Inglaterra. Desde que rompiera con sus padres por causa de la política, Hermann Schmidt era un hombre sin familia dedicado en exclusiva a su carrera militar. Se consideraba una persona honesta y con las ideas claras. Creía sinceramente que resultaba posible construir una nueva Alemania aria, poderosa como nunca debía haber dejado de serlo y libre de mercachifles y degenerados. Y si luchaba por ello no era por una cuestión estrictamente altruista o patriótica. En sus planes entraba tener algún día mujer e hijos, pero no iba a hacerlo sin preparar antes el mundo en el que debían vivir. Nada molestaba más a Hermann Schmidt que el desorden y la arbitrariedad, y ésas eran precisamente las características del mundo en el que había nacido. Su infancia había transcurrido junto a un padre débil de carácter que dejó hundir su empresa de componentes eléctricos mientras escuchaba la música de Schubert o de Mahler, y una madre con los nervios siempre alterados que no soportaba el ruido ni la luz. Pero él era distinto. Desde pequeño le gustaba tomar decisiones, mejor cuanto más radicales. Le tranquilizaba pensar que podía solucionar cualquier problema para siempre. Aquélla era su máxima:los problemas debían solucionarse de manera que no volvieran a aparecer. Cualquier otra postura no era sino hipocresía o dejadez disfrazadas de lucha permanente, como los amagos de su padre por aliviar la crisis crónica de su empresa o el gesto cansino de su madre al emprender cualquier actividad. En una ocasión, de adolescente, había tenido una bronca violentísima con ella, que por aquel entonces no padecía ninguna enfermedad pero llevaba dos días sin levantarse de la cama. Le dijo que con mujeres así Alemania estaría siempre en decadencia. «No sé cómo deseas vivir tú -le había contestado su madre sin apartar la cara de la almohada, sin molestarse en mirarlo-, pero no me interesa. Me da pereza sólo pensarlo.» Veinte años después de aquel incidente, Hermann Schmidt no se había convertido en una mala persona, pero había adquirido un concepto exagerado de los sacrificios que estaba dispuesto a asumir para sí mismo y a imponer a los demás. Sobre todo a éstos, pues si de algo no le cabía la menor duda era de que él formaba parte de los elegidos que acabarían habitando aquel mundo que a su madre le daba tanta pereza imaginar.

En vista de las pocas alternativas que le brindaba su estancia en Cabrera, aquella mañana decidió salir a dar un paseo por el monte. El calor en aquella isla era insoportable y la vegetación tan escasa que le ensombrecía el ánimo, pero no estaba dispuesto a dormitar bajo un emparrado como hacían todos allí. Ascendió el camino del castillo para ver la ruina de sus paredones. Llegó con la camisa pegada al cuerpo a causa del sudor y las mangas empapadas de tanto secarse con ellas la frente. En lo alto de una torre que aún permanecía en pie vio a dos soldados que conversaban sin prestar ninguna atención al amplio horizonte que se abría ante ellos. Tampoco habían visto a Hermann Schmidt pese a que éste en ningún momento había hecho nada por ocultar su presencia. Sus voces le llegaban con una leve resonancia, como si hablaran en el interior de un lugar cerrado.

No había edificios al otro lado de la bahía, sólo un faro viejo y cuarteado que a la luz del día parecía incapaz de proyectar ninguna luz. Al pie del acantilado que soportaba los muros semiderruidos del castillo, el mar era tan transparente que se apreciaban con toda claridad las rocas y las algas de su fondo. Hermann Schmidt buscó con la mirada la silueta de su avión, pero no pudo localizarla. Allí se quedaría, hundido en las aguas, hasta que los suyos acudieran a recuperarlo. Todo en aquella isla parecía asentarse en un tiempo pasado que ya nunca volvería y del que no quedaba casi nada, si acaso los restos de los que habían llegado allí sin desearlo y que, igual que haría él en cuanto lo recogiera aquella maldita barca, habían continuado su camino a la menor oportunidad.

Fue al darse la vuelta para regresar a la plaza cuando descubrió el pequeño cementerio en la ladera opuesta a la bahía. Vio también la silueta de Andrés agazapada tras el tronco torturado de una sabina. Al advertir que el piloto miraba en su dirección, el hijo de la cantinera escondió la cabeza dejando al aire la espalda.

Hermann Schmidt fue bordeando los muros del castillo en dirección al camposanto. Al llegar a sus proximidades se detuvo en un lugar donde la tierra había sido removida recientemente. Aquello era sin duda una tumba. Aunque no había ninguna inscripción sobre ella, alguien había dejado un ramo de flores ya mustias. Al alemán le habría bastado con mirar por encima del muro para abarcar todo el cementerio, pero empujó la cancela y avanzó unos pasos sorprendiéndose de encontrarlo en un estado tan deplorable. Parecía que lo hubieran arado con un descuido difícil de entender. El perejil crecía por todas partes mezclado con las malas hierbas. Algunas lápidas y cruces talladas en piedra, muy toscas, aparecían tiradas por el suelo o apoyadas contra las paredes. Habría resultado imposible identificar las nimbas. Entre los terrones resecos asomaban huesos largos, blancos y astillados como las maderas que han estado mucho tiempo en el mar.

Hermana Schmidt salió del cementerio y se encaminó hacia la parte posterior.

Andrés aprovechó que lo perdía de vista para acercarse a la cancela. Apoyó la espalda contra las piedras del muro. Con mucho cuidado, luchando por acallar su respiración agitada, avanzó hasta la esquina por donde había desaparecido el alemán. Se inmovilizó para escuchar si algún sonido delataba la presencia de aquel hombre. El silencio era tan espeso que no oía los pájaros ni el mar, sólo sus propios jadeos. Poco a poco asomó la cabeza. Pero antes de que tuviera tiempo para ver nada sintió un golpe en la nuca, como si una piedra se hubiera desprendido del muro. Era la mano del piloto que lo cogía por el cogote y lo obligaba a hincar las rodillas en tierra. Una voz potente y muy alterada sonó en lo alto. Sin duda lo amenazaba, pero Andrés no supo entenderla.

Dejó escapar un gemido bovino. Por el rabillo del ojo había visto que el otro llevaba un palo en la mano. Al muchacho se le inundó la boca de saliva, un borboteo de babas que intentó escupir sin conseguirlo. Aquel hervor se le adhería a los labios y lo abrasaba mezclado con los ácidos de su estómago. Volvió a gemir mientras el hombre continuaba gritándole y amenazándolo con el palo. Entonces, acompañado por una violenta arcada, dejó escapar un vómito abundante de color azafrán y se sintió mejor, se sintió liviano como una pluma, vacío de temores y más tranquilo. Una indiferencia extrema le nublaba el pensamiento.

La mano que lo acogotaba dejó de hacerlo. El alemán había dejado escapar una exclamación de repugnancia. Andrés se había quedado a cuatro patas con la mirada fija en el suelo cubierto de vómito. Se miraba los pulgares manchados.

Hermann Schmidt no se explicaba que no saliera a la carrera aprovechando que lo había dejado libre. Pero el muchacho era incapaz de reaccionar. Creía que iba a ser apaleado durante el resto de su vida y esperaba con espanto y resignación el primer bastonazo.

El piloto no pudo soportarlo más. Alzó el pie, apoyó la suela de su bota contra el costado de Andrés y lo hizo rodar. Entonces sí reaccionó el hijo de la cantinera. Tanteó con las manos buscando el sucio, que le daba vueltas, y se puso en pie con un espanto que le electrizaba los brazos. Miró a su alrededor con la atención espasmódica de los ciegos y echó a correr por la ladera en dirección al mar.

Hermann Schmidt, con el palo todavía en la mano, vio cómo se alejaba tropezando y resbalando sobre las piedras. Aquello no le gustaba, no era un buen presagio. Se sintió invadido por un profundo desánimo. Tiró el palo a un lado y se apoyó en el muro como si se estuviera quedando sin fuerzas.


Benito Buroy se estaba acostumbrando a vivir de forma intrascendente. Pasaba los días sin prestar a sus actos más atención que la necesaria para atarse los cordones de los zapatos, con la única preocupación, que intentaba apartar de sí para no dejarse vencer por el fatalismo, de saber que agotaba sus últimas jornadas en la isla. Porque si algo estaba claro, tras la salvaje irrupción del comisario en su bar de Palma, era que no iba a aceptarle más prórrogas. Por otra parte, aunque su estancia en Cabrera lo había distanciado de Otto hasta el punto de resultarle inconcebible imaginarlo siquiera con aquel delantal de colores chillones preparando uno de sus platos y peleándose con la vecina, tampoco deseaba que por su culpa le hicieran más daño. Nada podía librar a Buroy de regresar a Pahua en la siguiente barca. Pero hasta ese día quedaba todavía una semana entera con sus horas paralizadas como anguilas muertas.

A veces levantaba el colchón de su cama y observaba la pistola durante un rato que se le hacía interminable. Arrodillado, con los dedos hundidos en el colchón, se sentía asaltado por recuerdos que creía haber borrado para siempre. Cerraba los ojos y se veía a sí mismo disparando a ciegas a las sombras que huían por un bosque de Teruel en medio de la noche, abatiéndolas por la espalda y gritando de júbilo. Se veía entrando en un bar de los suburbios de Barcelona, acercándose a una mesa en la que se jugaba al mus, y descerrajándole un tiro en la frente a un anciano al que había identificado por un angioma en la mejilla. Se veía sacando a una mujer por la fuerza de su casa, inmovilizándola contra la pared en el rellano de la escalera, la respiración de ella acoplada a la suya, los temblores de su pánico mezclándose con el aroma de su cabello, mientras en el interior se oían gritos y disparos. Se veía en todo lo que él había sido, sin acabar de reconocerse, como si le hubieran cambiado la memoria por la de otro hombre.

De esta manera dejaba transcurrir los días que, en la inmovilidad de Cabrera, se volvían eternos y a la vez fugitivos. Allí podía permitirse el lujo de dedicarse a asuntos de los que no quedaría memoria, el lujo de creer que él no era aquel hombre incapaz de olvidar su pasado. En esas condiciones, dedicaba todas sus energías a resolver problemas que en una situación normal le habrían parecido insignificantes. Por poner un caso, el tema de la ropa, que no era nimio ni banal, pues había llegado a la isla con dos mudas y llevaba allí más de dos semanas. El capitán Constantino Martínez le había ofrecido el lavadero del campamento, pero sólo lo había usado en una ocasión algunos días después de su llegada. Las aguas turbias de aquel pilón, tan pobremente renovadas, le habían provocado una repugnancia invencible. Más tarde descubrió que era mucho mejor orear la ropa sucia en las ramas de la higuera. Lo hacía por las noches, cuando la plaza se sumía en un silencio roto únicamente por el canturreo titubeante del Lluent, y la recogía al levantarse de la cama antes de amanecer. Por algún extraño sortilegio la higuera perfumaba y planchaba sus prendas, que al agitarse despedían un olor de pureza vegetal. Con su ropa de aromas de savia había acompañado un par de veces más al Lluent a echar bidones a las olas. A Benito Buroy le gustaba pensar que alimentaba a las fieras de la historia desde aquella isla perdida, desde ningún lugar, desde su nueva existencia de hombre mediocre y sin recuerdos.

