5

Después del encuentro en plena noche, Mike durmió mal, acosado por visiones de su nueva comandante y de sus ojos distantes y voz aún más lejana. Se preguntó de dónde diablos había salido tanta frialdad. Y por qué se negaba a reconocer la noche que habían pasado juntos, aunque solo fuera entre ellos. A pesar de lo mucho que se esforzaba por entenderlo, no lo conseguía.

Comprendía lo obvio. Ella se avergonzaba de lo que habían compartido. Pero, ¿por qué eso dolía?

En cuanto a él, le estaba costando reconciliar la idea de la mujer a la que había abrazado toda la noche, que le había mostrado tanta pasión y deseo, con la persona fría a la que le habían presentado ese día. Abandonó la esperanza de dormir y se levantó antes del amanecer, sintiéndose aún insultado y enfadado, aunque no fuera algo racional. Había deseado esa oportunidad, había trabajado años por ella. No dejaría que nada se la estropeara.

Sabía cómo iba a pasar el día… diablos, probablemente la semana siguiente. Estaría en el simulador. Sería algo tedioso, largo y restrictivo; todos tendrían que ponerse el equipo de buceo. Aunque primero debía eliminar parte de esa energía inquieta. Podía ir al gimnasio a nadar un poco, pero como en el futuro inmediato iba a pasar todo el tiempo en el agua, decidió salir a correr.

Caminaba por el pasillo cuando Jimmy asomó la cabeza por la puerta de su habitación. Con expresión cansada, miró el atuendo de Mike antes de gemir.

– Perfecto. Vas a hacer que todos quedemos mal ante la… -miró a derecha e izquierda, luego bajó la voz hasta un susurro de conspiración-… Reina de Hielo.

– ¿Quién?

Frank sacó la cabeza por otra puerta con el ceño fruncido. Al ver a Mike y a Jimmy, sonrió con gesto somnoliento.

– Eh, igual que en los viejos tiempos. ¿Vais a correr? Esperadme…

– No -se apresuró a decir Jimmy, pero Frank ya había desaparecido en el interior de su habitación. Jimmy suspiró-. Maldita sea, ahora yo también tendré que ir para manteneros a los dos a raya.

– Espera -indicó Mike-. Con respecto a eso de la Reina de Hielo… -pero el otro le había cerrado la puerta en las narices.

Había querido estar solo, quemar esa energía inquieta e imposible de negar, pero ya no iba a poder ser. Quizá fuera lo mejor. Quizá pudiera dejar de pensar y empezar a disfrutar.

A los dos minutos, Frank y Jimmy estaban vestidos y listos para correr, y justo cuando los tres avanzaban por el pasillo, se abrió otra puerta. Vestida con unos pantalones cortos, una camiseta holgada y gafas de aviador que le ocultaban por completo los ojos, salió la comandante. Primero vio a Jimmy y a Frank, que en ese momento se hallaban delante de Mike, y sonrió.

– Eh, chicos. ¿Queréis compañía? Entonces Mike salió de detrás de ellos. A falta de un mejor saludo, alzó la mano y movió los dedos.

La expresión de ella se paralizó.

– Hola -saludó y miró a través de él, como si treinta horas atrás no la hubiera tomado de todas las maneras.

Frank miró a Mike.

– Hemos sacado a este perezoso de la cama, comandante. Lo vamos a obligar a correr esta mañana para que pueda estar en tan buena forma como tú.

– No quería venir -intervino Jimmy-. Deberías haber escuchado todas las palabras nuevas que nos enseñó, y eso que se lo pedimos con educación.

Mike observó mientras el buen humor luchaba con la cautela en el rostro de Corrine. Aún no se acostumbraba a su verdadero nombre, aunque le sentaba bien. Igual que el equipo. Era evidente que se habían convertido en un grupo durante el tiempo que habían pasado juntos. Su camaradería era positiva para la misión.

No le sentaba bien a él. Para empezar, odiaba ser el nuevo. Quería caerle bien, no que lo mirara como si fuera una especie de pervertido. No podía entender cómo era capaz de pasar de ser una mujer suave, risueña y llena de pasión a una mujer dura como un clavo, seria y con un control absoluto.

