SEGUNDA PARTE

17

La primavera era fría, húmeda y penosamente lenta. Había llovido los últimos ocho días. Johanna hubiera preferido cualquier otra cosa, aun la oscuridad del invierno.

Chapoteaba en un lodo que había sido musgo. Era mediodía, la penumbrosa luz duraría otras tres horas. Cicatriz sostenía que sin las nubes verían un poco de luz solar directa. A veces Johanna se preguntaba si volvería a ver el sol.

El gran patio del castillo se hallaba en una ladera. El lodo y la nieve cubrían la colina, amontonándose contra los edificios de madera. El verano anterior había tenido una magnífica vista desde allí. Y en invierno, el resplandor verde y azul de la aurora se derramaba sobre la nieve, destellaba en la congelada bahía y perfilaba las colinas lejanas contra el cielo. Ahora la lluvia era pura bruma y ni siquiera se veía la ciudad. Las nubes formaban una techumbre baja y rugosa. Johanna sabía que había guardias en las paredes de piedra del castillo, pero hoy debían de estar acurrucados tras las ventanas. No se veía un solo animal, una sola manada. El mundo de los púas era un desierto comparado con Straum, pero tampoco era como Laboratorio Alto. Laboratorio Alto era una roca sin aire en órbita de una enana roja. El mundo de los púas era oliváceo, movedizo; a veces se veía tan bello y acogedor como un centro de vacaciones de Straum. Era mucho más acogedor que la mayoría de los mundos que había colonizado la especie humana, sin duda más agradable que Nyjora, tal vez tan bonito como Vieja Tierra.

Johanna había llegado a su cabaña. Se detuvo un instante bajo las paredes curvas y miró hacia el patio. Sí, se parecía a la Nyjora medieval. Pero las historias sobre la Era de la Princesa no comunicaban la implacable crueldad de semejante mundo. La lluvia caía por doquier. Sin una tecnología decente, incluso la fría lluvia podía ser mortal. También el viento. Y el mar no era un sitio para salir a navegar por las tardes. Johanna pensó en una sucesión incesante de encrespadas y gélidas lomas azotadas por la lluvia. Hasta los bosques que rodeaban la ciudad eran amenazadores. Era fácil internarse en ellos, pero no había rastreadores radiales ni puestos de refrescos disfrazados de troncos. Si alguien se extraviaba, perecía. Los cuentos de hadas nyjoranos cobraban ahora un sentido especial, no se necesitaba una gran imaginación para inventar las acechanzas del viento, la lluvia y el mar. Ésta era la experiencia pretecnológica: aunque no tuvieras enemigos, el mundo mismo te mataría.

Y ella tenía enemigos de sobra. Johanna abrió la portezuela y entró.

Una manada de púas estaba echada en torno del fuego. Se levantó y ayudó a Johanna a quitarse la gabardina. Los hocicos de agudos dientes ya no la intimidaban. Éste era uno de sus asistentes habituales y esas fauces ya eran manos que le quitaban diestramente la prenda de hule y la colgaban cerca del fuego.

Johanna se quitó las botas y pantalones y aceptó la manta que le alcanzó la manada.

—La cena. Ahora —le dijo a la manada.

—Bien.

Johanna se sentó en un cojín junto al fuego. Los púas eran más primitivos que los humanos de Nyjora. El mundo de los púas no era una colonia venida a menos. Ni siquiera tenían leyendas que les guiaran. La salubridad dejaba mucho que desear. Antes de Tallamadera, los médicos de los púas sometían a sus pacientes/víctimas a sangrías… Ahora sabía que vivía en el equivalente púa de un apartamento de lujo. La bruñida madera no era algo normal. Los dibujos pintados en las columnas y paredes eran resultado de muchas horas de labor.

Johanna se apoyó la barbilla en las manos y escrutó las llamas. La manada correteaba en torno, colgando cacharros sobre el fuego. Hablaba muy poco samnorsk, pues no estaba incluida en el proyecto de Tallamadera relacionado con el dataset. Muchas semanas atrás, Cicatriz había pedido que le mudaran allí, porque era el mejor modo de acelerar el proceso de aprendizaje. Johanna tiritó al recordarlo. Sabía que el animal de las cicatrices era sólo un miembro, que la manada que había matado a papá había muerto. Johanna lo comprendía, pero cada vez que veía a Errabundo, veía al asesino de su padre, gordo y feliz, ocultándose detrás de sus tres compañeros más pequeños. Johanna sonrió, recordando el porrazo que le había asestado a Cicatriz cuando hizo la sugerencia. Había perdido la chaveta, pero había valido la pena. Nadie más se atrevió a sugerir que un «amigo» compartiera la casa con ella. La mayoría de las noches la dejaban sola. Y a veces… papá y mamá parecían estar muy cerca, tal vez afuera, esperando a que Johanna les viera. Aunque les había visto morir, algo en ella se negaba a resignarse.

El olor a comida interrumpió su ensueño. Esa noche le servirían carne con judías, con algo parecido a las cebollas. Sorpresa. Olía bien. Si hubiera habido más variedad, Johanna habría disfrutado de las comidas, pero hacía sesenta días que no veía fruta fresca. La carne salada y las verduras eran el único plato en invierno. Si Jefri hubiera estado allí, habría tenido un ataque. Hacía meses que los espías que Tallamadera tenía en el norte le habían llevado la noticia: Jefri había muerto en la emboscada. Johanna se estaba reponiendo del golpe. En algunos sentidos, estar totalmente sola facilitaba las cosas.

La manada le sirvió un plato de carne con judías y le dio cubiertos parecidos a cuchillos. Johanna cogió el mango curvo (adaptado a las fauces de los púas) y se puso a comer.

Casi había terminado cuando oyó un cortés rasguño en la puerta. Su criado cloqueó algo. El visitante respondió y añadió en aceptable samnorsk (con una voz turbadoramente parecida a la de Johanna):

—Hola, mi nombre es Gramil. Me gustaría hablar contigo.

Uno de los criados se volvió para mirarla; los demás observaban la puerta. Gramil era el que Johanna llamaba Bufón Pomposo. Había estado con Cicatriz en la emboscada, pero era tan tonto que ella no se sentía amenazada.

—Adelante —dijo Johanna, mirando la puerta. Su criado (su guardia) cogió una ballesta con las zarpas y sus cinco miembros subieron la escalera que conducía al altillo. Allí no había espacio para más de una manada.

El frío y la humedad entraron en la habitación junto con el visitante. Johanna se puso al otro lado del fuego mientras Gramil se quitaba sus gabardinas. Los miembros de la manada se sacudieron como perros. Un espectáculo gracioso y divertido, pero no convenía estar cerca.

Gramil se acercó al fuego. Bajo las gabardinas usaba las casacas de costumbre, con aberturas detrás de los hombros y en las ancas. Pero las prendas de Gramil parecían rellenas en sus hombreras, con lo cual sus miembros parecían más fornidos de lo que eran. Uno de ellos le olisqueó el plato mientras las demás cabezas miraban aquí y allá, aunque nunca hacia ella.

Johanna estudió a la manada. Aún le costaba hablar con más de un rostro; habitualmente escogía al que la estaba mirando.

—Bien, ¿de qué deseas hablar?

Una de las cabezas la miró, se relamió los labios.

—De acuerdo. Sí. Pensé en pasar a saludarte. Es decir… —un cloqueo. El criado respondió desde arriba, tal vez informándole sobre el humor de Johanna. Gramil se enderezó. Cuatro de sus seis cabezas miraron a Johanna. Los otros dos miembros se paseaban de aquí para allá, como reflexionando sobre algo importante—. Mira, eres la única humana que conozco, pero siempre he sido un gran estudioso del carácter. Sé que no eres feliz aquí…

Bufón Pomposo era un experto en obviedades.

—… y te comprendo; pero hacemos todo lo posible para ayudarte. No somos la gente mala que mató a tus padres y tu hermano.

Johanna apoyó una mano en el techo bajo y se inclinó hacia delante. Sois todos asesinos: sólo ocurre que vosotros tenéis los mismos enemigos que yo.

—Lo sé, y estoy colaborando. El dataset todavía estaría en modalidad infantil si no fuera por mí. Os he mostrado los cursos de lectura. Si tenéis algo de seso, tendréis la pólvora en verano. —El Elefante era un juguete que le gustaba abrazar cuando niña, una etapa que ya debería haber superado. Pero ese juguete contenía historia: la historia de las reinas y princesas de la Edad Oscura que habían luchado para triunfar sobre las junglas, para reconstruir las ciudades y las naves del espacio. Ocultos en oscuras sendas referenciales también había temas más difíciles, como la historia de la tecnología. La pólvora era una de las cosas más fáciles. Cuando se despejara el tiempo, se realizarían algunas expediciones exploratorias. Tallamadera sabía de la existencia del azufre, pero no tenía grandes cantidades en la ciudad. Fabricar cañones sería más difícil. Pero luego…

— Luego vuestros enemigos perecerán. Tenéis lo que queréis de mí. ¿Cuál es vuestra queja?

—¿Queja? —Bufón Pomposo movió las cabezas alternativamente. Esos gestos distribuidos parecían equivaler a una expresión facial, pero había muchos que Johanna aún no entendía. Tal vez éste significara embarazo—. No tengo quejas. Nos estás ayudando. Lo sé. Pero, pero… —tres de sus miembros se pusieron a andar en círculos—. Es sólo que yo veo más que la mayoría de la gente, tal vez un poco como Tallamadera en los viejos tiempos. Yo soy un… vosotros tenéis una palabra… diletante. Sólo tengo treinta años, pero he leído casi todos los libros del mundo y… —agachó las cabezas, tal vez por timidez—. Planeo escribir uno, tal vez la historia verídica de tu aventura.

Johanna sonrió. Con frecuencia veía a los púas como bárbaros y extraños, tan inhumanos en el espíritu como en la forma. Pero si cerraba los ojos, casi podía imaginar que Gramil era un straumiano. Mamá y papá tenían algunos amigos tan cretinos como éste en su inocente convicción; hombres y mujeres con cien proyectos grandiosos que jamás llegarían a nada. En Straum eran gente latosa a quien eludía. Ahora…, bien, la tontería de Gramil casi le permitía estar de vuelta en casa.

—¿Estás aquí para estudiarme como a un libro?

Más cabeceos alternativos.

—Bien, sí. Y también quería hablarte sobre mis otros planes. Siempre he sido una especie de inventor. Sé que eso no significa mucho ahora, parece que todo lo que pueda inventarse ya está en el dataset. He visto allí muchas de mis mejores ideas. —Suspiró, o algo parecido. Ahora estaba imitando una de las voces de divulgación científica del dataset. El sonido era lo más fácil para los púas y esto se prestaba a confusión.

—En cualquier caso, me preguntaba cómo mejorar algunas de esas ideas… —Cuatro miembros de Gramil se recostaron en el banco, junto al fuego, como si se dispusiera a entablar una conversación larga. Los otros dos caminaron en torno del fuego para entregar a Johanna un montón de papeles sujeto con ganchos de bronce. Mientras uno continuaba hablando, los otros dos volvían las páginas y señalaban cosas.

Bien, en efecto tenía muchas ideas: aves que arrastraban naves volantes, lentes gigantes que concentrarían la luz del sol sobre los enemigos y los incinerarían. Por algunas de las imágenes, parecía creer que la atmósfera se extendía más allá de la luna. Gramil explicó cada idea con todo detalle, señalando los dibujos y acariciándole las manos con entusiasmo.

—¿Ves las posibilidades? Mi singular talento combinado con los inventos probados del dataset. Quién sabe adónde pueden llevarnos.

Johanna rió entre dientes, sin poder contenerse ante la visión de Gramil: aves gigantes en la luna llevando lentes de kilómetros de anchura. El consideró que el sonido era aprobatorio.

—¡Sí! Es brillante, ¿verdad? Mi última idea nunca se me habría ocurrido sin el dataset. La «radio» proyecta el sonido a gran distancia con gran velocidad, ¿sí? ¿Por qué no combinarla con el poder de pensamiento de los púas? Una manada podría pensar como una sola en una extensión de cientos de kilómetros.

¡Eso era bastante sensato! Pero si tardaban meses en fabricar pólvora, aun contando con la fórmula exacta, ¿cuántas décadas tardarían las manadas en tener radio? Gramil era una fuente inagotable de ideas inmaduras. Le dejó parlotear más de una hora. Era descabellado, pero menos extraño que la mayoría de las cosas que había soportado el último año.

Al fin Gramil pareció cansarse. Hacía pausas más largas y le pedía su opinión con mayor frecuencia. —Bien, fue divertido, ¿sí? —dijo al fin.

—Claro, fascinante.

—Sabía que te gustaría. Eres como mi gente. Yo pienso de veras. No siempre estás enfadada…

—¿Qué quieres decir con eso? —Johanna apartó un hocico blando y se levantó. La criatura canina se apoyó sobre los cuartos traseros para mirarla.

—Bien… tienes mucho que odiar, lo sé. ¡Pero siempre pareces enfurruñada con nosotros que tratamos de ayudarte! Después del día de trabajo te quedas aquí, no quieres hablar con la gente… aunque ahora entiendo que fue culpa nuestra. Querías que viniéramos aquí pero eres demasiado orgullosa para decirlo. Yo soy un gran observador del carácter, ¿ves? Mi amigo, el que llamas Cicatriz, es un sujeto realmente agradable. Sé que te lo puedo decir con franqueza y que como amiga mía me creerás. A él también le agradaría visitarte…

Johanna caminó despacio en torno del fuego, obligando a dos miembros a alejarse. Todo Gramil la miraba ahora, arqueando los pescuezos, los ojos desorbitados.

—Yo no soy como tú. No necesito tu cháchara, ni tus tontas ideas. —Arrojó el cuaderno de notas de Gramil al fuego. Gramil dio un brinco y cogió desesperadamente las hojas que ardían. Recobró la mayoría y se las apretó contra los pechos.

Johanna se le acercó pateándole las patas. Gramil retrocedió amedrentado.

—Sucios y estúpidos carniceros. No soy como vosotros —asestó un golpe a una de las vigas del techo—. A los humanos no les gusta vivir como animales. No adoptamos asesinos. Dile a Cicatriz que si alguna vez se acerca para charlar conmigo, le partiré la cabeza. ¡Le partiré todas las cabezas!

Gramil estaba contra la pared, mirando de aquí para allá y haciendo mucho ruido. En parte era samnorsk, pero demasiado agudo para ser comprensible. Una de sus bocas halló la pértiga de la puerta. Abrió la puerta y los seis miembros salieron a la carrera, olvidando las gabardinas.

Johanna se arrodilló y asomó la cabeza por la puerta. El aire era una bruma arremolinada. En un instante tuvo el rostro tan frío y húmedo que no pudo sentir las lágrimas. Gramil era seis sombras en la gris penumbra, sombras que corrían ladera abajo, a veces trastabillando en su precipitación. Pronto desapareció y sólo quedaron las formas borrosas de las cabañas cercanas y la luz amarilla que proyectaba el fuego.

Extraño. Después de la emboscada había sentido terror. Los púas eran asesinos implacables. Luego, en el bote, cuando le pegó a Cicatriz, se había sentido muy bien; la manada entera se había derrumbado y Johanna supo que podía luchar contra ellos, romperles los huesos. No tenía que estar a su merced… Aquella noche había aprendido algo más. Aun sin tocarlos, podía lastimarles. Al menos a algunos de ellos. Su enfado había bastado para intimidar a Bufón Pomposo. Johanna regresó a la gris tibieza y cerró la puerta, paladeando el triunfo.

18

Gramil Jaqueramaphan no mencionó a nadie su conversación con la Dos-Patas. Desde luego, el guardia de Vendaz lo había oído todo. Aunque el sujeto no hablara mucho samnorsk, sin duda había entendido la esencia de la discusión. Al final, todos acabarían por enterarse.

Remoloneó en el castillo varios días, pasó varias horas encorvado sobre los restos de su libreta, tratando de recrear los diagramas. Tardaría un tiempo en asistir a nuevas sesiones con el dataset, especialmente cuando Johanna estaba presente. Gramil sabía que parecía valiente para los demás, pero había necesitado mucho coraje para entrar así en la cabaña de Johanna. Sabía que sus ideas eran brillantes, pero toda su vida la gente sin imaginación le había dicho lo contrario.

En muchos sitios, Gramil era una persona afortunada. Había nacido como manada de fisión en Rangathir, en el linde oriental de la República. Su progenitor había sido un mercader adinerado. Jaqueramaphan conservaba algunos rasgos de su progenitor, pero carecía de la paciencia necesaria para las labores cotidianas. Su manada hermana había conservado esa facultad; el negocio familiar prosperó y en los primeros años su hermano no escatimó a Gramil su parte de la fortuna. Desde sus primeros días, Gramil había sido un intelectual. Leía de todo: historia natural, biografías, técnicas de crianza… Llegó a poseer la biblioteca más grande de Rangathir, más de doscientos libros.

Ya entonces tenía ideas magníficas, intuiciones que, bien ejecutadas, les habrían convertido en los mercaderes más ricos de las provincias orientales. Pero, ay, la mala suerte y la falta de imaginación de su hermano habían condenado sus primeras ideas. Con el tiempo, su hermano compró toda la empresa y Jaqueramaphan se mudó a la capital. Era lo mejor. Para entonces Gramil contaba con seis miembros. Necesitaba conocer mundo. Además, en la biblioteca de la capital había ¡cinco mil libros! ¡La experiencia de toda la historia y de todo el mundo! Sus libretas se convirtieron en una biblioteca. Aun así, las manadas de la universidad no tenían tiempo para él. Su bosquejo para una síntesis de historia natural fue rechazada por todos los impresores, aunque pagó para que publicaran fragmentos. Era evidente que necesitaría tener éxito en el mundo de la acción antes que sus ideas obtuvieran la atención que merecían, y por ello había aceptado esa misión como espía: el Parlamento mismo le daría las gracias cuando regresara con los secretos de la Isla Oculta de Reductor.

Eso había sido un año atrás. Lo que había ocurrido desde entonces —la casa volante, Johanna, el dataset— superaba sus sueños más desbocados, y Gramil concedía que sus sueños eran bastante exagerados. La biblioteca del dataset contenía millones de libros. Con la ayuda de Johanna para pulir sus ideas, barrerían el reductorismo de la faz del mundo. Recobrarían la casa volante. Ni siquiera el cielo sería un límite.

De modo que la reacción de Johanna le había hecho recapacitar. Tal vez ella se había enojado porque le había mencionado a Errabundo. Estaba seguro de que Johanna simpatizaría con Errabundo si aceptaba hablar con él, pero quizá… quizá sus ideas no fueran tan buenas, al menos comparadas con las ideas de los humanos.

Ese pensamiento le deprimió bastante, pero terminó de dibujar los diagramas e incluso tuvo nuevas ideas. Tal vez debiera conseguir más papel-seda.

Errabundo pasó y le convenció para ir a la ciudad.

Jaqueramaphan había inventado varias explicaciones de por qué no participaba en las sesiones con Johanna. Utilizó un par de ellas mientras él y Errabundo bajaban por calle del Castillo hacia el puerto.

Al cabo de un minuto, su amigo volvió una cabeza.

—Está bien, Gramil. Cuando tengas ganas, nos gustaría tenerte de vuelta.

Gramil siempre había sido un buen juez de las conductas. Ante todo, sabía oler el paternalismo. Debió fruncir el ceño, porque Errabundo continuó:

—Lo digo en serio. Incluso Tallamadera ha preguntado por ti. Le gustan tus ideas.

Aunque fuera una mentira piadosa, Gramil revivió.

—¿De veras? —La Tallamadera de hoy daba tristeza, pero el Tallamadera de los libros de historia era uno de los héroes favoritos de Jaqueramaphan—. ¿Nadie está enfadado conmigo?

—Bien, Vendaz está un poco irritado. Ser el responsable de la segundad de la Dos-Patas le pone nervioso. Pero tú sólo intentaste algo que todos deseábamos hacer.

—Sí. —Aunque no hubiera existido el dataset, aunque Johanna Olsndot no hubiera descendido de las estrellas, aún así sería la criatura más fascinante del mundo: una mente de manada en un solo cuerpo. Uno podía acercarse a ella, uno podía tocarla, sin la menor confusión. Al principio era perturbador, pero pronto todos sintieron la atracción. Para las manadas, la cercanía siempre equivalía a la obtusidad mental, tratárase del sexo o de la batalla. ¡Era maravilloso sentarse junto al fuego y entablar una conversación inteligente! Tallamadera sostenía que la civilización Dos-Patas debía ser intrínsecamente más efectiva que una civilización de manadas; que la colaboración era tan fácil para los humanos, que aprendían y construían con mayor celeridad que cualquier manada. El único problema de esa teoría era Johanna Olsndot. Si Johanna era un humano normal, era sorprendente que esa especie fuera capaz de cooperar. A veces era amigable, habitualmente en las sesiones con Tallamadera. No parecía comprender que Tallamadera estaba frágil y achacosa. Con frecuencia era paternalista, sardónica, y no escatimaba insultos. Y a veces era como esa noche.

—¿Cómo anda el dataset? —preguntó al cabo de un momento.

Errabundo se encogió de hombros.

—Como antes. Tallamadera y yo leemos samnorsk bastante bien. Johanna nos ha enseñado cómo aprovechar los poderes del dataset… a mí a través de Tallamadera. Allí hay muchas cosas que cambiarán el mundo, pero por ahora debemos concentrarnos en fabricar pólvora y cañones. Y hacer las cosas es lo que más nos cuesta.

Gramil asintió. Ése era también el principal problema de su vida.

—De cualquier modo, si podemos hacerlo todo para verano, quizá podamos enfrentar al ejército de Reductor y recobrar la casa volante antes del próximo invierno. —Errabundo sonrió con todos sus rostros—. Y entonces, amigo mío, Johanna podrá llamar a su gente para que la rescate… y tendremos toda nuestra vida para estudiar a los forasteros. Quizá yo peregrine a mundos que giren alrededor de otras estrellas.

No era la primera vez que hablaban del tema. Errabundo había pensado en ello incluso antes que Gramil.

Salieron de la calle del Castillo y cogieron Linde. Gramil se entusiasmó con la visita a la papelería: debía haber algún modo en que él pudiera ayudar. Miró en derredor con un interés del que había carecido en los últimos días. Tallamaderas era una ciudad bastante grande, casi tanto como Rangathir. Unas veinte mil manadas vivían dentro de sus murallas y en los aledaños. Ese día hacía más frío, pero no llovía. Un viento gélido y limpio barría la calle del mercado, con un tenue olor a rocío y albañal, a especias y madera recién aserrada. Oscuros nubarrones cubrían las colinas que rodeaban el puerto. La primavera estaba en el aire. Gramil pateó traviesamente el lodo que bordeaba la acera.

Errabundo le guió hacia una calle lateral. El lugar estaba atestado y los extraños se acercaban hasta siete u ocho metros. Los puestos de la papelería estaban peor aún. Los tabiques de fieltro no eran muy gruesos y en Tallamaderas parecía haber más interés en la literatura que en cualquier lugar que Gramil hubiera visitado. Apenas se oía pensar mientras regateaba con el papelero. El mercader ocupaba una plataforma elevada con acolchado grueso; a él no le molestaba mucho la algarabía. Gramil mantuvo sus cabezas juntas, concentrándose en los precios y el producto. Por su vida pasada, era bastante hábil en estas cosas. Al fin obtuvo su papel a un precio aceptable.

—Regresemos por Bienestar Público.

Era el camino largo, por el centro del mercado. Cuando estaba de buen humor, a Gramil le agradaban las multitudes; era un estudioso de la gente. Tallamaderas no era tan cosmopolita como algunas ciudades de los Lagos Largos, pero había mercaderes de todas partes. Vio varias manadas que usaban los sombreros de una entidad colectiva del trópico. En una intersección, un casacas rojas de Hogar Oriental hablaba relajadamente con un capataz.

Cuando las manadas se agolpaban tanto y en tal cantidad, el mundo parecía estar al borde de un coro. Cada persona mantenía sus miembros unidos, procurando proteger sus pensamientos. Era difícil caminar sin tropezar con los propios pies y, a veces, los pensamientos de fondo afloraban y varias manadas se sincronizaban. La conciencia flaqueaba y por un instante uno se integraba a muchos, una súper manada que podía ser un dios. Jaqueramaphan tiritó. Ésa era la atracción esencial de los Trópicos. Las multitudes eran cáfilas, vastas mentes grupales tan estúpidas como estáticas. Si las crónicas eran veraces, algunas ciudades meridionales eran orgías sin fin.

Hacía una hora que recorrían el mercado cuando se le ocurrió. Gramil sacudió las cabezas abruptamente. Dio media vuelta y abandonó Bienestar Público para internarse en una calle lateral. Errabundo le siguió.

—¿Te molesta la multitud?

—Sólo tuve una idea —dijo Gramil. Era algo inusitado en una muchedumbre apiñada, pero era una idea muy interesante. Calló vanos minutos. La calle lateral era empinada y luego zigzagueaba en torno de Colina del Castillo. Hogares de burgueses bordeaban el declive. En el lado del puerto, asomaban sobre los abruptos tejados de las casas del siguiente sendero. Eran casas grandes y elegantes. Sólo algunas tenían tiendas sobre la calle.

Gramil aminoró la marcha y se dispersó para no pisarse a sí mismo. Ahora veía que se había equivocado al tratar de deslumbrar a Johanna con su ingenio. En el dataset había demasiados inventos. Pero aún le necesitaban, sobre todo Johanna. El problema era que los demás aún no lo sabían.

—¿No te extraña que los reductoristas aún no hayan atacado la ciudad? —le preguntó al fin a Errabundo—. Tú y yo avergonzamos muchísimo a los señores de Isla Oculta, tenemos las claves para su derrota total. Johanna y el dataset.

Errabundo titubeó.

—Humm. Pensé que su ejército no estaba en condiciones. Si así fuera, habría arrasado Tallamaderas tiempo atrás.

—Quizá, pero a un alto precio. Ahora el precio vale la pena —miró a Errabundo con seriedad—. No, creo que hay otra razón… Ellos tienen la casa volante, pero ignoran cómo usarla. Quieren recobrar a Johanna con vida… casi tanto como desean matarnos a todos nosotros.

Errabundo emitió un chistido de amargura.

—Si Acero no hubiera estado tan ansioso de matar todo lo que se movía sobre dos patas, ahora contaría con muchísima ayuda.

—Es verdad, y los reductoristas deben saberlo. Apuesto a que siempre han tenido espías entre las gentes de aquí, pero ahora más que nunca. ¿Viste todas las manadas de Hogar Oriental?

Hogar Oriental era un nido de simpatizantes reductoristas. Antes del Movimiento eran un pueblo desalmado que rutinariamente sacrificaba los cachorros que no satisfacían sus pautas de crianza.

—Al menos una. Hablando con un capataz.

—Correcto. Quién sabe quiénes vienen disfrazados como manadas especializadas. Apostaría mi vida a que planean secuestrar a Johanna. Si adivinan lo que planeamos con ella, quizás intenten matarla. ¿No lo comprendes? Debemos alertar a Tallamadera y Vendaz, organizar a la gente para que se guarde de los espías.

—¿Notaste todo esto en un paseo por Bienestar Público? —exclamó Errabundo con admiración o incredulidad.

—Bien, no. No fue una inspiración tan directa. Pero tiene sentido, ¿no crees?

Caminaron varios minutos en silencio. Ahí arriba el viento soplaba con más fuerza y la vista era más espectacular. Donde no había mar, el bosque se extendía sin cesar, verde y gris. Todo era muy apacible… porque se trataba de un juego de sigilo. Afortunadamente Gramil tenía talento para esos juegos. ¿Acaso la Policía Política de la República no le había encomendado que investigara Isla Oculta? Había tardado varios decadías de paciente persuasión, pero al fin les había entusiasmado. Nos alegrará examinar cualquier cosa que puedas descubrir, habían sido sus palabras literales.

Errabundo dio unas vueltas, al parecer sorprendido por la sugerencia de Gramil.

—Creo que hay algo que debes saber —dijo al fin—, algo que debes conservar en el más absoluto secreto.

—¡Por mi alma! Errabundo, yo no revelo los secretos. Gramil estaba compungido, en parte por la falta de confianza y también porque el otro había descubierto algo que él no había visto. Lo segundo no debía molestarle. Había adivinado que Errabundo y Tallamadera se apareaban. Era imposible saber todo lo que ella le habría confiado.

—De acuerdo… has dado con algo que no se debe difundir. ¿Sabes que Vendaz se encarga de la seguridad de Tallamadera?

—Pues claro. —Estaba implícito en el cargo de chambelán—. Y teniendo en cuenta la gran cantidad de forasteros que hay, no creo que esté haciendo un buen trabajo.

—En realidad, está haciendo un magnífico trabajo. Vendaz tiene agentes incluso en Isla Oculta… muy cerca del mismísimo señor Acero.

Gramil le miró sorprendido.

—Sí, comprendes lo que eso significa. A través de Vendaz, Tallamadera sabe con certeza todo lo que planea el consejo superior de los reductoristas. Con astutos errores de información, podemos engatusar a los reductoristas. Aparte de Johanna, ésta puede constituir la mayor ventaja de Tallamadera.

—Yo… no tenía idea. Conque la incompetencia en materia de seguridad es sólo una pantalla.

—No exactamente. Se supone que debe parecer sólida e inteligente, pero con suficientes flaquezas para que el Movimiento postergue un ataque frontal y prefiera el espionaje. —Errabundo sonrió— Creo que Vendaz se quedará muy sorprendido al oír tus críticas. Gramil rió. Se sentía halagado y aturdido al mismo tiempo.

Vendaz debía contarse como el mayor experto en espionaje de la época, pero él, Gramil Jaqueramaphan, había descubierto sus planes. Gramil guardó silencio mientras regresaban al castillo, pero su mente era un torbellino. Errabundo tenía más razón de la que pensaba; el secreto era vital. Se debía evitar toda conversación innecesaria, incluso entre viejos amigos. ¡Sí! Ofrecería sus servicios a Vendaz. Su nuevo papel le mantendría en segundo plano, pero allí podría realizar su mayor aportación. Y con el tiempo, hasta Johanna vería cuán útil podía ser él.


Bajando al pozo de la noche. Cuando Ravna no miraba por las ventanas, ésa era la imagen que tenía en la mente. Relé estaba lejos del disco galáctico. La FDB descendía hacia ese disco, internándose en la Lentitud.

Pero habían escapado. La FDB estaba averiada, pero habían abandonado Relé a cincuenta años-luz por hora. Cada hora estaban más abajo en el Allá; el tiempo de computación de los micro-saltos aumentaba mientras la pseudovelocidad descendía. No obstante, avanzaban. Ahora estaban en pleno Allá Medio. Gracias al cielo, no había indicios de persecución. Si la Plaga había atacado Relé, no era porque poseyera un conocimiento específico sobre la FDB.

Esperanza. Ravna la sentía crecer en su interior. La automatización médica de la nave sostenía que Pham Nuwen podía salvarse, que había actividad cerebral. Las terribles heridas de la espalda habían sido los implantes de Antiguo, una maquinaria orgánica que enlazaba a Pham con la red local de Relé y con el Poder. Al morir ese Poder, la maquinaria que llevaba Pham se transformó en una ruina putrefacta. La persona Pham aún debe existir. Ojalá exista. El cirujano pensaba que pasarían tres días hasta que la espalda estuviera en condiciones que permitieran intentar la resurrección.

En el ínterin… Ravna averiguaba cada vez más sobre el apocalipsis que había afrontado. Cada veinte horas, Tallo Verde y Vaina Azul desviaban la nave unos años-luz, hacia una rama de la Red Conocida, para absorber las noticias. Era una práctica habitual en cualquier viaje de cierta duración, un modo en que los mercaderes y viajeros se mantenían al corriente de acontecimientos que podían afectar a su éxito al final de la travesía.

De acuerdo con las Noticias (es decir, de acuerdo con la mayoría de las noticias expresadas), la caída de Relé era total. Oh Grondr. Oh Epravan y Sarale. ¿Ahora estáis muertos o poseídos?

Partes de la Red Conocida estaban, provisionalmente, fuera de contacto y tal vez se tardaran años en reemplazar algunos enlaces extragalácticos. Por lo que sabían, era la primera vez en milenios que un Poder asesinaba. Había miles de teorías sobre el motivo del ataque y miles de predicciones sobre lo que sucedería. Ravna ordenó a la nave que filtrara ese alud, tratando de destilar la esencia de las especulaciones.

La que procedía del reino de Straumli tenía tanto sentido como cualquiera: los cautivos de la Perversión se regodeaban solemnemente en la nueva era, las bodas de un ser Trascendente con las razas del Allá. Si era posible destruir Relé, si era posible asesinar a un Poder, nada detendría la propagación de la victoria.

Algunos corresponsables pensaban que Relé era el blanco ancestral del fenómeno que había pervertido el reino de Straumli. Tal vez ese ataque fue sólo la conclusión de una guerra de antaño, una desdichada tragedia que había afectado a los descendientes de especies olvidadas. En tal caso, era posible que los cautivos del reino de Straumli se marchitaran y reapareciera la cultura humana originaria.

Varios mensajes sugerían que el propósito del ataque había consistido en robar los archivos de Relé; pero un par sostenían que la Plaga procuraba recobrar un artefacto o impedir que la gente de Relé lo recobrara. Esos asertos venían de teorizadores empedernidos, la clase de civilización que se sobrecarga con las automatizaciones grupales de noticias. No obstante, Ravna estudió esos mensajes con atención. Ninguno de ellos hablaba de un artefacto en el Allá Bajo; en todo caso, sostenían que la Plaga buscaba algo en el Allá Alto o el Trascenso Bajo.

En la red había tráfico de la Plaga. Sus mensajes de alto protocolo eran rechazados por todos salvo por los suicidas y a nadie se le pagaba por anunciar nada. Aun así, el horror y la curiosidad permitieron una gran difusión de los mensajes. Estaba el «vídeo» de la Plaga: casi cuatrocientos segundos de datos pansensuales sin compresión. Ese mensaje increíblemente caro debía ser el despacho más anunciado en toda la historia de la Red. Vaina Azul mantuvo la FDB en la senda de aquella rama durante casi dos días, para recibirlo entero.

Todos los cautivos de la Perversión parecían ser humanos. La mitad de las emisiones informativas que salían del reino eran evocaciones en vídeo, aunque ninguna tan larga; y todas mostraban a presentadores humanos. Ravna miró el vídeo grande una y otra vez. Incluso reconoció al presentador. Qvn Nilsndot había sido campeón de tráel. Ahora no tenía título, y quizá no tuviera nombre. Nilsndot hablaba desde una oficina que parecía un jardín. Si Ravna se aproximaba a la imagen, podía ver hasta el nivel del suelo, por encima de su hombro. La ciudad lucía como la Straumli Mayor de antaño. Años atrás, Ravna y su hermana habían soñado con esa ciudad, el corazón de la aventura humana en el Trascenso. La plaza central era una réplica del Campo de las Princesas de Nyjora y la publicidad para los inmigrantes sostenía que la fuente del campo siempre funcionaría; los straumianos, por lejos que fueran, siempre mostrarían su lealtad a los inicios de la humanidad.