Lo malo era que empezaba a disfrutar de aquella vida inane. Incluso le había cogido cierta afición a las comidas. Felisa García ya no le miraba como a un intruso, gracias sobre todo al episodio de las flores. Aquella mañana en que subieron al cementerio Benito Buroy se había atrevido, por primera vez después de tanto tiempo y gracias quizá a haber renunciado a sí mismo, a verter un juicio moral. Desde entonces la cantinera lo miraba con la expresión de quien descubre un movimiento insólito en una habitación vacía. No le demostraba cariño, claro que no, pero se plantaba ante él y lo observaba atentamente fijando la vista, como si Benito Buroy estuviera muy lejos y le costara divisarlo. El resultado, no podía ser de otra manera, fue que aumentaron las raciones de sus comidas y en sus potajes empezaron a aparecer tropezones apetitosos. Benito Buroy se dejó vencer entonces por la tentación, inédita en él, de empezar a creer que no era tan incordiante llevarse bien con la gente. Saludaba al pasar y esbozaba una media sonrisa cuando le miraban, como si no escondiera debajo del colchón una pistola con la que habría matado a un hombre de haber conseguido localizarlo. Pero lo cierto era que todos allí habían perdido una guerra, o habían perdido mucho en la guerra o habían sacado bien poco de ella, lo que no eran sino distintas manifestaciones de una misma derrota, y Benito Buroy empezaba a sentirse a gusto con aquellos fracasados, empezaba a sentirse como en casa.

Animado quizá en exceso, aquella noche se atrevió a dar un paso que dejó a los demás y hasta a sí mismo desconcertados por completo. Había cenado en la cantina, solo en su mesa de siempre. Junto a la ventana estaban Leonor Dot y su hija. De pronto entró el capitán Constantino Martínez acompañado por el aviador alemán, y tras ellos Markus Vogel. Allí estaba, delante mismo de sus narices, el hombre al que no podía encontrar. Pero se hallaban en territorio neutral y el ermitaño lo sabía. Avanzó con aparente tranquilidad por entre las mesas, y hasta se permitió la licencia de saludarlo con la cabeza antes de darle la espalda y tomar asiento. Comieron juntos los tres hombres, entregados los alemanes a un tenso conciliábulo. Hablaban en su idioma, pero resultaba evidente que no se ponían de acuerdo. El capitán, visiblemente incómodo por no entenderlo que decían jugueteaba con su vaso y murmuraba en tono amenazador: «Habrá que hacer algo con toda esta gente, habrá que hacer algo». Lo decía tan sólo para ser oído y no ver menoscabada su autoridad, pues no sabía cómo salirse de la encerrona. El que lo hizo fue Markus Vogel poniéndose en pie de improviso. Informó al capitán de las peticiones del piloto accidentado y pidió permiso para retirarse. Una vez autorizado, y tras dirigir una mirada esquiva a Benito Buroy, fue hasta la mesa de Leonor Dot y su hija y les propuso jugar al dominó. Buroy, atrincherado en su implacable soledad, vio cómo la niña iba a la barra a proponerle al Lluent que se uniera a ellos para completar las dos parejas. Pero el pescador la miró con ojos empantanados, farfulló una frase incoherente y alargó una mano de dedos trémulos para darle unas palmaditas en el hombro. Aquella noche había bebido más de lo habitual y los perfumes de burdeles olvidados le embotaban el entendimiento.

Benito Buroy, sin pensar lo que hacía, se puso en pie y se acercó a la mesa de los frustrados jugadores.

– Yo puedo cubrir la vacante -les propuso-, si me dan ustedes su permiso.

Markus Vogel lo miró con sorpresa pero asintió con la cabeza. Leonor Dot, sin embargo, reaccionó con la tirantez de quien, lleno de certidumbres macabras, no puede hacer nada por evitar que se cumplan. Removió las fichas como si hubiera perdido algo entre ellas y lo buscara con rabia. Benito Buroy, desde que aquella mujer lo sorprendiera en su conversación con Markus Vogel, tenía la sospecha de que sabía que había llegado a Cabrera para asesinar al alemán. No se dejó intimidar por ello.

– ¿Puedo? -insistió, cogiendo el respaldo de la silla vacía.

Camila, que tras su fracasada incursión había vuelto a sentarse, puso cara de infinita resignación.

– Bueno -contestó-, pero yo voy con Markus.

Benito Buroy ocupó el lugar que le correspondía frente a Leonor Dot. Intentó cruzar una mirada con ella. La mujer había acabado de remover las fichas. Con el pelo caído sobre la frente cogía las suyas con gestos compulsivos, arrastrándolas con las yemas de los dedos como si manejara brasas y le quemaran. Buroy se sirvió también y comprobó que tenía el seis doble. Llevado por el instinto acomodaticio que regía su nueva vida intrascendente, le habló a su compañera de partida. Le dijo:

– Saldremos de ésta, no se preocupe.

Al oír aquello Leonor Dot alzó por fin la mirada y se enfrentó a la de él. Ambos la sostuvieron durante unos segundos, la del pistolero amigable, intrigada la de ella, hasta que Benito Buroy depositó sobre la mesa la ficha que iniciaba el juego.

– ¡Vaya mierda! -soltó la niña-. No tengo seises.

– Camila… -la reprendió su madre sin alzar la voz.

– Es que es injusto.

– Muchas cosas lo son… Roba y no te quejes.

Leonor Dot y Benito Buroy perdieron tres partidas seguidas, pero ella estaba abstraída y él también se había ido distanciando del juego. La aparición milagrosa de Markus Vogel, el tenerlo sentado a su lado, hizo revivir poco a poco en su interior al miserable que era en realidad, al desdichado que se había desnudado en el fondo de una trinchera, dispuesto siempre a lo que fuera para no pagar por su derrota un precio todavía más alto. A medida que transcurría la velada comprendió que debía admitir su cobardía, que nada podría impedirle aprovechar una oportunidad de salvarse, por pequeña que fuera, y más si le caía del cielo. Para qué iba a pensar otra cosa. Salió el primero de la cantina y se encaminó hacia la Comandancia Militar decidido a cumplir cotí su obligación. No volvería a tener a Markus Vogel a! alcance de la mano. Tampoco podía echarle atrás el miedo a los recuerdos, la posibilidad de no reconocerse en ellos. Llevaba casi toda la vida sin reconocerse en nada, y su salvación era más importante que los problemas de conciencia. Su salvación, pero también la obligatoriedad de seguir siendo él, pues ni el comisario, ni Otto Burmann ni nadie que le conociera iba a admitir que se convirtiera en una persona distinta, una persona mediocre sin heridas en la memoria.

Fue a su cuarto y rescató la pistola de debajo del colchón. Por pura rutina, extrajo el cargador y comprobó las balas anees de guardarla bajo el cinturón. Salió a la plaza. Tras dudar un poco, rodeó el edificio de la Comandancia y buscó un lugar donde acomodarse al abrigo del desmonte. Tomó asiento en una roca y se recostó en el tronco de un pino. Desde aquel lugar podía controlar la puerta de la cantina sin que se advirtiera su presencia. Antes o después, Markus Vogel debería salir de allí para regresar a su escondite, y aquélla sería su única oportunidad para seguirlo hasta un lugar donde no hubiera testigos.

Pasó un rato sin que nadie asomara por la plaza. Desde la cantina le llegaba rumor de voces. La claridad que salía por la puerta se difuminaba en la negrura impenetrable sin llegar a iluminar otra cosa que el suelo pedregoso. Benito Buroy intentaba no pensar, pero el miedo a amodorrarse le impedía dejar la mente en blanco. Fue poco después de ver salir al Lluent tambaleándose y canturreando cuando se hizo consciente del engaño en que había hecho caer a Leonor Dot. Una y otra vez le resonaba en la cabeza la fiase con que había querido tranquilizarla antes de empezar la partida, «saldremos de ésta, no se preocupe», y veía de nuevo la mirada de ella, incrédula pero expectante, y no sabía, porque las palabras son escurridizas como peces, si él mismo lo había dicho refiriéndose estrictamente al juego, o si pretendía enviarle un velado mensaje de confianza, o si lo único que deseaba era caerle un poco mejor para poder empezar la partida. En cualquier caso, podía ser que hubiera cometido el desliz de insinuar a Leonor Dot que no haría lo que lo había llevado hasta allí. Así parecía haberlo entendido la mujer. Y aquello sucedía precisamente la noche en que iba a matar a Markus Vogel, pues era su última oportunidad y se le había agotado el tiempo eterno de la isla.

«La semana que viene estarás en Palma -se dijo-, no pienses en otra cosa.»

La espera se le hizo interminable. Leonor Dot y Camila salieron tarde de la cantina y tomaron el camino de su casa cogidas de la mano. Algo después se retiraron los soldados que cada noche jugaban a las cartas. Paco se asomó a la puerta y se desperezó con la mirada perdida. Unos minutos más tarde comenzaron a apagarse las luces, Benito Buroy soltó una exclamación de rabia. Salió de su escondite y cruzó la plaza a grandes zancadas. Cuando entró en la cantina se encontró con Felisa García, que ascendía la escalera de su domicilio con las manos en los ríñones. No había nadie más en el bar.

– ;Qué hace aquí? -le dijo la cantinera-. ¿No ve que hemos cerrado?

Buroy no contestó. Miró un instante hacia lo alto de la escalera y salió de nuevo a la plaza. Dejó transcurrir el resto de la noche rondando por los alrededores, desesperado ante la posibilidad de que Markus Vogel aprovechase la oscuridad para escapar. Acabó instalándose en un lugar elevado desde el que abarcaba con la vista todo el edificio. Al amanecer, aterido por el frío que le había ido calando hasta los huesos, oyó ruidos en la cantina. Poco después entraba de nuevo en el bar, donde Felisa García preparaba achicoria para los soldados de la guardia. Ellos eran los primeros en aparecer por allí, cuando acababan su turno.

– ¿Es que usted no duerme? -le saludó la mujer.

– Necesito algo caliente -murmuró, dejándose caer en una silla.

Habría estado dispuesto a continuar esperando el tiempo que hiciera falta, pero sabía que era inútil. La noche anterior, apostado tras el edificio de la Comandancia, había sido un iluso pensando que Leonor Dot hubiera podido llegar a depositar alguna confianza en él. No era falsa expectativa lo que había en su mirada cuando él quiso tranquilizarla, sino suspicacia mezclada con indefensión. Ni ella ni nadie habría creído jamás que Benito Buroy pudiera ser distinto de como era, ni libre de elegir sus acciones. Todos allí habían vivido una guerra muy larga y estaban acostumbrados a protegerse de los demás.

Markus Vogel había desaparecido.