Y luego estaba la gota que colmaba el vaso… era su comandante. La había visto desnuda, abierta bajo él y pidiendo más, y era su maldita jefa.

– Vamos -dijo con toda la ligereza que pudo mostrar-. Veamos quién aguanta más. Y para que lo sepáis -añadió en dirección a Frank y a Jimmy-, pretendo agotaros a los dos.

Sus amigos intercambiaron unas sonrisas.

Eso hizo que Mike multiplicara su determinación. Empezaron a un ritmo rápido. A Mike no le costó mantenerlo, pero recordó que Jimmy y Frank no eran dos de los hombres más disciplinados. Curiosamente, en ése momento lo eran.

Corrine se mantuvo con ellos, silenciosa y decidida, y él se preguntó cuánto tiempo aguantaría. También quiso saber cómo iba a ceder. ¿Se retrasaría con elegancia o se mataría para tratar de resistir? Se dijo que no le importaba. Fuera como fuere, le brindaría gran placer verla sudar.

Después de los veinte minutos, nadie había aminorado, pero Mike comenzaba a sudar. Jimmy y Frank también, en especial porque no habían dejado de hablar acerca de las hazañas que habían compartido con Mike en Rusia.

– Deberías haber visto a la multitud después de aterrizar en el noventa y siete -le dijo Frank a Corrine, que podía estar escuchando o no, ya que en ningún momento frenó el paso ni giró la cabeza-. Las rusas no se cansaban de Mike. Es una celebridad. Gritaban como si fuera Mel Gibson.

Jimmy bufó.

– Sí, y a nosotros nos tocó lo peor al tener que mantenerlas apartadas de él. Y hubo una que logró escabullirse y meterse en su ducha en la habitación del hotel. ¿Te acuerdas, Frank? ¿Recuerdas cómo Mike se puso a gritar como si fuera una nenaza?

– Me asustó -se defendió él, mirando de reojo a Corrine.

Ella se mantuvo impasible.

– Oh, pobrecito -dijo Jimmy, jadeando para respirar-. Eh, ¿todavía puedes conseguir a una mujer diferente por noche si quieres?

– Eh… -otra mirada a Corrine le aseguró que ella escuchaba; el rostro había adquirido una tonalidad más rojiza. Lo que no sabía era si eso representaba bochorno o ira-. Jamás tuve a una mujer diferente por noche.

– Es cierto. Los domingos descansabas.

«Decididamente, ira», pensó Mike al ver que la cara de Corrine se oscurecía más. Frank y Jimmy quedaron encantados con su creciente incomodidad, pero no podían saber que sin darse cuenta habían revelado partes de su vida que bajo ningún concepto quería exponer delante de esa mujer.

Al parecer todavía no había dejado de ser el amante de Corrine para pasar a ser su compañero de equipo. Tarde o temprano iba a tener que conseguirlo.

A1 llegar a los cuarenta minutos, empezó a jadear, pero se negó a mostrarlo y se distrajo mirando a su comandante. Decidió que la ropa que llevaba era un delito. Poseía un cuerpo increíble, exuberante y con curvas en los sitios adecuados, aunque era como el acero en otros. Lo sabía ya que había besado, succionado y acariciado cada centímetro de ella.

Pero tanto el día anterior con su traje severo como en ese momento con las prendas de correr, lo ocultaba todo. Eso solo iba a matarlo, si antes no lo hacía el ritmo que imprimían a la carrera. Y de pronto tanto Frank como Jimmy aminoraron hasta ponerse a caminar y les indicaron con las manos que continuaran.

Mike miró a Corrine, más que dispuesto a dejar que reconociera la derrota, porque no había que confundirse, estaban en una especie de estúpida competición, y él pensaba ganar. Ella ni lo miró y continuó con la vista al frente, con las manos y las piernas sincronizadas en el ritmo que imponían. Y apenas sudaba.

– ¿Cansada? -preguntó él con toda la indiferencia que pudo al tiempo que respiraba agitadamente-. Porque podríamos aminorar un poco el paso.

– Como quieras -dijo, y de hecho lo incrementó para adelantarlo.

«Santo cielo», fue lo único que pensó Mike, acelerando como había hecho Corrine.