Ahora no había fuente y la mirada de Nilsndot era vacía. «Hablo como el Poder Que Ayuda —decía el ex héroe—. Quiero que todos vean lo que puedo hacer por una civilización de tercera. Mirad mi Ayuda…» El punto de vista enfocaba el cielo. Atardecía y las estructuras agrávidas colgaban en hileras contra la luz, megámetro tras megámetro. Ravna jamás había visto un uso tan majestuoso del material agrávido, ni siquiera en las Dársenas. Ningún mundo del Allá Medio podía costearse la importación de semejantes cantidades de ese material. «Lo que veis encima de mí son sólo las barracas para la construcción que pronto iniciaré en el sistema Straumli. Cuando haya concluido, cinco sistemas estelares constituirán un solo habitat y sus planetas y el exceso de masa estelar, se distribuirán para soportar la vida y tecnología como jamás se vio en estas profundidades… y como rara vez se ve aun en el Trascenso.» La cámara enfocó nuevamente a Nilsndot, un simple humano, el altavoz de un dios. «Algunos de vosotros podéis rebelaros contra la idea de consagraros a mí. A la larga eso no importará. La simbiosis de mi Poder con las especies del Allá es algo que nadie puede resistir. Pero ahora hablo para reducir vuestros temores. Lo que veis en el reino de Straumli es motivo de regocijo y maravilla. Las especies del Allá ya no quedarán excluidas de la trascendencia. Quienes se unan a mí (y todos se unirán a mí tarde o temprano) formarán parte del Poder. Tendréis acceso a importaciones procedentes del Trascenso Alto y Bajo. Os reproduciréis allende los límites que podría soportar vuestra tecnología. Absorberéis a todos mis oponentes. Traeréis la nueva estabilidad.»

La tercera o cuarta vez que vio este vídeo, Ravna trató de ignorar las palabras para concentrarse en la expresión de Nilsndot, comparándolo con discursos que ella tenía en su dataset personal. Había una diferencia y no era su imaginación. Esa criatura no tenía alma. Por alguna razón, a la Plaga no le importaba que esto fuera obvio. Quizá sólo resultara evidente para los espectadores humanos, que constituían una parte cada vez menor del público. La cámara enfocó el rostro oscuro y vulgar de Nilsndot, sus ojos violáceos y vulgares.

«Algunos os preguntaréis cómo es posible, y por qué miles de millones de años de anarquía han pasado sin ninguna ayuda de un Poder. La respuesta es… compleja. Como muchas transformaciones sensatas, ésta tiene un umbral alto. En un lado de ese umbral, la transformación parece totalmente improbable; del otro lado, parece inevitable. La simbiosis de la Ayuda depende de comunicaciones eficientes de alta anchura de banda entre los seres a quienes Ayudo y yo mismo. Las criaturas como la que ahora dice mis palabras deben reaccionar tan rápida y fielmente como una mano o una boca. Sus ojos y oídos deben responder a través de años-luz. Esto ha sido difícil de conseguir, ya que el sistema necesita disponer de ciertas instalaciones básicas para funcionar. Pero, ahora que existe la simbiosis, los progresos serán mucho más rápidos. Es posible modificar casi todas las especies para que reciban Ayuda.»

Es posible modificar casi todas las especies. Un rostro conocido pronunciaba esas palabras y en la lengua natal de Ravna… pero el origen era monstruosamente remoto.

Abundaban los análisis. Se había formado un nuevo grupo de noticias: a partir de los grupos Amenazas, Homo Sapiens y Automatizaciones de Acoplamiento se generó Amenaza de la Plaga. Actualmente estaba más atareado que cualquier suma de otros cinco grupos. En esta región de la galaxia, una significativa fracción de todo el tráfico de mensajes pertenecía al nuevo grupo. Se enviaban más bits para analizar el mensaje del pobre Qvn Nilsndot de los que había en él original. A juzgar por las reacciones y contradicciones, la proporción señal-ruido era muy baja:


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Acquileron—»triskweline, unidades SjK

De: Universidad Khurvark [Definida como una universidad multirracial instalada en un habitat del Allá Medio]

Asunto: Vídeo de la Plaga

Síntesis: El mensaje muestra un fraude

Distribución:

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Grupo de Intereses Dónde Están Ahora

Amenaza de la Plaga

Fecha: 7,06 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

Es evidente que esta «Ayuda» es un fraude. Hemos investigado el asunto concienzudamente. Aunque no aparece su nombre, el presentador es un alto funcionario del anterior régimen de Straumli. Ahora bien, ¿por qué conservar la anterior estructura social si el «Ayudante» simplemente manipula a los humanos como robots teleoperados? La respuesta es clara para cualquier idiota: el Ayudante no tiene capacidad para teleoperar gran cantidad de sentientes. Evidentemente, la caída de Straumli consistió en apoderarse de elementos clave de la estructura de poder de esa civilización.

Para el resto de la especie sigue la rutina habitual. Nuestra conclusión: esta Simbiosis de Ayuda es sólo otra religión mesiánica, otro imperio chapucero que excusa sus excesos y procura engañar a quienes no puede dominar. ¡No os dejéis atrapar!


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Optima—»acquileron—»triskweline, unidades SjK

De: Sociedad Pro Investigaciones Racionales [Probablemente un sistema del Allá Medio, a 5.700 años-luz de Sjandra Kei]

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga, Universidad Khurvark 1

Frases clave: [probable obscenidad] desperdicio de nuestro valioso tiempo

Distribución: Sociedad para la Gestión Racional de la Red Amenaza de la Plaga

Fecha: 7,91 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

¿Quién es el tonto? [probable obscenidad] [probable obscenidad]. Los idiotas que no siguen todas las noticias no deberían ensuciar mis preciosos oídos con su [evidente obscenidad] bazofia. ¿Conque pensáis que la «Simbiosis de Ayuda» es un fraude del reino de Straumli? Entonces, ¿qué provocó la caída de Relé? Por si tenéis la cabeza metida en el trasero [‹—probable insulto], había un Poder aliado con Relé. Ese poder ha muerto. ¿Pensáis que se suicidó? Infórmate, cabeza plana [‹—probable insulto]. Ningún Poder cayó jamás ante algo procedente del Allá. La Plaga es algo nuevo e interesante. Creo que es hora de que los zoquetes [obscenidad] como Universidad Khurvark se queden con los grupos de ruido y dejen que los demás sostengamos una conversación inteligente.


Y algunos mensajes eran manifiestamente descabellados. Una observación sobre la Red: las traducciones múltiples automáticas a menudo ocultaban la extrañeza total de los participantes. Detrás de esos mensajes coloquiales había entornos remotos, tan emborronados por la distancia y la diferencia que la comunicación era imposible, aunque uno tardara un poco en advertirlo. Por ejemplo:


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Arbwyth—»mercantil 24—»cherguelen—»triskweline, unidades SjK

De: Turbolabio de las Brumas [Tal vez una organización de criaturas nubosas volantes de un sistema joviano. Muy escasos antecedentes.]

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga

Frases clave: Importancia de los hexápodos

Distribución: Amenaza de la Plaga

Fecha: 8,68 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

No he tenido la oportunidad de ver el famoso vídeo del reino de Straumli, excepto como evocación. (Mi único acceso a la Red es muy costoso.) ¿Es verdad que los humanos tienen seis patas? La evocación no me permitía aseverarlo. Si estos humanos tienen tres pares de patas, creo que existe una fácil explicación de…

¿Hexápodos? ¿Seis patas? ¿Tres pares de patas? Tal vez ninguna de estas traducciones se aproximaba a lo que la pasmada criatura de Turbolabio tenía en mente. Ravna dejó de leer el mensaje.


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Triskweline, unidades SjK

De: Hanse

[Ninguna referencia anterior a la caída de Relé. Ninguna fuente probable. Se trata de alguien muy cauto]

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga, Universidad Khurvark 1

Síntesis: El mensaje muestra un fraude

Distribución:

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Amenaza de la Plaga

Fecha: 8,68 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

La universidad Khurvark piensa que la Plaga es un fraude porque han sobrevivido elementos del régimen anterior en Straum. Existe otra explicación. Supongamos que la Plaga es en verdad un Poder y que sus afirmaciones sobre una simbiosis efectiva son verosímiles. Ello significa que la criatura que recibe «Ayuda» es sólo un dispositivo operado por control remoto y su cerebro es simplemente un procesador local que soporta la comunicación. ¿Alguien quiere que le ayuden de ese modo? Mi pregunta no es del todo retórica: hay tantos lectores que es probable que algunos de vosotros respondáis que sí. Sin embargo, la vasta mayoría de los seres sentientes que han evolucionado naturalmente sentirían revulsión ante semejante idea. Sin duda la Plaga lo sabe. Mi sospecha es que la Plaga no es un fraude, pero que la idea de que la cultura del reino de Straumli haya sobrevivido, sí lo es. Sutilmente, la Plaga quería comunicar la impresión de que sólo algunos están esclavizados, que la mayoría de las culturas sobrevivirá. Combinemos eso con la afirmación de la Plaga de que no todas las especies se pueden teleoperar. Ello sugiere que inmensas riquezas quedan al alcance de las especies que se asocien con este Poder, pero que también se satisfarán los imperativos biológicos e intelectuales de dichas especies.

La pregunta sigue en pie: ¿Hasta dónde llega el control de la Plaga sobre las especies conquistadas? No lo sé. Tal vez no queden mentes conscientes en el Allá de la Plaga, sólo millones de dispositivos teleoperados. Algo es indudable: la Plaga necesita algo de nosotros y aún no nos lo puede quitar.


Y así sucesivamente. Miles de mensajes, cientos de puntos de vista. No en vano la llamaban la Red de Un Millón de Mentiras. Ravna lo comentaba todos los días con Vaina Azul y Tallo Verde, tratando de ordenar las ideas, de decidir en qué creer.

Los escroditas conocían bien a los humanos, pero ni siquiera ellos estaban seguros de que el alma de Qvn Nilsndot estuviera muerta. Y Tallo Verde conocía a los humanos lo suficiente para saber que ninguna respuesta confortaría a Ravna. Miró con inquietud la ventana de las noticias y, al fin, extendió una fronda para tocar a la humana.

—Quizás el caballero Pham pueda decírnoslo, una vez que se reponga.

Vaina Azul respondió con brusco cinismo:

—Si tienes razón, eso significa que a la Plaga no le importa lo que sepan los humanos y quienes están cerca de ellos. En cierto modo tiene sentido, pero… —Su vóder zumbó distraídamente un instante—. Desconfío de este mensaje. Cuatrocientos segundos de banda ancha, tan rico que brinda imágenes multisensoriales para muchas especies. Eso representa una cantidad enorme de información y sin ninguna compresión. Quizá sea un anzuelo con un cebo, enviado a nosotros, pobres habitantes del Allá, a nuestro propio nido.

Esa sospecha también se insinuaba en las noticias. Pero no había patrones obvios en el mensaje, ni nada que hablara a la automatización de la red. Un veneno tan sutil podía funcionar en el Tope del Allá, pero no tan abajo. Y eso dejaba una explicación más sencilla, que tendría pleno sentido hasta en Nyjora o Vieja Tierra: el vídeo enmascara un mensaje para agentes que ya están en su puesto.


Vendaz era famoso entre las gentes de Tallamaderas pero, en general, por razones equivocadas. Tenía un siglo de edad y era vástago de la fusión de Tallamadera con dos de sus estrategas. En sus primeras décadas, Vendaz había administrado los aserraderos de la ciudad. En el ínterin, diseñó sagaces mejoras del molino. Vendaz había tenido sus propios amoríos, en general con políticos y redactores de discursos. Cada vez más, sus miembros de reemplazo se inclinaron por la vida pública. Durante los últimos treinta años había sido una de las voces con más fuerza del consejo de Tallamaderas, y durante los últimos diez, chambelán. En ambos papeles había defendido a los gremios y las transacciones justas. Se rumoreaba que si Tallamadera llegaba a abdicar o sufría la muerte total, Vendaz sería el próximo señor del consejo. Muchos pensaban que sería lo mejor que podría ocurrir ante tamaña calamidad, aunque los pomposos discursos de Vendaz ya eran la ruina del consejo.

Ésa era la visión pública de Vendaz. Cualquiera que comprendiera los sistemas de seguridad podía sospechar que el chambelán dirigía a los espías de Tallamadera. Sin duda tenía muchos informadores en los molinos y las Dársenas, pero ahora Gramil sabía que todo eso era una pantalla. Vendaz tenía agentes en pleno círculo del Reductor, conocía los planes del Reductor, sus temores, sus flaquezas, y era capaz de manipularlos. Vendaz era increíble. A regañadientes, Gramil tuvo que reconocer el gran genio del otro.

Sin embargo, este conocimiento no garantizaba la victoria. No todos los planes de Reductor podían manejarse directamente desde la cinta. Algunas operaciones menores del enemigo podían llevarse a cabo con cierta autonomía… y se necesitaba una sola flecha para matar totalmente a Johanna Olsndot.

Aquí era donde Gramil Jaqueramaphan podía demostrar su valía.

Pidió mudarse dentro de la cortina del castillo, en el tercer piso. No le costó obtener la autorización; sus nuevos aposentos eran más pequeños y las mantas de las paredes eran toscas. Una sola ventana ofrecía una insulsa vista del castillo. Para los nuevos propósitos de Gramil, el lugar era perfecto. En los siguientes días, adoptó el hábito de acechar en las galerías. Las paredes principales estaban llenas de túneles, cuarenta centímetros de ancho por ochenta de altura. Gramil podía desplazarse dentro de la cortina sin que nadie le viera. Caminaba en fila de un túnel al otro, saliendo unos instantes a una muralla para deslizarse de almena en almena y de tronera en tronera, asomando una cabeza aquí y una cabeza allá.

Desde luego se topó con algunos guardias, pero Jaqueramaphan tenía autorización para estar en las murallas y había estudiado la rutina de los guardias. Ellos sabían de su presencia, pero Gramil confiaba en que no conocieran su propósito. Era un trabajo duro y frío, pero el esfuerzo valía la pena. El gran objetivo de Gramil era hacer algo espectacular y valioso en la vida. El problema era que la mayoría de sus ideas eran más profundas que las de otras manadas, aun de gentes a quienes respetaba inmensamente, y nadie las comprendía. Ese había sido el problema con Johanna. Bien, al cabo de unos días acudiría a Vendaz y luego…

Mientras fisgoneaba por rincones y ventanas, dos miembros de Gramil se sentaban a tomar notas. Al cabo de diez días tuvo suficiente información para impresionar incluso a Vendaz.

La residencia oficial de Vendaz estaba rodeada por aposentos para sus asistentes y guardias. No era el sitio indicado para celebrar una audiencia secreta. Además, Gramil había tenido mala suerte con la aproximación directa. Uno podía esperar días por una cita; y cuanto más paciente era, cuanto más respetaba las reglas, más le olvidaban los burócratas.

Pero Vendaz a veces estaba solo. Tenía una torre en la muralla vieja, en el lado del castillo que daba al bosque. Al atardecer del undécimo día de sus investigaciones, Gramil se apostó en esa torre y esperó. Transcurrió una hora. El viento amainó. Una gruesa niebla llegó desde la bahía, trepando por la vieja muralla como una lenta espuma marina. Todo se volvió muy silencioso, como siempre ocurre con la niebla espesa. Gramil olisqueó melancólicamente la plataforma de la torre. Estaba realmente ruinosa. La argamasa se desmigajaba, y parecía fácil arrancar las piedras… Demonios. Tal vez Vendaz, rompiendo con su costumbre, no fuera ese día.

Pero Gramil esperó otra media hora… y su paciencia fue recompensada. Oyó el chasquido del acero en la escalera de caracol. No había sonidos mentales, demasiada bruma. El escotillón se abrió y asomó una cabeza.

Aún en la niebla, Vendaz soltó un feroz chistido de sorpresa.

—¡Calma! Soy sólo yo, el leal Jaqueramaphan.

La cabeza asomó aún más.

—¿Qué hace un ciudadano leal aquí arriba?

—Pues he venido a verte —dijo Gramil riendo—, en tu oficina secreta. Sube, señor. Con esta niebla, hay lugar suficiente para ambos.

Uno tras otro, los miembros de Vendaz atravesaron el escotillón. Algunos apenas podían pasar, pues sus cuchillos y joyas se trababan en el marco de la puerta. Vendaz no era una manada delgada. El jefe de seguridad se instaló en el otro extremo de la torre, una postura que indicaba suspicacia. No era la manada pomposa y paternalista de las reuniones públicas. Gramil sonrió. Por cierto, había logrado llamarle la atención.

—¿Y bien? —murmuró Vendaz.

—Señor, deseo ofrecerte mis servicios. Creo que mi sola presencia en este lugar indica que puedo ser valioso para la seguridad de Tallamaderas. Sólo un profesional con talento habría descubierto que usas este lugar como cubil secreto.

Vendaz pareció relajarse un poco. Sonrió con sorna.

—En efecto. Vengo aquí precisamente porque esta parte de la muralla vieja no se ve desde el castillo. Aquí puedo comulgar con las colinas y liberarme de las trivialidades burocráticas.

Jaqueramaphan asintió.

—Entiendo, señor. Pero te equivocas en un detalle. —Señaló a lo lejos—. No puedes verla a través de la niebla, pero en el lado del castillo que da sobre el puerto hay un lugar desde el cual se puede ver tu torre.

—¿De veras? ¿Y quién podría ver…? Ah, la herramienta óptica que trajiste de la República.

—¡Exacto! —Gramil metió la mano en un bolsillo y sacó el telescopio—. Incluso desde el otro lado del patio, pude reconocerte.

Las herramientas ópticas podían haber vuelto famoso a Gramil. Tallamadera y Escrúpilo estaban encantados con ellas. Lamentablemente, la honestidad le había obligado a admitir que había comprado esos aparatos a un inventor de Rangathir. No importaba que él hubiera reconocido el valor de ese invento, que lo hubiera usado para rescatar a Johanna. Cuando descubrieron que él ignoraba cómo funcionaban las lentes, aceptaron uno como obsequio… y acudieron a sus vidrieros. En fin, aún era el mejor usuario de la herramienta óptica en esa parte del mundo.

—No es sólo que te haya observado, señor. Ésa es la parte menos importante de mi investigación. En los últimos diez días he pasado muchas horas en las veredas del castillo.

Vendaz torció los labios.

—No me digas.

—Sospecho que nadie reparó en mí y tuve cuidado de que nadie me viera usar mi herramienta óptica. En todo caso —extrajo su libreta de otro bolsillo—, he compilado extensas notas. Sé quién va adonde y cuándo a casi todas las horas de la noche. ¡Imagínate el poder de mis técnicas en pleno verano!

Apoyó la libreta en el suelo y se la pasó a Vendaz. Al cabo de un momento, el otro envió un miembro a recogerla. No parecía muy entusiasta.

—Por favor, entiéndelo, señor. Sé que tú revelas a Tallamadera lo que sucede en los altos consejos de los reductoristas. Sin tus fuentes, estaríamos indefensos ante ellos, pero…

~¿Quién te ha contado esas cosas?

Gramil tragó saliva. No te dejes amilanar. Sonrió débilmente.

—Nadie tuvo que contármelo. Soy un profesional, como tú; y sé guardar un secreto. Pero piensa; en el castillo podría haber otros con mi habilidad y ser unos traidores. Tal vez tus importantes fuentes nunca te den noticias sobre ellos. Piensa en el daño que podrían causar. Necesitas mi ayuda. Con mis técnicas, puedes seguir los movimientos de todos. Me gustaría adiestrar a un cuerpo de investigadores. Podríamos operar en la ciudad, observando desde las torres del mercado.

El jefe de seguridad se paseó junto al parapeto, dando puntapiés a las piedras flojas.

—La idea es atractiva. Ten en cuenta esto. Creo que hemos identificado a todos los agentes reductoristas y les damos mucha información… falsa. Es interesante oír cómo nuestras fuentes repiten esas mentiras. —Rió secamente y miró por encima del parapeto, reflexionando—. Pero tienes razón. Si pasamos por alto a alguien que tenga acceso a la Dos-Patas o al dataset, podría ser desastroso. —Volvió más cabezas hacia Gramil—. Trato hecho. Puedo conseguirte cuatro o cinco personas para que las… adiestres en tus métodos.

Gramil apenas podía contenerse. Sentía ganas de brincar de entusiasmo y fijaba todos los ojos en Vendaz. —¡No lo lamentarás, señor!

—Tal vez no. Ahora bien, ¿a cuántos has mencionado esta investigación? Será preciso incorporarles, hacerles jurar que guardarán el secreto.

Gramil se irguió.

—¡Señor, te he dicho que soy un profesional! He guardado totalmente este secreto, a la espera de mantener esta conversación. Vendaz sonrió y se distendió, volviéndose casi cordial. —Excelente. Entonces podemos comenzar. Tal vez fue la voz de Vendaz, demasiado estridente, o tal vez fue otro ruido. Fuera como fuese, Gramil volvió una cabeza y vio rápidas sombras que venían desde el bosque. Demasiado tarde, oyó el ruido mental del atacante.

Silbaron flechas y un fuego ardió en la garganta de su Pham. Gorgoteó, pero logró mantenerse unido y correr hacia Vendaz.

—¡Ayúdame! —gritó en vano. Gramil lo comprendió aun antes de que el otro extrajera sus cuchillos y retrocediera.

Vendaz se apartó mientras su esbirro saltaba hacia Gramil. El pensamiento racional se disolvió en un frenesí de ruidos y dolor. ¡Avisa a Errabundo! ¡Avisa a Johanna! La carnicería continuó durante largos instantes…

Una parte de él se ahogaba en una viscosidad roja. Una parte de él estaba ciega. Los pensamientos de Jaqueramaphan eran jirones. Al menos uno de sus miembros había muerto. Pham yacía decapitado en un charco de sangre que humeaba en el aire frío. Frío y dolor y ahogos… Avisa a Johanna.

El esbirro y su jefe se habían alejado. Vendaz. Jefe de seguridad. Jefe de traición. Avisa a Johanna. Le observaban en silencio mientras él se desangraba. Demasiado quisquillosos para mezclar sus pensamientos con los de él. Aguardarían. Aguardarían a que el ruido de su mente se silenciara y luego le rematarían.

Silencio. Absoluto silencio. Los pensamientos remotos de sus asesinos. Gorgoteos y gemidos. Nadie sabría jamás…

El aturdido Ja miró turbiamente a las dos extrañas manadas. Una se le acercó con garfios de acero en las patas, hojas en la boca. ¡No! Ja brincó, patinando en la humedad. La manada embistió, pero Ja ya estaba en el parapeto. Saltó hacia atrás y cayó…

Se estrelló contra las rocas. Se alejó de la pared, con el lomo dolorido. Luego sintió aturdimiento. ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? Niebla por doquier. Desde arriba llegaban murmullos. El recuerdo de los cuchillos y las púas flotaba en su mente desquiciada. ¡Avisa a Johanna! Recordaba… algo… un sendero oculto entre las malezas. Si seguía ese camino, hallaría a Johanna.

Ja se arrastró lentamente por el sendero. Algo andaba mal con sus patas traseras. No las sentía. Avisa a Johanna.

19

Johanna tosió. Las cosas parecían andar de mal en peor. Los últimos tres días había tenido dolor de garganta y ahogos. No sabía si asustarse o no. Las enfermedades eran algo cotidiano en los tiempos medievales. ¡Sí, y además mataban a mucha gente! Se sonó la nariz y procuró concentrarse en las palabras de Tallamadera.

—Escrúpilo ya ha fabricado algo de pólvora. Funciona tal como predijo el dataset. Lamentablemente, casi perdió un miembro tratando de usarla con un cañón de madera. Si no podemos fabricar cañones, me temo…

Una semana atrás, no habría recibido a Tallamadera allí. Siempre se encontraban en el castillo. Pero Johanna enfermó, estaba segura de que era un «resfriado», y no tuvo ganas de salir. Además, la visita de Gramil la había… avergonzado. Algunas manadas eran buena gente. Decidió tratar de entenderse con Tallamadera y también con el Bufón Pomposo, si alguna vez regresaba. Mientras las criaturas como Cicatriz se mantuvieran alejadas… Johanna se inclinó sobre el fuego y desechó las objeciones de Tallamadera. A veces esta manada se parecía a su vieja abuela.

—Supongamos que podemos fabricarlos. Tenemos muchísimo tiempo hasta el verano. Dile a Escrúpilo que estudie el dataset con mayor atención y no intentéis más atajos. La cuestión es usarlos para rescatar mi nave estelar.

Tallamadera sonrió. El miembro que babeaba dejó de enjugarse el hocico para unirse a los demás en su asentimiento.

—He hablado de esto con Errabun… con varias personas, especialmente Vendaz. Habitualmente, desplazar un ejército hasta Isla Oculta representaría un problema insuperable. El viaje marítimo es rápido, pero hay muchos puntos peligrosos en el camino. El viaje por tierra es lento, y el otro lado quedaría prevenido con mucha antelación. Pero por suerte, Vendaz ha hallado algunas rutas seguras. Quizá podamos introducirnos…

Alguien raspó la puerta. Tallamadera ladeó un par de cabezas. —Qué raro —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Johanna distraídamente. Se cubrió los hombros con la manta y se levantó. Dos miembros de Tallamadera la acompañaron.

Johanna abrió la puerta y escrutó la niebla. De pronto Tallamadera se puso a cloquear. El visitante había retrocedido. Había algo raro, en efecto, y Johanna tardó un instante en comprender qué era. Era la primera vez que veía a una de esas criaturas caninas sola. Tallamadera pasó a su lado, salió. El criado de Johanna, que estaba en el altillo, se puso a gritar. El sonido lastimó los oídos de Johanna.

El púa solitario giró sobre las ancas y trató de alejarse a rastras, pero Tallamadera le tenía rodeado. Exclamó algo y el guardia dejó de gritar. Se oyeron pisadas en la escalera de madera y el criado salió con su ballesta. Colina abajo se oyó ruido de armas mientras los guardias subían deprisa.

Johanna corrió hacia Tallamadera, dispuesta a defenderse a puñetazos si era necesario. Pero la manada estaba acariciando al forastero con el hocico, lamiéndole el pescuezo. Al cabo de un instante, Tallamadera cogió al púa por la casaca.

—Ayúdame a llevarlo adentro, Johanna, por favor.

La niña cogió los flancos del púa, cuyo pelaje estaba húmedo por la niebla… e impregnado de sangre.

Atravesaron la puerta y apoyaron al miembro en un cojín, junto al fuego. La criatura emitía silbidos entrecortados, el ruido de un dolor extremo. La miró con ojos tan grandes que ella pudo verle el blanco de los ojos. Por un instante, Johanna pensó que la criatura le tenía miedo, pero cuando Johanna retrocedió la criatura estiró el cuello hacia ella. Johanna se arrodilló junto al cojín y la criatura le apoyó el hocico en la mano.

—¿Qué ocurre? —Miró aquel cuerpo, la casaca acolchada. Las ancas del púa estaban torcidas en un ángulo extraño, y una pata colgaba cerca del fuego.

—¿No le reconoces…? —dijo Tallamadera—. Es una parte de Jaqueramaphan. —Apoyó un hocico en la pata floja y la alzó hacia el cojín.

Los guardias y el criado de Johanna hablaban en voz alta. A través de la puerta vio miembros que sostenían antorchas; apoyaban las patas delanteras en los hombros de sus compañeros, arrojando lumbre. Nadie trató de entrar, porque no había espacio.

Johanna miró al púa herido. ¿Gramil? Al fin reconoció la casaca. La criatura aún la miraba, jadeando de dolor.

—¿No podéis conseguir un médico?

Tallamadera la rodeaba por todas partes.

—Yo soy médico, Johanna —respondió. Señaló el dataset y continuó en voz baja—: Al menos, lo que llamamos así por estos lares.

Johanna secó el pescuezo de la criatura, pero la sangre seguía manando.

—Bien, ¿puedes salvarlo?

—A este fragmento tal vez, pero… —Un miembro de Tallamadera fue hasta la puerta y habló con las manadas que estaban afuera—. Mi gente está buscando al resto… Creo que le han asesinado casi por completo, Johanna. Si hubiera otros… bien, los fragmentos suelen quedarse juntos.

—¿Ha dicho algo? —era otra voz, hablando en samnorsk. Cicatriz. Su enorme y feo hocico asomaba por la puerta.

—No —dijo Tallamadera—. Y su ruido mental es un caos.

—Déjame escucharle —dijo Cicatriz.

—¡Tú aléjate! —chilló Johanna. La criatura que tenía en los brazos se retorció.

—¡Johanna! El es amigo de Gramil. Déjale ayudar. Cuando la manada de Cicatriz entró en la habitación, Tallamadera subió al desván, dejándole espacio. Johanna sacó el brazo de abajo del púa herido y retrocedió hasta la puerta. Afuera había más manadas de las que había imaginado, y nunca las había visto tan cerca. Las antorchas fulguraban como tubos fluorescentes en la brumosa penumbra.

Volvió los ojos hacia el fuego. —¡Te estoy observando!

Los miembros de Cicatriz se apiñaron en torno del cojín. El grandote acercó la cabeza a la del púa herido. Por un momento, el púa continuó con sus jadeantes silbidos. Cicatriz cloqueó. La respuesta fue un charloteo uniforme, casi agradable. Desde el desván, Tallamadera dijo algo. Ella y Cicatriz conversaron. —¿Y bien? —dijo Johanna.

—Ja… el fragmento… no es un «hablante» —dijo Tallamadera.

—Para peor —dijo Cicatriz—, no logro descifrar sus ruidos mentales. No recibo sensaciones ni imágenes. No puedo averiguar quién asesinó a Gramil.

Johanna entró en la habitación y se acercó al cojín. Cicatriz le dejó lugar, pero no abandonó al herido. Ella se arrodilló entre dos miembros de Cicatriz y acarició el pescuezo largo y ensangrentado. —¿Ja logrará sobrevivir?

Cicatriz recorrió el cuerpo con tres narices, palpando suavemente las heridas. Ja se retorció y silbó, excepto cuando Cicatriz le tocó las ancas.

—No sé. Casi todas las manchas de sangre son salpicaduras, quizá de los demás miembros. Pero se le ha partido el espinazo. Aunque el fragmento viva, sólo tendrá dos patas utilizables.

Johanna reflexionó un instante, tratando de ver las cosas desde la perspectiva púa. No le agradó su deducción. No tenía sentido, pero para ella el tal «Ja» aún era Gramil. Para Cicatriz la criatura era un fragmento, un órgano de un cadáver reciente. Y para colmo, dañado. Miró a Cicatriz.

—¿Y qué hacéis con estos… desechos?

Tres de sus cabezas se volvieron hacia ella erizando el pelaje. Su voz sintética se volvió aguda y frenética.

—Gramil era un buen amigo. Podríamos construirle un carro de dos ruedas para la parte trasera, así podría desplazarse. La parte de la cabeza le hallará una manada. Ya sabes que estamos buscando a los demás fragmentos; quizá podamos reparar algo. De lo contrario… bien, yo sólo tengo cuatro miembros. Trataré de adoptarlo —mientras hablaba, un miembro acariciaba al fragmento herido—. No sé si funcionará. Gramil no era una persona de alma flexible, como un peregrino. Y en este momento no congenio con él.

Johanna se sosegó. Cicatriz no era responsable de todo lo que salía mal en el universo.

—Tallamadera tiene excelentes criadores. Tal vez encuentren a alguien que concuerde. Pero compréndelo…, para los miembros adultos es difícil reintegrarse, sobre todo para los no-hablantes. Los fragmentos como Ja a menudo mueren por propia voluntad, simplemente dejan de comer. O a veces… Alguna vez visita el puerto y mira a los peones. Verás grandes manadas, pero con mentes de idiotas. No pueden mantenerse unidas, ante el menor problema echan a correr hacia todas partes. Así es como terminan muchas manadas reintegradas… —Cicatriz hablaba con dos de sus miembros, y al fin calló. Volvió todas las cabezas a Ja, que había cerrado los ojos. ¿Dormía? Aún respiraba, pero el sonido era áspero.

Johanna miró hacia el escotillón del desván. Tallamadera había asomado una cabeza por el orificio. La cabeza, que estaba invertida, miró a Johanna. En otra situación, su apariencia habría resultado cómica.

—A menos que ocurra un milagro, Gramil murió hoy. Compréndelo, Johanna. Pero si el fragmento vive, aunque sea por poco tiempo, quizás encontremos al asesino.

—¿Cómo, si no puede comunicarse?

—Sí, pero todavía puede señalarle. He ordenado a los hombres de Vendaz que mantengan al personal acuartelado. Cuando Ja esté más tranquilo, haremos desfilar frente a él a todas las manadas del castillo. El fragmento sin duda recuerda lo que le sucedió a Gramil y quiere contárnoslo. Si los asesinos están entre los nuestros, los verá.

—Y armará un alboroto. —Igual que un perro. —En efecto. Así que lo importante es brindarle seguridad…, y esperar que nuestros médicos puedan salvarle.

Encontraron al resto de Gramil un par de horas más tarde, en una torre de la muralla vieja. Vendaz dijo que aparentemente dos manadas habían salido del bosque y trepado a la torre, tal vez en un intento de estudiar el terreno. Tenía todo el aspecto de una inepta incursión de novatos; nada valioso podía verse desde esa torre, ni siquiera en un día despejado. Pero para Gramil, había sido una desgracia fatal. Al parecer había sorprendido a los intrusos. Cinco de sus miembros habían sido atravesados por flechas, por hachas, decapitados. El sexto, Ja, se había roto el espinazo en el terraplén de piedra, al pie de la muralla. Johanna fue hasta la torre al día siguiente. Incluso desde abajo se veían manchas parduscas en el parapeto. Se alegró de no poder subir a la parte superior.

Ja murió durante la noche, pero no por nuevos actos del enemigo, ya que estuvo continuamente bajo la protección de Vendaz.

Johanna pasó en silencio los siguientes días. De noche lloriqueaba. Al cuerno con su «medicina». Podían diagnosticar un espinazo roto, pero ignoraban por completo las lesiones ocultas, las hemorragias internas. Al parecer Tallamadera era famosa por su teoría de que el corazón bombeaba la sangre en todo el cuerpo. ¡Con mil años más tal vez llegue a ser algo más que un carnicero!

Durante un tiempo les odió a todos; a Cicatriz por las razones de costumbre, a Tallamadera por su ignorancia, a Vendaz por permitir que los reductoristas se aproximaran tanto al castillo… y a Johanna Olsndot por haber rechazado a Gramil cuando intentaba ser su amigo.

¿Qué diría Gramil ahora? Él había intentado que Johanna confiara en ellos. Decía que Cicatriz y los demás eran buena gente. Una noche, una semana después, Johanna logró hacer las paces consigo misma. Estaba tendida en su camastro, arrebujada bajo la manta. Los dibujos de las paredes titilaban en la luz ambarina. De acuerdo, Gramil. Por ti… confiaré en ellos.

20

Pham Nuwen no recordaba casi nada de los días que sucedieron a su muerte, del dolor que le causó el final de Antiguo. Figuras fantasmales, palabras anónimas. Alguien dijo que el cirujano de a bordo le había mantenido con vida. No lo recordaba. Era un misterio y una afrenta que mantuvieran su cuerpo respirando. Al cabo, sus reflejos animales habían revivido. El cuerpo empezó a respirar por sí mismo. Abrió los ojos. Ninguna lesión cerebral, dijo Tallo Verde (?), una recuperación completa. El pedazo de carne que había sido un ser viviente no puso objeciones.