A mamá no le gustó que yo estuviera ayer con Hermann. Empiezo a pensar que se está volviendo un poquito amargada. Anda siempre inquieta y ve peligros donde no los hay. Últimamente hasta le ha dado por mirar con angustia por la ventana restregándose las manos, como esas viejas que de tanto esperar malas noticias parece que las desean. Antes me dejaba ir sola a cualquier parte, pero ahora quiere saber dónde estoy en todo momento y me obliga a llevar a Andrés de escudero cuando me voy a bañar, con lo fastidioso que se pone espiándome. Si salgo a ver a Felisa sin decirle nada aparece mamá al poco rato por la cantina preguntando muy excitada: «¿Dónde está la niña, dónde está la niña?», como si pudiera estar muy lejos, vaya, que aquí no hay adonde ir. La culpa fue mía por pelearme con ella y decirle que Hermann me parecía el hombre más guapo del mundo. Tiene unos ojos de un azul verdoso que parecen el mar del mediodía, y unas manos grandes y blancas, manos de pianista. Yo a la gente la reconozco por tos ojos y por las manos. Felisa, por ejemplo, te mira sospechando que vas a hacer algo muy, pero que muy reprobable, pero en el fondo es confiada. La delatan sus manos gordezuelas, tan húmedas y rosáceas. En realidad te mira así porque piensa que va a tener que ser ella quien arregle tus estropicios. El Lluent te mira sin verte, pero te busca con sus dedos ásperos y sólo entonces, cuando te toca, está ya seguro de que no eres una alucinación o un espejismo. Benito es distinto. Él te mira sin importarle si estás o no ahí, pero sus manos pequeñas y desagradables, de muñeca de porcelana, juguetean siempre con algo como si el simple hecho de verte le impidiera estar tranquilo. Papá no podía ser malo porque miraba con docilidad y cogía las cosas con cuidado. Era un hombre muy fuerte y cuando se enfadaba daba miedo, pero precisamente por eso veías con claridad que intentaba no hacer daño a los demás ni romper nada, que había escogido utilizar toda esa fuerza para proteger a los suyos. A Hermann le sucede lo mismo. A veces, cuando se queda abstraído vagando en sus pensamientos, se le escapa un gesto de malestar o extrañeza, pero eso debe de ser normal en un soldado que acaba de tener un gravísimo accidente tan lejos de su casa. Yo misma me enfurruño a menudo cuando me da por pensar que nunca podré salir de Cabrera, y eso no me convierte en una mala persona.

Además, conmigo se le van los recuerdos desagradables o lo que sea que le hace estar tan a disgusto. Al verme se le alegra el rostro y me saluda con una profunda inclinación de la cabeza, como si yo fuera una gran dama que acabara de entrar en un baile. Herniann es el único que no ha intentado nunca darme palmaditas en la cabeza, que es algo que odio. Bueno, Andrés tampoco, pero ése no cuenta y más vale que no lo intente, porque con lo bruto que es me hundiría el cráneo.

Puede ser que mamá esté un poco celosa de mí, no lo sé. Pero es muy rara esa manía que le ha dado de vigilarme. Parece que le molesta que yo quiera estar sola o relacionarme con la gente al margen de ella. A veces se pasa dos o tres días tratándome igual que a una desconocida, pero luego se me abraza de repente y me huele el pelo y se pone a llorar. Yo creo que sufrió demasiado con lo de papá y que no sabe lo que quiere, que ya nada la puede satisfacer. Seguramente por eso sufre por mí, porque le gustaría evitar que yo pasara por todo lo que ha pasado ella. Pero el resultado es que no me deja ni respirar.

Ayer mismo se comportó de una forma tan tonta que me va a costar mucho tiempo perdonarla. Yo había ido a la cantina y me encontré a Hermann sentado solo a una mesa. En Cabrera todos le evitan porque no sabe hablar español y se sienten incómodos a su lado. Yo no. Hablar no es tan importante y la demostración es que Hermann me saludó como siempre, con esa sonrisa que me da palpitaciones, y yo le contesté haciendo una reverencia pues estábamos solos y no me daba apuro que me vieran. Él entonces me hizo un gesto con la mano para que me acercara, sacó una de sus piernas de debajo de la mesa y se dio unas palmaditas en la rodilla. Me senté sobre ella intentando que no se diera cuenta de que temblaba un poco, pero sólo un poco, y nos miramos como si en realidad ya hubiéramos estado hablando largo rato y nos tuviéramos mucha confianza. Yo creo que hay personas a las que ves una vez y tienes la sensación de que las conoces desde siempre.

Hermann se llevó una mano a la cazadora y sacó una cartera que abrió sobre la mesa. Era una cartera negra de piel de lagarto bastante gastada, como si la llevara. Debía de llevarla con él desde hacía mucho tiempo. De su interior sacó dos fotos. Me mostró la primera dando unos golpecitos sobre ella con la yema del dedo índice. Se veía a un niño muy repeinado con un pantalón con peto y un avión de juguete en la mano. Tenía las cejas hundidas y los labios hacia fuera como si estuviera imitando el sonido de un motor. «Hermann», dijo Hermann, y se puso a reír. Le hacía mucha gracia encontrarse consigo mismo después de tantos años. Luego apartó aquélla y me enseñó la otra foto. Era de una casa grande con la fachada cubierta por una enredadera. Junto a la puerta había un hombre y una mujer. Aunque no hacían ningún gesto en especial y sus caras eran bastante insípidas, daba la impresión de que para ellos era un momento importante. «Jakob, María», dijo Hermann, y añadió algunas palabras muy dulces que no me importó no comprender, pues me había puesto una mano sobre el hombro y fue como si se hubiera parado allí un animal cálido y amistoso, un animal que en cualquier momento podría rozarme el cuello y ponerme la piel de gallina. Yo sólo deseaba que aquello sucediera, que el animal se moviera un poco y notar su calidez en el cuello, pero en aquel momento todo se vino abajo.

– ¡Camila! -tronó la voz de Felisa-. ¡Ven para acá inmediatamente!

Al volverme la vi en la puerta de la cocina, pero no tuve tiempo de decir nada porque Felisa ya estaba a mi lado y me arrastraba de un brazo. Fue tan rápido que ni siquiera pude quejarme del daño que me hacía. Me sacó a la plaza y comenzó a llamar a gritos a mamá, que no tardó en llegar junto a nosotras sofocada y con mirada de loca. Yo no entendía nada. Felisa le cuchicheó algo al oído y no soltó mi brazo hasta que mamá me lo hubo cogido, como si les diera miedo que quisiera escaparme. Nada de eso. Estaba demasiado asustada incluso para hablar.

– ¿Tú eres tonta? ¿Es que eres tonta? -me gritaba mi madre mientras subíamos a casa. Y no paraba de gritar-: ¿Es que eres tonca?

Cuando llegamos se calmó un poco. Se veía que hacía esfuerzos por ordenar sus pensamientos. Me obligó a sentarme en la cama, dio unas vueltas por la habitación retorciéndose las manos y por fin se arrodilló en el suelo frente a mí. Me cogió la cara y me besó en la frente. Luego me explicó, conteniendo la voz y con una sonrisa forzada, que yo ya no era una niña, que me estaba convirtiendo en una jovencita muy atractiva y que debía tener cuidado con ciertos hombres. No pude evitar un gesto de cansancio, de lección aprendida, que puso a mamá más nerviosa. Pero se contuvo de nuevo y me miró con lástima apretando los labios. Mamá tenía razón y yo pensaba lo mismo, pero se equivocaba con Hermann. No puede ser malo alguien que te mira con los ojos del mar y tiene manos de pianista.


Felisa García no podía dormir desde el día en que pidiera al capitán Constantino Martínez que obligara a volver a su hijo de Madrid para ocupar el puesto del carbonero. En cuanto apagaba la luz y cerraba los ojos, la mala conciencia se le agigantaba como un bulbo grande que empezara a echar yemas dentro de su cabeza. La causa no era haber intercedido por su hijo, que le parecía lo más natural, sino la poca atención que se había prestado al carbonero fusilado. Nadie se había molestado en visitar la tumba de Pascual, y su ánima debía de vagar por el monte maldiciendo a sus olvidadizos vecinos. En especial a ella, a Felisa García, que se había criado con él y a la que no le había faltado tiempo para sacar provecho de su desgracia. La cantinera estaba convencida de que de nada iban a servir sus oraciones por el alma de aquel hombre si le faltaba el valor para honrar su cuerpo. Abría los ojos en la oscuridad del dormitorio y veía a Pascual ingrávido entre las vigas del techo, con los pelos alborotados por un viento que soplaba sólo para él, hablándole muy enfadado y señalándola con un dedo acusador. Aunque no podía oír nada de lo que decía, estaba segura de que la insultaba por ser tan desagradecida.

Tras dos noches de insomnio decidió tomar cartas en el asunto. Si no por ella, debía hacerlo por Pascual, pues lo que estaba sucediendo era una auténtica injusticia. Esperó desde el alba a que Andrés apareciera por la cocina. Cuando por fin lo hizo, le obligó a beber apresuradamente un vaso de leche, le entregó un capacho y lo envió al monte a por todas las flores que pudiera reunir. El muchacho, que para los menesteres singulares iba sobrado de entusiasmo, regresó convertido en una alegoría de la primavera. Felisa García pudo confeccionar un ramo tan grande que había que cogerlo con los dos brazos. Con aquel ramo apareció en el bar, donde se encontraban todos sus clientes porque era la hora del desayuno.

– Andrés y yo vamos a llevar flores a la tumba de Pascual -proclamó Felisa García tras su camuflaje de pétalos-. Nos gustaría no estar solos para que la ceremonia fuera más lucida… ¡Paco, tú te vienes!

Su marido salió de detrás de la barra con cara de no entender nada, mientras Leonor Dot, haciendo un gesto de apremio a Camila, se situaba junto a Felisa. El Lluent, que acababa de llegar de la colonia de Sant Jordi y se estaba tomando un orujo antes de acostarse, dudó unos instantes, pero acabó sumándose a la iniciativa después de levantarse de la silla y sopesar la fuerza de sus piernas con un par de flexiones casi imperceptibles.

Para sorpresa de todos, Benito Buroy apuró de un trago el contenido de su taza y se unió a ellos. Lo hizo como quien se pone en una cola en la que no conoce a nadie, aunque con su actitud dejaba claro que se disponía a acompañarlos al cementerio. Felisa García lo miró dejando claro que para ella se estaba infiltrando en un asunto que no le concernía, pero le entregó el ramo cuando, tras rechazar los intentos de Leonor Dot por quitárselo de las manos, se ofreció él para llevarlo. Así salieron del bar, en una comitiva hermanada en torno a la firme determinación de la cantinera.

El capitán Constantino Martínez tuvo la mala suerte de encontrarse con ellos delante de la Comandancia Militar. Se los quedó mirando de hito en hito, algo perplejo por aquella procesión que tomaba el sendero del castillo, hasta que su espíritu castrense se vio herido por la sospecha de una actividad subversiva, cuando no de una algarada en toda regla. Los adelantó con paso rápido y se interpuso en su camino.