Iba a matarlo.

– Por favor, no sigas por mí -soltó ella por encima del hombro con voz tan controlada que potenció la frustración de Mike.

Él apenas podía respirar, mucho menos contestar.

– Estoy bien -soltó con los dientes apretados.

– Lo que digas.

Continuaron otros dos kilómetros en silencio mientras él echaba chispas al recordar que en el hotel le había sugerido que descansara mientras subían un maldito tramo de escaleras.

Pasado un rato, ella lo miró.

– Por el amor de Dios, Mike, para. ¿Quieres?

– No.

– Te puede la obstinación.

Cierto, pero jamás se lo iba a reconocer.

– ¿Y si te ordenara que pararas?

– No puedes hacerlo.

– ¿Por qué no? -se subió las gafas hasta la cabeza y lo miró con sus ojos de color medianoche.

– No puedes ordenarme que haga nada -jadeó-. No estamos trabajando.

– Debí imaginarlo -apretó la mandíbula pero no aminoró-. Eres un cerdo machista.

– ¿Qué?

– No puedes trabajar para una mujer, ¿eh?

– ¡Ja! -jadeó, pero tuvo que callar para concentrarse en obtener oxígeno para su pobre cuerpo-. Puedo trabajar para una mujer. Y… -y estaba sin aire- no… soy… un cerdo.

– Un cerdo machista.

Era evidente que intentaba que se enfadara, pero antes de que pudiera acusarla de eso, Corrine disminuyó el paso hasta detenerse. Sin prestarle atención, se puso a realizar una serie de estiramientos mientras Mike simplemente se concentraba en mantenerse consciente.

La observó mientras abría las piernas, se inclinaba y apoyaba las palmas de las manos en la tierra. Durante un momento, los pantalones se tensaron sobre su trasero duro y redondo y las manos de Mike tuvieron ganas de tocárselo. No podía creer que no hubiera notado la forma extraordinaria que tenía, mejor que la suya, y eso que estaba orgulloso de mantenerse en buen estado físico.

– Escucha -Corrine se irguió de pronto y lo miró directamente a los ojos-. Veo que vas a tener problemas al trabajar a mis órdenes, pero debes superarlo. Eres nuestra tercera y última elección. No hay nadie más. No voy a comprometer la misión.

No supo si sentirse halagado o insultado, de modo que permaneció allí como un idiota.

– Tu reputación te precede -continuó ella, apartándose un mechón de pelo rebelde de la cara-. Tanto dentro como fuera del transbordador. Soy bien consciente de tu perfil, pero no esperaba tener problemas tan pronto.

Él parpadeó y se irguió, olvidados los problemas de respiración y musculares.

– ¿Perdona? ¿Problemas?

Ella simplemente lo miró.

– ¿Te refieres al hecho de que estuvimos desnudos? -soltó sin rodeos.

Ella alzó más la barbilla y le apuntó con un dedo.

– Y quiero que pares eso.

– ¿Parar qué, exactamente?

– Aludir a… ya sabes.

– ¿A estar desnudos? -preguntó, sintiéndose perverso y enfadado, lo cual no era una buena combinación-. ¿O al sexo?

Ella giró en redondo y se marchó. Como caminaba a un paso rápido y él no podría haberlo hecho sin gemir, la dejó marcharse. Pero se dijo que aún no habían terminado.


El equipo pasó el día en el simulador, trabajando en algunos de los experimentos que llevarían al espacio. Aunque en el espacio reinaba la ingravidez, no era fácil moverse entre tanta maquinaria.

Corrine sabía que el público en general desconocía lo fuerte que tenía que ser un astronauta. Para mover una gran masa, lo que describía toda su maquinaria, había que aplicar una gran fuerza, con cuidado de ejercerla con precisión o el objeto se pondría a girar sin control. Para detener cualquier movimiento se requería una fuerza igual de grande, bien dirigida y controlada.

En otras palabras, fuerza bruta.

