No había sueños en el sueñofrío. Tres días antes estaban preparándose para partir y ahora ya estaban aquí. El pequeño Jefri lamentaba haberse perdido toda la acción, pero Johanna Olsndot se alegraba de haber estado durmiendo después de haber conocido a algunos adultos de la otra nave.
Ahora Johanna se deslizaba entre las hileras de durmientes. El calor que desprendían los refrigeradores volvía tórrida la oscuridad. Un moho gris crecía por las paredes. Las cajas de sueñofrío estaban muy juntas, con angostos espacios cada diez hileras. Había lugares adonde sólo Jefri podía llegar. Trescientos niños dormían allí, todos los niños excepto Johanna y su hermano Jefri.
Las cajas eran modelos hospitalarios. Con buena ventilación y el debido mantenimiento, habrían durado cien años, pero… Johanna se enjugó el rostro y miró la lectura de una caja: como la mayoría de las que estaban en las filas internas, ésta se hallaba en mal estado. Durante veinte días había mantenido al niño que dormía en su interior, pero quizá le matara si se quedaba un día más. Los conductos de ventilación de la caja estaban limpios, pero Johanna los limpió de nuevo, en un gesto que era una plegaria supersticiosa más que una medida de mantenimiento.
Mamá y papá no tenían la culpa, aunque Johanna sospechaba que se sentían culpables. Habían organizado la fuga con los materiales de que disponían, en el último momento, cuando el experimento se volvió peligroso. La gente de Laboratorio Alto había hecho todo lo posible para salvar a sus hijos y protegerlos de mayores desastres. Y aun así, las cosas podrían haber resultado si…
— ¡Johanna! Papá dice que no hay más tiempo. Dice que termines lo que estás haciendo y vayas allá —gritó Jefri, asomando la cabeza por la escotilla.
—¡Vale!
De todos modos, Johanna no debía estar ahí abajo. Nada podía hacer para ayudar a sus amigos Tami y Giske y Magda… ¡cuidaos mucho! Subió flotando y casi chocó con Jefri, que venía en dirección contraria. Él le cogió la mano y se pegó a ella mientras ascendían hacia la escotilla. En los dos últimos días no había llorado, pero había perdido la independencia de que alardeaba el año anterior. Ahora tenía los ojos desorbitados.
—Bajaremos cerca del Polo Norte, junto a todas esas islas y el hielo.
En la cabina, sus padres se estaban abrochando los cinturones. El comerciante Arne Olsndot la miró y sonrió.
—Hola, pequeña. Siéntate. Estaremos en tierra en menos de una hora.
Johanna sonrió, casi contagiándose de su entusiasmo. A pesar de lo atestado que estaba todo y de los olores de veinte días de confinamiento, papá lucía tan gallardo como un aventurero de película. La luz de las pantallas titilaba sobre los costurones de su traje presurizado. Acababa de llegar de afuera.
Jefri entró en la cabina arrastrando a Johanna. Se acomodó en la malla, entre su hermana y su madre. Sjana Olsndot le revisó los cinturones.
—Esto será interesante, Jefri. Aprenderás algo.
—Sí, todo sobre el hielo. —Jefri cogía la mano de su madre.
Su madre sonrió.
—Hoy no. Me refiero al aterrizaje. Esto no será como un agrávido o un equipo balístico.
El agrávido estaba apagado. Papá acababa de desconectar la cápsula de carga del resto del transporte. La nave entera no podía aterrizar con una sola tobera.
Papá manipuló la maraña de controles que había sintonizado a su dataset. Sus cuerpos se asentaron en la malla. La cápsula de carga crujió y el soporte de las criocajas gruñó y protestó. Algo rechinó y chirrió al «caer» a lo largo de la cápsula. Johanna calculó que se desplazaban a una gravedad.
Jefri miró la pantalla, miró a su madre.
—¿Cómo es entonces? —preguntó con curiosidad, aunque con voz temblorosa. Johanna casi sonrió: Jefri sabía que deseaban distraerle y estaba dispuesto a seguir el juego.
—Será un descenso con cohetes encendidos casi continuamente. ¿Ves la ventana del medio? Esa cámara está enfocada hacia abajo. Puedes ver que perdemos aceleración.
En efecto, podían verlo. Johanna calculó que estaban a unos doscientos kilómetros de altura. Arne Olsndot usaba el cohete que había soldado a la popa de la cápsula de carga para anular la velocidad orbital. No había otra opción. Habían abandonado el transporte con su agrávido y su ultraimpulso. Les había llevado un buen trecho, pero sus controles automáticos estaban fallando. A cientos de kilómetros de distancia, les seguía obtusamente en su órbita.
Sólo les quedaba la cápsula de carga. Sin alas, sin agrávidos, sin aeroescudos, la cápsula era una caja de cien toneladas que dependía de una sola tobera.
Mamá no le describía estos detalles a Jefri, aunque sin embargo le decía la verdad y de algún modo logró que Jefri olvidara el peligro. Sjana Olsndot había sido una arqueóloga popular en el reino de Straumli, antes de mudarse a Laboratorio Alto.
Papá apagó los motores y entraron nuevamente en caída libre. Johanna sintió una oleada de náusea. Rara vez se mareaba en el espacio, pero esto era diferente. La imagen de la tierra y el mar creció lentamente en la ventana. Había algunas nubes deshilachadas. La línea costera era una borrosa repetición de islas, estrechos y calas. Un oscuro verdor cubría la costa y los valles, volviéndose gris y negro en las montañas. La nieve —y tal vez el hielo que tanto fascinaba a Jefri— se extendía en arcos y retazos. Todo era tan bello… ¡y caían directo contra todo ello!
La cápsula rechinó cuando las toberas direccionales la hicieron girar, apuntando la tobera principal hacia abajo. Ahora la ventanilla derecha mostraba el suelo. El cohete se encendió de nuevo a una gravedad. Una aureola llameante oscureció el borde de la pantalla.
—¡Vaya! —exclamó Jefri—. ¡Es como un ascensor! Bajas y bajas y bajas…
Habían descendido cien kilómetros con relativa lentitud, para que el aire no les despedazara.
Sjana Olsndot tenía razón: era un modo original de abandonar órbita, un método que nadie habría escogido en circunstancias normales. Por cierto, no estaba incluido en el plan de fuga. La idea era enncontrarse con la fragata, y con todos los adultos que pudieran escapar de Laboratorio Alto. El encuentro debía realizarse en el espacio, una transferencia fácil. Pero la fragata había desaparecido y quedaron abandonados a su suerte. Johanna miró involuntariamente el casco y vio esa decoloración familiar. Parecía una fungosidad gris que brotaba de la limpia cerámica. Ahora sus padres no hablaban mucho sobre ella, salvo para decirle a Jefri que no la tocara. Pero una vez Johanna les había oído hablar del tema, cuando ellos pensaban que Johanna y Jefri estaban en el otro extremo de la cápsula. —¡Todo esto para nada! —había murmurado su padre, casi llorando de rabia—. Creamos un monstruo y huimos, y ahora estamos perdidos en el Fondo.
—Por milésima vez, Arne, no fue para nada —había respondido su madre, con voz más baja—. Tenemos a los niños. —Señaló la rugosidad que se extendía por la pared—. Y teniendo en cuenta lo que esperábamos… las instrucciones que teníamos… creo que esto es lo mejor a que podíamos aspirar. De algún modo llevamos la respuesta a todo el mal que iniciamos.
Entonces Jefri había botado ruidosamente, anunciando su llegada, y sus padres se habían callado. Johanna no tuvo valor para preguntarles. En Laboratorio Alto había visto cosas extrañas, e incluso cosas escalofriantes hacia el final. Ni siquiera la gente era igual. Pasaron unos minutos. Ahora estaban en plena atmósfera. El torrente de aire hizo zumbar la cápsula… ¿o era una turbulencia de la tobera? Pero el descenso era bastante estable y Jefri empezaba a ponerse inquieto. El fulgor que aureolaba la tobera tapaba gran parte del paisaje, pero el resto estaba más nítido que cuando se hallaban en órbita. Johanna se preguntó si alguien habría aterrizado en un mundo nuevo con menos reconocimiento previo que ellos. No tenían cámaras telescópicas ni sondas.
Físicamente, el planeta se aproximaba al ideal humano. Una increíble buena suerte después de tantas desgracias.
Era el paraíso comparado con las áridas rocas que habían visto al entrar en el sistema.
Por otra parte, había vida inteligente. Desde la órbita se veían carreteras y ciudades. Pero no había vestigios de una civilización técnica; no había rastros de aeronaves, ni radio, ni fuentes de energía intensa.
Descendían en un poco poblado rincón del continente. Con suerte nadie vería su aterrizaje entre los verdes valles y los picos blancos y negros, y Arne Olsndot podría pilotar la nave sin temor a causar daños, salvo en árboles y hierba.
Las islas costeras pasaron ante la cámara lateral. Jefri gritó y señaló algo. Ya no estaba, pero Johanna también lo había visto: un polígono irregular de muros y sombras en una de las islas. Le recordó los castillos de la Era de las Princesas, en Nyjora.
Ahora veía árboles cuyas sombras se alargaban bajo la oblicua luz del sol. El rugido de la tobera era atronador, estaban en plena atmósfera y no se alejaban del ruido.
—¡…Las cosas se complican! —gritó papá—. ¡Y no hay programas para enderezarlas! ¿Hacia dónde, amor?
Mamá miró una y otra ventana. Por lo que Johanna sabía, no podían mover las cámaras sin activar otras.
—Esa colina, sobre la línea boscosa, pero… creí ver una manada de animales huyendo del estruendo… hacia el oeste.
—¡Sí! —gritó Jefri—. ¡Lobos! —Johanna sólo había visto un pantallazo de manchas en movimiento.
Ahora estaban en plena desaceleración, a mil metros de las colinas. El ruido era doloroso, incesante, y ya era imposible hablar. Sobrevolaron lentamente el paisaje, en parte para examinarlo, en parte para alejarse del penacho de aire recalentado que subía hacia ellos.
La tierra era más bien ondulante, no muy escabrosa, y la «hierba» parecía musgo. Pero Arne Olsndot vacilaba. La tobera principal estaba diseñada para equilibrar la velocidad después de un salto interestelar; podían revolotear así un buen rato. Pero cuando descendieran, más valía dar con el sitio apropiado. Había oído a sus padres hablando de ello cuando Jefri trabajaba con las cajas y no podía oírles. Si había demasiada agua en el suelo, el borbotón perforaría la cápsula como un cañón de vapor. Aterrizar sobre los árboles tendría dudosas ventajas al amortiguar la caída y protegerlos de la salpicadura. Pero ahora habían optado por un contacto directo. Al menos veían dónde aterrizarían.
Trescientos metros. Papá arrastró la punta de la llamarada por el suelo. El blanco paisaje estalló. Un segundo después la nave se mecía en una columna de vapor. La cámara inferior se apagó. Continuaron el descenso y pronto cesaron los temblores: la llamarada había atravesado la capa de agua o hielo que había debajo. El aire de la cabina se recalentó.
Olsndot descendió despacio, guiándose por las cámaras laterales y el ruido de las salpicaduras. Apagó la tobera. Hubo una pasmosa caída de medio segundo, los crujientes soportes mordieron el suelo, se estabilizaron. Un flanco gruñó, cediendo un poco.
Silencio, excepto por los chillidos del calor en el casco. Papá miró el improvisado medidor de presión. Le sonrió a mamá.
—Ni una brecha. ¡Apuesto a que podría hacer subir de nuevo esta cosa!
Una hora de diferencia y la vida de Errabundo Wickwrackrum habría cambiado por completo.
Los tres viajeros se dirigían al oeste desde los Colmillos de Hielo hacia el Castillo de Reductor, en Isla Oculta. En ciertas épocas de su vida no habría soportado la compañía, pero en la última década, Errabundo, se había vuelto mucho más sociable. Ahora le gustaba viajar acompañado. En su última travesía por el Gran Arenal, el grupo se componía de cinco manadas. En parte era una cuestión de seguridad: algunas muertes eran casi inevitables cuando las distancias entre oasis superaban los mil kilómetros, y cuando los oasis mismos eran de tránsito. Pero, al margen de la seguridad, había aprendido mucho conversando con los demás.
No estaba tan conforme con sus compañeros de ahora. Ninguno de ambos era un auténtico peregrino, y ambos tenían secretos. Gramil Jaqueramaphan era bufonesco y una fuente de caótica información, y quizá fuera un espía, eso no importaba, mientras la gente no pensara que Errabundo era su colega. El tercer personaje era el que más le inquietaba. Tyrathect era una novicia que aún no estaba del todo integrada y no había adoptado un nombre. Tyrathect afirmaba que era maestra, pero había algo peligroso en ella (tal vez él, porque su preferencia sexual aún no estaba del todo definida). Esa criatura era evidentemente una fanática reductorista, envarada y altanera. Sin duda huía de la purga que había seguido al infructuoso intento de Reductor de tomar el poder en el este.
Les había encontrado en Puerta Este, en el lado republicano de los Colmillos de Hielo. Ambos querían visitar el Castillo de Isla Oculta. Y qué diablos, eso sólo representaba un desvío de cien kilómetros respecto de la carretera principal de Tallamaderas; todos tendrían que cruzar las montañas. Además, hacía años que Errabundo deseaba visitar el Dominio de Reductor. Tal vez uno de esos dos lograra hacerle entrar. Casi todo el mundo aborrecía a los reductoristas. Errabundo Wickwrackrum tenía una opinión ambigua sobre el mal; cuando se rompen suficientes reglas, a veces hay algo bueno en medio de la carnicería.
Esa tarde habían avistado las islas costeras. Errabundo había estado allí sólo cincuenta años antes. Aun así, no estaba preparado para la belleza de esa comarca. La Costa Noroeste era sin duda el ártico más templado del mundo. En los largos días estivales, los fondos de esos valles flanqueados por glaciares, reverdecían totalmente. Dios, el tallista, se había agachado para retocar esas tierras con cinceles de hielo. Ahora, del hielo y la nieve sólo quedaban arcos brumosos en el este y algunas franjas desperdigadas en las colinas cercanas. Esas franjas se derretían en verano, originando riachuelos que se fusionaban para despeñarse por los abruptos flancos de los valles. A la derecha, Errabundo trotó por un terreno uniforme pero anegado. Era maravilloso sentir esa frescura en los pies. Ni siquiera le importaban los mosquitos que revoloteaban en torno suyo.
Tyrathect iba por el otro lado del valle, en un rumbo paralelo, pero por encima de la línea de los arbustos. Había sido bastante parlanchín hasta que el valle se curvó y tuvieron a la vista las tierras de labranza y las islas. En las cercanías la aguardaba el Castillo de Reductor y una misteriosa cita.
Gramil Jaqueramaphan saltaba de aquí para allá, corriendo despreocupadamente por ambos lados del valle. Formando hileras dobles o triples, hacía cabriolas que hacían reír aun a la adusta Tyrathect; luego trepaba a una loma e informaba de lo que veía. Había sido el primero en ver la costa. Eso le había tranquilizado un poco. sus payasadas eran peligrosas y mucho más en la cercanía de conocidos violadores.
Wickwrackrum pidió un alto y se detuvo para ajustar las correas de sus mochilas. El resto de la tarde sería tenso. Tendría que decidir si quería entrar en el Castillo con sus amigos. Hay límites para un espíritu aventurero, incluso para el de un peregrino.
—Eh, ¿no oís un ruido extraño? —preguntó Tyrathect desde el otro del valle. Errabundo prestó atención: un rugido, potente pero casi inaudible. Por un instante, el miedo se sumó a la curiosidad. Un siglo antes había estado en un terremoto descomunal. Este ruido era similar, pero el suelo no vibraba. ¿Significaba eso que no habría deslizamientos de tierra ni inundaciones? Se agazapó, mirando hacia todas partes.
—¡En el cielo! —exclamó Jaqueramaphan, señalando hacia arriba.
Un relumbrón colgaba en lo alto, una lanza de luz. Ningún recuerdo acudió a la mente de Wickwrackrum, ni siquiera una leyenda. Se desperdigó, fijando todos los ojos en esa luz lenta. ¡Coro de Dios! Debía de estar a kilómetros de altura, y sin embargo lo oía. Apartó los ojos, encandilado y dolorido.
—El brillo y el ruido aumentan —dijo Jaqueramaphan—. Creo que descenderá en aquellas colinas, sobre la costa.
Errabundo se incorporó y corrió hacia el oeste, gritando a los demás. Se acercaría a una distancia prudente, y observaría. No volvió a mirar hacia arriba. Era demasiado brillante. ¡Arrojaba sombras a plena luz del día!
Corrió un kilómetro. La estrella aún estaba suspendida en el aire. Errabundo no recordaba ninguna estrella fugaz que fuera tan lenta, aunque las más grandes eran muy estruendosas. Pero no existía ninguna historia acerca de gentes que hubieran estado cerca de esas cosas. Ese recuerdo aplacó su desbocada curiosidad de peregrino. Miró hacia todas partes. Tyrathect no estaba a la vista; Jaqueramaphan estaba agazapado cerca de unas rocas.
Y la luz era tan brillante que Wickwrackrum sintió una ráfaga de calor en los lugares donde no le cubría la ropa. El ruido desgarraba el cielo. Errabundo saltó sobre el borde del valle, rodó, se tambaleó, cayó por las abruptas paredes de roca. Ahora estaba relativamente a la sombra, sólo le cubría la luz del sol. El otro lado del valle titilaba en el resplandor; proyectando sombras movedizas. El ruido aún era un estruendo sordo, pero tan intenso que obnubilaba la mente. Errabundo atravesó el linde del bosque y continuó hasta que estuvo protegido por cien metros de arboleda. Eso debería haber ayudado, pero el ruido crecía cada vez más.
Afortunadamente, se desmayó un par de segundos. Cuando recobró el conocimiento, el ruido había cesado. La vibración que le dejó en los tímpanos le sumió en una gran confusión. Se tambaleó aturdido. Parecía estar lloviendo, sólo que algunas gotas fulguraban. Pequeñas fogatas ardían aquí y allá en el bosque. Se ocultó bajo las tupidas copas de los árboles hasta que dejaron de caer rocas ardientes. Los fuegos no se propagaron, gracias a que había sido un verano relativamente húmedo.
Errabundo aguardó en silencio a que cayeran más rocas ardientes o se reanudara el ruido del cielo. Nada. El viento amainó. Se podía oír a los pájaros, grillos y a la carcoma. Caminó hacia el linde del bosque y se asomó en varios lugares. Salvo por las franjas de brezal quemado, todo se veía normal. Pero su perspectiva era muy limitada: veía las altas paredes del valle, algunas colinas. ¡Allá estaba Gramil Jaqueramaphan, a unos trescientos metros. Tenía casi todos sus cuerpos agazapados en agujeros y huecos, pero un par de miembros miraban hacia donde había caído la estrella. Errabundo entornó los ojos. Gramil se comportaba como un bufón, pero a veces esa conducta parecía un disfraz. Si de veras era un majadero, era un majadero con una chispa de genio. Más de una vez, Wick le había visto de lejos, trabajando a pares con una extraña herramienta. Como ahora, que se acercaba a un objeto largo y puntiagudo a un ojo.
Wickwrackrum salió del bosque, manteniéndose en el linde y haciendo el menor ruido posible. Trepó cuidadosamente por las piedras, deslizándose de una loma a la otra, hasta llegar a la cresta del valle, a unos cincuenta metros de Jaqueramaphan. Oyó que el otro pensaba para sí mismo. Si se acercaba más, Gramil le oiría, a pesar de su sigilo.
—¡Sst! —dijo Wickwrackrum.
El zumbido y los murmullos cesaron en un instante de alarmada sorpresa. Jaqueramaphan guardó la misteriosa herramienta óptica en una mochila y recobró la compostura, pensando en silencio. Se miraron un instante y Gramil se señaló los tímpanos del hombro. Escucha.
—¿Puedes hablar así? —preguntó con voz muy aguda, a una intensidad en la que algunas personas no pueden entablar una conversación voluntaria, en la que los oídos para sonidos graves son sordos —La altohabla podía ser confusa, pero era muy direccional y se Perdía a poca distancia. Nadie más le oiría. Errabundo asintió.
—La altohabla no es problema.
El truco era usar tonos puros que resultaran claros.
—Echa una ojeada sobre la cresta de la colina, amigo peregrino. Hay algo nuevo bajo el sol.
Errabundo avanzó treinta metros, mirando en derredor. Ahora veía el estrecho, un destello plateado bajo el sol de la tarde. Detrás de él, el lado norte del valle se perdía en las sombras. Adelantó un miembro, deslizándolo entre las lomas para mirar la planicie donde había caído la estrella.
«Coro de Dios», pensó en silencio. Hizo subir otro miembro para obtener una visión de paralaje. La cosa parecía una gran choza de adobe montada sobre estacas. Pero era la estrella fugaz, debajo el suelo estaba rojo y brillante. Telones de niebla se elevaban desde el brezo húmedo. La tierra estaba desgarrada en grietas concéntricas.
—¿Dónde está Tyrathect? —preguntó a Jaqueramaphan.
Gramil se encogió de hombros.
—Un par de kilómetros atrás, sin duda. La tengo vigilada… Pero ¿ves a los demás, los soldados del Castillo de Reductor?
—¡No! —Errabundo miró al oeste de la zona de aterrizaje. Allá… Estaban a un kilómetro, con ropa de camuflaje, arrastrándose por el terreno ondulante. Veía al menos a tres guerreros. Eran tipos corpulentos, de seis miembros cada uno—. ¿Cómo llegaron tan pronto? —Miró el sol—. Hace menos de media hora que empezó todo esto.
—Tuvieron suerte. —Jaqueramaphan regresó a la cresta y echó un vistazo—. Apuesto a que ya estaban en tierra firme cuando bajó la estrella. Todo esto es territorio de Reductor. Han de tener patrullas. —Se agazapó para que sólo dos pares de ojos fueran visibles para los de abajo—. Es una formación de emboscada.
—No pareces contento de verles. Son tus amigos, ¿recuerdas? La gente que has venido a ver.
Gramil meneó sus cabezas con sarcasmo.
—Ya, ya. No me lo refriegues. Creo que has sabido desde el principio que no simpatizo con Reductor.
—Me lo imaginé.
—Bien, la farsa ha terminado. Lo que ha bajado esta tarde tiene más valor para mis amigos, que cualquier cosa que pudiera haber aprendido en Isla Oculta.
—¿Qué hay de Tyrathect?
—Ja. Nuestra estimada compañera es totalmente auténtica, me temo. Apuesto a que es una reductorista encumbrada, no el Servidor de bajo rango que parece a primera vista. Sospecho que mucha gente de su calaña está atravesando las montañas, feliz de largarse de la República de los Lagos Largos. Oculta tus traseros, amigo. Si ella nos localiza, esos guerreros nos pillarán.
Errabundo se hundió aún más en los huecos y surcos que tachonaban el brezal. Tenía una excelente vista del valle. Si Tyrathect no estaba en las inmediaciones, la vería antes que ella pudiera verle a él.
—Errabundo.
—Sí.
—Tú eres un peregrino. Has recorrido el mundo… desde el alba de los tiempos, según quieres hacernos creer. ¿Hasta dónde llegan en verdad tus recuerdos?
Dada la situación, Wickwrackrum optó por ser franco.
—Como esperarías, unos pocos siglos. El resto son leyendas, recuerdos de cosas que quizá sucedieron, pero con los detalles entreverados y confundidos.
—Bien, yo no he viajado mucho y soy bastante nuevo. Pero leo. Mucho. Nunca ocurrió nada semejante. Esa cosa que está allá abajo es artificial. Y vino de una altura mayor de la que yo puedo medir. ¿Has leído a Aramstriquesa o a Astrólogo Belelele? ¿Sabes qué podría ser?
Wickwrackrum no reconoció los nombres, pero era un verdadero peregrino. Había tierras remotas donde nadie hablaba un idioma que él conociera. En los Mares del Sur había encontrado gentes que creían que no existía el mundo allende sus islas y que huían de los barcos del peregrino cuando él llegó a la costa. Más aún, un miembro de Errabundo había sido un isleño y había presenciado ese desembarco.
Asomó una cabeza y miró de nuevo la estrella caída, el visitante que venía de lugares que estaban a mayor distancia de la que él había recorrido jamás. Se preguntó adónde le llevaría esta peregrinación.
El suelo tardó cinco horas en enfriarse lo suficiente para que Papá pudiera bajar la rampa. Él y Johanna bajaron con cautela y brincaron por encima de la tierra humeante para plantarse en un terreno relativamente intacto. El suelo tardaría mucho tiempo en enfriarse del todo: el escape del reactor era muy «limpio» y apenas interactuaba con la materia normal, lo cual significaba que debajo de la nave había miles de metros de roca caliente.
Mamá se sentó en la escotilla, contemplando el paisaje. Empuñaba la vieja pistola de papá.
—¿Ves algo? —gritó papá.
—No. Y Jefri no ve nada por las ventanas.
Papá caminó en torno de la cápsula de carga, inspeccionando los maltrechos soportes. Cada diez metros se detenía para instalar un proyector sónico. Había sido idea de Johanna. Aparte de la pistola de papá, no tenían armas. Los proyectores eran un cargamento accidental, equipo de enfermería. Con cierta programación, podían irradiar un chirrido ensordecedor en toda la gama del espectro de audio. Sería suficiente para ahuyentar a los animales locales. Johanna seguía a su padre, observando el paisaje, cada vez menos aprensiva y más maravillada. Era bellísimo, fresco. Estaban en una extensa llanura en lo alto de las colinas. Hacia el oeste las colinas formaban estrechos e islas. Al norte, el terreno cesaba abruptamente en el linde de un ancho valle: veía cascadas del otro lado. El suelo era esponjoso. El paraje donde habían aterrizado estaba cubierto de lomas que parecían olas congeladas en una fotografía fija. En las colinas más altas destellaban franjas de nieve. Johanna miró hacia el norte, hacia el sol. ¿Norte?
—¿Qué hora es, papá?
Olsndot se echó a reír, aun mirando la parte inferior de la cápsula.
—Medianoche local.
Johanna se había criado en las latitudes medias de Straum. La mayoría de sus excursiones escolares habían transcurrido en el espacio, donde las extrañas geometrías solares no llamaban mucho la atención. Pero nunca había pensado que esas cosas pudieran suceder en tierra. Vaya, ver el sol encima de la cima del mundo.
Lo más urgente era sacar la mitad de las cajas de sueñofrío y reacomodar las que quedaban a bordo. Mamá suponía que entonces desaparecerían los problemas de temperatura, aun para las cajas que quedaran a bordo.
—Tener suministro de energía y ventilación por separado será una ventaja. Los niños estarán a salvo. Johanna, tú ayuda a Jefri con los de adentro, ¿vale?
Lo segundo más urgente era activar un programa de rastreo en el sistema Relé, e instalar la comunicación ultraluz. Johanna tenía miedo de lo que pudieran averiguar. Ya sabían que en el Laboratorio Alto se habían pervertido y que el desastre que mamá había predicho estaba en sus comienzos.
¿Qué habría sido del reino de Straumli? En el Laboratorio Alto todos pensaban que hacían un bien, pero ahora… «No pienses en ello» Tal vez la gente de Relé pueda ayudar. En alguna parte debía haber alguien que pudiera utilizar lo que sus padres se habían llevado del laboratorio.
Les rescatarían y revivirían al resto de los niños. Se había sentido culpable por esa causa. Claro que mamá y papá necesitaban ayuda al final del vuelo y Johanna era una de las niñas más grandes de la escuela, pero le parecía mal que ella y Jefri fueran los únicos niños que vivieran esta situación con los ojos abiertos. Al descender, había sentido el temor de su madre. Sin duda querían que estuviéramos juntos, aunque fuera por última vez. El aterrizaje había sido realmente peligroso, aunque papá le hubiera restado importancia. Johanna veía las salpicaduras en el casco. Si uno de esos fragmentos se hubiera metido en la cámara de escape, todos se habrían vaporizado.
Casi la mitad de las cajas estaban en tierra, del lado este de la nave. Mamá y papá las estaban dispersando para que los refrigeradores funcionaran sin problemas. Jefri estaba dentro, verificando si había más cajas que necesitaran atención. Era un buen chico cuando dejaba de ser un mocoso insufrible. Johanna se volvió hacia el sol, sintió la brisa fresca de la colina. Oyó algo que parecía un gorjeo.
Johanna estaba junto a uno de los proyectores sónicos cuando se produjo la emboscada. Había enchufado su dataset en el control y le estaba dando nuevas instrucciones. Tenían tan pocos recursos que aun su viejo dataset era importante ahora. Pero papá quería algo que abarcara la mayor anchura de banda posible, causando gran estrépito pero intercalando algunos chillidos. Su Elefante Rosado Podía encargarse de ello.
—¡Johanna! —exclamó su madre al tiempo que se oía un ruido de cerámica relajada. La campana del proyector se hizo añicos. Johanna irguió la cabeza. Algo le desgarró el pecho, cerca del hombro, tumbándola. Miró estúpidamente el asta que le sobresalía del cuerpo.— ¡Una flecha!
El linde occidental del terreno estaba lleno de… criaturas. Perros o lobos, pero con cuellos largos. Se movían deprisa, saltando de loma en loma. Su piel era verdosa como la ladera, excepto por las manchas blancas y negras que se extendían cerca de las ancas. No, lo verde era ropa, casacas. Johanna estaba aturdida. La presión del asta que le atravesaba el pecho aún no se registraba como dolor. Había caído contra un declive y por un instante obtuvo una vista de todo el ataque. Se elevaron más flechas, estrías oscuras contra el cielo.
Ahora veía a los arqueros. ¡Más perros! Se desplazaban en manadas. Se necesitaban dos para usar un arco, uno para empuñarlo y el otro para disparar. El tercero y el cuarto llevaban aljabas y se limitaban a mirar.
Los arqueros se mantenían a cubierto, sin avanzar. Otras manadas llegaban desde los flancos, brincando sobre las lomas. Muchos llevaban hachas en las fauces. Púas de metal relucían en sus patas. Johanna oyó el chasquido del arma de papá. La oleada de atacantes vaciló cuando algunos cayeron. Los demás continuaron su avance, gruñendo. Eran sonidos descabellados que no parecían ladridos. Johanna sentía el sonido en los dientes, como música blasti emitida desde un altavoz gigante. Mandíbulas, zarpas, cuchillos, ruidos.
Se giró hacia la nave. Ahora sentía el dolor. Gritó, pero el grito se perdió en la algarabía. La manada siguió de largo, hacia mamá y papá. Sus padres estaban agazapados detrás de un soporte. La pistola de Arne Olsndot no cesaba de disparar. El traje presurizado le había protegido de las flechas.
Los cuerpos de los alienígenas formaban altas pilas. La pistola, con sus dardos inteligentes, era mortalmente efectiva. Papá le entregó el arma a mamá y corrió debajo de la nave, hacia ella. Johanna tendió el brazo libre y le gritó que retrocediera.
Treinta metros. Veinticinco. Mamá disparaba para cubrirle, manteniendo a raya a los lobos. Una andanada de flechas llovió sobre Olsndot, que se protegía la cabeza con los brazos. Veinte metros.
Un lobo saltó sobre Johanna, quien tuvo un pantallazo de su pelaje corto y la cicatriz que le cruzaba el trasero. Corrió hacia Olsndot, quien se apartó para que su esposa pudiera disparar, pero el lobo fue demasiado rápido. Maniobró, dando un gran brinco. Algo metálico le relucía en las zarpas. Johanna vio una salpicadura roja en el cuello de papá, y luego ambos cayeron.
Sjana Olsndot dejó de disparar un instante. Eso fue suficiente. La multitud se dividió y un numeroso grupo corrió con empeño hacia la nave. Llevaban tanques sobre el lomo. El cabecilla sostenía una manguera con la boca. Brotó un líquido oscuro, que se desvaneció en una llamarada. La manada de lobos apuntó el tosco lanzallamas hacia el soporte donde estaba Sjana Olsndot, hacia las filas de niños dormidos. Algo se retorció entre las llamas y el humo alquitranado, un reguero de plástico derretido brotó de las cajas.
Johanna volvió el rostro hacia el suelo, se apoyó en el brazo sano y trató de reptar hacia la nave y las llamas. Y entonces la envolvió una piadosa oscuridad.
Errabundo y Gramil observaron los preparativos para la emboscada durante toda la tarde: la infantería se desplegó en el declive que estaba al oeste de la zona de aterrizaje, con arqueros detrás y lanzallamas en formación de garra. ¿Los señores del Castillo de Reductor sabrían a qué se enfrentaban? Debatieron el asunto y Jaqueramaphan opinaba que los reductoristas creían saber que en su gran arrogancia esperaban triunfar.
—Atacan antes que el otro bando se entere de lo que ocurre. Ha funcionado antes.
Errabundo no respondió de inmediato. Tal vez Gramil tuviera razón. Hacía cincuenta años que él no visitaba esa región del mundo. En ese entonces, el culto de Reductor era oscuro (y no tan interesante comparado con los que existían en otras partes).
La traición siempre acechaba a los viajeros, pero con menor frecuencia de lo que creían los sedentarios. La mayoría de la gente era hospitalaria y deseaba tener noticias sobre el resto del mundo, especialmente si el visitante no era amenazador. Cuando había una traición, a menudo se presentaba después de una evaluación destinada a terminar cuán poderosos eran los visitantes y cuánto se podía ganar con su muerte. El ataque inmediato, sin conversación previa, era algo raro que sólo ocurría cuando uno se topaba con villanos muy sagaces… y temerarios.
—No sé. Es una formación de emboscada, pero quizá los reductoristas la mantengan en reserva y conversen primero.
Wickwrackrum entornó sus mejores ojos. O bien Gramil se dejaba llevar por sus emociones, o bien su herramienta le daba una visión asombrosamente aguda. El primer caído estaba del otro lado de la nave. Ese miembro había dejado de pensar, pero ello no indicaba una muerte segura. Había un casaca blanca junto a él. Los casacas blancas depositaron a la criatura en una angarilla y se la llevaron hacia el sudoeste. No era el mismo camino que habían seguido los demás.
—¡Esa cosa aún vive! Tiene una flecha en el pecho, pero le veo respirar. —Gramil volvió las cabezas hacia Wickwrackrum—. Creo que deberíamos rescatarla.
Errabundo miró al otro boquiabierto. El centro de la secta mundial de Reductor estaba a poca distancia, al noroeste. El poder reductorista era indisputado en la región y en ese momento estaban rodeados por un ejército. Gramil quedó un poco abatido ante el mutismo de Errabundo, pero era evidente que no estaba bromeando.
—Sé que es arriesgado. Pero para eso se vive, ¿verdad? Tú eres un peregrino. Tú lo entiendes.
—Hmm —los peregrinos tenían esa fama, por cierto. Pero ningún alma puede sobrevivir a la muerte total, y en una peregrinación abundaban las oportunidades para semejante aniquilación. Los peregrinos sabían ser cautos.
Aun así, éste era el episodio más prodigioso en todos sus siglos de peregrinaje. Conocer a esos alienígenas, transformarse en ellos… era una tentación que superaba toda sensatez.
—Mira —dijo Gramil—, podríamos bajar y mezclarnos con los heridos. Si atravesamos el campo, podremos echar un vistazo a ese último miembro alienígena sin arriesgarnos demasiado —Jaqueramaphan ya abandonaba su puesto de observación y giraba en círculos para hallar un sendero que no le hiciera muy visible. Wickwrackrum vacilaba. Una parte de él quería seguirle y otra parte titubeaba. Demonios, Jaqueramaphan había admitido que era un espía; llevaba un invento que tal vez perteneciera a los expertos en inteligencia más brillantes de los Lagos Largos. Ese tipo debía ser un profesional…
Errabundo echó una rápida ojeada al valle. No había indicios de Tyrathect ni de nadie más. Abandonó los diversos agujeros donde se había refugiado y siguió al espía.
En la medida de lo posible, permanecieron bajo las profundas sombras que arrojaba el sol que se ponía en el norte, y se deslizaron de loma en loma cuando no había sombra. Antes de llegar adonde estaban los heridos, Jaqueramaphan dijo algo más, las palabras más escalofriantes de la tarde.
—Oye, no te preocupes. ¡He leído muchísimo sobre cómo se hacen estas cosas!
Una cáfila de fragmentos y heridos es algo aterrador, pasmoso. Singulares, dúos, tríos y algunos cuartetos vagaban sin rumbo, gimiendo sin control. En la mayoría de las situaciones, tanta gente apiñada en tan poca superficie habría formado un coro instantáneo. De hecho, Errabundo notó alguna actividad sexual y algunos contactos organizados, pero en general había demasiado dolor para que hubiese reacciones normales. Wickwrackrum se preguntó si los reductoristas —a pesar de su glorificación del racionalismo— dejarían que los fragmentos se reorganizaran solos. En tal caso tendrían algunas manadas extrañas y tullidas.
Al internarse en la cáfila Errabundo Wickwrackrum sintió que perdía la consciencia. Necesitaba concentrarse para recordar quién era y su propósito de ir al otro lado del prado sin llamar la atención.
Le acuciaban pensamientos desnudos y atronadores:
… Sangre y destrucción…
… Metal reluciente en la mano del alienígena… dolor en su pecho… tos, sangre, caída…
… En la base de entrenamiento y antes, mi hermano de fusión fue bueno conmigo… El señor Acero declaró que somos un grandioso experimento… Correr por los matorrales hacia el monstruo de patas largas. Brincar, con las púas en la zarpa. Cortarle la garganta. Mucha sangre. ¿Dónde estoy? ¿Puedo formar parte de ti, por favor? Errabundo se volvió ante esa última pregunta. Estaba dirigida desde cerca. Un singular le olisqueaba. Ahuyentó al fragmento con un chistido y corrió hacia un espacio abierto. Ladera arriba, Jaqueramaphan no estaba en mejor situación. Era improbable que les localizaran allí, pero empezaba a dudar que pudiera seguir adelante. Errabundo era sólo cuatro y había singulares por doquier. A su derecha un cuarteto estaba violando y adueñándose de los dúos y singulares que pasaban. Wic y Kwk y Rac y Rum trataban de recordar por qué estaban allí y adonde iban. Concéntrate en sensaciones directas, en lo que está realmente aquí: el olor hollinoso del fuego líquido del lanzallamas, los mosquitos que merodean por doquier, ennegreciendo los charcos de sangre.
Pasó un tiempo terriblemente largo. Minutos.
Wic-Kwk-Rac-Rum miró hacia delante. Casi había pasado el linde sur de la ruina. Se arrastró hacia un paraje despejado. Partes de él vomitaron y se derrumbó. La cordura regresó lentamente. Wickwrackrum miró hacia arriba, vio a Jaqueramaphan dentro de la cáfila, Gramil era un tipo grandote, un sexteto, pero lo pasaba tan mal como Errabundo. Se tambaleaba con ojos desorbitados, lanzando dentelladas hacia miembros propios y ajenos.
Bien, habían atravesado buena parte del prado, y con rapidez suficiente para alcanzar a los casacas blancas que se llevaban al último miembro alienígena. Si querían ver algo más, tendrían que pensar cómo abandonar aquella cáfila sin llamar la atención. Hmm. Había bastantes uniformes reductoristas en torno, y sin dueños vivos. Dos miembros de Errabundo caminaron hacia un guerrero muerto.
—Jaqueramaphan! ¡Aquí!
El fragmento corpulento le clavó los ojos, que recobraron un destello de inteligencia. Salió de la cáfila y se sentó a pocos metros de Wickwrackrum. Su cercanía le incomodaba, pero no era nada después de las que acababa de pasar. Se tendió un momento, jadeando.
—Lo lamento. Nunca pensé que sería así. Perdí parte de mí allá… creí que nunca regresaría.
Errabundo observó el avance de los casacas blancas y sus angarillas. No iba con los demás y pronto se perdería de vista. Con un disfraz, quizá pudieran seguirle y… No, era demasiado arriesgado. Empezaba a pensar como el gran espía. Errabundo le quitó el uniforme de camuflaje a un cadáver. Aún necesitarían disfraces. Quizá pudieran pernoctar en las inmediaciones, y echar un vistazo a la casa volante.
Gramil comprendió qué estaba haciendo y decidió juntar casacas para él. Hurgaron entre los cuerpos apilados, buscando prendas que no estuvieran demasiado manchadas y que tuvieran emblemas coherentes. En torno había muchos garfios y hachas. Terminarían armados hasta los dientes, pero tendrían que dejar algunas de sus mochilas. Sólo necesitaban una casaca más, pero Rum tenía unos hombros tan anchos que nada le sentaba.
Errabundo tardó en comprender lo que sucedía: un gran fragmento un trío, estaba tendido en la pila de muertos. Tal vez estaba llorando a su miembro muerto. En todo caso, parecía totalmente obtuso, hasta que Errabundo empezó a quitarle la casaca al miembro muerto.
—No robarás a los míos —dijo.
Se oyó un zumbido de rabia y Rum sintió un dolor desgarrador en el vientre. Errabundo se contorsionó de dolor, brincó sobre el atacante. Por un instante de furia instintiva, lucharon. Las hachas de Errabundo cortaron una y otra vez, cubriéndole los hocicos de sangre. Cuando recobró el conocimiento, uno de los tres estaba muerto y los demás huían hacia la cáfila de heridos.
Wickwrackrum procuró calmar el dolor de su Rum. El atacante estaba armado de púas. Rum tenía cortes desde las costillas hasta la entrepierna. Wickwrackrum se tambaleó; Rum tenía algunas de sus propias zarpas clavadas en sus tripas. Wickwrackrum usó el hocico para meter los restos en el abdomen de su miembro. El dolor se desvanecía; el cielo se oscurecía en los ojos de Rum. Errabundo ahogó los gritos que crecían en su interior. ¡Soy sólo cuatro y una parte de mí agoniza! Durante años se había dicho que cuatro era un número insuficiente para un peregrino. Ahora pagaría el precio, atrapado y obnubilado en una tierra de tiranos.
El dolor se aplacó, se le aclararon los pensamientos. La lucha no había llamado mucho la atención en medio de tantas lamentaciones, violaciones y otros desmanes. Los casacas blancas de la casa volante habían echado un breve vistazo, pero ahora seguían hurgando en el cargamento de los alienígenas.
Gramil estaba sentado en las cercanías, mirando con espanto. Uno de sus miembros se acercaba y retrocedía. Estaba luchando consigo mismo, tratando de decidir si debía ayudar. Errabundo casi le suplicó, pero el esfuerzo era demasiado grande. Además, Gramil no era peregrino. No entregaría una parte de sí mismo voluntariamente.
Ahora se agolpaban los recuerdos, en los esfuerzos de Rum para ordenar sus ideas y dejar que el resto de sí conociera todo lo que había sido antes. Por momentos bogaba en un doblecasco por los Mares del Sur, un novicio donde Rum era cachorro; recuerdos de la Persona isleña que había sido Rum al nacer, y de las manadas anteriores. Una vez habían viajado alrededor del mundo, sobreviviendo en las barriadas de una entidad colectiva tropical, y a la guerra de los Rebaños de las Planicies. Ah, las historias que habían oído, las estratagemas que habían aprendido, la gente que habían conocido. Wic Kwk Rae Rum había sido una magnífica combinación, alerta, bien-humorada, con una extraña capacidad para mantener todos los recuerdos en su sitio. Por eso había permanecido tanto tiempo sin crecer a cinco o a seis. Ahora pagaría un alto precio.
Rum suspiró, y ya no pudo ver el cielo. La mente de Wickwrackrum se perdió; no como en el calor de la batalla, cuando se apaga el sonido del pensamiento, ni como en el cordial murmullo del sueño. De pronto no hubo una cuarta presencia, sólo tres, tratando de configurar una persona. El trío se irguió y se palmeó nerviosamente. Había peligro por doquier, pero más allá de su comprensión. Se acercó esperanzadamente a un sexteto que se hallaba cerca —Jaqueramaphan?— pero el otro le ahuyentó. Miró nerviosamente la cáfila de heridos. Allí había integración, pero también locura.
En el linde de la cáfila había un macho corpulento, con profundas cicatrices en las ancas. Sorprendió la mirada del trío y se arrastró lentamente hacia ellos. Wic, Kwk y Rac retrocedieron, erizando la pelambre de miedo y fascinación. Ese macho con cicatrices pesaba el doble de cualquiera de ellos.
¿Dónde estoy…? ¿Puedo formar parte de ti… por favor? Su lamento albergaba recuerdos caóticos, casi inaccesibles; sangre y lucha, entrenamiento militar. La criatura temía esos recuerdos tempranos. Apoyó el hocico, manchado de sangre seca, en el suelo y se aproximó. Los otros tres casi echaron a correr, pues el apareo al azar les asustaba. Retrocedieron hacia el prado despejado. El otro les siguió, pero despacio, siempre arrastrándose. Kwk se lamió los labios y caminó hacia el extraño. Extendió el pescuezo y olisqueó la garganta del otro. Wic y Rac se aproximaron desde los flancos.
Por un instante hubo una unión parcial. Sudorosos, ensangrentados, heridos… una fusión realizada en el infierno. Este pensamiento surgió de golpe, unió a los cuatro en un momento de cínico humor. Luego la unidad se perdió y fueron sólo tres animales lamiendo el rostro de un cuarto.
Errabundo miró el prado con nuevos ojos. Se había desintegrado por unos minutos. Los heridos de la Décima Infantería de Ataque estaban igual que antes. Los Servidores de Reductor aún estaban ocupados con el cargamento alienígena. Jaqueramaphan reculaba despacio, con fascinación y horror. Errabundo agachó una cabeza y le susurró.
—No te traicionare, Gramil.
El espía se quedó inmóvil.
—¿Eres tú, Errabundo?
—Más o menos.
Aún era Errabundo, pero ya no era Wickwrackum.
—¿Cómo puedes hacerlo…? Acabas de perder…
—Soy un peregrino, ¿recuerdas? Convivimos con ello toda nuestra vida —dijo con sarcasmo. Éste era el cliché que Jaqueramaphan había dicho antes, pero había cierta verdad en ello. Errabundo Wickwrackrum había perdido a Rum y había incorporado a Triz, el miembro de la cicatriz. Ya se sentía como una persona. Quizás esta nueva combinación funcionara.
—Bien, sí. ¿Qué hacemos ahora?
El espía miraba nerviosamente hacia todas partes, pero los ojos que fijaba en Errabundo eran los más preocupados.
Ahora era Wickwracktriz quien estaba asombrado. ¿Qué estaba haciendo allí? Matando al extraño enemigo… No. Eso hacía la Infantería de Ataque. Él no tendría nada que ver con ello, a pesar de los recuerdos de Triz. Él y Gramil habían ido allí para rescatar a la criatura alienígena, si era posible. Errabundo aprehendió ese recuerdo y lo examinó acríticamente: era algo real, procedente de la identidad pasada que debía preservar. Miró hacia donde había visto por última vez al miembro alienígena. El casacas blancas y sus angarillas ya no estaban a la vista, pero seguían un rumbo evidente.