– ¿Adonde creen que van? -dijo-. ¿Qué significa esto?

Felisa García reemprendió el ascenso cogiéndose con una mano la falda y manoteando con la otra en el aire.

– Vamos a despedir a Pascual. Apártate, Constantino.

El militar la obedeció con presteza, pero estaba realmente escandalizado.

– ¡Era un rojo, un asesino! ¿Saben a cuántos hombres mató? ¿Lo saben?

Permaneció unos instantes en silencio, pues acababa de darse cuenta de que él tampoco lo sabía.

– ¡A muchísimos! ¡Y ni siquiera aceptó la confesión! ¡No merece su respeto, Felisa!

La cantinera, que ya había ascendido unos metros por encima de donde se encontraba el capitán, se volvió para contemplarlo con infinito agotamiento.

– Sólo quiero llevarte unas flores para poder dormir en paz… Creo que no es para tanto.

Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, hablaron ellas, las flores. Benito Buroy, que sostenía el ramo como si se abrazara a un árbol, se atrevió a dar su opinión del asunto, lo que era realmente extraordinario.

– La justicia es venganza -dijo-, y se basta a s¡ misma. No es de buenos cristianos continuar humillando a un hombre que ya ha tenido su castigo.

Se hizo un silencio debido tanto a la sorpresa por oírlo hablar como a la reflexión en la que todos hubieron de sumirse para entender sus palabras. Felisa García se prometió a sí misma que en cuanto regresara a casa intentaría escribir aquella frase tan filosófica para comentarla más tarde con su profesora. Quizá con su ayuda podría entenderla en toda su profundidad.

– ¡Tiene razón! -concluyó provisionalmente-. ¡Y usted debería venir también, Constantino!

– ¿Yo? -se sorprendió el militar. Y añadió a la defensiva-: ¿Precisamente hoy, que empezamos a instalar los cañones?

– Una autoridad le vendría muy bien a la ceremonia… -intervino Leonor Dot.

– Además, no nos va a ver nadie -dijo Camila, que iba de la mano de su madre-. Aquí nadie ve lo que hacemos.

– Lo veo yo, señorita, que para eso soy el que manda en esta isla… -el capitán Constantino Martínez parecía haber encontrado una excusa para complacer a Felisa García sin desdecirse de su opinión sobre el antiguo carbonero-. En fin, alguien tendrá que poner orden en esta insensatez. Vamos a ver en qué consiste.

El cielo había amanecido cubierto de nubes plomizas que destacaban la blancura de las gaviotas en lo alto. Camila seguía su vuelo con la mirada. De vez en cuando daba un traspié y se agarraba con más fuerza a la mano de su madre. Subieron en silencio hasta el camposanto. En el exterior, a unos metros de la cancela, un túmulo de tierra removida indicaba el lugar donde había sido enterrado el carbonero. Se situaron en torno a la tumba y miraron todos a Felisa García. A la pobre mujer se le había encogido el corazón al ver en qué condiciones había acabado la vida desdichada de Pascual, y además no había pensado que tendría que decir unas palabras. Buscó al capitán con una mirada agónica, pero éste hizo un gesto con la mano con el que quería indicar que bastante hacía con permitirles estar allí. Entonces la mujer tragó saliva, liberó a Benito Buroy del ramo y se lo dio a Andrés.

– Venga, hijo, ponlo ahí encima.

El muchacho lo depositó con gran cuidado sobre el montículo. Como si al hacerlo hubiera dado a la sepultura anónima un rostro donde reconocer al fusilado, a Felisa García se le dulcificó el gesto. Contempló fijamente el ramo de flores y se aclaró la garganta antes de hablar.

– Yo no sé lo que hiciste, Pascual -dijo-, pero fuera lo que fuese tú eras incapaz de algo así. Eso lo sé yo, que cuidaba contigo las cabras de mis padres… Es posible que a todos nos toque enfrentarnos antes o después a lo que no somos, a ti también. A veces pienso que la vida es demasiado larga para nuestro poco entendimiento, o quizá es que hemos de caer hasta lo más bajo para poder levantarnos de nuevo en el más allá. Esperemos que el Señor sea benevolente contigo… Eso es todo. Descansa en paz, Pascual, y no sigas haciendo tonterías,

Sólo el Lluent la acompañó en la señal de la cruz. Andrés los imitó pensándose mucho cada movimiento de la mano, como si resolviera un complicado rompecabezas. Se le iluminó el rostro y lo repitió más deprisa.

– Bueno, pues ya está -dijo el capitán Constantino Martínez-.Me voy, que tengo mucho que hacer… Y ustedes no se queden aquí. Vamos, circulen.

Tornaron todos el camino de regreso a la plaza. Andrés, un poco rezagado, dedicó todo el descenso a hacer la señal de la cruz cada vez más deprisa, como un poseso. Cuando, ya en la cantina, Felisa García se encerró en sus dominios, el muchacho fue tras ella y lo repitió de nuevo para que lo viera. A continuación soltó una risa que pareció una súplica. Felisa García cogió su cabeza y la estrechó contra sus enormes tetas. Hasta aquel momento, a pesar de que su madre, cuando era niño, se lo había intentado enseñar todas las noches, Andrés no había sido capaz de completar la cruz sobre su cuerpo.


El chamizo de los trastos había sido en el pasado la porqueriza y todavía conservaba en su interior un ambiente de vida enclaustrada. El suelo de tierra despedía un olor penetrante, extrañamente dulce y acre al mismo tiempo, y en la parte inferior de las paredes se veían restos de humedades que ni el calor del verano podía acabar de secar. Del techo, por entre los palos de los que colgaran los embutidos, se mecían los restos de telarañas hechos jirones. Allí todo se enmohecía, pero era el lugar favorito de Paco porque su mujer no entraba jamás. Era ahí donde guardaba sus botellas de vino, escondidas tras los aperos y herramientas que nunca utilizaba. Aquél en su santuario.

Aunque llevaba años sin empuñar un martillo o una azada, Paco nunca entraba en el cuchitril sin antes restregarse las manos y subirse los pantalones con energía, tal como haría cualquier persona que se dispusiera a acometer un duro trabajo. Así lo hizo aquella mañana, convencido, aunque vagamente, de que de una vez por todas iba a demostrar a Felisa quién mandaba en la casa. Echó un vistazo a los cachivaches que se amontonaban contra las paredes buscando entre todo aquel material, como un poeta entre las rimas, la inspiración necesaria para llevar a cabo alguna de las mil chapuzas que tenia pendientes. Pero su fuerza de voluntad se quebró de inmediato ante la fuerza superior de la rutina, y se encaminó a un rincón donde sabía que había un par de botellas todavía sin descorchar. Fue entonces cuando descubrió, casi delante de sus narices, un bulto nuevo bajo una lona.

Si hubiera visto un fantasma no habría reaccionado con tanta alarma. Pegó un brinco, se llevó una mano ansiosa a la cadena que le colgaba del cuello y se quedó contemplando atentamente el descubrimiento. Alguien había entrado en el chamizo cuando él no estaba. Aquello podía ser muy grave. En un primer momento temió por sus reservas de vino, pero no tardó en comprobar que no habían sido saqueadas. Paco, que nunca había tenido miedo a la redundancia porque no sabia lo que era, llegó a la conclusión de que se trataba de una invasión puramente invasiva, y que la causante no podía ser otra que Felisa. Sólo entonces se le ocurrió fisgar debajo de la lona. Lo hizo con la morbosidad de quien, de creer descubiertos sus secretos, pasa a descubrirlos de otra persona. También, cabe decirlo, con cierta esperanza de que su mujer, llevada por su bendita inocencia, hubiera escondido allí un nuevo cargamento de vino o de licores.

Lo que vio lo dejó atónito. Había una caja grande llena de largas guirnaldas de banderitas de España, suficientes para entoldar de patriotismo las pocas calles de Cabrera. En otra caja descubrió paquetes de serpentinas y confeti. Y en una tercera un tocadiscos americano, de formas aerodinámicas y marca Philips, junto a ocho o diez grabaciones de Estrellita Castro, Carlos Gardel, Tino Rossi o la Orquesta típica Morando.

El cantinero llevaba tiempo sospechando que su mujer le ocultaba ciertos aspectos de su vida, pero nunca había pensado que pudieran ser de tanta envergadura. Dejó caer la lona pensando que todo había sido por culpa de los días que había pasado en Mallorca con su hermana. Si ya lo sabía él, si ya sabía que una mujer no podía andar sola por el mundo. ¿Dónde se había visto que un marido se quedara en casa mientras su señora viajaba comprando vajillas y lámparas y otros objetos de lujo? ¿Con qué dinero había comprado todo aquello?

Con el de su cuñado, claro está, un putero al que le gustaban las faldas más que a un niño los caramelos. Y que si luego le enviaba aceite, y pan blanco… ¿Por qué le iba a hacer regalos si no era… si no era…? Cegado por los celos se imaginó a Felisa bailando con el potentado, que le decía obscenidades al oído y le despertaba la risa. La imaginó bailando toda la noche como una cría que descubriera la vida en brazos de aquel hombre, y la vio al amanecer, exhausta, poniéndole una mano en el pecho, no puedo más, no puedo mover las piernas, robándole el pañuelo para enjugarse las lágrimas de la risa y desfalleciendo, desfalleciendo en sus brazos. La imaginó agarrándolo por las solapas de la americana, inagotable él, intentando llevarlo hasta la puerta de la sala de baile, vamonos, casi es de día, mi hermana nos va a matar, y el potentado inagotable comprándolo todo para ella, las banderitas que adornaban el local, el tocadiscos, la música, la noche entera para ti, quiero que sea tuya, y Felisa desfallecida porque nunca nadie le había regalado una noche entera con todo su contenido.

– ¡Puta! -gritó el cantinero, herido en lo más profundo de su orgullo.

Salió de allí como una tromba, cruzó el bar y apareció en la cocina hecho un basilisco. Felisa García, que llevaba unas cebollas en la mano, lo vio cuando ya lo tenía encima y casi no se enteró del sopapo que la tiró al suelo. El oído que había recibido el üjolpc comenzó a pitarle, por lo que oyó las palabras de su marido como si fuera a través de un sueño.

– ¡He visto todas esas cajas, grandísima puta! ¡Ahora ya sé lo que hacías en Mallorca!

Felisa García, sin moverse de donde estaba, se metió un dedo en el oído intentando destaponarlo, pero el pitido aumentó su intensidad. Le escocía todo aquel lado de la cara como si le hubiera caído aceite hirviendo.

– Son para la fiesta de Camila -dijo-, el martes es su cumpleaños.

Y añadió, intentando incorporarse y descubriendo una punzada alarmante en la cadera:

– No sabia que fueras tan miserable.