Incluso algo tan sencillo como tratar de colocar un tornillo requería delicadeza. Esa clase de maniobra no podía realizarse mientras se flotaba en la cabina. Se necesitaban anclajes o apoyos con el fin de aplicar la fuerza, lo que a su vez requería técnicas especiales, herramientas especiales y procesos especiales, y a menudo los esfuerzos coordinados de un compañero de equipo. Todo, hasta las tareas más sencillas, tenía que practicarse una y otra y otra vez.

Uno de los desafíos más grandes a los que se enfrentaban era que un verdadero entorno espacial no se podía simular con exactitud en la tierra. De ahí los «simuladores» en el agua, con los astronautas vestidos como buzos. Era lo más próximo que podían estar de la experiencia verdadera, incluso con los vastos avances tecnológicos del presente.

Aquella noche, Corrine se metió en la cama pensando que las cosas habían salido bien. Siempre que descartara las miradas penetrantes que había recibido de su piloto, Mike Wright.

Aún no podía creer en la mala suerte que había tenido y se preguntó si ya ni siquiera podría permitirse disfrutar de una aventura anónima.

Si Mike decidía contarlo, dejaría de ser anónima en un abrir y cerrar de ojos. No podía permitir que el resto del equipo supiera lo que había hecho con él en un momento de debilidad egoísta. Y lo que había hecho aún no le permitía dormir. No era capaz de cerrar los ojos sin sentir el roce del cuerpo de él, sin recordar su sabor o los sonidos sexys que emitía cuando…

Se dio la vuelta y clavó la vista en el techo, pero la dominó una sensación casi insoportable de soledad. «¿Por qué ahora?», se preguntó. Era la vida que por voluntad propia había elegido. Había sabido que sería un mundo altamente competitivo, que para conseguirlo abandonaría cualquier capricho de su feminidad. De hecho, lo había anhelado… jamás podría destacar siendo solo… bueno, una mujer. Entonces, no sabía a qué se debía esa súbita añoranza de ser simplemente eso, de ser vulnerable, blanda. De dar. Incluso de amar.

Todo con Mike.

Solo con mirarlo había perdido la cabeza. Y también él lo había sabido; podía percibirlo en su sonrisa lenta.

Eso tenía que parar. Había disfrutado en una ocasión y con eso debía bastar. Debería acabarse. Pero no era así. Ni siquiera era capaz de mirarlo sin experimentar esa estúpida y adolescente reacción de flojera en las rodillas, algo que la enfurecía de verdad.

Había leído su historial para obtener información personal. Tenía cuatro hermanos, todos militares. También su padre era militar. Su madre, rusa, había muerto cuando Mike contaba solo cuatro años, de modo que no era de extrañar que fuera tan increíblemente masculino. Había crecido en una casa llena de cromosomas Y, y luego había pasado a una industria sobrecargada de testosterona.

Se dio la vuelta para golpear la almohada y decidió que ahí radicaba el problema. Porque así como Mike sabía cómo tratar a una mujer… después de todo, la había hecho ronronear en más de una ocasión, no tenía ni idea de cómo hacer algo que no fuera consentir a una mujer, mucho menos trabajar para una. Ser un subordinado de ella iba a ser algo completamente desconocido para él, y como ambos iban a necesitar el control… podía ver que esa misión no iba a marchar sobre ruedas.

Lo que no conseguía ver era qué podía hacer al respecto.

Cerca de él no era la misma. Le costaba mantener la fachada ecuánime y fría que le gustaba, principalmente porque él conseguía atravesarla con pasmosa facilidad. Odiaba eso.

Suspiró y se levantó de la cama para su habitual visita de medianoche al cuarto de baño. El pasillo estaba en silencio, tanto cuando entró como cuando salió dos minutos más tarde. Razón por la que estuvo a punto de chillar cuando volvió a chocar contra un torso sólido como una roca.

– Mike -susurró cuando esas manos grandes se alzaron para estabilizarla.

– Es extraño encontrarte aquí.

– ¿También tienes la vejiga débil?

– No tengo nada débil.

– Todo el mundo tiene una debilidad.

– Lo que yo tengo -susurró mientras le tomaba el pelo recogido- es debilidad por el pelo largo y oscuro libre, y por unos ojos azules que se derriten de deseo cuando me miran, en vez de esos dos trozos de hielo.

– Me vuelvo a la cama.