—Aún podemos rescatar a la criatura sobreviviente —le dijo a Jaqueramaphan.
Gramil pateó el suelo y se desplazó a un costado. Ya no demostraba tanto entusiasmo como antes.
—Después de ti, amigo mío.
Wickwracktriz se enderezó las casacas de combate y se limpió la sangre seca. Luego echó a andar por el prado, pasando a cien metros de los Servidores de Reductor que rodeaban la casa volante. Hizo un saludo militar que fue ignorado. Jaqueramaphan le siguió portando dos ballestas. El otro hacía lo posible por imitar el aplomo de Errabundo, pero no tenía pasta para ello.
Al fin atravesaron la zona custodiada por los militares y descendieron a las sombras. Los heridos se quejaban ahogadamente. wracktriz apuró el paso, brincando de un recodo al otro en su descenso por el tosco sendero. Desde allí se veía el puerto; las naves aún estaban en los muelles, y no había mucha actividad. Detrás de él, Gramil parloteaba nerviosamente. Errabundo avanzó con mayor prisa, su confianza alimentada por la confusión general del noviciado. Su nuevo miembro, Triz, había formado parte de un oficial de infantería. Esa manada conocía la configuración de los puertos y el castillo y todas las contraseñas del día.
Dos recodos más y alcanzaron al Servidor de Reductor y sus angarillas.
—¡Hola! —gritó Errabundo—. Traemos nuevas directivas del señor Acero.
Sintió un escalofrío al pronunciar el nombre, recordando a Acero por primera vez. El Servidor dejó las angarillas y se volvió hacia ellos. Wickwracktriz no conocía su nombre, pero recordaba al sujeto: un bastardo arrogante de alto rango. Era sorprendente que él mismo arrastrara las angarillas.
Errabundo se detuvo a veinte metros del casacas blancas. Jaqueramaphan miraba desde el sendero. Había ocultado las ballestas. El Servidor miró nerviosamente a Errabundo y a Gramil.
—¿Qué quieres?
¿Sospechaba algo? No importaba. Wickwracktriz se preparó para una embestida… y de pronto tuvo visión cuádruple, la mente obnubilada por el mareo del noviciado. Ahora que necesitaba matar, el horror de Triz ante el acto le frustraba. ¡Maldición! Wickwracktriz miró en torno, buscando una respuesta. Ahora que había renunciado a matar, sus nuevos recuerdos afloraron fácilmente.
—Cumplir la voluntad del señor Acero, llevar a la criatura al puerto con nosotros. Tú debes regresar hacia el aparato volante del invasor.
El casacas blancas se relamió los labios. Estudió los uniformes de Errabundo y de Gramil.
—Impostores —gritó, y al mismo tiempo lanzó uno de sus miembros contra las angarillas. Un destello metálico relumbró en la zarpa delantera del miembro. ¡Matará al miembro alienígena!
Se oyó un chasquido y el miembro cayó con una flecha en el ojo. Wickwracktriz acometió contra los demás, obligando a Triz a apartarse. Hubo un instante de aturdimiento y luego estuvo nuevamente entero, gritando contra los cuatro. Las dos manadas chocaron y Triz empujó a un par de miembros del Servidor sobre el borde del sendero flechas zumbaban sobre ellos. Wic Kwk Rac se contorsionaba lanzando hachazos contra todo lo que permanecía en pie.
Luego la confusión cesó y Errabundo recobró sus pensamientos Tres miembros del Servidor se retorcían en el sendero sobre charcos de sangre. Los apartó del sendero, cerca de donde Triz había matado a los demás. Ningún miembro del Servidor había sobrevivido; era la muerte total y él era responsable. Se desplomó, de nuevo con visión cuádruple.
—La criatura alienígena. Aún vive —dijo Gramil. Estaba de pie en torno de las angarillas, olisqueando a la criatura mantis—. Pero está inconsciente. —Cogió las varas de las angarillas con las fauces y miró a Errabundo—. ¿Y ahora qué, peregrino?
Errabundo estaba tendido en el suelo, ordenándose la mente. Y ahora qué. ¿Cómo se había metido en ese embrollo? La confusión del noviciado le impedía recordar las razones por las cuales era imposible rescatar a la criatura alienígena. Y ahora no podía echarse atrás. Maldición. Una parte de él se arrastró al borde del sendero y miró en torno; al parecer no habían llamado la atención. En el puerto, las naves aún estaban vacías; la mayor parte de la infantería se hallaba en las colinas. Sin duda los Servidores tenían los muertos en el fuerte del puerto. ¿Cuándo les trasladarían a la Isla Oculta? ¿Estaban aguardando la llegada de éste?
—Quizá podamos capturar una nave, escapar al sur —dijo Gramil. Qué tipo brillante. ¿Acaso no sabía que habría centinelas alrededor del puerto? Aun conociendo las contraseñas, se sabría sobre ellos en cuanto atravesaran una línea. Sería una probabilidad en un millón. Pero habría sido una imposibilidad total antes que Triz formara parte de él.
Estudió a la criatura tendida en las angarillas. Tan extraña aunque real. Y era algo más que la criatura, aunque eso era lo más llamativo. Sus ropas: Errabundo nunca había visto un paño tan fino. Dentro del cuerpo de la criatura había un cojín rosado con costuras complejas. Con un cambio de perspectiva comprendió que era arte alienígena, el rostro de un animal de hocico largo bordado en el cojín.
Había una probabilidad en un millón de escapar a través del puerto, pero ciertos trofeos justificaban el riesgo, —Bajaremos un poco más —dijo.
Jaqueramaphan arrastraba las angarillas. Wickwracktriz trotaba delante de él, tratando de tener la pinta de un oficial. No era difícil con Triz que era la viva imagen de la marcialidad; había que verle por dentro para conocer su blandura.
Ya casi llegaban al nivel del mar.
Ahora el sendero era más ancho y estaba toscamente pavimentado. Sabía que el fuerte del puerto se erguía sobre ellos, oculto por la arboleda. El sol se alejaba del norte, elevándose en el cielo del este. Había flores por doquier: la flora ártica aprovechando el último día de verano. Caminando en los adoquines soleados, uno casi podía olvidar la emboscada en las colinas.
Pronto llegarían a una línea de centinelas. Las líneas y círculos son gente interesante; no tienen grandes mentes, pero constituyen la manada más numerosa y eficaz que se puede hallar fuera de los trópicos. Se contaban historias sobre líneas de quince kilómetros de longitud, con miles de miembros. La más numerosa que Errabundo había visto tenía menos de cien. Se tomaba un grupo de gente común y se la entrenaba para desperdigarse, no en manadas, sino como miembros individuales. Si cada miembro permanecía a pocos metros de sus vecinos más próximos, podían mantener algo parecido a la mentalidad de un trío. El grupo como totalidad no era mucho más brillante; no se pueden tener pensamientos profundos cuando una idea tarda segundos en impregnar la mente. Pero la línea sabía muy bien qué ocurría a lo largo de sí misma. Y si algún miembro sufría un ataque, la línea entera se enteraba a la velocidad del sonido. Errabundo había servido en líneas; era una existencia dispersa, pero no tan obtusa como la del centinela común. Es difícil aburrirse cuando eres tan estúpido como una línea.
¡Allá! Un miembro solitario asomó la cabeza detrás de un árbol y les detuvo. Wickwracktriz conocía la contraseña, así que atravesaron el exterior de la línea. Pero ahora toda la línea conocía su descripción y sin duda también los soldados normales del fuerte.
Demonios. No había remedio. Tendría que continuar con ese plan descabellado. Él, Gramil y el miembro alienígena pasaron frente a los dos centinelas interiores. Ahora olía el mar. Salieron de la arboleda al puerto amurallado. Chispas plateadas titilaban en el agua. Un gran multibarco oscilaba entre dos embarcaderos. Los mástiles formaban un bosque de árboles deshojados. A cierta distancia se veía Isla Oculta. Una parte de él tomó esa vista como cotidiana, otra parte sintió un reverente asombro. Éste era el centro del movimiento reductorista mundial. En esas sombrías torres, el Reductor original había realizado sus experimentos, escrito sus ensayos y conspirado para gobernar el mundo. Había algunas personas en los muelles. La mayoría realizaban tareas de mantenimiento: cosían velas, sujetaban doblecascos. Miraban las angarillas con gran curiosidad, pero ninguno se aproximaba. Sólo tenemos que caminar hasta el final del muelle, cortar las amarras de un doblecasco y zarpar. Era probable que en el muelle hubiera manadas suficientes para impedirlo y sus gritos sin duda atraerían a las tropas que había visto junto al fuerte. Más aún, era sorprendente que nadie les hubiera prestado mucha atención.
Estas embarcaciones eran más toscas que sus equivalentes de los Mares del Sur. En parte, la diferencia era superficial: la doctrina reductorista prohibía los adornos en las naves. En parte era funcional: estas naves estaban diseñadas para invierno y verano, y también para transporte de tropas. Pero Errabundo estaba seguro de que sabría conducirlas. Caminó hasta el extremo del muelle. Vaya, un golpe de suerte. El doblecasco proa-estribor, el que estaba más próximo, parecía rápido y bien aprovisionado. Tal vez fuera una nave exploradora de largo alcance.
—Ssst. Algo pasa por allá. —Gramil señaló el fuerte. Las tropas estaban cerrando filas. ¿Un saludo masivo? Cinco Servidores pasaron junto a la infantería y sonaron trompetas en las torres del fuerte. Triz había visto cosas parecidas, pero Errabundo no confiaba en su recuerdo. ¿Cómo podía…?
Un estandarte rojo y amarillo se elevó sobre el fuerte. En los muelles, los soldados y peones cayeron de bruces. Errabundo se tendió y le gritó al otro: —¡Abajo! —¿Qué…?
—Ésa es la bandera de Reductor… su estandarte personal. —Imposible.
Habían asesinado a Reductor en la República seis decadías antes. La cáfila que le desgarró había matado a muchos de sus principales simpatizantes… Pero la Policía Política Republicana sostenía que todos los cuerpos de Reductor habían sido recobrados.
Junto al fuerte, una manada trotaba entre las filas de soldados y casacas blancas, con destellos de oro y plata en los hombros. Un miembro de Gramil se ocultó detrás de un amarradero y extrajo subrepticiamente su herramienta óptica.
—¡Por el fin del alma! —exclamó al cabo de un momento—. ¡Es Tyrathect!
—Ella no puede ser el Reductor —dijo Errabundo. Habían viajado juntos desde Puerta Este a través de los Colmillos de Hielo. Era evidentemente una novicia que aún no estaba bien integrada. Parecía reservada e introspectiva, pero tenía sus arrebatos. Errabundo sabía que un impulso destructivo anidaba en Tyrathect… ahora comprendía de dónde venía. Al menos algunos miembros de Reductor habían escapado del asesinato, y él y Gramil habían pasado tres días en su presencia. Errabundo tiritó.
En la puerta del fuerte, la manada llamada Tyrathect se volvió para dirigirse a las tropas y Servidores. Gesticuló, y nuevamente sonaron las trompetas. El nuevo Errabundo comprendió esa señal: una Introllamada. Reprimió el repentino impulso de seguir a los demás, que se arrastraban hacia el fuerte con el vientre contra el suelo, los ojos fijos en el Maestro. Gramil le miró y Errabundo asintió. Necesitaban un milagro y aquí lo tenían, provisto por el enemigo mismo. Gramil avanzó despacio hacia el final del muelle, arrastrando las angarillas de una sombra a la otra.
Aún nadie les miraba. Con buenas razones, Wickwracktriz recordó lo que sucedía a quienes faltaban el respeto durante una Introllamada.
—Pon a la criatura sobre el bote proa-estribor —le dijo a Jaqueramaphan. Saltó del muelle y se desperdigó por el multibarco. Era magnífico estar de vuelta en una cubierta, cada miembro siguiendo un rumbo diferente. Olisqueó entre las catapultas de proa, escuchó el crujido de los cascos y el susurro de las jarcias.
Pero Triz no era marinero y no recordaba el detalle más importante.
—¿Qué estás buscando? —susurró Gramil en altohabla.
—Escotillas. —Si estaban allí, en nada se parecían a la versión de los Mares del Sur.
—Oh —dijo Gramil—, es fácil. Éstos son deslizadores norteños. Hay paneles plegables y un casco delgado detrás. —Dos de sus miembros se perdieron de vista un instante y se oyó un ruido sordo. Las cabezas reaparecieron, sacudiéndose el agua. Sonreía, sorprendido de su propio éxito, como si dijera: «¡Vaya, es igual que en los libros!»
Wickwracktriz los encontró. Los paneles le habían parecido bancos para la tripulación, pero resultó fácil extraerlos y romper la madera de atrás con un hacha de combate. Entretanto mantenía una cabeza asomada para ver si llamaban la atención. Errabundo y Gramil avanzaron por las hileras de proa del multibarco; si éstas se hundían tardarían un tiempo en liberar los doblecascos de atrás.
Uno de los peones miraba hacia ellos. Una parte del sujeto continuó ladera arriba, otra parte procuró regresar al muelle. Los trompetazos sonaron nuevamente y el marinero respondió a la llamada. Pero sus gimoteos hacían volver las cabezas de otros.
No había tiempo para ser sigiloso. Errabundo regresó deprisa al doblescasco proa-estribor. Gramil estaba cortando las amarras de hueso trenzado que sujetaban el doblecasco al resto del multibarco.
—¿Tienes experiencia náutica? —preguntó Errabundo. Una pregunta tonta.
—Bien, he leído sobre ello…
—¡Magnífico! —Errabundo empujó a todos los miembros de Gramil a la cabina de estribor del doblecasco—. Mantén a salvo a la criatura. Agáchate y no hagas ruido.
Podía conducir el doblecasco, pero tendría que valerse de todos sus miembros. Cuantos menos sonidos mentales le confundieran, tanto mejor.
Errabundo impulsó la nave, alejándose del multibarco. La rotura de las quillas aún no era obvia, pero podía ver agua en los cascos de proa. Invirtió la pértiga y usó el garfio para arrastrar la nave más próxima hacia el hueco que dejaba su partida. Dentro de cinco minutos sólo una fila de mástiles sobresaldría del agua. Cinco minutos. Habría sido imposible de no ser por la Introllamada de Reductor. Junto al fuerte, los guerreros se volvían y señalaban el puerto. Pero debían obedecer a Reductor/Tyrathect. ¿Cuánto pasaría hasta que alguien importante decidiera que aun una Introllamada podía desecharse si había otra prioridad?
Izó las velas.
El viento hinchó la lona y se alejaron del muelle. Errabundo bailaba de aquí para allá, aferrando los obenques con las bocas. ¡Incluso sin Rum, cuántos recuerdos traían el gusto de la sal y del coraje. Por mera intuición podía aprovechar al máximo la fuerza del viento. Los cascos gemelos eran angostos y elegantes y el mástil de leño-hierro crujía mientras el viento tensaba la vela.
Los reductoristas descendían ahora por la ladera. Los arqueros se detuvieron y lanzaron una lluvia de flechas. Errabundo tiró de los obenques, virando bruscamente hacia la izquierda. Gramil brincó para proteger a la criatura alienígena. La nave se escoró peligrosamente, pero sólo recibió dos proyectiles. Errabundo torció de nuevo los obenques y retomaron el rumbo. En pocos segundos estarían fuera del alcance de los arcos. Los soldados corrieron a los muelles, gritando al ver lo que quedaba del multibarco. Las hileras de proa estaban anegadas, y todo el frente era una ruina de naves hundidas. Y las catapultas estaban a proa.
Errabundo viró, enfilando hacia el sur, fuera de la bahía. A estribor se veía el extremo meridional de Isla Oculta. Las torres del Castillo se elevaban ominosamente. Errabundo sabía que allá había catapultas pesadas y también algunos botes rápidos en el puerto de la isla. Pero dentro de unos minutos ya no tendría importancia. Empezaba a comprender que su embarcación era de una gran maniobrabilidad. Era de esperar que colocaran la mejor nave en una esquina de proa. Tal vez se utilizaba para explorar y abordar.
Jaqueramaphan estaba tendido en la popa de su casco, mirando hacia el puerto de tierra firme. Soldados, peones y casacas blancas se apiñaban caóticamente en el extremo de los muelles. Aun desde aquí era evidente que reinaban la rabia y la frustración. Gramil sonrió grotescamente al comprender que lograrían escapar. Trepó a la borda y uno de sus miembros brincó en el aire para burlarse de sus enemigos con un gesto obsceno. Casi cayó por la borda, pero le vieron: los airados enemigos respondieron con una protesta.
Estaban bien al sur de Isla Oculta, fuera del alcance de sus catapultas. Perdieron de vista las manadas de la tierra firme. El estandarte personal de Reductor aún flameaba alegremente en la brisa de la mañana, un cuadrado rojo y amarillo que se empequeñecía contra el verdor del bosque.
Ahora Errabundo miraba hacia el estrecho, donde Isla Ballena estaba muy cerca de la tierra firme. Triz recordó que el pasaje más angosto estaba muy fortificado. Normalmente eso habría significado el fin para ellos. Pero habían retirado los arqueros para que participaran en la emboscada y las catapultas estaban en reparación. El milagro había ocurrido. Errabundo estaba vivo y libre y llevaba el mayor hallazgo de su peregrinaje. Dio un grito de alegría tan estentóreo que asustó a Jaqueramaphan. El eco rebotó en las verdes colinas manchadas de nieve.
Jefri Olsndot tenía pocos recuerdos claros de la emboscada y no llegó a ver el combate. Había oído ruidos y la voz aterrada de mamá gritándole que se quedara adentro. Luego había visto mucho humo. Sofocándose, había intentado salir para respirar aire limpio. Se desvaneció. Cuando despertó, estaba amarrado a una especie de camastro de primeros auxilios, rodeado por esas grandes criaturas caninas. Se veían muy graciosas con sus casacas blancas y sus trenzas. Se preguntó quiénes serían los dueños. Hacían ruidos muy raros: cloqueos, zumbidos, siseos; a veces tan agudos que resultaban insoportables.
Pasó un tiempo en un bote, luego en un carro con ruedas. Sólo había visto castillos en imágenes, pero el lugar adonde le llevaron era un auténtico castillo, con torres oscuras e imponentes, con grandes y angulosas murallas de piedra. Ascendieron por calles sombrías que crujían bajo las ruedas del carro. Los perros de pescuezo largo no le lastimaron, pero las correas estaban muy tensas. No podía levantarse; no podía ver a los costados. Preguntó por mamá, papá y Johanna; lloriqueó. Un hocico largo se le acercó al rostro y la blanda nariz le tocó la mejilla. Emitió un zumbido que le vibró en los huesos. Jefri no entendió si era un gesto de consuelo o de amenaza, pero jadeó y procuró contener las lágrimas. Además, un buen straumer no lloraba.
Más perros con casaca blanca, algunos con tontas hombreras doradas y plateadas.
De nuevo arrastraban el camastro, esta vez por un túnel iluminado por antorchas. Se detuvieron junto a una puerta doble de dos metros de anchura y uno de altura. Había un par de triángulos de metal incrustados en la madera clara. Luego Jefri aprendió que significaban un número, quince o treinta y tres, según se contaran patas o zarpas delanteras. Mucho después aprendió que su guardián había contado patas y el constructor del castillo zarpas delanteras, de modo que terminó en la habitación que no correspondía. Fue un error que cambiaría la historia de los mundos.
Los perros abrieron las puertas y entraron a Jefri. Se apiñaron en torno al camastro y aflojaron las correas. Jefri vio hileras de afilados dientes. Los cloqueos y zumbidos eran muy fuertes. Cuando Jefri se sentó, retrocedieron. Dos de ellos sostuvieron las puertas mientras los otros cuatro salían. Las puertas se cerraron y el acto circense terminó.
Jefri miró largamente a los perros. Sabía que no era un acto circense, esas criaturas caninas eran inteligentes. De algún modo habían sorprendido a sus padres y a su hermana. ¿Dónde están? De nuevo sintió ganas de llorar. No les había visto junto a la nave espacial. Debían de haberles capturado también. Todos eran prisioneros en ese castillo, aunque en diferentes mazmorras. ¡Debían tratar de reunirse!
Se puso de pie y sintió un fugaz mareo. Aún olía ese humo. No importaba. Era hora de pensar en un modo de fugarse. Recorrió la habitación. Era enorme, no como las mazmorras que había visto en los cuentos. El techo era muy alto, una cúpula con doce ranuras verticales. Por una de ellas entraba una franja de sol polvoriento, bañando la pared acolchada. Era la única iluminación, pero era más que suficiente en ese día soleado. Balcones de barandas bajas sobresalían en las cuatro esquinas de la habitación, debajo de la cúpula, Se veían puertas en las paredes de esos balcones. Pesadas colgaduras pendían al lado de cada balcón. Tenían cosas escritas en caracteres grandes. Jefri caminó hacia la pared y palpó el rígido paño. Las letras estaban pintadas. El único modo de cambiar la inscripción era borrándola. Vaya. Tal como en los viejos tiempos en Nyjora, antes del reino de Straumli. La tabla que había al pie de las colgaduras era de piedra negra y brillante. Alguien había usado trozos de tiza para dibujar en ella. Eran rudimentarios dibujos de perros que recordaban las figuras que trazaban los niños del parvulario.
Jefri recordó de pronto a los niños que habían dejado a bordo y alrededor de la nave. Días atrás jugaba con ellos en la escuela de Laboratorio Alto. El año pasado había sido muy extraño; aburrido y estimulante al mismo tiempo. Las barracas eran divertidas, con todas las familias juntas; pero los adultos rara vez tenían tiempo para jugar. De noche el cielo era muy distinto del de Straum.
—Estamos más allá del Allá —había dicho mamá—, creando a Dios.
Se rió la primera vez que lo dijo. Después la gente lo decía con creciente temor. Las últimas horas habían sido alocadas y los preparativos para el sueñofrío esta vez eran reales. Todos sus amigos dormían en esas cajas… Sollozó en el espantoso silencio. Nadie le oía, nadie podía ayudarle.
Al cabo de unos momentos se puso nuevamente a pensar. Si los perros no intentaban abrir las cajas, sus amigos estarían bien. Si mamá y papá lograban que los perros entendieran…
Había extraños muebles en la habitación: mesas bajas, armarios, bastidores que parecían aparatos de gimnasia. Todo estaba hecho de madera clara, igual que las puertas. Había cojines negros en torno de la mesa más ancha. Ésta estaba atiborrada de papeles, todos con escritos y dibujos. Caminó a lo largo de una pared unos diez metros. El piso de piedra terminaba. Había una cama de grava de dos por dos donde se cruzaban las paredes. Aquí algo olía más fuerte que el humo. Un olor a cuarto de baño. Jefri rió. ¡Eran de veras como perros!
Las paredes acolchadas absorbieron la risa sin ecos. Algo alarmó a Jefri. Había pensado que estaba solo, pero había muchos «escondrijos» en esa «mazmorra». Contuvo el aliento para escuchar. Todo estaba en silencio… O casi. Había algo en el límite de su audición, donde sonaba el gemido de algunas máquinas, cosas que ni mamá ni papá ni Johanna podían oír.
—Sé que estás aquí —dijo Jefri con voz trémula. Caminó unos pasos hacia el costado, tratando de ver detrás de los muebles sin acercarse. El sonido persistía y, ahora que él escuchaba con atención, era inequívoco.
Una pequeña cabeza de ojos oscuros asomó detrás de un armario. Era mucho más pequeña que las criaturas que habían llevado a Jefri hasta allí, pero la forma del hocico era la misma. Se miraron un instante y al fin Jefri se le acercó despacio. ¿Un cachorro? La cabeza se escondió, asomó de nuevo. Por el rabillo del ojo, Jefri vio que algo se movía. Otra de las formas negras le miraba desde debajo de la mesa. Jefri sintió pánico. Pero no había hacia donde huir y quizá las criaturas le ayudaran a encontrar a mamá. Jefri se apoyó en una rodilla y extendió la mano. —Ven, perrito, ven. El cachorro salió de debajo de la mesa sin dejar de mirar la mano Jefri. La fascinación era mutua: el cachorro era precioso. Teniendo en cuenta que los humanos (y otros seres) han criado perros durante miles de años, éste podría haber pertenecido a una raza exótica. Pero no demasiado. El pelaje era corto y tupido, un terciopelo negro y blanco. Los dos tonos formaban franjas anchas, sin grises intermedios. Éste tenía la cabeza totalmente negra y las ancas divididas entre negro y blanco. La cola era un rabo corto que le tapaba el trasero. Pero lo más extraño era el cuello más natural en una foca que en un perro.
Jefri movió los dedos y el perro ensanchó los ojos, revelando un borde blanco en torno del iris.
Jefri se alarmó cuando algo le tocó el codo. ¡Eran tantos! Dos más se habían acercado a mirarle la mano. Y donde había visto al primero ahora había tres, que le observaban atentamente. Vistos frente a frente, no parecían hostiles ni temibles.
Uno de los cachorros apoyó una pata en la muñeca de Jefri y apretó suavemente. Al mismo tiempo, otro extendió el hocico y le lamió los dedos. La lengua era rosada y áspera, redonda y angosta. El agudo gimoteo se intensificó. Los tres se acercaron, cogiéndole la mano con las bocas.
—¡Cuidado! —dijo Jefri, apartando la mano. Recordó los dientes de los ejemplares adultos. De pronto el aire se llenó de cloqueos y zumbidos. Parecen aves parlanchínas, más que perros. Otro cachorro se le acercó, extendió el hocico hacia Jefri.
—¡Cuidado! —dijo, reproduciendo a la perfección la voz del niño, aunque tenía la boca cerrada. Irguió la cabeza. ¿Para que le acariciara? Jefri tendió la mano. ¡El pelaje era tan suave! El zumbido era muy fuerte ahora. Jefri lo sentía a través de la piel. Pero éste no era el único animal que lo emitía. Venía de todas partes. El cachorro cambió el movimiento, deslizando el hocico por la mano del niño. Esta vez Jefri dejó que la boca se le cerrara sobre los dedos. Veía los dientes, pero el cachorro procuró no lastimarle. La punta del hocico parecía un par de dedos pequeños cerrándose en torno de los suyos.
Otros tres se le deslizaron bajo el brazo, como si también desearan que los acariciara. Sintió hocicos que le tocaban la espalda, trataban de sacarle la camisa de los pantalones. Era un esfuerzo coordinado, como si un humano con dos manos le hubiera cogido la camisa… ¿Cuántos son? Por un instante olvidó dónde estaba, olvidó la cautela. Rodó y empezó a acariciarlos. Un sorprendido gimoteo vino de todas partes. Dos se le arrastraron bajo los codos, por lo menos tres le saltaron a la espalda y le apoyaron la nariz en el cuello y las orejas.
Y Jefri tuvo una gran intuición: los alienígenas adultos habían reconocido que él era un niño, aunque ignoraban su edad exacta. ¡Le habían puesto en un parvulario! Tal vez mamá y papá estaban hablando ahora con ellos. Todo saldría bien.
El señor Acero no había escogido el nombre porque sí. El acero, el más moderno de los metales; el acero, que adquiere el filo más cortante y nunca lo pierde; el acero que puede fulgurar al rojo vivo, sin fallar; el acero, la hoja que corta y reduce, eliminando los desechos. Acero era una persona forjada, el mayor éxito del Reductor.
En cierto sentido, la forja de almas no era nada nuevo. La crianza era una forma limitada de ello, aunque se concentraba principalmente en las características físicas. Incluso los criadores convenían en que las aptitudes mentales de una manada derivaban en cierta medida de sus diversos miembros.
Siempre eran un dúo o un trío los responsables de la elocuencia, otro de la intuición espacial. Las virtudes y vicios eran más complejos. Ningún miembro único era la principal fuente del valor o de la conciencia.
La aportación de Reductor a esta especialidad —y a la mayoría de las demás—, había consistido en una actitud implacable, una poda de todo lo prescindible. Experimentaba sin cesar, desechando los resultados que no fueran éxitos concluyentes. Recurría no sólo a una selección sagaz de los miembros; sino a la disciplina, la negación y la muerte parcial. Ya tenía setenta años de experiencia cuando creó a Acero.
Antes de adoptar su nombre, Acero pasó años en la negación, determinando cuáles de sus partes se combinarían para producir el ser deseado. Eso habría sido imposible sin la guía de Reductor. Por ejemplo, si se desechaba una parte que era esencial para la tenacidad, ¿de dónde saldría la voluntad para continuar la reducción? Para el alma en gestación, el proceso era un caos mental, un vértigo de horror y amnesia.
En dos años había experimentado más cambios que la mayoría de la gente en dos siglos, y todo ello dirigido. El punto de inflexión llegó cuando él y Reductor identificaron al trío que le trababa con sus escrúpulos y su lentitud intelectual. Uno de los tres hacía de puente con los demás. Acallarlo y reemplazarlo por el elemento adecuado fue la clave del cambio. Después de eso, el resto fue fácil y nació Acero.
Cuando Reductor se marchó para convertir a la República de los Lagos Largos, era natural que su creación más brillante se hiciera cargo del poder. Durante cinco años Acero había gobernado las tierras de Reductor. En esa época no sólo había conservado los dominios de Reductor, sino que los había extendido más allá de sus cautos comienzos.
Pero, en un solo giro del sol en torno de Isla Oculta, podía perderlo todo.
Acero entró en la sala de reunión y miró en torno. Se había servido un refrigerio. La luz del sol se derramaba desde una ranura del techo sobre el sitio que él deseaba. Un miembro de Shreck, su asistente, se hallaba en el otro extremo de la sala.
—Hablaré a solas con el visitante —le dijo, sin usar el nombre «Reductor». El casacas blancas retrocedió y sus otros miembros abrieron las puertas.
Un quinteto —tres machos y dos hembras— entró por la puerta enfilando hacia el haz de luz solar. Era un individuo poco llamativo, pero Reductor jamás había tenido una apariencia imponente.
Dos cabezas se irguieron para ocultar los ojos de las demás. La manada escrutó la sala hasta localizar al señor Acero.
—Ah, Acero— Era una voz suave… como un escalpelo acariciándote el vello del pescuezo. Acero se inclinó en un gesto formal. La voz le provocó un retortijón en las tripas e, involuntariamente, apoyó los vientres en el piso. ¡Era la voz del Maestro! Quedaba al menos un fragmento del Reductor original en esta manada. Las hombreras de oro y plata, el estandarte personal, cualquier aventurero temerario podía remedar esas cosas. Pero Acero recordaba esa prestancia. No le sorprendía que esa mañana semejante presencia hubiera desbaratado la disciplina de sus tropas en tierra firme.
Las cabezas de la manada no mostraban ninguna expresión a la luz del sol. ¿Sonreían furtivamente las que quedaban en la sombra?
—¿Dónde están los demás, Acero? El episodio de hoy representa la mayor oportunidad de nuestra historia.
Acero se incorporó y miró las barandas.
—Señor, antes debo hacerte unas preguntas a solas. Es evidente que en gran medida eres Reductor pero ¿cuánto…?
El otro sonrió, moviendo las cabezas que estaban a la sombra.
—Sí, sabía que mi mejor creación repararía en ese problema… Esta mañana afirmé ser el verdadero Reductor, mejorando con un par de reemplazos. La verdad es… más compleja. Ya sabes lo de la república.
Había sido el mayor riesgo de Reductor: reducir toda una nación-estado. Millones morirían, pero aun así habría más modelación que matanza. De ello resultaría la primera entidad colectiva fuera de los trópicos. Y el estado reductorista no sería un obtuso conglomerado pululando en una jungla. Su diligencia sería tan brillante e implacable como la de ninguna otra manada de la historia.
Ningún pueblo del mundo podría oponerse a esa fuerza.
—Era un gran riesgo, con miras a un gran objetivo. Pero tomé precauciones. Teníamos millares de conversos, muchos de ellos sujetos que no comprendían nuestra verdadera ambición aunque fieles y abnegados… como corresponde. Siempre mantenía un grupo de esos fieles cerca de mí. La Policía Política fue astuta al usar cáfilas contra mí. Era lo último que esperaba… yo, que creé las cáfilas. No obstante, mis guardaespaldas estaban bien entrenados. Cuando nos atraparon en el Cuenco Parlamentario, mataron un par de miembros de cada una de esas manadas especiales… y yo dejé de existir, esparcido entre tres personas aterradas y comunes que trataban de escapar de la matanza.
—Pero todos murieron en torno a ti. La cáfila no dejó a nadie.
Reductor se encogió de hombros.
—En parte fue propaganda republicana y en parte mi propia labor. Ordené a mis guardias que se mataran entre sí, junto con todos los que no eran yo.
Acero casi expresó su admiración en voz alta. El plan era típico de la brillantez de Reductor y de su fortaleza de alma. En los asesinatos siempre quedaba la posibilidad de que los fragmentos escaparan. Había célebres leyendas de héroes reensamblados, pero esto era raro en la vida real y habitualmente ocurría cuando las fuerzas de la victima podían sostener a su líder durante la reintegración. Pero Reductor había planeado esta táctica desde el principio, había pensado en reintegrarse a más de mil kilómetros de los Lagos Largos.
Aun así, el señor Acero miró al otro con cautela. Debía ignorar la voz y el aplomo. Pensar en virtud del poder, no de los deseos ajenos; ni siquiera los de Reductor. Acero reconocía sólo a dos integrantes de la manada. Las hembras y el macho de orejas de punta anca eran probablemente del simpatizante sacrificado. Era muy probable que sólo estuviera frente a dos miembros de Reductor. Ninguna amenaza… excepto en el muy real sentido de las apariencias.
—Y los otros cuatro, ¿señor? ¿Cuándo podremos ver toda tu presencia?
La criatura-Reductor rió. A pesar de sus lesiones, aún comprendía el equilibrio del poder. Era casi como en los viejos tiempos: cuando dos personas tienen una clara comprensión del poder y la traición, la traición se vuelve casi imposible. Sólo existe el flujo ordenado de los acontecimientos, trayendo el bien a quienes merecen gobernar.
—Los demás también tienen excelentes… ejemplares. Tracé planes detallados, tres caminos, tres conjuntos de agentes. Llegué en el tiempo proyectado. Sin duda los otros también llegarán, en pocos decadías a lo sumo. Hasta entonces —volvió las cabezas hacia Acero—, hasta entonces, querido Acero, no pretendo ejercer todo el poder de Reductor. Antes lo hice así para fijar prioridades, para proteger este fragmento hasta estar ensamblado. Pero esta manada es deliberadamente débil de voluntad. Sé que no sobreviviría como gobernante de mis creaciones anteriores.
Acero tenía sus dudas. Con sus flaquezas, la criatura había trazado planes perfectos. Casi perfectos.
—¿Conque deseas un papel secundario en los próximos decadías? Muy bien. Pero te anunciaste como Reductor, ¿cómo te presentaré?
El otro no titubeó.
—Tyrathect. Reductor-en-Ciernes.
Cripto: 0
Recepción: Transceptor Relé03 en Relé.
Senda lingüística: Samnorsk—» triskweline. SjK: Unidades Relé.
De: Straumli Mayor.
Asunto: ¡Archivo abierto en Trascenso Bajo!
Resumen: Nuestros enlaces con la Red Conocida se interrumpirán provisionalmente. Frases clave: Trascender, buena nueva, oportunidades de negocios, nuevo archivo, problemas de comunicación.
Distribución:
Grupo de Intereses Dónde Están Ahora
Grupo de Intereses Homo Sapiens
Grupo de Administración Carnada Múltiple
Transceptor Relé03 en Relé
Transceptor Cantar del Viento en Debley Inferior
Transceptor Tiempo Breve en Paradacorta
Fecha: 11:45:20 Hora de Dársenas. 09/01 de año Org 52089
Texto del mensaje:
Nos enorgullece anunciar que una expedición humana de exploración procedente del reino de Straumli ha descubierto un archivo accesible en el Trascenso Bajo. Hemos postergado este anuncio hasta corroborar nuestros derechos de propiedad y la seguridad del archivo. Hemos instalado interfaces que volverán el archivo interoperable en cualquier sintaxis estándar de la Red. Dentro de pocos días este acceso quedará disponible comercialmente (consúltese nuestro comentario sobre problemas de horarios). Dada su seguridad, inteligibilidad y edad, este Archivo es notable. Creemos que aquí hallaremos información perdida sobre gestión de arbitraje y coordinación interracial. Enviaremos detalles a los grupos de noticias adecuados. Estamos muy entusiasmados al respecto. Nótese que no fue necesaria ninguna interacción con los Poderes, ninguna parte del reino de Straumli ha trascendido.
Ahora la mala noticia: Los proyectos de arbitraje y traducción han sufrido cleniraciones [?] infortunadas con el armíflago [?] del reborde. Los detalles resultarán interesantes para los integrantes del grupo de noticias Amenazas a la Comunicación, y se los transmitiremos más tarde. Pero al menos durante las próximas cien horas, todos nuestros enlaces (mayores y menores) con la Red Conocida permanecerán desconectados. Los mensajes entrantes pueden quedar en espera, pero no damos garantías. No se pueden adelantar mensajes. Lamentamos este inconveniente y lo compensaremos muy pronto. Estos problemas no afectan el comercio. El reino de Straumli continúa dando la bienvenida a turistas y comerciantes.
Retrospectivamente, Ravna Bergsndot comprendía que su destino era ser bibliotecaria. En su infancia en Sjandra Kei, ya amaba las historias de la Era de las Princesas. Eran tiempos de aventura en los que damas valientes habían guiado al género humano hacia la grandeza. Ella y su hermana habían pasado muchas tardes jugando a que eran las Dos Magnas y rescatando a la Condesa del lago. Luego comprendieron que Nyjora y sus princesas se perdían en el remoto pasado. Su hermana Lynne se dedicó a asuntos más prácticos. Pero Ravna aún ansiaba la aventura. En su adolescencia había soñado con emigrar al reino de Straumli. Eso era algo muy real. Nada menos que una nueva colonia, humana en su mayor parte, en pleno Tope del Allá. Y Straum acogía con gusto a las gentes del mundo madre: su proyecto tenía menos de cien años. Los habitantes de esa colonia o sus hijos serían los primeros humanos de la galaxia que trascenderían su humanidad. Tal vez ella terminara por ser un dios y más rica que un millón de mundos del Allá. Era un sueño tan real como para provocar fricciones continuas con sus padres. Pues donde existe el cielo, también puede existir el infierno. El reino de Straumli estaba cerca del Trascenso y allí la gente jugaba con «los tigres que se pasean más allá de los barrotes». Y su padre había usado esa imagen trillada. Este desacuerdo les distanció durante varios años. Luego, en sus cursos de Informática y Teología Aplicada, Ravna comenzó a leer acerca de los viejos horrores. Quizá debiera ser más cauta. Sería mejor echar una ojeada primero. Y había un modo de fisgonear en todo lo que podían comprender los humanos del Allá: Ravna se hizo bibliotecaria. «El colmo del diletantismo», había bromeado Lynne. «En efecto, ¿y qué?», replicó Ravna pero nunca había perdido el sueño de viajar lejos.
La vida en la Universidad Herte de Sjandra Kei parecía perfecta para alguien que al fin había descubierto lo que buscaba en la vida.
Las cosas habrían continuado magníficamente allí, pero el año en que Ravna se graduó organizaron el concurso para aprendices de la Organización Vrinimi. El premio consistía en tres años de estudio y trabajo en el archivo de Relé. El ganador tendría una oportunidad irrepetible; Ravna podría obtener más experiencia que cualquier académico local.
Así fue como Ravna Bergsndot terminó a más de veinte mil años-luz de su hogar, en el centro de la Red que enlazaba un millón de mundos.
Hacía una hora que había caído el sol cuando Ravna sobrevoló el Parque de la Ciudad con rumbo a la residencia de Grondr Vrinimikalir. Había visitado pocas veces ese planeta desde su llegada al sistema de Relé. En general trabajaba en los archivos mismos, a mil horas-luz de distancia. En esta parte del Nivel Suelo comenzaba el otoño, aunque el crepúsculo había reducido los tres colores a franjas grises. Desde cien metros de altura, el aire cortante anunciaba inminentes heladas. Entre sus pies, Ravna veía las fogatas de los excursionistas y los campos de juegos. La Organización Vrinimi no gastaba mucho en el planeta, pero era un mundo hermoso. Mientras mantuviera los ojos en el oscuro suelo, Ravna podía imaginarse en su terruño de Sjandra Kei. Pero bastaba mirar al cielo para notar la diferencia: a veinte mil años-luz de distancia, la espiral de la galaxia se extendía hacia el cenit.
Era apenas una luz tenue en el crepúsculo, y tal vez esa noche no cobrara mucho más brillo. Las fábricas del sistema resplandecían a baja altura en el cielo occidental, más relucientes que una luna; con un chisporroteo tan intenso que a veces proyectaban hacia el este la cruda sombra de las montañas del Parque de la Ciudad. Dentro de media hora despuntarían las Dársenas. Las Dársenas no eran tan brillantes como las fábricas, pero juntas superaban en brillo a los lejanos astros.
Cambió de rumbo en su arnés agrávido, enfilando hacia abajo.
El aroma del otoño y los picnics cobró intensidad. De pronto, la rodearon crepitantes risas kalir; se había metido en una partida de aerobalón. Ravna tendió los brazos pidiendo disculpas y se apartó del camino de los jugadores.
Pronto terminaría su paseo por el parque; adelante veía su destino. La residencia de Grondr 'Kalir era una rareza en el paisaje, un edificio que destacaba. Databa del tiempo en que la Organización —la Org, como la llamaban— había comprado una parte de Relé. Vista desde ochenta metros de altura, la casa era una silueta maciza contra el cielo. Cuando relampagueaban las luces de las fábricas, las lisas paredes del monolito fulguraban en tintes aceitosos. Grondr era el jefe del jefe de su jefe. Ella le había hablado tres veces en dos años.
Decidió no postergarlo más. Presa del nerviosismo y la curiosidad, Ravna descendió y dejó que los sistemas electrónicos de la casa la guiaran por las tres cubiertas hacia una entrada.
Grondr Vrinimikalir la trató con la cortesía estándar que constituía el común denominador entre las diversas razas de la Org. La sala tenía muebles adecuados para uso humano y vrinimi. Hubo un refrigerio y preguntas sobre su labor en el archivo.
—Resultados ambiguos —respondió Ravna con franqueza—. He aprendido muchísimo. El curso para aprendices ha estado a la altura de mis expectativas, pero me temo que la nueva división necesitará una capa adicional de índices. —Todo esto constaba en informes que el viejo podía consultar con sólo mover un dígito.
Grondr se pasó una mano distraída por las pecas ópticas.
—Sí, una decepción previsible. Con esta expansión, estamos en los límites de la gestión de información. Egravan y Derche —el jefe de Ravna, y el jefe del jefe—, están muy contentos con sus progresos. Usted vino con una buena formación y aprendió deprisa. Creo que hay un lugar para los humanos en la Organización.
—Gracias, señor —dijo Ravna, ruborizándose. La parca evaluación de Grondr era sumamente importante para ella. Y quizá significara la llegada de más humanos, tal vez antes de que ella terminara su aprendizaje. ¡Conque ésta era la razón de la entrevista!
Trató de no mirar al otro. Ya estaba habituada a la especie mayoritaria de Vrinimi. De lejos, los kalir parecían humanoides. De cerca, las diferencias eran muy grandes. La especie descendía de algo parecido a un insecto. Con el aumento de tamaño, la evolución había desplazado los puntales de refuerzo al interior del cuerpo, y el exterior era ahora una combinación de piel rugosa con láminas de quitina pálida. A primera vista, Grondr era un ejemplar común de su especie. Pero cuando se movía, aunque fuera para ajustarse la chaqueta o rascarse las pecas ópticas, lo hacía con rara precisión. Egravan decía que era muy, muy viejo.
Grondr cambió bruscamente de tema.
—¿Está usted al corriente de los cambios en el reino de Straumli?
—¿Se refiere a la caída de Straum? Sí. —Aunque me sorprende que lo sepas. El reino de Straumli era una descollante civilización humana pero sólo representaba una fracción infinitesimal del tráfico de mensajes de Relé.
—Por favor, acepte mis condolencias. —A pesar de los joviales anuncios procedentes de Straum, era evidente que el reino de Straumli había sufrido una calamidad. Casi todas las especies terminaban por coquetear con el Trascenso, a menudo convirtiéndose en súper-inteligencias, en Poderes. Pero ahora era evidente que los straumianos habían creado, o despertado, un Poder de inclinaciones letales. Habían sufrido un destino tan espantoso como hubiera imaginado el padre de Ravna. Y esa desgracia era ahora un desastre que se extendía en todo lo que había sido el reino de Straumli. Grondr continuó—: ¿Esta noticia afectará su labor?
Aquello la intrigaba cada vez más. Hubiera jurado que Grondr se proponía ir al meollo del asunto. ¿Éste era el meollo?
—No, señor. El caso Straum es terrible, especialmente para la humanidad, pero mi hogar es Sjandra Kei. El reino de Straumli es nuestro vástago, pero no tengo parientes allí. —Aunque podría haber estado allí de no haber sido por mamá y papá. Cuando Straumli Mayor bajó de la Red, Sjandra Kei quedó fuera de contacto casi cuarenta horas. Eso la había molestado mucho, porque el reencaminamiento de los mensajes tendría que haber sido inmediato. Al fin se estableció la comunicación: el problema había consistido en un embrollo en los planes de retransmisión. A Ravna le habían liquidado medio año de ahorros por un despacho indirecto. Lynne y sus padres estaban bien. El desmoronamiento de Straumli era la noticia del siglo en Sjandra Kei, pero aun así era un desastre a distancia. Ravna pensó que el consejo de sus padres no podía haber sido más atinado.
—Bien, bien. —Grondr movió el órgano bucal en el análogo de un asentir humano. Ladeó la cabeza, mirándola sólo con pecas periféricas parecía vacilar de veras. Ravna le miró en silencio. Grondr Kalir era uno de los ejecutivos más extraños de la Org. Era el único cuya residencia principal estaba en Nivel Suelo. Oficialmente estaba a cargo de una división de los archivos, pero en realidad dirigía Marketing (es decir, Inteligencia). Se rumoreaba que había visitado el Tope del Allá: Egravan sostenía que tenía un sistema inmunológico artificial—. Verá usted, el desastre de Straumli la ha transformado en una de las empleadas más valiosas de la Organización.
—No… no entiendo.
—Ravna, los rumores del grupo de noticias Amenazas son ciertos. Los straumianos tenían un laboratorio en el Trascenso Bajo. Estaban jugando con fórmulas de un archivo perdido, y crearon un nuevo Poder. Parece ser una Perversión Clase Dos.
La Red Conocida registraba una Perversión Clase Dos una vez por siglo. Esos Poderes tenían una longevidad normal, unos diez años. Pero eran explícitamente malévolos y en diez años podían causar tremendos daños. Pobre Straum.
—Como usted verá, aquí hay un tremendo potencial de pérdidas y ganancias. Si el desastre se propaga, perderemos clientes en la Red. Por otra parte, en el reino de Straumli todos quieren seguir los sucesos. Esto podría incrementar nuestro tráfico de mensajes en un porcentaje enorme.