Benito Buroy bajó del cementerio con ganas de continuar el paseo. Al sumarse a la ceremonia en memoria del carbonero se había situado en una posición incómoda, pues ahora todos le miraban con deseo de proximidad pero no sabían cómo acercársele ni qué decirle, por lo que pululaban a su alrededor ofreciéndose para que fuera él quien diera el primer paso. Aquello hizo que a Benito Buroy le renacieran el desinterés por los demás y las ganas de estar solo. Una de las cosas que más le molestaban era la sensación de comunidad, de grupo bien avenido, y allí, al pie de la higuera, Felisa García continuaba, tal como había hecho durante todo el descenso, mirándolo por el rabillo del ojo y preguntándose si había ido con ella por frivolidad o si lo había hecho por un sincero deseo de integración. La más peligrosa era sin embargo la niña, que en cualquier momento podía saltarle a los brazos y darle la bienvenida a aquella sociedad de fracasados en la que empezaba a encontrarse tan a gusto.

– Voy a ver eso de los cañones -dijo con un hilo de voz.

El capitán acababa de partir en el camión que lo esperaba frente al edificio de la Comandancia. Benito Buroy, envuelto en la nube de polvo que había levantado el vehículo, tomó el camino que llevaba al campamento. No iba con prisa. Se había propuesto pasar la mañana fuera del pueblo. Regresaría a la hora de comer para recuperar su puesto privilegiado en la mesa de la esquina.

En el campamento reinaba una actividad poco habitual. Grupos de soldados acumulaban cajas bajo el mástil donde ondeaba la bandera, y el sargento Ridruejo partía con una patrulla en dirección al faro. Como la pista acababa en aquellos barracones, el camión se había quedado aparcado en la explanada. Dos asnos famélicos, de patas estremecidas y largos badajos reproductivos, cargaban las pesadas piezas de los cañones. Benito Buroy pidió permiso al sargento para unirse a la comitiva militar. Poco después caminaban bordeando la bahía hasta alcanzar las primeras estribaciones del peñón donde se alzaba el faro.

– ¿Aguantarán? -preguntó Benito Buroy al sargento, al ver que los burros se resistían a emprender el ascenso y los moldados tenían que tirar de las riendas y fustigarles las ancas.

– Están acostumbrados, lo que no quiere decir que estén contentos -contestó lacónico el militar.

La cuesta era infinitamente más empinada que la del castillo. En muchos tramos se habían tenido que tallar escalones en la roca, pero eran tan irregulares que resultaba imposible encontrar una cadencia en el ascenso. Las nubes, que un rato antes cubrían el cielo, se habían ido disolviendo como humo llevado por el viento, y el sol pegaba con fuerza. Benito Buroy comenzó a sudar. De vez en cuando se detenía aprovechando que uno de los asnos remoloneaba, o patinaba sobre los cascos y, tras la espantada de los soldados por miedo a verse arrastrados en la caída, lo ayudaban a recuperar la confianza en sus patas. Cuando llegaron a lo alto, los animales estaban tan agotados que el sudor les humeaba en la piel al evaporarse. El capitán Constantino Martínez, que llevaba allí un buen rato, recibió a sus hombres con cara de pocos amigos.

– ¿Y el agua? -preguntó-. ¿Dónde está el agua?

Los soldados, que habían empezado a liberar los asnos de su carga, se miraron unos a otros.

– ¿Qué agua? -preguntó el sargento Ridruejo.

– ¡Para las bestias! ¿Qué queréis, que revienten?

Benito Buroy había buscado la sombra del faro y contemplaba la bahía desde aquel lugar inédito. Al otro lado, los muros de la fortaleza se sostenían en pie con la fragilidad de un castillo de naipes. Más abajo, en un recodo marcado por la silueta del muelle, el pueblo se mostraba en toda su insignificancia.

– ¡Pues ahora les dais la del botijo! -resonaba la voz del capitán-. ¡Y tú, vete a por una garrafa! ¡Venga, a paso ligero!… ¿Dónde está el artillero?;Dónde se ha metido?

Los soldados habían instalado ya el afuste y no tardaron en acoplarle el cañón. Era un arma pequeña, demasiado humilde para amenazar de forma convincente el horizonte que se extendía inabarcable ante ella. Pero el capitán Constantino Martínez estaba orgulloso de haber logrado emplazarla en aquel lugar tan visible. Se acercó a Benito Buroy y se cruzó de brazos paseando una mirada satisfecha por el mar en calma.

– Ahora ya pueden venir, si quieren. Verán cómo les recibimos.

Benito Buroy localizó una vela diminuta en la lejanía. Debía de ser un barco de pesca. No se veía nada más sobre la amplia extensión de las aguas, pero el capitán, como un borracho que increpara a una multitud indiferente, dirigía hacia allí una mirada retadora. El artillero pidió permiso para probar el arma, no fuera a ser que algo estuviera mal y fallara cuando realmente la necesitaran.

– Está bien -aprobó el capitán-, pero no apunte hacia el pueblo, qué aún va a matarme a algún vecino. Dispare hacia allá, hacia el mar abierto.

Se apartaron un poco mientras el soldado manipulaba. Bramó por fin el cañón y todos, haciéndose visera con las manos, intentaron ver el lugar donde caía el proyectil. Pero nadie pudo conseguirlo.

– ¡Caray! -dijo el capitán Constantino Martínez, un poco desconcertado, tras echar con disimulo una mirada fugaz hacia las rocas que había bajo ellos-, este trasto llega muy lejos. ¿No cree usted, Buroy?

El capitán Constantino Martínez fue hasta el muelle acompañado por el aviador alemán. El Lluent, que preparaba los aperos para salir a pescar, los vio venir y se olió lo peor. Ser el dueño de la única barca de la isla tenía ciertos inconvenientes, y el peor de todos eran los servicios que tenía que prestar al ejército. A veces le hacían llevar a las patrullas a aquellos lugares a los que no se podía acceder por tierra para comprobar que no hubiera contrabando o infiltraciones del enemigo. Sólo encontraban bolas de alquitrán y troncos arrastrados hasta allí por las tormentas, pero los soldados, con la excusa de ejercer una estricta vigilancia, le obligaban a quedarse durante horas para ponerse a salvo de otras obligaciones. También estaba el asunto del gasóleo para los submarinos, que le costaba tiempo y dolores de espalda. «Comprenderá que hemos de ayudar a nuestros amigos de una forma discreta -le había dicho el capitán-, no puede ir un mercante español a encontrarse con ellos delante de todo el mundo.» Aquella mañana, al verlos venir por el muelle, el Lluent temió que le hicieran llevar al aviador a Palma, con lo que le echarían a perder dos días de trabajo. Sin embargo, no iba a ser aquél su cometido. -Buenos días -dijo el militar-. Según he creído entender, el señor Germán desea localizar los restos de su avión para poder sacarlos a note cuando llegue el momento. No es mala idea y he pensado que podría usted acompañarlo. Llévese algunas boyas para marcar su emplazamiento.

Sin más explicaciones se dio la vuelta y dejó solos a los dos hombres. Como el Lluent continuaba ordenando sus aperos sin mirarle ni darle ninguna indicación, Hermann Schmidt optó por saltar a la barca y sentarse en la proa. Era el mismo lugar donde se instalaba Leonor Dot cuando la sacaba a pasear y acababan los dos llorando, ella a causa de la tristeza y el pescador contagiado por sus lágrimas. Pero con aquel piloto la cosa era bien distinta. Al Lluent no le gustaban los hombres que aparentaban dominar la situación allá donde estuvieran, incluso en los sitios de los que lo ignoraban todo, llevando siempre consigo una forma de vida superior y más ordenada, una forma de vida tan perfecta que podían adaptarla a cualquier lugar e imponérsela a cualquiera. Y aquélla era la forma de comportarse del piloto, que se mostraba siempre algo incómodo, pero también distendido y prepotente, como un general que en mitad de una campaña se viera obligado a sentarse en un taburete destinado a la tropa. No, decididamente aquel hombre no le gustaba al Lluent. Encontraron el avión con facilidad porque el pescador recordaba el lugar donde había caído. Más les costó localizar el ala que se había desprendido en el choque con el agua. Se hallaba a una distancia considerable, sobre un lecho de algas que la ocultaban en parte. Pusieron las boyas, y ya se disponía el Lluent a regresar a puerto cuando el aviador sacó una pistola del bolsillo de su guerrera. Dijo algo con una sonrisa esquiva y señaló con el cañón del arma la salida de la bahía. No se mostraba amenazador pero sí autoritario. El Lluent pensó que finalmente iba a tener que llevarlo a Palma. Ignoraba que su pasajero jamás habría creído que con aquel barquichuelo se pudiera llegar hasta Mallorca.

Ya en mar abierto el piloto le señaló los acantilados y le hizo un gesto con la mano para que fuera bordeándolos. Extendió los brazos y disparó a una roca de la que saltaron esquirlas. El Lluent tuvo un sobresalto al oír el estampido, pero el alemán le guiñó un ojo acomodándose mejor en la proa. Durante un rato estuvo haciendo puntería con los árboles de la orilla, pero no tardó en cansarse y se quedó con la cara vuelta hacia el sol tarareando en voz baja una canción. Fue entonces, al mirar de nuevo hacia la costa, cuando descubrió una cabra al borde del acantilado. Se incorporó con rapidez, alzó el arma y sonó un nuevo disparo, seguido casi al instante por un grito de alegría del alemán. La cabra, alcanzada en un costado, dio un salto, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Se hundió en el mar desapareciendo durante unos segundos, pero reflotó y se puso a patear desesperadamente. El Lluent vio, entre la espuma que hacía con las pezuñas, el hocico que intentaba mantenerse fuera del agua. Maniobró para dirigirse hacia ella, pero el alemán, que había vuelto a recostarse sobre las tablas, hizo un gesto de desinterés con la mano ordenándole que continuara su camino. El Lluent notó que le hervía la sangre. Sin detenerse a considerar lo que hacía, cogió un remo y lo levantó sobre su cabeza amenazando al aviador. Éste se echó a reír.

Continuaba riéndose cuando el pescador hizo virar la barca para regresar a la isla.

Camila estaba sentada a la mesa de la cocina y contemplaba con una sonrisa los trajines de Felisa García, que aquella mañana, como si una nube le encapotara el entendimiento, extraviaba todo cuanto pasaba por sus manos. «Dónde tengo la cabeza -decía la mujer sin parar de moverse a un lado y a otro-, dónde tengo la cabeza.» La niña llevaba un vestido nuevo de algodón, de color rojo cereza, que le había hecho su madre con los restos de la tela con la que Felisa había confeccionado los manteles para la cantina. «¿Qué pasa? ¿No os gustan? -preguntaba la mujer, el día que los estrenó, a su sorprendida clientela-. ¡Comed con cuidado, que no quiero ni una mancha! ¡A ver si voy a tener que arrepentirme!» A Camila le daba un poco de vergüenza ir vestida del mismo color que las mesas, pero ya se estaba acostumbrando a mimetizar-se con las telas que guarnecían su vida cotidiana. Leonor Dot le había hecho otro vestido con la gasa blanca de las cortinas que cubrían ahora las ventanas de su casa, y, en previsión de los fríos que ya se anunciaban algunas noches, un tabardo con capucha reciclado de una vieja manta militar. Por otro lado, tampoco tenía Camila más opción que usar aquellas prendas. Las que llevaba consigo cuando llegó a Cabrera estaban descoloridas y se le habían quedado tan pequeñas que se sentía ridícula con ellas.