Lo que quedaba de Pham Nuwen pasó largo tiempo en el puente de la FDB. Desde antes, la nave le recordaba una cochinilla gorda. Aquellos insectos eran comunes en la paja que tendían en el piso del gran salón del castillo de su padre, en Canberra. Los chiquillos jugaban con ellos. Las cochinillas no tenían patas, sólo espinas plumosas que sobresalían de un tórax quitinoso. Sin importar la posición en que lo dejaran, el insecto movía las espinas o antenas y seguía su camino, aunque estuviera al revés. Las espinas de ultraimpulso de la FDB se parecían mucho a las extremidades de una cochinilla, aunque no eran tan articuladas. Y el cuerpo era gordo y lustroso, más delgado en el medio.

Conque Pham Nuwen había terminado en el interior de una cochinilla. Muy apropiado para un muerto. Y ahora estaba sentado en el puente. La mujer le llevaba allí a menudo, como si el lugar debiera fascinarle. Las paredes eran pantallas, mejores que las que había visto en sus tiempos de mercader. Cuando las ventanas miraban por las cámaras exteriores de la nave, la vista era tan buena como en las burbujas de cristal de la flota de Qeng Ho.

Parecía una tosca escena de fantasía o una simulación gráfica. Si se quedaba sentado un largo rato, veía que las estrellas se movían en el cielo. La nave se desplazaba diez hipersaltos por segundo: un salto, nuevos cómputos, nuevo salto. En esta parte del Allá podían viajar a un milésimo por salto, o quizá más, pero entonces los cómputos llevarían mucho más tiempo. A diez por segundo, sumaban más de treinta años-luz por hora. Los saltos eran imperceptibles para los sentidos humanos y entre los saltos estaban en caída libre, llevando la misma velocidad intrínseca que al partir de Relé. Así que no se acusaban los efectos Doppler del vuelo relativista; las estrellas eran tan puras como vistas desde el cielo del desierto, o en tránsito de baja velocidad. Simplemente se desplazaban por el cielo; las más próximas con mayor rapidez. En media hora viajó más distancia de la que había recorrido en medio siglo con el Qeng Ho. Tallo Verde bajó un día al puente y se puso a cambiar ventanas. Como de costumbre hablo con Pham, parloteando como si una persona real la escuchara.


—Como ves, la ventana central es un mapa ultraonda de la región que tenemos detrás. —Tallo Verde pasó un zarcillo ondulante sobre los controles. Las imágenes multicolores aparecieron en las demás paredes—. Lo mismo ocurre con los otros cinco puntos direccionales.

Las palabras eran un ruido en los oídos de Pham. Las comprendía, pero sin prestar atención. La escrodita hizo una pausa, luego continuó con una perseverancia que evocaba a esa mujer, Ravna.

—Cuando las naves efectúan un salto, cuando reingresan, dejan una especie de salpicadura de ultraonda, y yo compruebo si nos siguen.

Colores en todas las ventanas, hasta frente a los ojos de Pham. Había gradaciones suaves, sin manchas brillantes ni rasgos lineales.

—Lo sé, lo sé —dijo ella, hablando por ambos—. Los analizadores de a bordo todavía están evaluando los datos. Pero si alguien nos sigue a menos de cien años-luz, le detectaremos. Y si está a mayor distancia… bien, tal vez no pueda detectarnos a nosotros.

No importa. Pham casi desechó la cuestión. Pero no había estrellas que mirar. Miró los colores refulgentes y pensó en el problema. Pensó. Una broma. Tan Abajo nadie pensaba nada. Diez mil naves estelares habían escapado de la caída de Relé. Era probable que el enemigo no hubiera catalogado esas partidas. El ataque contra Relé había sido un pequeño efecto secundario del asesinato de Antiguo. Era probable que la FDB hubiera escapado sin que nadie lo notara. ¿Por qué al enemigo le importaría dónde se ocultaban los últimos recuerdos de Antiguo? ¿Por qué a alguien le importaría hacia dónde se dirigía su pequeña nave?

Sintió un espasmo. Un reflejo animal, sin duda.

El pánico dominaba lentamente a Ravna Bergsndot, cada día un poco más. No se trataba de un desastre específico, sino de la muerte lenta de la esperanza. Trataba de acompañar a Pham Nuwen parte del día, de hablarle, de cogerle la mano. Él nunca reaccionaba, ni siquiera la miraba. Tallo Verde también lo intentaba. A pesar de su extrañeza, el Pham de antes se llevaba bien con los escroditas. Ahora no tenía soporte médico, pero actuaba como un vegetal.

Y en el ínterin el descenso se volvía más lento, quizá más de lo que Vaina Azul había predicho.

Y cuando Ravna conectaba las noticias, cada día parecían más aterradoras. La teoría de la «especie de la muerte» estaba cobrando popularidad. Cada vez más gente creía que la especie humana estaba propagando la Plaga.


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Alianza para la Defensa [Presunta cooperativa de cinco imperios poliespecíficos del Allá, debajo del reino de Straumli. Su existencia no estaba documentada antes de la caída del reino]

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 17,95 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

Hasta ahora hemos procesado medio millón de mensajes sobre el vídeo de esta criatura, y leído una buena parte de ellos. La mayoría de los lectores pasan por alto el meollo de la cuestión. El principio de la operación del «Ayudante» es evidente. Se trata de un Poder Trascendente que utiliza comunicación ultraluz para operar por medio de una especie del Allá. Sería bastante fácil hacerlo en el Trascenso (se cuentan muchas historias sobre los cautivos de los Poderes en esa región). Pero dicha comunicación, para resultar efectiva en el Allá, requiere grandes modificaciones en el diseño mental de la especie controlada. No pudo haber ocurrido naturalmente y no se puede hacer rápidamente con especies nuevas, diga lo que diga la Plaga.

Hemos observado al grupo de intereses Homo Sapiens desde la primera aparición de la Plaga en el Allá, forman parte de las limitaciones que impiden a los Poderes vivir aquí abajo.

Nuestra conclusión es que la Plaga no puede alcanzar el control inmediato excepto en el Allá Alto. En el Tope, los agentes sofontes de la Plaga son literalmente sus extremidades. En el Allá Medio, creemos que es posible la «posesión» mental, pero que se debe efectuar un considerable proceso previo en la mente controlada. Más aún, se requiere bastante equipo interno (los torpes trabejos propios de esas profundidades) para respaldar la comunicación. El control directo, milisegundo por milisegundo, es impracticable en el Allá Medio. Un combate a ese nivel significaría control jerárquico. Las operaciones de largo plazo también recurrirían a la intimidación, el fraude y la traición.

Éstas son amenazas que la gente del Allá Medio y Bajo puede reconocer.

Son las herramientas de la Plaga en el Allá Medio y Bajo, y debéis cuidaros de ellas en el futuro inmediato. No vemos apropiaciones imperiales: no hay ganancia [sustento] en ello. Incluso la destrucción de Relé fue probablemente un efecto lateral del asesinato que se cometía simultáneamente en el Trascenso. Las mayores tragedias continuarán en el Tope y en el Trascenso Bajo; pero debemos saber que la Plaga está buscando algo. Ha atacado a gran distancia, donde importantes archivos constituían el blanco. Cuidaos de los espías y traidores.


Incluso algunos de los que simpatizaban con la humanidad daban escalofríos a Ravna.


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Triskweline, unidades SjK

De: Hanse

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga, subserie Alianza para la Defensa

Frases clave: Teoría Raza de la Muerte

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 18,29 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

He obtenido especímenes de los mundos humanos que se hallan en nuestro volumen. El archivo del grupo de intereses Homo Sapiens posee análisis detallados. Mi conclusión: el análisis previo psíquico-físico (aunque menos exhaustivo) de los humanos es correcto. Esa especie no tiene estructuras incorporadas para soportar el control remoto. Los experimentos con sujetos vivos no mostraban propensión a la sumisión.

No hallé pruebas de optimización artificial. (Había evidencias de cirugía ADN para mejorar la resistencia contra las enfermedades: el rastreo temporal nos indica que esta labor se realizó hace dos mil años. La sangre de los sujetos del reino de Straumli llevaba un optígeno, Thirault [una receta médica barata que se puede adaptar a gran cantidad de mamíferos]). Esta especie, según la representan nuestros especímenes, parece algo que ha llegado muy recientemente de la Zona Lenta, tal vez de un solo mundo originario.

¿Alguien ha efectuado estas verificaciones en mundos humanos más distantes?


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Alianza para la Defensa [Presunta cooperativa de cinco imperios poliespecíficos del Allá, debajo del reino de Straumli. Su existencia no estaba documentada antes de la caída del reino]

Asunto: Serie Vídeo de la Plaga, Hanse 1

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 19,43 días desde la caída de Relé

Texto del mensaje:

¿Quién es ese «Hanse»? Alardea de su objetividad afirmando que ha experimentado con especímenes humanos, pero oculta su propia naturaleza, ¡No os dejéis engañar por humanos que hablan de sí mismos! No hay manera de experimentar con las criaturas que viven en el reino de Straumli: su protector se encargará de ello.

Muerte a las alimañas.


Y había un chiquillo atrapado en el fondo del pozo. En ciertos días era imposible comunicarse. En otras ocasiones, cuando las antenas de la FDB estaban apuntadas en la dirección correcta y cuando otras variables lo permitían, Ravna oía los mensajes de la nave. Aun entonces la señal era tan débil, tan distorsionada, que la tasa efectiva de transmisión era de pocos bits por segundo.

Jefri y sus problemas parecían una intrascendente nota al pie en la historia de la Plaga (y aun menos que eso, porque nadie conocía su existencia), pero para Ravna Bergsndot estas conversaciones eran la única luz en su vida.

El chico estaba muy solo, aunque ahora un poco menos. Ravna se enteró de la existencia de su amigo Amdi, del severo Tyrathect, del heroico Acero y de los orgullosos púas. Ravna sonrió. Las paredes de su cabina exhibían el chato mural de una jungla. En las honduras de esa húmeda penumbra se erguían sombras regulares, un castillo construido en las raíces de un gigantesco mangle. El mural era famoso; el original era una obra analógica de tres mil años atrás. Mostraba la vida en una época aún más distante, la Edad Oscura de Nyora. Ella y Lynne habían pasado gran parte de su infancia soñando que se trasladaban a esos tiempos. El pequeño Jefri estaba atrapado de veras en esa época. Los carniceros de Tallamadera no eran una amenaza interestelar, pero eran un espanto mortal para quienes les rodeaban. Por suerte Jefri no había presenciado las matanzas.

Ése era un auténtico mundo medieval. Un lugar cruel e implacable, aunque Jefri hubiera caído entre gentes de bien. Y la comparación con Nyjora no era del todo apropiada. Los púas tenían mentes de manada; aun el viejo Grondr 'Kalir se había sorprendido de eso.

A través de los mensajes de Jefri, Ravna veía el pánico que reinaba entre la gente de Acero.


El Señor Acero me preguntó de nuevo si hay un modo en que podamos hacer volar nuestra nave. No sé. Creo que estuvimos a punto de estrellarnos. Necesitamos armas. Eso nos salvaría, al menos hasta que llegues aquí. Ellos tienen arcos y flechas como en los días de Nyjora, pero no tienen armas de fuego. Él me pregunta si puedes enseñarnos a fabricar armas.


Los invasores de Tallamadera regresarían y esta vez con fuerza suficiente para arrasar el pequeño reino de Acero. Cuando pensaban que el vuelo de la FDB duraría sólo cuarenta días, eso no parecía un gran riesgo, pero ahora… Tal vez al llegar sólo quedaran restos de una masacre.

Oh Pham, querido Pham. Si alguna vez exististe de veras, por favor regresa ahora. Pham Nuwen de la Canberra medieval. Pham Nuwen, mercader de la Lentitud. ¿Cómo afrontaría esta situación alguien como tú?

21

Ravna sabía que Vaina Azul, a pesar de su aparente apatía, se preocupaba tanto como ella. Mucho peor, era un detallista. La próxima vez que Ravna le preguntó cómo iba la travesía, la agobió con tecnicismos.

—Mira —interrumpió Ravna—, ese chico está sentado sobre algo que podría hacer trizas a la Plaga y sólo tiene arcos y flechas. ¿Cuánto tardaremos en llegar allá, Vaina Azul?

Vaina Azul rodó nerviosamente en el cielo raso. Los escroditas tenían impulsores de reacción y podían maniobrar en caída libre con mayor destreza que la mayoría de los humanos. En cambio utilizaban franjas adhesivas y rodaban por las paredes. A veces resultaba simpático, pero en este momento resultaba irritante.

Al menos podían hablar. Ravna miró a Pham Nuwen, que estaba sentado frente a la pantalla principal del puente. Como de costumbre, miraba fijamente las estrellas. Estaba sin afeitar, y la barba rojiza le brillaba sobre el cutis; su largo cabello flotaba, enmarañado y desgreñado. Físicamente estaba curado de sus heridas. El cirujano de a bordo incluso había reemplazado la masa de músculos que antes ocupaba el equipo de comunicaciones de Antiguo. Pham podía vestirse y alimentarse, pero aún vivía en un mundo de ensoñación privada.

Los dos escroditas parlotearon. Fue Tallo Verde quien al fin respondió a su pregunta:

—A decir verdad, no estamos seguros. La calidad del Allá cambia a medida que descendemos. Cada salto demora una fracción de segundo más que el anterior.

—Lo sé. Nos estamos desplazando hacia la Zona Lenta. Pero la nave está diseñada para eso. Debería ser fácil extrapolar la desaceleración.

Vaina Azul extendió un zarcillo del cielo raso al suelo, tiritó un segundo y emitió un humanísimo sonido de embarazo por el vóder.

—En condiciones normales tendrías razón, mi dama Ravna. Pero éste es un caso especial… Ante todo, parece que afrontamos una modificación zonal.

—¿Qué?

—No es inaudito. Ocurren pequeños cambios continuamente.


Es uno de los propósitos de los lugres, analizar los cambios. Tenemos la mala suerte de atravesar el centro de la incertidumbre.

En realidad, Ravna sabía que la turbulencia de interfaz era elevada en el Fondo. Pero no lo pensaba en términos tan solemnes como «modificación zonal». Tampoco había comprendido que era tan grave que aún podía afectarles.

—De acuerdo. ¿Cuán serio puede ser? ¿Cuánto puede demorarnos? —Oh cielos. —Vaina Azul rodó hacia la otra pared. Ahora estaba erguido sobre un cielo cuajado de estrellas—. Sería agradable ser un escrodita menor. Mi elevada vocación me trae muchos problemas. Ojalá estuviera ahora en medio del oleaje, evocando viejos recuerdos. —De otros días en el oleaje. Tallo Verde continuó:

—La pregunta no es «cuánto puede subir esta marea» sino «cuánto puede arreciar esta tormenta». En este momento es peor que cualquier cosa que haya ocurrido en esta región durante los últimos mil años. Sin embargo, hemos seguido las noticias locales. La mayoría convienen en que la tormenta ha alcanzado su punto álgido. Si nuestro otro problema no se agrava, deberíamos llegar en ciento veinte días.

Nuestro otro problema. Ravna fue al centro del puente y se amarró a una silla.

—Habláis del daño que sufrimos al salir de Relé. Las espinas de ultraimpulso, ¿verdad? ¿En qué condiciones están?

—Bastante bien, al parecer. No hemos intentado saltar a mayor velocidad del ochenta por ciento del máximo de diseño. Por otra parte, carecemos de buenos diagnósticos. Es posible que un deterioro grave surja de pronto.

—Posible, pero improbable —añadió Tallo Verde.

Ravna asintió. Teniendo en cuenta el resto de sus problemas, no tenía caso preocuparse por posibilidades que escapaban a su control. En Relé habían pensado en un viaje de treinta o cuarenta días. Ahora parecía que el chiquillo que estaba en el fondo del pozo tendría que armarse de coraje para aguantar más tiempo, por mucho que ella deseara lo contrario. Hmmm. Hora del plan B, pues. Hora de recibir sugerencias de alguien como Pham Nuwen. Se levantó y se acercó a Tallo Verde.

—De acuerdo, entonces no llegaremos antes de ciento veinte días. Si la Zona empeora o si debemos conseguir repuestos… —¿Conseguir repuestos dónde? Eso podría representar sólo una demora, no una imposibilidad. La FDB reconstruida estaba diseñada para ser reparable hasta en el Allá Bajo—. Tal vez doscientos días. —Miró a Vaina Azul, pero él no la interrumpió con sus acotaciones habituales—. Ambos habéis leído los mensajes que envía el niño. Dice que los lugareños serán arrasados, tal vez dentro de menos de cien días. Tenemos que ayudarle de algún modo antes de llegar.

Tallo Verde hizo crujir sus frondas en un modo que Ravna tomó por desconcierto.

Ravna miró a Pham y elevó la voz. Escucha, ¡tú eres el experto en estas cosas!

—Tal vez los escroditas no lo sepáis, pero este problema se ha presentado un millón de veces en la Zona Lenta: las civilizaciones están separadas por años o siglos de tiempo de viaje. Caen en una edad oscura, se vuelven tan primitivas como esas manadas, los púas. Luego reciben una visita exterior. En poco tiempo, recuperan la tecnología.

Pham no volvió la cabeza. Sólo miraba el paisaje estelar.

Los escroditas parlotearon, luego:

—Pero ¿cómo puede eso ayudarnos? ¿Reconstruir una civilización no lleva muchos años?

—Y además en el mundo púa no hay nada que reconstruir. De acuerdo con el niño, es una especie sin antecedentes. ¿Cuánto se tarda en fundar una civilización?

Ravna desechó las objeciones con un ademán. No me interrumpáis, estoy acelerada.

—No se trata de eso. Estamos comunicados con ellos. Tenemos una buena biblioteca a bordo. Los inventores originales no saben adonde se dirigen, avanzan a tientas. Los mismos arqueólogos-ingenieros de Nyjora tuvieron que reinventar muchas cosas. Pero sabemos algo sobre la construcción de aeronaves y cosas parecidas; conocemos cientos de modos de abordar el problema. —Enfrentada con la necesidad, Ravna tenía la repentina certeza de que podrían lograrlo—. Podemos estudiar las sendas de desarrollo, desechar las vías muertas. Más aún, podemos hallar el modo más rápido de pasar de lo medieval a los inventos específicos, a cosas que puedan derrotar a los bárbaros que se proponen atacar a los amigos de Jefri.

Ravna calló de golpe. Miró a Tallo Verde y a Vaina Azul con una sonrisa. Pero un escrodita silencioso es uno de los públicos más impasibles del universo. Le costaba saber si la miraban siquiera. Al cabo de un momento, Tallo Verde dijo:

—Sí, entiendo. Y siendo el redescubrimiento un fenómeno tan común en la Zona Lenta, la biblioteca de la nave ya debe tener soluciones preparadas.

Entonces sucedió: Pham se apartó de la ventana. Miró a Ravna y los escroditas. Por primera vez desde Relé, habló. Más aún, las palabras tenían sentido, aunque Ravna tardó un instante en comprender. —Armas de fuego y radios —dijo.

—Ah… sí. —Ravna le miró. Piensa en algo que le haga seguir hablando—. ¿Por qué esas cosas?

Pham Nuwen se encogió de hombros. —Dio resultado en Canberra.

Entonces el maldito Vaina Azul se puso a divagar sobre una búsqueda en la biblioteca. Pham les miró un instante con rostro inexpresivo. Siguió mirando las estrellas y la oportunidad se perdió.

22

—¿Pham?

Oyó la voz de Ravna a sus espaldas. Ella se había quedado en el puente cuando se fueron los escroditas, disponiéndose a realizar los fútiles preparativos que hubieran resuelto después de su conversación. Él no respondió y, al cabo de un instante, ella se acercó y le bloqueó la visión de las estrellas. Casi automáticamente, fijó la mirada en el rostro de Ravna.

—Gracias por hablarnos. Te necesitamos más que nunca. Él aún veía muchas estrellas. Rodeaban a Ravna con su movimiento lento. Ravna ladeó la cabeza, entre amable y desconcertada. —Podemos ayudar…

Él no respondió. ¿Por qué cuernos habría hablado? —No puedes ayudar a los muertos —dijo al fin, sorprendido de sus palabras. Como la mirada, el lenguaje debía de ser un reflejo.

—No estás muerto. Estás tan vivo como yo. Entonces Pham se puso a hablar a borbotones, más que en todos los días juntos desde Relé.

—Es verdad. La ilusión de la autoconciencia. Autómatas felices, funcionando con programas triviales. Apuesto a que nunca lo entenderás. Es imposible entenderlo desde dentro. Desde fuera, desde el punto de vista de Antiguo… —Apartó la mirada, mareado por una visión doble.

Ravna le acercó el rostro. Flotaba libremente, salvo por un pie trabado en el suelo.

—Querido Pham, te equivocas. Has estado en el Fondo y en el Tope, pero nunca en los puntos intermedios. ¿Ilusión de autoconciencia? Es un lugar común de cualquier filosofía práctica del Allá. Tiene algunas consecuencias hermosas, y algunas escalofriantes. Tú sólo conoces las segundas. Piensa: esa ilusión es igualmente aplicable a los Poderes.

—No. Él podía fabricar dispositivos como tú y yo.

—Estar muerto es una opción, Pham —Ravna extendió una mano para tocarle el hombro y el brazo. Él tuvo un cambio de perspectiva típico de la gravedad cero: «abajo» parecía rotar al costado, y él miraba hacia «arriba». De pronto reparó en su barba desgreñada, su cabello enmarañado. Miró a Ravna, recordando todo lo que había pensado sobre ella. En Relé le parecía brillante; quizá no más lista que él, pero tan lista como la mayoría de los competidores del Qeng Ho. Pero además recordaba cómo la había visto Antiguo. Como de costumbre, los recuerdos de Antiguo eran abrumadores; había más percepciones sobre esta mujer que sobre toda la experiencia vital de Pham. Como de costumbre, era casi ininteligible. Las emociones de Antiguo eran difíciles de interpretar. Pero… Él había pensado en Ravna como… un perro favorito. Antiguo podía verla sin trabas. Ravna Bergsndot era un poco manipuladora. Eso le había complacido / divertido (?). Pero detrás de sus charlas y argumentaciones, Antiguo había visto mucha… quizá «bondad» fuera la palabra humana. Antiguo le había deseado bien. Al final, incluso había intentado ayudarla. Una intuición le atravesó, tan rápido que no llegó a captarla. Ravna hablaba de nuevo.

—Lo que te sucedió es terrible, Pham, pero les ha sucedido a otros. He leído sobre esos casos. Ni siquiera los Poderes son inmortales. A veces luchan entre sí, y alguien resulta muerto. A veces uno se suicida. Existe un sistema estelar llamado Condenación de los Dioses; hace un millón de años estaba en el Trascenso. Fue visitado por un grupo de Poderes. Hubo una conmoción en la zona. De pronto el sistema se hundió veinte años-luz en el Allá. Es la conmoción más grande sobre la que hay documentación. Los Poderes de Condenación de los Dioses no tuvieron la menor oportunidad.

Todos perecieron, algunos para pudrirse entre ruinas oxidadas… otros para llegar al nivel de meras mentes humanas.

—¿Qué fue de estos últimos? Ravna titubeó, le cogió una mano.

—Puedes averiguarlo. Lo importante es que ocurre. Para las víctimas es el fin del mundo. Pero desde nuestra perspectiva, la perspectiva humana… Bien, el humano Pham Nuwen tuvo suerte. Tallo Verde dice que el fallo de las conexiones de Antiguo no causó grandes lesiones orgánicas. Tal vez haya unas lesiones sutiles. A veces, lo que queda se autodestruye, todo.

Pham sintió lágrimas en los ojos y supo que parte de su pesadumbre era pesar por su propia muerte.

—¡Lesiones sutiles! —Sacudió la cabeza y las lágrimas flotaron en el aire—. Tengo la cabeza llena de «él» y «sus» recuerdos. —¿«Recuerdos»? Prevalecían sobre todo lo demás, pero él no podía comprenderlos. No entendía los detalles. Ni siquiera entendía las emociones, excepto como fútiles simplificaciones: alegría, risa, asombro, temor y acerada resolución. Ahora estaba perdido en esos recuerdos, vagando como un idiota en una catedral. Sin comprender, intimidado por los iconos.

Ella giró en torno de sus manos unidas. Al cabo de un instante le golpeó suavemente la rodilla con la suya.

—Aún eres humano, aún tienes tus propios… —se le quebró la voz al ver la expresión de los ojos de Pham.

—Mis propios recuerdos. —En medio de las imágenes ininteligibles, a veces tropezaba con otras: él a los cinco años, sentado en la paja del gran salón, atento a la aparición de un adulto; la realeza no debía jugar en los escombros. Diez años después, haciendo el amor con Cindi por primera vez. Un año después, la primera visión de una máquina volante, el ferry orbital que aterrizó en el patio de armas de su padre. Las décadas en el espacio—. Sí, el Qeng Ho. Pham Nuwen, el gran mercader de la Lentitud. Todos los recuerdos siguen allí. Y por lo que sé, es un embuste de Antiguo, el fraude elaborado en una tarde para engañar a la gente de Relé.

Ravna se mordió el labio, pero no dijo nada. Era demasiado franca para mentir.

Él alzó la mano libre para apartarle el cabello de la cara.

—Sé que tú también dijiste eso, Ravna. No te sientas mal, de todos modos habría terminado por comprenderlo.

—Sí —murmuró ella, mirándole a los ojos—. Pero has de saber esto. De un humano a otro: ahora eres humano. Y pudo existir un Qeng Ho y pudiste haber sido exactamente lo que recuerdas. Y, al margen del pasado, puedes ser grande en el futuro.

Ecos fantasmales, por encima de la memoria y por debajo de la razón. Por un instante él la miró con ojos más sabios. Ella te ama, idiota. Casi se echó a reír.

La rodeó con los brazos, estrechándola. Ella era tan real. Sintió el roce de sus piernas. Reír. Como un masaje cardíaco, un reflejo obtuso despertando una mente a la vida. Tan tonto, tan trivial, pero…

—Quiero regresar —dijo con un sollozo estrangulado—. Hay tanto dentro de mí ahora, tantas cosas que no entiendo. Estoy perdido dentro de mi propia cabeza.

Ravna no dijo nada, tal vez ni siquiera comprendió esas palabras. Por un instante él sólo conoció ese contacto y ese abrazo. Por favor, quiero regresar.

Ravna nunca había hecho el amor en el puente de una nave estelar, pero es que nunca había poseído su propia nave. En la excitación, Pham aflojó sus amarras. Flotaron libremente, chocando contra paredes y ropas desechadas, entre lágrimas. Al cabo de muchos minutos, terminaron con la cabeza a pocos centímetros del suelo, el resto en ángulo recto con el techo. Ravna notó que sus pantalones volaban como un estandarte, atascados en su tobillo. No era una escena típica de las novelas románticas. Ante todo, al flotar libremente no podías apoyarte en ninguna parte. Por lo demás… Pham se apartó de ella, apretándole la espalda con menos fuerza. Ella le apartó el pelo rojo y le miró los ojos irritados.

—Nunca supe que podía llorar tanto que me dolería la cara —dijo él con voz trémula. Ella sonrió.

—Entonces has tenido una vida mágica. —Se recostó en las manos de él, le atrajo hacia sí. Flotaron en silencio unos minutos, reposando en las curvas de sus cuerpos, sin sentir nada más que ese blando contacto.

—Gracias, Ravna —dijo Pham.

—El gusto es mío —dijo ella con soñadora solemnidad, y le estrechó con más fuerza. Era extraño. Él le había provocado muchas reacciones, temor, afecto, irritación; y no siempre Ravna las había admitido. Por primera vez desde la caída de Relé, sintió verdadera esperanza. Tal vez fuera una tonta reacción física… tal vez no. Tenía en los brazos a un sujeto que podía compararse con cualquier aventurero de un libro de cuentos y algo más: alguien que había formado parte de un Poder.

—Pham… ¿qué crees que sucedió en Relé? ¿Por qué asesinaron a Antiguo?

Pham rió con desenfado, pero se puso rígido. —¿A mí me preguntas? En ese momento yo me moría, ¿recuerdas? No, no es así. Antiguo se moría. —Calló durante un minuto. El puente giraba lentamente en torno a ellos, con silenciosas vistas de las estrellas—. Mi identidad divina estaba dolorida. Lo sé. Él estaba desesperado, presa del pánico… pero también intentaba hacerme algo antes de morir —bajó la voz, intrigado—. Sí, era como si yo fuera un cacharro barato y me estaba llenando con toda la basura que pudiera mover. Ya sabes, diez kilos en un saco de nueve kilos. Sabía que me causaba dolor, a fin de cuentas yo formaba parte de Él, pero eso no importaba. —Se apartó con una mueca de espanto—. No soy un sádico, y no creo que Él lo fuera. Yo…

Ravna sacudió la cabeza. —Yo… yo creo que estaba copiando información. Pham calló un instante, tratando de acomodar la idea a su situación.

—Eso no tiene sentido. En mí no hay espacio para ser super humano —el miedo se codeaba con la esperanza.

—No, no, aguarda. Tienes razón. Aunque el Poder agonizante crea en la posibilidad de una reencarnación, en un cerebro normal no hay espacio para almacenar lo suficiente. Pero Antiguo intentaba otra cosa… ¿Recuerdas que le supliqué que nos ayudara con nuestro viaje al Fondo?

—Sí. Yo… Él… se compadeció, tal como te compadeces de un animal que se enfrenta a un nuevo depredador. Nunca consideró que la Perversión fuera una amenaza para Él, hasta que…

—Correcto. Hasta que sufrió el ataque. Fue una sorpresa total para los Poderes. De pronto la Perversión era algo más que un problema curioso para las submentes. Entonces Antiguo intentó ayudar de veras. Te introdujo planes y automatizaciones. Te atiborró tanto que casi moriste y no puedes entenderlo. He leído sobre situaciones similares en Teología Aplicada… tanto casos reales como legendarios. Lo llaman «esquirla divina»… el eco de un dios.

—¿Esquirla divina? —repitió él, desconcertado—. Qué nombre tan extraño. Recuerdo Su pánico. Pero si Él hacía lo que dices, ¿por qué no me lo contó? Y si estoy lleno de buenos consejos, ¿por qué sólo veo…? —Recobró esa mirada turbia de los últimos días—. Oscuridad… estatuas oscuras de bordes agudos, una muchedumbre.

De nuevo un largo silencio. Pero Pham estaba pensando. Tensó los brazos y un escozor le estremeció el cuerpo.

—Sí… sí… Muchas cosas encajan. Hay muchas que no entenderé nunca. Antiguo descubrió algo hacia el final. —Tensó los brazos nuevamente, y sepultó el rostro en el cuello de Ravna—. Era muy… personal…, una especie de asesinato que la Perversión cometió en Él. Incluso al morir, Antiguo aprendió. —Más silencio—. La Perversión es antiquísima, Ravna. Quizá tenga miles de millones de años. Era una amenaza sobre la que Antiguo sólo podía teorizar antes que le matara. Pero…

Un minuto. Dos. Pham no continuaba.

—No te preocupes, Pham. Dale tiempo.

—Sí —retrocedió para mirarla a la cara—. Pero algo sé: Antiguo hizo esto por una razón. No estamos a la caza de una quimera. Hay algo en el Fondo, en esa nave straumiana, y Antiguo pensaba que podía ser decisivo.

Le acarició la cara, sonrió con tristeza.

—¿Entiendes, Ravna? Si tienes razón, quizá nunca sea más humano que hoy. Estoy lleno de los datos de Antiguo, su esquirla divina. Nunca entenderé conscientemente la mayoría de ellos, pero si las cosas funcionan como deben, al fin estallará. Su Dispositivo Remoto, su robot en el Fondo del Allá. ¡No! Pero Ravna se contuvo.

—Quizá. Pero eres humano y estamos trabajando por lo mismo… y no te dejaré marchar.

Ravna sabía que la tecnología de «arranque» debía figurar como tópico en la biblioteca de la nave. Resultó ser que el tema era una importante especialidad académica. Además de diez mil ejemplos, había programas de adaptación y enjundiosos volúmenes de tediosa teoría. Aunque el «problema del redescubrimiento» era trivial en el Allá, en la Zona Lenta se habían producido todas las combinaciones concebibles. Las civilizaciones de la Lentitud no podían durar más de unos millares de años. A veces su colapso era un breve eclipse, unas décadas durante las cuales se recobraban de la guerra o de la contaminación atmosférica. En otras, regresaban al medievalismo. Y desde luego, la mayoría de las especies terminaban por exterminarse, al menos dentro de su sistema solar. Las que no se exterminaban (e incluso algunas que lo hacían) al fin regresaban a sus alturas originales.

El estudio de estas variaciones se denominaba Historia Aplicada de la Tecnología. Lamentablemente para los académicos y las civilizaciones de la Zona Lenta, las verdaderas aplicaciones eran raras. Los ejemplos habían sucedido siglos antes que la noticia se conociera en el Allá, y pocos investigadores deseaban realizar trabajo de campo en la Zona Lenta, donde la ejecución de un solo experimento les llevaría gran parte de su vida. En todo caso, no era una ocupación atractiva para millones de departamentos universitarios. Uno de los juegos favoritos consistía en diseñar sendas mínimas a partir de un nivel determinado de tecnología, para regresar al máximo nivel que era posible en la Lentitud. Los detalles dependían de muchas cosas, incluido el nivel inicial de primitivismo, el grado de conciencia (o tolerancia) científica residual y la naturaleza física de la especie. Las teorías de los historiadores se capturaban en programas que se alimentaban con datos sobre un problema cultural específico y los resultados deseados, y que describían los pasos que producirían dichos resultados con mayor rapidez.

Dos días después los cuatro estaban de vuelta en el puente de la FDB. Y esta vez todos hablaron.

—Debemos decidir a qué inventos apuntar para dar con algo que defienda al reino de Isla Oculta…

—… y algo que Acero pueda fabricar en menos de cien días —dijo Vaina Azul. Había pasado los dos últimos días manipulando los programas de desarrollo de la biblioteca de la FDB.

—Yo insisto en armas de fuego y radios —dijo Pham. Poder de fuego y comunicaciones. Ravna sonrió. Los recuerdos humanos de Pham bastarían para salvar a los niños del mundo de los púas. Ya no hablaba de los planes de Antiguo. Los planes de Antiguo… Para Ravna representaban el destino, tal vez bueno, tal vez terrible; pero por ahora desconocido. Incluso el destino puede ser taimado.

¿Qué dices, Vaina Azul? —preguntó Ravna—. ¿Pueden fabricar radios con rapidez, si les damos alguna idea? —En Nyjora la radio había sido casi contemporánea al vuelo orbital, un siglo después del renacimiento.

—Sí, mi dama Ravna. Hay trucos sencillos que casi nunca se notan hasta que se alcanza una tecnología muy elevada. Por ejemplo, las antenas de torsión cuántica se pueden construir con elementos de plata y acero de cobalto, si la teoría es correcta. Lamentablemente, hallar la geometría apropiada supone mucha teoría y la capacidad para resolver grandes ecuaciones diferenciales parciales. Hay muchos habitantes de la Zona Lenta que jamás descubren ese principio.

—De acuerdo —dijo Pham—. Pero todavía existe un problema de traducción. Es probable que Jefri haya oído hablar del cobalto pero, ¿cómo se lo describirá a gentes que no tienen referencias? Sin conocer mucho más sobre su mundo, ni siquiera podríamos indicarles cómo hallar una mina de cobalto.