Grondr lo expresaba con suma frialdad, pero estaba en lo cierto. Más aún, la oportunidad de obtener utilidades se relacionaba directamente con las medidas para mitigar la perversión. Si ella no hubiera estado tan involucrada en las tareas de archivo, lo habría adivinado. Y ahora que lo pensaba…
—Hay oportunidades aún más espectaculares. Históricamente, estas perversiones han sido de interés para otros Poderes. Ellos querrán transmisiones de la Red e información sobre la especie creadora.
Calló, comprendiendo al fin la razón de ese encuentro. Grondr emitió un chasquido de asentimiento.
—En efecto. Aquí en Relé estamos bien situados para comunicar noticias al Trascenso. Y además contamos con nuestro propio humano. En los últimos tres días hemos recibido muchas preguntas de civilizaciones del Allá Alto y algunas declaran representar Poderes. Este interés podría significar un gran incremento en los ingresos de la Organización para la próxima década.
»Usted pudo leer todo esto en el grupo de noticias Amenazas. Pero hay otro detalle, y le pediré que por ahora conserve el secreto. Hace cinco días una nave del Trascenso entró en nuestra región. Afirma que está bajo el control directo de un Poder.
La pared que estaba a sus espaldas se transformó en una imagen del intruso. La nave era un conglomerado irregular de espinas y protuberancias. Una barra con la escala estipulaba que sólo tenía cinco metros de diámetro. Ravna sintió un cosquilleo en la nuca. En el Allá Medio estaban relativamente a salvo del capricho de los Poderes pero, aun así, esa visita era perturbadora.
—¿Qué quiere?
—Información sobre la perversión Straumli. Sobre todo, está muy interesada en la especie de usted. Daría muchísimo por llevarse a un humano vivo…
—No me interesa —replicó abruptamente Ravna.
Grondr extendió sus manos pálidas. La luz titiló en la quitina del dorso de sus dedos.
—Sería una magnífica oportunidad. Un aprendizaje con los dioses. Éste ha prometido establecer un oráculo aquí a cambio.
—¡No! —exclamó Ravna, incorporándose. Era humana y estaba a más de veinte mil años-luz de su hogar. Eso la había deprimido en los primeros días de su aprendizaje. Después había entablado amistades, había aprendido más sobre la ética de la Organización, había llegado a confiar en estas gentes casi tanto como en los habitantes de Sjandra Kei. Pero… había un solo oráculo más o menos seguro en la Red hoy en día y tenía casi diez años. Este Poder estaba tentando a la Org Vrinimi con un tesoro fabuloso.
Grondr emitió un chasquido de embarazo, indicándole que se sentara.
—Era sólo una sugerencia. No abusamos de nuestros empleados. Si desea servir sólo como experta local…
Ravna asintió.
—Bien. Francamente, no esperaba que usted aceptara el ofrecimiento. Tenemos un voluntario mucho más indicado, aunque necesita más instrucción.
—¿Un humano? ¿Aquí? —Ravna había pedido al directorio local toda información sobre otros humanos. En los dos últimos años había visto a tres, y todos estaban de paso—. ¿Cuánto hace que está aquí? Grondr rió o sonrió.
—hace más de un siglo, aunque sólo lo supimos hace unos días. —las imágenes que le rodeaban cambiaron. Ravna reconoció el ‹‹desván›› de Relé, el cementerio de naves abandonadas y dispositivos de carga que flotaban a mil segundos-luz de los archivos—. Recibimos muchas remesas, productos embarcados con la esperanza de que compremos o vendamos en consignación. —La imagen enfocó una nave decrépita de doscientos metros de longitud, cuyo contorno esbelto culminaba en un impulsor de palas. Los ultraimpulsores principales parecían meros remaches.
—¿Un lugre? —preguntó Ravna.
Grondr chasqueó negativamente.
—Una draga. La nave tiene treinta mil años. Pasó la mayor parte de ese tiempo en una penetración profunda de la Zona Lenta, además de diez mil años en las Honduras Sin Mente.
El casco estaba picado de hoyuelos que eran producto de milenios de erosión relativista. Incluso sin tripulantes, esas expediciones eran raras: una penetración profunda no podía regresar al Allá en vida de sus constructores. ¡Algunas no regresaban en vida de la especie de los constructores! La gente que lanzaba esas misiones era extravagante. La gente que las recobraba podía obtener suculentas ganancias.
—Ésta vino de muy lejos, aunque no es una misión del todo fructífera. No vio nada interesante en las Honduras Sin Mente… lo cual no es sorprendente, porque incluso las automatizaciones fallan allí. Vendimos la mayor parte del cargamento de inmediato. El resto fue catalogado y olvidado… hasta el asunto Straumli. —El paisaje estelar se desvaneció. Ahora veían una imagen médica, extremidades y partes de un cuerpo que parecía humano—. En un sistema solar que está en el fondo de la Lentitud, la draga halló una nave a la deriva. La nave no tenía ultraimpulso. Era un genuino diseño de la Zona Lenta. Ese sistema solar no estaba habitado. Sospechamos que la nave sufrió un fallo estructural… o quizá la tripulación fue afectada por las Honduras. Sea como fuere, terminaron congelados y despedazados.
Una tragedia en el fondo de la Lentitud, miles de años atrás. Ravna apartó los ojos de la carnicería.
—¿Y piensa venderle esto a nuestro visitante?
—Mejor aún. Cuando nos pusimos a investigar, descubrimos un error garrafal en los catálogos. Uno de los cadáveres está casi intacto. Lo remendamos con partes de los demás. Resultó caro, pero terminamos con un humano viviente —la imagen parpadeó de nuevo, y Ravna contuvo el aliento. En la animación médica, las partes flotaban en una disposición ordenada. Había un cuerpo completo, un poco desgarrado en el vientre. Las partes se unieron. Era varón, flotaba entero y desnudo, como si durmiera. Ravna no ponía en duda su humanidad, pero todos los humanos del Allá descendían de gente de Nyjora. Este sujeto no tenía esa ascendencia. La tez era cenicienta, no parda. El cabello era rojizo y brillante, un color que sólo había visto en crónicas prenyjoranas. Los huesos del rostro presentaban leves diferencias con la mayoría de los humanos modernos. Esas leves diferencias eran más perturbadoras que la absoluta extrañeza de sus colegas.
La figura apareció vestida. En otras circunstancias, Ravna habría sonreído. Grondr 'Kair había escogido un disfraz absurdo, algo de la era nyjorana. La figura empuñaba una espada y un arma de fuego. Un príncipe durmiente de la Era de las Princesas.
—He aquí al protohumano —dijo Grondr.
«Relé» es un nombre común. Tiene sentido en cualquier contexto. Como Nueva Ciudad y Nuevo Hogar, se repite continuamente cuando la gente se desplaza, coloniza o participa en una red de comunicaciones. Podríamos viajar mil millones de años-luz o mil millones de años y siempre encontraríamos esos nombres entre individuos de inteligencia natural.
Pero en la época actual había un ejemplo de «Relé» más célebre que los demás. Este nombre figuraba en el plan de ruta del dos por ciento de todo el tráfico que circulaba por la Red Conocida. A veinte mil años-luz del plano galáctico, Relé tenía acceso al treinta por ciento del Allá, lo cual incluía muchos sistemas estelares del Fondo, donde las naves estelares pueden viajar sólo un año-luz por día. Algunos sistemas solares donde existían metales estaban igualmente bien situados, y había competencia. Pero mientras otras civilizaciones perdían el interés, o colonizaban el Trascenso, o perecían en un apocalipsis; la Organización Vrinimi perduraba. Al cabo de cincuenta mil años, había varias razas de la Org original entre sus miembros. Ninguna de ellas conservaba el liderazgo, pero aún predominaban su perspectiva y su política. Posición y perduración: Relé era ahora el principal intermediario con las Magallánicas y uno de los pocos emplazamientos que poseían algún enlace con el Allá en Sculptor.
En Sjandra Kei, la fama de Relé había sido fabulosa. En sus dos años de aprendizaje, Ravna había comprendido que la verdad superaba esa fama. Relé se encontraba en el Allá Medio; el único producto de exportación de la Organización era la función de retransmisión y el acceso al archivo local. Sin embargo, importaba el mejor equipo biológico y de proceso del Allá Alto. Las Dársenas de Relé constituían una extravagancia que sólo podían costearse los opulentos. Abarcaban mil kilómetros de embarcaderos, talleres, centros de transbordo, parques y campos de juego. Incluso en Sjandra Kei había hábitats más vastos, pero las Dársenas no estaban en órbita. Flotaban a mil kilómetros de Nivel Suelo, en la mayor configuración agrávida que Ravna había visto jamás. En Sjandra Kei el ingreso anual de un académico podía pagar un metro cuadrado de tela agrávida, una bazofia que no duraría más de un año. Aquí había millones de hectáreas de ese material, sosteniendo miles de millones de toneladas. El mero reemplazo del tejido muerto requería más comercio con el Allá Alto del que podían lograr la mayoría de los cúmulos estelares.
Y ahora tengo mi propia oficina aquí. Trabajar directamente para Grondr 'Kalir tenía sus ventajas. Ravna se recostó en la silla y echó un vistazo al mar central. A la altura de las Dársenas, la gravedad aún era de tres cuartos de g. Las fuentes de aire envolvían la parte media de la plataforma con una atmósfera respirable. El día antes, Ravna había navegado en velero por el claro mar. Era una extraña experiencia: nubes planetarias bajo la quilla, arriba estrellas y un cielo índigo.
Aquella mañana había elevado la rompiente, para lo cual bastaba flexionar los agrávidos de la cuenca. Las olas se desplomaban en la playa con un estruendo regular y aun a treinta metros del agua un olor salobre impregnaba el aire. Hileras de velas blancas se perdían en la lontananza.
Miró la figura que se acercaba por la playa. Semanas atrás ni siquiera hubiera imaginado esta situación. Semanas atrás estaba en el archivo, absorta en el trabajo de actualización, feliz de trabajar en una de las bases de datos más vastas de la Red Conocida. Ahora era como si hubiera completado el círculo, regresando a sus sueños infantiles de aventura. El único problema era que a veces se sentía como uno de los villanos; Pham Nuwen era una persona viva, no un objeto para vender.
Se levantó para recibir a su pelirrojo visitante.
No llevaba la espada ni el arma de fuego que empuñaba en la antojadiza animación de Grondr, pero vestía ropas de paño trenzado, como en las antiguas leyendas, y caminaba con indolente aplomo. Desde su encuentro con Grondr, Ravna había investigado la antropología de Vieja Tierra. El pelo rojo y los ojos rasgados eran conocidos allá aunque rara vez en el mismo individuo. Por cierto esa tez cenicienta habría sido notable para un habitante de la Tierra. Este individuo era, al igual que ella, producto de la evolución posterrícola.
El hombre se acercó con una mueca socarrona.
—Tienes un aspecto bastante humano, Ravna Bergsndot.
Ella sonrió y asintió.
—¿Pham Nuwen?
—En efecto. Parece que ambos adivinamos muy bien.
Nuwen entró en la fresca oficina interior. Un sujeto altanero.
Ella le siguió, insegura del protocolo. Cualquiera hubiera dicho que con un congénere humano no habría problemas…
No tuvieron mayores problemas de comunicación. Habían resucitado a Pham Nuwen unos treinta días atrás y había pasado buena parte de ese tiempo siguiendo cursos acelerados de idiomas. Ese tipo debía ser una lumbrera; ya hablaba el lenguaje comercial triskweline con bastante soltura. Y era bastante guapo. Ravna había estado lejos de Sjandra Kei durante dos años y todavía le faltaba un año para completar su aprendizaje. Se las había apañado bastante bien. Tenía muchos amigos: Egravan, Sarale; pero la charla con ese hombre agudizó de nuevo su soledad. En un sentido era más extraño que cualquier otra criatura de Relé… y en otro sentido, ella sólo deseaba abrazarle y borrarle esa altanería a besos.
Grondr Vrinimikalir había dicho la verdad sobre Pham Nuwen. El hombre estaba entusiasmado con los planes que le reservaba la Org. Teóricamente, eso significaba que ella podía realizar su trabajo sin cargos de conciencia. En la práctica…
—Señor Nuwen, mi trabajo es orientarle en su nuevo mundo. Sé que ha recibido muchas instrucciones en los últimos días, pero la rapidez con que se puede asimilar dicho conocimiento tiene sus limites.
El pelirrojo sonrió.
Llámame Pham, y puedes tutearme. Claro, me siento como un saco repleto. Mis sueños están llenos de vocecitas. He aprendido muchísimo sin experimentar nada. Peor aún, he sido el blanco de «educación». Es una trampa perfecta si Vrinimi quiere embaucarme. Por eso estoy aprendiendo a usar la biblioteca local. Y por eso insistí en hallar a alguien como tú —le vio la cara de sorpresa—, ¡Ja! No lo sabías. Como ves, hablar con una persona real me da la oportunidad de ver cosas que no están planeadas de antemano. Además, siempre he sido buen juez de la naturaleza humana. Creo que te calo bastante. —A juzgar por su sonrisa burlona, sabía que su actitud era irritante.
Ravna miró los verdes pétalos de los árboles de la playa. Tal vez ese badulaque merecía meterse en ese brete.
—¿Conque tienes muchísima experiencia en tratar con la gente?
—Dadas las limitaciones de la Lentitud. He viajado bastante, Ravna, he viajado bastante. Sé que no lo aparento, pero tengo sesenta y siete años subjetivos. Agradezco a tu Organización el buen trabajo que realizó al descongelarme. —Saludó quitándose un sombrero inexistente—. Mi última travesía duró más de mil años objetivos. Yo era programador en una expedición del Qeng Ho… —De pronto puso cara de sorpresa y farfulló algo. Por un instante pareció vulnerable.
Ravna extendió la mano.
—¿Problema de memoria?
Pham Nuwen asintió.
—Demonios. Esto es algo que no os agradezco.
Pham Nuwen había sido congelado como resultado de una muerte violenta, no en una hibernación planificada. Era un milagro que la Org le hubiera podido revivir, al menos con la tecnología del Allá Medio. Pero la memoria era lo más difícil. La base química de la memoria no sobrevive bien a una hibernación caótica.
El problema le afectaba tanto que su egolatría trastabillaba. Ravna se apiadó de él.
—Es improbable que algo se haya perdido del todo. Sólo debes enfocar ciertas cosas desde otra perspectiva.
—Sí, me han informado sobre eso. Comenzar con otros recuerdos, avanzar lateralmente hacia lo que no puedo recordar de frente. Bien, es mejor que estar muerto. —Recobró su altivez anterior, pero tan atemperada que casi resultaba simpático. Hablaron largo rato mientras el pelirrojo sorteaba los puntos que no podía «recordar de frente».
Y, poco a poco, Ravna comenzó a sentir algo que nunca habría esperado sentir por un habitante de la Zona Lenta: respeto. En una vida, Pham Nuwen había logrado casi todo lo que era posible para un ser de la Lentitud. Ravna siempre había sentido compasión por las civilizaciones atrapadas allá. Nunca podrían conocer la gloria ni la verdad… Pero mediante la suerte, la habilidad y la mera fuerza de voluntad este sujeto había franqueado una barrera tras otra. ¿Grondr sabía la verdad cuando retrató al pelirrojo con una espada y un arma de fuego? Pham Nuwen era en verdad un bárbaro. Había nacido en un mundo colonial caído al cual llamaba Canberra. El lugar debía parecerse a la Nyjora medieval, aunque no era matriarcal. Había sido el hijo menor de un rey. Había crecido entre espadas venenos e intrigas; en castillos de piedra junto a un mar gélido. Este principito habría acabado asesinado —o habría llegado a ser rey— si la vida medieval hubiese continuado. Pero cuando él tenía trece años todo cambió. Un mundo que sólo conocía las aeronaves y la radio a través de leyendas, se enfrentó con mercaderes interestelares. Al cabo de un año de comercio, la política feudal de Canberra quedó totalmente trastocada.
—Qeng Ho había invertido tres naves en la expedición a Canberra. Estaban enfadados, pensaban que tendríamos un nivel tecnológico más alto. No podíamos reaprovisionarles, así que dos naves se quedaron y tal vez descalabraron la vida de mi mundo. Yo partí con la tercera como rehén. Mi padre había hecho ese trato pensando que les engañaba. Tuve suerte de que no me arrojaran al espacio.
Qeng Ho poseía varios cientos de naves estatocolectoras que operaban en un volumen de cientos de años-luz de diámetro. Eran naves que alcanzaban casi un tercio de la velocidad de la luz. En general se dedicaban al comercio, a veces al rescate y, en raras ocasiones, a la conquista. Cuando Pham Nuwen les vio por última vez, habían colonizado treinta mundos y tenían casi tres mil años. Era una civilización tan exótica como podía haberla en la Lentitud… Y, por cierto, en el Allá nadie tuvo noticias de ella hasta que Pham Nuwen fue revivido. Qeng Ho era como ese millón de malhadadas civilizaciones que yacían sepultadas miles de años-luz en la Lentitud. Solo por azar penetrarían en el Allá, donde era posible viajar más rápido que la luz.
Pero para un niño de trece años nacido entre espadas y cotas de malla, el Qeng Ho representaba un cambio mayor del que experimentan la mayoría de los seres vivientes. En cuestión de semanas pasó de noble medieval a grumete estelar.
— Al principio no sabían qué hacer conmigo. Pensaron en congelarme y dejarme en la próxima parada. ¿Qué haces con un niño que cree que existe un solo mundo y que ese mundo es plano?, ¿qué ha pasado toda su vida aprendiendo a dar estocadas? —calló de golpe, como hacía cada tantos minutos cuando el flujo de sus recuerdos se topaba con una lesión. Luego echó una ojeada picara a Ravna y la miró con mayor altivez que nunca—. Era un animal astuto. La gente civilizada no puede comprender lo que sientes al criarte con parientes que conspiran para asesinarte y cuando debes entrenarte para liquidarles primero. En aquella civilización conocí a gente aún más canallesca, tipos que freían un planeta entero y lo llamaban «reconciliación»… pero en materia de traiciones, mi infancia es incomparable.
A juzgar por lo que contaba Pham Nuwen, sólo la suerte salvó a la tripulación de sus intrigas. En los años siguientes, aprendió a adaptarse, asimiló los trucos de la civilización. Bien domesticado, podía ser un capitán ideal para el Qeng Ho y durante muchos años lo fue. El volumen perteneciente al Qeng Ho albergaba otro par de especies y varios mundos colonizados por humanos. En 0.3c. Pham pasó décadas en sueñofrío, viajando de estrella en estrella, y luego un par de años en cada puerto tratando de vender productos y datos que podían ser letalmente anticuados. La reputación del Qeng Ho le servía de protección. «La política va y viene, pero la codicia es eterna», era el lema de la flota, y había durado más tiempo que la mayoría de sus clientes. Incluso los fanáticos religiosos eran cautos cuando pensaban en la venganza del Qeng Ho. Pero con frecuencia la única salvación era un capitán hábil y perverso, y pocos podían compararse con el aniñado Pham Nuwen.
—Era el capitán perfecto. O casi. Siempre quise ver qué había allende el espacio explorado. Cada vez que me volvía rico, tan rico que podía lanzar mi propia subflota, corría un riesgo descabellado y lo perdía todo. Era el yoyó de la Flota. Ora era capitán de cinco naves, ora dirigía programas de mantenimiento en un carguero de mala muerte. Dado que el tiempo se estira con el comercio sublumínico, hubo generaciones enteras que me consideraron un genio legendario… y otras que usaban mi nombre como sinónimo de fantasmón.
Hizo una pausa y abrió los ojos con complacida sorpresa.
—¡Ja! Ahora recuerdo qué hacía allí al final. Estaba en mi fase de fantasmón, pero no importaba. Había un capitán de veinte años que era aun más alocado que yo… No recuerdo el nombre. ¿Sería una capitana? Imposible. Jamás habría obedecido a una mujer —añadió, como si hablara consigo mismo—. Lo cierto es que ese tío era un listillo que estaba dispuesto a jugarse entero. Llamaba a su nave… bien… significa algo parecido a «pajarilla sin seso»… eso te da una idea de cómo era. Sospechaba que tenía que haber una civilización de altísima tecnología en el universo, el problema era hallarla. Extrañamente, casi había dado en el blanco en cuanto a las Zonas. El único problema fue que era menos listo de lo necesario. Había cometido un pequeño error. ¿Imaginas cuál?
Ravna asintió. Considerando dónde había aparecido la nave náufraga de Pham, era obvio.
—Sí, apuesto a que es una idea más vieja que el vuelo espacial: las «especies antiguas» deben estar en el núcleo de la galaxia, donde las estrellas están más apiñadas y hay agujeros negros y otras criaturas exóticas para obtener energía. Llevaría su flota de veinte naves. Navegarían hasta hallar a alguien o se detendrían para colonizar algún lugar. Este capitán pensaba que el éxito era improbable durante nuestra vida, pero con una buena planificación podríamos terminar en una región atestada donde sería fácil fundar una nueva Qeng Ho y luego aventurarnos aún más lejos. De cualquier modo, tuve suerte de que me aceptaran siquiera como programador, pues ese capitán conocía mi mala fama.
La expedición duró mil años y penetró doscientos cincuenta y dos años-luz en el centro galáctico. El volumen del Qeng Ho estaba más cerca del Fondo de la Lentitud que la Vieja Tierra y avanzaban hacia dentro desde allí. Aun así, fue pura mala suerte que encontraran el linde de las Honduras al cabo de sólo doscientos cincuenta años-luz. El Pajarillo sin Seso perdió contacto con una nave tras otra. En ocasiones ocurría de improviso, en otras había indicios de fallos en el ordenador o mera incompetencia. Los supervivientes descubrieron una constante y sospecharon que fallaban componentes comunes. Desde luego, nadie asoció los problemas con la región del espacio donde entraban.
—Desaceleramos, hallamos un sistema solar con un planeta semihabitable. Perdimos el rastro de todos los demás… No recuerdo con claridad qué hicimos —rió secamente—. Debíamos de estar en pleno borde, dotados con un cociente intelectual de 60. Recuerdo que manipulé el sistema de soporte vital… Tal vez fue eso lo que nos puso un rostro triste y desconcertado. Se encogió de hombros—. Y luego desperté en las tiernas garras de la Org Vrinimi, aquí donde es posible viajar más rápido que la luz… y puedo ver el linde del paraíso.
Ravna calló un instante. Miró el oleaje. Hacía un largo rato que hablaban. El sol asomaba bajo los pétalos de los árboles y la luz rozaba su oficina. ¿Comprendía Grondr lo que tenía aquí? Cualquier objeto procedente de la Zona Lenta tenía valor de colección. La gente recién llegada de la Lentitud era aún más valiosa. Pero Pham Nuwen era único. Había experimentado personalmente más que algunas civilizaciones y, para colmo, se había aventurado en las Honduras. Ahora comprendía por qué miraba el Trascenso y lo llamaba el «Paraíso». No era mera ingenuidad, ni un fallo en los programas educativos de la Organización. Pham Nuwen ya había pasado dos experiencias transformadoras: de hombre pretecnológico a viajero estelar, y de viajero estelar a hombre del Allá. Cada una era un salto inimaginable. Ahora veía que otro salto era posible y estaba dispuesto a venderse con tal de efectuarlo.
¿Por qué arriesgar mi empleo para disuadirle? Pero los labios de Ravna parecían tener vida propia.
—¿Por qué no postergar el Trascenso, Pham? Tómate un tiempo para comprender lo que hay en el Allá. Serías bienvenido en la mayoría de las civilizaciones. Y en los mundos humanos serías el prodigio de la época. — Un atisbo de humanidad no nyjorana. Los grupos de noticias de Sjandra Kei habían señalado que Ravna demostraba gran ambición al aceptar un trabajo a veinte mil años-luz de distancia. A su regreso, podría escoger entre puestos académicos en una docena de mundos. Eso no era nada en comparación con Pham Nuwen. Había gente tan rica que le daría un mundo si él tan sólo pusiera un precio.
El pelirrojo sonrió aún más.
—Ah, pero ya he puesto un precio, y creo que Vrinimi puede pagarlo.
Ojalá pudiera borrarte esa sonrisa, pensó Ravna. El billete de Pham Nuwen hacia el Trascenso se basaba en el repentino interés de un Poder en la perversión Straumli. Tal vez el ego de este inocente terminara grabado en un millón de cubos reproductores que proyectarían billones de simulaciones de la naturaleza humana.
Grondr llamó cinco minutos después de la partida de Pham Nuwen. Ravna sabía que la Org estaría fisgoneando y ya le había comentado a Grondr sus reservas en cuanto a la «venta» de un sofonte. No obstante, se sintió un poco nerviosa al verle.
—¿Cuándo partirá hacia el Trascenso?
Grondr se frotó las pecas. No parecía enfadado.
—No antes de diez o veinte días. El Poder que está negociando por él está más interesado en examinar nuestros archivos y observar lo que pasa a través de Relé. Además, el humano, a pesar de su entusiasmo, es muy cauto.
—¿Ah, sí?
—Sí. Insiste en contar con un presupuesto para la biblioteca y autorización para vagabundear por cualquier parte del sistema. Ha charlado con varios empleados en todas las Dársenas. Insistió especialmente en hablar con usted —Grondr emitió un chasquido sonriente—. Siéntase libre de decirle lo que piensa. Él está buscando una conspiración oculta. Si oye lo peor de labios de usted, quizá confíe en nosotros.
Ravna comenzaba a comprender la confianza de Grondr. Y el maldito Pham Nuwen era un tozudo.
—Sí, señor. Me pidió que esta noche le mostrara el barrio extranjero. —Como bien sabes.
—De acuerdo. Ojalá el resto del trato ande igualmente bien. —Grondr se ladeó, enfocándola con sus pecas periféricas. Le rodeaban proyecciones de situación de las operaciones de comunicaciones y bases de datos de la Org. Por lo que ella podía ver, había muchísima actividad—. Tal vez no debería mencionarlo, pero es posible que usted pueda ayudar… Los negocios marchan muy bien. —Grondr no parecía complacido de comunicar la buena noticia—. Nueve civilizaciones del Tope del Allá están haciendo ofertas por datos de banda ancha. Eso podemos manejarlo. Pero ese Poder que envió una nave aquí…
Ravna lo interrumpió bruscamente, un arrebato que le hubiera horrorizado pocos días antes.
—Pero ¿quién es? ¿No existe la posibilidad de que estemos agasajando a la Perversión Straumli? —la idea de que esa cosa se llevara al pelirrojo era escalofriante.
—No, a menos que también los Poderes hayan sido engañados. Marketing llama «Antiguo» a nuestro visitante. —Sonrió—. Es una especie de broma, pero aun así es cierta. Hace once años que le conocemos.
Nadie sabía cuánto vivían los seres Trascendentes, pero era raro que un Poder permaneciera en comunicación más de cinco o diez años. Perdían el interés, o se transformaban en otra cosa. O quizá morían. Había un millón de explicaciones, muchas de ellas atribuidas a los Poderes mismos. Ravna sospechaba que la verdadera explicación era la más simple: la inteligencia es la servidora de la flexibilidad y el cambio. Los meros animales sólo pueden cambiar con la celeridad de la evolución natural. Las especies equivalentes a la humana, una vez que alcanzaban su cúspide tecnológica, llegaban a los límites de su zona en cuestión de pocos millares de años. En el Trascenso, la superhumanidad acontece tan rápidamente que sus creadores son destruidos. No era sorprendente que los Poderes mismos fueran evanescentes.
Así que llamar «Antiguo» a un poder de once años era bastante razonable.
—Creemos que Antiguo es una variante del tipo 73. Éstos rara vez son maliciosos… y sabemos a partir de quién Trascendió. Pero ahora nos está causando contratiempos. Durante veinte días ha monopolizado un enorme y creciente porcentaje de anchura de banda de Relé. Desde que llegó su nave, ha recorrido todo el archivo y las redes locales. Le pedimos a Antiguo que enviara los pedidos menos urgentes por nave estelar, pero rehusó. Esta tarde fue la peor. Casi el cinco por ciento de la capacidad de Relé estaba consagrada a su servicio. Y la criatura envía tantas señales como las que recibe.
Eso era extraño.
—Pero paga por ello, ¿verdad? Si Antiguo puede pagar su precio, ¿por qué preocuparse?
—Ravna, esperamos que nuestra Organización dure muchos años cuando Antiguo se haya ido. Él no puede ofrecernos nada que pueda servirnos tanto tiempo. —Ravna asintió. De hecho, existían ciertas automatizaciones «mágicas» que podían funcionar allí, pero su eficacia prolongada sería dudosa. Se trataba de una situación comercial, no de un ejercicio en un curso de Teología Aplicada—. Antiguo puede superar cualquier oferta del Allá Medio, pero si le prestamos todos los servicios que exige, defraudaremos al resto de nuestra clientela, y es de ésta de la que dependeremos en el futuro.
Su imagen fue reemplazada por un informe de acceso de archivos. Ravna conocía muy bien ese formato y comprendió las quejas de Grondr. La Red Conocida era una vasta anarquía jerárquica que enlazaba millones de mundos. Pero aun los tramos principales tenían anchuras de banda que parecían salidas de la alborada de la Tierra; hasta un dataset portátil funcionaba mejor en una red local.
Por eso el mayor volumen del acceso al Archivo era local, para los cargueros que ciertos medios enviaban a visitar el sistema de Relé. Pero en las últimas cien horas, el acceso remoto al Archivo, por volumen y por número, había sido más elevado que el local. Y el noventa por ciento de esos accesos pertenecían a la misma cuenta: la de Antiguo.
La voz de Grondr continuó desde atrás de los gráficos:
—En este momento tenemos un transceptor central dedicado a este Poder. Con franqueza, sólo podemos tolerar esta situación unos días. Los gastos son excesivos.
Su rostro reapareció en la proyección.
—Notará usted que el trato relacionado con el bárbaro es el menor de nuestros problemas. Los últimos veinte días nos han brindado mayores beneficios que los dos últimos años, mucho más de lo que podemos verificar y absorber. Pero nuestro éxito nos pone en peligro.
Y sonrió irónicamente.
Hablaron unos minutos de Pham Nuwen y luego Grondr se despidió. Ravna dio un paseo por la playa. El sol estaba debajo del horizonte y la arena era tibia bajo sus pies. Las Dársenas completaban una órbita cada veinte horas, rodeando el polo a cuarenta grados latitud norte. Ravna caminó cerca del oleaje, donde la arena estaba aplanada y mojada. La bruma del mar le humedecía la piel. El cielo azul se tornaba índigo y negro por encima de las crestas blancas. Manchas plateadas se desplazaban en lo alto, flotadores agrávidos que remolcaban naves estelares a las Dársenas. Todo era fabuloso e innecesariamente caro. Por momentos, Ravna quedaba tan escandalizada como embelesada. Pero al cabo de dos años en Relé, comenzaba a comprender el porqué. Org Vrinimi quería que el Allá supiera que poseía los recursos para afrontar cualquier demanda en materia de comunicaciones o archivos, y quería que el Allá sospechara que aquí había obsequios secretos del Trascenso, factores que podían constituir un peligro para los invasores.
Ravna miró la espuma, sintiendo la humedad en las pestañas. Conque Grondr tenía un gran problema: cómo mandar a un Poder a paseo. La única preocupación de Ravna Bergsndot era un imbécil arrogante que parecía empeñado en destruirse. Dio media vuelta y caminó por la orilla, dejando que las olas le lamieran los tobillos.
Suspiró. Pham Nuwen era un imbécil, sin duda, pero qué imbécil tan notable. Intelectualmente, Ravna siempre había sabido que no había diferencia entre la posible inteligencia de los habitantes del Allá y los primitivos de la Lentitud. La mayoría de las automatizaciones trabajaban mejor en el Allá, donde era posible la comunicación ultraluz, pero había que ir al Trascenso para construir mentes realmente suprahumanas. No era sorprendente, pues, que Pham Nuwen fuera capaz. Muy capaz. Había aprendido el triskweline con increíble facilidad. Sin duda debía ser el capitán que alardeaba de ser. Y ser un mercader en la Lentitud, arriesgarse a pasar siglos entre las estrellas para llegar a un destino que podía haberse vuelto salvaje u hostil para los extraños… eso requería un coraje inimaginable. Era comprensible que tomara el Trascenso como un desafío más. Había tenido menos de veinte días para asimilar un universo nuevo. No era tiempo suficiente para comprender que las reglas cambian cuando los jugadores son algo más que humanos.
Bien, aún tenía algunos días de gracia. Ella le haría cambiar de opinión. Y después de hablar con Grondr, no se sentiría muy culpable por ello.
El Barrio Extranjero abarcaba un tercio de las Dársenas. Lindaba con la periferia sin atmósfera —donde atracaban las naves— y se extendía hacia el interior hasta una sección del mar central. Org Vrinimi había convencido a muchas especies de que ésta era una maravilla del Allá Medio. Además del tráfico de cargueros, había turistas, algunos de los seres más ricos del Allá.
Pham Nuwen tenía carta blanca para gozar de estas diversiones. Ravna le llevó a las más espectaculares, incluido un salto agrávido sobre las Dársenas. El bárbaro quedó más impresionado por los trajes espaciales de bolsillo que por las Dársenas.
—He visto estructuras más grandes en la Lentitud.
Pero no las has visto revoloteando en un pozo de gravedad planetaria, so tonto.
Pham Nuwen pareció ablandarse al avanzar la velada; al menos sus comentarios se volvieron más perspicaces, menos despectivos. quería ver cómo vivían los mercaderes en el Allá y Ravna le mostró los mercados de valores y el centro de comercio.
Poco después de medianoche recalaron en La Compañía Erran entre las Dársenas. No era territorio de la Org, pero era uno de los bares favoritos de Ravna, un tugurio pintoresco que atraía a mercaderes del Tope y el Fondo. Se preguntó qué pensaría Pham Nuwen de la decoración. El lugar estaba modelado como un albergue de un mundo de la Zona Lenta. Una nave de palas de tres metros flotaba sobre el piso principal. Azulados campos de impulso aureolaban los rincones y los flancos del modelo, arrojando un tenue resplandor sobre los parroquianos.
Para Ravna, las paredes y suelos eran de madera tosca. La gente como Egravan veía paredes de piedra y túneles angostos, semejantes a las incubadoras que su especie mantenía tiempo atrás en los nuevos territorios conquistados. Era un truco óptico, no mental, uno de los mejores que podía hacerse en el Allá Medio.
Ravna y Pham caminaron entre las mesas, que estaban muy separadas. Los trucos sonoros no eran tan eficaces como los visuales y la tenue música cambiaba de mesa en mesa. Los olores también cambiaban y eran más difíciles de aceptar. El control del aire procuraba velar por la salud —aunque no la comodidad— de todos los presentes. Aquella noche el lugar estaba atestado. En el otro extremo del piso había reservados con atmósfera especial: baja presión, alta presión, alto nivel de oxígeno/nitrógeno, acuarios. Algunos clientes eran manchas borrosas dentro de turbias atmósferas.
En algunos sentidos parecía un bar portuario de Sjandra Kei, pero esto era Relé. Atraía a habitantes del Allá que nunca habrían viajado a lugares apartados como Sjandra Kei. Los seres procedentes del Allá Alto no parecían muy extraños: la mayoría de las civilizaciones del Tope eran colonias fundadas por gente de abajo. Pero las tocas que muchos lucían en la cabeza no eran adornos. Los enlaces informáticos mentales no son eficientes en el Allá Medio, pero la mayoría de los viajeros del Allá Alto no los abandonaban. Ravna enfiló hacia un grupo de trípedos y sus máquinas. Querían que Pham Nuwen hablara con criaturas que oscilaban en el borde de la transapiencia.
Asombrosamente, él le tocó el brazo para detenerla.
—Caminemos un poco más —miraba en torno como buscando un rostro conocido—. Hablemos primero con otros humanos.
Cuando aparecían lagunas en la acelerada educación de Pham Nuwen, eran enormes. Ravna trató de no reírse.
—¿Otros humanos? Somos los únicos en Relé, Pham.
—Pero esos amigos de quienes me has hablado… Egravan, Sarale.
Ravna sacudió la cabeza. Por un instante el bárbaro le pareció vulnerable. Pham Nuwen se había pasado la vida reptando a velocidades subluminícas entre sistemas estelares colonizados por humanos. Ahora estaba perdido en un mar de alienígenas. Ravna se reservó el comentario: esta situación podía ser más elocuente que mil argumentaciones.
Pero al cabo de un instante él sonrió de nuevo.
—Mejor, me agrada la aventura. —Abandonaron el piso principal y pasaron frente a los reservados con atmósfera especial—. ¡Cielos! ¡A Qeng Ho le gustaría esto!
No había humanos en ninguna parte y La Compañía Errante era el lugar de encuentro más cálido que conocía; muchos clientes de la Org se reunían sólo en la Red. Sintió un ramalazo de nostalgia. En el segundo piso, una insignia con un emblema le llamó la atención. Había visto algo parecido en Sjandra Kei. Arrastrando a Pham Nuwen, subió la escalera de madera.
En medio de los murmullos, distinguió un gorjeo agudo. No era triskweline, pero las palabras eran comprensibles. ¡Por los Poderes! ¡Era samnorsk!
—¡Vaya, un homo sapiens! Por aquí, mi dama.
Ravna siguió el sonido hasta la mesa donde ondeaba la insignia con el emblema.
—¿Podemos sentarnos contigo? —preguntó ella, paladeando ese idioma familiar.
—Por favor. —La criatura parecía un arbolillo ornamental apoyado en un carro de seis ruedas. El carro estaba adornado con franjas y borlas cosméticas: su tope de 150 centímetros por 120 estaba cubierto con un paño de carga con el mismo diseño de la insignia. La criatura era un escrodita mayor. Su especie comerciaba en buena parte del Allá Medio, incluido Sjandra Kei. La aguda voz del escrodita procedía del vóder, pero al hablar en samnorsk creaba una grata sensación de familiaridad. Aun teniendo en cuenta las características mentales de los escroditas, Ravna sintió una punzada de afectuosa nostalgia, como si se hubiera topado con un viejo compañero de estudios en una ciudad remota.
—Mi nombre es… —el sonido era un susurro de frondas—, pero te será más fácil llamarme Vaina Azul. Es agradable ver un rostro cocido y río de alegría. —Pham Nuwen se sentó con Ravna, pero no tendía una palabra de samnorsk, así que no comprendía nada. El escrodita pasó al triskweline y presentó a sus cuatro compañeros: otro escrodita y tres humanoides que parecían preferir las sombras. Ninguno de los humanoides hablaba samnorsk, pero todos tenían acceso al triskweline con sus traductores.
Los escroditas eran dueños y operadores de un pequeño carguero interestelar, el Fuera de Banda II. Los humanoides eran propietarios de parte del cargamento de la nave.
—Mi camarada y yo trabajamos en esto desde hace doscientos años. Nos agrada tu especie, mi dama. Nuestros primeros viajes fueron entre Sjandra Kei y Forste Utgsep. Los de tu especie son buenos clientes y rara vez se nos ha estropeado un embarque. —Hizo rodar su escrodo, alejándose y acercándose, el equivalente a un gesto de cortesía.
Pero no todo era dulzura y ligereza. Uno de los humanoides habló. Los sonidos parecían proceder de una garganta humana, aunque no tenían sentido. Transcurrió un momento mientras el traductor procesaba sus palabras. Luego el broche de su chaqueta habló claramente en triskweline:
—Vaina Azul dice que sois homo sapiens. Sabed que os despreciamos. Estamos en bancarrota, varados aquí por la maligna creación de vuestra especie. La Perversión Straumli.
Los sonidos no transmitían emoción, pero Ravna reparó en la tensa postura de la criatura, que retorcía los dedos en torno de una ampolla de bebida.
Dada esta actitud, de nada serviría señalar que Sjandra Kei estaba a miles de años-luz de Straum.
—¿Vinisteis aquí desde el remo? —preguntó al escrodita.
Vaina Azul no contestó de inmediato. Así era su especie. Tal vez estaba tratando de recordar quién era ella y de qué habían hablado.
—Sí, sí —dijo al fin—. Por favor, disculpa la hostilidad de mis compañeros. Nuestro cargamento principal es una inscripción criptográfica. La fuente es Seguridad Comercial de Sjandra Kei, el destino es la colonia de los certificantes. Fue el arreglo habitual, nosotros llevamos un tercio de la inscripción. Otros cargueros llevan los demás. En el lugar de destino, las tres partes se unirán. El resultado podría satisfacer las necesidades criptográficas de una docena de mundos de la Red durante…
Abajo estalló una conmoción. Alguien estaba fumando algo demasiado fuerte para los filtros de aire. Ravna captó una ráfaga, suficiente para enturbiarle la visión. Había tumbado a varios clientes del nivel principal. Control estaba asesorando al infractor. Vaina Azul soltó un ruido abrupto. Apartó su escrodo de la mesa y rodó hacia la baranda.
—No quiero que me pillen desprevenido. Algunas personas pueden ser muy abruptas… —Cuando se calmó el tumulto, regresó—, Eh, ¿dónde estaba? —Calló un momento, consultando la memoria efímera de su escrodo—. Sí, sí… Nos volveríamos relativamente ricos si nuestros planes funcionaran. Lamentablemente, paramos en Straum para descargar unos datos —giró sobre las cuatro ruedas traseras—. Suponíamos que era seguro. Straum está a más de cien años-luz del laboratorio del Trascenso. Sin embargo…
Uno de los certificantes interrumpió con un charloteo. El traductor habló un segundo después:
—Claro que era seguro. No vimos ninguna violencia. Los grabadores de a bordo muestran que nada burló nuestros sistemas de seguridad, pero ahora existen rumores. Hay grupos de la Red que afirman que el reino de Straumli es presa de la perversión. Un desatino. Pero estos rumores han cruzado la Red y nos han precedido. Nadie confía en nuestro cargamento, así que ahora es inservible y sólo representa unos gramos de datos aleatorios… —En medio de la neutra traducción, el humanoide asomó de las sombras. Ravna entrevió una mandíbula erizada de encías afiladas como navajas. El humanoide arrojó la ampolla de beber sobre la mesa.
Pham Nuwen reaccionó con celeridad, atajando la ampolla en el aire. El pelirrojo se levantó despacio. En las sombras, los otros dos humanoides se incorporaron y se acercaron a su amigo. Pham Nuwen no dijo una palabra. Depositó la ampolla y se inclinó hacia el otro con manos tranquilas pero aceradas. Las novelas baratas hablan de «miradas mortíferas», Ravna nunca había esperado ver una de esas miradas en la realidad, pero los humanoides también la vieron. Apartaron a su amigo de la mesa. El bocazas no se resistió, pero una vez lejos del alcance de Pham prorrumpió en una andanada de chillidos y chistidos que dejó sin habla al traductor. Hizo un gesto brusco con tres dedos y se calló. Los tres bajaron en silencio por la escalera.
Pham Nuwen se sentó sin inmutarse. ¡Quizá tuviera alguna razón para ser arrogante! Ravna miró a los dos escroditas.
—Lamento que el cargamento se haya devaluado.
Ravna había tratado principalmente con escroditas menores, cuyos reflejos apenas superaban los de sus antepasados sésiles.
¿Estos dos siquiera habían notado la interrupción? Pero Vaina Azul Respondió de inmediato:
—No te disculpes. Desde nuestra llegada, esos tres no dejan de quejarse. Seamos socios o no, me tienen harto.
Y adoptó una postura de planta en maceta. Al cabo, habló el otro escrodita, de nombre Tallo Verde.
—Además, quizá nuestra situación comercial no sea un fracaso total. Estoy seguro de que los otros dos tercios del embarque no llegaron al reino de Straumli. —Ése era el procedimiento habitual: cada parte del embarque se despachaba por una compañía diferente y cada cual seguía una ruta distinta. Si los otros dos tercios se podían certificar, la tripulación del Fuera de Banda II no quedaría con las manos vacías—. Más aún, puede haber un modo de obtener certificación plena. Es verdad que estuvimos en Straumli Mayor, pero…
—¿Cuánto hace que partisteis?
—Hace seiscientas cincuenta horas. Doscientas horas después que cerraran la Red.
De pronto, Ravna comprendió que hablaba con testigos presenciales. Al cabo de treinta días, las noticias de Amenazas aún estaban dominadas por los acontecimientos de Straum. La opinión general era que se había creado una Perversión Clase Dos; hasta la Org lo creía. Sin embargo eran meras conjeturas… y ahora conversaba con dos seres que habían estado allí.
—No creéis que los straumianos hayan creado una perversión…
—Nuestros certificantes lo niegan —respondió Vaina Azul—, pero esto plantea un problema de conciencia. Lo cierto es que vimos cosas extrañas en Straum. ¿Alguna vez has visto sistemas inmunológicos artificiales? Los que operan en el Allá Medio traen más problemas que soluciones, así que quizá no los hayas visto. Noté un verdadero cambio en ciertos oficiales de la Autoridad Criptográfica después de la victoria Straumli. De pronto parecían formar parte de una automatización mal calibrada, como si fueran dedos de otra criatura. Y es indudable que estaban jugando en el Trascenso. Hallaron algo allí, un archivo perdido. Pero ése no es el meollo de la cuestión—. Hizo una Pausa tan larga que Ravna pensó que había concluido—. Verás, antes de salir de Straumli Mayor, nosotros…
Pero Pham Nuwen lo interrumpió.
—Eso me tiene intrigado. Todos hablan como si el tal reino de Straumli estuviera condenado en cuanto inició sus investigaciones en el Trascenso. Mirad, yo he jugado con software plagado de errores y con armas extrañas. Sé que es posible morir así. Pero parece que los straumianos tuvieron la prudencia de instalar su laboratorio a gran distancia. Estaban construyendo algo que podía salir mal, pero al parecer se trataba de un experimento que ya se había ensayado… como casi todo aquí. Podían detener su labor en cuanto apareciera una anomalía, aun al final. Entonces, ¿cómo pudieron cometer semejante pifia?
La pregunta hizo callar al escrodita. No se necesitaba un doctorado en Teología Aplicada para conocer la respuesta. Incluso los malditos straumianos tenían que conocerla. Pero, dada la situación de Pham Nuwen, era una pregunta lógica. Ravna decidió callarse. Quizá la absoluta extrañeza del escrodita fuera más convincente para Pham que otra perorata de ella.
Vaina Azul temblequeó un instante, sin duda usando su escrodo para ayudarse a ordenar los argumentos. Cuando al fin habló, no parecía irritado por la interrupción.
—Oigo varios errores de interpretación, dama Pham —dijo, usando el viejo nyjorano de honor sin mayor discriminación—. ¿Ha estado en el archivo de Relé?
Pham dijo que sí. Ravna supuso que nunca había pasado del nivel de los principiantes.
—Entonces sabrá que un archivo es algo mucho más vasto que la base de datos de una red local convencional. En la práctica, los grandes ni siquiera se pueden duplicar. Los principales archivos tienen millones de años y han sido mantenidos por cientos de especies, la mayoría de ellas hoy extinguidas o Trascendidas, transformadas en Poderes. Incluso el archivo de Relé es un conglomerado tan enorme que los sistemas de indexación se superponen. Sólo en el Trascenso es posible organizar bien semejante masa, y sólo entonces los Poderes podrían entenderla. —¿Entonces?