Andrés, sentado en su rincón de siempre, asentía en silencio mirando unas veces a Camila, otras a su madre. Llevaba una camiseta raída, sin mangas, y un pantalón tan gastado que en las rodillas y en torno a los bolsillos brillaba como el satén. Andrés estaba contento porque Camila había decidido ir a bañarse, y porque su madre, que aquella mañana se comportaba de una forma un poco rara, les preparaba un almuerzo que le inundaba la boca de saliva: bocadillos de panceta envueltos en papel de periódico y un par de manzanas que un instante atrás tenía la mujer en las manos y que ahora no encontraba, pero que se escondían, Andrés las estaba viendo, entre una caja de patatas y la olla grande de preparar los cocidos. Cuando Felisa García, tras maldecirse reiteradamente por su mala cabeza, encontró por fin las manzanas y las echó en el capacho, Andrés soltó un gruñido y asintió con energía, muy contento.

– ¿Por qué cojeas? -preguntó Camila a la cantinera-. ¿Te has hecho daño?

– Me he caído -contestó Felisa-.Venga, iros ya, que tenéis que estar de vuelta para la hora de comer.

– De pequeña yo también me caí una vez -prosiguió Camila acercándose a Andrés y cogiéndolo por el brazo para obligarlo a levantarse-. Cojeé durante mucho tiempo, dos días o más. Y cuando me curé continuaba cojeando porque ya no sabía caminar. Aún ahora, por culpa de aquella caída, cuando camino y pienso en lo que hago me tengo que parar porque no sé cómo seguir. Hay cosas que es mejor no pensar cómo las haces.

– Muy listilla estás tú -Felisa García se apoyó en el mármol para descargar su cadera dolorida-. Anda, fuera los dos de aquí, que me distraéis y tengo que preparar la comida.

Salieron a la plaza, Camila con su vestido rojo y Andrés con el capacho. El chaval, que se había preparado para una larga caminata, hundió la cabeza entre los hombros y se dispuso a seguir a la niña, pero ésta se detuvo a los pocos pasos. Se volvió hacia Andrés y lo miró entornando mucho los ojos como si deseara descubrir algo que él escondiera en la mente. Andrés intentó disimular. No le gustaba que le mirasen dentro.

– Hoy vas a ser tú quien elija adonde vamos -dijo Camila-. Quiero que me lleves a un lugar donde el agua sea muy profunda.

A Andrés no le gustó aquella petición. No la entendía. Intuía que había algo malo en la profundidad, algo raro, tan raro como el comportamiento de su madre cuando lloraba y como el de Camila al pedirle que eligiera un lugar profundo donde bañarse. En ocasiones a Andrés le daba miedo lo que pensaban los demás. Le llenaba de ansiedad ver a los otros desorientarse o hacer cosas fuera de lo común, cosas que él no podía comprender pero que le parecían oscuras. Le daba pánico, por ejemplo, ver a su padre sentado bajo la parra hablando a solas, discutiendo en voz baja consigo mismo y retirándose por fin a la cama tropezando con las puertas y murmurando que la vida era una mierda. Le angustiaba no saber qué era lo que le hacía tanto daño a su padre, o que su madre anduviera como perdida secándose la cara con el delantal, o que Camila le mirase con los ojos convertidos en dos grietas inquisitivas. Pensaba Andrés entonces que las personas llevan dentro un enano maligno que a veces las obliga a comportarse de forma extraña. Al muchacho no le gustaba que la gente perdiera la transparencia y por eso mismo no podía soportar que le mirasen dentro, porque estaba seguro de que él también tenía su enano y en ocasiones hasta notaba su presencia, un bulto del tamaño de una rata que le viajaba por los intestinos.

Cargó el capacho a la espalda y tomó el sendero que bordeaba los acantilados. Más allá de la cala a la que iban siempre había otra de difícil acceso. Había que descender con cuidado y no tenía playa, sólo un diminuto banco de arena en la boca de una gruta. La oquedad que se abría en las rocas era amplia cuando se entraba en ella, pero luego se estrechaba y se perdía con ecos de mar en el interior de la isla. A Andrés le espantaba aquel lugar. Sin embargo, era consciente de que aquello era lo que quería Camila, pasar un poco de miedo, y aunque ni lo entendiera ni lo aprobara sabía cómo ofrecérselo. La niña caminaba a su lado sin parar de hablar. Le contaba que su madre estaba un poco celosa de ella, pero que ella lo entendía porque había sufrido mucho en la vida, y que de mayor iba a ser maestra en Barcelona, que era una ciudad tan grande que no habría cabido en aquella isla tan pequeña, y que dos días después sería su cumpleaños, trece años cumpliría. Andrés estaba al tanto de aquello, pues su madre, días atrás, lo había cogido de la mano y lo había llevado al chamizo donde escondía los preparativos para una gran fiesta. Una vez allí, delante de todas aquellas cajas, le había dicho que él iba a ser el encargado de montar las guirnaldas en la plaza, pero que fuera con cuidado porque Camila no podía enterarse. Y el muchacho esperaba aquel momento con tanta impaciencia que, cuando se acordaba de lo que iba a suceder, se le aceleraba el corazón y le faltaba el aire.

Llegaron por fin al lugar donde debían iniciar el descenso a la cala. Camila miró con los ojos muy abiertos la lengua de mar que se adentraba por entre los farallones, de un azul tan oscuro que no permitía ver lo que había en su fondo. Las aguas se agitaban allí con inquietud de vientos inexistentes, lamiendo las rocas y retirándose hasta dejarlas al descubierto. Aquella cala tenía una orientación que les impedía remansarse por completo, lo que le daba al lugar un carácter inhóspito de tierra despoblada. Camila tragó saliva observando a Andrés, que había comenzado el descenso y le tendía una mano para ofrecerle ayuda. Se arrepentía de no haber querido ir a su cala de siempre, pero le faltó humildad para retractarse. Rechazando la oferta del muchacho, se recogió la falda y puso un pie tembloroso en la primera roca. Poco después, con menos esfuerzo de lo esperado, se hallaban en el diminuto banco de arena. Andrés se sentó a un lado dejando el capacho entre sus piernas. Comenzó a rascarse la cabeza con la mirada fija en el suelo. Camila, maravillada por aquel sitio, avanzó unos pasos hacia el interior de la gruta. El mar se filtraba hasta allí creando un lago remansado del que sobresalía un peñasco situado en el centro, como un altar. Más allá, la bóveda se inclinaba y se hundía en las profundidades de la montaña. Camila se volvió y contempló la cala desde dentro de la gruta. Tuvo la sensación de encontrarse en una boca enorme que se dispusiera a engullir un tazón de caldo que la arrastraría hasta las tripas de la tierra, lo que le aceleró el pulso y la hizo salir con grandes prisas simuladas tras una bulliciosa alegría.

– ¡Es el mejor escondite del mundo! ¡Voy a bañarme!

Andrés, que no se había movido, soltaba gruñidos y meneaba la cabeza. Sólo alzó la mirada cuando advirtió que la niña se quitaba el vestido rojo, lo extendía con precaución lejos del alcance del agua y depositaba sobre él su reloj de pulsera. Camila llevaba puesto un bañador con faldita y volantes en los hombros. Aquel bañador había llegado como todo desde Palma. Se lo había regalado Felisa García un par de semanas atrás diciéndole que ya era mayorcita y que no podía bañarse en bragas. Cuando se quitaba la ropa y se quedaba cubierta únicamente con aquella prenda, su cuerpo parecía menguar como el de los caracoles cuando los atravesabas con un palillo y los sacabas de sus caparazones. A Andrés le parecía admirable que la niña continuara siendo la misma, tan desprotegida.

Camila le echó un vistazo al dirigirse a la orilla. Se sentía un poco inquieta, pero jamás habría reconocido que le daba seguridad la compañía de Andrés. Fue hasta el final del banco de arena y comprobó que el agua era completamente opaca y se movía con una inexplicable densidad, como una gelatina de un azul muy oscuro. Pero era un agua mansa, ella lo sabía, la misma de siempre aunque más honda y por lo tanto insondable, como el alma. Al avanzar un paso se dio cuenta de que la arena se precipitaba hacia el fondo, que desaparecía bajo sus pies. Se hizo la señal de la cruz para protegerse de las medusas y de sus íntimas inquietudes. Luego, sin tiempo para arrepentirse, tomó aire y se dejó caer de barriga.


La noche anterior Paco se había acostado tan borracho que fue incapaz de desvestirse. Felisa, que había vuelto a ponerse su camisón mallorquín, lo dejó que durmiera tal como se había desplomado en la cama. El hombre pasó la noche roncando, removiéndose con estertores de animal degollado y exhalando por toda la habitación el olor penetrante de su sudor. De madrugada Felisa se levantó para poner en marcha la cantina, y unas horas después, servidos ya los desayunos, encontró a su marido sentado de nuevo bajo la parra con una botella de vino sobre la mesa y el cabeceo derrotado de la embriaguez. Lo miró con desesperanza acariciándose la cadera dolorida. Pero Paco, que había notado su presencia y le había dirigido un vistazo de soslayo, no parecía tener fuerzas para enfrentarse a ella.

– Cuando algo va bien, haces lo que sea para estropearlo -dijo, casi con dulzura, Felisa García-. Siempre ha sido así, desde que nos casamos. No hay peor enemigo que el que tienes en casa… ¿Y sabes qué creo? Que te falta valor para vivir, que un día de estos aparecerás muerto en cualquier rincón, muerto del asco que te das a ti mismo.

– Déjame en paz -farfulló el cantinero.

Entonces, como si una alimaña le hubiera mordido en un tobillo, alzó las piernas con una fuerza increíble y la mesa se le vino encima. La botella que había sobre ella se hizo añicos contra el suelo tras golpearle en el pecho. Felisa retrocedió un paso, asustada. Paco aparcó la mesa manoteando con infinita torpeza, se cayó de costado y se puso en pie tambaleándose, los ojos inyectados en sangre. A punto estuvo Felisa García de salir corriendo, pero su marido no hizo ademán de avanzar hacia ella. Se arrancó el collar y lo tiró en dirección a la higuera.

– ¡Que me dejes en paz, cono! -gritó sin fijar la mirada en Felisa, incapaz de encontrarla aunque estaba delante de él-. ¡Que me dejes! ¡No te necesito! ¡Vete a tomar por el culo, hija de puta!