—Eso retrasará las cosas —admitió Vaina Azul—. Pero el programa lo tiene en cuenta. Parece que Acero comprende el concepto de experimentación. Para el cobalto, podemos ofrecerle un árbol de experimentos basados en descripciones de filones probables y verificaciones químicas apropiadas.

—No es tan sencillo —dijo Tallo Verde—. Algunas pruebas químicas suponen árboles de búsqueda y verificación. Y se necesitan otros experimentos para verificar el grado de toxicidad. Sabemos mucho menos sobre esas criaturas de lo que es habitual con este programa.

Pham sonrió.

—Espero que estas criaturas sean agradecidas. Yo nunca oí hablar de antenas torsionales cuánticas. Los púas recibirán un equipo de comunicaciones que el Qeng Ho no tuvo jamás.

Pero el regalo podía hacerse. La cuestión era si podía hacerse a tiempo para salvar a Jefri y su nave. Los cuatro ejecutaron el programa una y otra vez. Sabían muy poco sobre esas criaturas de manada. El reino de Isla Oculta parecía bastante flexible. Si ellos estaban dispuestos a seguir las instrucciones, y si tenían la suerte de hallar los materiales necesarios en lugares cercanos, quizá tuvieran una provisión limitada de armas de fuego y radios al cabo de cien días. Por otra parte, si las manadas de Isla Oculta terminaban por perderse en las ramas menos fructíferas de los árboles de búsqueda, las cosas podían prolongarse varios años.

A Ravna le costaba aceptar que, al margen de sus esfuerzos, la salvación de Jefri dependía en gran medida de la suerte. Al fin optó por el mejor plan que los escroditas pudieron trazar, lo tradujo al samnorsk y lo envió.

23

Acero siempre había admirado la arquitectura militar. Ahora escribía un nuevo capítulo de la historia, construyendo un castillo que se protegía no sólo de los terrenos circundantes sino contra el cielo. A estas alturas, esa nave cuadrangular que se apoyaba sobre sus soportes era famosa en todo el continente. Antes que pasara otro verano llegarían ejércitos enemigos, procurando tomar, o al menos destruir, el trofeo que él había obtenido. Más aún, la gente de las estrellas estaría aquí. Debía estar preparado.

Ahora inspeccionaba las obras casi todos los días. La nueva cerca de piedra ya cubría todo el perímetro sur. Del lado de los peñascos, sobre Isla Oculta, su nuevo cubil estaba casi terminado… terminado desde tiempo atrás, gruñó una parte de él. En realidad le convenía mudarse, la seguridad de Isla Oculta se estaba transformando rápidamente en una ilusión. La Colina de la Astronave ya era el centro del Movimiento, y eso no era mera propaganda. Aquello que las embajadas reductoristas del exterior denominaban «el oráculo de la Colina» era más de lo que podía soñar un embustero. Quien estuviera más cerca de ese oráculo tendría al fin el poder, por astuto que fuera Acero en otros sentidos. Ya había transferido o ejecutado a varios asistentes, manadas que parecían demasiado amigas de Amdijefri.

Cuando aterrizaron los alienígenas, la colina de la Astronave era brezo y piedra. A través del invierno, había habido una empalizada y un refugio de madera, pero ahora la construcción se había reanudado en el castillo, la corona cuya joya era la astronave. Pronto esa colina sería la capital del continente y del mundo. Y después de eso… Acero escrutó las azules honduras del cielo. La duración de su gobierno dependería de decir lo atinado, de construir este castillo de un modo muy especial. Basta de ensueños. Acero recobró la compostura y descendió de la nueva muralla por escaleras de piedra recién cortada. El patio interno abarcaba varias hectáreas de lodo. El suelo estaba frío, pero la nieve y el cieno ya estaban apilados lejos de las rutas de trabajo. Estaban en plena primavera, y el sol entibiaba el aire claro. Acero veía a gran distancia, hasta el Océano y por la costa, a lo largo de los fiordos. Acero caminó los últimos cien metros hasta la nave. Sus guardias le escoltaban con Schreck a la retaguardia. Había espacio suficiente para que los obreros no tuvieran que retroceder y Acero había impartido órdenes para que su presencia no detuviera a nadie. En parte era para mantener la farsa con Amdijefri, y en parte porque el Movimiento necesitaría pronto esa fortaleza. Lo más molesto era no saber el momento preciso.

Acero aún miraba hacia todas partes, pero fijaba su atención en las obras. El patio estaba atiborrado de piedras y vigas. Ahora que el suelo se estaba ablandando, se estaban construyendo los cimientos de la muralla interna. Donde el terreno aún estaba duro, los ingenieros de Acero inyectaban agua hirviendo. El vapor que brotaba de los hoyos aureolaba a los peones y las cabrias. Había más ruido que en un campo de batalla: cabrias crujientes, palas hendiendo la tierra, capataces vociferando órdenes. Estaban tan apiñados como en un combate, aunque no reinaba tanto caos.

Acero observó a una manada de excavadores en una de las trincheras. Había treinta miembros, tan apiñados que a veces se tocaban los hombros. Era una cáfila enorme, pero la asociación no tenía nada de orgiástico. Aun antes de Tallamadera, los gremios de construcción y fabriles habían hecho estas cosas: la manada de treinta miembros era menos inteligente que un trío. La hilera frontal de diez movía las mazas al unísono, cavando uniformemente la pared de tierra. Cuando alzaban las cabezas y las mazas, los diez miembros de atrás se adelantaban para apartar la tierra y las piedras que acababan de aflojar. Detrás de ellos, una tercera hilera de miembros se llevaba los desechos. Se requería una coordinación un poco complicada, la piedra y la tierra no eran homogéneas, pero estaba dentro de la capacidad mental de la manada. Podían continuar así durante horas, alternando la primera fila con la segunda cada tantos minutos. En el pasado, los gremios guardaban celosamente el secreto de cada combinación especial. Al cabo de un duro día de trabajo, ese equipo se dividía en manadas de inteligencia normal, y cada cual regresaba a casa muy bien pagada. Acero sonrió. Tallamadera había mejorado los viejos trucos de los gremios, pero Reductor había aportado un refinamiento esencial (en realidad, inspirado en los trópicos). ¿Por qué dejar que el equipo se disolviera al final de un turno de trabajo? Los equipos de trabajo reductoristas permanecían juntos indefinidamente y se albergaban en barracas tan pequeñas que jamás recobraban su mentalidad de manada individual. Daba resultado. Al cabo de un par de años, y con una selección adecuada, las manadas originales de dichos equipos eran criaturas obtusas que no deseaban separarse.

Acero observó la piedra cortada que bajaban al nuevo hoyo y unían con argamasa. Saludó con un cabeceo a los casacas blancas y continuó la marcha. Los hoyos de los cimientos continuaban hasta las murallas del complejo de la astronave. Era la construcción más delicada, la parte que transformaría el castillo en una maravillosa celada. Con un poco más de información por parte de Amdijefri, sabría qué construir.

La puerta del complejo de la astronave estaba abierta y un casacas blancas estaba sentado en la abertura. El guardia oyó el ruido un instante antes que Acero; dos de sus miembros se separaron para echar una ojeada al costado del complejo. Se oyeron chillidos, luego gritos de combate. El casacas blancas saltó de la escalera y echó a correr en torno al edificio. Acero y sus guardias no estaban lejos.

Acero se detuvo en los cimientos, en la parte más alejada de la nave. El origen de esa algarabía era evidente. Tres manadas de casacas blancas estaban interrogando al interlocutor de un equipo. Habían separado al interlocutor y le golpeaban con porras. A esa distancia, los ruidos mentales eran tan estentóreos como los gritos. El resto del equipo de excavadores salía de la trinchera, dividiéndose en manadas funcionales para atacar a los casacas blancas con sus mazas. ¿Cómo era posible semejante desquicio? Acero lo sospechaba. Esos cimientos contendrían los túneles más secretos de todo el castillo y los dispositivos aún más secretos que planeaba usar contra los Dos-Patas. Desde luego, todos los obreros de esas zonas especiales serían despachados una vez que concluyeran su tarea. Aunque eran estúpidos, tal vez hubieran intuido su destino.

En otras circunstancias, Acero se habría dedicado a observar. Esos fallos podían ser esclarecedores, le permitían identificar las flaquezas de sus subalternos, ver quién era demasiado inepto (o demasiado apto) para continuar en esa labor. Esta vez era distinto. Amdi y Jefri estaban a bordo de la nave estelar. Las murallas de piedra les impedían ver y sin duda había otro casacas blancas de guardia en el interior, pero… mientras se lanzaba hacia delante, gritando a sus servidores, el miembro de Acero que miraba hacia atrás vio a Jefri saliendo del complejo. Llevaba dos cachorros sobre los hombros, y el resto de Amdi le seguía correteando.

—¡Atrás! —gritó en su escaso samnorsk—. ¡Peligro! ¡Atrás! Amdi se detuvo, pero el Dos-Patas continuó la marcha. Dos manadas de soldados se apartaron de su camino. Tenían la orden de no tocar jamás al alienígena. Otro segundo y la puntillosa labor de un año quedaría destruida. Otro segundo y Acero podía perder el mundo… todo por culpa de la estupidez y la mala suerte.

Pero aun mientras sus miembros traseros le gritaban al Dos-Patas, sus miembros delanteros brincaron sobre una pila de guijarros. Señaló a los equipos que salían de las trincheras.

—¡Matad a los invasores!

Sus guardias personales se cerraron en torno de él mientras Shreck y varios guerreros pasaban de largo. La conciencia de Acero se enturbió en medio del bullicio. Éste no era el caos controlado de los experimentos de Isla Oculta. Era la muerte volando al azar por todas partes: flechas, lanzas, mazas. Los miembros del equipo de excavadores corrían de aquí para allá, gritando. No tuvieron la menor oportunidad, pero mataron a varios antes de caer.

Acero se alejó del combate, dirigiéndose hacia Jefri. El Dos-Patas aún corría hacia él, y Amdi le seguía gritando en samnorsk. Un solo excavador que le atacara, una sola flecha mal apuntada, y el Dos-Patas moriría y todo se echaría a perder. Acero nunca había temido tanto por la seguridad de otro. Corrió hacia el humano, rodeándole. El Dos-Patas cayó de rodillas y aferró a Acero de un pescuezo. Sólo una vida de disciplina impidió a Acero asestarle un zarpazo; la criatura no lo estaba atacando, sino abrazando.

Casi todos los miembros del equipo de excavadores estaban muertos y Shreck había hecho retroceder a los supervivientes. Los guardias de Acero le rodeaban a poca distancia. Amdi estaba apiñado, amedrentado por el ruido mental, pero aún le gritaba a Jefri. Acero trató de zafarse del humano, pero Jefri aferraba un pescuezo tras otro, a veces dos a la vez. Hacía ruidos burbujeantes que no parecían samnorsk. Acero tembló de disgusto. No muestres tu revulsión. El humano no la reconocería, pero Amdi tal vez sí. Jefri había hecho esto antes y Acero había aprovechado las circunstancias, a pesar del coste. El niño mantis necesitaba contacto físico; constituía la base de la relación entre Amdi y Jefri. Se dejaba tocar para inspirar confianza. Acero deslizó una cabeza y un pescuezo sobre el lomo de la criatura, tal como hacían algunos progenitores con los cachorros de los laboratorios subterráneos. Jefri le abrazó con más fuerza y acarició el pelaje de Acero con sus largas patas articuladas. Aparte de la revulsión, era una experiencia rarísima. Comúnmente un contacto tan estrecho con otro ser inteligente sólo se producía en la batalla o el sexo, y en cualquiera de ambos casos no quedaba mucho margen para el pensamiento racional. Pero con este humano (bien, la criatura respondía con manifiesta inteligencia) no había el menor rastro de ruido mental. Uno podía pensar y sentir al mismo tiempo. Acero se mordió un labio, tratando de sofocar sus temblores. Era… como tener relaciones sexuales con un cadáver.

Al fin Jefri retrocedió, alzando la mano. Habló deprisa y Amdi dijo:

—Oh, señor Acero. Estás herido. Mira la sangre.

La zarpa del humano estaba enrojecida. Acero se miró. En efecto, una de sus ancas había recibido un impacto. En medio de su excitación, ni siquiera la había sentido. Acero se apartó del mantis y le dijo a Amdi:

—No es nada. ¿Tú y Jefri estáis bien?

Los dos niños hablaron en un parloteo casi ininteligible para Acero.

—Estamos bien. Gracias por protegernos.

Valiéndose de sus cuchillos, Reductor había enseñado a Acero a pensar deprisa.

—Sí, pero esto no debió haber ocurrido. Los tallamaderas se disfrazaron de obreros. Creo que han aguardado durante días la oportunidad de dañaros. Cuando les detectamos, era casi demasiado tarde… Debisteis quedaros dentro al oír la pelea.

Amdi agachó las cabezas avergonzado y tradujo para Jefri. —Lo lamentamos. Nos dejamos llevar y temíamos que te hubieran lastimado.

Acero procuró animarles mientras dos de sus miembros miraban la carnicería. ¿Dónde estaba el casacas blancas que había abandonado la escalera al principio? Esa manada lo pagaría… Interrumpió este pensamiento al reparar en algo: Tyrathect. El Fragmento de Reductor observaba desde la sala de reuniones. Ahora que lo pensaba, observaba desde el comienzo de la batalla. Para otros su postura podría parecer impasible, pero Acero había visto su expresión burlona. Asintió brevemente, pero por dentro tiritó: había estado a punto de perderlo todo… y Reductor lo había notado. —Bien, os llevaremos de regreso a Isla Oculta. Hizo una seña a los guardias que habían salido de detrás de la nave.

—¡Aún no, señor Acero! —dijo Amdi—. Acabamos de llegar. Pronto recibiremos una respuesta de Ravna. Apretó los dientes, pero sin que lo vieran los niños.

—Sí, quedaos, por favor. Pero todos tendremos más cuidado, ¿verdad?

—¡Sí, sí!

Amdi se lo explicó al humano. Un miembro de Acero se apoyó en otro para palmear la cabeza de Jefri.

Ordenó a Shreck que llevara a los niños de vuelta al complejo. Los miró con orgullo y afecto hasta que se perdieron de vista. Luego dio media vuelta y echó a andar por el lodo rosado. ¿Dónde estaba ese estúpido casacas blancas?

La sala de reuniones de la Colina de la Astronave era una construcción provisional. Había sido suficiente para protegerse del frío durante el invierno, pero no servía para celebrar reuniones de más de tres personas. Acero pasó junto al Fragmento de Reductor y se acomodó en el desván con la mejor vista de las obras en construcción. Al cabo de un instante, Tyrathect entró y subió al desván opuesto.

Pero toda esta cortesía era una farsa para los espectadores; la suave risa de Reductor surcó el aire.

—Querido Acero, a veces me pregunto si de veras eres mi discípulo… o si te han insertado algún miembro nuevo después de mi partida. ¿Estás tratando de estropear las cosas?

Acero la miró con furia. Procuró adoptar una actitud compuesta, no delatar su inseguridad.

—Los accidentes son inevitables. Los incompetentes pagarán por ello.

—Por cierto. Pero ésa parece ser tu respuesta a todos los problemas. Si no te hubieras empeñado tanto en silenciar a los equipos de excavadores, quizá no se hubieran rebelado… y habrías tenido un «accidente» menos.

—El fallo residió en que ellos lo adivinaran. Tales ejecuciones son parte necesaria de la construcción militar.

—¿De veras? ¿Acaso crees que yo tuve que matar a todos los que construyeron las mazmorras de Isla Oculta?

—¿Qué? ¿Quieres decir que no fue así…? ¿Cómo…?

El Fragmento de Reductor sonrió mostrando sus colmillos.

—Piénsalo, Acero. Un ejercicio.

Acero ordenó sus notas en el escritorio y fingió estudiarlas. Miró a la otra manada con todos sus ojos.

—Tyrathect, te honro porque parte de Reductor está en ti, pero recuerda: sobrevives porque lo tolero. No eres el Reductor-en-Ciernes. —La noticia había llegado a fines del otoño, antes que el invierno taponara el último paso de los Colmillos de Hielo. Las manadas que llevaban al resto del Maestro no habían logrado escapar del Cuenco Parlamentario. La plenitud de Reductor se había ido para siempre. Esto había aliviado inmensamente a Acero y, durante un tiempo, el Fragmento había sido muy dócil—. Ninguno de mis lugartenientes se inmutaría si os matara a todos… incluidos los miembros de Reductor. —Y lo haré, si acabas con mi paciencia, juro que lo haré.

—Desde luego, querido Acero. Tú mandas. Por un instante el otro no pudo ocultar su temor. Recuerda, pensó Acero, recuerda siempre. Éste es sólo un fragmento del Maestro. La mayor parte es sólo una maestrilla, no el Gran Maestro del Cuchillo. Era verdad que los dos miembros de Reductor dominaban la manada. El espíritu del Maestro estaba presente en la habitación, aunque morigerado. Era posible manejar a Tyrathect y usar el poder del Maestro para los propósitos de Acero.

—Bien —declaró Acero—. Mientras comprendas esto, puedes ser de gran utilidad para el Movimiento. Ante todo —hojeó los papeles—, quiero revisar contigo el problema de los visitantes. Quiero algunos consejos.

—Sí.

—Hemos convencido a Ravna de que su precioso Jefri corre inminente peligro. Amdijefri le ha hablado sobre las incursiones de los tallamaderas y sobre nuestro temor a un ataque demoledor. —Y eso puede ocurrir de veras.

—Sí. Tallamadera en efecto está planeando un ataque, y ella tiene su propia fuente de ayuda «mágica». Nosotros tenemos algo mucho mejor.

Señaló los papeles. Los consejos habían llegado desde principios del invierno. Recordaba cuando Amdijefri había traído las primeras páginas, páginas de tablas numéricas, de instrucciones y diagramas, todas dibujadas con estilo prolijo pero infantil. Acero y el Fragmento habían pasado días tratando de entender. Algunas referencias eran obvias. Las fórmulas de los visitantes requerían plata y oro en cantidades que habrían servido para financiar una guerra. Pero ¿qué era esa «plata líquida»? Tyrathect la había reconocido. El Maestro había usado algo parecido en sus laboratorios de la República. Al fin adquirieron la cantidad indicada. Pero en el caso de muchos componentes, sólo constaban métodos para crearlos. Acero recordaba al Fragmento cavilando sobre ellos, conspirando contra la naturaleza como si fuera una enemiga más. Las fórmulas de los místicos estaban llenas de «cuernos de calamar» y «rayos de luna congelados». Muchas instrucciones de Ravna eran aún más extrañas. Había instrucciones dentro de instrucciones, largos desvíos consagrados a verificar materiales comunes para decidir cuál encajaba mejor en el gran plan. Construir, probar, construir. Era como el método del Maestro, pero sin las vías muertas.

Parte de ello evidenció su utilidad de inmediato. Tendría los explosivos y cañones que Tallamadera consideraba sus armas secretas, pero aún había muchos elementos ininteligibles y no lograba desentrañarlos.

Acero y el Fragmento trabajaron toda la tarde, planeando la organización de las últimas pruebas, decidiendo dónde buscar los nuevos ingredientes que pedía Ravna.

Tyrathect se reclinó con un suspiro inquisitivo.

—Una etapa después de otra y pronto tendremos nuestras propias radios. Tallamadera no tendrá la menor oportunidad… Tienes razón, Acero. Con esto puedes gobernar el mundo. Imagínate, saber al instante lo que sucede en la capital de la República y poder coordinar ejércitos en torno de ese conocimiento. El Movimiento será la Mente de Dios. —Éste era un viejo eslogan, y ahora podía volverse cierto—. Te saludo, Acero. Tienes una sagacidad digna del Movimiento. —¿Asomaba el desdén del Maestro en esa sonrisa?— La radio y los cañones pueden darnos el mundo. Pero sin duda, éstas son migajas de la mesa de los visitantes. ¿Cuándo llegarán ellos?

—Dentro de cien o ciento veinte días. Ravna ha revisado nuevamente sus cálculos. Al parecer, hasta los Dos-Patas tienen problemas para volar entre las estrellas.

—Así que disponemos de ese tiempo para disfrutar del triunfo del Movimiento. Y luego no seremos nada; menos que salvajes. Habría sido más seguro prescindir de los regalos y persuadir a los visitantes de que aquí no hay nada digno de ser rescatado.

Acero miró a través de las ventanas angostas y horizontales. Veía parte del complejo de la astronave y los cimientos del castillo; y más allá las islas de la región de los fiordos. De pronto sentía más confianza, más calma que en mucho tiempo. No le molestó revelar su sueño.

—¿No lo comprendes, verdad, Tyrathect? Me pregunto si el Maestro entero comprendería, o si la he superado también. Al principio no teníamos opción. La nave estelar enviaba una señal a Ravna automáticamente. Pudimos haberla destruido y tal vez Ravna hubiera perdido el interés… O tal vez no, en cuyo caso nos hubieran pillado como peces en un arroyo. Tal vez corrí un gran nesgo pero, si triunfo, el premio será mucho mayor de lo que imaginas. —El Fragmento le observaba ladeando las cabezas—. He estudiado a estos humanos, Jefri y a la que está en Tallamadera, a través de mis espías. Su especie puede ser más antigua que la nuestra y los trucos que han aprendido les hacen parecer todopoderosos. Pero esa especie adolece de un defecto esencial. Como singulares, sufren limitaciones que apenas podemos imaginar. Si podemos utilizar esa flaqueza… Tú sabes que el púa común se interesa por sus cachorros. Hemos manipulado los sentimientos paternales con frecuencia. Imagínate cómo será para los humanos. Para ellos, un solo cachorro es también un niño entero. Piensa en la influencia que eso nos brinda.

—¿De veras apuestas todo a esto? Ravna ni siquiera es la progenitora de Jefri.

Acero gesticuló con irritación.

—Tú no has visto todas las traducciones de Amdi. —El inocente Amdi, el espía perfecto—. Pero tienes razón, salvar al niño no es la razón principal de esta visita. He procurado averiguar su verdadera motivación. Hay ciento cincuenta y un niños en una especie de sopor, todos apilados en ataúdes dentro de la nave. Los visitantes están desesperados por salvar a los niños, pero buscan algo más. Nunca hablan de ello… creo que está en la maquinaria de la nave misma.

—Por lo que sabemos, los niños pueden formar parte de una invasión.

Ese era un viejo temor pero Acero, después de observar a Amdijefri, no lo creía posible. Podía haber otras trampas, pero…

—Si los visitantes nos mienten, nada podemos hacer para ganar.

Seremos animales perseguidos y quizá tardemos generaciones en aprender sus trucos, pero será el fin para nosotros. Por otra parte, tenemos buenas razones para creer que los Dos-Patas son débiles y que sus fines no se relacionan directamente con nosotros. Tú estabas allí el día del descenso, mucho más cerca que yo. Viste que fue fácil tenderles una emboscada, aunque su nave es inexpugnable y su arma podía poner en jaque a un ejército entero. Es evidente que no nos consideran una amenaza. Por muy potentes que sean sus herramientas, sus temores se relacionan con otra cosa. Y en esa nave estelar tenemos algo que necesitan.

»Mira los cimientos de nuestro nuevo castillo, Tyrathect. He dicho a Amdijefri que es para proteger la nave estelar contra Tallamadera. Y eso hará hacia el final del verano, cuando Tallamadera se estrelle contra sus murallas. Pero mira los cimientos de la cortina que rodea la nave estelar. Cuando llegue nuestro visitante, la nave estará protegida por una bóveda. He realizado algunas pruebas con el casco. Es posible abrir una brecha; unas cuantas toneladas de piedra podrían aplastarla. Pero Ravna no debe preocuparse; todo esto es para proteger su premio. Y habrá un patio abierto en las cercanías, rodeado por murallas extrañamente altas. He pedido a Jefri que solicite la ayuda de Ravna en ello. El patio tendrá tamaño suficiente para encerrar la nave de Ravna y protegerla también.

»Aún debemos decidir muchos detalles. Debemos fabricar las herramientas que describe Ravna. Debemos planear la muerte de Tallamadera mucho antes de la llegada de los visitantes. Necesito tu ayuda en todas estas cosas y espero recibirla. Al fin y al cabo, si los visitantes son traicioneros, tendremos la mejor defensa posible. Y si no lo son… bien, deberás admitir que mis ambiciones son tan altas como las de mi maestro.

Por una vez, el Fragmento de Reductor no supo qué decir.


La cabina de control de la nave era el sitio predilecto de Jefri y Amdi en todos los dominios del señor Acero. Jefri aún se entristecía al estar allí, pero ahora los buenos recuerdos parecían más fuertes y allí residía su mayor esperanza para el futuro. Amdi aún seguía cautivado por las pantallas de las ventanas, aunque lo único que veían eran murallas de madera. En la segunda visita ya habían considerado ese lugar como su reino privado, como la casa del árbol que Jefri tenía en Straum. Y, de hecho, la cabina era demasiado pequeña para albergar a más de una sola manada. Habitualmente un miembro del guardia se sentaba al lado de la entrada de la cabina principal, pero aun así parecía incómodo. En este lugar ambos eran importantes.

A pesar de sus travesuras, Amdi y Jefri comprendían que el señor Acero y Ravna depositaban una gran confianza en ellos. Los dos niños distraían a los guardias con sus correteos al aire libre, pero trataban el equipo de la cabina con tanta cautela como cuando estaban mamá y papá. En ciertos sentidos, no quedaba mucho de la nave. Los datasets eran inservibles porque los padres de Jefri los tenían fuera cuando atacaron los tallamaderas. Durante el invierno, el señor Acero se había llevado muchos elementos sueltos para estudiarlos. Las cajas de sueñofrío ya estaban a buen recaudo en unas cámaras de las cercanías. Todos los días Amdijefri inspeccionaba las cajas, miraba cada rostro, revisaba los diagramas. Ningún durmiente había muerto desde la emboscada.

Lo que quedaba de la nave estaba bien sujeto al casco. Jefri había señalado los paneles de control y los medidores que manejaban el cohete de la cápsula contenedora y permanecían alejados de ellos.

Las mantas del señor Acero cubrían las paredes. Los bártulos, sacos de dormir y aparatos de ejercicios de los padres de Jefri ya no estaban, pero todavía quedaban la malla de aceleración y los aparatos que habían estado bien sujetos. Con el correr de los meses, Amdijefri había llevado papel y varias plumas; mantas y otros objetos. Los ventiladores de la cabina siempre mantenían una brisa ligera.

Era un lugar grato, extrañamente despreocupado a pesar de los recuerdos que evocaba. Era el lugar que salvaría a los púas y a los demás durmientes. Y era el único lugar del mundo donde Amdijefri podía hablar con otro ser humano. En ciertos sentidos los medios para hablar parecían tan medievales como el castillo del señor Acero. Tenían una pantalla chata, sin profundidad, sin color, sin imágenes, que sólo exhibía alfanuméricos. Pero estaba conectada con la comunicación ultraonda de la nave y todavía seguía programada para rastrear a sus salvadores. No tenía dispositivo de reconocimiento de voz, y Jefri se había desanimado al comprender que la parte inferior operaba como un teclado. Era muy trabajoso teclear cada letra de cada palabra, aunque Amdi se había vuelto muy diestro en ello, usando cuatro narices para pulsar las teclas. Y actualmente leía el samnorsk incluso mejor que Jefri.

Amdijefri pasaba muchas tardes allí. Si les esperaba un mensaje del día anterior, lo leían página por página y Amdi lo copiaba y traducía. Luego ingresaban las preguntas y respuestas sobre las cuales había hablado el señor Acero. Después había una larga espera.

Aunque Ravna estuviera al otro lado, la respuesta tardaba varias horas en llegar. El enlace era mucho mejor que en invierno, casi sentían que Ravna se aproximaba. Las conversaciones extraoficiales con ella eran con frecuencia el momento más grato del día.

Hasta ahora, este día había sido distinto. Después del ataque de los falsos obreros, Amdijefri tembló de miedo durante media hora. El señor Acero había sido herido en su afán de protegerlos. Tal vez no existía ninguna parte segura. Jugaron con las pantallas externas, procurando atisbar a través de fisuras en las toscas planchas de las veredas del complejo.

—Si hubiéramos podido mirar afuera, habríamos podido advertir al señor Acero —dijo Jefri.

—Deberíamos pedirle que abra orificios en las paredes. Seríamos como centinelas.

Comentaron un poco esa idea. Luego llegó el último mensaje de la nave de rescate. Jefri se instaló en la malla de aceleración junto a la pantalla. Éste era el lugar de su padre y había mucho espacio. Dos miembros de Amdi se le acomodaron al lado. Otro miembro saltó al apoyabrazos y apoyó las patas en los hombros de Jefri, tendiendo el esbelto pescuezo hacia la pantalla para ver bien. El resto se dispersó para ordenar el papel y las plumas. Era fácil reproducir los mensajes, pero Amdijefri se excitaba al verlos llegar «en directo».

Apareció el encabezamiento de costumbre (no era muy interesante después de verlo por milésima vez) y al fin llegaron las palabras de Ravna, sólo que esta vez eran datos tabulares, algo para respaldar el diseño de la radio.

—Rayos. Son sólo números —dijo Jefri.

—¡Números! —exclamó Amdi. Uno de sus miembros libres trepó al regazo del niño. Acercó el hocico a la pantalla, verificando lo que veía el que estaba sobre el hombro de Jefri. Los cuatro en el suelo estaban ocupados con sus anotaciones, traduciendo los dígitos decimales de la pantalla a las X, 0, 1 y deltas de la notación de base cuatro de los púas. Jefri había notado desde el principio que Amdi era realmente bueno en matemáticas, algo que no le envidiaba. Amdi decía que pocos púas eran tan buenos. Amdi era una manada muy especial y Jefri estaba orgulloso de tener a un amigo tan inteligente. A mamá y papá les habría gustado Amdi. Aun así… Jefri suspiró, se relajó en la malla. Aquellos mensajes numéricos eran cada vez más frecuentes. Mamá le había leído un cuento una vez, «Perdidos en la Zona Lenta», acerca de unos exploradores que llevaban la civilización a una colonia perdida. En esa historia, los héroes juntaban los materiales y construían lo que necesitaban. No se ponían a hablar de medidas, proporciones o diseños.

Apartó los ojos de la pantalla y acarició a los dos miembros de Amdi que tenía sentados al lado. Uno de ellos se movió bajo su mano. Sus cuerpos zumbaban. Tenían los ojos cerrados, pero Jefri sabía que no dormían. Éstas eran las partes de Amdi especializadas en hablar.

—¿Algo interesante? —preguntó Jefri al cabo de un rato. El de la izquierda abrió los ojos y le miró.

—Es esa idea que mencionó Ravna sobre la anchura de banda. Si no hacemos las cosas bien, sólo saldrán chasquidos.

—Oh, está bien. —Jefri sabía que la reinvención inicial de la radio rara vez superaba el código Morse. Ravna parecía pensar que ellos podrían saltarse esa etapa—. ¿Cómo crees que será Ravna?

—¿Qué? —Las plumas dejaron de raspar el papel por un instante. Había logrado la atención de Amdi, aunque no era la primera vez que hablaban de ello—. Bien, como tú… sólo que más grande y más vieja.

—Sí, pero… —Jefri sabía que Ravna era de Sjandra Kei. Era una adulta, más grande que Johanna y menor que mamá. Pero ¿qué aspecto tenía?—. Es decir, viene de tan lejos para rescatarnos y terminar lo que papá y mamá trataban de hacer, debe ser una gran persona.

De nuevo Amdi dejó de escribir, mientras la pantalla continuaba presentando números. Tendrían que reproducir el mensaje más tarde.

—Sí —dijo Amdi al cabo de un momento—. Debe ser muy parecida al señor Acero. Será agradable conocer a alguien a quien pueda abrazar, tal como haces con el señor Acero.

Jefri quedó desconcertado.

—¡Oye, siempre puedes abrazarme a mí!

Las partes de Amdi que estaban junto a él ronronearon.

—Lo sé. Me refiero a alguien que sea un adulto… como un padre.

—Ya.

Tradujeron y revisaron las tablas durante una hora. Luego llegó el momento de enviar las últimas preguntas del señor Acero. Abarcaban cuatro páginas, todas escritas pulcramente en samnorsk por Amdi. Habitualmente le gustaba teclear los mensajes encorvado sobre la pantalla. Hoy no tenía interés. Se apoyó en Jefri, pero no prestó atención a lo que escribía. En ocasiones Jefri sentía un zumbido en el pecho, o el soporte de la pantalla emitía un sonido extraño, en consonancia con los insoportables sonidos que emitían los miembros de Amdi. Jefri reconoció los signos del pensamiento profundo.

Terminó de teclear el último mensaje, añadiendo algunas preguntas propias, como «¿Qué edad tenéis Pham y tú? ¿Estáis casados? ¿Cómo son los escroditas?».

La luz diurna había desaparecido de las grietas de las paredes. Pronto los equipos de excavadores entregarían sus azadones y marcharían a las barracas del otro lado de la colina. En la otra costa del estrecho, las torres de Isla Oculta serían doradas en la niebla, como una imagen de cuento de hadas. Los casacas blancas pronto les llamarían para cenar.

Dos miembros de Amdi saltaron del asiento y comenzaron a perseguirse.

—¡Estuve pensando! ¡Estuve pensando! ¿Por qué la radio de Ravna es sólo para hablar? Ella dice que el sonido sólo consiste en diversas frecuencias de la misma cosa. Pero el pensamiento es sonido. Si pudiéramos cambiar algunas tablas y lograr que los receptores y transmisores cubriesen mis tímpanos, ¿por qué yo no podría pensar por radio?

—No sé. —La anchura de banda era una limitación familiar en muchas actividades cotidianas, aunque Jefri tenía una idea muy vaga de lo que era. Miró las últimas tablas, todavía expuestas en pantalla. De repente comprendió algo que muchos adultos jamás comprenden en las culturas técnicas—. Uso todas estas cosas al mismo tiempo, pero no sé cómo funcionan. Podemos seguir estas instrucciones, pero ¿cómo sabríamos qué cambiar?

Amdi estaba muy entusiasmado, tal como cuando inventaba una gran travesura.

—No, no, no. No tenemos que comprender todo. —Tres miembros más saltaron al suelo. Amdi agitó algunos papeles—. Ravna no sabe con certeza cómo emitimos sonido. Las instrucciones incluyen opciones para introducir pequeñas modificaciones. Estuve pensando. Podemos ver cómo se relacionan los cambios. —Hizo una pausa y emitió un chillido agudo—. Demonios, no sé explicarlo con exactitud, pero creo que podemos expandir las tablas y eso cambiará la máquina de manera evidente. Y luego… —Quedó sin habla un instante—. ¡Oh, Jefri! ¡Ojalá tú también fueras una manada! Imagínate, colocar uno de tus miembros en una cumbre distinta y luego usar la radio para pensar, ¡seríamos tan grandes como el mundo!

Entonces se oyó un cloqueo intermanada fuera de la cabina y luego el samnorsk:

—Hora de cenar. Nos vamos, Amdijefri. ¿Sí?

Era Shreck. Hablaba bastante samnorsk, aunque no tan bien como Acero. Amdijefri recogió las hojas desperdigadas y las guardó en los bolsillos de las casacas de Amdi. Apagaron el equipo de las pantallas y entraron en la cabina principal.