—Hay miles de archivos en el Allá, decenas de miles, si cuentas los que están deteriorados o se han excluido de la Red. Además de un sinfín de trivialidades, contienen importantes secretos e importantes mentiras. Hay trampas y celadas.
Millones de especies seguían los consejos que se filtraban imprevistamente por la red Decenas de miles, pues, habían pagado un alto precio. A veces el daño era relativamente menor, buenos inventos que no eran adecuados para ese ámbito específico. A veces era calamitoso, como un virus que desquiciaba una red local al extremo de que una civilización debía recomenzar desde el principio. Dónde-Están-Ahora y Amenazas contaban anécdotas sobre tragedias peores: planetas anegados en líquido replicante, especies descerebradas por sistemas inmunológicos mal programados.
Pham Nuwen adoptó su expresión escéptica.
—Se puede analizar el material a prudente distancia. Estar preparado para desastres localizados.
Eso habría silenciado a cualquier conferenciante. Ravna tuvo que admirar al escrodita, quien hizo una pausa y procedió a utilizar términos más rudimentarios.
—Es verdad, la cautela puede prevenir muchos desastres. Y si el laboratorio se encuentra en el Allá Medio o Bajo, la cautela es lo único que se necesita, por compleja que sea la amenaza. Pero todos entendemos la naturaleza de las Zonas… —Ravna no comprendía los gestos del escrodita, pero habría jurado que Vaina Azul escrutaba al bárbaro tratando de sondear la hondura de su ignorancia.
El humano asintió con impaciencia.
—En el Trascenso —continuó Vaina Azul—, se puede operar un equipo realmente complejo, dispositivos más inteligentes que cualquiera de los de aquí. Desde luego, el poseedor de recursos informáticos superiores puede ganar casi cualquier competición económica o militar. Y esos recursos pueden obtenerse en el Tope del Allá y en el Trascenso. Las especies siempre están emigrando allí, con la esperanza de construir sus utopías. Pero, ¿qué se hace cuando nuestras nuevas creaciones son más sagaces que nosotros? Hay posibilidades ilimitadas para el desastre, aunque un Poder existente no cause daños. Así que hay un sinfín de fórmulas para aprovechar el Trascenso sin peligro. Por cierto, sólo se pueden verificar en el Trascenso. Y al operar en dispositivos que ellas mismas han diseñado, las fórmulas mismas se vuelven sentientes.
Pham Nuwen comenzaba a comprender. Ravna interpeló al pelirrojo.
—Hay cosas complejas en los archivos. Ninguna de ellas es sentiente, pero algunas tienen el potencial para ello; si una especie comete la ingenuidad de creer en sus promesas. Creemos que eso ha ocurrido en el reino de Straumli. Fueron embaucados por una documentación que prometía milagros y crearon un ser trascendente, un Poder… pero un Poder que transforma en víctimas a los sofontes del Allá. —No mencionó que esa perversión era muy rara. Los Poderes podían ser malévolos, juguetones, indiferentes, pero casi todos tenían mejor ocupación que exterminar cucarachas.
Pham Nuwen se frotó la barbilla pensativamente.
—De acuerdo, creo entender. Pero parece que esto es algo que saben todos. Si el peligro era tan mortal, ¿cómo se dejaron engañar los de Straumli?
—Mala suerte e incompetencia criminal —declaró Ravna con asombroso énfasis. No había caído en la cuenta de que el asunto le apasionara tanto. En lo más profundo, sus viejos sentimientos por el reino de Straumli seguían vivos—. Mira, las operaciones en el Allá Alto y el Trascenso son peligrosas. Esas civilizaciones no duran demasiado, pero siempre habrá gente que lo intente. Muy pocas amenazas son activamente malignas. Lo que sucedió con los straumianos… Se toparon con una fórmula que prometía un tesoro maravilloso. Posiblemente estuvo latente durante millones de años sin que nadie se atreviera a afrontar el riesgo. Tienes razón, los straumianos conocían los peligros.
Era la clásica situación donde se evaluaban los riesgos y se escogía mal. Un tercio de la Teología Aplicada trataba sobre cómo bailar cerca de las llamas sin chamuscarse. Nadie conocía los detalles del desastre de Straumli, pero ella podía hacer buenas conjeturas a partir de cien casos similares.
—Así que instalaron una base en el Trascenso, cerca de este archivo perdido… si eso era. Comenzaron a implementar los proyectos que encontraban. Sin duda pasaron mucho tiempo atentos a un posible engaño. Sin duda la fórmula consistía en una serie de pasos más o menos inteligibles con un claro punto de partida. Las primeras etapas podían involucrar ordenadores y programas más efectivos que cualquier otra cosa del Allá… pero aparentemente benignos.
—Sí. Incluso en la Lentitud, un programa grande puede estar lleno de sorpresas.
Ravna asintió.
—Y algunos de éstos tendrían un grado de complejidad similar a la humana, o superior. Por cierto, los straumianos lo sabían y habrán intentado aislar sus creaciones. Aunque ante un plan maligno y astuto… no me sorprendería que los dispositivos se hubieran introducido en la red local del laboratorio y hubieran distorsionado la información. A partir de entonces, los straumianos no tuvieron ninguna oportunidad. Los operadores más cautos serían tildados de incompetentes. Se detectarían pseudoamenazas, se exigirían respuestas de emergencia; se construirían dispositivos más sofisticados, con menos Salvaguardas. Es probable que la Perversión haya exterminado o reescrito a los humanos incluso antes de alcanzar la transapiencia. Hubo un largo silencio. Pham Nuwen parecía fascinado. Así es, amigo. Ignoras muchas cosas. Piensa en las sorpresas que puede depararte Antiguo.
Vaina Azul curvó un zarcillo para saborear un brebaje pardo que olía a algas marinas.
—Bien dicho, dama Ravna. Pero hay una diferencia en la actual situación. Quizá sea afortunada, y muy importante… Verás, antes de salir de Straumli Mayor, asistimos a una fiesta de playa entre los escroditas menores. Hasta entonces se sentían poco afectados por los acontecimientos; muchos ni siquiera habían notado que Straum había perdido su independencia. Con suerte, quizá sean los últimos en ser esclavizados. —Su voz chillona bajó una octava, silenciándose—. ¿Dónde estaba? Ah sí, la fiesta. Allí había un sujeto, un poco más vivaz que los demás. Hace unos años se había vinculado con un viajero de un servicio de noticias de Straumli. Ahora actuaba como portador clandestino de datos, tan humilde que ni siquiera figuraba en la red de este servicio… Lo cierto es que no todos los investigadores del laboratorio de Straumli fueron tan incautos como dices. Sospecharon un engendro perverso y decidieron sabotearlo. Claro que esto era una noticia, pero… —Parece que no tuvieron mucho éxito, ¿verdad? —De acuerdo. No lo impidieron, pero planeaban escapar del planeta donde estaba el laboratorio con dos naves estelares y comunicaron su intento por vías que finalizaron en este conocido mío de la fiesta. Y he aquí lo importante: una de estas naves debía transportar algunos elementos finales de la fórmula de la Perversión antes que fueran incorporadas al diseño.
—Sin duda había copias de seguridad… —sugirió Pham Nuwen.
Ravna le silenció con un gesto. Ya estaba cansada de explicaciones escolares. Esto era increíble. Había seguido las noticias sobre el reino de Straumli con sumo interés. El reino era la primera colonia de Sjandra Kei en el Allá Alto; era espantoso que la destruyeran.
Pero en Amenazas, este rumor ni siquiera se conocía: ¿la Perversión no estaba completa?
—Si esto es verdad, los straumianos pueden tener una oportunidad. Todo depende de las partes que falten en el documento original. —En efecto. Y por cierto los humanos también lo comprendieron. Planeaban dirigirse hacia el Fondo del Allá para reunirse con sus amigos de Straum.
Lo cual nunca sucedería, dada la suprema magnitud del desastre. Ravna se reclinó, olvidándose de Pham Nuwen por primera vez en muchas horas. Lo más probable era que ambas naves hubieran sido destruidas. De lo contrario… bien, al menos los straumianos no habían sido tan tontos al dirigirse hacia el Fondo. Si tenían lo que creía Vaina Azul, la Perversión estaría muy interesada en encontrarlos. No era de extrañar que Vaina Azul y Tallo Verde no hubieran anunciado nada de esto a los grupos de noticias.
—Entonces, ¿sabes dónde planeaban encontrarse? —murmuró. —Aproximadamente. Tallo Verde farfulló algo.
—No tenemos la información aquí —dijo—. Las coordenadas están a salvo en nuestra nave. Pero hay algo más. Los straumianos tenían un plan secundario, por si fallaba la cita. Se proponían comunicarse con Relé mediante la ultraonda de la nave.
—Aguarda. ¿Qué tamaño tiene esa nave? —Ravna no era ingeniero físico, pero sabía que los transceptores principales de Relé eran enjambres de antenas desperdigados en un radio de varios años-luz, y que cada aparato tenía diez mil kilómetros de diámetro. Vaina Azul rodó de un lado para otro, indicando agitación. —No lo sabemos, pero no es excepcional. A menos que apuntes con precisión una antena grande, jamás la detectarías desde aquí. —Creemos que eso formaba parte del plan —añadió Tallo Verde—, aunque es una medida desesperada. Desde que llegamos a Relé, hemos hablado con la Org…
—¡Discretamente! ¡Con prudencia! —intercaló abruptamente Vaina Azul.
—Sí. Hemos pedido a la Organización que procure detectar la nave. Me temo que no hemos hablado con la gente indicada. Nadie nos cree. A fin de cuentas, la historia proviene de un escrodita menor. —Claro. ¿Cómo podía semejante criatura conocer una noticia de menos de cien años?— Lo que pedimos representaría grandes gastos y, al parecer, los precios son muy elevados en este momento.
Ravna trató de moderar su entusiasmo. Si hubiera leído esto en un grupo de noticias, sería únicamente otro rumor interesante. ¿Por qué tomarlo en serio sólo porque se lo decían personalmente? Por los poderes, qué ironía. Cientos de clientes del Tope y el Trascenso, incluso Antiguo, estaban saturando los recursos de Relé con su curiosidad acerca del desastre Straumli. ¿Y si tenían la respuesta en las narices, enmascarada por la avidez misma de su investigación?
—¿Con quiénes habéis hablado? Bah, no importa, no importa. —Tal vez acudiera a Grondr 'Kalir para contarle la historia—. Debéis saber que yo soy una empleada —¡muy menor!— de la Organización Vrinimi. Tal vez pueda ayudar.
Había esperado cierto asombro ante esta inesperada buena suerte. En cambio hubo una pausa. Al parecer Vaina Azul había perdido la ilación. Al fin Tallo Verde habló:
—Me sonrojo… Verás, ya lo sabíamos. Vaina Azul te buscó en la lista de empleados. Eres la única humana de la Org. No estás en Contacto con los Clientes, así que pensamos que si nos encontrábamos casualmente contigo, como quien dice, tendrías la amabilidad de escucharnos.
Vaina Azul se frotó los zarcillos. ¿Irritación? ¿O al fin se había puesto al corriente?
—Sí. Bien, ya que todos somos tan francos, debemos confesar que esto puede beneficiarnos. Si la nave de fugitivos puede demostrar que la Perversión no es Clase Dos, tal vez convenzamos a nuestros compradores de que el cargamento no ha sufrido ningún daño. Si lo supieran, mis amigos certificantes se arrastrarían a tus pies, dama Ravna.
Se quedaron en La Compañía Errante hasta después de medianoche. La actividad se intensificó siguiendo el ritmo circadiano de algunos recién llegados. Reinaba algarabía en todas las mesas. Pham miraba aquí y allá, absorbiéndolo todo. Pero ante todo parecía fascinado por Vaina Azul y Tallo Verde. Los dos eran rotundamente inhumanos, extraños incluso para ser alienígenas. Los escroditas se contaban entre las pocas especies que habían alcanzado una estabilidad duradera en el Allá. La división en especies se había producido tiempo atrás y las variaciones se habían propagado o extinguido. Y todavía había algunos que congeniaban con sus antiguos escrodos, en un singular equilibrio de punto de vista e interfaz de máquina que tenia más de mil millones de años de antigüedad. Pero Vaina y Tallo Verde también eran mercaderes con un punto de vista muy similar al que Pham Nuwen había conocido en la Lentitud. Y aunque Pham actuaba con la ignorancia de costumbre, ahora era más diplomático. O quizá la extrañeza del Allá al fin le había atravesado el grueso cráneo. No podía haber pedido mejores compañeros de juerga. Como especie, los escroditas preferían la remembranza ociosa a cualquier otra actividad. Una vez que comunicaron su crítico mensaje, los dos se contentaron con hablar de su vida en el Allá, explicando las cosas con profusión de detalles. Los certificantes de encías afiladas no reaparecieron.
Ravna, ligeramente achispada, observó la charla entre aquellos tres. Sonrió para sí. Ahora ella era la extraña, la persona que nunca había actuado. Vaina Azul y Tallo Verde habían viajado por doquier y sus anécdotas resultaban exageradas aun para Ravna. Ravna tenía la teoría (que no muchos aceptaban) de que si los seres lograban entenderse, lo demás importaba poco. Dos de esos tres podían confundirse con árboles montados en carros, y el tercero no se parecía a ningún humano que ella conociera. Se entendían en una lengua artificial y dos de las «voces» eran graznidos jadeantes. Aun así, al cabo de unos minutos, creía ver sus personalidades con la mente, y mucho más interesantes que las de muchos de sus compañeros de estudios, pero no tan diferentes. Los dos escroditas formaban pareja. Ravna no le había atribuido mayor importancia: entre los escroditas, el sexo equivalía a ser vecinos en el momento propicio del año. Sin embargo, aquí había un profundo afecto. Tallo Verde parecía una personalidad cariñosa. Era tímido pero terco (¿o tímida pero terca?), con una modalidad de franqueza que podía constituir una desventaja en un mercader. Vaina Azul compensaba ese fallo. Era taimado y parlanchín (¿taimada y parlanchina?), muy capaz de darle la vuelta a una situación. Ravna entreveía una personalidad compulsiva, disconforme con su carácter elusivo y que agradecía que Tallo Verde le pusiera freno.
¿Pham Nuwen? Sí, ¿qué ves en su interior? Extrañamente, resultaba más misterioso. El fantasmón arrogante de esa tarde parecía invisible esa noche. Tal vez había sido un modo de disimular su inseguridad. El hombre había nacido en una cultura machista, prácticamente lo opuesto del matriarcado del cual descendía toda la humanidad del Allá. Quizás hubiera una persona muy agradable por debajo de sus bravuconadas. Además, había sabido vérselas con Encías Afiladas. Y sabía llevarse bien con los escroditas. Ravna pensó que, después de una vida de leer relatos románticos, se había topado con su primer héroe.
Eran más de las dos y media cuando salieron de La Compañía Errante. El sol despuntaría sobre el curvo horizonte en menos de cinco horas. Los dos escroditas salieron para despedirles. Vaina Azul había adoptado el samnorsk para obsequiar a Ravna una anécdota de su última visita a Sjandra Kei, y recordarle que preguntara por la nave de los fugitivos.
Los escroditas se empequeñecieron cuando Ravna y Pham se elevaron en el aire para enfilar hacia las torres residenciales.
Los dos humanos no hablaron durante un par de minutos. Incluso era posible que Pham Nuwen estuviera impresionado con la vista. Sobrevolaban los huecos de las iluminadas Dársenas, y a través de ellos veían parques y paseos en la superficie de Nivel Suelo, mil kilómetros más abajo. Las nubes eran vórtices oscuros.
La residencia de Ravna estaba en el linde externo de las Dársenas. Aquí las fuentes de aire no servían de nada; su torre de apartamentos se elevaba en pleno vacío. Descendieron hacia el balcón, cambiando la atmósfera de sus trajes por la atmósfera del apartamento. Los labios de Ravna, impulsados por una vida propia, explicaban que le habían asignado la residencia cuando trabajaba en el archivo, que no era nada comparada con su nueva oficina. Pham Nuwen asintió en silencio. No procuró hacerse el listo, como en sus excursiones anteriores.
Ella siguió parloteando. Entraron y… Ravna se calló y ambos se miraron. En cierto modo, había deseado a ese payaso desde que había visto la animación de Grondr. Pero sólo después de esa velada en La Compañía Errante se había sentido con ánimo para llevarle a casa.
—Bien, yo… —Bien, Ravna, princesa arrolladora, ¿dónde está ahora tu desenfadada lengua?
Decidió callar y cogerle la mano. Pham Nuwen sonrió. ¡Tímidamente!, ¡por los Poderes!
—Bonito apartamento —dijo.
—La decoración es tecnoprimitiva. Estar varada en el linde de las Dársenas tiene sus ventajas. Las luces de la ciudad no te arruinan la vista. Ven, te mostraré. —Atenuó las luces y corrió las cortinas. La ventana era una transparencia natural, un panorama desde el linde de las Dársenas. La vista de esa noche sería sensacional. Durante el viaje de regreso, el cielo estaba muy oscuro. Las fábricas debían de estar fuera de línea u ocultas detrás de Nivel Suelo. Incluso el tráfico de naves parecía escaso. Regresó junto a Pham, la ventana era un rectángulo borroso al límite de su visión.
—Tienes que esperar un minuto a que se te acostumbren los ojos. No hay amplificación. —La curva de Nivel Suelo ahora era nítida: nubes con ocasionales destellos de luz. Rozó la espalda de Pham con el brazo y al cabo de un instante sintió el suyo en los hombros. Había tenido razón: aquella noche la galaxia dominaba el cielo. Era una vista que los veteranos de Vrinimi ignoraban alegremente. Para Ravna era lo más bello de Relé. Sin ampliación, la luz era tenue. Veinte mil años-luz era una larguísima distancia. Al principio hubo apenas una insinuación de niebla y alguna que otra estrella. A medida que se le habituaban los ojos, la niebla cobró forma: curvas, lugares brillantes, lugares opacos. Al cabo de un minuto surgieron nudos en la niebla, y franjas de negrura que separaban los brazos curvos, una complejidad sobre otra, extendiéndose hacia el pálido núcleo. Un vórtice. Un remolino. Congelado, fijo en la mitad del cielo.
Pham contuvo el aliento. Dijo algo, unas sílabas cantarinas que no eran trisk y mucho menos samnorsk.
—He vivido toda mi vida en un pequeño fragmento de todo eso y me creía un amo del espacio. Jamás soñé que un día vería todo el espectáculo de una ojeada. —Apretó el hombro de Ravna, le acarició el cuello—. Y por mucho que miremos, no veremos ni un indicio de las Zonas.
Ella meneó la cabeza lentamente.
—Pero nada cuesta imaginarlas.
Señaló con la mano libre. En general, las Zonas de Pensamiento seguían la distribución de la masa de la galaxia. Las Honduras Sin Mente descendían hacia el suave fulgor del núcleo. Más allá, la Gran Lentitud, donde había nacido la humanidad, donde no podía existir la ultraluz y las civilizaciones vivían y morían ignoradas e ignorantes. Y el Allá, las estrellas que estaban a cuatro quintos de distancia del centro, extendiéndose fuera del plano galáctico para incluir lugares como Relé. La Red Conocida existía desde hacía miles de millones de años en el Allá. No era una civilización; pocas civilizaciones habían durado más de un millón de años. Pero los documentos del pasado eran muy completos. A veces eran ininteligibles. Con frecuencia, leerlos implicaba traducciones de traducciones de traducciones, transmitidas de una especie difunta a la otra sin ninguna corroboración, peor que cualquier mensaje de una red multisalto. pero algunas cosas eran muy claras: siempre habían existido zonas de Pensamiento, aunque tal vez ahora se habían desplazado levemente hacia el interior. Siempre había habido guerra y paz, y especies surgiendo de la Gran Lentitud, y miles de pequeños imperios. Siempre había habido especies desplazándose hacia el Trascenso para tornarse en Poderes, o en presa de ellos.
—¿Y el Trascenso? —preguntó Pham—. ¿Es sólo esa oscuridad lejana? —La oscuridad que había entre las galaxias.
Ravna rió suavemente.
—Incluye todo eso pero… mira los bordes externos de las espirales. Están en el Trascenso. —Casi todo lo que estaba a más de cuarenta mil años-luz del centro galáctico estaba en el Trascenso.
Pham Nuwen calló un largo instante. Tiritó.
—Después de hablar con los escroditas, creo entender mejor tus advertencias. Hay muchas cosas que ignoro, cosas que podrían matarme… o algo peor.
Al fin triunfa el sentido común.
—Es verdad —murmuró Ravna—. Pero no se trata sólo de ti, ni del breve tiempo que has pasado aquí. Podrías estudiar la vida entera e ignorar muchas cosas. ¿Cuánto tiempo debe estudiar un pez para comprender la motivación humana? No es una buena analogía, pero es la única que puede orientarnos. Para los Poderes del Trascenso, somos animales obtusos. Piensa en todas las cosas que la gente hace a los animales: ingeniosas, sádicas, caritativas, genocidas… cada cual tiene un millón de variaciones en el Trascenso. Las Zonas constituyen una protección natural. Sin ellas, la inteligencia de tipo humano quizá no existiría —señaló los brumosos enjambres de estrellas—. El Allá y la parte inferior son como el fondo de un mar y nosotros somos las criaturas que nadan en el abismo. Estamos tan abajo, que los seres de la superficie, por superiores que sean, no pueden alcanzarnos. Pescan, por cierto, y a veces emponzoñan los niveles superiores con venenos que ni siquiera entendemos. Pero el abismo sigue siendo un lugar relativamente seguro. —Hizo una pausa, continuó con su analogía—. Y, al igual que en el mar, hay muchos desechos que suben a la superficie. Hay cosas que sólo se pueden fabricar en el Tope, que necesitan fábricas cuasisentientes, pero que pueden funcionar aquí. Vaina Azul mencionó algunas cuando hablaba contigo: las telas agrávidas, los dispositivos sapientes. Esas cosas constituyen la mayor riqueza física del Allá, porque no podemos fabricarlas. Y obtenerlas es una empresa sumamente arriesgada.
Pham se volvió hacia ella, apartando la vista de la ventana.
—Conque siempre hay «peces» elevándose a la superficie. —Por un instante Ravna pensó que le había perdido, que estaba apresado en la fascinación del impulso de muerte Trascendente—. Los pececillos lo arriesgan todo por una pizca de divinidad… y no distinguen el cielo del infierno, ni siquiera cuando lo encuentran —Pham tiritó y la rodeó con los brazos. Ravna ladeó la cabeza y se encontró con sus labios.
Hacía dos años que Ravna Bergsndot se había ido de Sjandra Kei. En cierto modo el tiempo había pasado deprisa, pero ahora su cuerpo le indicaba que había sido un tiempo muy largo. Cada caricia era muy vivida y despertaba deseos que había reprimido cuidadosamente. Sintió un cosquilleo repentino en toda la piel. Necesitó una enorme contención para desvestirse sin rasgar la ropa.
Ravna estaba fuera de práctica. Y, por cierto, no había nada reciente con lo cual comparar, pero Pham Nuwen era muy, muy bueno.
Cripto: 0
Recepción: Transceptor Relé01 en Relé
Senda lingüística: Acquileron—»triskweline,
SjK: unidades Relé
De: Administrador de Red para Transceptor, Cantar del Viento en Debley Inferior
Asunto: Quejas sobre Relé, una sugerencia
Síntesis: Está empeorando, prueben con nosotros
Frases clave: Problemas de comunicaciones. Relé indigno de confianza, Trascenso
Distribución: Grupo de Intereses Especiales Costes de Comunicación. Grupo de Administración Carnada Múltiple
Transceptor: Relé01 en Relé
Transceptor: Tiempo Breve en Paradacorta
Seguimientos a: Grupo de Intereses Expansión Cantar del Viento
Fecha: 07:21:21 Hora de Dársenas, 36/09 de año Org 52089
Texto del mensaje:
Durante las últimas quinientas horas, Costes de Comunicación muestra 9.834 quejas por congestión de tráfico contra la operación Vrinimi de Relé. Cada una de estas quejas se relaciona con servicios de decenas de miles de planetas. Vrinimi ha asegurado una y otra vez que la congestión deriva de un mero incremento temporal de usos Trascendentes.
Como principales competidores de Relé en esta región, los de Cantar del Viento nos hemos beneficiado módicamente con esta saturación; sin embargo, hasta ahora no considerábamos apropiado ofrecer una respuesta coordinada al problema.
Los acontecimientos de las últimas siete horas nos obligan a cambiar esta política. Los lectores de este mensaje ya conocen el incidente, pues la mayoría son sus víctimas. A partir de [00:00:27 Hora de Dársenas], Org Vrinimi comenzó a bajar transceptores de la línea, una exclusión imprevista. R01 se desconectó a las 00:00:27, R02 a las 02:50:32, R03 y R04 a las 03:12:01. Vrinimi declaró que un cliente Trascendente requería anchura de banda con urgencia. (R00 estaba consagrado anteriormente al uso de ese Poder.) El cliente requirió el uso de enlaces altos y bajos. Según admitió la misma Org, este uso imprevisto excedió el sesenta por ciento de toda su capacidad. Nótese que los excesos de las quinientas horas previas —excesos que motivaron quejas totalmente justificadas—, nunca superaron el cinco por ciento de la capacidad de la Org.
Amigos, en Cantar del Viento nos dedicamos al negocio de las comunicaciones. Sabemos que es difícil mantener transceptores cuya masa equivale a la de un planeta. Sabemos que en nuestra actividad los proveedores no pueden someterse a pautas contractuales inflexibles. Pero la conducta de Org Vrinimi es inaceptable. Es verdad que en las últimas tres horas la Org ha puesto los relés R01 a R04 nuevamente en servicio y ha prometido reintegrar los pagos excedentes de ese Poder a quienes sufrieron el «inconveniente». Pero sólo Vrinimi conoce el monto exacto de esos pagos excedentes. Y nadie (¡ni siquiera Vrinimi!) sabe si éste será el fin de los cortes.
Lo que para Vrinimi es una repentina e increíble afluencia de fondos, representa para los demás un desastre descomunal.
Por tanto. Cantar del Viento de Debley Inferior está pensando en una expansión vasta y permanente de sus servicios: la construcción de cinco transceptores adicionales. Obviamente, esto resultará inmensamente costoso. Los transceptores no son baratos y Debley Inferior no dispone de la geometría favorable de Relé. Esperamos que el coste se amortice durante muchos decenios de buenos negocios. No podemos afrontarlo sin un claro compromiso de la clientela. Con el objeto de determinar esta demanda, y para asegurarnos de que se construirá lo que se necesita, crearemos un grupo de noticias temporal, el Grupo de Intereses Expansión Cantar del Viento, controlado y archivado en Cantar del Viento. Para los abonados de este grupo, las tarifas por envío y recepción serán el diez por ciento del importe habitual. Exhortamos a nuestros abonados a utilizar este servicio para comunicarse entre sí, para analizar qué les deparará la Org Vrinimi en el futuro y para opinar sobre nuestras propuestas. Esperamos vuestras noticias.
Ravna durmió bien. Ya era media mañana cuando despertó. El insistente timbre del fono era tan estridente que irrumpía a través de sus sueños más gratos. Abrió los ojos, desorientada y feliz. Abrazaba estrechamente… una gran almohada. Maldición. Pham ya se había ido. Se quedó tendida un segundo, recordando. Había pasado dos años muy solitarios, y solamente la noche anterior había comprendido cuánto. Una felicidad tan inesperada, tan intensa… Qué cosa extraña. El fono seguía llamando. Ravna se levantó y atravesó la habitación dando tumbos. Al cuerno con la decoración tecnoprimitiva, pensó. —¿Sí?
Era un escrodita. ¿Tallo Verde? —Lamento molestarte, Ravna, pero… ¿estás bien? Ravna comprendió que tal vez tuviera un aspecto un tanto extraño: pegajosa de oreja a oreja, el cabello desgreñado. Se cubrió la boca, ahogando una risotada. —Sí, estoy bien. ¿Qué ocurre?
—Queremos agradecer tu ayuda. No imaginábamos que ocuparas un puesto tan alto. Hace cientos de horas que intentamos persuadir a la Org para que detecte a los fugitivos y, poco después de hablar contigo, nos informaron que la investigación se iniciaría de inmediato.
—Vaya. —¿Qué rayos está pasando?— Me alegra, aunque no sé si… ¿Quién lo está pagando, de todos modos?
—No sé, pero es muy caro. Nos dijeron que dedicarían un transceptor principal a la búsqueda. Si alguien está transmitiendo, nos enteraremos en cuestión de horas.
Hablaron unos minutos más y Ravna se volvió más coherente a medida que dividía los diversos aspectos de las últimas diez horas en negocios y placer. Sospechaba que la Org interceptaría sus conversaciones en La Compañía Errante. Tal vez así se había enterado Grondr, y había dado crédito a la historia. Pero ayer mismo se quejaba de la saturación de las comunicaciones. Fuera como fuese, era una buena noticia, tal vez demasiado buena. Si la increíble historia de los escroditas era cierta, quizá la perversión de Straumli no fuera Trascendente. Si las naves fugitivas tenían alguna pista para neutralizarla, era posible que el reino de Straumli se salvara.
Cuando Tallo Verde colgó, Ravna recorrió el apartamento, poniéndose en forma, evaluando las posibilidades. Poco a poco recobró su lucidez habitual. Deseaba verificar varias cosas.
Luego llamaron de nuevo. Esta vez pidió una vista previa del interlocutor. ¡Epa! Era Grondr Vrinimikalir. Se pasó la mano por el cabello; aún tenía un pésimo aspecto y este fono no servía para engañar a nadie. De pronto notó que Grondr tampoco se veía muy bien. Su quitina facial estaba borrosa, incluso en algunas pecas. Aceptó la llamada.
—¡Ah! -chilló Grondr involuntariamente, antes de graduar la voz—. Gracias por responder. Habría llamado antes, pero todo ha sido muy… caótico. —¿Adonde cuernos se había ido su actitud distante?—. Sólo quiero informarle que la Org no tuvo nada que ver con esto. Estábamos congestionados hasta hace un par de horas. —Se embarcó en una atolondrada descripción de una demanda masiva que superaba los recursos de la Org.
Mientras él divagaba, Ravna pulsó un teclado pidiendo una síntesis de las operaciones recientes de la Org. Por los Poderes. ¿Distracción del sesenta por ciento? Extractos de Costes de Comunicaciones. Echó una rápida ojeada al mensaje de Wndsong. Esos mamarrachos eran tan pomposos como siempre, pero su propuesta de reemplazar a Relé quizá fuera en serio. Era justo lo que Grondr había temido.
—… Antiguo pedía más y más. Cuando al fin comprendimos y nos enfrentamos a la situación… Bien, estuvimos a punto de amenazarle con medidas violentas. Tenemos recursos para destruir su nave emisaria. Es imposible saber en qué consistiría su venganza, pero dijimos a Antiguo que sus demandas ya nos estaban destruyendo. Gracias a los Poderes, lo tomó con buen humor y desistió. Ahora utiliza un solo transceptor y realiza una búsqueda de señales que no tiene nada que ver con nosotros.
Vaya. Un misterio resuelto. Antiguo debía de estar husmeando en La Compañía Errante y oyó la historia de los escroditas.
—Entonces quizá todo se solucione. Pero es importante ser igualmente enérgicos si Antiguo se pasa nuevamente de la raya… —Ravna ya había dicho estas palabras cuando cayó en la cuenta de que le estaba dando consejos a un superior.
Grondr no pareció reparar en ello. Por el contrario, se apresuró a dar su aprobación.
—Sí, sí. Le aseguro que si Antiguo fuera un cliente común, le habríamos proscrito para siempre por su engaño… Pero claro, si fuera un cliente común, no habría podido engañarnos.
Grondr se pasó unos dedos blancos y rollizos por el rostro. —Ningún cliente del Allá habría podido alterar los materiales que rescató nuestra draga. Ni siquiera alguien de Arriba podría haber irrumpido en nuestro cementerio de chatarra y manipular los restos sin que tan siquiera sospecháramos.
¿Draga? ¿Restos? Ravna comenzó a comprender que ella y Grondr no hablaban de lo mismo. —¿Qué hizo exactamente Antiguo?
—¿Los detalles? Ahora los conocemos bastante bien. Desde la caída de Straum, Antiguo se ha interesado mucho en los humanos. Lamentablemente, aquí no había ningún voluntario. Comenzó a manipularnos, reescribiendo nuestros registros del cementerio de chatarra. Recobramos una copia limpia de una filial: la draga sí encontró los restos de una nave humana. Había partes humanas en ella, pero nada que nosotros pudiéramos haber revivido. Antiguo debe haber mezclado y complementado lo que encontró allí. Tal vez forjó recuerdos extrapolando a partir de datos culturales humanos de los archivos. Retrospectivamente, podemos ver que sus solicitudes iniciales concuerdan con la invasión de nuestro cementerio de chatarra.
Grondr continuó hablando, pero Ravna no escuchaba. Miraba sin ver la pantalla del fono. Somos pececillos abisales y el abismo nos protege de los pescadores de la superficie. Pero aunque no puedan vivir aquí, esos astutos pescadores tienen sus artimañas y sus trucos. Conque Pham…
—Conque Pham Nuwen es sólo un robot —murmuró.
—No exactamente. Es humano y con sus recuerdos falsos puede operar de forma autónoma. Pero cuando Antiguo compra toda la anchura de banda, esa criatura es sólo un Dispositivo Emisario: las manos y los ojos de un Poder.
Los órganos bucales de Grondr articularon un chasquido de embarazo.
—Ravna, ignoramos todo lo que sucedió anoche. No teníamos motivos para vigilarla de cerca, pero Antiguo nos asegura que ya no necesita más investigaciones directas. En cualquier caso, nunca le daremos la banda para que pruebe de nuevo.
Ravna asintió con desgana. Sentía un frío repentino en el rostro. Nunca había experimentado tanta furia y tanto miedo al mismo tiempo. Aturdida, se alejó del fono, ignorando las exclamaciones de Grondr. Las historias que había oído cuando era estudiante se le agolparon en la mente y también los mitos de varias religiones humanas. Consecuencias, consecuencias; podía defenderse de algunas, pero otras eran irreparables.
Y desde un rincón de su mente, un pensamiento increíblemente necio afloró pese al horror y la furia. Durante ocho horas había estado cara a cara con un Poder. Era la clase de experiencia que podía abarcar todo un capítulo de manual, uno de esos episodios siempre lejanos y distorsionados. Uno de esos episodios que nadie, en toda Sjandra Kei, había vivido jamás. Hasta ahora.
Hacía tiempo que Johanna navegaba en ese bote. El sol no se ponía nunca, aunque por momentos estaba bajo y a sus espaldas, y por momentos alto y enfrente, y por momentos se nublaba y la lluvia repiqueteaba en la lona que cubría sus mantas. Pasó horas en medio de un sopor turbulento. Ocurrieron cosas que sólo podían ser sueños. Había criaturas que le tironeaban de las ropas, con pegotes de sangre por todas partes. Manos suaves y hocicos de rata le vendaban las heridas y le metían agua helada en la garganta. Cuando pataleaba, mamá le acomodaba las mantas y la confortaba con sonidos extraños. Durante horas, alguien se tendió a su lado, dándole calor. A veces era Jefri, pero con frecuencia era un perro enorme, un perro que ronroneaba.
Pasó la lluvia. El sol estaba a la izquierda del bote, pero escondido detrás de una sombra fría y arremolinada. El dolor se volvió cada vez más divisible. Una parte le aguijoneaba el pecho y el hombro, sobre todo cuando el bote daba bandazos. Otra parte le presionaba el vientre, un vacío que no era del todo náusea. Sentía hambre y sed.
Cada vez había más recuerdos y menos sueños. Ciertas pesadillas no se borrarían nunca. Habían ocurrido de veras. Estaban ocurriendo ahora.
El sol entró y salió del cúmulo de nubarrones. Se deslizó lentamente hasta quedar a la popa del bote. Johanna intentó recordar lo que decía papá justo antes de que… de que todo se fuera al traste. Estaban en el ártico de ese planeta, en el verano, así que el punto bajo del sol debía de ser el norte, y ese bote de doble casco enfilaba hacia el sur. Dondequiera que fuesen, se alejaban cada vez más de la nave espacial y de toda esperanza de hallar a Jefri.
A veces el agua era un mar abierto y las colinas estaban lejos u ocultas por nubes bajas. A veces atravesaban estrechos y bogaban cerca de murallas de roca desnuda. Ignoraba que un velero pudiera ser tan veloz y tan peligroso. Cuatro de esas criaturas que parecían ratas bregaban desesperadamente para alejarse de las rocas. Brincaban ágilmente de la cubierta a las jarcias, y a veces una se apoyaba en la otra para llegar a mayor altura. El velero se mecía y crujía en aguas repentinamente encrespadas, hasta que al fin salían del brete y las colinas se distanciaban lentamente.
Durante largo rato fingió que deliraba. Gemía y se retorcía. Observaba. Los cascos del velero eran largos y angostos como canoas. La vela estaba montada entre ambos. La sombra de sus sueños había sido esa vela, que chasqueaba en el viento gélido y limpio. El cielo era un alud de grises, claros y oscuros. Había aves en lo alto. Rozaban el mástil, sobrevolando en círculos. Había cloqueos y siseos en torno, pero ese ruido no venía de las aves.
Eran los monstruos. Les observó con ojos entornados. Eran de la misma especie que había matado a mamá y papá. Incluso usaban las mismas ropas ridículas, casacas verdes con espuelas y bolsillos. Perros o lobos, había pensado antes, aunque eso no bastaba para describirles. Sí, tenían cuatro patas esbeltas y orejas puntiagudas. Pero con esos pescuezos largos y esos ojos rosados, parecían enormes ratas.
Y cuanto más las miraba, más horrendas le parecían. Una imagen fija nunca podría transmitir ese horror; había que verlas en acción. Observó a cuatro de ellas, las que estaban en su lado del velero, jugando con su dataset. El Elefante Rosa estaba envuelto en una redecilla en la popa del velero. Ahora las bestias querían examinarlo. Al principio parecía un acto circense, con las criaturas contoneando las cabezas, pero cada movimiento era asombrosamente preciso, y estaba asombrosamente coordinado con los demás. No tenían manos, pero podían desatar nudos: cada cual sostenía un trozo de cáñamo en la boca y movía el pescuezo en torno de los demás. Al mismo tiempo, las zarpas de una criatura mantenían tensa la abertura. Era como mirar títeres manipulados con el mismo control.
En pocos segundos extrajeron el dataset de la redecilla. Un perro habría dejado que se deslizara hasta el fondo del casco y después lo habría empujado con el hocico. En cambio dos de estas criaturas lo apoyaron en un banco transversal, mientras una tercera lo sostenía con la zarpa. Palparon los rebordes de fieltro y las blandas orejas. Movían zarpas y narices, pero con un propósito evidente. Trataban de abrirlo.
Dos cabezas asomaron sobre la borda del otro casco. Emitieron cloqueos y chistidos parecidos a un cruce de trino y eructo. Una de las otras respondió con sonidos similares, mientras las otras tres seguían jugando con las trabas del dataset.
Al fin tiraron simultáneamente de las blandas orejas; el dataset se abrió, y la ventana superior inició la rutina de arranque de Johanna, una animación de ella misma diciendo: «Qué vergüenza, Jefri. ¡Aléjate de mis cosas!» Las cuatro criaturas se pusieron tiesas, los ojos desorbitados.
Las que estaban con Johanna voltearon el dataset para que los demás lo vieran. Una lo sostuvo mientras otra miraba la ventana superior y una tercera tocaba la ventana de teclas. Las criaturas del otro casco se excitaron, pero ninguna intentó aproximarse. Las cuatro que pulsaban las teclas interrumpieron por accidente el saludo de arranque. Una de ellas miró a las criaturas del otro casco, mientras otras dos miraban a Johanna. Ella se quedó tendida con los ojos entrecerrados.
«Qué vergüenza, Jefri. ¡Aléjate de mis cosas!», repitió la voz de Johanna. Pero esta vez era uno de los animales, en una reproducción perfecta. Luego una voz de niña gimió «Mamá, papá». Era de nuevo su propia voz, pero más asustada y aniñada de lo que ella hubiera imaginado.
Parecían aguardar a que el dataset respondiera. Al fin una de ellas continuó apoyando el hocico en una de las ventanas. Todos los datos valiosos, y los programas peligrosos, tenían su contraseña. Brotaron insultos y graznidos de la caja, todas las pequeñas sorpresas que ella había preparado para su fisgón hermano menor. Oh, Jefri, ¿alguna vez volveré a verte?
Los sonidos y vídeos entretuvieron a los monstruos varios minutos. Al fin sus tanteos convencieron al dataset de que un chiquillo había abierto la caja y adoptó su modalidad infantil.
Las criaturas sabían que ella les observaba. De las cuatro que jugaban con el Elefante Rosa, había una, o siempre la misma, que la vigilaba continuamente. Jugaban con ella, fingiendo que no sabían que ella fingía.
Johanna abrió los ojos y miró severamente a la criatura.
— ¡Maldita seas! -exclamó. Miró hacia el otro lado y gritó. Las criaturas del otro casco estaban apiñadas. Volvieron las cabezas y sus ojos rojizos destellaron a la luz del sol. Ratas o serpientes mirándola en silencio por largo tiempo.
Ladearon las cabezas ante el grito de Johanna, y Johanna oyó el grito de nuevo. A sus espaldas, su propia voz graznó: «¡Maldita seas!» En otra parte, ella misma llamaba a «mamá» y «papá». Johanna gritó de nuevo y las criaturas repitieron nuevamente el grito. Ella se tragó su terror y guardó silencio. Los monstruos siguieron repitiendo durante medio minuto, reproduciendo las cosas que ella habría dicho en sueños. Cuando vieron que así no podían intimidarla, las voces dejaron de ser humanas. Continuaron con sus cloqueos, como si ambos grupos estuvieran negociando. Al fin, los cuatro de su lado cerraron el dataset y lo metieron en la redecilla.
Los seis del otro casco se separaron. Tres saltaron hacia la borda externa, aferraron la borda con las zarpas y se inclinaron en el viento. Por un instante parecieron perros, grandes canes sentados en la ventanilla de un automóvil, oliendo el aire. Los largos pescuezos se movían sin cesar. Cada tantos segundos uno de ellos sumergía la cabeza en el agua. ¿Bebiendo? ¿Pescando?
Pescando. Una cabeza se irguió y arrojó algo verde y pequeño en el bote. Los otros tres animales olfatearon y aferraron el objeto. Johanna entrevió patas diminutas y un caparazón lustroso. Una de las ratas lo sostuvo con la punta de la boca, mientras las otras dos lo desgarraban. Trabajaban con perturbadora precisión. La manada actuaba como una sola criatura, y cada cuello parecía un grueso tentáculo que terminaba en un par de fauces. Se le revolvió el estómago ante esa idea, pero no tenía nada que vomitar.
La pesca continuó durante un cuarto de hora. Al fin cogieron siete de esas criaturas verdes. Pero no las comían, o al menos no las comían todas. Guardaron los restos desmembrados en un pequeño cuenco de madera.
Más cloqueos entre ambas partes. Uno de los seis cogió el cuenco con la boca y se arrastró por la plataforma del mástil. Los cuatro que estaban del lado de Johanna se apiñaron como si temieran al visitante. Sólo asomaron las cabezas cuando el intruso dejó el cuenco y se alejó.
Una de las ratas recogió el cuenco. Ella y otra se acercaron a Johanna, quien tragó saliva. ¿Qué tortura era ésta? De nuevo se le revolvió el estómago… se moría de hambre. Miró el cuenco y comprendió que trataban de alimentarla.
El sol acababa de asomar bajo las nubes del norte. La luz baja evocaba una brillante tarde de otoño después de la lluvia: un cielo oscuro en lo alto, pero un resplandor puro en derredor. La pelambre de las criaturas era tupida y aterciopelada. Una le acercó el cuenco, mientras la otra metía el hocico adentro y extraía algo pegajoso y verde. Sostuvo el manjar delicadamente, con la punta de la larga boca. Se volvió y le ofreció la cosa verde.
Johanna retrocedió.
— ¡No!
La criatura vaciló. Por un instante, Johanna pensó que repetiría su exclamación, pero al fin dejó caer el trozo en el cuenco. El primer animal lo depositó en el banco, junto a ella. La miró un instante y abrió la mandíbula, soltando el reborde del cuenco. Johanna entrevio dientes finos y puntiagudos.
Johanna miró el cuenco, vacilando entre el hambre y la repulsión. Al fin extrajo una mano de la manta y cogió un trozo. Las cabezas la observaron atentamente, intercambiando cloqueos entre ambos lados del velero.
Cogió algo blando y frío. Lo alzó a la luz del sol. El cuerpo era gris verdoso y los costados relucían a la luz. Las criaturas del otro casco habían desgarrado las patas y cercenado la cabeza. Lo que quedaba sólo tenía un par de centímetros de longitud. Parecía un marisco asado. Una vez le había gustado esa comida, pero estaba cocida. Casi soltó la cosa cuando la sintió temblar.
Se la acercó a la boca, la tocó con la lengua. Salada. En Straum, la mayoría de los mariscos eran indigestos cuando uno los comía crudos. ¿Cómo podía averiguarlo a solas sin sus padres, sin una red local? Sintió ganas de llorar. Soltó una palabrota, se metió la cosa verde en la boca e intentó masticar. Blanda, con la textura del sebo y el cartílago. Se atragantó, escupió… y trató de comer otro. Al fin logró tragar un bocado. Tal vez fuera lo mejor. Esperaría para ver cuánto vomitaba. Se recostó bajo la mirada de varios pares de ojos. El cloqueo se reinició. Una de las criaturas se le acercó, llevando un recipiente de cuero con una tapa. Una cantimplora.
Esta criatura era la más grande. ¿El líder? Le acercó el pico de la cantimplora a los labios. Parecía astuta, más cauta al aproximarse. Johanna le miró los flancos. Más allá del ruedo de la casaca, la pelambre del trasero era blancuzca, y tenía una profunda cicatriz con forma de Y. Ésta es la que mató a papá.
El ataque de Johanna fue espontáneo y tal vez por eso dio resultado. Sorteó la cantimplora y rodeó con el brazo el pescuezo de la criatura. Rodó sobre el animal, aplastándolo contra el casco. Era más pequeño que ella y no tenía fuerzas para zafarse. Las zarpas arañaron la manta, pero no lograron cortarla. Ella apoyó todo su peso en el espinazo de la criatura, la aferró donde la garganta se juntaba con la mandíbula y comenzó a golpearle la cabeza contra la madera.
Las demás se le abalanzaron, palpándola con el hocico, aferrándole la manga. Sintió hileras de dientes mordiendo con suavidad. Esos cuerpos zumbaban con un sonido que ella recordaba de sus sueños, un sonido que le atravesaba la ropa y le vibraba en los huesos.