Salió a la plaza. Tras algunas indecisiones tomó el camino que llevaba al monte. Felisa García vio cómo se alejaba zigzagueando. «Eso, vete», murmuró para sí misma. Puso en pie la mesa resoplando por el esfuerzo, luego fue a recoger el collar. Se le partía el corazón, pero ya no quería aguantar aquello por más tiempo, no quería seguir viendo cómo su hombre se desmoronaba cada día un poco mas. v no quería que la arrastrara con él ni ponerse a salvo sola. Lo que deseaba Felisa García era tener otra vida, ser otra persona quizás, vivir en otro lugar o no haber nacido nunca. Todo ello tan imposible que se le llenó la garganta de lágrimas y se puso a llorar allí mismo, sin disimulo, porque no había nadie a la vista y podía permitirse aquel lujo. Luego, cuando toda su tristeza ya estaba fuera y empapaba el delantal con que se había limpiado la cara, aspiró aire con fuerza y se dispuso a reemprender sus actividades. Para Felisa García la desesperación no era sino un descanso al que se entregaba a ratos y que le limpiaba las entrañas.

Aquella mañana iba a hacer lo que siempre hacía cuando volvía a ser ella misma después de pasear un poco por el universo inaccesible de los deseos. Felisa García regresaba a la realidad como quien se lava las manos. Decía «Ay, Señor», y se encerraba en la cocina a pelar patatas y a preguntarse qué guisaría más adelante, pues aún no lo tenía decidido. Y muchas horas después, al acostarse por la noche, se diría que no había para tanto, que a fin de cuentas tenía una casa donde había criado a sus hijos, la misma casa donde sus padres habían envejecido y se habían reunido con Dios, y que disponía de comida suficiente para alimentar a su familia y argumentos sobrados para saber que los demás la necesitaban. En realidad, pensaría, no encontraba motivos para sentirse infeliz, y si en la oscuridad del dormitorio le volvían las lágrimas las dejaría correr porque allí tampoco la veía nadie, y se diría «Felisa, eres débil, qué le vamos a hacer», hasta que más o menos se quedaría o no dormida.

Así que aquella mañana murmuró «Ay. Señor» con el collar de oro apretado contra el pecho, y regresó a la casa para buscar en la cocina el sentido último de todas las cosas. Un estofado…, se dispuso a filosofar limpiándose las manos en el delantal de las lágrimas, ¿había algo más importante que un estofado? Asomada a la olla que removía para que no se le pegara el guiso, pensó la cantinera que sin duda había cuestiones cargadas de trascendencia, cuestiones terribles incluso, que marcaban para siempre la vida de las personas, pero nada tan imprescindible como un estofado. «Al fin y al cabo todas las personas comen -razonó-, y al comer demuestran lo que son mucho más que cuando piensan. Al comer no se equivocan.» Ahí estaba el meollo de la cuestión. Si finalmente, después de remover Roma con Santiago, los hombres acababan sentándose a comer y sólo entonces sentían que volvían a ser un poco ellos mismos, un poco ellos en una situación normal y relajada, como quien está por fin donde debe estar, ¿por qué se empeñaban en considerar fundamentales todas las barbaridades que hacían allá afuera en nombre de ya no sabían qué ideas o fidelidades? ¿Por qué se empeñaban en ponerlo todo en peligro, si al final sólo deseaban sentarse a comer?

Felisa García removió un poco más el contenido de la olla, la dejó al fuego y preparó unos bocadillos para Camila y Andrés, que iban a darse un baño. Cuando los chicos se hubieron marchado, fue a buscar su recado de escribir, una libreta con las cubiertas manchadas de grasa y un lápiz tan mordisqueado que parecía un tallo seco. Se sentó a la mesa y dedicó un buen rato a sus ejercicios de escritura,

Al mediodía lo tenia todo a punto. Había puesto los manteles nuevos en las mesas del bar y la olla inundaba la cocina de un olor imprescindible. Su pequeño imperio estaba listo para el regreso a la normalidad pero Leonor Dot apareció antes que nadie con inquietudes en las que la cantinera, preocupada por otros asuntos, no había aún reparado.

– ¿Los has visto? -preguntó la recién llegada-. ¿No han regresado todavía?

Felisa García cayó entonces en la cuenta de que Camila y Andrés habían ido a bañarse. Miró a su alrededor como si los buscara por allí, pues aquella mañana se había acostumbrado a perder todo cuanto tocaba. Luego se volvió hacia su amiga con expresión de culpabilidad.

– Les he preparado bocadillos de panceta. Quizá se hayan entretenido. Los jóvenes sólo se acuerdan de nosotras cuando tienen hambre.

– Camila sabe que tiene que estar aquí a la una, es la única condición que le pongo… y ya son casi las dos.

Felisa, que se había limpiado las manos en el delantal y luego había empezado a estrujarlo como si degollara un pollo, contempló la cantina vacía.

– A lo mejor ha perdido el reloj -conjeturó-, No deberías dejar que fuera con él a bañarse.

Poco después apareció el Lluent, que acababa de amarrar la barca. Había salido por la costa a comprobar las nasas, pero no había visto a los jóvenes bañistas. Tras tomar asiento y frotarse un poco los muslos doloridos aclaró el pescador que él había ido hacia el sur, en dirección contraria a la que solían tomar Camila y Andrés. Más tarde entró Benito Buroy. Se encogió de hombros al ser interrogado, hizo un gesto de negación con la barbilla y fue a sentarse a su mesa del fondo. El último en llegar fue el aviador alemán. La imposibilidad de entenderse con los isleños había entregado a Hermann Schmidt a una radical misantropía que entretenía con largos paseos, y ya sólo aparecía por la cantina para comer. Tres días después llegaría la barca que iba a sacarlo de allí, y aquello era lo único que le interesaba.

– Nunca se han retrasado tanto -dijo Leonor Dot con la voz quebrada-. Esto es que les ha pasado algo, seguro que les ha pasado algo.

Se asomó a la puerta para contemplar la plaza, cruzó los brazos y, cubriéndose la cara con una mano, comenzó a sollozar. Felisa García intentó retirarle la mano de la cara, pero Leonor se resistió.

– Perdóname… -dijo-. A veces pierdo los nervios. No podría soportar que le pasara algo a mi niña. Ya son demasiadas cosas…

La cantinera soltó un exabrupto, salió al exterior y se encaminó hacia la Comandancia Militar, Poco después regresaba con el capitán agarrado por un brazo, mientras el camión abandonaba su reposo a la sombra en dirección al campamento.

– ¡Ya está! -afirmó, como si todo estuviera resuelto-. Constantino ha enviado una patrulla a buscarlos. Dígaselo, Constantino… Dentro de nada los traerán cogidos por las orejas. ¡Me va a oír ese idiota de Andrés! ¡Vaya si me oirá!

El capitán contempló algo azorado a Leonor Dot, que tenía los ojos enrojecidos y los labios tan apretados que le temblaban levemente.

– No se preocupe -dijo.

Ante la pobreza de aquella aseveración pensó que era conveniente revestirla con un argumento más sólido. Y, recordando su constante otear del horizonte en busca de la escuadra enemiga que devastaría Cabrera y los pasaría a todos por las armas, empezando por él, buscó tranquilizar a aquella mujer de la misma manera que se tranquilizaba a si mismo. Hinchó el pecho y concluyó con aplomo:

– Las tragedias que no se esperan son las únicas que al final suceden. Se lo digo yo, que soy militar.


Hacia ya casi tres horas que los soldados habían salido en busca de los jóvenes desaparecidos, y aunque no había ninguna noticia de ellos, el capitán Constantino Martínez acababa de pasar por el bar para pedir de nuevo a Leonor Dot y a Felisa García que no se preocuparan, que todo estaba bajo su control. Luego había vuelto a encerrarse en su despacho a esperar, tal como hacían ellas, sentadas a una de aquellas mesas con manteles nuevos. Las dos mujeres se miraban sin saber qué hacer.

Un rato antes, Leonor Dot había suplicado al Lluent que la sacara en su barca, pero el pescador se negaba asegurando que el cielo se veía triste, que el mar estaba sombrío y revuelto y que en aquellas condiciones no podrían acercarse a la costa. Y estaba en lo cierto. La proximidad del atardecer encrespaba las aguas, que hasta en el interior de la bahía se movían con inquietud de agitaciones submarinas. Parecía que una tormenta se estuviera gestando bajo las olas, pero nada de aquello importaba a Leonor Dot. Fuera de sí, había golpeado al Lluent con los puños gritándole que era un viejo borracho y cobarde, hasta conseguir que el pescador acabara desoyendo por primera vez los avisos del cielo y se embarcara, aunque sin aceptar llevarla con él, para regresar al poco tiempo empapado por completo y con los brazos entumecidos. «Si el mar no te deja, no se puede», había comentado con desesperanza mientras amarraba la barca de nuevo al espigón. Desde entonces paseaba por el muelle como un animal enjaulado.

Sólo un hombre podía encontrar a los dos jóvenes, e iba a hacerlo por casualidad. Después de tantos meses de reclusión, Markus Vogel conocía al dedillo todos los recovecos de la isla. A menudo salía a caminar por la soledad absoluta de aquellos parajes, o a observar desde el monte la vida en la plaza. Aunque no solía aparecer por allí, y la amenaza de Benito Buroy se lo impedía ya por completo, había días en los que necesitaba espiar a los otros para sentirse acompañado. Y aquél era uno de esos días. Mientras Leonor Dot y Felisa García esperaban sentadas a una mesa de la cantina, él cruzaba el monte en dirección al pueblo. Un rato después llegaba al sendero que horas atrás tomaran Camila y Andrés, y se asomaba al escarpado que se despeñaba hacia las olas más allá del cementerio. Allí se detuvo a contemplar la línea de la costa que el mar había ido quebrando hasta formar diminutas calas que se resguardaban entre los brazos de roca que aguantaban la erosión. En una de ellas, no lejos de donde estaba, alcanzó a ver una patrulla militar. Los soldados husmeaban por entre las grietas como si buscaran erizos. Markus Vogel conocía bien aquel lugar, pues era ahí donde Camila solía bañarse. En más de una ocasión había espiado a la niña desde lo alto del acantilado. Le gustaba verla flotar con los brazos en cruz, ingrávida sobre el lecho marino, tan inmóvil y tan viva en medio de aquel paisaje desolado.

Alzó la mirada hacía lo alto. Un trueno le había retumbado en el estómago y el cielo se encapotaba con rapidez. Markus Vogel cambió de idea y decidió regresar a su cueva antes de que la lluvia lo sorprendiera, pero ya era demasiado tarde. Caían sobre él goterones lentos y espaciados que rompían sobre las rocas como burbujas grávidas. El ermitaño sabía que aquél era el preludio de una tormenta que no tardaría en descargar. Comprendió que no tenía tiempo para alcanzar su refugio, pero conocía un lugar donde guarecerse. Cerca de allí había una cala con una gran cueva.