—¿Crees que Acero nos permitirá realizar los cambios?

—Tal vez deberíamos enviárselos también a Ravna.

El miembro del casacas blancas se retiró de la escotilla y Amdijefri descendió. Poco después estaban bajo la oblicua luz del sol. Los dos niños apenas lo notaron, pues ambos estaban subyugados por la visión de Amdi.

24

Para Johanna, muchas cosas cambiaron en las semanas que siguieron a la muerte de Gramil Jaqueramaphan. La mayoría fueron para bien, cosas que quizá nunca hubieran cambiado de no ser por el asesinato, lo cual la entristecía.

Permitió que Tallamadera viviera en la cabaña y reemplazara al criado. Al parecer Tallamadera lo había deseado desde el principio, pero había temido la furia de la criatura humana. Ahora mantenían el dataset en la cabaña. Siempre había por lo menos cuatro manadas de seguridad de Vendaz rodeando el lugar y se hablaba de construir barracas en torno.

Johanna veía a los demás durante el día en las reuniones, e individualmente cuando necesitaban ayuda con el dataset. Escrúpilo, Vendaz y Cicatriz —el «peregrino»— hablaban ahora samnorsk con fluidez, lo suficiente para que ella pudiera tener atisbos de su carácter a pesar de su forma inhumana. Escrúpilo, quisquilloso y brillante; Vendaz, tan pomposo como Gramil, pero sin su aire juguetón ni su imaginación. En cuanto a Errabundo Wickwracktriz, aún sentía un escalofrío cada vez que veía al miembro corpulento, el de la cicatriz. Siempre se sentaba en el fondo, acuclillándose para no tener un aspecto amenazador. Errabundo notaba que esto la afectaba y procuraba no ofenderla, pero incluso después de la muerte de Gramil a ella le costaba tolerar a esa manada. Y, a fin de cuentas, podía haber traidores en el castillo de Tallamadera. La idea de que el asesinato fuera obra de intrusos era sólo una teoría de Vendaz. Johanna mantenía vigilado a Errabundo.

De noche, Tallamadera despedía a las otras manadas. Se acurrucaba en torno del fuego y hacía al dataset preguntas que no guardaban ninguna relación con la lucha contra los reductoristas. Johanna procuraba explicarle las cosas que Tallamadera no entendía. Era extraño. Tallamadera era como la reina de esa gente. Tenía ese castillo enorme (primitivo, incómodo, feo, pero enorme). Tenía gran cantidad de criados. Pero pasaba la mayor parte de cada noche en esa pequeña cabaña de madera con Johanna y ayudaba con el fuego y la comida como la manada que antes hacía las veces de criado.

Así fue como Tallamadera se convirtió en la segunda amiga de Johanna entre los púas (Gramil fue el primero, aunque ella sólo lo supo después de su muerte). Tallamadera era muy lista y muy extraña. En ciertos sentidos era la persona más sagaz que Johanna había conocido, aunque tardó en llegar a esa conclusión. No le había sorprendido que los púas dominaran el samnorsk deprisa. Así ocurría en la mayoría de las aventuras, y además tenían los programas de aprendizaje idiomático del dataset. Pero noche tras noche Johanna observó cómo Tallamadera jugaba con el dataset. La manada no manifestaba interés en las tácticas militares y la química que tanto preocupaban a todos durante el día. En cambio leía acerca de la Zona Lenta, el Allá y la historia del reino de Straumli. Había dominado la lectura no lineal más rápidamente que los demás. A veces Johanna se sentaba a mirar por encima de sus hombros. La pantalla estaba dividida en ventanas y la principal rodaba a una velocidad que Johanna no podía seguir. Varias veces por minuto Tallamadera se topaba con palabras que desconocía. La mayoría eran vocablos infrecuentes en samnorsk; apoyaba un hocico en la palabra problemática y la definición parpadeaba brevemente en la ventana del diccionario. Otros problemas eran conceptuales y las nuevas ventanas conducían a la manada hacia otros campos, a veces por unos pocos segundos, a veces por muchos minutos, y a veces el desvío se transformaba en el nuevo sendero. En cierto modo, era todo lo que Gramil había aspirado a ser.

Muchas veces planteaba preguntas que el dataset no podía responder. Ella y Johanna hablaban hasta horas tardías. ¿Cómo era una familia humana? ¿Qué se proponía hacer el reino de Straumli en el Laboratorio Alto? Johanna ya no pensaba en las manadas como grupos de ratas con cuello de culebra. Después de medianoche, la pantalla del dataset brillaba más que la luz gris de la fogata. Teñía los lomos de Tallamadera de alegres colores. La manada se reunía en torno a ella, mirándola con el interés de un niño que escucha a su maestro.

Pero Tallamadera no era un niño. Desde el principio le había parecido vieja. En esas charlas nocturnas Johanna también aprendía detalles sobre los púas. La manada decía cosas que jamás decía durante el día. En general eran cosas que debían de ser obvias para los demás púas, aunque nunca hablaban de ellas. La niña humana se preguntaba si la reina Tallamadera tendría alguien a quien pudiera tomar como confidente.

Sólo uno de los miembros de Tallamadera era físicamente viejo; dos eran meros cachorros. La configuración de la manada, en cambio, tenía quinientos años. Y se notaba. El alma de Tallamadera se mantenía unida sólo gracias a su fuerza de voluntad. El precio de la inmortalidad había sido la endogamia. La cepa original había sido saludable, pero al cabo de seiscientos años… Uno de los miembros más jóvenes no dejaba de babear y continuamente hundía el hocico en un pañuelo. Otro tenía ojos lechosos en vez de pardos. Tallamadera decía que era totalmente ciego, pero saludable, y el que mejor hablaba. Su miembro más anciano era visiblemente débil, y jadeaba sin cesar. Lamentablemente, decía Tallamadera, era el más alerta y creativo. Cuando muriese…

Una vez que empezó a buscarlas, Johanna vio flaquezas en toda Tallamadera. Hasta sus dos miembros más saludables, fuertes y con pelaje sedoso, se bamboleaban al caminar. ¿Deformidades en la columna vertebral? Además ambos estaban aumentando de peso, lo cual no contribuía a solucionar el problema.

Johanna no se enteró de todo esto de inmediato. Tallamadera le había comentado diversos asuntos de los púas y, poco a poco, reveló su historia. Parecía feliz de poder confiarla a alguien, aunque no caía en la autocompasión. Tallamadera había escogido este camino (al parecer algunos lo consideraban una perversión) y había durado más que cualquier manada de la historia documentada. Lamentaba, ante todo, que se le hubiera agotado la suerte.

La arquitectura púa tendía hacia los extremos, grotescamente descomunal o demasiado estrecha para el uso humano. La cámara del consejo de Tallamadera tendía hacia lo grandioso y no era un sitio acogedor. En esa cavidad en forma de cuenco podían entrar hasta trescientos humanos, con lugar de sobra. Los balcones que bordeaban la circunferencia superior podrían albergar a otros cien.

Johanna había estado allí con frecuencia, porque era donde se realizaban la mayoría de las pruebas con el dataset. Habitualmente estaban ella, Tallamadera y quien necesitara información. Hoy era diferente, ya que no se trataba de consultar el dataset. Era la primera reunión de consejo de Johanna. Había doce manadas en el consejo superior y todas estaban presentes. Cada balcón contenía una manada, y había tres en el centro. Johanna sabía ahora lo bastante sobre los púas para comprender que el lugar, a pesar de los espacios vacíos, estaba atestado. Con el ruido mental de quince manadas, incluso con los tapices acolchados, ella sentía un zumbido en la cabeza, o en las manos a través de la baranda.

Johanna estaba con Tallamadera en el balcón más grande. Cuando ambas llegaron, Vendaz ya estaba en el centro, disponiendo unos diagramas. Cuando las manadas del consejo se pusieron en pie, Vendaz miró hacia arriba y le dijo algo a Tallamadera.

—Sé que demorará un poco las cosas —respondió la reina en samnorsk—, pero tal vez nos beneficie.

Y rió con un sonido humano. Errabundo Wickwracktriz estaba de pie en el balcón contiguo, como otra manada del consejo. Johanna aún no había comprendido por qué, pero Cicatriz parecía ser uno de los favoritos de la reina.

—Errabundo, ¿traducirás para Johanna?

Errabundo movió varias cabezas.

—¿Estás de acuerdo, Johanna?

La niña titubeó un instante, luego asintió. Tenía sentido. Después de Tallamadera, Errabundo hablaba samnorsk mejor que cualquiera de ellos. Tallamadera se sentó y abrió el dataset. Johanna miró las cifras que había en la pantalla. La reina había tomado notas. Aún no se reponía de la sorpresa cuando la reina comenzó a hablar de nuevo, esta vez con los cloqueos del lenguaje intermanada. Al cabo de un segundo, Errabundo comenzó a traducir:

—Sentaos todos, por favor. Poneos cómodos, ya estamos bastante apiñados.

Johanna casi sonrió. Errabundo Wickwracktriz era bastante hábil. Imitaba a la perfección la voz humana de Tallamadera. Su traducción incluso capturaba la adusta autoridad de su discurso.

Las manadas se reacomodaron y después sólo un par de cabezas asomaban de cada balcón. Ahora la mayor parte del ruido mental se amortiguaría con el acolchado que revestía el balcón o sería absorbido por el dosel que colgaba sobre la sala.

—Vendaz, puedes proceder.

En el piso principal, Vendaz se irguió y miró hacia todas partes. Empezó a hablar.

—Gracias —tradujo Errabundo, imitando la voz del jefe de seguridad—. La Tallamadera me pidió que convocara esta reunión porque ha habido cambios en el norte. Nuestras fuentes nos informan que Acero está fortificando la región que rodea la nave estelar de Johanna.

Cloqueos e interrupciones. ¿Escrúpilo?

—Eso no es noticia. Para eso tenemos nuestros cañones y la pólvora.

—Sí —respondió Vendaz—. Hace tiempo que conocemos esos planes. No obstante, la fecha de finalización se ha adelantado y la versión final tendrá murallas mucho más gruesas de lo que habíamos previsto. Al parecer, una vez que termine ese recinto, Acero se propone desmantelar la nave estelar para distribuir su cargamento entre los diversos laboratorios.

Para Johanna esas palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Antes existía una oportunidad. Si luchaban con empeño, quizá recobraran la nave. Ella podría redondear la misión de sus padres, e incluso ser rescatada.

Errabundo hizo una pregunta y tradujo:

—¿Y cuál es el nuevo plazo?

—Confían en terminar las murallas principales en menos de diez decadías.

Tallamadera acercó un par de hocicos al teclado, tecleó una nota. Al mismo tiempo asomó una cabeza sobre la baranda y miró al jefe de seguridad.

—He observado que Acero suele ser más optimista de lo conveniente. ¿Tienes una estimación objetiva?

—Sí. Las murallas estarán finalizadas dentro de ocho a once decadías.

—Calculábamos por lo menos quince —dijo Tallamadera—. ¿Esto es en respuesta a nuestros planes?

Vendaz reunió sus miembros.

—Ésa fue nuestra primera sospecha, majestad. Pero, como sabes, tenemos muy especiales fuentes de información… fuentes que no debemos comentar ni siquiera aquí.

—Qué petulante. A veces me pregunto si sabe algo. Nunca le he visto arriesgar sus traseros en el campo. —¿Qué? Johanna tardó un segundo en comprender que este comentario era un aparte de Errabundo. Miró de soslayo. Dos cabezas de Errabundo eran visibles y dos miraban hacia ella. Reconoció su expresión de sonrisa tonta. Nadie respondió a este comentario; al parecer Errabundo podía dirigir su traducción hacia Johanna únicamente. Ella le miró con severidad y él reanudó su traducción neutra.

—Acero sabe que planeamos atacar, pero no sabe nada sobre nuestras armas especiales. Este cambio de planes parece surgir de sus sospechas. Lamentablemente, eso nos complica las cosas. Tres o cuatro consejeros comenzaron a hablar simultáneamente. —Todos expresan su descontento —sintetizó Errabundo—. Todos «sabían que este plan nunca funcionaría» y que «nunca debimos convenir en atacar a los reductoristas».

Tallamadera emitió un silbido estridente. Los reproches cesaron. —Algunos de vosotros olvidáis vuestro coraje. Convinimos en atacar Isla Oculta porque representa una amenaza mortal y pensamos que podíamos destruirla con los cañones de Johanna… para impedir que Acero nos destruya en caso de que aprenda a utilizar la nave estelar. —Un miembro de Tallamadera, agazapándose, rozó la rodilla de Johanna.

La voz focalizada de Errabundo rió entre dientes. —Y también está el pequeño problema de llevarte a casa y establecer contacto con las estrellas, pero ella no puede decir eso en voz alta a los «pragmáticos». Por si no lo has adivinado, es una de las razones por las cuales estás aquí…, para recordarles a los necios que el cielo nos depara más cosas de las que hayan imaginado. Continuó traduciendo a Tallamadera.

—No se cometió un error al montar esta campaña. Eludirla habría sido tan mortal como combatir y perder. En definitiva…, ¿tenemos alguna posibilidad de desplazar un ejército efectivo costa arriba a tiempo? —Apuntó un hocico hacia el balcón de enfrente—. Escrúpilo, por favor, sé breve.

—Escrúpilo jamás podrá ser breve… epa, lo lamento. —Nuevos comentarios de Errabundo.

Escrúpilo asomó un par de cabezas más.

—Ya he comentado el asunto con Vendaz, majestad. Reunir un ejército, viajar costa arriba… todo puede hacerse en menos de diez decadías. El problema reside en el cañón y en entrenar manadas para utilizarlo. Esa responsabilidad es de mi incumbencia.

Tallamadera dijo una frase abrupta.

—Sí, majestad. Tenemos la pólvora. Es tan poderosa como dice el dataset. Los cañones han presentado un problema mucho mayor. Hasta hace poco, la parte trasera se abría al enfriarse el metal. Creo que he solucionado ese inconveniente. Al menos tengo dos cañones intactos. Esperaba contar con varios decadías más para probarlos.

—Ahora no podemos darnos ese lujo —interrumpió Tallamadera. Se puso totalmente en pie y miró a la sala del consejo—. Quiero pruebas de inmediato. Si tienen éxito, comenzaremos a fabricar cañones a toda prisa.

De lo contrario…

Dos días después…

Lo más curioso era que Escrúpilo esperaba que ella inspeccionara el cañón antes de dispararlo. La manada caminaba excitada en torno de la instalación, dando explicaciones en torpe samnorsk. Johanna la seguía con semblante serio. A cierta distancia, ocultos detrás de una berma, Tallamadera y el consejo superior presenciaban el ejercicio. Bien, todo tenía buen aspecto. Lo habían montado en un carro que podía rodar hacia un montón de tierra con la fuerza del retroceso. El cañón en sí era una pieza de metal forjado de un metro de largo con un ánima de dos centímetros. La pólvora y el proyectil se cargaban por el orificio delantero. La pólvora se encendía por un pequeño orificio de atrás.

Johanna acaricio el cañón. La superficie de plomo era rugosa y parecía haber corpúsculos de tierra en el metal. Ni siquiera las paredes del ánima parecían totalmente lisas. ¿Eso influiría? Escrúpilo explicaba que había usado paja en los moldes para impedir que el metal se rajara al enfriarse. Vaya.

—Primero deberías probarlo con una cantidad pequeña de pólvora —dijo Johanna.

Escrúpilo le habló en un tono de complicidad.

—Entre nosotros; eso hice y funcionó muy bien. Ahora haremos la gran prueba.

Hmm. Conque no eres tan obtuso. Johanna le sonrió al miembro más cercano, cuya cabeza era totalmente blanca. A su manera, Escrúpilo le recordaba a algunos científicos de Laboratorio Alto.

Escrúpilo se alejó del cañón y dijo en voz alta:

—¿Podemos empezar?

Dos de sus miembros miraron nerviosamente a los consejeros.

—Sí, para mí está bien —dijo Johanna. Naturalmente. El diseño estaba copiado de los modelos nyjoranos de los archivos históricos de Johanna—. Pero ten cuidado… si no funciona bien, puede matar a alguien.

—Sí, sí. —Contando con su aprobación oficial, Escrúpilo rodeó la pieza y apartó a la niña a un costado. Mientras ella regresaba hacia Tallamadera, él continuó en idioma púa, sin duda explicando la prueba.

—¿Crees que funcionará? —le preguntó Tallamadera en voz baja. Parecía más débil que de costumbre. Habían tendido una estera trenzada para ella en el brezo musgoso, detrás de la berma. La mayoría de sus miembros estaban tendidos con la cabeza entre las patas. El miembro ciego parecía dormido y el pequeño que babeaba se acurrucaba contra él, moviéndose con nerviosismo. Como de costumbre, Errabundo Wickwracktriz estaba cerca, pero ahora no traducía. Concentraba su atención en Escrúpilo.

Johanna pensó en la paja que Escrúpilo había utilizado en los moldes. La gente de Tallamadera intentaba ayudar pero… Sacudió la cabeza…

—Quién sabe —respondió.

Se arrodilló y se asomó sobre la berma. Todo parecía un acto circense copiado de un archivo histórico. Estaban los animales, el cañón. Incluso estaba la tienda, ya que Vendaz había insistido en ocultar la operación a posibles espías de las colinas. El enemigo podría ver algo, pero cuantos menos detalles tuviera Acero, mejor.

La manada de Escrúpilo caminaba en torno del cañón, hablando continuamente. Dos miembros alzaron un barril de negra pólvora y echaron la sustancia en el interior del cañón. Un fajo de papel-seda siguió a la pólvora. Escrúpilo lo empujó, metió el proyectil mientras el resto empujaba el carro para apuntar fuera de la tienda.

Estaban en el patio del castillo, en el lado que daba al bosque, entre las murallas vieja y nueva. Johanna veía un fragmento de ladera verde, nubes bajas. A cien metros estaba la muralla vieja. Era el mismo tramo de piedra donde habían matado a Gramil. Aunque el maldito cañón no estallara, nadie sabría hasta dónde llegaría el disparo. Johanna temía que ni siquiera llegara a la muralla.

Ahora Escrúpilo estaba de este lado del cañón, tratando de encender una larga varilla de madera. Con un nudo en el estómago, Johanna comprendió que no funcionaría. Eran todos unos meros aficionados, igual que ella. Y ese pobre tipo morirá por nada.

Johanna se puso en pie. Tengo que detenerle. Algo la cogió por el cinturón y la obligó a sentarse. Era un miembro de Tallamadera, uno de los gordos que no podían caminar bien.

—Tenemos que intentarlo —murmuró la manada.

Escrúpilo había encendido la varilla. De pronto dejó de hablar. Todos sus miembros, salvo el de cabeza blanca, buscaron la protección de la berma. Por un instante pareció una extraña cobardía, luego Johanna lo comprendió: un humano jugando con explosivos también intentaría protegerse el cuerpo, salvo la mano que empuñaba la cerilla. Escrúpilo se arriesgaba a una mutilación, no a la muerte.

El de cabeza blanca miró al resto de Escrúpilo. No parecía atemorizado, sino alerta. A esa distancia no podía formar parte de la mente de Escrúpilo, pero la criatura debía de ser más lista que un perro y, al parecer, recibía instrucciones del resto.

El de la cabeza blanca giró y caminó hacia el cañón. Se arrastró el último metro, cubriéndose tras el montón de tierra que había detrás del carro. Sostuvo la varilla para que la llama de la punta penetrara lentamente por el orificio. Johanna se agachó detrás de la berma…

La explosión fue un estampido seco. Tallamadera tembló junto a ella y se oyeron silbidos de dolor en toda la tienda. ¡Pobre Escrúpilo! Johanna lagrimeó. Tengo que mirar. En parte soy responsable. Lentamente se levantó y se obligó a mirar hacia el campo donde minutos antes estaba el cañón. ¡Aún estaba! Un humo denso brotaba de ambos extremos, pero el tubo estaba intacto. El de cabeza blanca se tambaleaba aturdido en torno del carro, el pelaje blanco cubierto de hollín.

El resto de Escrúpilo se le acercó a la carrera. Los cinco corrían en torno del cañón, haciendo cabriolas de triunfo. El resto del público miraba en silencio. El cañón estaba entero. El artillero había sobrevivido. Y, casi automáticamente… Johanna miró hacia la ladera. Había un agujero de un metro en el tope de la vieja muralla. ¡A Vendaz le costaría ocultar ese boquete de los espías enemigos!

El sorprendido silencio fue reemplazado por una tremenda algarabía. Además de los cloqueos habituales había chistidos que bordeaban el linde de la sensibilidad. Del otro lado de la tienda, dos púas que ella desconocía corrieron el uno hacia el otro. Por un instante de júbilo irreflexivo, constituyeron una enorme manada de nueve o diez miembros.

¡Tal vez recobremos la nave! Johanna se volvió para abrazar a Tallamadera. Pero la reina no gritaba con los demás. Unía las cabezas, tiritando.

—¿Tallamadera? —Johanna acarició el pescuezo de uno de los miembros gordos, que se apartó con un espasmo.

¿Apoplejía? ¿Infarto? Los nombres de viejas enfermedades le saltaron a la mente. ¿Cómo afectarían a una manada? Algo andaba muy mal y nadie lo había notado. Johanna se levantó.

—¡Errabundo! —gritó.

Cinco minutos después sacaron a Tallamadera de la tienda. El lugar aún era un manicomio, pero Johanna ya no captaba sonidos. Ayudó a la reina a subir a su carruaje, pero después nadie le permitió acercarse. Incluso Errabundo, tan ansioso de traducir todo el día anterior, la apartó a un lado.

—Estará bien —fue todo lo que dijo mientras corría al frente del carruaje y cogía las riendas. El carruaje se puso en marcha rodeado por varias manadas de guardias. Por un instante, Johanna sintió nuevamente el impacto de la extrañeza del mundo de los púas. Evidentemente era una gran emergencia. Una persona en peligro de muerte. La gente corría de aquí para allá. Y sin embargo… Las manadas se reunían. Nadie se acercaba a los demás. Nadie podía tocar a otro.

Johanna echó a correr detrás del carruaje. Trató de seguirlo a lo largo del lodoso sendero y casi logró alcanzarlo. Todo estaba húmedo y frío, gris como metal. Todos estaban tan atentos a la prueba… ¿Podría tratarse de otro golpe de los reductoristas? Johanna tropezó, cayó de rodillas en el lodo. El carruaje dobló un recodo, se internó en los adoquines. Johanna lo perdió de vista. Se levantó y chapoteó en el fango, pero con más lentitud. No podía hacer nada, nada. Había trabado amistad con Gramil, y le habían matado. Había trabado amistad con Tallamadera, y ahora…

Caminó por la calleja de adoquines entre los depósitos del castillo El carruaje no estaba a la vista, pero se oía su repiqueteo más adelante. Las manadas de seguridad de Vendaz pasaban en ambas direcciones, deteniéndose brevemente en los nichos laterales para evitar el paso del tráfico que iba en sentido contrario. Nadie respondió a sus preguntas. Tal vez ninguno de ellos hablara samnorsk siquiera.

Johanna casi se extravió. Oía el carruaje, pero había doblado en alguna parte. Lo oyó de nuevo a sus espaldas. ¡Llevaban a Tallamadera a la casa de Johanna! Regresó y, minutos más tarde, subía hacia la cabaña de dos pisos que había compartido con Tallamadera en las últimas semanas. Estaba demasiado agotada para correr. Subió despacio la ladera, vagamente consciente de que estaba cubierta de fango. El carruaje se había detenido a cinco metros de la puerta. Había manadas de guardias apostadas a lo largo de la colina, pero no apuntaban con los arcos.

El sol de la tarde se filtró entre las nubes del oeste y brilló un instante sobre el brezo húmedo y las maderas relucientes, perfilándolas contra el oscuro cielo. Era una combinación de luz y sombra que siempre había deslumbrado a Johanna. Por favor, que esté bien.

Los guardias la dejaron pasar. Errabundo Wickwracktriz estaba cerca de la entrada, mirándola con tres de sus cabezas. El cuarto, Cicatriz, tenía el largo pescuezo asomado por la puerta, mirando hacia dentro.

—Quiso regresar aquí cuando sucedió —dijo.

—¿Qué sucedió? —tartamudeó Johanna.

Errabundo hizo un gesto de indiferencia.

—Fue el susto del estampido del cañón. Pero cualquier otra cosa pudo provocarlo.

Meneaba la cabeza de modo extraño. Con asombro, Johanna notó que la manada sonreía, llena de satisfacción.

—¡Quiero verla! —Cicatriz se apartó deprisa cuando ella se dirigió a la puerta.

El interior sólo recibía la luz que entraba por la puerta y las altas ventanas. Los ojos de Johanna tardaron un segundo en acostumbrarse. Algo olía a… húmedo. Tallamadera estaba tendida en círculo sobre la estera que utilizaba todas las noches. Johanna se acercó a la manada y se puso de rodillas. La manada se alejó nerviosamente, Había sangre, y algo que parecía un montón de tripas en medio de la estera. Johanna sintió ganas de vomitar. —¿Tallamadera? —murmuró.

Un miembro de la reina apoyó el hocico en la mano de la niña.

—Hola, Johanna. Es muy extraño tener a alguien al lado en un momento como éste.

—Estás sangrando. ¿Por qué?

Una risa suave, humana.

—Duele, pero es bueno… Mira. —El ciego sostenía algo pequeño y húmedo entre las fauces. Uno de los otros lo lamía. Fuera lo que fuese, se retorcía, estaba vivo. Y Johanna recordó que algunas partes de Tallamadera se habían puesto extrañamente gruesas y torpes.

—¿Un bebé?

—Sí. Y tendré otro dentro de un par de días.

Johanna se sentó en el piso, cubriéndose la cara con las manos. Iba a romper a llorar de nuevo.

—¿Por qué no me lo contaste?

Tallamadera calló un instante. Lamió al cachorro y lo apoyó contra el vientre del miembro madre. El recién nacido se acurrucó contra la madre, hundiéndole el hocico en el vientre. No hacía ningún ruido audible. Al fin, la reina dijo:

—No sé si puedo hacértelo comprender. Esto ha sido muy difícil para mí.

—¿Tener bebés? —Johanna tenía las manos pegajosas con la sangre que empapaba la manta. Obviamente había sido difícil, pero así comenzaban todas las vidas en semejante mundo. Era un dolor que necesitaba el apoyo de los amigos, un dolor que conducía a la alegría.

—No, tener bebés no es el problema. He parido más de cien desde que tengo memoria. Pero estos dos… son el final de mí. ¿Cómo podría explicártelo? Los humanos no tenéis la opción de seguir viviendo: vuestra prole nunca puede ser vosotros. Pero para mí es el final de un alma de seiscientos años. Verás, conservaré estos dos para que sean parte de mí… y, por primera vez en tantos siglos, no soy padre y madre. Me transformaré en renacida.

Johanna miró al ciego y al baboso. Seiscientos años de incesto. ¿Cuánto tiempo habría podido continuar Tallamadera hasta que su mente se deteriorase? No era padre y madre.

—Pero entonces, ¿quién es el padre? —exclamó Johanna.

—¿Quién crees? —dijo una voz desde afuera. Una de las cabezas de Errabundo Wickwracktriz asomó por la puerta—. Cuando Tallamadera toma una decisión, es extremista. Ha sido el alma más pura de todos los tiempos. Pero ahora tiene la sangre (los genes, diría el dataset) de manadas de todo el mundo, de uno de los peregrinos más inconstantes que alguna vez arrojaron su alma al viento.

—También uno de los más listos —dijo Tallamadera con voz adusta y melancólica al mismo tiempo—. La nueva alma será por lo menos tan inteligente como antes, y quizá mucho más flexible.

—Yo mismo estoy un poco preñado —dijo Errabundo—. Pero no me entristezco. He sido un cuarteto por mucho tiempo. ¡Imagínate, tener cachorros de Tallamadera! Tal vez me vuelva conservador y decida sentar cabeza.

—¡Ja! Ni siquiera dos de mí bastan para aplacar tu alma peregrina. Johanna escuchó la conversación. Las ideas eran extrañas, pero los tonos de afecto y humor eran familiares. En alguna parte… Entonces lo recordó. Cuando Johanna tenía cinco años, y mamá y papá llevaron a casa al pequeño Jefri. Johanna no recordaba las palabras, ni siquiera el sentido de lo que se había dicho, pero el tono era el mismo del diálogo entre Tallamadera y Errabundo.

Johanna se sentó, dejando evaporar la tensión del día. La artillería de Escrúpilo funcionaba y había una oportunidad de recobrar la nave. Y aunque fracasaran… ahora se sentía más parte de un hogar.

—¿Puedo acariciar a tu cachorro?

25

La travesía de la Fuera de Banda II había comenzado en una catástrofe donde la vida y la muerte estaban separadas por escasas horas o minutos. En las primeras semanas habían enfrentado el terror y la soledad, además de la resurrección de Pham. La FDB había caído rápidamente hacia el plano galáctico, alejándose de Relé. Día tras día la espiral de estrellas se ladeaba, cada vez más cerca, hasta que conformó esa franja de luz, la Vía Láctea, tal como se veía desde Nyjora y Vieja Tierra y desde la mayoría de los planetas habitables de la galaxia.

Veinte mil años-luz en tres semanas. Pero eso había sido en una senda que atravesaba el Allá Medio. Ahora, en el plano galáctico, aún estaban a seis mil años-luz de su destino en el Fondo del Allá.

Las interfaces de la zona seguían superficies de densidad media constante; a una escala galáctica, el Fondo era una superficie convexa que rodeaba gran parte del disco galáctico. La FDB se desplazaba ahora en el plano de ese disco, hacia el centro de la galaxia. Cada semana se adentraban más en la Lentitud. Para peor, su ruta, y todas las variantes que significaban algún avance, se extendían por una región de gran modificación zonal. Las noticias de la Red la llamaban la Gran Tormenta Zonal, aunque desde luego no había la menor sensación de turbulencia dentro de ese volumen. Pero en ciertos días avanzaban menos del ochenta por ciento de lo previsto.

Al principio habían sabido que la demora no obedecía sólo a la tormenta. Vaina azul había ido al exterior para examinar los daños que habían sufrido al escapar.

—¿Conque es la nave misma? —había tronado Ravna desde el puente, mirando el imperceptible desplazamiento de los astros en el firmamento. La confirmación no era una revelación. Pero, ¿qué hacer?

Vaina Azul se paseaba por el techo. Cada vez que llegaba a la otra pared, preguntaba a la nave acerca del sello de presión de la cámara de proa. Ravna le miró con cara de pocos amigos.

—Oye, es la enésima vez que pides un informe de estado en tres minutos. Si crees que algo anda mal, repáralo ¡y ya!

El escrodita se detuvo de golpe. Agitó las frondas con incertidumbre.

—Pero acabo de salir, quería asegurarme de que cerré la puerta correctamente… Ah, ¿quieres decir que ya lo he preguntado?

Ravna trató de responder sin sarcasmo. Vaina Azul no merecía ser el blanco de sus frustraciones.

—Sí. Por lo menos cinco veces.

—Lo lamento. —Vaina Azul calló, pasando al silencio de la concentración total—. He ocupado la memoria.

A veces ese hábito era simpático, a veces irritante. Cuando los escroditas querían pensar en más de una sola cosa al mismo tiempo, sus escrodos no siempre podían mantener la memoria efímera. Vaina Azul era muy propenso a quedar atrapado en ciclos de conducta, repitiendo un acto y olvidándolo.

Pham sonrió, mucho más calmado que Ravna.

—Pero no entiendo por qué lo soportáis.

—¿Qué?

—Bien, según la biblioteca de la nave, habéis tenido estos escrodos desde antes que existiera la Red. ¿Por qué no habéis mejorado el diseño, os habéis liberado de esas tontas ruedas, no habéis refinado el rastreo de memoria? Apuesto que hasta un programador de combate de la Zona Lenta como yo podría pensar en un diseño mejor que ése.

—Es una cuestión de tradición —le dijo pomposamente Vaina Azul—. Estamos agradecidos al Algo que nos dio ruedas y memoria.

—Hmmm.

Ravna casi sonrió. A estas alturas ya conocía a Pham lo suficiente para adivinarle el pensamiento: a saber, que muchos escroditas habrían cambiado por cosas mejores en el Trascenso. Los que se quedaban eran proclives a sufrir limitaciones que ellos mismos se imponían.

—Sí. La tradición. Muchos ex escroditas han cambiado… incluso Trascendido. Pero nosotros perduramos —dijo Tallo Verde. Hizo una pausa, y continuó con mayor timidez que de costumbre—. ¿Habéis oído hablar del mito escrodita?

—No —dijo Ravna, distraída a pesar de sí misma. Con el correr del tiempo sabría sobre los escroditas tanto como sobre sus amigos humanos pero, por ahora, aún le deparaban sorpresas.

—No muchos lo conocen. No porque sea un secreto, sino porque no le damos mucha importancia. Tiene tintes religiosos, pero no hacemos proselitismo con él. Cuatro o cinco mil millones de años atrás, alguien construyó los primeros escrodos y transformó a los primeros escroditas en criaturas sentientes. Hasta aquí se trata de hechos comprobados. El Mito se refiere a algo que destruyó a nuestro Creador y a todas sus obras; una catástrofe tan grande que resulta incomprensible a esta distancia.

Abundaban las teorías sobre el aspecto que tenía la galaxia en el pasado remoto, en tiempos de la protopartición. Pero la Red no era eterna. Tenía que existir un comienzo. Ravna nunca había creído mucho en antiguas guerras y catástrofes.

—Así que, en cierto sentido —dijo Tallo Verde—, los escroditas somos los fieles, los que aguardan el retorno de aquello que nos creó. El escrodo tradicional y la interfaz tradicional son una pauta. Conservarlos nos ha vuelto pacientes.

—En efecto —dijo Vaina Azul—. Y el diseño mismo es muy sutil, mi dama, aunque la función sea simple. —Rodó hacia el centro del techo—. El escrodo tradicional impone una buena disciplina, concentración en lo que importa de veras. En este momento yo me preocupaba por muchas cosas… —Regresó abruptamente al tema que les ocupaba—. Dos espinas de impulso no se recobraron de los daños sufridos en Relé. Otras tres se están deteriorando. Pensábamos que esta lentitud se debía sólo a la tormenta, pero ahora he estudiado las espinas de cerca. Las advertencias de diagnóstico no constituían una falsa alarma.

—¿Y sigue empeorando?

—Lamentablemente, sí.

—¿Cuánto más puede agravarse?

Vaina Azul unió sus zarcillos.

—Mi dama Ravna, aún no podemos estar seguros de las extrapolaciones. Puede agravarse mucho más o… Tú sabes que la FDB no estaba totalmente preparada para partir. Aún faltaban los chequeos finales de coherencia. En cierto modo, eso es lo que más me preocupa. Ignoramos qué errores pueden acecharnos, especialmente cuando lleguemos al Fondo y debamos retirar nuestra automatización normal. Debemos observar los impulsos con suma atención… y tener esperanza.

Era la pesadilla que acuciaba a los viajeros, especialmente en el Fondo del Allá; sin ultraimpulso, un año-luz no llevaba minutos sino años. Aunque activaran el estatocolector e hibernaran en sueñofrío, Jefri Olsndot habría muerto milenios atrás cuando llegaran, y el secreto de la nave de sus padres estaría sepultado en un estercolero medieval.

Pham Nuwen señaló los lentos campos estelares.

—Aun así, esto es el Allá. Cada hora avanzamos más de lo que la flota de Qeng Ho avanzaba en una década. —Se encogió de hombros—. Sin duda habrá un sitio donde podamos efectuar reparaciones.

—Varios.

Adiós a nuestra travesía rápida y sigilosa. Ravna suspiró. Los aprestos finales en Relé debían incluir repuestos y un software compatible con el Fondo. Todo esto pertenecía al pasado. Miró a Tallo Verde.

—¿Tienes alguna idea?

—¿Sobre qué? —preguntó Tallo Verde.

Ravna se mordió el labio. Algunos decían que los escroditas eran una raza de comediantes. Lo eran, en efecto, aunque a menudo involuntariamente.

Vaina Azul riñó a su compañera.

—¡Ah! —reaccionó ella—. Preguntas dónde podemos obtener ayuda. Sí hay varias posibilidades. Sjandra Kei esta a tres mil novecientos años-luz de aquí, en el sentido de la rotación galáctica, pero fuera de la tormenta…

—Demasiado lejos —replicaron Ravna y Vaina Azul al unísono. —Sí sí, pero recuerda, mi dama Ravna, los mundos de Sjandra Kei son principalmente humanos, tu hogar. Y Vaina Azul y yo los conocemos bien. A fin de cuentas, fueron el origen del embarque cripto que llevamos a Relé. Allá tenemos amigos y tú tienes una familia. Incluso Vaina Azul está de acuerdo en que allí podremos realizar la tarea pasando inadvertidos.

—Sí, siempre que lleguemos —dijo Vaina Azul con petulancia. —Bien, ¿qué otras opciones hay?

—Son menos conocidas. Confeccionaré una lista. —Las frondas de Tallo Verde se deslizaron por la consola—. Nuestra última opción está cerca del derrotero que hemos planeado. Es una civilización de sistema único. El nombre en la Red es… se traduce como Reposo Armónico.

—Descansa En Paz, ¿eh? —comentó Pham. Convinieron en continuar el viaje, observando las espinas de impulso averiadas, pero postergando la decisión de detenerse a pedir ayuda.

Los días se volvieron semanas y las semanas meses. Cuatro viajeros en una travesía hacia el Fondo. Lentamente, las proyecciones de diagnóstico de la FDB dictaminaron que el impulso empeoraba.

La Plaga continuaba propagándose por el Tope del Allá, y sus ataques contra los archivos de la Red llegaban mucho más allá de su alcance directo.

La comunicación con Jefri mejoraba. Los mensajes llegaban a razón de uno o dos por día. A veces, cuando las antenas de la FDB estaban bien orientadas, él y Ravna podían conversar casi en tiempo real. En el mundo de los púas los progresos eran más rápidos de lo que ella había esperado y quizá permitieran que el niño se salvara.

Pasaba por momentos difíciles, encerrada en esa nave con sólo tres personas más, con apenas un hilillo de comunicación con el exterior y, para colmo, con un niño perdido.

En todo caso, nunca resultaba aburrido. Todos tenían mucho que hacer. Ravna debía consultar la biblioteca de la nave, extrayendo los planes que ayudarían a Acero y Jefri. La biblioteca de la FDB no era nada comparada con el archivo de Relé, o incluso con las bibliotecas universitarias de Sjandra Kei, pero sin una automatización de búsqueda adecuada podía ser igualmente insondable. A medida que avanzaban, esa automatización necesitaba más cuidados especiales.

Y las cosas nunca podían ser aburridas con Pham. Tenía muchos proyectos, y curiosidad acerca de todo.

—La demora puede ser un regalo —solía decir—. Ahora tenemos tiempo para ponernos al corriente, para prepararnos para lo que nos pueda deparar el futuro.

Estaba aprendiendo samnorsk. Era más lento que su falso aprendizaje de Relé, pero Pham tenía un don natural para las lenguas y Ravna le hacía practicar bastante.

Pasaba varias horas por día en el taller de la FDB, a menudo con Tallo Verde. Los gráficos virtuales eran nuevos para él, pero al cabo de unas semanas dejó atrás los prototipos. Los trajes de presión que diseñó tenían unidades energéticas y depósitos de armas.

—No sabemos con qué situación nos encontraremos al llegar. Una armadura energética puede resultar muy útil.

Al final de cada día de labor se reunían en el puente de mando para cotejar notas, para examinar los últimos mensajes de Jefri y Acero, para analizar el estado de los impulsores. Para Ravna era el momento más grato del día, a veces el más difícil. Pham había arreglado la automatización de proyección para que mostrara paredes de un castillo en torno. Un enorme hogar reemplazaba la ventana normal del estado de las comunicaciones. El sonido era casi perfecto, incluso había logrado que esa pared irradiara el calor del «fuego». Era la sala de un castillo, tomada de sus recuerdos de Canberra. Pero no era muy diferente de la Era de las Princesas de Nyjora (aunque la mayoría de estos castillos se hallaban en pantanos tropicales donde rara vez se usaban grandes hogares). Por alguna extraña razón, incluso los escroditas se hallaban a gusto en ella. Tallo Verde decía que le evocaba una escala comercial de sus primeros años con Vaina Azul. Como viajeros que han trajinado durante una larga jornada, los cuatro descansaban en un ámbito acogedor e ilusorio. Y cuando habían resuelto los problemas del día, Pham y los escroditas intercambiaban anécdotas, a veces hasta muy tarde por la «noche».

Ravna, la menos locuaz, se quedaba sentada junto a él. Compartía las risas y, a veces, la conversación. Una vez, Vaina Azul tuvo ataque de risa por la fe de Pham en los códigos públicos de cifrado, y Ravna apoyó la opinión del escrodita con anécdotas propias. Pero también era el momento más difícil para ella. Sí, las historias eran maravillosas. Vaina Azul y Tallo Verde habían viajado por muchos lugares, y eran mercaderes de corazón. La estafa, el regateo y las ganancias formaban parte de su vida. Pham escuchaba a sus amigos con embeleso y luego contaba su propia historia: un príncipe de Canberra, un mercader y explorador de la Zona Lenta. Y pese a todas las limitaciones de la Lentitud, las aventuras de su vida superaban incluso a las de los escroditas. Ravna sonreía y fingía entusiasmo.

Las anécdotas de Pham eran muy exageradas. Él creía francamente en ellas, pero Ravna no podía creer que un ser humano hubiera visto y hecho tantas cosas. En Relé, ella había afirmado que eran recuerdos sintéticos, una broma de Antiguo. Lo había dicho en un momento de cólera, y se arrepentía de haberlo dicho… porque obviamente era la verdad. Tallo Verde y Vaina Azul no lo notaban pero, en medio de una anécdota, a veces Pham trastabillaba con sus recuerdos y el pánico le nublaba los ojos. En el fondo de sí mismo él también sabía la verdad y, de pronto, ella ansiaba abrazarle y confortarle. Era como tener un amigo gravemente herido, con quien era posible hablar, pero sin confesarle nunca la gravedad de las heridas. En cambio, Ravna fingía que esas lagunas no existían y escuchaba afablemente el resto de la historia.

Y la ocurrencia de Antiguo era innecesaria. No era necesario que Pham fuera un gran héroe. Era una persona decente, aunque un poco desaforada. Era tan tenaz como Ravna y más valiente.

Cuánta habilidad debía tener Antiguo para crear a semejante persona, cuánto… Poder. Y ella le odiaba por haber hecho de esa persona una broma.

Por suerte Pham no mostraba indicios de la esquirla divina. Un par de veces por mes caía en trance y se entusiasmaba con un proyecto nuevo, a menudo sin poder explicarlo con claridad. Pero no estaba empeorando, ni se alejaba de ella. —Y la esquirla divina quizá nos salve al final —decía Pham cuando ella se armaba de coraje para preguntarle—. Aunque no sé cómo.

—Se tocaba la frente—. Aquí está el abarrotado altillo del dios. Es algo más que memoria. A veces necesito toda mi mente para pensar y no queda espacio para la autoconciencia, y después no lo puedo explicar pero… a veces vislumbro algo. Aquello que los padres de Jefri llevaron al mundo de los púas puede lastimar a la Plaga. Digamos que es un antídoto… «el Antídoto». Algo extraído de la Perversión cuando nacía en el laboratorio straumiano. Algo cuya desaparición la Perversión sólo notó demasiado tarde.

Ravna suspiró. Era difícil imaginar buenas noticias que fueran tan escalofriantes.

—¿Los straumianos pudieron arrancar semejante cosa del corazón mismo de la Perversión?

—Tal vez. O tal vez el Antídoto utilizó a los straumianos para escapar de la Perversión. Para ocultarse en una hondura inaccesible y esperar el momento oportuno. Y creo que el plan puede funcionar, Ravna, siempre que yo (que la esquirla divina de Antiguo) pueda bajar allí para ayudar. Mira las noticias. La Plaga está trastocando el Tope del Allá… busca algo. El ataque contra Relé fue lo menos importante, un pequeño subproducto del asesinato de Antiguo. Pero está buscando en todos los sitios equivocados. Tendremos nuestra oportunidad con el Antídoto.

Ravna pensó en los mensajes de Jefri.

—La podredumbre en las paredes de la nave de Jefri… ¿crees que es eso?

Los ojos de Pham se enturbiaron.

—Sí. Parece totalmente pasiva, pero dice que estuvo allí desde el comienzo, que sus padres le mantenían apartado de ella. Le causa cierta repulsión… Eso es bueno, tal vez aparte a sus amigos púas de ella.

Surgían mil preguntas que, sin duda, también acuciaban a Pham. Por ahora ignoraban todas las respuestas, pero tal vez un día se enfrentaran con esa incógnita y la mano muerta de Antiguo actuara… por intermedio de Pham. Ravna tiritaba y decidió callar por un tiempo.

Mes a mes, el proyecto de fabricación de pólvora siguió el ritmo establecido en el programa de desarrollo de la biblioteca. Los púas habían podido fabricar la sustancia con facilidad, sin extraviarse por las ramas del árbol del desarrollo. La verificación de aleaciones había constituido el principal obstáculo, pero ya lo habían franqueado. Las manadas de Isla Oculta habían fabricado los tres prototipos (cañones de retrocarga), tan pequeños que una manada podía transportarlos. Jefri calculaba que dentro de diez días podrían comenzar la construcción en masa. El proyecto de la radio era el más extraño. En cierto sentido llevaba retraso; en otro, superaba lo que Ravna había imaginado. Al cabo de un largo período de progreso normal, Jefri había propuesto un nuevo plan que consistía en una reelaboración total de las tablas de interfaz acústica.

—Creí que estos tíos eran medievales —dijo Pham Nuwen cuando vio el mensaje de Jefri.

—Así es. Y en principio sólo dedujeron las consecuencias de lo que les enviamos. La necesidad de respaldar el pensamiento de manada a través de la radio.

—Hmm. Sí, nosotros describimos las especificaciones del transductor según las tablas… sin usar un lenguaje técnico. Ello incluía la indicación de que pequeños cambios en el esquema podían modificar el transductor. Pero mira… nuestro diseño les daría una banda de tres kilohertzios… una buena conexión de voz. Me estás diciendo que la implementación de esta nueva tabla les daría doscientos kilohertzios.

—Sí. Eso dice mi dataset. Él puso su sonrisa socarrona.

—¡A eso me refiero! Claro, «en principio» les dimos información suficiente para fabricar el módulo. A mi entender, la confección de esta nueva tabla de especificaciones equivale a resolver una ecuación de… —contó filas y columnas— ¡quinientos nódulos! Y el pequeño Jefri afirma que sus datasets están destruidos y que el ordenador de la nave está bastante estropeado. Ravna reflexionó.

—Entiendo a qué te refieres. — Te acostumbras tanto a las herramientas cotidianas que a veces olvidas cómo es la vida sin ellas—. ¿Crees que esto puede ser obra… del Antídoto?

Pham Nuwen titubeó, como si ni siquiera hubiese pensado en ello.

—No… no es eso. Creo que el tal señor Acero está jugando con nosotros. Todo lo que tenemos es un chorro de bytes que envía Jefri. ¿Cómo podemos saber qué está sucediendo?

—Bien, te diré algunas cosas que sé. Estamos hablando con un niño humano que se crió en el reino de Straumli. Tú has leído la mayoría de sus mensajes en traducción al trisk. Así se pierden muchos coloquialismos y los pequeños errores de un niño que es hablante nativo de samnorsk. El único modo de falsearlos es por medio de un grupo de humanos adultos…, y después de tratar con Jefri durante más de veinte semanas, te aseguro que eso es improbable.

—Vale, supongamos que Jefri es sincero. Tenemos un niño de ocho años en el mundo de los púas. Él nos cuenta lo que considera la verdad. Digo que tengo la impresión de que alguien le miente. Tal vez podamos confiar en lo que él ve con sus propios ojos. Él dice que estas criaturas no son sapientes, excepto en grupos de cinco o algo así. Creeremos eso. —Pham torció la mirada. Al parecer sus lecturas le habían indicado que las inteligencias grupales eran muy raras tan lejos del Trascenso—. El niño dice que desde el espacio sólo vieron ciudades pequeñas y que todo tiene aspecto medieval. También lo creeremos. Pero ¿qué probabilidades hay de que esta especie tenga la inteligencia suficiente para resolver mentalmente ecuaciones diferenciales parciales y sólo a partir de las implicaciones de tu mensaje?

—Bien, hubo algunos humanos con ese don. —Ravna recordaba un caso de la historia nyjorana, otros dos de Vieja Tierra. Si ese talento era algo común entre las manadas, eran más listos que cualquier especie natural de que tuviera noticias—. ¿Conque esto no es medievalismo primario?

—Correcto. Apuesto a que se trata de una colonia que sufrió una decadencia… como tu Nyjora y mi Canberra, excepto que tienen la buena suerte de estar en el Allá. Estas manadas de perros tienen un ordenador en alguna parte. Tal vez lo controla la clase sacerdotal, tal vez no tengan mucho más. Pero nos están ocultando algo.

—Pero ¿por qué? De cualquier modo les ayudaríamos. Y Jefri nos ha contado que este grupo le salvó.

Pham iba a sonreír con el aire arrogante de costumbre, pero se contuvo. Estaba procurando romper con ese hábito.

—Tú has estado en varios mundos, Ravna, y sé que has leído sobre miles más. Tal vez conozcas variedades de medievalismo que yo ni siquiera sospecho. Pero recuerda que yo estuve allí… eso creo —añadió con un farfulleo nervioso.

—He leído sobre la Era de las Princesas —observó Ravna.

—Sí… y lamento subestimarlo. En toda política medieval, la espada y el pensamiento están íntimamente relacionados. Pero el lazo es aún más estrecho cuando lo has vivido. Mira, aunque creamos en todo lo que Jefri dice haber visto, ese reino de la Isla Oculta tiene un aire siniestro.

—¿Te refieres a los nombres?

—¿Como Reductor, Acero, Púas? Los nombres recios no significan necesariamente lo que dicen —rió Pham—. Cuando yo tenía ocho años, uno de mis títulos ya era «Maestro Destripador». —Vio la expresión de Ravna y se apresuró a añadir—: y a esa edad, apenas había presenciado un par de ejecuciones. No, los nombres no importan tanto. Estoy pensando en la descripción que hace Jefri del castillo, el cual parece estar cerca de la nave, y esta emboscada de la cual cree que fue rescatado. Algo no concuerda. Tú preguntas qué ganarían con traicionarnos. Yo veo esa pregunta desde el punto de vista de ellos. Si son una colonia en horas bajas, saben muy bien lo que han perdido. Tal vez conserven algunos vestigios de tecnología y sean increíblemente paranoicos. Si yo estuviera en su lugar pensaría seriamente en emboscar a los visitantes, si éstos parecen débiles o incautos. Y aunque aparentemos fuerza… mira las preguntas que Jefri hace en nombre de Acero. Ese tipo está tanteándonos, tratando de averiguar qué valoramos más: la nave de los fugitivos, Jefri y los durmientes, o algún elemento de la nave. Cuando lleguemos, quizás Acero haya acabado con la oposición local… gracias a nosotros. Sospecho que nos aguarda una extorsión similar cuando lleguemos al mundo de los púas.

Pensé que hablábamos de las buenas noticias. Ravna hojeó los mensajes recientes. Pham tenía razón. El niño decía la verdad tal como la conocía, pero…

—No sé de qué otro modo podemos actuar. Si no ayudamos a Acero contra los tallamaderas…

—Ya, no tenemos información para hacer otra cosa. Sea cual fuere la verdad, los tallamaderas deben constituir una amenaza real para Jefri y la nave. Sólo digo que conviene evaluar todas las posibilidades. Pero no debemos demostrar nuestro interés en el Antídoto; si los lugareños saben que estamos desesperados por eso, no tendremos oportunidad. Y quizá convenga empezar a insertar nuestras propias mentiras. Acero ha hablado de construir una pista de aterrizaje para nosotros… dentro de su castillo. No creo que la FDB entre, pero conviene seguirle el juego, decirle a Jefri que podemos separarnos de nuestro ultraimpulso, algo parecido a su cápsula de carga. Que Acero se concentre en preparar trampas inofensivas… Tarareó una de sus extrañas melodías «marciales».

—En cuanto a la radio… ¿por qué no felicitamos a los púas, como quien no quiere la cosa, por mejorar nuestro diseño? Me pregunto qué responderán.

Pham Nuwen tuvo su respuesta menos de tres días más tarde. Jefri Olsndot respondió que él había diseñado las mejoras. Si uno le creía, no había pruebas de que existieran ordenadores ocultos. Pham no estaba convencido.

—¿Conque por mera coincidencia tenemos a Isaac Newton al otro lado de la línea?

Ravna no discutió. Era una suerte increíble, pero… Repasó los mensajes anteriores. En conocimientos lingüísticos y generales, el niño parecía muy común para su edad. Pero había situaciones donde manifestaba una asombrosa intuición matemática… sin conocimientos de matemática formal. Algunas de esas conversaciones se habían realizado en buenas condiciones, con tiempos de demora de menos de un minuto. Todo guardaba demasiada coherencia para ser una mentira.

Jefri Olsndot, me muero por conocerte.

Siempre había algo: problemas con las obras de los púas, temor de que los peligrosos tallamaderas atacaran a Acero, preocupación por el deterioro de las espinas de ultraimpulso y la turbulencia zonal que reducía aún más la velocidad de la FDB. La vida era frustrante, tediosa, inquietante y, sin embargo…

Una noche, a los cuatro meses de vuelo, Ravna despertó en la cabina que ahora compartía con Pham. Tal vez había estado soñando, pero no podía recordar nada excepto que no era una pesadilla. No oía ningún ruido capaz de despertarla. Junto a ella, Pham dormía profundamente en su hamaca. Ella le pasó el brazo por la espalda, estrechándole suavemente. Pham respiró de otro modo, murmuró una frase plácida e ininteligible. En opinión de Ravna, el sexo en gravedad cero no era la experiencia de que muchos alardeaban, pero dormir con alguien —dormir de veras—, sí era más grato en caída libre. Un abrazo podía ser leve, duradero y cómodo.

Ravna echó una ojeada a la cabina en penumbra, tratando de imaginar qué la había despertado. Quizá fueran sólo los problemas del día, que no habían sido pocos. Apoyó la cara en el hombro de Pham. Sí, siempre problemas, pero… en cierto modo se sentía más dichosa que en muchos años. Claro que había problemas. La situación del pobre Jefri. Toda la gente perdida en Straum y Relé. Pero tenía tres amigos, y un amante. A solas en una pequeña nave que se dirigía al Fondo, estaba menos sola de lo que había estado desde que había partido de Sjandra Kei. Más que nunca, podía hacer algo para ayudar. Con una mezcla de tristeza y alegría, temía evocar años después esos meses como el colmo de la felicidad.

26

A los cinco meses de viaje resultó evidente que no había esperanzas de continuar sin reparar las espinas de impulso. La FDB andaba de pronto a sólo un cuarto de año-luz por hora en un volumen que permitía recorrer dos. Y la situación empeoraba. No les costaría llegar a Reposo Armónico, pero después de eso…

Reposo Armónico. Un feo nombre, pensó Ravna. La «frívola» traducción de Pham era peor: Descansa En Paz, Requiescat in Pace, RIP. En el Allá, casi todo lo habitable estaba en uso. Las civilizaciones eran transitorias y las especies se extinguían, pero siempre había gente nueva ascendiendo desde Abajo. El resultado consistía a menudo en sistemas improvisados, poliespecíficos. Las especies jóvenes que acababan de surgir de la Lentitud tenían dificultades para convivir con los restos de pueblos más antiguos. De acuerdo con la biblioteca de la nave, RIP había estado un largo tiempo en el Allá. Hacía por lo menos doscientos millones de años que estaba continuamente habitado, tiempo suficiente para que diez mil especies lo llamaran hogar. Las notas más recientes mostraban la existencia de más de cien terranos étnicos. Aun los más nuevos eran residuo de varias emigraciones. El lugar sería apacible al extremo de parecer moribundo.

Que así fuera. Dirigieron la FDB tres años-luz en el sentido de la rotación. Ahora se desplazaban por el tronco principal de la Red, hacía RIP, y podrían escuchar las noticias durante todo el trayecto.

Reposo Armónico transmitía publicidad. Por lo menos una de las especies valoraba los bienes externos y se especializaba en reparación y preparación de naves. Una especie industriosa, de pies duros (?), decía el anuncio. Finalmente, Ravna vio tramos de vídeo: las criaturas caminaban sobre colmillos de marfil y tenían unos brazos ínfimos que les nacían debajo del cuello. Los anuncios incluían las direcciones de Red de los usuarios satisfechos. Lástima que no podamos corroborarlos. En cambio, Ravna envió un breve mensaje en triskweline, requiriendo reemplazo genérico de impulsores y enumerando posibles métodos de pago.

Entretanto, seguían llegando malas noticias:


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Alianza para la Defensa [Presunta cooperativa de cinco imperios poliespecíficos del Allá, debajo del reino de Straumli. Su existencia no estaba documentada antes de la caída del reino]

Tema: Llamada a la acción

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 158,00 días desde la caída de Relé

Frases clave: Actos, no palabras

Texto del mensaje:

Las fuerzas de la Alianza se preparan para actuar contra las herramientas de la Perversión. Es hora de que nuestros amigos se pronuncien. Por el momento no necesitamos un compromiso militar, pero en el futuro próximo necesitaremos servicios de apoyo, incluido tiempo de Red gratuito. En los próximos segundos observaremos atentamente para ver quién respalda nuestra acción y quién puede ser esclavo de la Perversión. Si convivís con la infección humana, tenéis una opción: actuad ahora con una buena posibilidad de vencer… o esperad y sed destruidos.

Muerte a las alimañas.


Abundaban los mensajes secundarios, los cuales incluían especulaciones sobre los propósitos de Muerte a las Alimañas (alias «Alianza para la Defensa»). Esto no causaba el revuelo que había causado la caída de Relé, pero llamaba la atención de varios grupos de noticias.

Ravna tragó saliva y aparto los ojos de la pantalla.

—Bien, todavía siguen metiendo ruido —comentó. Quiso ser socarrona, pero lo dijo con seriedad.

Pham Nuwen le tocó el hombro.

—En efecto. Y los verdaderos asesinos no se anuncian de antemano —dijo sin convicción—. Aún no sabemos si es simplemente algún bocazas. No hay mensajes sobre desplazamiento de naves. A fin de cuentas, ¿qué pueden hacer?— Ravna se levantó de la mesa.

—No mucho, espero. Hay cientos de civilizaciones con pequeñas colonias humanas. Sin duda han tomado precauciones desde que comenzó este mensaje de «muerte a las alimañas»… Por los Poderes, ojalá tuviera la certeza de que Sjandra Kei está a salvo.

Hacía más de dos años que no veía a Lynne y a sus padres. A veces Sjandra Kei parecía un recuerdo de otra vida, pero sólo saber que existía era un consuelo. Ahora…

Del otro lado del puente de mando, los escroditas preparaban la lista de reparaciones.

Vaina Azul rodó hacia ellos.

—Temo por las colonias pequeñas, pero los humanos de Sjandra Kei son la fuerza impulsora de esa civilización. Hasta el nombre es humano. Cualquier ataque contra ellos constituiría un ataque contra toda la civilización. Tallo Verde y yo hemos comerciado allí con frecuencia y con sus fuerzas de Seguridad Comercial. Sólo un tonto o un bravucón anunciaría una invasión de antemano.

Ravna reflexionó, se reanimó. Los dirokimes y los lophers se opondrían a toda amenaza contra la humanidad en Sjandra Kei.

—Sí, allí no somos un gueto. —Las cosas serían malas para los humanos aislados, pero Sjandra Kei estaría bien—. Bravucones. Bien, no por nada la llaman la Red de un Millón de Mentiras. —Decidió olvidar los problemas que escapaban a su control—. Pero una cosa es evidente. Al parar en Reposo Armónico, debemos cerciorarnos de no parecer humanos.

Y, por cierto, para no parecer humanos no debía haber indicios de Ravna y Pham. Los escroditas se encargarían de todos los trámites. Ravna y los escroditas revisaron todos los programas externos de la nave, eliminando los matices humanos que se habían infiltrado desde que habían partido de Relé. ¿Y si les abordaban? Bien jamás sobrevivirían a una búsqueda exhaustiva, pero aislaron las cosas humanas en un falso compartimento. Los dos humanos se meterían allí si era necesario.

Pham Nuwen supervisó todas las tareas y descubrió más de un desliz. Para tratarse de un bárbaro programador, no era malo. Pero además se estaban aproximando a profundidades donde el mejor equipo informático no era mucho más complejo que los que él había conocido. Irónicamente, había algo que no podían ocultar: la FDB era del Tope del Allá. Sí, la nave era un lugre basado en un diseño del Allá Medio, pero poseía cierta elegancia que hablaba a gritos de una competencia casi sobrehumana.

—Esta maldita cosa parece un hacha construida en una fábrica —comentó Pham Nuwen.

Las medidas de seguridad de RIP fueron alentadoras: un chequeo superficial, sin abordaje. La FDB entró en el sistema y utilizó los cohetes para que su vector de posición/velocidad concordara con el corazón de Reposo Armónico y el «Puerto de Reparaciones San (?) Rhindell». (Comentario de Pham: «Si eres un santo, tienes que ser honesto, ¿verdad?»)

La Fuera de Banda estaba por encima de la eclíptica, a ochenta millones de kilómetros de la única estrella de RIP. Aun sabiendo qué esperar, la vista era cautivante. El sistema interior era tan polvoriento y gaseoso como si se estuviera generando una estrella, aunque la primaria era una estrella G de tres mil millones de años. Ese sol estaba rodeado por millones de anillos, más espectaculares que si rodearan un planeta. Los mayores y más brillantes se descomponían en muchos más. Hasta la visión natural presentaba colores brillantes, estrías verdes, rojas y violáceas. La torsión del plano anular arrojaba lagos de sombra entre laderas de color, laderas de millones de kilómetros. Había algunos objetos —¿estructuras?— que sobresalían del plano anular para arrojar sombras finas como agujas fuera del sistema. Las ventanas infrarroja y de movimiento mostraban más rasgos convencionales; más allá de los anillos se extendía un denso cinturón de asteroides, y más allá un planeta joviano con un sistema de anillos de un millón de kilómetros que parecía ínfimo en comparación con el otro. No había más planetas, ni a la vista ni en el archivo. Los objetos más grandes del principal sistema de anillos tenían trescientos kilómetros de diámetro, pero parecía haber miles.

Siguiendo instrucciones de «San Rinhdell», llevaron la nave hasta el plano anular y adoptaron la misma velocidad que la chatarra local. El último fue un gran desplazamiento impulsivo: tres G durante casi cinco minutos.

—Como en los viejos, viejísimos tiempos —comentó Pham Nuwen.

Nuevamente en caída libre, contemplaron su puerto. De cerca se parecía a los sistemas de anillos planetarios que Ravna había conocido toda su vida. Había objetos de todos los tamaños, hasta un sinfín de fragmentos de espuma escarchada del tamaño de un puño, que se rozaban, se pegaban, se separaban. Esos escombros colgaban en torno casi inmóviles; era un caos que se había aplacado mucho tiempo atrás. En el plano de los anillos, la visibilidad alcanzaba a pocos centenares de metros. Los restos impedían ver más lejos. Y no todos estaban sueltos. Tallo Verde señaló una línea blanca que parecía curvarse desde la infinitud, pasar junto a ellos y luego perderse sin cesar en dirección contraria. —Parece una sola estructura —señaló.

Ravna aumentó la magnificación. En los sistemas planetarios anulares, las «bolas de nieve espumosas» a veces formaban, por acreción, hileras de miles de kilómetros de longitud. Este arco no estaba constituido por bolas de nieve, se veían cámaras de presión y nódulos de comunicaciones. Cotejando las imágenes, Ravna calculó que el objeto abarcaba más de cuarenta millones de kilómetros de longitud. Había una serie de brechas a lo largo del arco, Tenia sentido: la fuerza ténsil de semejante estructura podía aproximarse a cero. Según las distorsiones locales, podía separarse un tiempo para articularse de nuevo sin esfuerzo. Evocaba a esos vagones de tren que se acoplaban y desacoplaban en el antiguo ferrocarril nyjorano.

En la próxima hora se desplazaron cuidadosamente para atracar en el arco anular. Lo único regular de esa estructura era su linealidad. Algunos nódulos estaban diseñados para conectarse de proa o de popa. Otros eran caóticos montones de equipo cubiertos de hielo sucio. En los últimos kilómetros vagaron a la deriva a través de un bosque de espinas de ultraimpulso. Dos tercios de los amarraderos estaban ocupados.

Vaina Azul abrió una ventana que detallaba las actividades de San Rihndell.

—Humm, el caballero Rinhdell parece estar ocupadísimo.

Señaló con las frondas algunas naves que se veían afuera.

—Tal vez sea el propietario de un cementerio de chatarra —comentó Pham.

Vaina Azul y Tallo Verde bajaron a la cámara de carga para prepararse para el viaje a la costa. Los escroditas habían estado juntos doscientos años, Vaina Azul venía de una tradición de mercaderes estelares y, sin embargo, ambos discutían sobre el mejor modo de habérselas con «San Rinhdell».

—Desde luego, Reposo Armónico es típico, querido Vaina Azul. Yo recordaría esta clase de lugares aunque nunca hubiera montado en un escrodo. Pero nuestro cometido aquí no se parece a nada que hayamos hecho antes.

Vaina Azul murmuró algo y metió otro paquete bajo su pañol de carga. El pañol no sólo era bonito, era de un material resistente y elástico que protegía aquello que cubría.

Era el mismo procedimiento que habían seguido siempre en los nuevos sistemas anulares, y antes había funcionado.

—Claro que hay diferencias —dijo él—, principalmente que tenemos muy poco que canjear por los repuestos y no tuvimos contactos comerciales previos. Si no usamos toda nuestra astucia, nada obtendremos aquí. —Revisó los sensores de su escrodo, luego habló con los humanos—. ¿Queréis que mueva alguna de las cámaras? ¿Todas tienen una visión clara?

San Rihndell era un tacaño en el suministro de anchura de banda, o tal vez sólo era cauteloso.

—No —replicó Pham Nuwen—. Todo está bien. ¿Podéis oírme? —hablaba por un micrófono incorporado en los escrodos. El enlace mismo estaba encriptado.

—Sí.

Los escroditas salieron de las cámaras de la FDB al habitat curvo de San Rihndell.

Desde dentro, una transparencia se arqueaba en torno de hileras de ventanas naturales que se perdían a lo lejos. Echaron un vistazo a los actuales clientes de San Rihndell y a los anillos. El anillo oscurecía el sol, pero había una aureola de resplandor, una supercorona. Sin duda se trataba de un enjambre de satélites energéticos. Los sistemas anulares no aprovechaban bien el fuego central. Los escroditas se detuvieron un instante, subyugados por la imagen de un mar más vasto que cualquier mar. La luz parecía la del ocaso a través de una rompiente de poca profundidad y, para ellos, el desplazamiento de las partículas cercanas parecía comida en una marea lenta.

La galería estaba atestada. Las criaturas tenían una configuración corporal bastante común, aunque ninguna pertenecía a especies que Tallo Verde reconociera con certeza. Los seres con piernas semejantes a colmillos que comandaba San Rihndell eran los más numerosos. Al cabo de un momento, uno de ellos se alejó de la pared cercana a la cámara de la FDB, zumbando algo que salió en triskweline:

—Para comerciar, vamos por aquí.

Sus piernas de marfil se movieron ágilmente por unas redes de malla hasta un vehículo abierto. Los escroditas se acomodaron detrás y aceleraron a lo largo del arco.

—La vieja historia, ¿eh? —le dijo Vaina Azul a Tallo Verde—. ¿De qué les sirven ahora sus piernas? —Era una típica humorada escrodita, pero siempre les hacía gracia: dos piernas o cuatro que habían evolucionado a partir de aletas o mandíbulas o lo que fuera, todas servían para moverse en tierra, pero no importaban en el espacio.

El vehículo se desplazaba a cien metros por segundo, meciéndose ligeramente cuando pasaban de un segmento de anillos al siguiente. Vaina Azul charlaba con el guía, la clase de conversación que constituía una de las alegrías de su vida. «¿Adónde vamos? ¿Qué son aquellas criaturas? ¿Qué buscan en San Rihndell?» Un chismorreo jovial, casi humano. Cuando le fallaba la memoria efímera, acudía a su escrodo.

El piernas-de-marfil hablaba sólo un triskweline muy pobre gramaticalmente, y ni siquiera parecía entender algunas preguntas:

«Vamos a ver al amo vendedor… criaturas ayudantes son aquellas…

aliados de gran cliente nuevo…» Las limitaciones expresivas del guía molestaban a Vaina Azul. Le interesaban las reacciones más que las respuestas. La mayoría de las especies tenían intereses que resultaban incomprensibles para gente como Vaina Azul y Tallo Verde Sin duda había en Reposo Armónico millones de criaturas que eran totalmente incomprensibles para los escroditas, los humanos y los dirokimes; pero el simple diálogo a menudo permitía esclarecer dos cuestiones importantes: ¿Qué tienes que me pueda ser útil? y ¿cómo te convenzo para que te desprendas de ello? Las preguntas de Vaina Azul sondeaban al otro tratando de hallar los parámetros de personalidad, interés y habilidad.

Los dos escroditas actuaban en equipo. Mientras Vaina Azul parloteaba, Tallo Verde observaba en torno, activando los grabadores del escrodo en todas las bandas, tratando de situar ese ámbito en el contexto de otros que ya conocían. Tecnología: ¿qué necesitaba esa gente?, ¿qué podía funcionar? En un espacio tan chato, habría pocos usos para la tela agrávida. Y tan abajo en el Allá, muchas importaciones refinadas de arriba se estropearían de inmediato. Los obreros utilizaban trajes de presión articulados. Los trajes de campo de fuerza del Allá Alto aquí durarían sólo unas semanas.