Le apartaron la mano del pescuezo de la criatura y sintió el desgarrón de la punta de flecha en el pecho. Pero no se dio por vencida. Se levantó, apoyando la cabeza en la base de la garganta de la criatura y aplastándole la coronilla contra el casco. Los cuerpos que la rodeaban sufrieron una convulsión y Johanna cayó de espaldas. Ahora sólo sentía dolor. Ni la furia ni el miedo podían conmoverla.
Pero una parte de ella aún reparaba en los cuatro animales. Les había lastimado. Les había lastimado a todos. Tres de ellos caminaban ebriamente, emitiendo sonidos sibilantes que, por una vez, parecían salir de las bocas. La que tenía una cicatriz en el trasero yacía de costado, temblando. Le había abierto un tajo con forma de estrella en la coronilla. La sangre le goteaba sobre los ojos. Lágrimas rojas.
Al cabo de unos minutos los silbidos cesaron. Las cuatro criaturas se reunieron y se reinició el familiar chistido. A ella volvió a sangrarle el pecho.
Las criaturas se miraron un rato. Johanna sonrió. Sus enemigos eran vulnerables. Podía lastimarles. Se sintió mejor que nunca desde el aterrizaje.
Antes del Movimiento Reductorista, Tallamaderas había sido la ciudad-estado más. famosa al oeste de los Colmillos de Hielo. Su fundador tenía seis siglos. En esos tiempos, la situación era más difícil en el norte; la nieve llegaba hasta las planicies casi todo el año. El tallador a quien llamaban Tallamadera había comenzado solo, una sola manada en una pequeña cabaña a orillas de una bahía. Esa manada era cazadora y pensadora además de artista. No había colonias en kilómetros a la redonda. Sólo una docena de las primeras estatuas del tallador salieron de esa cabaña, pero esas estatuas le dieron fama. Tres todavía existían. Junto a los Lagos Largos había una ciudad que debía su nombre a la estatua que albergaba en su museo.
Con la fama habían llegado los aprendices. La cabaña se multiplicó por diez, desperdigadas por el fiordo de Tallamaderas. Pasaron un par de siglos y el Tallamadera cambió lentamente. Temía el cambio, la sensación de que su alma se le escabullía. Trató de retenerla; casi todos lo hacen en mayor o menor grado. En el peor de los casos, la manada cae en la perversión, su alma se vuelve hueca. Para Tallamadera, la búsqueda misma era el cambio. Estudió la concordancia de cada miembro con el alma. Estudió a los cachorros y su crianza y el modo de indagar las aportaciones de los nuevos. Aprendió a modelar el alma entrenando a los miembros.
Claro que nada de esto era nuevo. Constituía el fundamento de la mayoría de las religiones y cada ciudad tenía asesores y criadores. Dicho conocimiento, sea válido o no, es importante en cualquier cultura. Lo que hizo Tallamadera fue examinarlo sin los prejuicios de la tradición. Experimentó cautamente consigo mismo y con los demás artistas de su pequeña colonia. Observó los resultados, utilizándolos para diseñar nuevos experimentos. Se guiaba por lo que observaba, no por lo que deseaba creer.
Según las pautas de su época, sus actos eran heréticos, perversos o demenciales. En los primeros años, el rey Tallamadera fue casi tan odiado como el Reductor tres siglos después. Pero el remoto norte aún atravesaba su período de crudos inviernos. Las naciones del sur no podían enviar ejércitos que llegaran hasta Tallamadera.
Una vez, cuando lo consiguieron, sufrieron una aplastante derrota. Y Tallamadera tuvo la prudencia de no tratar de subvertir el sur en forma directa. Pero su colonia se expandía y la fama de su arte y sus muebles era pequeña al lado de su prestigio personal. Los viejos de corazón viajaban a la ciudad y no sólo regresaban más jóvenes, sino más lúcidos y felices. Las ideas se propagaron desde la ciudad: telares, cajas de engranajes, molinos de viento, fábricas. Algo nuevo había sucedido en ese lugar. No eran los inventos. Era la gente que Tallamadera había ayudado a engendrar, y las perspectivas que había creado.
Vickwracktriz y Jaqueramaphan llegaron a Tallamaderas al caer la tarde. Había llovido casi todo el día, pero ahora las nubes se habían dispersado y el cielo mostraba ese límpido azul que resultaba más bello después de una racha de días nublados.
Dominio de Tallamadera era un paraíso a ojos de Errabundo. Estaba cansado de los páramos desiertos. Estaba cansado de preocuparse por la criatura alienígena.
Varios veleros les escoltaron con recelo en el último tramo. Estaban armados, y Errabundo y Gramil venían desde la dirección menos propicia. Pero estaban solos y, evidentemente, eran inofensivos. Los mensajeros se hicieron eco de su historia, repitiéndola a gritos. Cuando llegaron al puerto eran héroes, dos manadas que habían robado un tesoro desconocido a los villanos del norte. Rodearon un espigón, que no existía en tiempos del último viaje de Errabundo, y echaron amarras.
El muelle estaba atestado de soldados y carromatos. La gente de la ciudad ocupaba toda la carretera que conducía hasta las murallas. Era lo más que uno podía aproximarse a una cáfila conservando su raciocinio. Gramil saltó del velero y brincó con obvio deleite ante las ovaciones.
—¡Deprisa! Debemos hablar con el Tallamadera. Wickwracktriz cogió el saco de lona donde guardaban la caja de imágenes de la alienígena y desembarcó cuidadosamente. Estaba mareado por la zurra que le había dado esa criatura. El tímpano delantero de Triz se había roto durante el ataque. Se desorientaba por momentos. El muelle era muy extraño; de piedra a primera vista, pero amurallado con un material negro y esponjoso que no había visto desde su travesía por los Mares del Sur; debía ser frágil aquí…
¿donde estoy? Debería sentirme feliz, satisfecho con la victoria. Se detuvo para reagruparse. Al cabo de un momento, el dolor y sus pensamientos se agudizaron; estaría así durante varios días. Debía conseguir ayuda para la alienígena, llevarla a tierra.
El chambelán del rey Tallamadera era un petimetre obeso. Errabundo no esperaba ver semejantes personajes en Tallamadera. Pero el sujeto se dispuso a colaborar en cuanto vio a la criatura alienígena. Trajo un médico para examinar a Dos-Patas (y de paso a Errabundo). La criatura se había fortalecido en los dos últimos días, pero no habían tenido más peleas. La llevaron a tierra sin mayor dificultad. Miraba a Errabundo con una expresión de rabia impotente en el rostro chato. Errabundo tocó pensativamente la cabeza de Triz. Dos-Patas sólo aguardaba una buena oportunidad para causar más daño. Poco después, los viajeros atravesaban la calle adoquinada en carromatos tirados por cerdos-kher. Los soldados les abrían paso a través de la muchedumbre. Gramil Jaqueramaphan agitaba las zarpas, un héroe gallardo. Ahora Errabundo comprendía que Gramil, en el fondo, era muy inseguro. Tal vez éste fuera el momento más grandioso de su vida.
Aunque lo hubiera querido, Wickwracktriz no podía ser expansivo. Con uno de los tímpanos de Triz lesionado, era imposible gesticular sin perder el rastro de los pensamientos. Se tendió en los asientos del carruaje y miró hacia todas partes.
Salvo por la forma de la bahía, el lugar no se parecía a sus recuerdos de cincuenta años atrás. En casi todas partes del mundo, pocas cosas cambiaban en cincuenta años. Un peregrino que regresara al cabo de tanto tiempo podía aburrirse por la falta de cambios. Pero esto era sobrecogedor.
El enorme espigón era nuevo. Había el doble de muelles y multibarcos con banderas que jamás había visto en este lado del mundo. La carretera ya estaba anteriormente, pero era estrecha y no tenía tantas salidas. Antes las murallas servían principalmente para impedir que escaparan los cerdos-kher y las rana-gallinas, no para impedir que entraran los invasores. Ahora tenían tres metros de altura y la piedra negra se extendía hasta donde alcanzaba la vista de Errabundo. Y la última vez casi no había soldados, aunque ahora los había por doquier. Este cambio no era bueno. Sintió un nudo en el estómago de Triz; los soldados y la lucha no eran buenos.
Atravesaron las puertas de la ciudad y un laberíntico mercado que abarcaba varias hectáreas. Las callejas tenían sólo quince meros de anchura y se volvían más angostas en los sitios donde se amontonaban rollos de paño, muebles y cestos de fruta fresca. El aire estaba impregnado de olor a fruta, especias y barniz. El lugar estaba tan atestado que el regateo era casi orgiástico, y el mareado Errabundo estuvo a punto de desmayarse. Luego entraron en una calle estrecha que zigzagueaba entre edificios con muros de entramado de madera. Más allá de los tejados, se erguían imponentes fortificaciones. Diez minutos después llegaron al patio del castillo. Desmontaron y el chambelán ordenó que trasladaran a Dos-patas a una litera.
—¿Tallamadera… él nos recibirá? —preguntó Gramil.
El burócrata rió.
—Ella. Tallamadera cambió de sexo hace más de diez años. Errabundo movió sus cabezas sorprendido. ¿Qué significaba eso? La mayoría de las manadas cambian con el tiempo, pero nunca había sabido que Tallamadera dejara de ser «él». Casi no oyó lo que el chambelán dijo a continuación:
—Mejor aún. Todo el consejo debe ver lo que habéis traído. Entrad.
Despidió a los guardias con un gesto y se internaron en un pasillo tan ancho que dos manadas podían pasar al mismo tiempo. El chambelán encabezaba la marcha, seguido por los viajeros y el médico con la litera de la criatura alienígena. Tapices con incrustaciones de plata cubrían las altas paredes. El lugar era mucho más suntuoso, y también perturbador. Había pocas estatuas y todas databan de varios siglos.
Había cuadros. Errabundo trastabilló al ver el primero y detrás oyó el jadeo de Gramil. Errabundo había visto arte de todo el mundo: las cáfilas de los trópicos preferían murales abstractos, borrones de color psicótico. Los isleños de los Mares del Sur desconocían la perspectiva y en sus acuarelas los objetos distantes simplemente flotaban en la mitad superior del cuadro. En la República de los Lagos Largos estaba en boga la representación, sobre todo los multípticos que ofrecían una vista de una manada entera.
Pero nunca había visto imágenes como aquéllas. Eran mosaicos y cada azulejo era un cuadrado de cerámica de un cuarto de pulgada de lado. No había color, sólo cuatro matices de gris. A cierta distancia ya no se distinguía la superficie granulada y constituían los paisajes más perfectos que Errabundo había visto. Eran vistas de las colinas que rodeaban Tallamaderas. Salvo por la falta de color, parecían ventanas. El pie de cada imagen estaba limitado por un marco rectangular, pero la parte superior era irregular y los mosaicos simplemente se perdían en el horizonte. La pared tapizada reemplazaba el cielo de las imágenes.
—¡Por aquí, amigo! Creí que querías ver a Tallamadera —le dijo el chambelán a Gramil, cuyos miembros se habían detenido frente a varias imágenes.
Gramil volvió una cabeza hacia el chambelán y dijo con voz pasmada:
—¡Por el fin del alma, es como ser Dios! ¡Es como si tuviera un miembro en cada colina y pudiera verlo todo a la vez! Y se lanzó al trote para alcanzarles.
El pasillo desembocaba en una de las salas de reunión más vastas que Errabundo hubiera visto jamás.
—Es tan imponente como cualquier construcción de la República —comentó Gramil, admirando los tres niveles de balcones. Se quedaron solos con la alienígena.
Además del chambelán y el médico, ya había otras cinco manadas en la sala. Aparecieron más a medida que ellos observaban. La mayoría vestían como nobles de la República, con pieles y oropeles. Algunos usaban las sencillas casacas que Errabundo recordaba de su último viaje. La pequeña colonia de Tallamaderas se había transformado en ciudad y luego en nación-estado. Errabundo se preguntó si ahora el rey, la reina, ejercería de veras el poder. Volvió una cabeza hacia Gramil y le altohabló:
—Aún no digas nada sobre la caja de imágenes.
Jaqueramaphan adoptó un aire intrigado y conspiratorio.
—Entiendo —respondió en altohabla—. ¿Un elemento para negociar?
—Algo así. —Errabundo echó una ojeada a los balcones. La mayoría de las manadas entraban con aire petulante. Sonrió para sus adentros. Una mirada a la fosa fue suficiente para devolverles la humildad. Un parloteo zumbón llenó el aire. Ninguna de las manadas le recordaba a Tallamadera. Desde luego, le quedarían pocos miembros de la vez anterior y sólo podría reconocerla por los modales y el porte. No importa. Errabundo había prolongado algunas amistades más allá de la vida de cualquier miembro. Aunque, en otros casos, el amigo había cambiado en un decenio, alterando sus puntos de vista, transformando su afecto en animadversión. Contaba con que Tallamadera fuera igual. Ahora…
Se oyó un enérgico trompetazo. Las puertas públicas de un balcón inferior se abrieron y entró un quinteto. Errabundo sintió un escalofrío de horror. Era Tallamadera, pero totalmente achacosa. Un miembro era tan viejo que el resto debía ayudarle. Dos eran meros cachorros, y uno de ellos babeaba. El miembro mayor era un ciego de ojos blancos. Era la clase de cosa que se veía en una barriada del puerto, o en la última generación de un incesto.
Tallamadera miró a Errabundo y sonrió como si le reconociera. Habló con la voz del miembro ciego, una voz clara y firme. —Continúa, por favor, Vendaz. El chambelán cabeceó.
—Como desees, majestad. —Señaló la fosa, la criatura—. He allí la razón de esta precipitada reunión.
—Podemos ver monstruos en el circo, Vendaz —dijo una voz de una emperifollada manada que ocupaba el balcón superior. A juzgar por los gritos que estallaron por doquier, esta opinión era minoritaria. Una manada del balcón inferior brincó sobre la baranda y trató de alejar al médico de la litera.
El chambelán irguió una cabeza pidiendo silencio y miró con cara de pocos amigos al que había saltado.
—Por favor, Escrúpilo, ten paciencia. Todos tendréis la oportunidad de mirar.
Escrúpilo respondió con gruñidos, pero retrocedió. —Bien —Vendaz se volvió hacia Errabundo y Gramil—. Vuestro velero ha sido más veloz que las noticias del norte, amigos míos. Nadie que yo conozca sabe nada sobre vuestra historia. Sólo tengo las voces que los guardias han gritado en código a través de la bahía. ¿Es verdad que esta criatura descendió del cielo?
Una invitación a especificar. Errabundo dejó que Gramil Jaqueramaphan se encargara de hablar. Gramil, muy orondo, narró la historia de la casa volante, la emboscada, los asesinatos y el rescate. Mostró su herramienta óptica y se anunció como agente secreto de la República de los Lagos Largos. ¿Qué espía haría semejante cosa? todas las manadas del consejo fijaron los ojos en la criatura, algunas con temor, otras —como Escrúpilo— con desenfadada curiosidad. Tallamadera observó con un solo par de cabezas. Las demás Parecían dormidas. Se veía tan cansada como se sentía Errabundo, quien apoyó sus cabezas en las patas. El dolor que sentía Triz era una vibración palpitante. Sería fácil dejarle dormir, pero entonces ese miembro no comprendería nada de lo que se decía. Bien, quizá no sea tan mala idea. Triz se durmió y el dolor se aplacó.
La charla continuó unos minutos, sin que el trío que era Wickrack comprendiera mucho. Sin embargo, entendía los tonos de voz. Escrúpilo, la manada que tenía la palabra, se quejó varias veces con impaciencia. Vendaz dijo algo, concordando con él. El médico retrocedió y Escrúpilo avanzó sobre la criatura alienígena.
Errabundo se puso alerta.
—Cuidado. Ese ser no es amigable.
—Tu amigo ya me ha advertido —rezongó Escrúpilo. Se aproximó a la litera y estudió el rostro pardo y lampiño de la criatura, quien le miró impasiblemente. Escrúpilo tendió una zarpa con cautela y retiró la manta. Aún no había reacción—. ¿Veis?, sabe que no deseo hacerle daño.
Errabundo optó por callarse.
—¿De veras camina con las patas traseras únicamente? —dijo otro consejero—. ¿Podéis imaginarlo erguido?, bastaría un golpe para tumbarlo.
Errabundo recordó cuánto se parecía la criatura a una mantis cuando estaba erguida. Esos sujetos no la habían visto en movimiento. Escrúpilo frunció una nariz.
—Esta cosa está sucia —todos sus miembros la rodeaban y Errabundo recordó que esa postura irritaba a Dos-Patas—. Es preciso extraer ese fragmento de flecha. La hemorragia ha cesado, pero si deseamos que la criatura viva, necesita atención médica. —Miró con desdén a Gramil y Errabundo, como si éstos fueran culpables de no haber practicado cirugía a bordo del velero. Algo le llamó la atención y su voz cambió de golpe—. ¡Por la Manada de las Manadas! Mirad sus zarpas delanteras —aflojó las cuerdas que sujetaban las patas delanteras de la criatura—. Dos zarpas como ésas serían tan buenas como cinco pares de labios. ¡Pensad en lo que podría hacer una manada de estas criaturas! —Se acercó a la zarpa de cinco tentáculos.
—Cuidado —murmuró Errabundo. De pronto la criatura cerró los tentáculos formando un mazo, alzó la pata delantera en un ángulo imposible y descargó un golpe en la cabeza de Escrúpilo. Aunque el golpe no fue muy fuerte, le acertó en el tímpano.
Escrúpilo retrocedió gimoteando.
La criatura se puso a berrear, un ruido agudo y penetrante. Ese sonido inquietante hizo volver todas las cabezas, incluso las de Tallamadera. Errabundo ya estaba acostumbrado. No tenía la menor duda de que era el lenguaje intermanada de la alienígena. Al cabo de unos segundos, el sonido se transformó en un sollozo que se desvaneció gradualmente.
Nadie habló por un instante. Parte de Tallamadera se puso en pie y miró a Escrúpilo. —¿Te encuentras bien? Era la primera vez que hablaba desde el comienzo de la reunión.
Escrúpilo se lamía la frente. —Sí, sólo duele un poco. —Un día, tu curiosidad te matará.
El otro resopló con indignación, aunque también parecía halagado por la predicción. La reina Tallamadera miró a sus consejeros. —Veo aquí una pregunta importante. Escrúpilo piensa que un miembro alienígena sería tan ágil como una manada entera de nosotros, ¿es así? —preguntó a Errabundo.
—Sí, majestad. Si hubiéramos atado esas cuerdas con los nudos a su alcance, le habría resultado fácil deshacerlos —sabía adonde iría a parar. Había tenido tres días para reflexionar sobre el asunto—. Y los ruidos que emite parecen constituir un lenguaje coordinado. Hubo exclamaciones de asombro. Un miembro parlante podía hablar con cierta fluidez, pero a menudo a costa de la claridad.
—Sí; una criatura insólita en nuestro mundo, cuya nave descendió desde la cima del cielo. Me pregunto cómo será la mente de semejante manada, si un solo miembro es casi tan listo como todos los miembros de cada uno de nosotros —su miembro ciego movía la cabeza al pronunciar estas palabras, casi como si pudiera ver. Otros dos limpiaban el hocico del que babeaba. Tallamadera no ofrecía un espectáculo inspirador.
Escrúpilo irguió una cabeza.
—No oigo ningún sonido de pensamiento de esta criatura. No hay tímpano delantero. —Señaló el paño rasgado que rodeaba la herida de la criatura—. Y no veo indicios del tímpano del hombro. Tal vez sea tan listo como una manada, aunque sea un singular… y tal vez los alienígenas no superen ese nivel.
Errabundo sonrió. Escrúpilo era un engreído, pero no muy respetuoso con la tradición. Durante siglos, los académicos habían debatido acerca de la diferencia entre la gente y los animales. Algunos animales tenían el cerebro más grande, algunos tenían zarpas o labios más ágiles que los de un miembro. En las sabanas del este había criaturas que se parecían a la gente y se desplazaban en grupo, pero sin mayor hondura de pensamiento. Al margen de los nidos de lobos y las ballenas, sólo la gente formaba manadas. Eran superiores merced a la coordinación del pensamiento de sus miembros. La teoría de Escrúpilo era herética.
—Pero oímos sonidos, y muy fuertes, durante la emboscada —intervino Jaqueramaphan—. Tal vez éste sea como nuestras crías, incapaz de pensar…
—Y aun así casi tan listo como una manada —concluyó sombríamente Tallamadera—. Si esta gente no es más lista que nosotros, quizá podamos aprender sus recursos. Por muy magníficos que sean, con el tiempo podríamos ser sus iguales. Pero si este miembro no forma parte de una súper manada… —calló un instante y sólo se oyó el sordo murmullo de los pensamientos de sus consejeros—. Si los alienígenas eran súper manadas, y si habían asesinado a su enviado, quizá no pudieran hacer nada para salvarse—. Bien, ante todo debemos salvar a esta criatura, trabar amistad con ella y aprender su verdadera naturaleza.
Bajó las cabezas y pareció sumirse en sus cavilaciones. Tal vez sólo estaba cansada. De pronto, volvió varias cabezas hacia el chambelán.
—Traslada a la criatura al aposento contiguo al mío.
Vendaz la miró sorprendido.
—¡Claro que no, majestad! Hemos visto que es hostil. Y necesita atención médica.
Tallamadera sonrió y habló con voz sedosa. Errabundo recordaba haber oído antes ese tono.
—¿Olvidas que sé cirugía? ¿Olvidas que soy la Tallamadera?
Vendaz se relamió los labios y miró a los otros consejeros.
—No, majestad —dijo al cabo de un segundo—. Se hará como desees.
Errabundo sintió ganas de aplaudir. Al parecer, Tallamadera aún conservaba el poder.
Errabundo estaba sentado lomo contra lomo en la escalinata de sus aposentos cuando Tallamadera fue a verle el día siguiente. La reina fue sola, usando las sencillas casacas verdes que él recordaba de su visita anterior.
No se inclinó ni le salió al encuentro. Ella le miró fríamente un instante, se sentó a poca distancia.
—¿Cómo está Dos-Patas? —preguntó él.
—Extraje la flecha y suturé la herida. Creo que sobrevivirá. Mis consejeros quedaron complacidos: la criatura no actuó como un ser racional. Luchó a pesar de estar amarrada, como si no entendiera el concepto de cirugía. ¿Cómo está tu cabeza?
—Bien, mientras no me mueva. —El resto de él, Triz, yacía detrás de la puerta en el penumbroso interior del aposento—. El tímpano está sanando, creo. Estaré bien dentro de unos días.
—Me alegra. —Un tímpano estropeado podía significar problemas mentales continuos, o la necesidad de hallar un nuevo miembro y el dolor de encontrar una función para el singular a quien se sometía al silencio—. Te recuerdo, peregrino. Todos tus miembros han cambiado, pero sin duda eres el Errabundo que conocí. Contabas grandes historias. Disfruté de tu visita.
—Y yo disfruté de mi encuentro con el gran Tallamadera. Por eso regresé.
Ella ladeó la cabeza.
—El gran Tallamadera de antaño, no la decrépita reina de hoy.
Errabundo se encogió de hombros.
—¿Qué sucedió?
Ella no respondió de inmediato. Por un instante, se quedaron mirando la ciudad. Era una tarde nubosa que presagiaba lluvia. La brisa que soplaba desde el canal quemaba los labios y los ojos con su frescura.
—Conservé mi alma seiscientos años… contando por las zarpas delanteras. Lo que me ha sucedido es obvio.
—La perversión jamás te afectó antes —dijo Errabundo con inusitada franqueza. Algo en ella le hacía reaccionar así.
—Sí, el incestuoso común degenera de este modo en pocos siglos, y se idiotiza mucho antes. Mis métodos fueron mucho más sagaces. Sabía a quién aparear con quién, qué cachorros conservar y cuáles entregar a otros. Así siempre llevaba mis recuerdos en mi propia carne y mi alma permanecía pura. Pero no comprendía lo suficiente, o tal vez intenté lo imposible. Las opciones se volvieron cada vez más difíciles, hasta que al fin debí escoger entre la lucidez y la deformidad física. —Se enjugó la baba y todos, menos el miembro ciego, miraron la ciudad—. Éstos son los mejores días del verano. La vida es un verdor exuberante que procura aprovechar el último calor de la temporada. —Y el verdor se extendía por doquier: hojaplumas en la ladera y la ciudad, helechos en las colinas, brezo en las laderas de las montañas que había allende el canal—. Amo este lugar.
Errabundo nunca había pensado que confortaría al Tallamadera de Tallamaderas.
—Obraste un milagro aquí. No oí hablar de otra cosa en el otro lado del mundo… Y apuesto a que la mitad de las manadas de aquí están emparentadas contigo.
—Sí, he tenido un éxito que supera los sueños más extravagantes. No me han faltado amantes, aunque yo misma no pudiera usar los cachorros. A veces creo que mi progenie ha sido mi mayor experimento. Escrúpilo y Vendaz son en gran medida mi prole… y también Reductor.
Errabundo ignoraba esto último.
—En las últimas décadas, yo me había resignado a mi destino. No podía burlar la eternidad, así que alguna vez liberaría mi alma. Dejaría que el consejo obtuviera cada vez más poder, ¿cómo podía reclamar el dominio cuando ya no era yo? Volví al arte. Has visto esos mosaicos monocromos…
—Sí. Son preciosos.
—Alguna vez te mostraré mi telar de imágenes. El procedimiento es tedioso pero casi automático. Era un bonito proyecto para los últimos días de mi alma. Pero ahora, tú y tu criatura lo han cambiado todo. ¡Maldición! Ojalá esto hubiera sucedido hace cien años. ¡Lo que habría hecho con ello! Hemos estado jugando con tu «caja de imágenes», sabes. Las imágenes son más perfectas que cualquiera de nuestro mundo. Se parecen un poco a mis mosaicos… tal como el sol se parece a una luciérnaga. Millones de puntos de color para formar cada figura, con tejas tan pequeñas que no puedes verlas sin la herramienta óptica de Gramil. He trabajado durante años para hacer algunos mosaicos. Tu caja de imágenes puede hacer miles, tan rápidas que parecen moverse. Tu alienígena ha reducido mi vida en algo inferior a un cachorro rascándose en la cuna.
La reina de Tallamaderas sollozaba suavemente, pero hablaba con voz airada.
—¡Y ahora todo el mundo cambiará!, ¡pero demasiado tarde para una ruina como yo!
Casi sin pensarlo, Errabundo envió uno de sus miembros hacia la Tallamadera. Se le acercó más de lo prudente: ocho metros, cinco. La interferencia le deshilachó los pensamientos, pero Errabundo notó que la calmaba.
Ella rió amargamente.
—Gracias… me asombra tu compasión. El mayor problema de mi vida no significa nada para un peregrino.
—Sentías dolor —dijo Errabundo. No se le ocurría otra cosa.
—Pero los peregrinos no cesáis de cambiar… —Un miembro de la reina se acercó a Errabundo. Casi se tocaban y el pensamiento se dificultó aún más.
Errabundo habló despacio, concentrándose en cada palabra, procurando no distraerse.
—Pero conservo parte de mi alma. Las partes que aún constituyen al peregrino deben tener cierta perspectiva. —A veces se obtenía una profunda intuición en medio del bullicio de la batalla o de la intimidad. Ésta era una de esas veces—. Y creo que el mundo mismo debe prepararse para cambiar de alma ahora que Dos-Patas ha caído del cielo. ¿Qué mejor momento para que Tallamadera abandone su vieja alma?
Ella sonrió y la interferencia se volvió más estridente, pero también más agradable.
—Yo… no lo había pensado así. Ahora es tiempo de cambiar…
Errabundo caminó entre los miembros de la reina. Las dos manadas permanecieron quietas un instante, acariciándose, fusionando sus pensamientos en un dulce caos. El último recuerdo claro que tuvieron fue el de bajar la escalinata para entrar en el aposento del peregrino.
Aquella tarde llevó la caja de imágenes al laboratorio de Escrúpilo. Cuando llegó, Escrúpilo y Vendaz ya estaba presentes. Gramil Jaqueramaphan también estaba allí, pero a mayor distancia de la que imponía la cortesía. La reina había interrumpido una riña. Días antes, esa riña la habría deprimido. Ahora arrastró al ciego dentro de la habitación y miró a los demás con los ojos del que babeaba. Hacía años que no se sentía tan bien. Había tomado una decisión y había actuado, y ahora le aguardaban nuevas aventuras. Gramil sonrió al verla.
—¿Has examinado a Errabundo? ¿Cómo se encuentra? —Está bien, bien. —¡Pero no es necesario mostrarles cuánto!—. Se recobrará plenamente.
—Majestad, siento mucha gratitud hacia ti y tus médicos. Wickwracktriz es una buena manada y… bien, ni siquiera un peregrino puede cambiar sus miembros todos los días como si fueran trajes.
Tallamadera aceptó el cumplido con displicencia. Caminó hacia el centro de la habitación y apoyó la caja de imágenes en la mesa. Parecía un gran cojín rosado, con orejas blandas y el dibujo de un animal exótico cosido en la cubierta. Tras jugar con ese objeto un día y medio, la reina era una experta… en abrirlo. Como de costumbre, aparecía el rostro de Dos-Patas, haciendo ruidos con la boca. Como de costumbre, Tallamadera sintió un instante de pasmo al ver el mosaico móvil. Un millón de «mosaicos» coloreados tenían que desplazarse en absoluta sincronía para crear esa ilusión. Sin embargo, cada vez sucedía lo mismo. Giró la pantalla para que Escrúpilo y Vendaz pudieran ver también.
Jaqueramaphan se acercó a los otros y asomó un par de cabezas para mirar.
—¿Aún crees que la caja es un animal? —le dijo a Vendaz—. Tal vez puedas darle golosinas para que nos revele secretos, ¿eh? —Tallamadera sonrió para sus adentros. Gramil no era un peregrino, los peregrinos dependen demasiado de la buena voluntad ajena para andar irritando a los poderosos.
Vendaz aún lo ignoraba. Fijaba todos los ojos en ella.
—Majestad, por favor no te ofendas. Yo… los del consejo… debemos pedírtelo una vez más. Esta caja de imágenes es demasiado importante para que quede en las bocas de una sola manada, incluso una tan importante como tú. Por favor. Encomiéndala al resto de nosotros, al menos mientras duermes.
—No me ofendo. Si insistís, podéis participar en mis investigaciones. Pero no haré más concesiones. —Le miró con aire inocente. Vendaz era un magnífico intrigante, un administrador mediocre y científico incompetente. Un siglo atrás habría enviado a un personaje así a cuidar la cosecha si hubiera optado por quedarse. Un siglo atrás no necesitaba intrigantes y le bastaba con un administrador. Cómo habían cambiado las cosas. Tocó distraídamente la caja de imágenes con el hocico. Quizá las cosas cambiaran de nuevo. Escrúpilo tomó la pregunta de Gramil en serio. —Veo tres posibilidades. Primero, que sea mágica. —Vendaz hizo una mueca de desagrado—. En verdad, la caja supera nuestra comprensión en tal medida que, de hecho, es mágica. Pero la Tallamadera jamás ha aceptado esa herejía, así que tendré la cortesía de omitirla —miró con sorna a Tallamadera—. Segundo, que sea un animal. Algunos integrantes del consejo lo creyeron así cuando Gramil le hizo hablar por primera vez. Pero parece un cojín relleno, e incluso tiene esa graciosa figura cosida en el costado. Ante todo, responde a los estímulos repitiéndose a la perfección. Eso es algo que reconozco y es la conducta de una máquina.
—¿Cuál es la tercera posibilidad? —dijo Gramil—. Ser una máquina significa tener piezas móviles, y salvo por…
Tallamadera encogió una cola. Escrúpilo podía continuar así durante horas y veía que Gramil era igualmente charlatán. —Mi propuesta es que aprendamos más antes de especular. Tocó la esquina de la caja, tal como había hecho Gramil en su demostración original. El rostro alienígena se desvaneció y fue reemplazado por un vertiginoso diseño cromático. Hubo algunos sonidos, luego el zumbido tenue que la caja emitía cuando la tapa estaba abierta. Sabían que la caja podía oír sonidos graves y que podía sentir a través de la almohadilla cuadrangular de la base. Pero esa almohadilla era también una especie de pantalla de imágenes: ciertos mandos alteraban la forma de las teclas. La primera vez que lo hicieron, la caja se negó a aceptar más órdenes. Vendaz estaba seguro de que habían «matado al pequeño alienígena», pero cerraron la caja, la abrieron de nuevo y retomó su conducta original. Tallamadera estaba casi segura de que no podían lastimar esa cosa tocándola ni hablándole.
Tallamadera volvió a probar con las señales conocidas en el orden habitual. Los resultados fueron espectaculares e idénticos a los anteriores. Pero si cambiaba el orden, los efectos eran distintos. No sabía si no estaba de acuerdo con Escrúpilo: la caja presentaba la conducta reiterativa de una máquina, pero con una variedad de reacciones que evocaba un animal.
Aún tiritaba al recordarlo. Pero no tenía pesadillas, como cuando Mamá y papá habían muerto; los había visto morir con sus propios ojos. ¿Y Jefri? Quizá Jefri viviera aún. A veces Johanna rebosaba de esperanza. Había visto las cajas de hibernación ardiendo en el suelo, al pie de la nave, pero los que estaban dentro podían haber sobrevivido. Luego recordaba la saña con que los atacantes habían quemado y herido, matando todo lo que rodeaba la nave.
Era una prisionera. Pero por ahora los asesinos querían cuidarla.
Los guardias no estaban armados, salvo por los dientes y las púas.
Se mantenían lejos de ella en lo posible. Sabían que ella podía herirles.
La alojaban en una gran cabaña oscura. Cuando estaba a solas, caminaba de aquí para allá. Esas criaturas caninas eran bárbaras. La cirugía sin anestesia tal vez ni siquiera estaba pensada como tortura. Ella no había visto ninguna aeronave, ningún artefacto eléctrico. El excusado era una ranura tallada en una losa de mármol. El agujero era tan hondo que apenas se oía el ruido de la caída en el fondo. Pero aun así apestaba. Estas criaturas estaban tan atrasadas como la gente de las edades más oscuras de Nyjora. Nunca habían tenido tecnología o la habían olvidado. Johanna casi sonrió. A mamá le gustaban las novelas sobre naufragios y heroínas abandonadas en colonias perdidas. La clave era reinventar la tecnología y reparar la nave espacial. Mamá era —había sido— una erudita en historia de las ciencias y amaba los detalles de esas historias.
Bien, ahora Johanna vivía una de esas historias, aunque con diferencias importantes. Quería el rescate, pero también la venganza. Esas criaturas no eran humanas. No recordaba haber leído nada sobre seres semejantes. Hubiera buscado en el dataset, pero se lo habían quitado. Ja. Que jugaran con él. Pronto se toparían con sus trampas cazabobos y tendrían que desistir.
Al principio sólo tuvo mantas para abrigarse. Luego le dieron ropas del mismo corte que su mono, pero hechas de tela acolchada. Eran cálidas y resistentes, con costuras más prolijas de las que esperaba en gente que no tenía máquinas. Ahora podía salir a caminar. El jardín de la cabaña era lo mejor de ese lugar. Tenía cien metros cuadrados, y seguía el declive de una ladera. Había muchas flores, y árboles con hojas largas y plumosas. Veredas de piedra zigzagueaban en un césped musgoso. Era un lugar apacible, parecido al jardín que tenían en Straum.
Había murallas, pero desde la parte alta del jardín podía ver por encima de ellas. Las paredes formaban ángulos y en ciertos lugares podía ver el otro lado. Las angostas ventanas parecían salidas de sus lecciones de historia y permitían disparar flechas o balas sin exponerse al fuego enemigo.
Cuando salía el sol, Johanna se sentaba donde el olor de las hojas plumosas era más fuerte y miraba la bahía por encima de las murallas. Aún no estaba segura de lo que veía. Había un puerto: el bosque de mástiles le recordaba los embarcaderos de Straum. La ciudad tenía calles anchas, pero zigzagueaban sin cesar y los edificios parecían crecer al sesgo. En algunos sitios había laberintos de piedra de techo abierto; desde aquí ella podía ver la configuración. Y había otra muralla extensa que se prolongaba hasta el horizonte. Más allá, las colinas estaban coronadas de piedras grises y franjas de nieve.
Veía a las criaturas caninas trajinando por la ciudad. Individualmente se podían confundir con perros (perros con cuello de culebra y cabeza de rata). Pero desde lejos se veía su verdadera naturaleza. Siempre se desplazaban en grupos pequeños, nunca más de seis. Dentro de la manada se tocaban y cooperaban con gracia e inteligencia. Pero un grupo nunca se aproximaba a otro más de diez metros. Desde la lejanía, los integrantes de una manada parecían fusionarse. Era como ver una bestia de extremidades múltiples avanzando con cautela, procurando no acercarse demasiado a un monstruo similar. La conclusión era ineludible: una manada, una mente. Mentes tan malignas que no soportaban la mutua cercanía.
Era la quinta vez que estaba en el jardín y sentía una especie de euforia. Las flores habían impregnado el aire de semillas plumosas. La luz del sol centelleaba en las semillas, que flotaban por millares en la brisa, como grumos en un jarabe invisible. Se imaginó lo que Jefri haría aquí: primero fingir la seriedad de un adulto, luego mover los pies y al fin correr ladera abajo, tratando de capturar esos penachos volantes. Riendo y riendo…
—Uno, dos, ¿cómo te va? —dijo una voz de niño a sus espaldas.
Johanna brincó tan bruscamente que casi se rompió los puntos. Había una manada detrás. Era la criatura que le había extraído la flecha. Un grupo sarnoso. Los cinco estaban agazapados, dispuestos a escapar. Parecían tan sorprendidos como Johanna.
—Uno, dos, ¿cómo te va? —repitió la voz, igual que antes. Parecía una grabación, sólo que uno de los animales sintetizaba el sonido con esas franjas de piel zumbona que tenía en los hombros, las ancas y la cabeza. Esa conducta de cotorra no era nueva para Johanna. Pero esta vez las palabras no parecían adecuadas. La voz no era de ella, aunque ella había oído esa entonación. Se apoyó las manos en las caderas y miró a la manada. Dos de los animales la miraron pero los otros parecían estar admirando el paisaje. Uno se lamía la pata nerviosamente.
Los dos de atrás traían su dataset. Johanna comprendió de dónde habían sacado esa pregunta rítmica, y supo qué respuesta esperaban.
—Yo estoy bien, ¿cómo estás tú? —respondió.
La manada ensanchó los ojos, casi cómicamente.
—¡Yo estoy bien y así estamos todos! —dijo, completando el juego y luego lanzó un borbotón de cloqueos. Alguien replicó colina abajo. Otra manada acechaba en los arbustos. Johanna sabía que, si se quedaba cerca de ésta, la otra no se aproximaría.
Conque los púas (los llamaba así por esas púas o zarpas que tenían en las patas delanteras, nunca se olvidaría de ellas) habían jugado con el Elefante Rosa y las trampas no les habían detenido. Se las habían arreglado aún mejor que Jefri. Era evidente que habían entrado en los programas idiomáticos infantiles. Tendría que haber pensado en ello. Cuando el dataset percibía muchas respuestas tontas, adaptaba su conducta, primero a los niños pequeños y, si eso no daba resultado, a jóvenes que no hablaban samnorsk. Con un poco de colaboración de Johanna, podrían aprender su idioma. ¿Le convenía?
La manada se acercó un poco y dos de sus miembros la observaban sin cesar. Parecían más prudentes que antes. El más próximo se recostó sobre el vientre y alzó la cabeza para mirarla. Muy simpático e indefenso, si no veías las zarpas.
—Mi nombre es… —un torrente de cloqueos con un zumbido que perforaba la cabeza—, ¿cuál es tu nombre?
Johanna sabía que todo formaba parte de las instrucciones del programa idiomático. Era imposible que la criatura entendiera palabra por palabra lo que decía. La combinación «mi nombre, tu nombre» se repetía una y otra vez entre los niños del programa. Hasta un vegetal terminaba por entenderlo. Aun así, la pronunciación de Púas era tan perfecta…
—Ni nombre es Johanna —dijo.
—Zjohana —dijo Púas con voz de Johanna, separando mal las sílabas.
—Johanna —corrigió Johanna. Ni siquiera intentó pronunciar el nombre de Púas.
—¡Hola, Johanna! Juguemos al juego de los nombres! —eso también estaba en el programa, incluido ese tonto entusiasmo. Johanna se sentó. Por cierto, aprender samnorsk daría a los púas poder sobre ella… pero era el único modo de conocerles, el único modo de tener noticias de Jefri. ¿Y si también habían asesinado a Jefri? Pues bien, entonces aprendería a lastimarlos tanto como merecían.
En Tallamaderas y, pocos días más tarde, en la Isla Oculta de Reductor, el largo día del verano ártico terminó. Al principio hubo un tenue crepúsculo hacia medianoche, durante el cual incluso la colina más alta permanecía en la sombra. Luego las horas de oscuridad avanzaron deprisa. El día combatía con la noche y la noche vencía. El brezal de los valles bajos se tiñó con los colores del otoño. Mirar un fiordo a la luz del día era ver un rojo anaranjado en las colinas bajas, luego el verdor del brezo fusionándose gradualmente con los grises del liquen y los grises más oscuros de la roca desnuda. La nieve aguardaba su momento, que llegaría pronto.
En cada ocaso, cada día unos minutos antes, Tyrathect recorría las almenas de la muralla externa de Reductor. Era una caminata de cinco kilómetros. Los niveles inferiores estaban custodiados por manadas lineales, pero hasta aquí sólo había algunos vigías. Cuando ella se aproximaba, se apartaban con precisión militar. Más que precisión militar, había temor en sus miradas. Era difícil habituarse a eso. Hasta donde llegaban sus recuerdos más nítidos, veinte años, Tyrathect había vivido temiendo a los demás, con vergüenza y culpa, en busca de alguien a quien seguir. Ahora todo se había trastocado. No era una mejora. Ahora conocía por dentro el mal al cual se había entregado. Sabía por qué los centinelas la temían. Para ellos, ella era Reductor.
Por cierto, jamás reveló estos pensamientos. Su vida sólo era segura mientras su farsa tuviera éxito. Tyrathect se había esforzado para reprimir la timidez de sus afectaciones naturales. Desde que había llegado a Isla Oculta, nunca había recaído en el viejo hábito de bajar las cabezas y cerrar los ojos.
En cambio, tenía la mirada enérgica de Reductor, y la usaba. Su paso por las murallas era tan severo y ominoso como había sido el de Reductor. Contemplaba sus dominios con la misma altivez de antes, las cabezas al frente, como si vislumbrara visiones que superaban la mente limitada de sus discípulos. Nunca debían adivinar el verdadero motivo de estos paseos crepusculares. Por un tiempo, los días y noches se parecieron a los de la República. Imaginaba que estaba de vuelta allá, antes del Movimiento y la matanza del Cuenco Parlamentario, antes de que le cortaran las gargantas y unieran trozos de Reductor a los muñones de su alma.
En los áureos y rojizos campos que se extendían más allá de las murallas de piedra, veía jornaleros cuidando parcelas y rebaños. Reductor dominaba tierras que se extendían más allá del horizonte, pero nunca había importado alimentos. El grano y la carne que llenaban los depósitos se producían a dos días de marcha del estrecho. El propósito estratégico era evidente, pero proporcionaba una apacible vista nocturna y le evocaba recuerdos de su hogar y su escuela.
El sol se deslizó hacia las montañas y largas sombras barrieron los campos de labranza. El castillo de Reductor era una isla en un mar de sombras. Tyrathect olió el frío. Esa noche habría escarcha. Mañana los campos estarían cubiertos por una falsa nieve que duraría una hora después del amanecer. Se ciñó las largas casacas y caminó hacia el puesto oriental. Allende el estrecho, una colina aún brillaba al sol. La nave alienígena había aterrizado allí. Y aún estaba allí, aunque ahora cercada por madera y piedra. El señor Acero había comenzado a construir allí después del aterrizaje. Las canteras del extremo norte de Isla Oculta estaban más atareadas que nunca. Las barcazas que trasladaban piedra a tierra firme, surcaban continuamente el estrecho. Ahora que la luz no duraba todo el día, la construcción de Acero continuaba sin interrupciones. Sus introllamadas y sus inspecciones eran más rigurosas que las de Reductor. El señor Acero era un desalmado; peor aún, un manipulador. Pero desde el descenso de la nave, Tyrathect había notado algo más: el señor Acero sentía miedo. Y con buenas razones. Y aunque las gentes que él temía quizá terminaran por matarles a todos, en lo más recóndito de su alma Tyrathect les deseaba buena suerte. Acero y sus reductoristas habían atacado a la gente de las estrellas de improviso, más por codicia que por miedo. Habían matado a muchos seres. En cierto modo, esos asesinatos eran una ruindad mayor que los sufrimientos que el Movimiento le había infligido a ella. Tyrathect había seguido al Reductor por propia voluntad. Sus amigos la habían prevenido sobre el Movimiento. Se contaban historias siniestras sobre el Reductor y no todas eran propaganda del gobierno. Pero ella ansiaba seguirle, entregarse a algo más grande… La habían usado, literalmente, como una herramienta. Pero ella pudo haberlo evitado. La gente de las estrellas no había tenido esa opción. Acero la había liquidado sin piedad.
Así que ahora Acero trajinaba impulsado por el miedo. En los tres primeros días había cubierto la nave volante con una techumbre; de pronto, una granja había aparecido en la colina. En poco tiempo la nave quedaría oculta tras las paredes de piedra. Al fin, la nueva fortaleza quizá fuera más extensa que el castillo de isla Oculta. Acero sabía que su maldad, si no le destruía, le convertiría en la manada más poderosa del mundo.
Y por eso Tyrathect se quedaba y continuaba con su farsa. No podía seguir para siempre. Tarde o temprano los demás fragmentos llegarían a Isla Oculta; Tyrathect sería destruida y todo Reductor viviría de nuevo. Tal vez ella ni siquiera sobreviviera tanto tiempo. Dos de los miembros de Tyrathect eran de Reductor. El Maestro había calculado mal al pensar que podrían dominar a los otros tres. En cambio, la conciencia de los tres había llegado a poseer la brillantez de los otros dos. Ella recordaba casi todo lo que el gran Reductor había conocido, todos los ardides y las traiciones. Esos dos le habían infundido una intensidad que antes desconocía. Tyrathect rió para sus adentros. En cierto sentido, había obtenido lo que ingenuamente había buscado en el Movimiento y el gran Reductor había cometido precisamente el error que en su arrogancia consideraba imposible. Mientras pudiera controlar a esos dos, Tyrathect tenía una oportunidad.