Retrocedió bordeando el acantilado hasta llegar a un saliente en el que crecía un corazoncillo de flores amarillas. En aquel lugar se abría una falla que el paso de los siglos había convertido en una escalera de vértigo. Fue entonces, al acercarse a ella, cuando vio desde lo alto del acantilado, en la pequeña lengua de arena, a Camila tumbada de costado, inmóvil.

El ermitaño tuvo que serenarse para iniciar el descenso. El corazón le bombeaba con tanta fuerza que le daba la impresión de que iba a perder el equilibrio, pero aun así fue bajando con cautela repitiéndose a sí mismo que lo importante era llegar, mantenerse firme para socorrer a Camila. De vez en cuando se detenía, miraba hacia abajo y gritaba el nombre de la niña, pero ella continuaba sin moverse. Cuando alcanzó la cala, avanzó unos pasos con la misma lentitud con que había descendido, como si también allí pudiera despeñarse. Lo que en realidad hacía era demorar el momento en que Camila estaría entre sus brazos. Tenía miedo de la frialdad de su cuerpo.

La niña le daba la espalda. Estaba desnuda y con el cuerpo encogido a merced de las olas que, tras batir en las rocas que la rodeaban, se desplomaban con placidez sobre la arena. La espuma blanca jugaba con su melena, que se abría y cerraba como un abanico movido por una mano invisible. Unos tallos de algas, de un color verde intenso aunque transparente, se habían enredado entre sus pies. Parecía que el mar la hubiera depositado allí tras pasearla por sus ocultas profundidades.

Markus Vogel se repuso a la impresión y tocó el hombro de Camila. Al hacerlo encontró la frialdad que tanto lo asustaba, pero aquello, en lugar de paralizarlo por completo, le devolvió el aplomo que necesitaba para voltear el cuerpo de la niña, contemplar un instante la palidez de su cara y apoyar un oído contra su pecho. No supo si era su propio corazón el que le bombeaba en el interior de la cabeza. Se separó del torso de Camila, tomó aire un par de veces y volvió a intentarlo. Entonces pudo escuchar, con perfecta nitidez, que dos corazones latían dentro de él.

Aquello acabó con sus defensas. Cogió a la niña por las axilas, la abrazó contra su pecho y, mientras le palmeaba las nalgas y las piernas para limpiarla de arena y de algas, comenzó a gritar pidiendo ayuda. Pero los soldados se encontraban muy lejos de aquel lugar y Markus Vogel estaba solo junto al mar embravecido, bajo aquella lluvia morosa y persistente. Nadie iba a acudir en su ayuda. Buscó a su alrededor cualquier cosa que le permitiera cubrir a Camila, y fue entonces cuando descubrió a Andrés sentado en una roca junto a la gruta que se abría en el acantilado. Asentía compulsivamente con la cabeza, la mirada extraviada y las manos atenazadas en las rodillas.

– ¡Ayúdame! -gritó Markus Vogel.

Su voz pareció sacar a Andrés del trance, pero aquello fue mucho peor para el muchacho. Se puso en pie de un salto, contempló al alemán con un pánico desorbitado y ascendió por la falla con la agilidad de una cabra. Markus Vogel lo vio desaparecer en lo alto de la cornisa. Se había quedado solo allí, con Camila entre los brazos. Le sostuvo la cabeza por el cogote, como si fuera la de un recién nacido, y la besó en la frente. Luego le friccionó la espalda. Cargando su cuerpo inerte sobre un hombro, se dispuso a subir por donde lo había hecho el hijo de la cantinera.


Hermann no se cansa de mirarme desde la sombra del emparrado. Es alemán como Markus, pero no tiene nada que ver con él. Aunque sólo Markus le entiende, parecen haber venido de mundos muy distintos. Aquí Hermann no cae bien a nadie excepto a mí. Ni siquiera le cae bien a Benito, que es el hombre más antipático del mundo. Ahora Benito se muestra más abierto y hasta a veces sonríe cuando se cruza con mama y conmigo, dejándonos claro que no está de su lado sino del nuestro. Tampoco cae bien Hermann al capitán Constantino, que se queja de que su avión se estrellara cuando la barca de los víveres ya hacía horas que había regresado a Mallorca, Se lamenta el capitán de que, por culpa de esa coincidencia, tendrá el alemán que estar con nosotros una semana entera hasta que por fin lo repatrien a su país. Porque para Hermann, según dice mamá, estar aquí es estar en ninguna parte, por ser nuestro país neutral en la guerra. Lo cierto es que se le ve preocupado por cosas que no son de aquí, irritado por estar en esta isla que para él es como el limbo. Y eso es natural, porque se trata de un hombre comprometido con las cosas que depende de él. Basta con observar sus ojos profundos y siempre preocupados.

Yo intento mirarlo cuando parece distraído, pero es difícil porque está atento a todo lo que hago. Me sigue con la mirada y una sonrisa entristecida en la boca, como si no tuviera otra cosa que hacer que verme pasar. A mi me incomoda tanto que, al alejarme, me vuelvo de repente para sorprenderlo mirándome, pero Hermann, lejos de cortarse, remventa su sonrisa y la vuelve aún más melancólica y desprotegida. Mamá me dice que no me acerque a ese hombre, que es peligroso como una tintorera. Pero yo estoy segura de que no es verdad. A mí me da pena verlo ahí, sentado sin hacer nada, con todas las horas vacías por delante, largas como vidas enteras. Me da la misma pena que me daba papá cuando Cegaba a nuestra casa de Barcelona y se sentaba en el salón y hundía la cara entre las manos porque le estaban quitando todo lo que tenía. Y es que los hombres como papá, que era el mejor, y también otros que llegan desde muy lejos como Hermann, dan mucha pena cuando pierden lo que son.

Es entonces cuando, cegados por la rabia y la desesperanza, hacen cosas que nadie puede entender. Esta mañana Hermann ha querido que el Lluent le llevara a costear la isla en su barca. Desde allí ha estado disparando con su pistola a todo cuanto veía, a los salientes de las rocas, a los troncos de los árboles y a las pocas cabras que se le ponían a tiro. Una de ellas, alcanzada por las balas, se ha despeñado y ha caído al mar. Yo creo que Hermann sólo quería desfogarse, que no lo ha hecho a propósito. Pero, en cuanto el Lluent ha pisado las piedras de! muelle, se ha ido directo al despacho del capitán Constantino. Las voces del pescador se oían desde la plaza, tan alteradas que el capitán, que conoce su carácter, ha pensado sin duda que aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. Aunque se le veía con muy pocas ganas de hacerlo, se ha dirigido a la cantina para decirle al aviador alemán, mediante signos, que su arma quedaba confiscada. Hermann se ha resistido a entregársela, pero estaba obligado a hacerlo. Por fin la ha puesto sobre la mesa murmurando un par de frases que, aunque no podían entenderse, no han sonado nada bien. Parecía muy enfadado.

Constantino no sabía cómo reaccionar. Se ha limitado a coger la pistola y a salir de la cantina para encerrarse de nuevo en su despacho. En el aire ha quedado una sensación de odio extremo, de guerra interrumpida. Y ése es otro problema que tienen los hombres, que no saben dar las cosas por acabadas. Hasta a papá, cuando llegaba a casa y venía a mi cuarto a darme las buenas noches, se le veía agobiado e insatisfecho como si el día no tuviera suficientes horas o si él, pese a haber hecho lo imposible por resolver todos sus asuntos, no hubiera llevado a buen puerto nada de lo que realmente le interesaba. Se quedaba sentado en el salón, sin poder conciliar el sueño. Mamá le hacía una infusión y le decía «no te preocupes, todo se arreglará». Pero nada se arreglaba porque los hombres viven sin interrupción y eso hace que estén siempre inquietos. Estoy segura de que ahora mismo el capitán Constantino, y Benito, y Hermann, y Paco y el Lluent andarán dando vueltas y más vueltas a las causas pendientes que les impiden cerrar cada noche un capítulo y abrir uno nuevo a la mañana siguiente, como hago yo cuando escribo este diario. Parecería que todos buscaran vengarse los unos de los otros, y que eso les llevara a vivir en suspenso, esperando el momento de hacerlo.

Por este motivo se vuelven locos a veces y matan sin querer una cabra, o hacen cosas todavía más difíciles de entender.


El médico del campamento salió al porche limpiándose las manos con un trapo de cocina. Leonor Dot y Felisa permanecían en el interior, junto a la cama donde reposaba Camila, mientras los hombres esperaban el diagnóstico bajo la lluvia morosa que anunciaba la llegada del otoño. Estaba incluso Benito Buroy, que nunca había visitado aquella casa, un tanto apartado para situarse fuera del alcance de la luz de la bombilla. Todos se habían vuelto hacia el médico, pero éste, sin dejar de pasarse el trapo por las manos, caminó hasta el final del pavimento y paseó la mirada por la oscuridad de la noche.

– Yo no estudié para esto -dijo sin volverse hacia ellos-. Lo mío es sacar balas y entablillar huesos rotos. Soy militar y atiendo a hombres que luchan. Sé cómo tratarlos cuando los hieren. Pero no estoy preparado para otro tipo de heridas.

El capitán Constantino Martínez abrió los brazos en señal de impaciencia. Avanzó hasta el médico y lo cogió por un codo.

– Venga, hombre de Dios, díganos cómo está. -Tiene una ligera hipotermia que se le pasará con un poco de calor. Es una chica con una constitución muy fuerte. El médico miró entonces al capitán. -Eso no es lo malo… La han violado. Por suerte no hay desgarro y su vida no corre peligro, pero la ha afectado mucho, como es lógico. No reacciona. Está consciente, eso creo.

Sin embargo, no habla ni se mueve. Usted me pregunta cómo se encuentra y no sé qué contestarle. Ya le he dicho que lo mío es sacar balas de un hombro o de una pantorrilla… Le he administrado un sedante, no sé si era lo más correcto.

Se hizo un espeso silencio. El capitán le miraba como si no fuera capaz de entenderle, y Markus Vogel, recostado contra la pared, se había tapado la cara con las manos. Sonó entonces, arrastrada y lenta como un tórrido soplo de viento, la voz del Lluent.

– Sólo quiero saber quién lo ha hecho. -Y yo qué s¿. La niña no abre la boca y las mujeres no quieren atosigarla… Tienen razón, es mejor dejarla descansar. Habrá que esperar a que se recupere.

Continuaba cayendo una lluvia escasa y persistente, pero no hacía frío y los hombres la ignoraban. En el interior de la casa resonaba la voz de Felisa García, que rezaba o maldecía. La noche se había vuelto tan opaca que parecían encontrarse en el fondo de una sima, a muchos metros por debajo cíe cualquier parte o en lo más profundo del mar. Benito Buroy, que había permanecido apartado, avanzó un par de pasos. Dio la sensación de que emergía de las tinieblas.

– Aquí no se puede hacer nada -dijo-. Me voy a dormir.

No se molestó siquiera en mirar a Markus Vogel. Cruzó la única estancia de la casa y se encaminó hacia la plaza. Al poco oyó unos pasos tras él. Era el médico.

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