– No hasta que hablemos.

– Es tarde.

– De hecho, es temprano -apretó la luz del reloj para ver la hora-. Necesitamos acabar con esta situación, Corrine.

– Quizá preferirías volver a tratar de ganarme corriendo mañana.

– Sí, te subestimé -frunció el ceño.

– No me consideraste más que una muñeca frágil.

– No era de esto de lo que quería hablar.

– Apuesto que no. Mira, Mike, esto nunca va a funcionar. Seguro que puedes verlo. Tienes un problema con que yo sea la comandante de la misión.

– E1 problema que tengo contigo es que finges que no me conoces. Que finges que no nos acostamos juntos, que no hicimos el amor…

Le plantó la mano en la boca y miró en ambas direcciones para asegurarse de que nadie los oía.

– Maldita sea -musitó-. ¿Podrías dejar de hablar de eso? ¿Por qué es nuestro único tema de conversación?

Le apartó la mano de la boca y la hizo retroceder despacio contra la pared, hasta dejarla con la fresca escayola a la espalda y su encendido cuerpo por delante.

Corrine no se había detenido a pensar en el pijama que llevaba… unos pantalones cortos y una camiseta suelta. Como era su favorito, el uso lo había suavizado mucho. De hecho, era lo bastante fino como para sentir cada centímetro de él, y su cuerpo reconoció lo mucho que había disfrutado de esos centímetros, porque cerró los ojos para concentrarse en las sensaciones.

– Corrine -susurró, como si tampoco él pudiera evitarlo-. No te entiendo. Ayúdame a hacerlo. ¿Por qué simplemente no podemos… dejarnos llevar? ¿Por qué hemos de soslayar esto?

¿Y tenía que preguntarlo? Había un millón de razones, empezando por el hecho de que tenían que trabajar juntos, sin estorbos personales por medio. La misión dependía de ello. La NASA contaba con ello. Había en juego miles de millones de dólares de los contribuyentes. Nada podía entorpecerlos emocionalmente.

– No hay un «esto» -aseveró con una contundencia que no sentía.

Él le pasó un dedo por la línea de la mandíbula y bajó por el cuello hasta donde los latidos se le habían disparado.

– Mentirosa -reprendió con voz suave mientras los pezones de Corrine se contraían y se marcaban a través de la fina tela de la camiseta.

– Mike.

– Sí.

Emitió un sonido de impotencia. «Oh, Mike» ¿Por qué no podía olvidarlo? ¿Qué tenía lo que habían compartido en la oscuridad de la noche, sin música ni velas, sin elementos románticos, sin nada más que ellos dos volviéndose hacia el otro? Solo se habían necesitado a si mismos, y eso era lo que la asustaba.

La aterraba.

– No puede haber un esto -murmuró.

– Oh, sí que lo hay -el dedo continuó por su sendero descendente hasta el borde del cuello de la camiseta. Se acercó aún más, bajó la cabeza y mordisqueó la piel que había revelado, mientras con los dedos proseguía el implacable asalto a sus sentidos.

La parte de atrás de la cabeza de Corrine golpeó la pared cuando perdió la capacidad de sostenerla erguida.

– Mike…

– ¿Cómo puedes ignorarme? -respiró sobre su piel-. ¿Después de lo que compartimos?

– Solo… fue… sexo -jadeó mientras él subía esa boca por su cuello y los dedos jugaban con el borde de la camiseta y la curva de su pecho.

– Sí. Sexo. Un sexo magnífico -aguardó hasta que Corrine lo miró-. Te hice experimentar varios orgasmos, ¿recuerdas? -pegó las caderas a las de ella-. Una y otra vez, hasta que gritaste.

Ella creía que iba a gritar en ese momento.

– Para -como deseaba hablar en serio, apoyó una mano en el pecho de él-. Quiero que olvides todo aquello. Si pretendemos que esto salga adelante, tienes que olvidarlo.

– Corrine…

– Olvídalo, Mike -y mientras aún tenía fuerzas, se apartó. Pero en vez de volver a la cama, se metió en el cuarto de baño y abrió la ducha.

Fría.

Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro helado, habría jurado que escuchaba la risa baja y burlona de Mike.

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