Cuando estaba despierta del todo, no había mayor problema; aún se sentía «ella», aún recordaba su vida en la República con mayor claridad que la vida de Reductor. En cambio, cuando dormía, tenía pesadillas. Los recuerdos del dolor infligido a otros de pronto le agradaban. El sexo en sueños debía calmar, pero para ella era una batalla. Despertaba magullada y lastimada, como si hubiera luchado contra un violador. Si esos dos lograban liberarse, si ella despertaba siendo un «él»… bastarían un par de segundos para que ellos denunciaran la farsa, y en poco tiempo matarían a los tres y unirían a los miembros de Reductor con una manada más manejable.
Aun así se quedaba. Acero se proponía usar a los alienígenas y su nave para propagar la pesadilla de Reductor por todo el mundo pero el plan de Reductor era precario y estaba erizado de riesgos. Si había algo que ella pudiera hacer para destruir ese plan y el movimiento reductorista, lo haría.
En el otro lado del castillo, sólo la torre occidental relumbraba a la luz del sol. No asomaban rostros por las ventanas, aunque había ojos que miraban hacia fuera: Acero observaba las murallas donde estaba el fragmento de Reductor… el Reductor-en-Ciernes, como había decidido llamarse. Todos los comandantes aceptaban al fragmento. De hecho, lo trataban con la misma reverencia con que habían tratado al Reductor pleno. En cierto sentido, Reductor los había gestado, así que era natural que se sintieran abrumados por la presencia del Maestro. Incluso Acero se sentía abrumado. Al modelarle, Reductor había obligado al Acero naciente a tratar de matarle; en cada ocasión había frustrado el intento y había torturado a los miembros más débiles de Acero. El señor Acero conocía la existencia de ese condicionamiento y ello le ayudaba a combatirlo. En todo caso, pensaba, el fragmento de Reductor corría mayor peligro por esa causa: en su intento de combatir el miedo, Acero podía calcular mal y actuar con mayor violencia de la adecuada.
Tarde o temprano, Acero tendría que decidirse. Si no le mataba antes de que los demás fragmentos llegaran a Isla Oculta, todo Reductor regresaría. Si dos miembros podían dominar el régimen de Acero, seis lo borrarían por completo. ¿Quería la muerte del Maestro? En tal caso, ¿existía un modo seguro de conseguirlo? Acero estudiaba el asunto mientras observaba a la manada de casacas negras.
Acero estaba habituado a apostar fuerte. Había nacido haciendo apuestas altas. El miedo, la muerte y el triunfo constituían su vida. Pero las apuestas nunca habían sido tan fuertes como ahora. Reductor había estado a punto de subvertir la mayor nación del continente y había soñado con dominar el mundo. El señor Acero miró la colina que se erguía allende el estrecho, el nuevo castillo que estaba construyendo. En la partida que se jugaba ahora, la conquista del mundo sería la fácil consecuencia de la victoria; y la destrucción del mundo una probable consecuencia del fracaso.
Acero había visitado la nave volante poco después de la emboscada. El suelo aún humeaba. Parecía cada vez más caliente. Los labriegos de tierra firme hablaban de demonios que habían despertado; los consejeros de Acero decían las mismas patrañas. Los casacas blancas necesitaban botas acolchadas para acercarse. Acero había ignorado el vapor, se había puesto las botas y había caminado bajo el casco curvo. La parte inferior se parecía al casco de una embarcación, al margen de los soportes. Cerca del centro había una proyección que parecía un pezón y debajo el suelo burbujeaba con roca derretida. Los ataúdes incendiados estaban ladera arriba. Habían sacado varios cadáveres para diseccionarlos. Al principio, sus asesores habían presentado un sinfín de teorías antojadizas; esas gentes con forma de mantis eran guerreros que huían de una batalla y habían ido a sepultar a sus muertos.
Hasta entonces nadie había podido examinar el interior de la nave.
La gris escalera estaba hecha de un material fuerte como el acero, aunque ligero como una pluma. Pero era reconocible como escalera, aunque los peldaños fueran altos para un miembro común. Acero subió la escalera, dejando a Shreck y sus demás asesores afuera.
Asomó una cabeza por la escotilla y retrocedió alarmado. La acústica era mortal. Comprendió de qué se quejaban los casacas blancas. ¿Cómo podían soportarla los alienígenas? Uno por uno obligó a sus miembros a entrar por la abertura.
Los ecos lanzaban alaridos más estridentes que el cuarzo al desnudo. Se tranquilizó, como hacía a menudo en presencia del Maestro. Los ecos disminuyeron, pero aún eran una horda rugiente. Ni siquiera sus mejores casacas blancas aguantarían allí más de cinco minutos. Al pensar en ello, Acero se armó de coraje. Disciplina. Serenidad no siempre significa sumisión; a veces significa cacería. Miró en torno, ignorando los murmullos aullantes.
Unas franjas azuladas del cielo raso irradiaban luz. Mientras se le acostumbraban los ojos, vio lo que su gente había descrito: el interior consistía sólo en dos aposentos. Se encontraba en el más amplio… ¿un compartimento de carga? En una pared había una escotilla que conducía al segundo aposento. Las paredes eran totalmente lisas. Confluían en ángulos que no coincidían con los del casco externo: tenía que haber espacios huecos. Una brisa recorría la sala pero el aire era mucho más cálido que en el exterior. Nunca había estado en un lugar que evocara tanto el poder y el mal. Sin duda era sólo un truco de la acústica. Debían traer mantas absorbentes, reflectores laterales, y esa sensación se disiparía. Aun así…
La estancia estaba llena de ataúdes, pero éstos no estaban quemados. El lugar apestaba al olor del cuerpo de esas criaturas. Había moho en los rincones más oscuros. En cierto modo eso era alentador. Los alienígenas respiraban y sudaban como otras criaturas vivientes y, a pesar de sus maravillosos inventos, no podían mantener limpio su cubil. Acero caminó entre los ataúdes. Las cajas estaban montadas sobre raíles. La sala debía de estar atestada cuando también se encontraban allí los ataúdes que ahora estaban afuera. Los ataúdes intactos eran un prodigio artesanal. Salía aire caliente por ranuras de los costados. Acero olisqueó: complejo, nauseabundo, pero no el olor de la muerte. Y no era el origen de ese aplastante hedor a sudor de mantis que flotaba por doquier.
Cada ataúd tenía una ventana en el lado superior. ¡Cuánto esfuerzo para honrar los restos de sus singulares! Acero trepó a uno y miró hacia abajo. El cadáver estaba perfectamente preservado; la luz azul hacía que todo pareciera congelado. Ladeó una segunda cabeza sobre el borde de la caja, obtuvo una doble visión de la criatura que yacía en su interior. Era mucho más pequeña que los dos que habían matado bajo la nave. Era aún más pequeña que la que habían capturado. Algunos consejeros de Acero pensaban que los pequeños eran cachorros, quizá sin destetar. Tenía sentido; el prisionero nunca emitía sonidos de pensamiento.
En parte como un acto de disciplina, miró largo rato la extraña cara chata del alienígena. El eco de su mente era un dolor continuo que le consumía la atención, exigiéndole que se marchara. Que el dolor continúe. Había soportado dolores más fuertes y las manadas de afuera debía saber que Acero era más fuerte que ellas. Podía dominar el dolor y ahondar su visión. Y luego les obligaría a deslomarse, a cubrir esas salas con mantas para estudiar el contenido.
Acero escrutó ese rostro, casi sin poder pensar. El aullido de las paredes se desvaneció levemente. Era un rostro horrible. Había mirado los cadáveres carbonizados de afuera, había visto sus mandíbulas pequeñas y sus dientes deformes. ¿Cómo comían esas criaturas? Había visto las disecciones.
Al pasar los minutos, el ruido y la fealdad se mezclaron como en un sueño. Y luego, en su trance, Acero conoció un horror de pesadilla: el rostro se movía. El cambio era pequeño; muy, muy lento. Pero, al cabo de unos minutos, el rostro había cambiado.
Acero se cayó del ataúd y le respondió un eco ensordecedor. Por unos segundos pensó que el ruido le mataría. Luego recobró la compostura. Regresó a la caja. Miró con todos sus ojos a través del cristal, aguardando como una manada en una cacería. El cambio era regular. El alienígena encerrado en la caja respiraba, aunque cincuenta veces más despacio que un miembro normal. Fue a otra caja, observó a la criatura que había en ella. Todas estaban vivas. Dentro de esas cajas, sus vidas transcurrían más despacio.
Apartó la vista de las cajas, aturdido. Ese lugar apestaba a maldad: era una ilusión del sonido, sí… pero también la absoluta verdad. El alienígena mantis había aterrizado lejos de los trópicos, lejos de los colectivos; tal vez pensaba que el noroeste ártico era un páramo retrasado. Había llegado en una nave atestada con cientos de cachorros mantis. Estas cajas eran como vainas larvales: la manada aterrizaría, criaría a los pequeños, lejos de la vista de la civilización. Acero sintió que el pelaje se le erizaba. Si no hubieran sorprendido a la manada de mantis, si las tropas de Acero hubieran sido menos agresivas, habría sido el fin del mundo.
Acero caminó tambaleándose hacia la escotilla externa y sus temores rebotaban en las paredes con creciente estridencia. Se detuvo un instante en las sombras, entre los ecos. Cuando sus miembros bajaron la escalera, se movía con calma, con cada casaca bien ceñida. Pronto sus asesores conocerían el peligro, pero jamás verían su temor. Caminó con aplomo por el suelo humeante, alejándose del casco. Pero ni siquiera entonces pudo contener una rápida mirada al cielo. Ésta era una nave, una manada de alienígenas. Había tenido la desgracia de toparse con el Movimiento. Su derrota había sido parcialmente afortunada. ¿Cuántas otras naves aterrizarían, o ya habían aterrizado? ¿Tendría tiempo para aprender de su victoria?
La mente de Acero regresó al presente, a su puesto en las alturas del castillo. Ese primer encuentro con la nave había ocurrido muchos decadías atrás. Aún había una amenaza, pero ahora la comprendía mejor y, como ocurría con todas las amenazas, estaba preñada de promesas.
En la muralla, Reductor-en-Ciernes se paseaba en el crepúsculo. Los ojos de Acero siguieron a la manada que caminaba bajo las antorchas y desaparecía, miembro por miembro, escaleras abajo. El Maestro estaba muy presente en ese fragmento, había comprendido muchas cosas sobre el aterrizaje de los alienígenas antes que cualquier otro.
Acero echó una última ojeada a las colinas mientras se volvía para bajar por la escalera de caracol. Era un pasaje largo y angosto; el puesto de observación se erguía sobre una torre de quince metros. La escalera tenía apenas cuarenta centímetros de anchura, y el cielo raso se elevaba a menos de treinta pulgadas sobre los escalones. La fría piedra le rodeaba por doquier, tan estrecha que no emitía ecos que confundieran el pensamiento, pero tan sofocante que la mente se sentía apretujada. El ascenso exigía una postura sinuosa y extendida que hacía a cualquier atacante fácil presa de un defensor del puesto de observación. Así era la arquitectura militar. Para Acero, recorrer esa angosta oscuridad era un grato ejercicio.
La escalera bajaba a un pasaje público de tres metros de anchura con recovecos cada quince metros. Shreck y una hilera de guardias le esperaban.
—Tengo las últimas noticias de Tallamaderas —dijo Shreck. Sostenía unas hojas de papel-seda.
Había sido desalentador que la otra criatura alienígena lograra huir a Tallamaderas pero, poco a poco, Acero había comprendido que podía tener sus ventajas. Tenía espías en Tallamaderas. Al principio se proponía mandar matar a la criatura, lo cual habría sido fácil pero la información que llegaba al norte era interesante. Había gente brillante en Tallamaderas. Estaban obteniendo datos que Acero y el Maestro, el fragmento del Maestro, habían pasado por alto. En la práctica, Tallamaderas se había convertido en el segundo laboratorio de Acero, y los enemigos del Movimiento le servían como una herramienta más. La ironía tenía una gracia irresistible.
—Muy bien, Shreck. Llévalo a mi cubil. Iré enseguida. —Acero apartó al casacas blancas con un gesto y siguió su camino. Leer el informe mientras bebía un brandy sería una grata recompensa por el trajín del día. En el ínterin, le aguardaban otros deberes y otros placeres.
El Maestro había comenzado a construir el Castillo de Isla Oculta más de un siglo atrás y todavía seguía creciendo. En los cimientos más viejos, donde un gobernante cualquiera habría puesto las mazmorras, se hallaban los primeros laboratorios del Reductor. Muchos se podían confundir con mazmorras y así lo veían sus moradores.
Acero inspeccionaba todos los laboratorios al menos una vez por decadía. Ahora recorría los niveles inferiores. Los insectos huían ante la luz de las antorchas de sus guardias. Había olor a carne podrida. Las patas de Acero resbalaron sobre una superficie viscosa. Había agujeros a intervalos regulares en el piso. Cada cual podía albergar a un miembro singular, las patas apretadas contra el cuerpo. Cada cual tenía una tapa con orificios diminutos para que entrara el aire. Un miembro común tardaba tres días en enloquecer en ese aislamiento. La «materia prima» resultante se podía utilizar para construir manadas en blanco. En general eran meros vegetales, pero eso era lo único que el Movimiento pedía a algunos. Y a veces surgían cosas notables de esas fosas: Shreck, por ejemplo. Shreck el incoloro, le llamaban algunos. Shreck el estólido. Una manada que desconocía el dolor y el deseo. Shreck tenía una lealtad mecánica, pero labrada en carne y hueso. No era un genio, pero Acero habría dado una provincia oriental por tener cinco más como él. Y la promesa de nuevos éxitos instaba a Acero a usar las fosas de aislamiento cada vez más. De ese modo había reciclado a casi todos los heridos de la emboscada.
Descendió a los niveles más bajos, donde se realizaban los experimentos de mayor interés. El mundo profesaba un fascinado horror por Isla Oculta. Todos habían oído hablar de esos niveles inferiores, aunque pocos comprendían que esos espacios oscuros desempeñaban un papel ínfimo en la ciencia del Movimiento. Para diseccionar apropiadamente un alma, se necesitaba algo más que bancos con desagües para la sangre. Los resultados de los niveles inferiores eran los primeros pasos en la búsqueda intelectual de Reductor. Había grandes interrogantes en el mundo, cosas que habían intrigado a las manadas durante milenios: ¿cómo pensamos?, ¿por qué creemos?, ¿por qué una manada es un genio y otra es un patán? Antes de Reductor, los filósofos debatían hasta la saciedad sin acercarse a la verdad. El mismo Tallamadera había llegado a esos interrogantes, pero sin animarse a renunciar a la ética tradicional. Reductor estaba dispuesto a obtener las respuestas. En esos laboratorios, sometía a la naturaleza misma a un interrogatorio Acero atravesó una cámara de cien metros de anchura, con un techo sostenido por docenas de columnas de piedra. En cada flanco había tabiques oscuros, murallas de pizarra montadas en ruedecillas. La caverna podía adoptar cualquier configuración, como un laberinto. Reductor había experimentado con todas las posturas del pensamiento. En los siglos que le precedían, sólo habían existido algunas posturas efectivas: la instintiva posición de las cabezas unidas, el centinela circular, diversas posturas laborales. Reductor había probado muchas más: estrellas, anillos dobles, cuadrículas. La mayoría eran inútiles y desconcertantes. En la estrella, sólo un miembro podía oír a los demás y éstos sólo podían oírle a él. Todo pensamiento debía pasar por el miembro-eje. El eje no aportaba nada racional, pero todos sus errores se transmitían al resto sin correcciones. El resultado era una idiotez desbordante. Desde luego, ese experimento se comunicó al mundo exterior.
Pero al menos uno de los otros, todavía secreto, funcionaba extrañamente bien. Reductor apostó ocho manadas en torno del piso y en plataformas provisionales, aisladas una de otra por los tabiques de pizarra; y luego puso a miembros de cada manada en contacto con sus pares de otras tres. En cierto sentido, creó una manada de ocho manadas. Acero aún estaba experimentando con eso. Si los conectores eran compatibles (allí residía la dificultad), la criatura resultante era mucho más lista que un centinela circular. En muchos sentidos era menos brillante que una manada única con las cabezas juntas, pero a veces tenía intuiciones sorprendentes. Antes de partir para Lagos Largos, el Maestro había trazado un plan para reconstruir la sala principal del castillo de tal modo que las sesiones del consejo pudieran celebrarse en aquella postura. Acero no había continuado con esa idea, porque podía ser peligrosa. Acero no dominaba a los demás con tanta firmeza como Reductor.
Había proyectos de mayor envergadura. Esas salas eran el verdadero núcleo del Movimiento. El alma de Acero había nacido en ellas; Reductor había logrado allí sus mayores creaciones. En los últimos cinco años, Acero había continuado la tradición y la había perfeccionado.
Recorrió el pasillo que comunicaba las diversas estancias. Cada cual ostentaba su número en una incrustación de oro. En cada una abrió una parte y avanzó unos pasos. Su personal dejaba allí su informe sobre el decadía anterior. Acero leyó cada informe y asomó el hocico por el balcón para mirar el experimento. Los balcones estaban acolchados y protegidos, era fácil observar sin ser visto.
La única debilidad de Reductor (a juicio de Acero), era su deseo de crear un ser superior. La confianza del Maestro era tan inmensa que creía que cualquier éxito en ese sentido podría aplicarse a su propia alma. Acero no abrigaba tales ilusiones. Era una creencia común que las creaciones superaban a sus creadores: discípulos, hijos de la fusión, adopciones, lo que fuera. Acero era un perfecto ejemplo de ello, aunque el Maestro aún lo ignorara.
Acero había resuelto crear seres que fueran superiores en un solo aspecto, pero fiables y maleables en otros. En ausencia del Maestro había iniciado varios experimentos. Acero trabajaba desde cero, identificando líneas de herencia independientes de la pertenencia a una manada. Sus agentes compraban o robaban cachorros que tuvieran potencial. Al contrario de Reductor, que habitualmente unía cachorros a manadas existentes a imitación de la naturaleza, Acero creaba manadas totalmente nuevas. Sus manadas de cachorros no tenían recuerdos ni fragmentos de alma; Acero ejercía un control total desde el comienzo.
Desde luego, la mayoría de esos engendros morían pronto. Era preciso separar los cachorros de sus nodrizas antes de que comenzaran a participar en la conciencia de los adultos. La manada resultante aprendía a hablar y escribir desde cero. Todo lo que aprendían se controlaba.
Acero se detuvo ante la puerta número treinta y tres: el Experimento Amdiranifani, Excelencia Matemática. No era el único experimento en esta dirección, pero era sin duda el más logrado. Los agentes de Acero habían investigado el Movimiento buscando manadas que tuvieran capacidad para la abstracción. Habían ido más lejos: el matemático más famoso del mundo vivía en la República de Lagos Largos. La manada se estaba preparando para la fusión; tuvo vanos cachorros con un amante que era un matemático muy dotado. Acero hizo secuestrar los cachorros. Congeniaban tan bien con sus otras adquisiciones que decidió crear un octeto. Si las cosas funcionaban, alcanzaría una inteligencia superior a cualquier criatura natural.
Acero indicó al guardia que tapara las antorchas. Abrió la puerta treinta y tres y uno de sus miembros caminó sigilosamente hasta el borde del balcón. Miró hacia abajo, silenciando el tímpano frontal de ese miembro. La luz era borrosa, pero pudo ver a los cachorros apiñados con su nuevo amigo. El mantis. Un regalo inesperado, la recompensa que obtiene el investigador que no ceja en sus esfuerzos. Había tenido dos problemas. El primero ya databa de un año atrás: Amdiranifani se estaba desvaneciendo y sus miembros caían en el autismo habitual de las manadas totalmente neonatas El segundo era el alienígena capturado; representaba una gran amenaza, un gran misterio, una gran oportunidad. ¿Cómo comunicarse con él? Sin comunicación, las posibilidades de manipulación eran muy limitadas.
Pero por una feliz casualidad, un Servidor incompetente había mostrado el modo de solucionar ambos problemas. Ahora que los ojos se le habituaban a la penumbra, Acero vio al alienígena bajo la pila de cachorros. Al enterarse de que habían encerrado a la criatura con un experimento, Acero montó en cólera y ordenó reciclar al Servidor que había cometido el error. Pero pasaron los días, el Experimento Amdiranifani comenzó a revelar más vivacidad que nunca desde que habían destetado a los cachorros. Pronto resultó evidente (al diseccionar a los demás alienígenas, y al observar a éste) que las criaturas mantis no vivían en manadas. Acero tenía un alienígena completo.
El alienígena se movió en sueños y emitió un sonido agudo. Era totalmente incapaz de emitir otros sonidos. Los cachorros se movieron para adecuarse a la nueva posición. También dormían, pensando borrosamente. La gama baja de los sonidos era una imitación perfecta del alienígena. Ese era el mayor éxito. El experimento Amdiranifani estaba aprendiendo el idioma del alienígena. Para la manada de neonatos se trataba simplemente de una charla intermanada y, al parecer, su amigo mantis era más interesante que los tutores que habían tenido en estos balcones. El fragmento de Reductor sostenía que era el contacto físico, que los cachorros estaban reaccionando ante el alienígena como un padre subrogante aunque la criatura no pudiera pensar.
No importaba. Acero acercó otra cabeza al borde del balcón. Guardó silencio, acalló todo pensamiento entre sus miembros. El aire olía a sudor de cachorros y mantis. Estos dos constituían el mayor tesoro del Movimiento, la clave de la supervivencia y algo más. Acero ya sabía que la nave volante no formaba parte de una flota invasora. Los visitantes eran sólo fugitivos mal preparados. No había noticias sobre nuevos aterrizajes y el Movimiento tenía espías por doquier.
La victoria sobre esas criaturas no había sido fácil. Una sola arma había liquidado un regimiento. En las fauces indicadas, esas armas podían derrotar ejércitos, sin duda la nave debía contener más máquinas de matar igualmente poderosas, máquinas que aún funcionaran. Aguarda y observa, se dijo Acero. Que Amdiranifani nos muestre las palancas que nos permitirán controlar a la criatura. El premio sería el mundo entero.
A veces mamá decía que algo era «más divertido que un tonel lleno de cachorros». Jefri Olsndot nunca había tenido más de un animalito por vez, y sólo una vez había tenido un perro, pero ahora entendía la frase. Desde el primer día, a pesar de su miedo y su cansancio, los ocho cachorros le habían cautivado. Y eso había sido mutuo. Ellos le rodeaban por doquier, le tiraban de la ropa, le desataban los zapatos, se le sentaban en el regazo o correteaban en torno. Tres o cuatro le miraban siempre. Sus ojos eran totalmente pardos o rosados, y parecían grandes en proporción con la cabeza. Desde el principio le habían imitado. Eran mejores que las aves canoras de Straumli; repetían todo lo que él decía, o lo repetían más tarde. Y cuando él lloraba, los cachorros lloraban también y se le acurrucaban.
Había otros perros, perros grandes que vestían ropa y entraban en la habitación por puertas que se encontraban en lo alto de las paredes. Bajaban comida a la habitación y a veces emitían ruidos extraños. Pero la comida sabía mal, y cuando Jefri gritaba ni siquiera le respondían con repeticiones.
Habían pasado dos días, una semana, y Jefri había investigado todo en la habitación. No era una mazmorra, era demasiado grande. Y además, los prisioneros no tienen mascotas. Comprendía que este mundo era incivilizado y no formaba parte del reino. Quizá ni siquiera estuviera en la Red. Si papá, mamá y Johanna no estaban cerca, quizá no hubiera nadie que enseñara a los perros a hablar samnorsk. Jefri Olsndot debía enseñar a los perros y hallar a su familia… Cuando los perros de casaca blanca entraban en los balcones, Jefri les gritaba preguntas. No servía de mucho. Ni siquiera el de las franjas rojas respondía. Pero los cachorros sí. Gritaban con Jefri, a veces repitiendo sus palabras, a veces emitiendo ruidos.
Jefri no tardó en comprender que una sola mente impulsaba a los cachorros. Cuando corrían alrededor, algunos siempre se sentaban a cierta distancia, arqueando los gráciles cuellos aquí y allá; y los que corrían parecían saber lo que veían los demás. No podía esconder nada a sus espaldas si uno de ellos alertaba a los demás. Por un tiempo creyó que hablaban entre sí. Pero era algo más que eso; cuando le desataban los zapatos o trazaban un dibujo, sus cabezas bocas y patas colaboraban a la perfección, como los dedos en las manos de una persona. Jefri no llegó a sacar esas conclusiones por mero razonamiento, pero al cabo de vanos días llegó a pensar en todos los cachorros como un solo amigo. Al mismo tiempo, notaba que los cachorros combinaban sus palabras y a veces les daban nuevos sentidos.
—Tú mí jugar. —Estas palabras sonaban como un injerto de voz barato, pero generalmente precedían a un alocado juego al escondite en torno de los muebles. —Tú mí figura.
La pizarra cubría el metro más bajo de la pared, alrededor de la habitación. Era un dispositivo que Jefri jamás había visto en su vida; sucio, impreciso, difícil de borrar, sin capacidad de memoria. A Jefri le encantaba. Su cara y sus manos (y la mayoría de los labios de los cachorros), se cubrían de manchas de tinta. Se dibujaban el uno al otro y a sí mismos. Cachorros no dibujaba figuras claras como las de Jefri. Las figuras caninas de Cachorros tenían enormes cabezas y patas, con todos los cuerpos amontonados. Cuando dibujaba a Jefri, las manos siempre eran grandes, con cada dedo cuidadosamente trazado.
Jefri dibujó a su familia y trató de que Cachorros entendiera. Día tras día, la luz del sol se elevaba más en las paredes. A veces la habitación quedaba a oscuras. Al menos una vez por día, las manadas venían a hablar con Cachorros. Ésta era una de las pocas cosas que apartaba a los pequeños de Jefri. Cachorros se sentaba bajo los balcones, gimiendo y graznando con los adultos. ¡Era una clase escolar! Le bajaban rollos para que los mirase y recobraban los que él había marcado.
Jefri miraba las lecciones en silencio. Se ponía inquieto, pero ya no les gritaba a los maestros. Él y Cachorros hablarían en poco tiempo, y Cachorros podría averiguar dónde estaban mamá, papá y Johanna.
A veces el terror y el dolor no son las mejores palancas; el engaño, cuando funciona, es la manipulación más elegante y menos costosa. Una vez que Amdiranifani dominó el idioma del mantis, Acero le hizo explicar la «trágica muerte» de los padres y la compañera de cría de Jefri. El Fragmento de Reductor se había opuesto, pero Acero quería obtener un control rápido e incuestionable.
Ahora parecía que el Fragmento había tenido razón, al menos debería haber alentado la esperanza de que la compañera de cría estuviera con vida. Acero miró solemnemente al Experimento Amdiranifani.
—¿Cómo podemos ayudar? La joven manada le miró confiadamente. —Jefri está muy dolorido por lo de sus progenitores y su hermana. —Amdiranifani estaba usando muchas palabras mantis, a veces sin necesidad, «hermana» en vez de compañera de cría—. Come poco, no tiene ganas de jugar. Me pone muy triste.
Acero echó una ojeada al balcón. El Fragmento de Reductor estaba allí. No se ocultaba, aunque la mayoría de sus rostros estaban fuera de la luz de la vela. Hasta ahora su intuición había sido extraordinaria, pero la mirada del Fragmento era como antaño, cuando un error podía significar la mutilación o algo peor. Así sea. Ahora las apuestas eran más altas que nunca; si el miedo que le cerraba las gargantas le impulsaba al éxito, enhorabuena. Apartó los ojos del balcón y puso en todos sus rostros una expresión de tierna compasión por la situación del pobre Jefri.
—Debes hacerle entender. Nadie puede devolver la vida a sus padres ni a su hermana. Pero sabemos quiénes son los asesinos. Estamos haciendo todo lo posible para defendernos de ellos. Dile que es difícil. Tallamaderas es un imperio que ha durado cientos de años. En una lucha nos derrotarían fácilmente. Por eso necesitamos toda la ayuda que él pueda brindarnos. Necesitamos que nos enseñe a usar la nave de sus padres.
La manada de cachorros bajó una cabeza. —Sí. Lo intentaré, pero… Los tres miembros que estaban junto a Jefri emitieron gruñidos suaves. El humano estaba sentado con la cabeza gacha y mantenía las zarpas de sus tentáculos sobre los ojos. Había estado así varios días y el ensimismamiento era cada vez peor. Sacudió la cabeza con violencia, emitió ruidos más agudos de lo normal.
—Jefri dice que no entiende cómo funciona la nave. Él es sólo un pequeño… —La manada buscó una traducción—. Es muy joven como yo.
Acero asintió comprensivamente. Era una consecuencia obvia de la naturaleza singular de los alienígenas, pero todo y así era extraña. Cada uno de ellos comenzaba como cachorro. Cada uno de ellos era como esos experimentos con manadas de cachorros. Los conocimientos de los padres se transmitían mediante el equivalente del lenguaje intermanada. Así, la criatura era fácil de engañar, pero en este momento representaba un contratiempo.
—Aun así, si hay algo que él pueda ayudar a explicar…
La criatura gruñó nuevamente. Acero tendría que aprender ese idioma. Esos sonidos eran fáciles, esos seres lamentables usaban la boca para hablar, como un pájaro o un insecto del bosque. Por el momento, dependía de Amdiranifani y, por el momento, estaba bien porque la manada de cachorros confiaba en él. Otro regalo inesperado. Con algunos experimentos recientes, Acero había recurrido al amor en vez de las combinaciones de terror y amor del Reductor, sospechando que sería más efectivo. Por mera suerte, Amdiranifani quedó en el grupo del amor. Sus instructores habían evitado el refuerzo negativo. La manada creería cualquier cosa que le dijera… y también, esperaba Acero, la criatura mantis.
—Hay algo más —tradujo Amdiranifani—. Ya me lo ha pedido antes. Jefri sabe despertar a los otros niños —esta palabra significaba «manada de cachorros»— de la nave. Pareces sorprendido, señor Acero.
Aunque ya no soñaba aterrorizado con mentes monstruosas, Acero hubiera preferido no tener cientos de alienígenas en derredor.
—No sabía que fuera fácil despertarles… Pero no conviene hacerlo ahora. Nos cuesta encontrar alimentos que Jefri pueda comer. —Eso era verdad. Esa criatura era tremendamente quisquillosa—. No creo que podamos alimentar más por ahora.
Más gruñidos. Más gritos agudos de Jefri. Al fin:
—Hay algo más, señor. Jefri piensa que es posible usar la ultrasonda de la nave para pedir ayuda a otros seres similares a sus padres.
El Fragmento de Reductor salió de las sombras. Un par de cabezazas miraron a la criatura mantis, mientras otra miraba significativamente a Acero. Acero no reaccionó; sabía conservar la calma.
—Es algo en lo que debemos pensar. Tú y Jefri deberíais hablar más sobre ello. No quiero intentarlo sin tener la certeza de que no dañaremos la nave —ese argumento era endeble. Notó que el Fragmento torcía socarronamente un hocico.
Mientras hablaba, Amdiranifani traducía. Jefri respondió al instante.
—Oh, está bien. Él se refería a una llamada especial. Jefri dice que la nave ha estado enviando señales por su cuenta, desde que aterrizó.
Acero jamás había oído una amenaza tan mortal pronunciada con tal dulce inocencia.
Empezaron a dejar que Amdi y Jefri salieran a jugar. Al principio, Amdi tenía miedo de salir. No estaba habituado a usar ropa. Había pasado sus cuatro años de vida en esa gran habitación. Leía sobre el exterior y sentía curiosidad, pero también aprensión. Pero el niño humano quería salir. Cada día estaba más encerrado en sí mismo y lloraba suavemente. En general lloraba por sus padres o su hermana, pero a veces lloraba porque le habían encerrado a tal profundidad. Así que Amdi habló con Acero y ahora salían casi todos los días a un patio interior. Al principio Jefri se quedaba sentado, sin mirar en derredor, pero Amdi descubrió que le encantaba estar afuera, y cada vez lograba que su amigo jugara un poco más.
Manadas de maestros y guardias observaban desde los rincones. Amdi, y al fin Jefri, se divertían acosándoles. No lo habían notado en la habitación, cuando los visitantes entraban en los balcones, pero la mayoría de los adultos se ponían nerviosos frente a Jefri. Cuando se erguía, el niño tenía el doble de la altura del miembro normal de una manada. Cuando se acercaba, las manadas se juntaban y se alejaban. No les gustaba tener que alzar la cabeza para mirarle. Amdi pensaba que era una tontería. Jefri era tan alto y flaco que daba la impresión de que se caería en cualquier momento. Y cuando corría era como si procurase recobrarse de una caída, sin lograrlo nunca. Así que el escondite era el juego favorito de Amdi en esos primeros días. Cuando él era el perseguidor, se las apañaba para perseguir a Jefri a través de los casacas blancas más aterrorizados. Si lo hacían bien, se transformaba en un juego de tres. Amdi perseguía a Jefri y un casacas blancas corría para alejarse de ambos.
A veces sentía pena por los guardias y los casacas blancas. Eran tan envarados, tan adultos. No entendían que era divertido tener un amigo a quien podías acercarte, a quien podías tocar.
Ahora era casi siempre de noche. La luz diurna duraba pocas horas, hacia el mediodía. El crepúsculo de antes y después era tan brillante que oscurecía a las estrellas y la aurora, pero demasiado tenue para mostrar colores. A pesar de que Amdi había pasado la vida dentro, comprendía la geometría de la situación y le agradaba observar el cambio de la luz. A Jefri no le agradaba mucho la oscuridad del invierno, hasta que cayeron las primeras nieves.
Amdi obtuvo su primer conjunto de casacas y Acero hizo confeccionar ropas especiales para el niño humano; prendas amplias que le cubrían el cuerpo entero y le abrigaban mejor que un buen pelaje.
A un lado del patio, la nieve tenía quince centímetros de profundidad, pero en otras partes se apilaba en ventisqueros más altos que la cabeza de Amdi. Se montaron antorchas en los escudos rompe-vientos de las paredes, su luz dorada se reflejaba en la nieve. Amdi sabía de la existencia de la nieve aunque nunca la había visto. Le gustaba echársela sobre una de sus casacas. No cesaba de mirarla, tratando de ver los copos sin que su aliento los derritiera. El diseño hexagonal era fascinante y estaba en el límite de su visión.
Pero el juego del escondite ya no le divertía: el humano podía correr por ventisqueros que dejaban a Amdi nadando en esa sustancia blanca. El humano también podía hacer otras cosas, cosas maravillosas. Podía hacer bolas de nieve y arrojarlas. Esto contrariaba a los guardias, especialmente cuando Jefri acertó a varios miembros. Fue la primera vez que Amdi les vio enfadados.
Amdi correteaba por el patio, esquivando bolas de nieve y combatiendo la frustración. Las manos humanas eran realmente admirables. Le encantaría tener un par. ¡Cuatro pares! Rodeó al humano por tres lados y se le abalanzó. Jefri retrocedió hacia la nieve más profunda, pero demasiado tarde. Amdi le pegó en todas partes, tumbando al Dos-Patas en la nieve. Lucharon jugando, labios y zarpas contra manos y pies. Pero ahora Amdi estaba encima del humano, quien pagó por sus bolas de nieve con mucha nieve en la espalda.
A veces se quedaban mirando el cielo tanto tiempo que las ancas y las zarpas se le entumecían. Sentados detrás del mayor ventisquero, estaban lejos de la luz de las antorchas y tenían una visión despejada de las luces del cielo.
Al principio la aurora había cautivado a Amdi y también a algunos de sus maestros. Decían que esta parte del mundo era una de las mejores para ver el fulgor del cielo. A veces era tan tenue que el reflejo de las antorchas en la nieve era suficiente para bloquearlo. Otras veces se extendía por todo el horizonte una luz verde mechada de pinceladas rosadas, ondeando como si la agitara una brisa.
Amdi y Jefri hablaban ya sin dificultad, aunque siempre en el idioma de Jefri. El humano no podía articular muchos de los sonidos del lenguaje intermanada, y apenas podía pronunciar el nombre de Amdi. Pero Amdi entendía el samnorsk bastante bien; era divertido, un idioma secreto.
Jefri no estaba muy impresionado por la aurora. —Tenemos muchísimo de eso en casa. Es sólo luz de… —dijo una palabra nueva y miró a Amdi de soslayo. Era raro que el humano no pudiera mirar más de un sitio a la vez. Siempre movía la cabeza y los ojos—. Son lugares donde la gente hace cosas. Creo que el gas y los desechos se filtran y entonces el sol los ilumina o se vuelve…
—ininteligible.
—¿Lugares donde la gente hace cosas? —¿En el cielo? Amdi tenía un globo planetario y conocía el tamaño del mundo y su orientación. Si la aurora reflejaba la luz del sol, debía de estar a cientos de kilómetros del suelo. Amdi apoyó un lomo en la casaca de Jefri y emitió un silbido muy humano. Sus conocimientos de geografía no eran tan buenos como sus conocimientos de geometría—. Las manadas no trabajan en el cielo, Jefri. Ni siquiera tenemos naves voladoras.
—Oh, está bien… Entonces no sé qué es eso. Pero no me gusta.
Impide ver las estrellas.
Amdi sabía mucho sobre las estrellas pues Jefri se lo había contado. Entre esas estrellas estaban los amigos de los padres de Jefri.
Jefri calló unos minutos. Ya no miraba el cielo. Amdi se le acercó más, mirando la cambiante luz. Detrás de ellos, la cresta del ventisquero estaba aureolada con la luz amarilla de las antorchas. Amdi imaginaba lo que pensaba el otro.
—¿Los equipos de comunicaciones de la nave no sirven para pedir ayuda?
Jefri dio una palmada en el suelo.
—¡No! Ya te lo he dicho. Son sólo radio. Creo que los puedo hacer funcionar, pero ¿de qué serviría? El ultraonda todavía está en la nave y es demasiado grande para moverlo. No entiendo por qué Acero no me deja subir a bordo… Ya tengo ocho años, podría deducirlo. Mamá lo tenía todo instalado antes… antes… —Sus palabras se perdieron en un angustiado silencio.
Amdi frotó una cabeza contra el hombro de Jefri. Tenía una teoría acerca de la renuencia de Acero. Nunca se la había explicado a Jefri.
—Tal vez tenga miedo de que la hagas volar y nos abandones.
—¡Eso es estúpido! Nunca te abandonaría. Además, es difícil pilotar esa nave. No estaba diseñada para descender en un mundo.
Jefri decía cosas muy extrañas; a veces Amdi las interpretaba mal, pero a veces eran la verdad literal. ¿De veras los humanos tenían naves que nunca descendían? ¿Adónde iban entonces? Amdi se sentía deslumbrado por nuevas escalas de referencia. El globo geográfico de Acero no representaba el mundo sino una ínfima parte.
—Sé que no nos abandonarías. Pero puedes comprender el temor de Acero. Ni siquiera puede hablarte, salvo por medio de mí. Tenemos que mostrarle que somos de fiar.
—Supongo.
—Si tú y yo ponemos las radios en funcionamiento, eso ayudará. Sé que mis maestros no han logrado averiguar cómo operan. Acero tiene una, pero creo que tampoco la entiende.
—Sí, si podemos hacer que una funcione.
Esa tarde los guardias tuvieron un descanso, los dos pequeños regresaron temprano del frío. Los guardias no cuestionaron su buena suerte.
El cubil de Acero había pertenecido al Maestro. Era muy diferente de las salas de reunión del castillo. Salvo por los coros, sólo una manada cabía en la habitación. No se trataba de que fuera pequeña, había cinco aposentos, sin contar el baño. Pero, excepto por la biblioteca, ninguna tenía más de cinco metros de anchura. Los techos eran bajos a menos de un metro y medio; no había espacios para balcones de visitantes. Los criados siempre estaban en dos pasillos que compartían una pared con los aposentos. El comedor, el dormitorio y el cuarto de baño, tenían aberturas que simplemente servían para impartir órdenes y recibir comida y bebida, o ungüentos para el pelaje.
La entrada principal estaba custodiada por tres manadas de guerreros. Desde luego, el Maestro nunca viviría en un cubil provisto con una sola salida. Acero había hallado ocho puertas secretas (tres en los dormitorios). Éstas sólo se podían abrir desde dentro; conducían al laberinto que Reductor había construido dentro de la sólida roca de los muros del castillo. Nadie conocía la extensión de ese laberinto, ni siquiera el Maestro. Acero había rehecho algunas partes —sobre todo los pasajes que salían de su cubil— en los años de ausencia de Reductor.
Los aposentos eran casi inexpugnables. Incluso si caía el castillo, la despensa contaba con provisiones para medio año. Una red de canales casi tan extensa como los pasajes secretos del Maestro ofrecía ventilación. Acero se sentía a salvo aquí. Siempre estaba la posibilidad de que hubiera más de ocho entradas secretas, tal vez una que se pudiera abrir desde el otro lado.
Y desde luego los coros quedaban totalmente excluidos, aquí o en cualquier parte. Acero sólo se permitía tener relaciones sexuales fuera de la manada con singulares, y sólo como parte de sus experimentos. Era demasiado peligroso mezclar la personalidad propia con la ajena.
Después de la cena, Acero fue a la biblioteca. Se relajó en torno de la mesa de lectura. Dos de sus miembros bebieron brandy mientras otro fumaba hierbas del sur. Esto era un placer, pero también un cálculo: Acero sabía qué vicios, aplicados a cuáles miembros, le aguzarían la imaginación.
Y en este juego la imaginación era por lo menos tan importante como la inteligencia. La mesa estaba cubierta de mapas, informes del sur, memos de seguridad interna. Pero sobre el papel-seda estaban la radio alienígena. Habían recobrado dos de la nave. Acero la recogió, rozó con el hocico los laterales, lisos y curvos. Sólo la madera más fina podía compararse con su gracia, y en los instrumentos musicales o las estatuas. Pero el niño mantis afirmaba que esto se podía usar para hablar a través de muchos kilómetros, con la rapidez de un rayo de sol. Si era verdad… Acero se preguntó cuántas batallas perdidas se habrían ganado con estos aparatos, cuántas conquistas nuevas se podrían realizar. Y si aprendían a hacer esas máquinas, los subordinados del Movimiento, desperdigados por todo el continente, estarían tan cerca como los guardias que custodiaban su cubil Ninguna fuerza del mundo se les podría oponer.
Acero recogió el último informe de Tallamaderas. En muchos sentidos tenían más éxito con su mantis que Acero con la suya. Al parecer la de ellos era casi adulta. Además tenía una biblioteca milagrosa que se podía interrogar como un ser viviente. Había habido otros tres datasets. Los casacas blancas de Acero habían hallado sus restos en las ruinas quemadas que rodeaban la nave. Jefri pensaba que los procesadores de la nave se parecían a un dataset, «sólo que eran más estúpidos» (la mejor traducción de Amdi), pero hasta ahora los procesadores no habían servido.
Pero con su dataset, varios subalternos de Tallamadera habían aprendido el idioma de las criaturas mantis. Cada día descubrían más cosas sobre la civilización alienígena que la gente de Acero en diez. Sonrió. No sabían que todos los datos importantes llegaban a Isla Oculta. Por ahora les permitiría conservar su juguete y su mantis, habían notado varias cosas que él había pasado por alto… Aun así Acero maldecía su suerte.
Hojeó el informe… Bien. La alienígena de Tallamadera aún se negaba a colaborar. Sintió ganas de reír. La criatura usaba una palabra corta para designar las manadas. El informe procuraba describirla, pero no le importaba. La traducción era «zarpas» o «púas». La mantis sentía un horror especial por los instrumentos afilados que los soldados usaban en las patas delanteras. Acero se lamió pensativamente el esmalte negro de sus zarpas manicuradas. Interesante. Las zarpas podían ser amenazadoras, pero también formaban parte de una persona. Las púas eran una extensión mecánica y potencialmente más amenazadora. Era la clase de nombre que se podía imaginar para una fuerza de guerreros selectos, pero nunca para todas las manadas. A fin de cuentas, la especie de las manadas incluía a los débiles, los pobres, los benévolos y los ingenuos, además de a personas como Acero y Reductor. Decía algo muy interesante sobre la psicología de esas criaturas el hecho de que escogieran las púas como rasgo definidor de las manadas.
Acero se apartó del escritorio y miró el paisaje pintado en las paredes de la biblioteca. Era una vista de las torres del castillo. Detrás de la pintura, las paredes estaban bordeadas por dibujos de mica, cuarzo y fibra; los ecos daban una vaga sensación de lo que se podía oír mirando la piedra y el vacío. Los audiovisuales combinados eran raros en el castillo y éste era de magistral ejecución. Acero se distendía al mirarlo. Dejó que su imaginación divagara por un momento. Púas. Me gusta. Si ésa era la imagen de la criatura alienígena, era el nombre adecuado para su especie. Sus lamentables consejeros, a veces hasta el Fragmento del Reductor, aún se intimidaban ante la nave de las estrellas. Sin duda, en esa nave había un poder que superaba todo lo conocido. Pero Acero, después del pánico inicial, comprendió que los alienígenas no tenían dotes sobrenaturales. Simplemente habían progresado, en el sentido en que Tallamadera usaba la palabra, más allá del estado actual de la ciencia de su mundo. Por cierto, la civilización alienígena era una incógnita ahora. Quizá fuera capaz de incinerar su mundo. Pero cuanto más veía Acero, más comprendía la inferioridad intrínseca de los alienígenas. Qué aborto extravagante eran, una especie de singulares inteligentes. Cada uno de ellos debía criarse a partir de la nada, como una manada de neonatos. Los recuerdos sólo se podían transmitir por la voz y la escritura. Cada criatura crecía, envejecía y moría como una totalidad. Acero tembló.
Había avanzado mucho desde sus primeros errores y temores. Durante más de treinta días había planeado usar la nave de las estrellas para gobernar el mundo. La mantis decía que la nave llamaba a otras. Eso había reducido a algunos de sus Servidores a la incontinencia. Pues bien, tarde o temprano llegarían más naves. Dominar el mundo ya no era un objetivo práctico. Era hora de apuntar más alto, hacia objetivos que ni siquiera el Maestro había imaginado jamás. Si les quitaban sus ventajas técnicas, las mantis eran criaturas finitas y frágiles. Serían fáciles de conquistar. También ellas parecían comprenderlo así. Púas, nos llama esa criatura. Pues así será. Algún día los púas navegarán entre los astros y prevalecerán.
Pero en el ínterin, la vida sería muy peligrosa. Como un cachorro recién nacido, podían exterminar todo su potencial de un solo golpe. La supervivencia del Movimiento, la supervivencia del mundo, dependería de una superioridad en inteligencia, imaginación, disciplina y astucia. Afortunadamente, eran las mayores fuerzas de Acero.
Acero soñaba a la luz brumosa de la vela. Inteligencia, imaginación, disciplina, astucia. ¿Podría persuadir a los alienígenas para que eliminaran a todos los enemigos de Acero, y luego liquidarles? Era una idea temeraria, casi irracional, pero tal vez existiera un modo. Jefri afirmaba que él podía operar la máquina de señales de la nave. ¿Por su cuenta? Acero aún lo dudaba. El alienígena era fácil de engañar, pero incompetente. Amdiranifani era distinto. Estaba demostrando todo el genio de sus progenitores. Y los principios de lealtad y sacrificio que le habían inculcado sus maestros estaban echando raíces, aunque era un poco… juguetón. Su obediencia no tenía el temple que inspiraba el miedo, pero era una herramienta muy útil. Amdiranifani comprendía a Jefri y parecía entender los artefactos alienígenas aun mejor que la mantis.