Pasaron frente a árboles (?) que se retorcían sin cesar. Algunos troncos giraban en torno de la pared del arco, otros se arrastraban cientos de metros. Por doquier flotaban jardineros con piernas de marfil cuidando las plantas, pero no había indicios de agricultura. Todo esto era ornamental. En el plano anular, más allá de las ventanas, había torres, estructuras que se erguían mil kilómetros sobre el plano y arrojaban las sombras puntiagudas que habían visto al aproximarse al sistema. Las voces de Ravna y Pham vibraban en el tallo de Tallo Verde, haciendo preguntas sobre las torres y su propósito. Ella almacenaba sus teorías para examinarlas después, pero las ponía en duda; algunas sólo funcionarían en el Allá Alto, y otras eran limitadas, dados los demás logros de esa cultura.

Tallo Verde había visitado ocho civilizaciones de sistema anular en su vida. Eran una consecuencia común de los accidentes y las guerras (y, en ocasiones, de un diseño deliberado). Según la biblioteca de la FDB, Reposo Armónico había sido un sistema planetario normal hasta hacía diez millones de años. Luego se había producido una disputa por la propiedad: una joven especie de Abajo había pensado colonizar y exterminar a los moribundos habitantes. El ataque había sido un error de cálculo, ya que los moribundos aún podían matar y el sistema quedó reducido a escombros. Tal vez la especie joven sobrevivió, pero después de diez millones de años sería la especie más frágil entre las más viejas del sistema. Un millar de especies nuevas habrían atravesado la región en ese período y casi todas habían hecho algo para modificar los anillos y la nube gaseosa que había dejado el conflicto. Lo que quedaba no era una ruina, pero era muy viejo. La biblioteca de la nave sostenía que ninguna especie de Reposo Armónico había Trascendido en mil años. Este dato era más importante que todos los demás. Las civilizaciones actuales vivían en una mediocridad crepuscular y refinada. El sistema parecía un viejo y hermoso estanque junto al mar, cuidado y acicalado, protegido de olas violentas que pudieran atentar contra sus exquisitos bonsái. Tal vez los piernas-de-marfil fueran la especie más vivaz, tal vez la única interesada en comerciar con el exterior.

El vehículo desaceleró y entró en una pequeña torre.

—¡Por la Flota! ¡Qué no daría por estar con ellos! —exclamó Pham Nuwen, señalando las vistas que proyectaban las cámaras de los escrodos. Desde que se habían marchado los escroditas, había estado frente a las ventanas, mirando boquiabierto los anillos y brincando distraídamente entre el suelo y el techo del puente de mando. Ravna nunca le había visto tan absorto, tan alerta. Por muy fraudulentos que fueran sus recuerdos de mercader, creía de veras que podía hacer algo. Y quizá tenga razón.

Pham descendió del techo, y se aproximó a la pantalla. Parecía que el regateo estaba a punto de comenzar. Los escroditas habían llegado a una sala esférica de cincuenta metros de diámetro. Al parecer flotaban cerca del centro. Un bosque crecía hacia dentro desde todas partes y los escroditas parecían flotar a pocos metros de las copas de los árboles. A través de algunos huecos en las ramas se veía el suelo, un mosaico de flores.

Los encargados de ventas de San Rihndell estaban desperdigados en los árboles más altos, sus extremidades de marfil anudadas en torno de las copas. Esas especies eran comunes en la galaxia, pero eran las primeras que conocía Ravna. La configuración corpo-U era totalmente disímil de lo familiar, y ni siquiera ahora tenía una idea clara de su apariencia. Esas piernas parecían dedos esqueléticos que aferraran el tronco. Su principal representante, que alegaba ser San Rihndell en persona, ostentaba una intrincada talla en las piernas de marfil. Dos de las ventanas mostraban la talla de cerca; aparentemente Pham creía que comprender ese arte podía ser útil.

Las deliberaciones eran lentas. La lengua común era el triskwe-Une, pero los buenos aparatos de traducción no funcionaban en las honduras del Allá y la gente de San Rihndell tenía pocos conocimientos de la jerga comercial. Ravna estaba habituada a traducciones limpias. Incluso los mensajes de la Red solían ser inteligibles (aunque a veces engañosos).

Habían hablado veinte minutos y sólo habían convenido en que San Rihndell contaba con la capacidad para reparar la FDB. Se trataba de la habitual distracción de los escroditas y de algo más. La morosidad parecía complacer a Pham Nuwen.

—Ravna, esto es similar a una operación del Qeng Ho, cara a cara con criaturas extrañas y casi sin lengua común.

—Hace horas que enviamos una descripción de nuestros problemas técnicos. ¿Por qué se demoran tanto para un simple sí o no?

—Porque están negociando —dijo Pham con una amplia sonrisa—. El «honesto» San Rihndell —señaló al lugareño de la talla intrincada—, quiere convencernos de que la tarea es muy difícil… Cielos, ojalá me encontrara allí.

Hasta Vaina Azul y Tallo Verde parecían un poco extraños. Hablaban en un triskweline más que pobre, apenas más complejo que el de San Rihndell, y su conversación parecía plagada de digresiones. Al trabajar para Vrinimi, Ravna había tenido cierta experiencia en ventas y comercio. Pero ¿regatear? Uno tenía las bases de datos con precios y una estrategia, y las directivas de la gente de Grondr. Se llegaba a un trato o no se llegaba. La negociación entre los escroditas y San Rihndell era uno de los fenómenos más extraños que Ravna había visto jamás.

—En realidad, creo que todo anda bien. Cuando llegamos, el piernas-de-marfil se llevó las muestras de Vaina Azul. A estas alturas saben precisamente lo que tenemos y en esas muestras hay algo que les interesa.

—¿Sí?

—Claro. No en vano San Rihndell critica nuestra mercancía.

—Demonios, quizá no tengamos nada que les interese. Esta expedición no estaba destinada al comercio. —Vaina Azul y Tallo Verde habían tomado «muestras de productos» de las provisiones de a bordo, cosas de las cuales la FDB podía prescindir. Ello incluía aparatos sensoriales y equipo informático del Allá Bajo. Algunos constituirían una grave pérdida. Pero necesitamos esas reparaciones.

Pham rió entre dientes.

No, San Rihndell quiere algo. De lo contrario no seguiría hablando… ¿Y ves cómo insiste en las necesidades de sus «otros clientes»? San Rihndell es un tipo bastante humano. Algo parecido a un cantar humano llegó por el enlace de los escroditas Ravna orientó las cámaras de Tallo Verde hacia el sonido. Desde el «suelo» del bosque, tres nuevas criaturas habían aparecido.

—Vaya…, son bellísimas. Mariposas —dijo Ravna.

—¿Eh?

—Digo que parecen mariposas. Ya sabes, insectos con grandes alas de color.

Mariposas gigantes, en realidad. Los recién llegados tenían una configuración corporal humanoide. Tenían ciento cincuenta centímetros de altura y estaban cubiertos por un vello suave y pardo. Las alas nacían en la espalda y tenían una envergadura de casi dos metros; de tonos azules y amarillos, algunas con diseños muy intrincados. Sin duda eran artificiales, o una afectación de la ingeniería genética: habrían sido inútiles para volar en cualquier gravedad razonable. Pero en gravedad cero los tres flotaron en la entrada un instante, volviendo sus enormes y blandos ojos hacia los escroditas. Aletearon grácilmente y sobrevolaron el bosque. El efecto parecía salido de un vídeo para niños. Tenían nariz chata y llamativa, ojos grandes y tímidos que parecían obra de un dibujante humano, voz aguda y cantarina.

San Rihndell y sus amigos se apiñaron en torno de sus copas arbóreas. El visitante más alto siguió canturreando, flexionando blandamente las alas. Al cabo de un instante, Ravna comprendió que hablaba fluidamente el trisk, con un extremo frontal adaptado al lenguaje natural de la criatura.

—¡Saludos, San Rihndell! Nuestras naves están listas para tus reparaciones. Hemos entregado una paga justa y llevamos mucha prisa. Tu labor debe comenzar al instante.

El especialista en trisk de San Rihndell tradujo esta alocución para su jefe.

Ravna se inclinó sobre Pham.

—Conque tal vez nuestro amigo tenga realmente exceso de trabajo.

—Sí.

San Rihndell dio la vuelta en torno de su árbol. Sus bracitos cogieron las verdes agujas mientras respondía:

—Honorables clientes. Hicisteis oferta de pago, pero no del todo aceptada. Vuestro pedido en escasa provisión, difícil de hacer.

La grácil mariposa emitió un chillido que en un niño humano habría pasado por una risa jovial, pero cuyo sentido era bien sombrío.

—¡Los tiempos están cambiando, criatura Rihndell! Tu pueblo debe aprender. No nos dejaremos embaucar. Conoces la sagrada misión de mi flota. Te reprocharemos cada hora de demora. Piensa en la flota que enfrentarás si tu falta de cooperación llega a conocerse… si llega siquiera a sospecharse. —Agitando sus alas azules y amarillas, la mariposa dio media vuelta, posando sus tímidos ojos oscuros en los escroditas—. ¿Y estas plantas en maceta son clientes? Despídelos. No tendrás más clientes hasta que nos hayamos ido.

Ravna contuvo el aliento. Esos tres no tenían armas visibles, pero de pronto temió por Vaina Azul y Tallo Verde.

—Vaya, qué te parece —dijo Pham—. Mariposas con botas.

27

Según el reloj, los escroditas tardaron menos de media hora en regresar. Le pareció mucho más tiempo a Pham Nuwen, aunque intentó disimular su intranquilidad frente a Ravna. Tal vez ambos intentaban disimular; él sabía que ella aún lo consideraba vulnerable.

Pero las cámaras de los escroditas no mostraron más indicios de las mariposas. Al fin se abrió el compartimento de carga y Vaina Azul y Tallo Verde regresaron.

—Estaba seguro de que ese terco piernas-de-marfil sólo fingía que había gran demanda —dijo Vaina Azul. Parecía tan ansioso de volver sobre el asunto como Pham.

—Sí, yo también lo pensé. Más aún, todavía creo que esas mariposas pueden formar parte de una farsa. Hay demasiado melodrama.

Vaina Azul agitó las frondas de un modo que Pham reconoció como una especie de temblor.

—Yo no lo apostaría, caballero Pham. Ésos eran aprahanti. De sólo mirarlos uno siente espanto, ¿verdad? Son raros hoy en día, pero un mercader de las estrellas conoce muchas historias. Incluso excesivo, hasta para los aprahanti. Su Hegemonía está en decadencia desde hace varios siglos. —Comunicó una orden a la nave y las ventanas se llenaron de vistas de atracaderos del puerto de reparaciones. Ambos escroditas se pusieron a parlotear. —Esas otras naves son de un tipo uniforme. Un diseño del Allá Alto, como la nuestra, pero más… eh… agresivo.

Tallo Verde se acercó a una ventana.

—Hay una veintena. ¿Por qué tantas necesitan reparar sus impulsores al mismo tiempo?

¿Agresivo? Pham miró las naves con ojo crítico. A estas alturas ya conocía los rasgos distintivos de las naves del Allá. Éstas parecían tener gran capacidad de carga y sensores complejos.

—De acuerdo, conque las mariposas son rudas. ¿Cuán asustados están San Rihndell y compañía?

Los escroditas callaron un largo instante. Pham no distinguía si estaban reflexionando sobre su pregunta o si ambos habían perdido el hilo de la conversación. Miró a Ravna.

—¿Qué hay de la red local? Me gustaría obtener un poco de información.

Ravna ya estaba ejecutando las rutinas de comunicaciones.

—Antes no eran accesibles. Ni siquiera podíamos entrar en las noticias.

Eso era algo que Pham podía entender, por irritante que fuese. La «red local» era una red telemática de ultraonda que abarcaba RIP; quizás un millón de veces más compleja que cualquier cosa que Pham hubiera conocido, pero conceptualmente similar a las organizaciones de la Zona Lenta. Y Pham Nuwen había visto lo que los vándalos podían hacer con dichas estructuras. Qeng Ho se las había visto con más de una civilización renuente pervirtiendo su red de ordenadores. No era sorprendente que San Rihndell no les hubiera provisto enlaces con la red RIP. Y mientras estuvieran en el puerto, las antenas de la FDB estaban por fuerza bajas, así que también quedaban aislados de la Red Conocida y los grupos de noticias.

Una sonrisa iluminó el semblante de Ravna.

—¡Oíd! Ahora tenemos acceso de lectura, tal vez más. Tallo Verde, Vaina Azul, ¡despertad!

Un crujido.

—No estaba dormido —declaró Vaina Azul—. Sólo pensaba en la pregunta del caballero Pham. Es evidente que San Rihndell tiene miedo.

Como de costumbre, Tallo Verde no presentó excusas. Rodó en torno de su compañero para echar un vistazo a la ventana de comunicaciones que Ravna acababa de abrir. Había un diseño triangular iterativo con notaciones en trisk. No significaba nada para Pham.

—Qué interesante —dijo Tallo Verde.

—Río entre dientes —declaró Vaina Azul—. Es más que interesante. San Rihndell es un mercader curtido. Pero mirad, no cobra nada por este servicio, ni siquiera un porcentaje del trueque. Tiene miedo, pero aun así quiere comerciar con nosotros.

Hmm. Conque había algo entre sus muestras del Allá Alto que bastaba para arriesgarse a las medidas violentas de los aprahanti. Sólo esperemos que no sea algo que nosotros también necesitamos.

—Bien, Ravna, mira si…

—Un segundo. Quiero comprobar las noticias. —Ravna abrió un programa de búsqueda. Echó una rápida ojeada a la ventana de su consola y, al cabo de un segundo, palideció—. ¡Por los Poderes, no!

—¿Qué sucede?

Ravna no respondió ni puso las noticias en una ventana principal. Pham se agarró a la baranda que estaba frente a la consola y se aproximó para ver lo que ella leía.


Cripto: 0

Recepción: Sínodo de Comunicaciones Reposo

Armónico Senda lingüística: Baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Alianza para la Defensa [Presunta cooperativa de cinco imperios poliespecíficos del Allá, debajo del reino de Straumli. Su existencia no estaba documentada antes de la caída del reino]

Asunto: Aplastante victoria sobre la Perversión

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 159,06 días desde la caída de Relé

Frases clave: Actos, no palabras: un comienzo prometedor

Texto del mensaje:

Hace cien segundos, las Fuerzas de la alianza iniciaron sus acciones contra los instrumentos de la Plaga. Cuando leáis esto, los mundos homo sapiens conocidos como Sjandra Kei estarán destruidos.

Tenedlo presente: pese a toda la cháchara y las teorías que han circulado sobre la Plaga, ésta es la primera vez que alguien actúa con éxito. Sjandra Kei era uno de los tres únicos sistemas que, fuera del reino de Straumli, albergaban una cantidad importante de humanos. De un plumazo hemos destruido un tercio del potencial expansivo de la Perversión.

Seguirán informes actualizados.

Muerte a las Alimañas.


Había otro mensaje en la ventana, una suerte de actualización, pero no era de Muerte a las Alimañas:


Cripto: 0

Facturación: beneficencia/interés general

Recepción: Sínodo de Comunicaciones Reposo Armónico

Senda lingüística: samnorsk—»triskweline, unidades SjK

De: Seguridad Comercial, Sjandra Kei

[Nota de protocolo inferior: Este mensaje se recibió en Sneerot Menor, en la zona de influencia de Sjandra Kei. La emisión era muy débil y tal vez procedía del transmisor de una nave]

Asunto: Auxilio por favor

Distribución:

Grupo de Intereses Amenaza

Fecha: 5,33 horas desde desastre de Sjandra Kei

Texto del mensaje:

En el día de hoy unos proyectiles relativistas han estallado en nuestros habitáculos principales. Las bajas suman por lo menos veinticinco mil millones. Es posible que tres mil millones vivan aún en tránsito y en hábitats más pequeños.

El ataque continúa.

Hay naves enemigas en el sistema interior. Avistamos bombas de fulgor. Nos están matando a todos.

Por favor. Necesitamos ayuda.


—¡Nei nei nei! —Ravna se levantó, abrazó a Pham, le apoyó la cara en el hombro. Sollozó incoherencias en samnorsk. Todo su cuerpo temblaba. Pham sintió lágrimas en sus propios ojos. Era extraño. Ravna era la más fuerte, y Pham el loco vulnerable. Ahora los papeles se invertían, ¿y qué podía hacer?—. Mi padre, mi madre, mi hermana… todos muertos…

Era el desastre que consideraban imposible, y había ocurrido. En un minuto Ravna había perdido a todos sus seres queridos, y de repente estaba sola en el universo. Para mí, eso sucedió tiempo atrás, pensó Pham con extraño desapasionamiento. Enganchó un pie en la cubierta y acunó suavemente a Ravna, tratando de consolarla.

Los sollozos se calmaron gradualmente, aunque aún la sentía temblar contra su pecho. Ravna no levantó el rostro. Pham miró a Tallo Verde y Vaina Azul, sus frondas se veían extrañas, casi marchitas.

—Mirad, quiero llevarme a Ravna un rato. Averiguad todo lo posible. Regresaré pronto.

—Sí, caballero Pham —respondieron, aún más marchitos.

Pham tardó una hora en regresar al puente de mando. Los escroditas estaban inmersos en una zumbona conferencia con la FDB. Todas las ventanas estaban llenas de imágenes fluctuantes. Aquí y allá Pham reconocía un diseño o una leyenda impresa, lo suficiente para comprender que estaban viendo proyecciones comunes, pero adaptadas a los sentidos escroditas.

Vaina Azul fue el primero en reparar en su presencia. Rodó abruptamente hacia él y su vóder habló con voz chillona:

—¿Ravna está bien?

Pham asintió.

Está durmiendo. —Con sedantes, y bajo la vigilancia de la nave, por si he juzgado mal su estado—. Mirad, estará bien. Ha sufrido un duro golpe…, pero es la más dura de todos nosotros.

Las frondas de Tallo Verde crujieron en una sonrisa.

—A menudo he pensado así.

Vaina Azul permaneció inmóvil un instante.

—Bien a lo nuestro, a lo nuestro —le dijo algo a la nave y las ventanas adoptaron un formato utilizable por humanos y escroditas—. Hemos averiguado muchísimo mientras no estabas. San Rihndell tiene mucho que temer. Las naves aprahanti son un pequeño fragmento de las flotas de exterminio de Muerte a las Alimañas. Estos son rezagados que se dirigen a Sjandra Kei.

Acicalados para una fiesta de muerte que ya ha terminado.

—Así que ahora quieren actuar por su cuenta.

—Sí. Parece que Sjandra Kei presentó resistencia y algunos escaparon. El comandante de esta pequeña flota piensa que puede interceptar a parte de los fugitivos… si logra obtener reparaciones inmediatas.

—¿Es posible algún tipo de extorsión? ¿Pueden estas veinte naves destruir RIP?

—No. Lo que pesa es la reputación de la fuerza de la cual estas naves forman parte… y la gran matanza de Sjandra Kei. Así que San Rihndell actúa con suma prudencia y las reparaciones que ellos precisan requieren el mismo agente regenerativo que necesitamos nosotros. Ambos competimos por los servicios de Rihndell. —Vaina Azul unió las frondas con ese entusiasmo que exhibía cuando recordaba una transacción ventajosa—. Pero resulta ser que tenemos algo que San Rihndell aprecia muchísimo, algo por lo cual se arriesgará a las represalias de los aprahanti.

Hizo una pausa. Pham recordó las cosas que habían ofrecido a los RIPianos. Cielos, que no sea el equipo zonal de ultraonda. —Bien, me rindo. ¿Qué les damos?

—¡Un cargamento de espalderas de ceniza! —Rió en voz alta. —¿Eh? —Pham recordaba haber visto ese nombre en la lista de artículos que habían confeccionado los escroditas—. ¿Qué son las «espalderas de ceniza»?

Vaina azul metió una fronda en su morral y entregó a Pham algo rechoncho y negro; un objeto sólido, liso e irregular, de cuarenta centímetros por quince. A pesar de su tamaño, su masa no superaba el par de gramos. Una ceniza habilidosamente alisada. La curiosidad de Pham triunfó sobre sus preocupaciones.

—Pero, ¿para qué sirve?

Vaina Azul se agitó. Al cabo de un momento, Tallo Verde dijo con timidez:

—Hay varias teorías. Es carbono puro, un polímero fractal. Sabemos que es muy común en los cargamentos Trascendentes. Creemos que se usa como material de embalaje para algunas clases de propiedades sentientes.

—O quizá sea el excremento de dicha propiedad —murmuró Vaina Azul—. Ah, pero eso no es importante. Lo importante es que algunas especies del Allá Medio lo valoran. ¿Por qué? Lo ignoramos. Es indudable que la gente de San Rihndell no es el consumidor final. Los piernas-de-marfil son demasiado sensatos para ser usuarios comunes de espalderas de ceniza. Lo cierto es que tenemos trescientos de estos maravillosos objetos… más que suficiente para que San Rihndell supere su temor a los aprahanti.

Mientras Pham estaba con Ravna, San Rihndell había presentado un plan. La aplicación del agente regenerativo sería demasiado evidente en el mismo atracadero que las naves aprahanti. Además, el jefe de las mariposas había exigido que la FDB se marchara. San Rihndell tenía un pequeño puerto a dieciséis millones de kilómetros del sistema RIP. La maniobra era plausible; existía un terrano escrodita en el sistema Reposo Armónico y actualmente estaba a pocos cientos de kilómetros del segundo puerto de Rihndell. Se encontrarían con el piernas-de-marfil, intercambiando reparaciones por doscientas diecisiete espalderas. Y si las espalderas congeniaban bien, Rihndell prometía añadir un reacondicionamiento agrávido. Después de la caída de Relé, eso les vendría muy bien… Vaya, el viejo Vaina Azul nunca se cansaba de negociar.

La FDB se liberó de sus amarras y se alejó del plano anular. Escapando de puntillas. Pham mantenía una vigilancia atenta en las ventanas electromagnética y ultraonda. Pero las emisiones de las naves aprahanti no revelaban que los tuvieran en la mira. Sólo había contactos normales de radar. Nadie les siguió. La pequeña FDB y sus «plantas en maceta» no eran dignas de la atención de los grandes guerreros.

Mil metros del plano anular. Tres mil. El parloteo de los escroditas con Pham y entre sí se silenció. Sus tallos y frondas se inclinaron de tal modo que las superficies sensoras miraran hacia todas partes. El sol y su nube energética bañaban de luz un lado del puente. Estaban por encima de los anillos, pero aún demasiado cerca. Era como presenciar el ocaso desde una playa de arena multicolor que se extendiera hasta el infinito. Los escroditas lo admiraban agitando suavemente las frondas.

Veinte kilómetros encima de los anillos. Mil. Encendieron la tobera principal de la FDB y aceleraron. Los escroditas despertaron lentamente del trance. Una vez que llegaran al segundo puerto, la regeneración llevaría cinco horas, suponiendo que el agente de Rihndell no se hubiera deteriorado. El Santo afirmaba que estaba importado del Tope poco tiempo atrás, y sin diluir.

—De acuerdo. ¿Cuándo le entregamos las espalderas?

—Al finalizar las reparaciones. No podemos partir hasta que San Rihndell y sus clientes se hayan cerciorado de que todas las piezas son genuinas.

Pham tamborileó con los dedos sobre la consola de comunicaciones. Esta operación le despertaba muchos recuerdos, algunos de ellos escalofriantes.

—Así que recibirán la mercancía cuando aún estemos en medio de RIP. No me gusta.

—Mira, caballero Pham, tu experiencia con el comercio estelar fue en la Zona Lenta, donde los intercambios estaban separados por décadas o centurias de tiempo de viaje. Te admiro por ello, más de lo que puedo expresar, pero te da una visión distorsionada de las cosas. Aquí en el Allá, la continuidad en los negocios es importante. Sabemos muy poco sobre la motivación interna de San Rihndell, pero sí sabemos que su compañía de reparaciones tiene por lo menos cuarenta años de existencia. Podemos esperar que regatee con empeño, pero si asaltara o asesinara a sus clientes, muchos grupos comerciales se enterarían, y su pequeña empresa quebraría.

—Mmm.

No tenía sentido discutir, pero Pham intuía que esta situación era muy especial. Rihndell, y los RIPianos en general, tenían a Muerte a las Alimañas en el umbral y noticias sobre grandes calamidades en Sjandra Kei. Dadas las circunstancias, quizá perdieran el coraje una vez que tuvieran las espalderas. Era preciso tomar algunas precauciones. Se dirigió hacia el taller de la nave.

28

Ravna entró en el puente de carga cuando Vaina Azul y Tallo Verde preparaban la entrega de las espalderas. Se movía desmañadamente, empujándose de un punto al otro. Tenía ojeras que parecían magulladuras. Cuando Pham la abrazó, se negó a soltarle.

—Quiero ayudar. ¿Puedo ayudar en algo?

Los escroditas se le acercaron. Vaina Azul acarició el brazo de Ravna con una fronda.

—Nada hagas por ahora, mi dama Ravna. Tenemos todo preparado. Regresaremos dentro de una hora y luego podremos largarnos de aquí.

Pero dejaron que inspeccionara las cámaras y las correas del cargamento. Pham se le acercó mientras ella inspeccionaba las espalderas. Los nudosos bloques de carbono parecían más extraños juntos. Bien apilados, encajaban a la perfección. Con más de un metro de altura, la pila parecía un rompecabezas tridimensional tallado en carbón. Contando un saco de repuestos sueltos, totalizaban menos de medio kilogramo. Vaya. Esas malditas cosas eran inflamables como el infierno. Pham resolvió hacer algo con las cien espalderas restantes cuando estuvieran de vuelta en el espacio profundo.

Los escroditas atravesaron la compuerta de carga con su mercancía, y Pham y Ravna sólo pudieron seguirles con las cámaras. Este puerto secundario no formaba parte del terrano de la especie de los piernas-de-marfil. El interior del arco era muy diferente de lo que había visto en el primer viaje de los escroditas. No había vistas externas. Estrechos pasadizos zigzagueaban entre paredes irregulares acribilladas de agujeros oscuros. Volaban insectos por doquier, a menudo cubriendo las esferas de las cámaras. Parecía un lugar mugriento. No había rastros de los propietarios del terrano, a menos que fueran esos pálidos gusanos que a veces asomaban su lisa cabeza desde un agujero. Por su enlace vocal, Vaina Azul comentó que éstos eran los antiquísimos habitantes del sistema RIP. Al cabo de un millón de años y cien migraciones trascendentes, los vestigios podían ser sentientes, pero eran más extraños que cualquier criatura que hubiera evolucionado en la Zona Lenta. Antiguas automatizaciones protegerían de la extinción física a esos seres introspectivos y cautos, sumidos en preocupaciones que serían fútiles para otros. Eran las especies que más codiciaban las espalderas.

Pham trataba de observarlo todo. Los escroditas tuvieron que viajar cuatro kilómetros desde la compuerta para llegar al lugar donde se «validarían» las espalderas. Pham contó dos compuertas externas a lo largo del camino y no vio nada que pareciera amenazador. Pero, ¿cómo saber qué aspecto tenía allí lo amenazador? Ordenó a la FDB que montara una vigilancia externa. Un gran satélite pastor flotaba en el lado externo del anillo, pero no había más naves en este puerto. El entorno EM y ultraonda parecía en paz, y lo que se veía en la red local no despertaba sospechas en las defensas de la nave.

Pham miró a Ravna, quien se había acercado a la vista externa.

Las tareas de reparación eran visibles, aunque no espectaculares. Un nimbo verdoso aureolaba las espinas dañadas. Era apenas más brillante que el fulgor que suele verse en los cascos de las naves que se hallan en órbita planetaria. Ravna se volvió y preguntó:

—¿De veras se está reparando?

—En lo posible… sí.

Las automatizaciones de la nave supervisaban la regeneración, pero sólo estarían seguros cuando intentaran volar con ella.

Pham ignoraba por qué Rihndell había hecho pasar a los escroditas por el terrano de los gusanos. Si aquellas criaturas eran los consumidores finales de las espalderas, tal vez desearan echar un vistazo a los vendedores. O tal vez se relacionaba con la traición que les aguardaba. En todo caso los escroditas pronto salieron de allí a una galería poliespecífica tan atestada como un bazar de baja tecnología.

Pham se quedó boquiabierto. Por todas partes había diferentes clases de sofontes. La vida inteligente es una rareza en el universo; en toda su vida en la Zona Lenta, Pham había conocido a sólo tres especies no humanas. Pero el universo es vasto y con ultraimpulso era fácil hallar otras formas de vida. El Allá reunía los resabios de un sinfín de migraciones, una acumulación que al fin volvía ubicua la civilización. Por un instante olvidó los programas de vigilancia y sus malos presentimientos, embargado por la admiración. ¿Diez especies? ¿Doce? Unos pasaban junto a otros sin inmutarse. Ni siquiera Relé había sido así. Pero Reposo Armónico era una civilización varada en el estancamiento. Estas especies habían formado parte del complejo RIP durante miles de años. Las que podían interactuar habían aprendido a hacerlo tiempo atrás.

Y por ninguna parte se veían alas de mariposa ni criaturas de grandes ojos tímidos.

Oyó un jadeo de sorpresa al otro lado del puente. Ravna estaba junto a una ventana que proyectaba lo que captaba una cámara lateral de Tallo Verde.

—¿Qué ocurre, Ravna?

—Escroditas, ¿ves? —Ravna señaló la muchedumbre y amplió la vista. Por un instante las imágenes se irguieron sobre ella. A través del caos Pham entrevió formas cuadrangulares y gráciles frondas. Salvo por las estrías cosméticas y las borlas, resultaban muy familiares.

—Sí, hay una pequeña colonia en las inmediaciones. —Abrió un canal para hablar con Tallo Verde y comunicarle el hallazgo.

—Lo sé —respondió Tallo Verde—. Les hemos olido. Lanzó un suspiro. Ojalá tuviéramos tiempo para visitarles después de esto. Encontrar amigos en lugares remotos… siempre grato.

Tallo Verde ayudó a Vaina Azul a empujar las espalderas en torno de un acuario esférico. Adelante estaba la gente de Rihndell. Seis piernas-de-marfil estaban sentados en la pared, alrededor de lo que parecía un equipo de laboratorio.

Vaina Azul y Tallo Verde se aproximaron con sus pelotas de carbono espumoso. El personaje de las piernas talladas se acercó a la pila y acarició las piezas con sus brazos diminutos. Colocó las espalderas en la máquina. Vaina Azul se acercó a observar y Pham sintonizó las ventanas principales para mirar a través de sus cámaras. Al cabo de veinte segundos, el intérprete trisk de Rihndell dijo:

—Las siete primeras quedan aprobadas. Forman un septeto entrelazado.

Sólo entonces Pham notó que estaba conteniendo el aliento. Los tres «septetos» siguientes también fueron aprobados. Otros sesenta segundos. Miró el estado de reparación de la nave. La FDB consideraba que la tarea estaba concluida y sólo faltaba el visto bueno de la red local. ¡Unos minutos más y nos despediremos de este lugar!

Pero siempre hay problemas. San Rihndell se quejó de la calidad de los conjuntos doce y quince. Vaina Azul discutió, pero al fin extrajo componentes de reemplazo de su caja de repuestos. Pham no sabía si el escrodita regateaba por puro placer o si de veras le faltaban buenos reemplazos.


Veinticinco conjuntos aprobados.

—¿Adonde va Tallo Verde? —preguntó Ravna.

—Qué? —Pham amplió la vista de las cámaras de Tallo Verde.

Estaba a cinco metros de Vaina Azul y se alejaba. Pham realizó un planeo Un escrodita local estaba a la izquierda de Tallo Verde y flotaba invertido sobre ella. Sus frondas tocaron las de ella en una charla aparentemente cordial—. ¡Tallo Verde!

No hubo respuesta.

—¡Vaina Azul! ¿Qué está ocurriendo? —Pero el escrodita gesticulaba discutiendo con los piernas-de-marfil. Acababan de aprobar otro conjunto de espalderas.

—¡Vaina Azul! —Poco después la voz del escrodita se oyó por el canal privado. Era borrosa, como a menudo ocurría cuando estaba atascado o sobrecargado—. No molestes ahora, caballero Pham. Me quedan tres repuestos perfectos. Debo persuadir a estos sujetos de conformarse con lo que ya tienen.

—Pero ¿qué hay de Tallo Verde? ¿Qué pasa con ella? —intervino Ravna.

Las cámaras se habían alejado. Tallo Verde y sus compañeros emergieron de una densa multitud y flotaron en medio de la galería. Utilizaban chorros de gas en vez de ruedas. Alguien llevaba prisa.

Vaina Azul comprendió al fin la gravedad de la situación. Las cámaras de su escrodo giraron bruscamente. Se oyó el chachareo del idioma escrodita y al fin su voz reapareció en el canal interno, plañidera y confusa.

—Se ha ido. Se ha ido. Debo… Tengo que… —Abruptamente regresó hacia los piernas-de-marfil y reanudó la discusión que había interrumpido. Al cabo de unos segundos su voz regresó por el canal interno—. ¿Qué haré, caballero Pham? Aún tengo una venta incompleta, pero mi Tallo Verde se ha ido.

O la han secuestrado.

—Termina la venta, Vaina Azul. Tallo Verde estará bien… FDB, plan B.

Pham cogió un auricular y se alejó de la consola. Ravna se levantó con él.

—¿Adónde vas?

—Afuera —dijo Pham sonriendo—. Sospeché que San Rihndell podía perder la aureola cuando se complicaran las cosas… e hice planes.

—Ella le siguió hasta la escotilla—. Oye, quiero que te quedes en el puente. Mi equipo de observación es limitado y necesitaré que tú lo coordines. —Pero…

Él se zambulló en la escotilla, perdiéndose el resto de la objeción. Ella no le siguió, pero al cabo de un segundo habló por el auricular. Ya no temblaba; Ravna había recobrado su aplomo de luchadora, olvidando sus demás problemas.

—De acuerdo, estoy contigo. Pero, ¿qué podemos hacer? Pham descendió por el pasadizo, alcanzando una aceleración que habría dejado a un novato botando de un lado a otro. Adelante se erguía la imponente pared de la cámara de presión. Apoyó una mano en la pared y giró. Arrastró las manos por los rebordes, desacelerando para que el impacto contra la escotilla no le rompiera los tobillos. Dentro de la cámara, el traje de presión ya estaba activado.

—¡Pham, no puedes salir! —Evidentemente Ravna observaba por las cámaras interiores—. Sabrán que somos una expedición humana. Pham ya había metido la cabeza y los hombros en la parte superior del traje. La parte inferior se le ciñó al cuerpo, cerrando las junturas.

—No necesariamente. —Y de todos modos, quizá ya no importe—. Por aquí abundan las criaturas de dos brazos y dos piernas, y he añadido un poco de camuflaje a este traje.

Acomodó la barbilla en los controles del casco y activó las proyecciones. El traje de presión blindado era un implemento primitivo en comparación con los trajes de campo de Relé. Pero el Qeng Ho habría dado una nave estelar por ese trasto. Originalmente había diseñado este equipo para impresionar a los púas, pero tendré que probarlo prematuramente.

Activó la visión externa, la imagen que veía Ravna: su figura era totalmente negra, de más de dos metros de altura. Las manos exhibían garras con caparazón de bordes afilados, erizados de púas. Estos añadidos recientes rompían los contornos de la forma humana y tal vez fueran bastante intimidatorios.

Pham activó la cámara y enfiló hacia el terrano de los gusanos. Le rodeaban paredes de lodo, brumosas en medio del aire húmedo y los enjambres de insectos.

—Recibo una pregunta de bajo nivel, tal vez automática —dijo Ravna por el auricular—. ¿Por qué enviáis tercer negociador?

—Ignórala.

—Pham, ten cuidado. Las culturas más antiguas del Allá Medio tienen trucos sucios que desconocemos. De lo contrario no habrían sobrevivido.

—Seré un buen ciudadano. —Mientras me traten bien. Ya estaba a medio camino de la puerta de la galería. Activó una pequeña ventana recibía las imágenes de la cámara de Vaina Azul. Todas estas comunicaciones de alta anchura de banda eran gentileza de la red local. Era extraño que Rihndell aún les prestara ese servicio. Al parecer Vaina Azul aún estaba negociando. Quizá no hubiera ninguna conspiración, o al menos quizá San Rihndell no formara parte de ella.

—Pham, perdí el vídeo de Tallo Verde cuando entró en una especie de túnel, pero su señal todavía está clara.

La puerta de la galería se abrió y Pham se internó en la apiñada muchedumbre. Oía los roncos pregones aún a través del blindaje. Se movía despacio, cogiendo los caminos menos atestados, guiándose con los cordeles destinados a esa función. La multitud no era un problema. Todos le cedían el paso, algunos con apresurado pánico. Pham no sabía si eran sus afiladas púas o el olor a cloro que despedía su traje. Tal vez ese último retoque fue un poco excesivo. Pero lo importante era no tener aspecto de humano. Aminoró la marcha, procurando no lastimar a nadie. Algo temiblemente parecido a un láser para marcar blancos titiló en su ventana trasera. Se ocultó rápidamente detrás de un acuario.

—Acaban de quejarse de tu traje —le informó Ravna—. La traducción dice: «Está usted violando el código de indumentaria.» ¿Es el tufo del cloro, o han detectado las armas?

—¿Qué pasa afuera? ¿Hay mariposas a la vista?

—No. La actividad de las naves no ha cambiado mucho en las últimas cinco horas. No hay movimiento de los aprahanti ni cambio en el estado de comunicaciones. —Una larga pausa. Indirectamente, desde el puente de la FDB, oía la conversación de Vaina Azul con Ravna, con palabras confusas pero excitadas. Trataba de hallar una conexión directa cuando Ravna volvió a comunicarse con él—. Oye, Vaina Azul dice que Rihndell acepta el embarque. En este momento está cargando la tela agrávida en nuestra nave. Y la FDB acaba de recibir el visto bueno para las reparaciones.

Conque estaban preparados para volar… excepto que tres de ellos aún estaban en tierra y uno de ellos había desaparecido, Pham flotó encima del acuario y al fin vio a Vaina Azul. Maniobró cuidadosamente con los chorros de gas del traje y se posó junto al escrodita.

Su llegada fue tan apreciada como la de insectos en un picnic El de la pierna tallada estaba parloteando, tamborileando en la pared con su obra de arte articulada mientras su ayudante traducía al trisk La criatura retrajo los colmillos y cruzó los brazos. Los demás le imitaron. Todos se alinearon contra la pared, alejándose de Vaina Azul y Pham.

—Nuestra transacción ha concluido. No sabemos adónde ha ido tu amiga —tradujo el intérprete.

Vaina Azul extendió las frondas.

—Pero sólo necesitamos ciertas indicaciones. ¿Quién…? —fue inútil. San Rihndell y sus acompañantes siguieron su camino. Vaina Azul emitió crujidos de frustración. Arqueó las frondas volviéndose hacia Pham Nuwen—: Caballero Pham, ahora dudo de tu pericia como mercader. San Rihndell pudo haber ayudado.

—Tal vez. —Los piernas-de-marfil desaparecieron en medio de la muchedumbre, arrastrando las espalderas como si fueran un gran globo negro. Vaya, tal vez Rihndell sólo sea un mercader honesto—. ¿Cuáles son las probabilidades de que Tallo Verde te abandonara en estas circunstancias?

Vaina Azul temblequeó un instante.

—En una escala comercial normal, ella podría haber aprovechado una extraordinaria oportunidad de obtener ganancias. Pero aquí…

—¿Es posible que ella se haya olvidado del contexto? —interrumpió Ravna con voz comprensiva.

—No —respondió Vaina Azul con voz tajante—. El escrodo nunca permitiría semejante fallo, y menos en medio de una operación difícil.

Pham activó ventanas dentro del casco, mirando hacia todas partes. La muchedumbre aún mantenía un claro en torno de ambos. No se veían policías. ¿Los reconocería si los viera?

—De acuerdo —dijo Pham—. Tenemos un problema, al margen de que yo haya salido o no. Sugiero que demos un paseo, veamos si podemos averiguar adonde fue Tallo Verde.

—Ahora no queda otra alternativa —zumbó Vaina Azul—. Mi dama Ravna, trata de hallar al intérprete piernas-de-marfil. Tal vez pueda conectarnos con los escroditas locales. —Se alejó de la pared, rotó sobre sus chorros de gas—. Acompáñame, caballero Pham.

Vaina Azul le guió por la galería, siguiendo el rumbo que había tomado Tallo Verde. No era un rumbo recto, sino que se parecía más a un andar ebrio, que una vez los llevó casi de regreso al punto de partida.

—Calma, calma —respondió el escrodita cuando Pham se quejó de su lentitud. El escrodita nunca insistía en pasar a través de grupos de criaturas. Si no se apartaban cuando él agitaba las frondas, prefería sortearlas. Y mantenía a Pham detrás, de modo que su intimidatoria armadura no servía de nada—. Estas gentes pueden parecerte apacibles y mansas, caballero Pham, pero no te llames a engaño. Estas especies han tenido miles de años para adaptarse recíprocamente, para lograr la plena convivencia. Por fuerza serán menos tolerantes con los forasteros, de lo contrario las habrían liquidado tiempo atrás.

Pham recordó la advertencia sobre el «código de indumentaria» y prefirió no discutir.

Los próximos veinte minutos habrían sido una experiencia apasionante para un mercader del Qeng Ho, estar en contacto con tantas especies inteligentes. Pero cuando llegaron a la otra pared, Pham apretaba los dientes. Recibió dos veces más la advertencia sobre su indumentaria. El único punto favorable: San Rihndell aún les daba acceso a la red local y Ravna disponía de más información.

—La colonia local de escroditas está a cien kilómetros de la galería. Hay una estación de transporte más allá de la pared donde estáis ahora.

El túnel por donde había entrado Tallo Verde estaba delante de ellos. Desde ese ángulo veían la oscuridad del espacio en el otro extremo. Por primera vez no hubo problemas con la muchedumbre, pues nadie se desplazaba por ese agujero.

Una luz láser titiló en las ventanas traseras.

—Violación del código de indumentaria. Cuarta advertencia. Dice: «Por favor abandone el volumen sin demora.»

—Ya nos vamos, ya nos vamos.

Oscuridad, y Pham aumentó el alcance de las ventanas del casco. Al principio pensó que la estación de transporte estaba abierta al espacio, que los lugareños poseían campos de restricción como en el Allá Alto. Luego notó que las columnas se fusionaban con paredes transparentes. Aún estaban dentro, como antes, pero la vista…

Estaban en el lado del arco que daba hacia las estrellas. Las partículas de los anillos parecían peces oscuros flotando en silencio a pocos metros. Más allá, había estructuras que sobresalían del plano anular reflejando la luz del sol. Pero el objeto más brillante estaba arriba: el azul del mar, la blancura de las nubes. Su tenue luz bañaba el suelo. Por lejos que viajara el Qeng Ho, esa vista siempre era bienvenida Pero ese objeto era sólo aproximadamente esférico, y su faz estaba cortada en dos por la sombra del anillo. Era un cuerpo pequeño a pocos cientos de kilómetros de altura, uno de los satélites pastores que habían visto al ingresar en el sistema. La brumosa atmósfera del pastor estaba delimitada por los bordes de un vasto dosel.

Le costó apartar los ojos.

—Diez a uno a que ése es el terrano escrodita.

—Por cierto —respondió Vaina Azul—. Es típico. Las rompientes nunca son tan atractivas en esa minigravedad, pero…

—¡Querido Vaina Azul! ¡Caballero Pham! Por aquí. —Era la voz de Tallo Verde. Según el traje de Pham, era una conexión local, no una retransmisión por intermedio de la FDB.

Vaina Azul curvó las frondas.

—¿Estás bien, Tallo Verde?

Ambos parlotearon unos segundos. Luego Tallo Verde continuó en trisk:

—Caballero Pham, sí, estoy bien. Lamento haberos preocupado. Pero noté que el trato con Rihndell saldría bien, y entonces pasaron estos escroditas locales. Son gente maravillosa, caballero Pham. Nos han invitado a su terrano. Sólo por un par de días. Será un maravilloso descanso antes de continuar viaje y creo que pueden ayudarnos.

Como en los cuentos de aventuras que había hallado en la biblioteca de Ravna: los cansados viajeros, en medio de su travesía, encuentran un reducto acogedor y un regalo especial. Pham se comunicó con Vaina Azul por una línea privada:

—¿Esa es Tallo Verde? ¿No la están obligando?

—Es ella y está libre, caballero Pham. Nos oíste hablar. He estado con ella doscientos años. Nadie le está torciendo las frondas.

—Entonces ¿por qué rayos se nos escabulló? —exclamó Pham, sorprendido de su irritación.

Una larga pausa.

—Eso sí es extraño. Sospecho que estos escroditas locales están al corriente de algo muy importante para nosotros. Ven, caballero Pham, pero con cautela.

Echó a rodar.

—Ravna, ¿qué piensas…?

Pham notó un parpadeo rojo en el panel de estado de comunicaciones y su irritación se aplacó mientras se preguntaba cuanto hacia que no activaban el enlace con Ravna.

Siguió a Vaina Azul, flotando y maniobrando con sus impulsores. Toda la zona estaba cubierta con el adhesivo que los escroditas utilizaban para rodar en gravedad cero. Sin embargo el lugar parecía desierto. Nadie a la vista, aunque cien metros atrás había luces y multitudes. Todo apestaba a una emboscada y sin embargo no tenía sentido. Si Muerte a las Alimañas, o sus esbirros, les habían localizado habría bastado con que dieran la alarma. ¿Alguna jugarreta de Rihndell…? Pham activó las armas del traje e implementó las contramedidas: las minicámaras enfocaron hacia todas las direcciones. Al cuerno con el código de indumentaria.

Un azulado claro de luna bañaba la planicie, mostrando suaves montículos y angulosos aparatos. La superficie estaba llena de agujeros (¿entradas de túneles?). Vaina Azul farfulló algo sobre la «bella noche» y el gusto que le daría sentarse en la orilla del mar que estaba cien metros sobre ellos. Pham miraba hacia todas partes, tratando de identificar líneas de fuego y zonas vulnerables.

La vista de una de sus cámaras mostró un bosque de frondas sin hojas; escroditas en silencio bajo el claro de luna. Estaban a dos lomas de distancia. Callados, inmóviles, casi sin luces, tal vez sólo disfrutando de la luz de la luna. En la visión amplificada de la cámara, Pham no tuvo inconvenientes en identificar a Tallo Verde. Se encontraba en un extremo de una hilera de cinco escroditas y las estrías de su casco eran claramente visibles. Frente a su escrodo había un bulto y una proyección en forma de varilla. ¿Una especie de restricción? Aproximó un par de minicámaras. Un arma. Todos aquellos escroditas estaban armados.

—Ya estamos a bordo del transporte, Vaina Azul —dijo la voz de Tallo Verde—. Lo verás a pocos metros, al otro lado del montículo de ventilación. —Aparentemente se refería al montículo al que se aproximaban Pham y Vaina Azul. Pero Pham sabía que allí no había ningún vehículo: Tallo Verde y sus armas apuntaban hacia ellos. Una treta muy hábil, pero de muy baja tecnología. Entonces detecto el chato rectángulo de cerámica montado en la loma, pocos metros detrás del escrodita. La cámara más próxima informó que era un explosivo, tal vez una mina direccional. Había una cámara de baja resolución, poco más que un sensor de movimientos, instalada al lado de la mina. Vaina Azul había pasado descuidadamente junto a la cosa, mientras charlaba con Tallo Verde. Le dejaron pasar. Nuevas y sombrías sospechas. Pham se paró en seco, retrocediendo deprisa, sin tocar el suelo, sin emitir más sonido que el siseo de los impulsores de gas. Desprendió uno de sus garfios y ordenó a una minicámara que volara junto al sensor de la mina…

Hubo un relampagueo tenue y un ruido atronador. Incluso a cinco metros, la onda de choque le tumbó. Vaina Azul estaba tumbado frondas abajo, del otro lado de la explosión. Jirones de metal revoloteaban alrededor, pero no hubo más ataques. La detonación destruyó varias minicámaras.

Pham aprovechó la confusión para acelerar, trepar a una loma cercana e internarse en un valle o callejón desde donde veía a los escroditas. Los atacantes rodaban en torno de la colina, parloteando satisfechos. Pham contuvo el fuego, sintiendo curiosidad. Al cabo de un instante, Vaina Azul se elevó en el aire a cien metros.

—¿Pham? —preguntó plañideramente—. ¿Pham?

Los atacantes ignoraron a Vaina Azul. Tres de ellos desaparecieron tras la loma. Las minicámaras de Pham vieron que se detenían consternados, las frondas erguidas. Acababan de comprender que él se había escabullido. Los cinco se dispersaron, peinando la zona para buscarle. Ya no se oían las palabras persuasivas de Tallo Verde.

Se oyó un crepitar y el fuego de las armas fulguró detrás de una loma. Había alguien con muchas ganas de disparar.

Vaina Azul flotaba encima de todo, un blanco perfecto, pero aún intacto. Ahora hablaba en una mezcla de trisk con parloteo escrodita, y Pham comprendió que tenía miedo.

—¿Por qué disparáis? ¿Cuál es el problema? ¡Tallo Verde, por favor!

Pham Nuwen era demasiado paranoico para dejarse engañar. No quiero que me mires desde allá arriba. Encañonó al escrodita, afinó la puntería y disparó. La explosión no fue visible en longitud de onda, pero había gigajulios en las pulsaciones. El plasma se coaguló en torno del haz, errándole a Vaina Azul por menos de cinco metros. Muy arriba del escrodita, el haz chocó contra el cristal del casco. La explosión fue espectacular, un resplandor actínico que se despedazó en esquirlas llameantes.

Pham voló hacia el flanco mientras el techo resplandecía. Vaina Azul giró, recobró el control y buscó refugio. En el sitio donde había acertado el rayo de Pham, una corona incandescente pasaba del azul al naranja y al rojo, más brillante que el satélite pastor de arriba. Ese disparo de advertencia había sido como un gran dedo que denunciara su posición. En los quince segundos siguientes, cuatro atacantes dispararon contra el sitio donde antes se hallaba Pham Nuwen. Hubo un silencio, luego un susurro tenue. En un juego de sigilo, los cinco podrían considerar que sería una victoria fácil. Aún no habían comprendido que él iba tan bien equipado. Pham sonrió ante las imágenes que proyectaban sus minicámaras. Los tenía a todos en la mira, Vaina Azul incluido.

Si hubieran sido esos cuatro (¿o cinco?) no habría problema. Pero sin duda se aproximaban refuerzos, o al menos complicaciones. La fisura del techo se había oscurecido, pero ahora era un agujero susurrante de medio metro de anchura. A pesar de su armadura, Pham sintió un temor reflejo. Tal vez la filtración tardara un poco en afectar a los escroditas, pero aun así era una emergencia. Llamaría la atención. Miró el orificio. Abajo estaba provocando una brisa, pero debajo del agujero se extendía un minitornado de polvo y escombros.

Y más allá del casco transparente, en el espacio: una grieta de oscuridad y un penacho reluciente, donde los desechos afloraban de la sombra del arco a la luz del sol. Se le ocurrió una idea.

Epa. Los cinco escroditas le habían rodeado. Uno de ellos se asomó, le vio, disparó. Pham devolvió el fuego y el otro estalló en una nube de agua supercalentada y carne chamuscada. Su escrodo intacto echó a volar entre las colinas, sembrando el pánico entre los demás, que le dispararon. Pham volvió a cambiar de posición, alejándose de sus enemigos.

Unos minutos de tregua. Miró el penacho cristalino. Había algo… sí, si debían acudir refuerzos, ¿por qué no para él? Encañonó el penacho y desvió la línea de la voz por el circuito de disparo de su arma. Casi iba a hablar, luego pensó… Mejor baja la potencia en ésta.

Detalles. Apuntó de nuevo, disparó.

—Ravna — dijo—, espero que tengas los ojos abiertos. Necesito ayuda…

Describió brevemente los frenéticos acontecimientos de los últimos diez minutos. Esta vez su haz emitía menos de diez mil julios por segundo, lo cual no era suficiente para refulgir en el aire. Pero la modulación reflejándose en el penacho que había más allá del casco, resultaría visible a miles de kilómetros, sobre todo para la FDB, que estaba del otro lado del habitat.

Los escroditas se aproximaban de nuevo. Demonios. No podía mantener este mensaje en envío automático. Necesitaba el «transmisor» para cosas más importantes. Pham voló de valle en valle maniobrando detrás del escrodita que estaba más alejado de los demás. Uno contra tres (¿cuatro?). Tenía mayor potencia de fuego e información, pero un golpe de mala suerte y le liquidarían. Se acercó flotando a su próximo blanco. En silencio, con cautela…

Una estría de luz le rozó el brazo, poniendo incandescente el blindaje. Blancas gotas de metal caliente rociaron el aire mientras Pham esquivaba el disparo. Se elevó como un bólido entre tres lomas, disparando contra el escrodita agazapado. Le rodeó un zigzagueo de luces y luego estuvo nuevamente a cubierto. Eran rápidos, como si tuvieran un equipo automático para apuntarle. Tal vez lo tenían: sus escrodos.

Entonces sintió el dolor. Pham se arqueó con un jadeo. Si esto se parecía a las heridas que recordaba, le habían quemado hasta el hueso. Flotaron lágrimas ante sus ojos. Sintió náuseas, se desmayó, recobró el conocimiento un par de segundos después. Los demás aún se acercaban, pero aquel contra el que había disparado era sólo un cráter reluciente entre fragmentos de escrodo. La automatización de su traje se plegó sobre el flanco, inyectándole anestesia local y calmando el dolor. Pham giró en torno de la loma, tratando de mantenerse fuera de la vista de sus enemigos. Habían detectado sus minicámaras: cada pocos segundos estallaban fulgores o explosiones. Disparaban a discreción, pero las cámaras estaban apagándose… y él estaba perdiendo su mayor ventaja.

¿Dónde está Vaina Azul? Pham examinó las proyecciones de las cámaras restantes, la suya. El bastardo se había elevado de nuevo, por encima del combate, sin que nadie le disparase. Delatando todos mis movimientos. Pham rodó, apuntó el arma contra la diminuta figura. Titubeó. Te estás ablandando, Nuwen. Vaina Azul descendió de golpe, haciendo ondear su pañol de carga. Evidentemente utilizaba sus impulsores a plena potencia. En medio del estruendo del metal burbujeante y los disparos, su caída era silenciosa. Enfilaba hacia el más próximo de los atacantes.

A treinta metros, el escrodita lanzó un objeto grande y anguloso. Vaina Azul frenó, giró hacia un costado y desapareció tras las lomas. Al mismo tiempo, mucho más cerca, se oyó un crujido.

Pham envió su penúltima cámara a echar un vistazo. Entrevió un escrodo y frondas esparcidas en torno de un tallo triturado: hubo un relampagueo, y la cámara desapareció.

Sólo quedaban dos atacantes. Uno era Tallo Verde. Durante diez segundos no hubo más disparos. Pero tampoco reinaba el silencio. El metal reluciente y desgarrado del brazo de su armadura chisporroteaba al enfriarse. En lo alto susurraba el aire que se escapaba del casco. Brisas espasmódicas barrían el suelo, así que era imposible mantener una posición sin maniobrar continuamente. Se detuvo, dejando que la corriente le arrastrara en silencio fuera del valle. Allá. Un siseo fantasmal. Otro. Los dos se acercaban desde distintas direcciones. Tal vez ignorasen su posición exacta, pero obviamente podían coordinar las propias.

El dolor le llegaba en ráfagas, como la conciencia. Espasmos de agonía y oscuridad. No se atrevía a usar más anestesia. Vio unas frondas que asomaban en una loma cercana. Se detuvo, observó. Era muy probable que en las puntas de esas frondas hubiera visión suficiente para detectar movimiento. Pasaron dos segundos. La última cámara de Pham mostró al otro atacante, que se acercaba en silencio por el otro lado. En cualquier momento los dos se elevarían. Pham habría dado cualquier cosa por tener una cámara provista de armas. En todas sus estúpidas improvisaciones, jamás había pensado en ello. Ya no había remedio. Aguardó por un instante de lucidez, lo suficiente para elevarse sobre el enemigo y disparar.

Un parloteo de frondas, un claro anuncio. La cámara de Pham detectó a Vaina Azul rodando a cien metros, detrás de las paredes de listones. El escrodita saltaba de protección en protección, pero cada vez más cerca de Tallo Verde. ¿Y ese parloteo? ¿Una súplica? Aun después de pasar cinco meses con los escroditas, Pham apenas comprendía ese chachareo. Tallo Verde —la Tallo Verde que siempre había sido tímida, compulsivamente honesta— no respondía. Giró su arma, barriendo listones con sus disparos. El tercer escrodita ascendió a una posición adecuada para disparar contra los listones. Era un ángulo perfecto para freír a Vaina Azul.

La maniobra era un fácil giro que le habría dejado cabeza abajo sobre Tallo Verde. Pero ahora nada era fácil para él y el giro fue excesivamente rápido. El paisaje se empequeñecía debajo. Pero allí estaba Tallo Verde, volviendo su arma hacia él.

Y allá estaba Vaina Azul, avanzando entre columnas blancas que refulgían al calor de los disparos de Tallo Verde.

—Te lo suplico, no la mates, no la mates… —rugió al oído de Pham.

Tallo Verde titubeó, volvió las armas hacia Vaina Azul. Pham disparó, barriendo el suelo con el haz a medida que giraba en el aire. Perdió el conocimiento un instante. ¡Apunta bien! Abrió un surco en el suelo, una flecha reluciente que terminaba en algo oscuro y blando. La diminuta figura de Vaina Azul aún rodaba entre las ruinas, tratando de alcanzar a Tallo Verde. Pham se había alejado demasiado y no pudo recordar cómo cambiar la vista. El cielo giraba lentamente ante sus ojos.

Una luna azulada con una sombra aguda en el medio… Una nave que se acercaba, con espinas plumosas, como un insecto gigante. ¿Qué cuernos…? ¿Dónde estoy? Perdió la conciencia.

29

Sueños. Una vez más había perdido una capitanía. Le habían degradado y debía cuidar plantas en el invernáculo de la nave. La función de Pham era regarlas y hacerlas florecer. Pero luego notaba que las macetas tenían ruedas y se movían a su espalda, acechando, parloteando suavemente. Lo que había sido bello ahora era siniestro. Pham estaba dispuesto a regar y podar a las criaturas porque siempre las había admirado…

Ahora era el único que sabía que eran los enemigos de la vida.

No era la primera vez de su vida que Pham Nuwen despertaba dentro de una automatización médica. Estaba habituado a esos tanques que parecían ataúdes, con sus paredes lisas y verdes, los cables y los tubos. Esto era diferente, y tardó un rato en comprender dónde estaba. Árboles frondosos se arqueaban sobre él, meciéndose en la cálida brisa. Parecía estar tendido en el mullido musgo de un pequeño claro, junto a un arroyo. El resplandor del verano flotaba encima del agua. Todo era muy bonito, excepto que las hojas eran velludas y el verde era muy extraño. No era su idea de algo acogedor. Extendió su mano hacia la rama más próxima y tocó algo duro a cincuenta centímetros de su cara. Una pared curva. A pesar de las imágenes, el cirujano tenía el mismo tamaño que aquellos que recordaba.

Oyó un chasquido. El paisaje bucólico se esfumó, llevándose su brisa cálida. Alguien, Ravna, flotaba encima del cilindro.

—Hola, Pham.

Le estrujó la mano y le besó trémulamente. Se veía demacrada, como si hubiera llorado mucho.

—Hola —respondió. Tuvo recuerdos fragmentados. Trató de levantarse y descubrió otra similitud entre este cirujano y el del Qeng Ho: estaba enchufado.

Ravna rió suavemente.

—Cirujano, desconéctate.

Al cabo de un instante, Pham echó a volar libremente.

—Todavía me sujeta el brazo.

—No. Ése es el cabestrillo. Tu brazo izquierdo tardará un tiempo en regenerarse. Casi te lo volaron, Pham.

Pham miró al capullo blanco que le adhería el brazo al costado. Ahora recordaba el combate, comprendiendo que partes del sueño eran estremecedoramente reales.

—¿Cuánto hace que perdí el conocimiento? —preguntó con angustia.

—Treinta horas. Estamos a más de sesenta años-luz de Reposo Armónico. Todo anda bien, salvo que parece que todas las criaturas de la creación nos están persiguiendo.

El sueño. Cogió el brazo de Ravna con la mano libre.

—¿Dónde están los escroditas? —Que no estén a bordo, por favor.

—Lo que ha quedado de Tallo Verde se encuentra en el otro cirujano. Vaina Azul está…

¿Por qué me dejó vivir? Pham echó un vistazo a la cabina. Estaban en una cabina de servicios. Las armas quedaban por lo menos a veinte metros. Algo más importante: los privilegios de mando de la FDB, si ya no era demasiado tarde. Salió del cirujano y se alejó flotando. Ravna le siguió.

—Calma, Pham. Acabas de salir del cirujano.

—¿Qué han dicho sobre el tiroteo?

—La pobre Tallo Verde no está en condiciones de decir nada, Pham. Vaina Azul dice lo mismo que tú: Tallo Verde fue secuestrada por escroditas traidores, que la obligaron a atraeros hacia una trampa.

Pham no estaba muy convencido. Quizás existiera una posibilidad de que Vaina Azul no estuviera corrompido. Continuó avanzando por el corredor central de la nave, valiéndose de una sola mano. Poco después llegó al puente, con Ravna a la zaga.

—Pham, ¿qué sucede? Tenemos que tomar muchas decisiones, pero…

Cuánta razón tienes. Pham se zambulló en el puente de mando y se dirigió a la consola de control.

—Nave, ¿reconoces mi voz?

—Pham —insistió Ravna—, ¿de qué…?

—Sí, señor.

—¿… se trata?

—Privilegios de mando —dijo Pham. Las aptitudes otorgadas mientras los escroditas estaban en tierra, ¿tendrían aún vigencia?

—Otorgados.

Los escroditas habían tenido treinta horas para planear su defensa. Esto era demasiado fácil.

—Suspende los privilegios de mando para los escroditas. Aíslales.

—Sí, señor —respondió la nave. ¡Embustera! Pero ¿qué más podía hacer? Sentía cada vez más pánico, cada vez más frío. Era un Qeng Ho… y también era una esquirla divina.

Ambos escroditas estaban en la misma cabina, Tallo Verde en el otro cirujano. Pham abrió una ventana que le mostró la cabina. Vaina Azul estaba al lado del cirujano. Parecía marchito, como cuando se habían enterado de la destrucción de Sjandra Kei. Arqueó las frondas al detectar la señal de vídeo.

—Caballero Pham, la nave me dice que has suspendido nuestros privilegios.

—¿Qué sucede, Pham? —Ravna había trabado un pie en el suelo y le miraba con severidad.

Pham ignoró ambas preguntas.

—¿Cómo está Tallo Verde? —preguntó.

Vaina Azul aflojó las frondas.

—Ella vive… Te lo agradezco, caballero Pham. Se requería una gran destreza para hacer lo que hiciste. Considerando las circunstancias, no podría haber pedido más.

¿Qué hice? Recordó que había disparado contra Tallo Verde. ¿Había desviado el disparo? Miró dentro del cirujano. Esta configuración era muy diferente de la humana: el aparato estaba lleno de con una aireación turbulenta a lo largo de las frondas de la paciente. Dormida (?) parecía más frágil y sus frondas ondeaban en el agua. Algunas estaban tronchadas, pero el cuerpo parecía entero. Pham echó una ojeada a la base de su tallo, donde los escroditas se unían a su escrodo. El muñón terminaba en una maraña de tubos quirúrgicos, y Pham recordó el último instante del combate, cuando había despedazado el escrodo de Tallo Verde. ¿Cómo era un escrodita sin escrodo?

Apartó los ojos de esa ruina.

—He anulado vuestros privilegios de mando porque no me fío de vosotros. —Mi ex amigo, instrumento de mi enemigo. Vaina Azul no respondió.

—Pham —dijo Ravna al cabo de un momento—, sin Vaina Azul jamás habría podido rescatarte del habitat. Hasta entonces… estábamos varados en medio del sistema RIP. El satélite pastor pedía nuestra sangre a gritos. Habían deducido que éramos humanos. Los aprahanti intentaron invadir el puerto para atacarnos. Sin Vaina Azul no habríamos convencido a la seguridad local para permitirnos activar el ultraimpulso… tal vez nos hubieran hecho trizas en cuanto abandonáramos los anillos. Todos estaríamos muertos, Pham.

—¿Es que no sabes lo que sucedió allí abajo? Ravna se calmó un poco.

—Sí, pero debes entender cómo funciona un escrodo. Es un ingenio mecánico. Es bastante fácil desconectar la parte cíber de los enlaces mecánicos. Aquellos tipos controlaban las ruedas y apuntaban el arma.

Pham miró la ventana donde Vaina Azul aguardaba con las ondas inmóviles, sin apresurarse a manifestar su acuerdo. ¿Con aire triunfal?

—Eso no explica que Tallo Verde nos arrastrara a esa trampa.

Pham alzó una mano—. Sí, ya sé, la obligaron a hacerlo. El único problema, Ravna, es que actuó sin el menor titubeo. Con entusiasmo. No actuó obligada por nadie. ¿No me dijiste eso, Vaina Azul?

Una larga pausa.

—Sí, caballero Pham —fue al fin la respuesta.

Ravna se dio la vuelta para poder verles a ambos.

—Pero, pero… incluso así es absurdo. Tallo Verde nos ha acompañado desde el principio. Pudo haber destruido la nave mil veces o haberse comunicado con el exterior. ¿Por qué arriesgarse a esta estúpida emboscada?

—Sí. ¿Por qué no nos traicionaron antes…? —Antes de que Ravna planteara la pregunta, Pham no lo sabía. Conocía los hechos, pero no tenía una teoría coherente para integrarlos. Ahora todo se relacionaba: la emboscada, sus sueños en el cirujano, incluso las paradojas—. Tal vez ella no fuera una traidora antes. Escapamos de Relé sin que nos persiguieran, sin que nadie tuviera noticias de nosotros ni de nuestro destino. Nadie esperaba que aparecieran humanos en Reposo Armónico. —Hizo una pausa, ordenándose los pensamientos. La emboscada—. La emboscada… no fue estúpida… pero fue totalmente improvisada. El enemigo no tenía apoyo. Sus armas eran sencillas… Apuesto a que si examinas los restos del escrodo de Tallo Verde hallarás que su pistola de rayos era una especie de herramienta cortante. Y el único sensor de esa mina era un detector de movimientos. Tenía ciertos usos civiles. Alguien juntó esos armamentos precipitadamente, sin esperar una pelea. No, nuestro enemigo se sorprendió mucho de nuestra aparición.

—¿Crees que los aprahanti…?

—No, los aprahanti no. Por lo que dijiste, ellos no rompieron amarras hasta después del enfrentamiento, cuando la luna de los escroditas comenzó a informar sobre nuestra presencia. Quien está detrás de esto es independiente de las mariposas y debe estar desperdigado en pequeño número en muchos sistemas estelares… un vasto conjunto de conexiones, atento a las cosas de interés. Nos detectó y, a pesar de que su avanzada era muy débil, intentó capturar nuestra nave. Sólo nos denunció cuando estábamos a punto de escapar. No quería que escapáramos. —Señaló la ventana de ultrarrastreo—. Si leo correctamente, tenemos más de quinientas naves a la zaga.

Ravna miró la pantalla y respondió con voz distraída:

—Sí. Eso forma parte de la flota aprahanti y…

—Habrá muchos más, pero no todos serán mariposas.

—No te entiendo. ¿Por qué los escroditas querrían hacernos daño? Una conspiración no tiene sentido. Nunca han tenido un estado y mucho menos un imperio interestelar.

Pham asintió.

—Sólo apacibles colonias como ese satélite pastor, en civilizaciones poliespecíficas de todo el Allá. No, Ravna, los escroditas no son el verdadero enemigo… sino aquello que los dirige. La Perversión de Straumli.

El silencio era de incredulidad, pero Pham notó que Vaina Azul tensaba las frondas. Él lo sabía.

—Es la única explicación, Ravna. Tallo Verde era nuestra leal amiga. Sospecho que sólo una pequeña minoría de escroditas está bajo el control de la Perversión. Cuando Tallo Verde tuvo contacto con ellos, también fue convertida.

—¡Imposible! Estamos en el Allá Medio, Pham. Tallo Verde tenía coraje, decisión. No podían cambiarla tan pronto con un lavado de cerebro.

Ravna hablaba con temerosa desesperación. Fuera cual fuese la explicación, la verdad era terrible. Y yo todavía estoy aquí, vivo y hablando. Un dato para la esquirla divina: quizá todavía hubiera una probabilidad.

—Tallo Verde era leal —continuó Pham—, pero fue convertida en segundos. No fue sólo una perversión del escrodo, ni una droga. Era como si el escrodita y el escrodo estuvieran diseñados desde un principio para responder. —Miró a Vaina Azul, tratando de evaluar su reacción ante lo que diría después—: Los escroditas han esperado largo tiempo a su creador. Su especie es muy antigua, más antigua que todos excepto los senescentes. Están por doquier, pero en cantidades pequeñas, y siempre son prácticos y apacibles. Y en algún momento del comienzo, hace miles de millones de años, quedaron atascados en una vía muerta evolutiva. Su creador construyó los primeros escrodos y creó a los primeros escroditas. Sospecho que ahora sabemos quién y por qué.

—Sí, sí. Sé que hubo otras versiones más perfectas, pero ésta se caracteriza por su estabilidad. Los escrodos más grandes son «tradicionales», según dice Vaina Azul, pero uno aplicaría esa palabra a culturas, a escalas temporales mucho más breves. Los escrodos más grandes de hoy son idénticos a los de hace mil millones de años. Y artefactos que se pueden fabricar en cualquier parte del Allá…

Pero el diseño se originó, evidentemente, en el Allá Alto o el Trascenso. —Ésa había sido una de las primeras frustraciones de Pham en el Allá. Había mirado diagramas de diseño (disecciones, en realidad) del escrodo. Por fuera era un aparato mecánico con partes móviles, y la teoría sostenía que era posible fabricarlo en las instalaciones más sencillas, semejantes a las que existían en algunos lugares de la Zona Lenta. Sin embargo, la parte electrónica era una masa caótica de componentes, sin ningún rastro de diseño jerárquico ni modularidad. Funcionaba, y con mayor eficiencia que algo fabricado por mentes humanoides, pero era imposible reparar el componente cíber—. Nadie del Allá comprende todo el potencial de los escrodos y mucho menos las adaptaciones que se han impuesto a los escroditas. ¿No es así, Vaina Azul?

El escrodita se palmeó el tallo central con las frondas. