9

Mike entró en la sala de conferencias y el corazón de Corrine se disparó como un cohete.

– Buenos días -saludó fríamente: Nadie tenía que saber que estaba al borde de la muerte o que le sudaban las manos de nervios por el simple hecho de verlo.

Lo había dejado bendita y gloriosamente desnudo, completamente saciado y dormido. No había sido miedo lo que la había impulsado a irse; simplemente había llegado el momento de dejar a un lado las cuestiones personales y ponerse a trabajar.

En el trabajo no podía permitirse el lujo de pensar en otra persona, de lamentar lo que nunca podría ser. Se requería concentración. Era el momento de olvidarse de todo y de seguir adelante con la reunión programada. Eso siempre le había resultado fácil. Hasta ese momento.

Mike no respondió ni le devolvió el saludo. Parecía muy enfadado, por no mencionar tan atractivo que la dejaba sin aire.

– Mmm… ¿café? -preguntó, señalando la cafetera.

– No, gracias.

Se ocupó añadiendo azúcar y leche a su taza, aunque prefería el café solo. Pero necesitaba no mirarlo.

– Corrine.

Iba a querer hablar de ello. Debió imaginarlo.

– Corrine.

Los ojos le brillaban con el conocimiento de que había huido de él. Lo cual era una prueba definitiva de que jamás podría llegar a comprenderla. Aún tenía el pelo mojado por lo que debía haber sido una ducha muy reciente, pero no se había afeitado, como atestiguaba la sombra de barba de un día.

– No lo hagas -pidió él con voz ronca, casi hosca.

Ella agradeció que fueran los únicos en la sala, porque esa voz le hervía la sangre. -¿Que no haga qué? -preguntó con toda la ligereza que pudo transmitir.

– No me mires como si no pudieras quitarme los ojos de encima, porque ambos sabemos que eso no es verdad.

Era verdad, pero no pensaba admitirlo. -Solo te miro porque llegas temprano. Estoy sorprendida, eso es todo.

– Llego temprano -avanzó hacia ella con su andar seguro-. Porque me desperté temprano. Con una erección enorme, de paso.

Corrine se mordió el labio y aguantó donde estaba, obligándose a alzar el mentón para parecer intrépida.

– Creía que todos los hombres despertaban de esa manera.

– Sí, pero yo lo hice esperando encontrarme abrazado a una mujer cálida y dormida -casi estaba pegado a ella-. Una a la que acariciaría despacio, besaría y probaría hasta haberla despertado por completo y la tuviera retorciéndose debajo de mí, emitiendo esos sonidos suaves y desesperados, que, a propósito, son los más sexys que he oído en mi vida.

– Mike…

– Y luego, cuando la tuviera así -continuó con voz suave y sedosa-, iba a hundirme lentamente en ella, hasta…

– Para -susurró con voz débil y desesperada, mirando hacia la puerta abierta. Pero todavía no había llegado nadie. Temblaba y sudaba. Se preguntó si de verdad la consideraría sexy. Nadie le había dicho jamás esas cosas. Y estaba segura de que nadie las había pensado respecto de ella-. No podemos hacer esto aquí.

– Oh, sí que podemos -los ojos le brillaban, y a pesar de las palabras insoportablemente sensuales y de su tono suave, la expresión de la boca era sombría-. Podemos hacerlo aquí, porque no vas a permitir que lo haga en ninguna otra parte. Puede que sea lento, Corrine, pero no estúpido.

Y estaba furioso de verdad. Supuso que tenía derecho, pero también lo tenía ella. Además, ¿no le había dicho que de eso no saldría nada? No lo había engañado ni había querido herir adrede sus sentimientos.

– Comprendo que estés enfadado…

– Irritado -repitió con voz serena y razonable. Incluso asintió. Pero no dejó de acercarse-. Sí, en eso tienes razón, Corrine. Estoy enfadado.

– Lo sé -sin permitirse retroceder, llevó las manos a su espalda para apoyarse en la mesa de conferencias-. Lo sé. Pero…

– No, no creo que lo sepas -se detuvo a un centímetro de ella.

Tan cerca que Corrine tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a la cara. Pero bajo ningún concepto iba a retroceder.

No retrocedía ante nadie.

– Empiezo a creer -continuó Mike -que no sabes nada sobre mí ni sobre mis sentimientos. Nada en absoluto. De hecho… -ladeó la cabeza y la estudió largo rato-. Quizá realmente seas la Reina de Hielo que afirma todo el mundo.

Las palabras la hirieron tanto que no fue capaz de abrir la boca.

– Tú… tú crees que soy la Reina de Hielo.

– Mírame a los ojos y dime que no lo eres. Dime que no estás helada a las emociones que se desbocan dentro de mí. Hazlo -suplicó en voz baja, tratando de conseguir que lo mirara.

Pero Corrine había terminado. Había terminado con esa situación y con él, porque Mike no entendía nada y no estaba dispuesta a intentar que lo hiciera. No cuando durante toda su vida había tenido que explicarse, salvo con su familia. Ellos siempre la habían aceptado como era, y había creído que algún día, en alguna parte, encontraría esa misma aceptación. Y cuando eso sucediera, se había prometido que sería el hombre con quien se casaría. Nunca había sucedido, al menos no hasta el momento, y empezaba a creer que jamás ocurriría. Otra amarga decepción, saber que el amor, el amor verdadero, nunca aparecería.

– Corrine.

La voz sonó suave, urgente, cautivadora. Alzó la cabeza, pero en ese momento Stephen entró en la sala, seguido de Frank.

– ¿Listos para bailar? -preguntó Frank, frotándose las manos con alegría. Nada lo hacía más feliz que una simulación, justo lo que los esperaba después de la reunión del equipo.

– Pongámonos a ello -indicó Stephen, ajeno igual que su amigo a la tensión en la sala.

Jimmy entró a continuación y de inmediato sus ojos escrutaron al comandante y al piloto.

– ¿Qué sucede?

– Nada -respondió Corrine con celeridad. Demasiada. Sentía que empezaba a desmoronarse. Podían ver una grieta en su control, y sabía que sería incómodo si no se recuperaba en ese momento-. Repasábamos algunas notas para la reunión.

Jimmy la estudió ceñudo. Y en ese momento también Frank y Stephen la evaluaban con más detenimiento.

– ¿Nos hemos perdido algo?

– Sí. Los donuts -indicó Mike, yendo al rescate de Corrine, a pesar de que la última vez que lo había hecho ella se había enfadado.

– ¿Había donuts y os los comisteis todos? -Stephen suspiró-. Estás en deuda conmigo, Wright.

– En este equipo hay dos tipos de personas -indicó Mike sin dejar de mirar a Corrine-. Las veloces y las hambrientas.

– Bueno, pues a mí catalógame entre las hambrientas -Frank rio.

– Maldita sea -dijo Jimmy, apartando una silla.

Stephen agitó un dedo ante la nariz de Mike.

– Tú pagas el almuerzo, amigo. Con postre.

Corrine logró sonreír mientras recogía sus papeles.

– El almuerzo corre de mi cuenta. Vamos a necesitar tomar fuerzas para la simulación de la tarde.

Entre los gemidos fingidos, logró echarle un vistazo a Mike. Él le devolvió el escrutinio con cara inexpresiva. Ni una sola vez desde que se conocían habían desaparecido de sus ojos el calor y algo que se podría llamar un afecto básico. Ni una.

En ese momento no estaban. Se dijo que era justo lo que había querido. Pero le quemaba la garganta y sentía el pecho tenso como un tambor. Y por primera vez tuvo que preguntarse lo que había sacrificado en nombre del éxito y del trabajo.


Durante el mes siguiente, Corrine casi ni tuvo tiempo de respirar, ni nadie más asociado con esa misión. No obstante, Mike se hallaba en todas partes… en el simulador, en las reuniones… y en sus sueños.

En el trabajo, no hacían más que una simulación tras otra. Todo a partir de ese momento iba a ser un repaso constante de la inminente misión, a la que solo le faltaba un mes. Hacían todo como un equipo. De modo que se hallaba constantemente con Mike.

Las complicadas emociones que habían empezado a salir a la superficie la dejaban sin defensas. Durante una tarde especialmente dura, cuando las cosas no iban bien, su primer instinto fue el de ladrar órdenes, poner al grupo de vuelta en la senda correcta. Pero tres palabras la detuvieron.

Reina de Hielo.

Al caminar por la extensión del hangar mientras consultaba sus notas y trataba de arreglar una docena de cosas a la vez, por casualidad se vio reflejada en un panel de control.

Tenía el pelo recogido hacia atrás, sin un pelo fuera de lugar. Llevaba poco maquillaje y expresión seria, lo que la hacía parecer… severa.

La Reina de Hielo.

A su alrededor reinaba un caos controlado mientras su equipo se preparaba para otro vuelo simulado, pero se quedó inmóvil. Se preguntó si era tan severa como parecía. No quería pensar eso. Le gustaba la diversión como al que más.

Entonces, ¿por qué parecía tan dura? Intentó sonreír, pero el gesto no llegó hasta sus ojos. Allí de pie, trató de pensar en algo gracioso, algo que invocara una sonrisa auténtica. Se acercó a su reflejo y se devanó los sesos…

– ¿Necesitas un espejo, comandante?

El amago de sonrisa se congeló. Apartó los ojos del reflejo y gimió al ver quién había aparecido a su lado. Mike, desde luego.

– ¿Qué haces? -se irguió como si no hubiera estado practicando unas sonrisas ridículas en un panel reflector de un transbordador espacial.

– Mirar cómo te miras -se apoyó en la nave-. Es una sonrisa arrebatadora la que tienes, comandante.

– ¿Por qué insistes en llamarme de esa manera?

– Porque es lo que eres, ¿recuerdas? Mi comandante. Nada más y nada menos. Deberías intentar emplearla más -durante un momento, observó su cara como una dulce caricia, antes de contenerse y apartar la vista-. Me refiero a la sonrisa.

Había empleado mucho su sonrisa con él, principalmente en la cama. A1 pensar en eso, se inclinó, fingiendo que estudiaba un panel, pero no fue más que una excusa para recuperarse. Sin embargo, la fachada que lucía como una segunda piel no iba a funcionar en esa ocasión, porque de esa manera solo serviría para demostrar el argumento de Mike.

¿Por qué diablos le importaba? Iba a tener que ser la mujer que siempre había sido, y si él elegía malinterpretarla, que así fuera. Serviría como un recordatorio de lo tonta que podía ser.

Mientras estaba agachada analizando la situación, ante su cara apareció la mano de Mike. Contempló esos dedos. Con cualquier otro hombre, habría tomado el gesto como un insulto, porque podía levantarse por su propia cuenta y siempre lo había hecho. Pero con Mike sabía que no tenía nada que ver con su capacidad ni con la percepción que tenía él. Simplemente se comportaba como un caballero.

Lo que significaba que ella era una dama, al menos a ojos de él. En silencio aceptó la mano y se levantó. Juntos se reunieron con el grupo en el otro lado del hangar y todos se colocaron en sus respectivos sitios para la simulación.

Para ese ejercicio específico, la simulación del acoplamiento con la estación espacial y la subsiguiente descarga, Mike y ella tenían que estar sentados en un espacio relativamente pequeño, con poca luz natural, iluminados solo por el resplandor azul verdoso de los controles resplandecientes. Hasta el aire parecía limitado, creando un ambiente íntimo que casi resultaba abrumador.

Mientras Corrine dirigía los mandos, con cada segundo que pasaba fue más consciente de él. Ni siquiera podía respirar sin que la fragancia de Mike le invadiera los pulmones.

Cuando los dedos se encontraron al dirigirse hacia el mismo control, él la miró, y aunque se hallaba completamente enfrascado en el trabajo, algo titiló en sus ojos, se tornó cálido.

Ella pensó que debería estar prohibido en el código de los viajes espaciales ser tan sexy, y desvió la cara para volver a concentrarse en la descarga.

Y cuando dos minutos más tarde uno de los paneles solares tuvo una avería durante su despliegue, tardó un momento en comprender que no era culpa de ella, que no tenía nada que ver con lo que sentía por el piloto.

El equipo roto no era más que un prototipo del componente real, uno de tres que se habían construido exactamente para esas misiones de práctica, aunque eso no reducía el problema. Requería enviar a hordas de ingenieros de vuelta a las mesas de dibujo, calmar a funcionarios de la NASA desquiciados y tratar con la prensa, que se moría por resaltar el aspecto negativo del coste del programa espacial.

Horas y horas más tarde, cuando al fin se tomó un momento para respirar hondo, -escapó en dirección a la cocina del personal.

Mike había llegado primero. No dijo nada, simplemente alzó el cartón de leche que sostenía en la mano como en un brindis silencioso.

– Gracias por tu trabajo de hoy -dijo ella.

Él dio un trago largo y luego se lamió el labio superior.

– Tú trabajaste más duramente que cualquiera de nosotros. ¿Alguien te ha dado las gracias?

– No.

– Deberían -permaneció donde estaba, dejando mucho espacio entre ellos-. Entonces, gracias -manifestó-. Has realizado un trabajo magnífico.

– Para ser una Reina de Hielo.

– ¿Qué?

– He hecho un gran trabajo, para ser una Reina de Hielo. ¿No era eso lo que querías decir?

Él se mostró algo sorprendido, luego movió la cabeza.

– ¿Sigues dándole vueltas a eso?

Al parecer sí, lo cual era bastante revelador.

– Me habría disculpado. Debería haberme disculpado -la miró largo rato, luego suspiró-. Estaba furioso contigo, Corrine. Quería atravesar tus barreras y ver, aunque solo fuera por un momento, a la mujer que había bajo esa capa de dureza, a la mujer con la que había reído, charlado, hecho el amor. Estaba frustrado, colérico y lleno de malhumor, una mala combinación.

– ¿Estás diciendo que solo fue por el malhumor?

– Lo que de verdad quieres saber es si te considero una Reina de Hielo -se acercó y le tocó el pelo-. No quiero. Dios, no quiero.

«Pero lo piensa», se dijo mentalmente.

– Te hice daño -continuó él en voz baja-. Lo siento, Corrine, lo siento mucho.

Eso la dejaba sumida en la zozobra, porque sin la ira, todo lo demás luchaba por abrirse paso a la superficie. Y era eso lo que no podía controlar.


Como de costumbre, durmió sola, hostigada por sueños de brazos cálidos y cariñosos que la pegaban a un cuerpo largo, duro y musculoso que sabía exactamente qué dar y qué tomar.

Despertó excitada, húmeda y frustrada, y abrazada a su propia almohada.

Se dijo que como mínimo era un mal comienzo, y el día no mejoró desde ahí. Un programa de comunicaciones crítico, desarrollado para esa misión, se colapsó. Otra catástrofe y otras prisas para los ingenieros.

Al final del día se sentía tensa, cansada y quizá más que algo irritable. Fue a la sala del personal a buscar una taza de café… y se encontró con Mike. Se hallaba de pie junto a la cafetera. Se preguntó si habría estado esperándola.

– ¿Vas a volver a darme las gracias por un trabajo bien hecho? -preguntó Corrine con sarcasmo. No pudo evitarlo; si algún día había merecido el título de Reina del Hielo, era ese-. Después de todo, he trabajado duramente estas últimas horas, le he gritado a los programadores, he asustado a los ingenieros, he aterrorizado a los periodistas osados, etcétera.

– Sí, voy a darte las gracias -le sonrió y mitigó un poco su cólera-. Hoy nos salvaste el pellejo. Ayer también, ¿lo sabías? Creo que eres magnífica.

– Yo… -se preguntó cómo era posible que siempre la dejara sin habla-. No sé qué decirte.

– Te sucede lo mismo siempre que se trata de un cumplido -sonrió.

El modo en que la miraba hizo que anhelara la sencillez de lo que compartían solo cuando estaban en la cama.

– Daría cualquier cosa por leer tus pensamientos -añadió Mike-, en especial el que te ha hecho ruborizarte.

– Ni lo sueñes.

– Maldita sea.

– Suponía que aún seguías enfadado conmigo.

– ¿Enfadado? -movió la cabeza-. He experimentado muchas cosas cuando se trata de ti, la mayoría de las cuales no querrás oír, así que reflexiona un poco, Corrine, antes de abrir esta lata de gusanos.

Quizá lo hubiera hecho si no hubiera sonado su busca. Apareció un mensaje de emergencia.

«¿Qué otra cosa puede ir mal?», se preguntó mientras corría por el laberinto de pasillos.

– Cualquier cosa -indicó Mike con tono sombrío, sobresaltándola, porque ella no se había dado cuenta de que había ido tras ella ni de que hubiera hablado en voz alta.

Unos momentos más tarde, descubrieron que era el brazo robótico, que había empezado a funcionar mal después de que Stephen hubiera estado sobre él mientras trabajaba en una función de transmisión.

– No responde -anunció Stephen con disgusto.

También el brazo era un prototipo. Corrine no titubeó en subir, apartando a todos los técnicos que había allí. Se puso a ladrar sugerencias y órdenes.

Dos horas más tarde, habían conseguido solucionar el problema. Cuando Corrine volvió a bajar, se sentía extenuada, le dolía la cabeza y podría haberse comido una vaca.

En esa ocasión Mike no se encontraba en la cocina cuando al fin pudo ir a recoger sus cosas y prepararse para marcharse a casa, pero se hallaba en el aparcamiento a punto de subir a su coche alquilado.

A1 verla, se quedó quieto y estudió su cara con atención unos momentos. Siempre incómoda bajo un escrutinio, movió los pies.

– ¿Qué? ¿Por qué me miras de esa manera?

– No es nada. Olvídalo pero se guardó las llaves en el bolsillo y avanzó hacia ella.

También él había trabajado todo el día, al lado de ella, pero no parecía tan agotado. Aún llevaba las mangas subidas y la camisa estaba algo arrugada, pero parecía.:. insoportablemente familiar y sexy. Alargó la mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

– Pareces derrotada -añadió con voz suave y amable. Le acarició la mejilla con gesto tierno.

Lo maldijo para sus adentros por ser capaz, después de tanto tiempo, de poder derretirla con apenas una sonrisa y el contacto de un dedo en su piel.

– Eres una mujer asombrosa, Corrine – musitó con una luz diferente en los ojos, en los que, tal vez, podía vislumbrarse respeto.

Respeto y… Santo cielo, iba a inclinarse para besarla. Solo una vez, y muy suavemente. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no aferrarse a él.

Cuando Mike se apartó, pudo confirmar que en sus ojos había respeto. Y lo que era aún más irresistible, también afecto. Se dijo que el corazón y sus emociones eran aterradores, porque jamás había recibido eso de alguien que no fuera un miembro de su familia. No pudo resistirlo.

– Mike.

Él deslizó los dedos por su mandíbula y pasó la yema del dedo pulgar por sus labios, impidiéndole a hablar.

– Buenas noches, Corrine.

Mientras lo veía irse, allí de pie sola en el aparcamiento de la NASA, tuvo que enfrentarse a una conclusión dolorosa. Su vida no era ni remotamente tan completa como ella creía, no en ese momento, en que entendía algunas cosas que se estaba perdiendo.

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