Era preciso correr el riesgo. Dejaría que los dos abordaran la nave. Enviarían un mensaje en vez de la señal automática de socorro. ¿Y cuál sería ese primer mensaje? Palabra por palabra, sería la cosa más importante y peligrosa que cualquier manada hubiera dicho jamás.
A trescientos metros, en el ala experimental, un niño y una manada de cachorros tuvieron la suerte de encontrar una puerta abierta y la oportunidad de jugar con el comset de Jefri.
Ese fono era más complejo que otros. Estaba diseñado para trabajo hospitalario y de campo, para el control remoto de los aparatos así como para hablar con la voz. Por ensayo y error, ambos redujeron gradualmente las opciones.
Jefri Olsndot señaló los números que habían aparecido en el lateral del comset.
—Creo que eso significa que estamos conectados con algún receptor —miró nerviosamente la puerta. Algo le decía que no debían estar allí.
—Es el mismo patrón que en la radio que cogió Acero —dijo Amdi. Ni una de sus cabezas vigilaba la puerta.
—Apuesto a que si apretamos aquí, lo que digamos saldrá en su radio. Ahora sabrá que podemos ayudar… ¿Qué debemos hacer? Tres miembros de Amdi corrieron por la habitación, como perros que no pudieran concentrarse en la conversación. Jefri ya sabía que éste era el equivalente de un ser humano que mirase hacia otro lado y canturreara mientras pensaba. El ángulo de su mirada era otro gesto, en este caso una sonrisa picara.
—Creo que debemos sorprenderle. Es siempre tan serio. —Sí —en efecto, Acero era bastante solemne. Pero todos los adultos eran así. Le recordaban a los científicos más viejos de Laboratorio Alto.
Amdi cogió la radio y la miró traviesamente. Apoyó el hocico en el interruptor y entonó una larga ululación ante el micrófono. Evocaba vagamente el idioma de las manadas. Un miembro de Amdi tradujo al oído de Jefri. El niño humano sintió ganas de reír.
Acero estaba sumido en sus reflexiones. Su imaginación —activada por las hierbas y el brandy— flotaba libremente, jugando con diferentes posibilidades. Estaba echado sobre cojines de terciopelo, cómodo en la seguridad de su cubil. Las velas restantes arrojaban una suave luz sobre el mural, arrancando destellos a los bruñidos muebles. Casi había dado con la historia que contaría a los alienígenas…
El ruido de su escritorio empezó como un murmullo, por debajo de sus ensoñaciones. Era de baja modulación pero contenía algunos tonos en la gama del pensamiento, como tajadas de otra mente. Era una presencia creciente. ¡Alguien está en mi cubil! Ese pensamiento era desgarrador como la espada mortal de Reductor. Los miembros de Acero sufrieron un espasmo de pánico, desorientados por el humo y la bebida.
Había una voz en medio de esa locura. Era gangosa y saltarina.
Aullaba y temblaba.
—¡Señor Acero! ¡Saludos de la Manada de Manadas, del Señor Dios Todopoderoso!
Una parte de Acero ya estaba en la puerta principal, mirando a sus guardias con ojos desorbitados. La presencia de los guerreros le aplacó un poco, y también le avergonzó. Esto es descabellado. Volvió una cabeza hacia el artefacto alienígena que tenía en la mesa. Los ecos estaban por doquier, pero los sonidos se originaban en el aparato… Ahora no había lenguaje de manada, sólo esas agudas tajadas de sonido, cotorreos sin sentido en la gama media del pensamiento. Aguarda. Detrás de todo eso, sordos gruñidos que reconoció como risa mantis.
Acero rara vez cedía a la cólera. Ésta debía ser su herramienta, no su amo, pero al escuchar la risa y recordar las palabras, sintió una negra ira crecer en cada uno de sus miembros. Irreflexivamente, tendió una pata y destruyó el comset, que al instante se silenció. Acero fulminó con la mirada a los guardias que estaban apostados en el pasillo. El miedo ahogaba todos los ruidos mentales.
Alguien moriría por esto.
Acero se encontró con Amdi y Jefri al día siguiente de que activaran la radio. Le habían convencido. Se mudarían a la tierra firme. ¡Jefri tendría la oportunidad de llamar para pedir que le rescataran!
Acero estuvo aún más solemne que de costumbre; enfatizó la importancia de solicitar ayuda, de defenderse contra un nuevo ataque de Tallamaderas, pero no parecía enfadado por la travesura de Amdi. Jefri lanzó un gran suspiro de alivio. En casa, papá le habría dado una zurra por semejante ocurrencia. Creo que Amdi tiene razón. Acero era serio a causa de todas sus responsabilidades y los peligros que enfrentaban pero, por debajo, era una persona muy agradable.
Cripto: 0
Recepción: Transceptor Relé03 en Relé
Senda lingüística: Lenguaígnea—»marcanubosa—»triskweline.
Unidades SjK [lenguaígnea y marcanubosa son idiomas mercantiles del Allá Alto; esta traducción sólo vierte los sentidos centrales]
De: Corporación de Artes de Arbitraje en Nebulosa Nube ígnea [Una organización militar ‹?› del Allá Alto. Edad conocida 100 años]
Asunto: Motivo de preocupación Resumen: Al parecer se han destruido tres civilizaciones monosistémicas
Frases clave: Desastres de escala interestelar, ¿guerra interestelar?, Perversión Reino Straumli
Distribución: Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Amenazas Grupo de Intereses Homo Sapiens
Fecha: 53.57 días desde la caída del reino de Straumli
Texto del mensaje: Recientemente una oscura civilización anunció que había creado un nuevo Poder en el Trascenso. Luego bajó «provisionalmente» de la Red Conocida. Desde entonces hubo un millón de mensajes en Amenazas acerca del incidente y muchos sugirieron que había nacido una Perversión Clase Dos, pero no existen pruebas de los efectos allende los límites del ex «reino de Straumli».
Artes de Arbitraje se especializa en zanjar disputas y tiene algunos intereses comerciales comunes con las especies naturales y el Grupo Amenazas. Tal vez eso deba cambiar, ya que hace sesenta y cinco horas notamos la aparente extinción de tres civilizaciones aisladas en el Allá Alto, cerca del reino de Straumli. Dos de ellas eran sondas religiosas Ojo-en-el-U, y la tercera era una fábrica pentragiana. Previamente, su principal enlace de Red había sido el reino de Straumli. Dada esa condición, habían estado fuera de la Red desde que Straumli bajó, excepto por nuestras emisiones ping. Desviamos tres misiones para realizar vuelos de reconocimiento. El reconocimiento de señales reveló una comunicación de banda ancha que era más control neural que tráfico de la red local. Se vieron nuevas estructuras grandes. Todas nuestras naves fueron destruidas antes de poder enviar información detallada. Dados los antecedentes de estas colonias, nuestra conclusión es que no se trata de la consecuencia normal de una Trascendencia.
Estas observaciones guardan coherencia con una ofensiva Clase Dos desde el Trascenso (un ataque furtivo). La fuente más obvia sería el nuevo Poder construido por el reino de Straumli. Exhortamos a todas las civilizaciones del Allá Alto a vigilar esa parte del Allá. Las más grandes tenemos poco que temer, pero la amenaza es muy evidente.
Cripto: 0
Recepción: Transceptor Relé03 en Relé
Senda lingüística: Lenguaígnea—»marcanubosa—»triskweline. Unidades SjK [lenguaígnea y marcanubosa son idiomas mercantiles del Allá Alto; esta traducción sólo vierte los sentidos centrales]
De: Corporación de Artes de Arbitraje en Nebulosa Nube ígnea [Una organización militar ‹?› del Allá Alto. Edad conocida —100 años]
Asunto: Nuevo servicio disponible
Resumen: Artes de Arbitraje prestará nuevos servicios de relé para la Red
Frases clave: Tarifas especiales, programas sentientes de traducción, ideal para civilizaciones del Allá Alto
Distribución: Grupo de Intereses de Costes de Comunicación Grupo Administrativo Carnada Múltiple
Fecha: 61,00 días desde la caída del reino de Straumli
Texto del mensaje: Artes de Arbitraje se enorgullece de anunciar un servicio transceptor-relé especialmente diseñado para ámbitos del Allá Alto [lista de tarifas después del texto del mensaje]. Programas actualizados ofrecerán traducción y canalización de óptima calidad. Hace casi cien años que una civilización del Allá Alto no muestra interés en prestar dicho servicio de comunicaciones en esta parte de la galaxia.
Comprendemos que la tarea es tediosa y el armíflago no está en consonancia con el esfuerzo, pero todos nos beneficiaremos con protocolos que sean coherentes con la Zona donde vivimos. Siguen detalles bajo sintaxis 8139… [El programa de traducción marcanubosa/triskweline tiene dificultades para manipular sintaxis 8139.]
Cripto: 0
Recepción: Transceptor Relé03 en Relé
Senda lingüística: Lenguaígnea—»marcanubosa—»triskweline.
Unidades SjK [marcanubosa es un idioma comercial del Allá Alto; a pesar de la versión coloquial, sólo se garantiza significado central]
De: Sindicato Comercial Sorpresas Trascendentes en Centro Nube
Asunto: Cuestión de vida o muerte
Resumen: Artes de Arbitraje ha caído en Perversión Straumli vía un ataque por Red. ¡Usar relés del Allá Medio hasta que pase la emergencia!
Frases clave: Ataque por Red, guerra en escala interestelar, Perversión del reino de Straumli
Distribución: Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Amenazas Grupo de Intereses Homo Sapiens
Fecha: 61,12 días desde la caída del reino de Straumli
Texto del mensaje: ¡Advertencia! El ámbito que se identifica como Artes de Arbitraje está ahora controlado por la Perversión de Straumli. El reciente anuncio acerca del servicio de comunicaciones de Artes es una trampa mortal. Tenemos pruebas fehacientes de que la Perversión utilizó paquetes de la red sapiens para invadir y neutralizar las defensas de Artes. Grandes partes de Artes parecen estar ahora bajo control directo del Poder de Straumli. Las partes de Artes que no fueron contagiadas en la invasión inicial han sido destruidas por las porciones convertidas. Los sobrevuelos revelan varias estelificaciones.
Qué hacer: Si durante los últimos mil segundos habéis recibido paquetes de protocolo de «Artes de Arbitraje», desechadlos de inmediato. Si los habéis procesado, en tal caso es preciso destruir físicamente, y de inmediato, la instalación de proceso y todos los emplazamientos conectados por redes locales. Comprendemos que ello significa la destrucción de sistemas solares, pero no hay alternativa. Estáis bajo un ataque Trascendente.
Para quienes sobrevivan al peligro inicial (en las próximas treinta horas), hay procedimientos obvios que pueden brindar relativa seguridad: No aceptéis paquetes de protocolo del Allá Alto. Cuando menos, encauzad todas las comunicaciones a través de emplazamientos del Allá Medio, con traducción a todos los lenguajes comerciales locales.
A largo plazo: Es evidente que una Perversión Clase Dos extraordinariamente poderosa ha florecido en nuestra región de la galaxia. Durante los próximos trece años más o menos, todas las civilizaciones avanzadas de las inmediaciones correrán gran peligro.
Si podemos identificar los antecedentes de la actual perversión, quizá descubramos sus debilidades y una defensa posible. Las Perversiones Clase Dos suponen un Poder deformado que crea estructuras simbióticas en el Allá Alto, pero hay una enorme variedad de orígenes. Algunas son bromas deformes legadas por Poderes que ya no están en escena. Otras son armas que fueron construidas por los nuevos Trascendentes y no fueron bien desmanteladas.
La fuente inmediata de este peligro está bien documentada: una especie que surgió recientemente del Allá Medio, homo sapiens, fundó el reino de Straumli. Nos inclinamos a creer la teoría propuesta en los mensajes […], a saber, que los investigadores de Straumli realizaron un experimento, y que la fórmula era un mal autoactivante de épocas anteriores. Una posibilidad: algún perdedor de hace mucho tiempo implantó instrucciones en la Red (o en un archivo perdido) para que las utilizaran sus propios descendientes. Así, nos interesa cualquier información relacionada con el homo sapiens.
Al día siguiente Amdi emprendió la excursión más larga de su corta vida. Arrebujados en rompevientos, recorrieron anchas calles adoquinadas hasta llegar al estrecho que se hallaba al pie del castillo. Acero precedía la marcha en un carruaje tirado por tres cerdos-kher. Estaba maravilloso en sus casacas de rayas rojas. Guardias vestidos de piel blanca marchaban a ambos lados y el adusto Tyrathect iba detrás. La aurora era rutilante, más brillante que la luna llena sobre el horizonte septentrional. Colgaban carámbanos de los aleros de los edificios, a veces hasta el piso; columnas relucientes y plateadas en la luz.
Luego abordaron naves para cruzar el estrecho. El agua lamía los cascos como una piedra helada y negra.
Cuando llegaron a la otra orilla, la Colina de la Astronave se irguió ante ellos más alta que un castillo. Cada minuto traía nuevas visiones, nuevos mundos.
Tardaron media hora en llegar a la cima de esa colina, aunque sus carros iban tirados por cerdos-kher y nadie caminaba. Amdi miraba por doquier, fascinado por el paisaje iluminado por la aurora. Al principio, Jefri parecía igualmente entusiasmado, pero cuando llegaron a la cima, dejó de mirar en torno y abrazó con fuerza a su amigo.
Acero había construido un refugio alrededor de la nave estelar. Dentro el aire estaba quieto y un poco más tibio. Jefri se detuvo en la base de las angostas escaleras, mirando la luz que se derramaba desde la compuerta abierta de la nave. Amdi le sintió tiritar.
—¿Está asustado de su propia nave? —preguntó Tyrathect.
Ahora Amdi conocía los temores de Jefri y también su angustia. ¿Cómo me sentiría yo si mataran a Acero?
—No, asustado no. Son los recuerdos de lo que sucedió aquí.
—Dile que podemos regresar otra vez —le dijo amablemente Acero—. No es preciso que entre hoy.
Jefri negó con la cabeza ante la sugerencia, pero no pudo responder enseguida.
—Debo entrar. Debo ser valiente —inició el ascenso despacio, deteniéndose en cada peldaño para asegurarse de que Amdi le acompañara. Los cachorros sentían preocupación por Jefri, pero también ansiaban entrar deprisa en ese maravilloso misterio.
Atravesaron la compuerta y afrontaron la extrañeza del mundo de los Dos-Patas. Una luz brillante y azulada, el aire tan tibio como en el castillo y muchas formas misteriosas. Caminaron hasta el otro extremo de la gran estancia y Acero asomó algunas cabezas en la entrada. Los sonidos de su mente rebotaban ruidosamente en derredor.
—He acolchado las paredes, Amdi, pero aun así aquí sólo hay espacio para uno de nosotros.
—Sí. —Había ecos y la mente de Acero resonaba con extraña intensidad.
—Debes encargarte de proteger a tu amigo y comunicarme todo lo que veas. —Retrocedió de modo que ahora sólo les miraba con una cabeza.
—Sí, sí. Lo haré.
Era la primera vez que alguien, salvo Jefri, le necesitaba de veras.
Jefri recorrió en silencio la estancia donde dormían sus amigos. Ya no lloraba, y no estaba enfurruñado y silencioso como le sucedía a menudo. Le costaba creer que estuviera allí. Acarició las cajas, mirando los rostros. Tantos amigos, pensó Amdi, esperando el despertar. ¿Cómo serán?
—¿Las paredes? No recuerdo esto —dijo Jefri. Tocó el acolchado que había puesto Acero.
—Es para que el lugar suene mejor —dijo Amdi. Tiró de las colgaduras, preguntándose qué había detrás. Una pared verde, como piedra y acero al mismo tiempo, cubierta de hinchazones diminutas y estrías grises.
—¿Qué es esto?
Jefri miró por encima del hombro.
—Puah. Moho. Se ha difundido. Me alegra que Acero lo haya tapado.
El niño humano se alejó. Amdi se quedó un segundo más, acercó varias cabezas al moho. El moho y los hongos eran un problema constante en el castillo y la gente siempre los estaba limpiando. Un desatino, a juicio de Amdi. Le gustaban los hongos, porque podían crecer sobre la roca más dura, y éstos eran muy extraños. Algunas protuberancias tenían casi un centímetro y medio de altura, pero eran brumosas como humo sólido.
El miembro que miraba hacia atrás vio que Jefri se metía en la cabina interior. Amdi le siguió de mala gana.
Permanecieron en la nave sólo una hora esa primera vez. En la cabina interior Jefri encendió ventanas mágicas que miraban hacia todas partes. Amdi estaba deslumbrado, aquello era un viaje al paraíso.
Para Jefri no era así. Se tendió en una hamaca y miró los controles. Poco a poco se sintió menos tenso.
—Me gusta aquí —dijo Amdi tentativamente.
Jefri se meció en la hamaca.
—Sí —suspiró—. Tenía tanto miedo… pero estar aquí me hace sentir más cerca de… —Acarició el panel que colgaba cerca de la hamaca—. Mi padre guió esta cosa durante el descenso. Estaba sentado aquí. —Dio media vuelta, miró un panel que titilaba sobre él—. Y mamá instaló, el ultraonda… Ellos lo hicieron todo. Y ahora sólo estamos tú y yo, Amdi. Hasta Johanna se ha ido… Todo depende de nosotros.
Clasificación Frinimi: SECRETO de la organización. No distribuir más allá del Anillo 1 de la red local.
Transceptor Relé00 registro de búsqueda: A partir de las 19:40:40 Hora de Dársenas, 17/01 de año Org 52090 [128,13 días desde la caída del reino de Straumli]
Circuito de mensajes sintaxis 14 detectado en función de vigilancia. Fuerza de la señal Y S/N compatibles con señal detectada anteriormente.
Senda lingüística: Samnorsk, SjK; unidades Relé.
De: Jefri Olnsdot en no-sé-dónde-queda-esto
Asunto: Hola. Soy Jefri Olsndot. Nuestra nave dañada y necesitamos hayuda. Por favor respondan.
Síntesis: Lamento cometer alguns errrores. Este teclado es ESTÚPIDO!!!
Frases clave: no sé
A: Retransmitir a cualquiera
Texto del mensaje: [vacío]
Dos escroditas jugaban en el oleaje.
—¿Crees que su vida corre peligro? —preguntó el que tenía el tallo verde y esbelto.
—¿La vida de quién? —dijo el otro, un escrodita grande con una vaina basal azulada.
—Jefri Olsndot, el niño humano.
Vaina Azul suspiró y consultó su escrodo. Iba a la playa para olvidar las preocupaciones cotidianas, pero Tallo Verde se resistía a olvidar. Evaluó la situación.
—¡Claro que corre peligro, tonta! Mira sus últimos mensajes.
—Oh —dijo Tallo Verde con voz avergonzada—. Lamento la memoria parcial. —Había recordado lo suficiente para preocuparse y nada más. Calló y al cabo de un momento Vaina Azul oyó sus tarareos felices. El oleaje no cesaba de estrellarse a su lado.
Vaina Azul se abrió al agua, saboreando la vida que burbujeaba en el poder de las olas. Era una hermosa playa. Tal vez fuera única y éste era un comentario extremo para algo del Allá. Cuando la espuma se alejaba de sus cuerpos, veían el cielo índigo extenderse de un lado al otro de las Dársenas y un atisbo de las naves estelares. Cuando el oleaje avanzaba., los dos escroditas quedaban sumergidos en el agua tibia, rodeados por las criaturas coralinas que construían aquí sus pequeños hogares. Y en la «marea» alta la flexión del suelo marino se mantenía durante una hora. Luego el agua se retiraba y, si era de día, se veían retazos de un vidrioso fondo marino y, a través de ellos, mil kilómetros más abajo, la superficie del Nivel Suelo.
Vaina Azul trató de olvidar sus preocupaciones. Por cada hora de contemplación apacible, se acumularían algunos recuerdos naturales más. No era bueno. Ahora no podía ahuyentar las inquietudes.
—A veces desearía ser un escrodita menor —dijo al cabo de un instante—. Pasar la vida en un solo lugar, con un escrodo mínimo.
—Sí —dijo Tallo Verde—. Pero decidimos deambular. Eso significa renunciar a ciertas cosas. A veces debemos recordar cosas que sólo suceden un par de veces. A veces tenemos grandes aventuras. Me alegra que aceptáramos el contrato de rescate, Vaina Azul.
Ninguno de los dos estaba con ánimos para el mar. Vaina Azul bajó las ruedas del escrodo y se acercó a Tallo Verde. Indagó en la memoria mecánica del escrodo, escrutando las bases de datos generales. Allí había mucho sobre catástrofes. Quien había creado las bases de datos originales del escrodo había considerado que las guerras, pestes y perversiones eran muy importantes. Eran cosas excitantes y podían matar.
Pero Vaina Azul también veía que dichos desastres constituían una parte relativamente pequeña de la experiencia civilizada. Una catástrofe masiva sólo acontecía una vez por milenio. Habían tenido la mala suerte de verse involucrados en una. En las diez últimas semanas una docena de civilizaciones del Allá Alto habían bajado de la Red, absorbidas por la amalgama simbiótica que ahora se llamaba la Plaga de Straumli. El comercio estaba paralizado. Como su nave estaba refinanciada, él y Tallo Verde habían realizado varias misiones, pero todas en el Allá Medio.
Los dos habían sido muy cautos, pero ahora —como decía Tallo Verde— parecía que las circunstancias les obligaban a ser heroicos. Org Vrinimi quería encargar un vuelo secreto al Fondo del Allá. Como él y Tallo Verde ya estaban al corriente del secreto, eran la opción natural. En ese momento la Fuera de Banda II estaba en los astilleros de Vrinimi, donde le daban la capacidad de los lugres que operaban en el Fondo y le instalaban gran cantidad de antenas remotas. De golpe su valor se había multiplicado por diez mil. Ni siquiera había sido necesario regatear y eso era lo más temible. Cada añadido era esencial para el viaje. Descenderían hasta el linde de la Lentitud. En las mejores circunstancias, sería un ejercicio lento y tedioso, pero las últimas indagaciones informaban que había perturbaciones en los límites zonales. Con mala suerte terminarían donde no debían, donde la luz constituía el límite de velocidad. Si eso sucedía, el nuevo estatocolector sería su única escapatoria.
Todo eso estaba dentro de los riesgos aceptables. Antes de conocer a Tallo Verde, Vaina Azul había viajado en lugres, e incluso se había quedado varado un par de veces.
—Me gusta la aventura tanto como a ti —dijo Vaina Azul con cierta preocupación—. Viajar al Fondo, rescatar sofontes de las garras de criaturas salvajes. Con el dinero suficiente, quizá sea razonable. Pero… ¿qué hay si esa nave straumiana es tan importante como cree Ravna? Parece absurdo después de tanto tiempo, pero ella ha convencido a la Org Vrinimi de esa posibilidad. Si allí hay algo que pueda dañar a la Plaga de Straumli…
Si la Plaga sospechaba lo mismo, quizás enviara una flota de diez mil naves para atacar ese objetivo. En el Fondo no serían mucho mejores que las naves convencionales, pero no por ello Tallo Verde y él estarían menos muertos.
Salvo por un tarareo soñador, Tallo Verde callaba. ¿Había perdido el rumbo de la conversación? Luego su voz le llegó a través del agua, una caricia tranquilizadora.
—Lo sé, Vaina Azul; podría ser nuestro fin. Pero deseo arriesgarme. Si es seguro, obtendremos enormes ganancias. Si nuestro viaje puede dañar a la Plaga… bien, es de tremenda importancia. Nuestra ayuda podría salvar a muchas civilizaciones… un millón de playas de escroditas, sólo al pasar.
—Hmm. Te dejas guiar por tu tallo, no por tu escrodo. —Tal vez. —Habían observado el avance de la Plaga desde sus comienzos. Los sentimientos de horror y compasión se habían ido reforzando con el paso de los días hasta que impregnaron sus mentes naturales. Así que Tallo Verde (y también Vaina Azul, no podía negarlo) se interesaba más por la Plaga que por el peligro de ese nuevo contrato.
—Probablemente. Mis temores de efectuar el rescate todavía son analíticos. —Es decir, todavía se limitaban a su escrodo—. Sin embargo, creo que si pudiéramos quedarnos aquí un año, si pudiéramos esperar hasta percibir todos los aspectos… creo que aún optaríamos por ir.
Vaina Azul rodó irritado de un lado al otro. La arena arremolinada se le metía en las frondas. Ella tenía razón, ella tenía razón, pero él no podía decirlo en voz alta: la misión aún le aterraba.
—Y piensa, compañero. Si esto es importante, quizá podamos ayudar. Sabes que la Org está negociando con el Dispositivo Emisario. Con suerte, terminaremos con un escolta diseñado por un Poder Trascendental.
La imagen casi hizo reír a Vaina Azul: dos pequeños escroditas viajando al Fondo del Allá con ayuda del Trascenso.
—Ojalá sea así.
Los escroditas no eran los únicos que sentían ese deseo. Playa arriba, Ravna Bergsndot recorría su oficina. Qué tremenda ironía era que incluso los mayores desastres crearan oportunidades para la gente decente. Su transferencia a Marketing se había hecho permanente con la caída de Artes de Arbitraje. Mientras se propagaba la Plaga y los mercados del Allá Alto se desmoronaban, la Org tenía cada vez mayor interés en prestar servicios de información sobre la Perversión de Straumli. La pericia «especial» de Ravna en asuntos humanos adquiría de pronto un valor extraordinario, sin importar que el reino de Straumli fuera sólo una pequeña parte de lo que ahora era la Plaga. Lo poco que la Plaga decía de sí misma lo decía a menudo en samnorsk. Grondr y compañía continuaban muy interesados en los análisis de Ravna.
Bien, ella había aportado algo. Habían recogido el mensaje de la nave fugitiva y, noventa días después, un mensaje de un superviviente humano, Jefri Olsndot. Apenas habían cambiado cuarenta mensajes, pero eran suficientes para saber acerca de los púas, el señor Acero y los malignos tallamaderas. Suficiente para saber que una pequeña vida humana terminaría si ella no podía ayudar. Irónico pero natural: esa sola vida le pesaba más que todo el horror de la Perversión, más que la caída del reino de Straumli. Gracias a los Poderes, Grondr había apoyado la misión de rescate; era una oportunidad de aprender algo importante acerca de la Perversión de Straumli. Y las manadas de púas también parecían interesarle; las mentes grupales eran un fenómeno fugaz en el Allá. Grondr había mantenido en secreto todo el asunto y persuadió a sus jefes para que respaldaran la misión. Pero quizá su ayuda no bastara. Si la nave fugitiva era tan importante como Ravna creía, grandes peligros aguardaban a los rescatadores.
Ravna escrutó el oleaje. Cuando las olas retrocedían por la arena, las frondas de los escroditas asomaban en la espuma. Cómo les envidiaba; si las tensiones les molestaban, podían desconectarlas. Los escroditas se contaban entre los sofontes más comunes del Allá. Había muchas variedades, pero el análisis concordaba con la leyenda: mucho tiempo atrás habían sido una sola especie. En el pasado ajeno a la Red, habían sido habitantes sésiles de las costas marinas. Abandonados a su suerte, habían desarrollado una forma de inteligencia casi despojada de memoria efímera. Permanecían en el oleaje, formando pensamientos que no dejaban impronta en la mente. Sólo la repetición de un estímulo, con el correr del tiempo, podía hacerlo. Pero la inteligencia y la memoria que poseían tenía valor para la supervivencia: les permitía escoger el mejor sitio para arrojar sus semillas, lugares que significarían resguardo y alimento para la siguiente generación.
Luego, una especie desconocida se había topado con los soñadores y había decidido «ayudarles». Alguien les había puesto sobre plataformas móviles, los escrodos. Con ruedas podían desplazarse a lo largo de las costas, extender sus frondas y zarcillos para manipular cosas. Con la memoria efímera y mecánica del escrodo, pronto aprendieron que su recién adquirida movilidad no les mataría.
Ravna desvió su mirada y vio que alguien flotaba sobre los árboles. El Dispositivo Emisario. Tal vez debería llamar a Tallo Verde y Vaina Azul para que salieran del agua. No. Que disfrutaran un poco más. Si Ravna no conseguía el equipo especial, ya tendrían bastantes problemas después.
Además, prefiero no tener testigos. Se cruzó los brazos sobre el pecho y miró el cielo. La Org Vrinimi había intentado hablar con Antiguo acerca de ello, pero ahora el Poder sólo operaba a través de su Dispositivo Emisario… y él había insistido en un encuentro personal.
El Emisario descendió a pocos metros y se inclinó respetuosamente. Su sonrisa socarrona arruinó el efecto.
—Pham Nuwen, a tu servicio.
Ravna respondió con otra inclinación y le dejó entrar en la oficina. Si él pensaba que un encuentro personal la sacaría de quicio, tenía razón.
—Gracias por venir. La Organización Vrinimi desea efectuar una importante solicitud a tu director. —¿Dueño? ¿Amo? ¿Operador?
Pham Nuwen se sentó y se desperezó con indolencia. No la había visto desde aquella noche en La Compañía Errante. Grondr decía que Antiguo le había mantenido en Relé, hurgando en los archivos, buscando información sobre la humanidad y sus orígenes. Tenía sentido ahora que habían persuadido a Antiguo para restringir el uso de la Red; el Emisario podía encargarse del proceso local, es decir, utilizar la inteligencia humana para investigar y resumir y luego cargar únicamente el material que Antiguo necesitaba.
Ravna le miró por el rabillo del ojo mientras fingía estudiar su dataset. Pham tenía su sonrisa indolente. Ravna se preguntó si alguna vez tendría el valor de preguntarle en qué medida su… romance… había sido algo humano. ¿Pham Nuwen había sentido algo por ella? Demonios, ¿lo había pasado bien, al menos?
Desde el punto de vista de un Trascendente, él quizá fuera un mero trasto abarrotado de datos, pero desde el punto de vista de Ravna aún era demasiado humano.
—Sí, bien… La Org ha seguido controlando la nave fugitiva de Straumli, aunque tu director ha perdido todo interés. Pham enarcó las cejas con amable interés.
—¿Ah así?
—Hace diez días, la señal «estoy aquí» fue interrumpida por un nuevo mensaje, al parecer de un tripulante superviviente.
—Felicitaciones. Lograsteis mantenerlo en secreto, incluso para mí.
Ravna no mordió el anzuelo.
—Hacemos lo posible para guardar este secreto. Por razones que tú debes conocer —proyectó en el aire los mensajes actualizados. Un puñado de llamadas y respuestas, desperdigadas a lo largo de diez días. Traducidos al triskweline para Pham, habían perdido los errores originales de ortografía y gramática, pero el tono permanecía. Ravna era la representante de la Org en esa conversación. Era como hablar con alguien en una habitación oscura, alguien a quien jamás había visto. Había cosas fáciles de imaginar: una voz aguda y estridente detrás de las palabras en mayúsculas y los signos de exclamación. No tenía un vídeo del niño, pero Marketing había exhumado fotos de los padres en los archivos humanos de Sjandra Kei. Parecían straumianos típicos, pero con los ojos castaños de los clanes Oinden. El pequeño Jefri sería delgado y moreno.
La mirada de Pham Nuwen recorrió el texto, se entretuvo en las últimas líneas.
Org [17] Interlocutor [18]: ¿Qué edad tienes, Jefri?: Tengo ocho años. SOY GRANDE PERO NECESITO AYUDA.
Org [18] Interlocutor [19]: Te ayudaremos. Iremos tan pronto como podamos, Jefri: Lamento que ayer no pudiera hablar. La gente mala estuvo de nuevo en la colina ayer. Era peligroso ir a la nave.
Org [19] Interlocutor [20]: ¿Tan cerca están los malos?: Sí, sí. Pude verles desde la isla. Ahora estoy con Amdi a bordo de la nave, pero al venir vimos soldados muertos por todas partes. Las incursiones de Tallamadera son frecuentes. Mi madre ha muerto, mi padre ha muerto, Johanna ha muerto. Acero me protegerá mientras pueda. Dice que debo ser valiente.
Por un momento Pham dejó de sonreír.
—Pobre niño —murmuró. Se encogió de hombros y señaló uno de los mensajes—. Bien, me alegra que Vrinimi envíe una misión de rescate. Es muy generoso de vuestra parte.
—No creas. Mira los puntos 6 a 14. El niño se queja de la automatización de la nave.
—Sí, da la impresión de algo muy primitivo; teclados y vídeo, sin reconocimiento de voz. Un interfaz totalmente incómodo. Parece que el impacto lo estropeó casi todo, ¿eh?
Se hacía el tonto a propósito, pero Ravna resolvió ser infinitamente paciente.
—Tal vez no, considerando el origen de la nave. —Pham sonrió estúpidamente y Ravna decidió continuar con sus explicaciones—. Es probable que los procesadores sean del Allá Alto o del Trascenso y que el entorno actual los haya vuelto obtusos.
Pham Nuwen suspiró.
—Todo guarda coherencia con la teoría de los escroditas, ¿eh? Aún pensáis que ese cascajo oculta un secreto tremendo que hará trizas a la Plaga.
—¡Sí! Mira, hubo un tiempo en que Antiguo sentía mucha curiosidad por todo esto. ¿Por qué tanta indiferencia ahora? ¿Hay alguna razón por la cual la nave no pueda ser la clave para combatir la Perversión?
Así explicaba Grondr la reciente falta de interés de Antiguo. Toda su vida Ravna Bergsndot había oído historias sobre los Poderes y siempre a gran distancia. Ahora estaba muy cerca de interrogar a un Poder directamente. Era una sensación muy extraña.
—No —dijo Pham al cabo de un momento—. Es improbable, pero podrías tener razón.
Ravna suspiró aliviada.
—Bien. Entonces lo que pedimos es razonable. Supongamos que la nave accidentada contenga algo que la Perversión necesite, o algo que tema. Entonces es probable que la Perversión sepa de su existencia y quizás esté controlando el tráfico de ultraimpulso en esa región del Fondo. Una expedición de rescate podría guiar a la Perversión hacia allá. En ese caso la misión sería suicida para sus tripulantes… y podría aumentar el poder de la Plaga.
—¿Y?
Ravna asestó una palmada al dataset, perdiendo la paciencia.
— ¡Y la Org Vrinimi está pidiendo la ayuda de Antiguo para construir una expedición que la Plaga no pueda interceptar!
Pham Nuwen meneó la cabeza.
—Ravna, Ravna. Estás hablando de una expedición al Fondo del Allá. Un Poder no puede guiarte en esa región. Incluso un Dispositivo Emisario quedaría librado a su suerte.
—No aparentes ser más tonto de lo que eres, Pham Nuwen. Allá abajo, la Perversión sufrirá las mismas desventajas. Estamos pidiendo un equipo de origen Trascendente, diseñado para esas profundidades y bien aprovisionado.
—¿Tonto? —Pham Nuwen se irguió, pero la sonrisa aún le flotaba en la cara—. ¿Así es como interpelas a un Poder?
Hacía un año, habría muerto antes que interpelar a un Poder de esa o de cualquier manera. Ravna se reclinó, ofreciendo su propia versión de una sonrisa indolente.
—Tienes línea directa con Dios, amigo; pero yo te contaré un pequeño secreto: sé distinguir cuándo está abierta o cerrada.
—¿Ah sí? ¿Y cómo?
—Pham Nuwen, por su cuenta, es un tipo brillante y ególatra, tan sutil como una patada en la cabeza. —Evocó los momentos que habían pasado juntos—. Sólo empiezo a preocuparme cuando desaparecen la arrogancia y las réplicas ingeniosas.
—Vaya. Tu lógica es un poco endeble. Si el Antiguo me controlara directamente, podría hacer el tonto tanto como —ladeó la cabeza— el hombre de tus sueños. Ravna apretó los dientes.
—Es verdad, pero tengo una ayudita de mi jefe. Me ha autorizado para controlar el uso de transceptores. —Echó un vistazo al dataset—. En este momento, tu Antiguo recibe menos de diez kilobits por segundo de todo Relé… lo cual significa, amigo mío, que no te está teleoperando. El grosero comportamiento que veo hoy revela al auténtico Pham Nuwen.
El pelirrojo rió entre dientes, con cierto embarazo. —Me has pillado. Cumplo deberes por mi cuenta desde que la Org persuadió a Antiguo para que se retirara. Pero debes saber que esos diez kilobits están totalmente dedicados a esta encantadora conversación. —Hizo una pausa como si escuchara, agitó la mano—. Antiguo manda saludos.
Ravna rió contra su voluntad. Había algo absurdo en ese gesto, en la idea de que un Poder se rindiera a un humor tan frívolo.
—Bien, me alegra que él pueda participar. Mira, Pham, no pedimos muchos por tratarse de un Trascendente y podría salvar civilizaciones enteras. Danos unas miles de naves; con naves robot estaría bien.
—Antiguo podría fabricar esa cantidad, pero no serían mucho mejores que las que se construyen aquí. Engañar… —hizo una pausa, como sorprendido de las palabras que él mismo había escogido—. Engañar a la Zona es una tarea sutil.
—De acuerdo. Calidad o cantidad. Nos conformaremos con lo que Antiguo considere…
—No.
—¡Pham! Estamos hablando de unos pocos días de trabajo para Antiguo. Ya ha pagado más que eso para estudiar la Plaga. —La apasionada noche que habían compartido habría costado lo mismo, pensó Ravna, pero no lo mencionó.
—Sí, y Vrinimi ha gastado la mayor parte.
—¡Para compensar a los clientes que excluiste! Pham, ¿no puedes al menos decirnos por qué?
La sonrisa indolente se le borró del rostro. Ravna echó un vistazo al dataset. No, Pham Nuwen no estaba poseído. Recordó la cara que él había puesto al leer los mensajes de Jefri Olsndot. Debajo de esa arrogancia acechaba un ser humano decente.
—Lo intentaré. Ten en cuenta que, aunque he formado parte de Antiguo, estoy recordando y explicando con mis limitaciones humanas.
—Tienes razón, la Perversión está engullendo el Tope del Allá. Quizá perezcan cincuenta civilizaciones antes que este Poder se canse de sus estropicios… y los «ecos» del desastre durarán un par de milenios: sistemas estelares contaminados, especies artificiales con ideas sanguinarias. Odio decirlo así, pero…, ¿y qué? Antiguo ha pensado en este problema durante más de cien días. Es mucho tiempo para un Poder, especialmente para Antiguo. Tiene más de diez años de existencia. Su mente está sufriendo cambios que le pondrán más allá de toda comunicación. En definitiva, todo esto le importa un bledo.
Era un tema estándar en la escuela, pero Ravna no pudo contenerse. Esto era real.
—Nuestra historia está llena de episodios en los que los Poderes ayudaron a las especies del Allá, a veces hasta a individuos. —Ya había buscado a la especie del Allá que había creado a Antiguo. Eran criaturas que parecían sacos de gas. Sus mensajes eran pura jerigonza incluso después de la mejor interpretación de Relé. Al parecer no tenían mayor influencia sobre Antiguo. Sólo contaba con una apelación directa—. Mira, invirtamos el argumento. Ni siquiera los humanos comunes necesitan explicaciones para ayudar a un animal herido.
Pham volvió a sonreír.
—Siempre con tus analogías. Recuerda que ninguna analogía es perfecta, y cuanto más compleja es la automatización, más complejas son las posibles motivaciones. ¿Qué me dices de esta analogía? Antiguo es básicamente un buen tipo, con un cómodo hogar en un buen barrio de la ciudad. Un día nota que tiene un nuevo vecino, un tipo sucio cuya casa está inundada de tóxicos viscosos. Si tú fueras Antiguo, te preocuparías, ¿verdad? Echarías una ojeada debajo de tus propiedades. También conversarías con el nuevo vecino para averiguar de dónde vino, qué está pasando. La Org Vrinimi vio parte de esa investigación.
»Así descubres que el nuevo vecino es insalubre. Su estilo de vida consiste en envenenar tierras pantanosas y en comer la viscosidad que produce. Es un fastidio; apesta y lastima a muchos animales inofensivos. Pero, después de investigar, confirmas que el daño no afectará tu propiedad y logras que el vecino tome medidas para reducir la pestilencia. En todo caso, comer desechos tóxicos sólo puede acortarle la vida. —Hizo una pausa—. Como analogía, creo que ésta es bastante acertada. Después del misterio inicial, Antiguo ha determinado que esta Perversión presenta un diseño común, tan insignificante y trivial que incluso criaturas como tú y yo vemos que es maligna. Hace cien millones de años que en una forma u otra aflora de los archivos del Allá.
—¡Demonios! Yo reuniría a mis vecinos y echaría a ese degenerado de la ciudad.
—Se ha hablado de ello, pero sería caro… y mucha gente podría resultar herida. —Pham Nuwen se levantó ágilmente y sonrió con displicencia—. Bien, era todo lo que teníamos que decirte. —Se alejó de la arboleda. Ravna se dispuso a perseguirle.
—Mi consejo personal es que no te lo tomes tan a pecho, Ravna. Lo he visto todo. Desde el Fondo de la Lentitud hasta las entrañas de un Poder Trascendente, cada Zona tiene sus aspectos desagradables. El fundamento de la Perversión, termodinámico, económico, como quieras representarlo, es la alta calidad de pensamiento y comunicación en el Tope del Allá. La Perversión no ha tocado una sola civilización del Allá Medio. Aquí, las demoras y gastos en comunicaciones son demasiado grandes, y aun el mejor equipo es obtuso. Para dirigir las cosas necesitarías flotas en pie de guerra, policía secreta, transceptores torpes… sería casi tan chapucero como cualquier otro imperio del Allá, y nada rentable para un Poder. —Se dio la vuelta y vio su expresión sombría—. Oye, te estoy diciendo que tus bonitas posaderas están a salvo. —Bajó la mano para palmearle el trasero.
Ravna le apartó la mano y retrocedió. Había tratado de elaborar un argumento ingenioso que le indujera a pensar. Había casos en los que los Dispositivos Emisarios habían alterado la decisión del director. Pero esas ideas a medio formar se disiparon y sólo dijo: —¿Y cuán a salvo está tu propio trasero, eh? Dices que Antiguo está dispuesto a hacer la maleta y marcharse adondequiera que vayan los Poderes vetustos. ¿Piensa llevarte; o simplemente te echará a un lado, como una mascota que ahora le incomoda?
Fue un intento tonto y Pham Nuwen sólo rió.
—¿Más analogías? No, lo más probable es que me abandone. Ya sabes, como una sonda robot volando en libertad después de su misión. —Otra analogía, pero de su agrado—. De hecho, si ocurre pronto, yo podría interesarme en esta expedición de rescate. Parece que Jefri Olsndot está en una civilización medieval. Apuesto a que nadie de la Org entiende ese lugar mejor que yo; y, en el Fondo, tu tripulación no podría pedir mejor camarada que un viejo capitán Qeng Ho. —Hablaba airosamente, como si el coraje y la experiencia fueran cosa cotidiana para él, aunque otros fueran animalillos cobardes.
—¿De veras? —Ravna puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza. Era demasiado cuando toda la existencia de ese hombre era un fraude—. Eres el principito que se crió en medio de la intriga y el asesinato, y luego voló a las estrellas con el Qeng Ho… ¿Alguna vez piensas en ese pasado, Pham Nuwen? ¿O es algo que Antiguo tiene la discreción de impedirte? Después de nuestra encantadora velada en La Compañía Errante, yo pensé en ello. Y, ¿sabes qué? Hay muy pocas cosas que sepas con certeza. Sí, eras un viajero de la Zona Lenta… tal vez dos o tres viajeros, porque ninguno de los cadáveres estaba completo. Tú y tus amigotes os matasteis en la zona más profunda de la Lentitud. ¿Qué más? Bien, tu nave no tenía memoria recuperable. La única copia impresa que hallamos parecía escrita en un idioma asiático de la Tierra. Eso es todo, lo único con que contaba Antiguo cuando montó su fraude.
Pham mostró cierta desazón. Ravna continuó antes que él pudiera hablar.
—Pero no culpes a Antiguo. Él llevaba cierta prisa, ¿verdad? Tenía que convencernos a Vrinimi y a mí de que eras real. Hurgó en los archivos, armó para ti una realidad hecha de fragmentos. Tal vez le llevó una tarde. ¿Le agradeces el esfuerzo? Una pizca de aquí y otra de allá. En efecto, existió un Qeng Ho. En la Tierra, mil años antes del vuelo espacial. Y deben haber existido colonias de ascendencia asiática, aunque se trata de una obvia extrapolación por parte de Antiguo. En realidad tiene un gran sentido del humor. Transformó tu vida en una aventura romántica, incluida la expedición con final trágico. Eso debió haberme puesto sobre aviso, dicho sea de paso. Es una combinación de varias leyendas prenyjoranas.
Recobró el aliento y continuó.
—Lo lamento por ti, Pham Nuwen. Mientras no pienses demasiado en ti mismo, puedes ser el tío más aplomado del espacio pero, ¿alguna vez has examinado de cerca tu destreza, tus logros? Apuesto a que no. Ser un gran guerrero o un piloto experto requiere un millón de subtalentos, lo cual incluye elementos anestésicos por debajo del nivel del pensamiento consciente. El fraude de Antiguo sólo necesitaba los recuerdos de los niveles superiores y una personalidad arrolladora. Mira bajo la superficie, Pham. Creo que hallarás un gran vacío. —Un frágil sueño de heroísmo.
El pelirrojo se cruzó de brazos y se tamborileó la manga con un dedo. Cuando Ravna dejó de hablar, la miró con una sonrisa paternalista.
—Ah, tonta Ravna. Ni siquiera ahora comprendes cuán superiores son los Poderes. Antiguo no es una tiranía del Allá Medio, que lava el cerebro de sus víctimas con recuerdos superficiales. Incluso un fraude Trascendente es más profundo que la imagen de la realidad en una mente humana. ¿Y cómo puedes saber que esto es un fraude? Conque examinaste los archivos de Relé, y no hallaste mi Qeng Ho. —Mi Qeng Ho. Hizo una pausa. ¿Recordando? ¿Tratando de recordar? Por un instante Ravna le vio un destello de pánico en el rostro. Luego se esfumó y sólo quedó su sonrisa—. ¿Quién puede imaginar los archivos del Trascenso?, ¿todas las cosas que Antiguo debe saber sobre la humanidad? La Org Vrinimi debería agradecerle a Antiguo que explicara mis orígenes, porque nunca lo habría averiguado por su cuenta. Mira, lamento no poder ayudar. Aunque en otros sentidos sea una necedad, me gustaría que rescataran a esos chicos. Pero no te preocupes por la Plaga. Ahora está cerca de su expansión máxima. Aunque pudieras destruirla, no mejorarías la situación de los pobres desgraciados que ya ha absorbido. —Rió, quizá con demasiada estridencia—. Bien, debo irme. Antiguo me ha encargado algunas tareas para esta tarde. No le convencía esta entrevista personal, pero no insistió. Las ventajas del trabajo autónomo. Tú y yo pasamos buenos momentos juntos y pensé que sería agradable hablar contigo. No quería que te enfadaras.
Pham activó su agrávido y se elevó de la arena. Saludó lacónicamente. Ravna alzó la mano para devolver el saludo. La figura se encogió, rodeándose de una tenue aureola cuando abandonó la atmósfera respirable de las Dársenas y se activó el traje espacial.
Ravna se quedó mirando hasta que la figura se transformó en un viajero más en el cielo índigo. Maldición. Maldición. Maldición.
A sus espaldas oyó ruedas crujiendo en la arena. Vaina Azul y Tallo Verde habían salido del agua. La humedad relucía a los lados de sus escrodos, transformaba sus franjas cosméticas en estrías irisadas. Ravna les salió al encuentro. ¿Cómo les digo que no habrá ayuda?
Con un representante como Pham Nuwen, Antiguo le había parecido muy diferente de lo que imaginaba por sus clases en Sjandra Kei. Casi había pensado que podría cambiar las cosas con sólo hablar. Vaya broma. Ahora había vislumbrado algo más: un ser que podía jugar con las almas tal como un programador juega con un gráfico; un ser tan alejado de ella que sólo su indiferencia podía protegerla. Alégrate, Ravna, pequeño insecto. La llama te deslumbró sin quemarte.
En las semanas siguientes todo anduvo asombrosamente bien. A pesar de la negativa de Pham Nuwen, Vaina Azul y Tallo Verde aún estaban dispuestos a efectuar el rescate. La Org Vrinimi incluso aportó nuevos recursos. Cada día, Ravna realizaba una tele-excursión a los astilleros. El Fuera de Banda II no obtendría mejoras Trascendentes, pero cuando se concluyera su reacondicionamiento, la nave sería algo extraordinario. Ahora flotaba en una dorada bruma de estructuradores, millones de robots diminutos que remodelaban sectores del casco dándole forma de lugre. A veces la nave parecía frágil como una polilla, a veces un pez abisal. La nave reconstruida podría sobrevivir en diversos entornos. Tenía los impulsores principales de una nave de ultraimpulso, pero el casco era estilizado y esbelto, con la clásica forma de una nave estatocolectora. Los lugres operaban peligrosamente cerca de la Zona Lenta. La superficie de la zona era difícil de detectar a distancia y aún más difícil de cartografiar; y había perturbaciones. Un lugre podía quedar atrapado a un par de años-luz de la Lentitud. Entonces, uno agradecía el estatocolector y las instalaciones de sueñofrío. Desde luego, los viajeros eran antiguallas cuando regresaban a la civilización, pero al menos estaban vivos.
Ravna examinó las espinas que erizaban el casco. Eran más anchas que en la mayoría de las naves que iban a Relé. No eran óptimas para el Allá Medio o Alto, pero con ordenadores adecuados (es decir, del Allá Bajo) la nave podría volar con gran celeridad cuando llegara al Fondo.
Grondr le permitió dedicar gran parte de su tiempo al proyecto y, al cabo de unos días, Ravna comprendió que no era un mero favor. Ella era la persona más capacitada para esa tarea. Conocía a los humanos y era experta en gestión de archivos. Jefri Olsndot necesitaba aliento todos los días y las cosas que contaba Jefri tenían una importancia inmediata. Aunque todo saliera de acuerdo con los planes, aunque la Perversión no se entrometiera, el rescate sería complicado. El niño y su nave parecían estar en medio de una guerra. El rescate exigiría gran rapidez en las decisiones. Necesitarían una base de datos efectiva a bordo y un programa estratégico. Pero muchos elementos no funcionarían en el Fondo, y la capacidad de memoria sería limitada. Ravna debería decidir qué materiales de la biblioteca trasladar a la nave, equilibrar la disponibilidad local con los recursos que serían accesibles con la ultraonda de Relé.
Grondr estaba disponible en la red local y a menudo en tiempo real. Quería que el proyecto funcionara.
—No se preocupe, Ravna. Dedicaremos parte de R00 a esta misión. Si su antena funciona bien, los escroditas tendrán un enlace de treinta kilobits con Relé. Usted será su principal contacto aquí, y tendrá acceso a nuestros mejores estrategas. Si nada interfiere, no tendrá problemas para dirigir este rescate.
Cuatro semanas atrás, Ravna no se habría atrevido a pedir más, pero ahora:
—Señor, tengo una idea mejor. Mándeme con los escroditas.
Los órganos bucales de Grondr chasquearon con fuerza. Ravna había visto esa expresión de sorpresa en gente como Egravan, pero nunca en el envarado Grondr. Su jefe calló un instante.
—No. La necesitamos aquí. Usted es nuestra mayor garantía de cordura cuando se trata de asuntos relacionados con la humanidad.
Los grupos de noticias interesados en la Perversión de Straumli irradiaban más de cien mil mensajes por día, y una décima parte de éstos se relacionaba con los humanos. Miles de esos mensajes eran refritos de viejas ideas, o ridiculeces patentes, o probables mentiras. Las automatizaciones de Marketing tenían capacidad suficiente para filtrar las redundancias y algunas ridiculeces; pero cuando se trataba de interrogantes sobre la naturaleza humana, Ravna no tenía parangón. Pasaba la mitad del tiempo guiando ese análisis y respondiendo a preguntas sobre la humanidad en los archivos. Esto resultaría casi imposible si se marchaba con los escroditas.
En los días siguientes, Ravna siguió insistiendo sobre esta cuestión. Quien se encargara del rescate necesitaría entenderse con los humanos. Niños humanos, además. Era muy probable que Jefri Olsndot jamás hubiera visto a un escrodita. Era un buen argumento, y poco a poco le iba sumiendo en la desesperación, pero no bastaba para cambiar la actitud de la vieja mente de Grondr. Se necesitarían algunos acontecimientos externos para ello. Al transcurrir las semanas, la expansión de la Plaga se volvió más lenta. Como sostenían todos, y como Antiguo había afirmado a través de Pham Nuwen, parecían existir límites naturales para la medida en que la Perversión podía extender sus intereses. El pánico abyecto desapareció gradualmente del tráfico de comunicaciones del Allá Alto. Los rumores y los refugiados procedentes de los volúmenes absorbidos se redujeron casi a cero. La gente había abandonado los espacios apestados, pero ahora se parecía más a la muerte en un cementerio que a la muerte por contagio. Los grupos de noticias relacionados con la Plaga continuaron comentando la catástrofe, pero el nivel de refritos improductivos aumentaba gradualmente. Simplemente había pocas novedades. En los próximos diez años, la muerte física se expandiría por la región apestada. La colonización se reiniciaría, tanteando cautelosamente las ruinas, las trampas informacionales y las especies residuales. Pero faltaba mucho para ello y el tema ya representaba menos ganancias para Relé.
… Y Marketing mostraba mayor interés en la nave fugitiva de Straumli. Ninguno de los programas de estrategia (y mucho menos Grondr) creían que el secreto de la nave pudiera afectar a la Plaga; pero era probable que generase ventajas comerciales cuando la Perversión se cansara de su juego Trascendente. Y las mentes colectivas de los púas les habían interesado. Correspondía esforzarse al máximo y que Ravna abandonara su tarea en las Dársenas para participar en la misión.
Para su asombro, su fantasía infantil de rescate y aventuras se concretaría. Y, más asombroso aún, la perspectiva me aterra menos de lo que creía.
Interlocutor [56]: Lamento no haver rresponddo por un tiempo no me siento muy vien. Acero dice que devo hablar contigo. Dice que necesito más amigos para sentirme mejhor. Amdi también dice así y es mi mejor amigo… como muchos perros pero inteligente y divertido. Ojalá pudiera enviar fotos. Acero tratará de responderr tus preguntas, hace lo posivle por ayudar, pero las manadas malas regresarán. Amdi y yo intentamos seguir tus instrucciones con la nave. Lo lamento, no da resultado… Odio ese tonto teclado…
Org [57]: Hola, Jefri. Amdi y Acero tienen razón. Siempre me agrada hablar y te hará sentir mejor. Hay inventos que podrían ayudar a Acero. He pensado en algunas mejoras para sus arcos y lanzallamas. También enviaré información sobre diseño de fortalezas. Por favor dile que no podemos enseñarle a conducir la nave. Sería peligroso incluso para un piloto experto…
Interlocutor [57]: Sí, hasta papá tuvo dificultades para el aterrizaje, xkskw898kio45 creo que Acero no entiende, y se está desesperando. No hay otra cosa, como las de los viejos tiempos? Bombas y aviones que pudiéramos fabricar?
Org [58]: Hay otros inventos, pero Acero tardaría en fabricarlos. Nuestra nave estelar partirá pronto de Relé, Jefri. Estaremos allí mucho antes de que puedan fabricarlas…
Interlocutor [58]: Vendréis? Al fin vendréis!!!!! Cuándo? Cuándo llegaréis aqui???
Ravna componía sus mensajes para Jefri en un teclado, porque le permitía compenetrarse con la situación del niño. Él parecía estar aguantando, aunque aún había días en que no escribía (era extraño pensar en «depresión mental» tratándose de un niño de ocho años). Otras veces parecía tener un berrinche ante el teclado y, a través de veintiún mil años-luz, Ravna podía comprobar que el pequeño asestaba puñetazos a las teclas.
Ravna sonrió. Hoy, al fin, podía ofrecerle algo más que promesas inconcretas. Tenía una hora de partida confirmada. Jefri recibiría con gusto el mensaje [59]. Tecleó: «Debemos partir dentro de siete días, Jefri. El tiempo de viaje será de treinta días.» ¿Convenía dar más detalles? Los últimos informes de los grupos de noticias de los límites de la Zona comentaban que el Fondo estaba inusitadamente turbulento. El mundo de los púas estaba muy cerca de la Zona Lenta. Si la «tormenta» arreciaba, el tiempo de viaje se prolongaría. Existía una probabilidad del uno por ciento de que el viaje llevara más de sesenta días. Se alejó del teclado. ¿Era necesario aclararlo? Demonios. Mejor ser franca; esas fechas podían afectar a los lugareños que ayudaban a Jefri. Explicó las probabilidades y las dificultades, luego describió la nave y las cosas maravillosas que llevarían. El niño habitualmente no escribía largas parrafadas (salvo cuando retransmitía información de Acero), pero parecía recibir con gusto las cartas largas.
El Fuera de Banda II era sometido a las últimas revisiones. Su ultraimpulso fue reconstruido y verificado; los escroditas viajaron un par de miles de años-luz para verificar la antena múltiple. La antena funcionaba a la perfección. Ella y Jefri podrían conversar durante casi todo el viaje. Desde el día anterior, la nave estaba abarrotada de vituallas. (Esto sonaba a una aventura medieval. Pero era preciso llevar provisiones cuando uno iba tan abajo que los gráficos de la realidad no eran de fiar.) El día de mañana la gente de Grondr cargaría el compartimento de carga con instrumental que podría ser muy útil en un rescate. ¿Debería mencionarlo? Parte del mismo podría intimidar algo a los amigos de Jefri.
Aquella noche, ella y los escroditas celebraron una fiesta en la playa. Así la llamaron, aunque se parecía más a la versión humana que a la versión escrodita. Vaina Azul y Tallo Verde se habían alejado del agua para instalarse donde la arena era seca y tibia. Ravna tendió algo de comida en el pañol de carga de Vaina Azul. Se sentaron en la arena y admiraron el ocaso.
Celebraban que Ravna hubiera obtenido autorización para abordar la FDB y que la nave ya estuviera casi lista para partir.
—¿De veras te alegras de ir, mi dama? —le preguntó Vaina Azul—. Nosotros dos ganaremos mucho dinero, pero tú…
Ravna rió.
—Obtendré una bonificación en viajes. —Había insistido tanto en que le dieran la autorización, que no le quedaba mucho margen para negociar la paga—. Y sí. De veras quiero ir.
—Me alegra —dijo Tallo Verde.
—Es de risa —dijo Vaina Azul—, Mi compañera está complacida de que nuestra pasajera no sienta amargura. Casi perdimos nuestro afecto por los bípedos después de embarcarnos con los certificantes. Pero ahora no hay nada que temer. ¿Has leído Grupo Amenazas en las últimas quince horas? La Plaga ha cesado de crecer y sus bordes se han definido con mayor precisión. La Perversión está alcanzando la madurez. Ahora estoy dispuesto a partir.
Vaina Azul demostraba gran interés en las «manadas» de púas y los planes para rescatar a Jefri y otros posibles supervivientes. Tallo Verde aportaba algunas ideas. Aunque era menos tímida que antes, aún parecía más discreta, más retraída que su compañero. Y también era más realista. Se alegraba de que aún faltara una semana para partir. Todavía debían realizar los últimos chequeos de la nave y Grondr había convencido a la Org para que financiara una pequeña flota de naves señuelo. Ya habían terminado cincuenta. A finales de semana habrían construido un centenar.
Las Dársenas se perdían en la noche. Con esa atmósfera ligera, el crepúsculo era breve, pero los colores eran espectaculares. La playa y los árboles relucían bajo los rayos horizontales. El aroma de las flores se mezclaba con el olor salobre del mar. Del otro lado del mar, todo era un contraste de brillo y oscuridad, siluetas que podían ser ornamentos Vrinimi o equipo funcional de las dársenas; Ravna nunca lo había sabido. El sol se hundió detrás del mar, tiñendo el horizonte de naranja y rojo, con una ancha franja verde que tal vez fuera oxígeno ionizado.
Los escroditas no hicieron girar sus escrodos para tener mejor vista, quizá ya estuvieran mirando hacia allá, pero dejaron de hablar. Cuando se puso el sol, las olas se despedazaron en mil imágenes, destellos verdes y amarillos a través de la espuma. Ravna supuso que ambos habrían preferido estar en el agua. Les había visto con frecuencia en el ocaso, sentados donde el oleaje rompía con más fuerza. Cuando el agua se retiraba, sus tallos y frondas se extendían como brazos de mendigos. En esas ocasiones, Ravna casi entendía a los escroditas menores que pasaban la vida entera memorizando esos momentos repetidos. Sonrió bajo el verdoso crepúsculo. Ya tendría tiempo de sobra para preocuparse y planificar.
Permanecieron así veinte minutos. En la línea curva de la playa, Ravna vio fuegos diminutos en la oscuridad, otras fiestas. En las cercanías se oyeron pisadas en la arena. Se volvió y vio que era Pham Nuwen.
—¡Por aquí! —llamó.
Pham caminó hacia ellos. No le había visto mucho desde su última confrontación y Ravna suponía que algunas de sus frases hirientes habían surtido efecto. Esta vez, espero que Antiguo le haya hecho olvidar. Pham Nuwen tenía potencial para ser una persona auténtica; no había sido correcto herirle a él porque no podía desquitarse con su director.
—Siéntate. La galaxia despuntará dentro de media hora.
Los escroditas emitieron un susurro. Estaban tan sumidos en la contemplación del ocaso que sólo entonces repararon en el visitante.
Pham Nuwen se alejó un par de pasos y se plantó frente al mar con los brazos en jarras. Miró a Ravna, y el crepúsculo verde infundió a su rostro una turbadora intensidad. Torció la boca en su sonrisa de costumbre.
—Creo que te debo una disculpa.
¿Antiguo te dejará unirte a la especie humana, a fin de cuentas? Pero Ravna se sintió conmovida. Apartó los ojos.
—Creo que yo también. Si Antiguo no quiere ayudar, que no ayude. No debí haber perdido los estribos. Pham Nuwen rió en voz baja.
—El tuyo fue un error menor. Todavía trato de comprender en qué me equivoqué y… no creo que tenga tiempo para aprenderlo.
Volvió a mirar el mar. Al cabo de un instante, Ravna se levantó y caminó hacia él. De cerca los ojos de Pham parecían vidriosos. —¿Qué pasa? —Maldito seas, Antiguo. Si vas a abandonarle, no lo hagas por partes.
—Tú eres la gran experta en Poderes Trascendentes, ¿eh? Más sarcasmo. —Bien…
—¿Aquellos tíos tienen guerras? Ravna se encogió de hombros.
—Circulan rumores. Creo que hay conflictos, pero demasiado sutiles para llamarlos guerras.
—Pues tienes razón. Hay una lucha, pero tiene más matices que todo lo que sucede aquí abajo. Los beneficios de la colaboración suelen ser tan grandes que… En parte, fue por eso que no me tomé la Perversión en serio. Además, es una criatura lamentable, un cachorro gemebundo que ensucia su propio cubil. Aun si deseara matar a otros Poderes, no está en condiciones de hacerlo. Ni en mil millones de años…
Vaina Azul se les acercó. —¿Quién es éste, mi dama?
Eran las típicas interrupciones escroditas a las que justo se estaba acostumbrando. Si Varna Azul se sincronizara con la memoria del escrodo, lo sabría. Pero, de repente, comprendió el sentido de la pregunta. ¿Quién es él? Miró su dataset. Revelaba el estado de transceptor desde que Pham Nuwen había llegado. Y… ¡por los Poderes, un solo cliente había acaparado tres transceptores! Retrocedió un paso. —¡Tú!
—¡Yo! Otro encuentro personal, Ravna. —La sonrisa socarrona era una parodia de la sonrisa de Pham—. Lamento no poder ser encantador esta noche. —Se palmeó el pecho torpemente—. Estoy usando los instintos de esta cosa… estoy demasiado ocupado tratando de sobrevivir.
Un hilillo de baba le humedecía la barbilla. Los ojos de Pham se fijaban en ella y luego se extraviaban.
—¿Qué le estás haciendo a Pham?
El Dispositivo Emisario avanzó hacia ella, tambaleó.
—Haciendo lugar —dijo la voz de Pham Nuwen.
Ravna pronunció el código de fono de Grondr. No hubo respuesta. El Dispositivo Emisario sacudió la cabeza.
—La Org Vrinimi está muy ocupada tratando de convencerme de que deje su equipo en paz, armándose de coraje para expulsarme. No creen en lo que digo —soltó una risa ahogada—. No importa. Ahora entiendo que este ataque es una mera distracción… ¿Qué me dices, pequeña Ravna? ¿Entiendes? La Plaga no es una Perversión Clase Dos. En el tiempo que me queda, sólo puedo tratar de adivinar qué es. Algo muy viejo, muy grande. Sea lo que fuere, me está comiendo vivo.
Vaina Azul y Tallo Verde se acercaron a Ravna haciendo crujir las frondas. A miles de años-luz, en pleno Trascenso, un Poder luchaba para sobrevivir. Y lo único que ellos veían era un hombre transformado en un lunático delirante.
—Conque he aquí mi disculpa, pequeña Ravna. Ayudarte tal vez no me habría salvado —se le estranguló la voz y respiró entrecortadamente—. Pero ayudarte ahora me brindará un grado de… bien, venganza es un motivo que comprenderías. He ordenado a vuestra nave que descienda. Si os movéis deprisa y no usáis agrávidos, podréis sobrevivir a la próxima hora.
La voz de Vaina Azul era tímida y agitada a la vez. —¿Sobrevivir? Sólo un ataque convencional daría resultado aquí y no hay indicios de ello.
Un maniático rodeado por una noche apacible. El dataset de Ravna no mostraba nada extraño, salvo el otorgamiento de anchura de banda a Antiguo.
Pham Nuwen rió ásperamente.
—Oh, es bastante convencional, pero muy astuto. Unos pocos gramos de trastorno replicante, repartido en varias semanas. Está floreciendo ahora, sincronizado con el ataque… El engendro perecerá en cuestión de horas, después de matar las preciosas automatizaciones de Relé… ¡Ravna! Coge la nave, o muere en los próximos segundos. Coge la nave. Si sobrevives, ve al Fondo. Consigue el… —el Dispositivo Emisario se irguió, sonrió por última vez—. Y aquí está mi obsequio para ti, la mejor ayuda que puedo brindarte.
La sonrisa desapareció. La mirada vidriosa fue reemplazada por una mirada de asombro y luego de terror. Pham Nuwen inhaló profundamente y atinó a lanzar un alarido antes de desplomarse. Cayó de bruces, contorsionándose y ahogándose en la arena.
Ravna gritó de nuevo el código de Grondr y corrió hacia Pham Nuwen. Le tendió de espaldas y trató de limpiarle la boca. La convulsión duró varios segundos y Pham no dejaba de patalear. Ravna recibió golpes mientras trataba de calmarle. Luego Pham se distendió, respirando con dificultad.
—De algún modo ha capturado la FDB —dijo Vaina Azul—. Está a cuatro mil kilómetros y enfila hacia las Dársenas. Gimo. Estamos arruinados. —Un vuelo no autorizado cerca de las Dársenas era causa de confiscación.
Ravna sospechaba que ya no tenía importancia.
—¿Hay señales de ataque? —preguntó por encima del hombro. Acomodó la cabeza de Pham para facilitarle la respiración.
Los escroditas susurraron.
—Hay algo raro —dijo Tallo Verde—. Se ha suspendido el servicio en los transceptores principales. —Conque Antiguo aún sigue transmitiendo—. La red local está muy atestada. Muchas automatizaciones, muchos empleados son llamados para servicio especial.
Ravna se echó hacia atrás. El negro cielo estaba tachonado de brillantes puntos de luz, naves que se dirigían a las Dársenas. Todo muy normal. Pero su dataset estaba mostrando lo que decía Tallo Verde.
—Ravna, no puedo hablar ahora —sonó en el aire la crispada voz de Grondr. Este debía ser su programa asociado—. Antiguo se ha apoderado de la mayor parte de Relé. Cuídate del Dispositivo Emisario. —¡Un poco tarde para eso!—. Hemos perdido contacto con la valla de vigilancia que está más allá de los transceptores. Tenemos fallos de programa y de hardware. Antiguo afirma que nos atacan. —Una pausa de cinco segundos—. Vemos rastros de una flota maniobrando en el límite de las defensas locales. —Eso estaba a sólo medio año-luz.
—¡Brap! —exclamó Vaina Azul—. ¡El límite de las defensas locales! ¿Cómo es posible que no les vieran llegar? —Rodó de atrás para adelante, giró.
El asociado de Grondr ignoró la pregunta.
—Un mínimo de tres mil naves. Destrucción de transceptores inmin…
—Ravna, ¿los escroditas aún están con usted? —era la voz de Grondr, pero más tensa, más crispada. Ésta era la persona real.
—Sí.
—La red local está fallando. El soporte vital falla. Las Dársenas caerán. Seríamos más fuertes que la flota atacante, pero nos estamos pudriendo por dentro… Relé está agonizando —la voz se agudizó—, pero Vrinimi no morirá, y un contrato es un contrato. Diga a los escroditas que les pagaremos, de algún modo, algún día. Requerimos… imploramos que realicen la misión que les encomendamos, Ravna.
—Sí. Están oyendo.
—¡Entonces márchese! —y la voz calló. —La FDB llegará en doscientos segundos —dijo Vaina Azul. Pham Nuwen se había calmado y respiraba con mayor regularidad. Mientras los dos escroditas parloteaban, Ravna miró en torno y, de pronto, comprendió que la muerte y la destrucción consistían sólo en informes lejanos. La playa y el cielo estaban tan apacibles como siempre. Los últimos rayos del sol habían dejado las olas. La espuma era una franja borrosa en la luz verde. Luces amarillas fulguraban en los árboles y las lejanas torres.
Pero era evidente que había corrido la alarma. Oyó que se activaban los datasets. Algunas fogatas de la playa se apagaron y las figuras que las rodeaban corrieron hacia la arboleda o se elevaron, enfilando hacia oficinas más alejadas. Naves estelares abandonaron sus refugios del otro lado del mar, elevándose hasta relumbrar en la agonizante luz del sol.
Era el último momento de paz de Relé. Una mancha de oscuridad fulgurante cubrió el cielo. Ravna jadeó ante esa luz, tan distorsionada que resultaba invisible. Brillaba más en su mente que en sus ojos. Costaba diferenciarla objetivamente de la negrura.
—¡Allá hay otra! —exclamó Vaina Azul. Estaba cerca del horizonte de las Dársenas, un borrón de oscuridad de un grado de diámetro. Los bordes eran como una hemorragia de negro sobre negro.
—¿Qué es eso? —Ravna no era una entusiasta de la guerra, pero había leído bastantes historias de aventuras. Conocía la existencia de las bombas de antimateria y los proyectiles relativistas KE. En la lontananza esas armas eran brillantes manchas de luz, a veces una fluctuación orquestada o un resplandor incandescente que bañaba un planeta como una parsimoniosa gota de agua. Sus lecturas la habían preparado para estas imágenes. Lo que veía ahora parecía más un defecto ocular que una visión de guerra.
Sólo los Poderes sabían qué veía un escrodita, pero Vaina Azul dijo:
—Los transceptores principales… los han vaporizado, creo.
—¡Pero están a años-luz de distancia! No hay modo de ver…
Apareció otra mancha de color, flotando por doquier. Pham Nuwen sufrió otro espasmo, pero menos violento. No le costó sostenerle, pero le goteaba sangre de la boca. Tenía la espalda de la camisa mojada con algo que apestaba a podredumbre.
—La FDB llegará en cien segundos. Mucho tiempo, mucho tiempo —dijo Vaina Azul, rodando de aquí para allá. En su afán de tranquilizarles, sólo demostraba su nerviosismo—. Sí, mi dama, años-luz. Y dentro de muchos años, el fogonazo iluminará el cielo para cualquiera que aún viva aquí. Pero sólo una fracción de la vaporización está emitiendo luz. El resto es un borbotón ultraonda tan inmenso que afecta la materia común… El desborde excita tanto los nervios ópticos que el sistema nervioso se convierte en un receptor. —Giró en redondo—. Pero no te preocupes. Somos resistentes y rápidos. Hemos pasado por momentos de peligro. —Era absurdo que una criatura sin memoria efímera alardeara de sus reflejos. Ravna esperó que el escrodo estuviera a la altura de las circunstancias.
—¡Mirad! —exclamó Tallo Verde con dolorosa estridencia.
El oleaje se estaba replegando a mayor distancia que nunca.
—¡El mar está cayendo! —gritó Tallo Verde. La orilla se había desplazado doscientos metros. El horizonte verdoso se estaba derrumbando.
—La nave aún está a cincuenta segundos. Volaremos a su encuentro. ¡Ven, Ravna!
El valor de Ravna murió en ese instante. ¡Grondr había dicho que las Dársenas caerían! El cielo estaba atestado de gente que volaba en busca de protección. A cien metros la arena misma se arremolinaba, un alud que se despeñaba en el abismo. Ravna recordó algo que había dicho Antiguo y de pronto supo que los fugitivos cometían un terrible error. Ese pensamiento fue más vivido que su terror.
—¡No! Busquemos un terreno más alto.
La noche ya no era silenciosa. Un campanilleo gimoteante subía desde el mar. El sonido se propagó. La brisa del ocaso era un vendaval que arrastraba los árboles hacia el agua, haciendo volar ramas y arena.
Ravna aún estaba de rodillas, estrujando los lacios brazos de Pham. Ni aliento ni pulso. Los ojos la miraban sin ver. El regalo de Antiguo. ¡Al demonio con los Poderes! Cogió a Pham Nuwen por las axilas y se lo cargó a la espalda.
Jadeó, se tambaleó. Debajo de la camisa había cavidades donde debía haber habido carne sólida. Algo húmedo y hediondo le goteaba por los costados. Se levantó penosamente, llevando el cuerpo a rastras.
—Tardaremos horas en llegar a alguna parte —gritó Vaina Azul. Se elevó del suelo, conduciendo su agrávido contra el viento. Escrodo y escrodita bailotearon ebriamente un instante y, súbitamente, cayeron al suelo, arrastrados por el viento hacia el hoyo aullador donde había estado el mar. Tallo Verde se interpuso para impedir que cayera. Vaina Azul se enderezó y ambos regresaron hacia Ravna. La voz del escrodita se perdía en el viento —… falla el agrávido. —Y con él, la estructura misma de las Dársenas. Se alejaron penosamente del mar que les succionaba. —Encuentra un lugar para el descenso de la FDB. La arboleda era ahora una escabrosa hilera de cerros. El paisaje cambiaba ante sus ojos y bajo sus pies. El gruñido sonaba por todas partes, a veces tan fuerte que vibraba a través de los zapatos de Ravna. Evitaron el terreno que se hundía, los orificios que se abrían por doquier. La noche ya no era oscura. Un fulgor azul bordeaba los hoyos… luces de emergencia, o un efecto lateral del fallo del agrávido. A través de esos hoyos se veía la nubosa noche de Nivel Suelo, cien kilómetros más abajo. El espacio intermedio no estaba vacío, sino poblado de fantasmas palpitantes; millones de toneladas de agua y tierra y cientos de viajeros volantes agonizando. La Org Vrinimi pagaba el precio de construir las Dársenas en agrávido en vez de en órbita inercial.
Los tres lograron avanzar. Pham Nuwen pesaba demasiado y Ravna se tambaleaba a izquierda y derecha tanto como avanzaba hacia delante. Pero sin embargo era más liviano de lo que parecía. Y eso era aún más aterrador a su manera; ¿estaría fallando también el Nivel Alto?
La mayoría de los agrávidos murieron por un fallo, pero algunos fueron presa del caos. Fragmentos de árboles y tierra se desgajaban de la cima de los cerros y salían disparados hacia arriba. El viento cambiaba continuamente, pero ahora era menos intenso y el ruido más lejano. La atmósfera artificial que rodeaba las Dársenas se disiparía pronto. El traje de presión de bolsillo de Ravna funcionó unos minutos, pero se estaba gastando. En pocos minutos estaría tan muerto como los agrávidos, tan muerto como ella. Se preguntó cómo la Plaga había logrado hacer esto. Como el Antiguo, quizá pereciera sin saberlo nunca.
Vio llamaradas en el cielo, las toberas de las naves. La mayoría de la gente se había lanzado hacia las órbitas inerciales o había activado directamente el ultraimpulso, pero algunas pendían sobre el paisaje desintegrado. Vaina Azul y Tallo Verde precedían la marcha. Los dos usaban sus terceros ejes de un modo que Ravna jamás hubiera imaginado, elevándose y empujando para trepar por declives que ella apenas podía afrontar con el peso de Pham sobre la espalda.
Estaban en una colina, pero no por mucho tiempo. Esto había formado parte del bosque de las oficinas. Ahora los árboles estaban enmarañados como el pelo de un perro sarnoso. El suelo palpitaba. ¿Y ahora qué? Los escroditas rodaban de un lado de la cima al otro. Evidentemente habían resuelto esperar allí. Ravna cayó de rodillas, apoyando el peso de Pham en el suelo. Contempló el panorama. Las Dársenas parecían una bandera flameante que perdiera jirones de tela a cada ondulación. Habían conservado su aspecto plano mientras aún reinaba la coordinación entre las unidades agrávidas, pero eso no duraría mucho. Había agujeros por doquier. En el horizonte, el borde de las Dársenas se desprendía y se escoraba. Con cien kilómetros de largo por diez de ancho, se desplomaba sobre las naves que acudían al rescate.
Vaina Azul se apretó contra su lado izquierdo, Tallo Verde contra el derecho. Ravna cambió de posición, apoyando parte del peso de Pham en el casco de los escrodos. Si los cuatro fusionaban sus trajes de presión, tendrían algunos instantes más de conciencia.
—La FDB está descendiendo —dijo Vaina Azul.
Algo estaba descendiendo. La tobera de una nave proyectó un fulgor azulado en el suelo, creando sombras movedizas. No es saludable estar cerca de un motor cohete, revoloteando en un campo de casi un g. Una hora antes, la maniobra habría sido imposible, o bien habría constituido una infracción capital. Ahora ya no importaba si la tobera perforaba las Dársenas o freían un cargamento procedente del otro confín de la galaxia.
Pero ¿dónde la harían aterrizar? Estaban rodeados por hoyos y peñascos movedizos. Ravna cerró los ojos para protegerse del resplandor. La luz ardiente descendió… y se apagó de repente. —¡Vamos juntos! —gritó Vaina Azul.
Ravna se aferró a los escroditas y descendieron de la colina. La FDB revoloteaba en el centro de un hoyo. La tobera no estaba a la vista, pero el resplandor de los bordes del hoyo perfilaba abruptamente la silueta de la nave, transformaba sus espinas de ultraimpulso en plumosos arcos blancos. Una polilla gigante de alas relucientes a muy poca distancia.
Si los trajes resistían, llegarían al borde del hoyo. ¿Luego qué? Las espinas impedían que la nave se acercara a menos de cien metros. Un humano ágil (e insensato) habría intentado coger una espina y dejarse arrastrar por ella.
Pero los escroditas tenían su propia forma de locura. Cuando la luz refleja se volvió intolerable, la tobera se apagó. La FDB cayó por el hoyo, lo que no detuvo el avance de los escroditas. —¡Deprisa! —gritó Vaina Azul.
Ravna entendió qué se proponían. Con toda la rapidez que les permitía su condición de bultos con ruedas, se desplazaron hacia el borde del negro agujero. El suelo cedió y pronto todos estuvieron en el aire.
Las Dársenas tenían cientos o miles de metros de espesor. Ahora caían a través de ellas, presenciando turbadores fogonazos de destrucción interna.
Al fin las atravesaron, sin dejar de caer. Por un instante, el pánico desapareció. A fin de cuentas estaban en caída libre, frente a una vista mucho más apacible que las Dársenas desintegradas. Ahora era fácil aferrar a los escroditas y a Pham Nuwen, y la atmósfera compartida de los trajes parecía más densa que antes. Había algo que decir a favor del vacío y la caída libre. Excepto por algún agrávido rebelde, todo descendía con la misma aceleración y las ruinas se acomodaban apaciblemente. Dentro de cuatro o cinco minutos tocarían la atmósfera de Nivel Suelo, cayendo en línea recta. La velocidad de entrada sería de tres o cuatro kilómetros por segundo. ¿Se incinerarían? Tal vez. Se veían chisporroteos sobre las nubes. La chatarra que les rodeaba estaba oscura, meras sombras contra el cielo resplandeciente. Pero la ruina que tenían debajo era grande y regular. ¡El Fuera de Banda, de proa! La nave caía con ellos. Cada pocos segundos un reactor direccional escupía un fulgor rojizo. La nave se acercaba. Si tenía una escotilla de proa, aterrizarían sobre ella.
Las luces de aterrizaje se encendieron, alumbrándoles. Diez metros de separación. Cinco. Había una escotilla, y estaba abierta. Dentro se veía una cámara de descompresión.
Un objeto grande les rozó. Ravna vio una sombra plastificada encima del hombro. El objeto giraba despacio y apenas les tocó, pero fue suficiente. Le arrebató a Pham Nuwen, cuyo cuerpo se perdió en la sombra y se iluminó de golpe cuando el faro de la nave le siguió. Simultáneamente, Ravna sintió un vacío en los pulmones. Ahora tenían sólo tres campos de presión y no era suficiente. Ravna sintió que perdía la conciencia, la visión. Tan cerca.
Los escroditas se separaron. Ella aferró los cascos de los escrodos y ellos flotaron sobre la cámara de presión de la nave. El escrodo de Vaina Azul chocó contra ella cuando el escrodita se aferró a la escotilla. La sacudida hizo girar a Ravna, enviando a Tallo Verde hacia arriba. Todo parecía un sueño. ¿Dónde está el pánico cuando lo necesitas? Aférrate, aférrate, aférrate, le cantaba una vocecita, lo único que le quedaba de conciencia. Un golpe, un bandazo. Los jinetes empujaban y tiraban de ella, o tal vez era la nave. Eran marionetas pendiendo de un solo hilo.
Borrosamente, Ravna entrevió que un escrodita asía el cuerpo de Pham Nuwen.
Ravna no notó que perdía la conciencia, pero cuando la recobró estaba respirando aire y conteniendo el vómito. Estaba en la cámara de descompresión. Sólidas paredes verdes y protectoras la rodeaban por todas partes. Pham Nuwen yacía contra la pared opuesta, amarrado a un tubo de primeros auxilios, con el rostro abotargado.
Ravna caminó tambaleándose hacia Pham Nuwen. El lugar era un caos, a diferencia de las naves de pasajeros donde había viajado antes. Además, era un diseño escrodita. Había franjas de tela adhesiva en las paredes. Tallo Verde había montado su escrodo en una de ellas.
Estaban acelerando, tal vez a un vigésimo de g.
—¿Todavía bajamos?
—Sí, si flotamos o nos elevamos, nos estrellaremos. —¡Contra toda la chatarra que llueve desde arriba!—. Vaina Azul está tratando de sacarnos del atolladero.
Caían con el resto, pero procurarían escabullirse antes de chocar contra el Nivel Suelo. A veces se oía un golpeteo contra el casco. A veces la aceleración cesaba, o cambiaba de dirección. Vaina Azul intentaba evitar las esquirlas más grandes.
No siempre con éxito. Un ruido rechinante concluyó en un estampido y la estancia giró despacio.
—¡Brap! Acabamos de perder una espina de ultraimpulso —dijo Vaina Azul—. Otras dos están dañadas. Por favor, amárrate, mi dama.
Tocaron la atmósfera cien segundos después. El sonido fue un tenue zumbido más allá del casco. Era el sonido de la muerte para una nave como ésa. No podía frenar en el aire, lo mismo que un perro no podía saltar sobre la luna. El ruido se intensificó. Vaina Azul estaba zambulléndose, tratando de evitar la chatarra que rodeaba la nave. Dos espinas más se partieron. Luego se sintió el ímpetu de la aceleración en el eje principal. La FDB trazó una curva eludiendo la sombra mortal de las Dársenas y se alejó rumbo a la órbita inercial.
Ravna miró las ventanas exteriores. Acababan de atravesar el terminador del Nivel Suelo y volaban en órbita inercial. Estaban de nuevo en caída libre, pero esta trayectoria se curvaba sobre sí misma sin chocar contra objetos duros, como el Nivel Suelo.
Ravna no sabía tanto sobre el viaje espacial como cabría esperar en una trotamundos que amaba los relatos de aventuras. Pero era obvio que Vaina Azul había obrado un milagro. Cuando trató de agradecérselo, él sólo se movió sobre las franjas adhesivas, tarareando. ¿Timidez o mera distracción de escrodita?
Tallo Verde habló con una mezcla de timidez y orgullo.
—Viajar a tierras lejanas es nuestra vida. Si somos cautos, la vida es segura y plácida, pero hay momentos extremos. Vaina Azul practica continuamente, programando su escrodo con todas las mañas que se le ocurren. Es un maestro.
En la vida cotidiana, la indecisión parecía dominar a los escroditas pero en un aprieto no titubeaban en apostarlo todo. Ravna se preguntó en qué medida el escrodo dominaría al escrodita.
—Pamplinas —gruñó Vaina Azul—. Sólo he postergado el momento de peligro. Rompí varias espinas de impulso. ¿Qué haremos si no se autorreparan? ¿Qué haremos entonces? En torno del Nivel Suelo todo está destruido. Hay chatarra por doquier. No es tan densa como en torno de las Dársenas, pero se desplaza a mayor velocidad. —No puedes poner miles de millones de toneladas de ruinas en órbitas de perdigonada, y esperar una navegación segura—. Y en cualquier momento las criaturas de la Perversión estarán aquí, engullendo a todos los supervivientes.
Tallo Verde hizo un gesto de cómica desesperación con sus zarcillos. Parloteó unos segundos.
—Tienes razón… lo había olvidado. Pensé que habíamos hallado un espacio abierto, pero…
Sí, un espacio abierto, pero en una galería de tiro. Ravna miró las ventanas del puente de mando. Estaban en el lado diurno, quinientos kilómetros por encima del principal océano del Nivel Suelo. Sobre el brumoso horizonte azul, el espacio estaba libre de relampagueos.
—Yo no veo nada —dijo esperanzada.
—Lo lamento —Vaina Azul sintonizó las ventanas en una visión más amplia. La mayoría eran datos de navegación y ultrarrastreo, ininteligibles para Ravna. Detuvo la mirada en un gráfico médico. Pham Nuwen respiraba de nuevo. El cirujano de la nave pensaba que podía salvarle. Pero también había una ventana de estado, y allí el ataque se veía con estremecedora claridad. La red local se había despedazado en cientos de sibilantes fragmentos. De la superficie planetaria llegaban sólo voces automáticas y pedían asistencia médica. Grondr había estado allá abajo. Ravna sospechaba que ni siquiera los operadores de Marketing habían sobrevivido. Lo que cayó sobre el Nivel Suelo fue más mortal que los fallos en las Dársenas. Cerca del espacio planetario, quedaban algunos supervivientes en naves y fragmentos de hábitats, la mayoría en trayectorias fatales. Sin una ayuda masiva y coordinada, morirían en cuestión de minutos, a lo sumo horas. Los directores de la Org Vrinimi habían sido destruidos antes de enterarse de lo que sucedía.
Márchese, había dicho Grondr. Márchese.
Había combates fuera del sistema. Ravna vio tráfico de mensajes procedentes de las unidades defensivas de Vrinimi. Incluso sin control ni coordinación, algunos aún se oponían a la flota de la Perversión. La luz de sus batallas llegaría mucho después de la derrota, mucho después que el enemigo llegara aquí personalmente. ¿Cuántos nos queda? ¿Minutos?
—¡Brap! Mira esos rastros —dijo Vaina Azul—. La Perversión tiene casi cuatro mil naves. Están sorteando a los defensores.
—Pero ahora no queda nadie allí —dijo Tallo Verde—. Espero que no hayan muerto todos.
—No todos. Veo varios miles de naves que parten, todos los que poseen los medios y un poco de sentido común. —Vaina Azul rodó de adelante para atrás—. ¡Ay! Nosotros tenemos el sentido común… pero mirad este informe de daños. —Una ventana se cubrió de dibujos de color que no significaban nada para Ravna—. Dos espinas rotas, irreparables. Tres parcialmente reparadas. Si no se reparan, nos quedaremos varados aquí. ¡Esto es inaceptable! —El vóder zumbó ásperamente. Tallo Verde se le acercó y se tocaron con sus frondas.
Pasaron varios minutos. Cuando Vaina Azul habló nuevamente en samnorsk, estaba más tranquilo.
—Una espina reparada. Quizá, quizá, quizá… —Abrió una vista natural. La FDB sobrevolaba el polo sur del Nivel Suelo, internándose de nuevo en el lado nocturno. La órbita les llevaría por encima de los escombros de las Dársenas, pero continuamente debían zigzaguear para esquivar otros restos. Los horrorizados gritos de batalla procedentes del exterior del sistema menguaron. La Organización Vrinimi era un vasto cadáver en sus estertores, y pronto llegaría su asesino.
—Dos reparadas —dijo Vaina Azul con más calma—. ¡Tres! ¡Tres reparadas! Quince segundos para recalibrar y saltamos.
Parecieron más de quince segundos pero, de pronto, todas las ventanas proyectaron una vista natural. Nivel Suelo y su sol desaparecieron. Les rodeaban astros y oscuridad por todas partes.
Tres horas después, Relé estaba a ciento cincuenta años-luz de distancia. La FDB había alcanzado el cuerpo principal de naves fugitivas. Con los archivos y el turismo, había una enorme cantidad de naves estelares en Relé. Diez mil vehículos estaban desperdigados en los años-luz que les rodeaban, pero las estrellas eran raras a tanta distancia del plano galáctico y estaban por lo menos a cien horas de vuelo del refugio más próximo.
Para Ravna fue el inicio de una nueva batalla. Miró a Vaina Azul. El escrodita temblequeó, agitando las frondas de un modo que ella jamás había visto.
—Mira aquí, mi dama Bergsndot. Punto Alto es una atractiva civilización, con algunos integrantes bípedos. Es segura. Está cerca. Podrías adaptarte. —Hizo una pausa. Conque me lee la expresión—. Pero si eso no es aceptable, te llevaremos más lejos. Danos la oportunidad de contratar el cargamento adecuado y te llevaremos de regreso a Sjandra Kei. ¿Qué dices?
—No, Vaina Azul. Ya tenéis un contrato. Con la Organización Vrinimi. Nosotros tres — y lo que haya quedado de Pham Nuwen— iremos al fondo del Allá.
—¡Sacudo la cabeza con incredulidad! Recibimos un anticipo, es verdad. Pero ahora que la Org Vrinimi ha muerto, no queda nadie para respetar el resto del convenio. En consecuencia también quedamos libres de él.
—Vrinimi no ha muerto. Ya habéis oído a Grondr 'Kalir. La Org tiene filiales en todo el Allá. El convenio sigue en pie.
—Por un tecnicismo. Ambos sabemos que esas filiales nunca podrán efectuar el pago final.
Ravna no tenía una buena respuesta.
—Tenéis una obligación —dijo, poco convencida. No servía para imponerse a los demás.
—Mi dama, ¿de veras hablas en nombre de la ética de la Org, o por mera humanidad?
—Yo… —A decir verdad, Ravna nunca había entendido del todo la ética de la Org. Por eso se proponía regresar a Sjandra Kei al finalizar su aprendizaje, y por eso la Org había sido cauta con la especie humana—. ¡Eso no importa! Existe un contrato. No pusisteis reparos cuando todo parecía seguro. Bien, las cosas cobraron otro cariz, pero esa posibilidad formaba parte del trato. —Ravna miró de soslayo a Tallo Verde, quien había callado y ni siquiera acariciaba a su compañero. Ceñía su tallo central con sus frondas—. Escuchad, hay otras razones además de la obligación contractual. La Perversión es más poderosa de lo que nadie sospechaba. Hoy mató a un Poder. Y está operando en el Allá Medio. Los escroditas tienen una larga historia, Vaina Azul, más larga que la existencia de la mayoría de las especies. La Perversión puede ser tan fuerte como para ponerle fin.
Tallo Verde rodó hacia ella.
—¿De veras piensas que podemos encontrar algo en esa nave del Fondo, algo que pueda dañar a un Poder entre los Poderes?
—Sí —dijo Ravna—. Y Antiguo pensaba lo mismo antes de morir.
Vaina Azul se contrajo sobre sí mismo, retorciéndose. ¿Angustia?
—Mi dama, somos mercaderes. Hemos vivido largo tiempo y hemos viajado lejos, y siempre sobrevivimos porque nos metíamos en nuestros propios asuntos. Al margen de lo que crean los románticos, los mercaderes no adoran las aventuras. Lo que pides es imposible… meros habitantes del Allá, oponiéndose a un Poder.
Pero cuando firmaste, existía ese riesgo. Aunque Ravna no dijo estas palabras, quizá Tallo Verde lo hizo; hizo susurrar sus frondas, y Vaina Azul se retrajo aún más. Tallo Verde calló un segundo y movió los ejes, liberándose del adhesivo. Sus ruedas giraron en el vacío mientras ella flotaba en un arco lento, hasta quedar invertida, las frondas hacia abajo, rozando las de Vaina Azul. Parlotearon así cinco minutos. Vaina Azul al fin se distendió, aflojando las frondas y acariciando a su compañera.
—Muy bien —dijo al fin—. Una aventura. ¡Pero recuerda esto! Es la última.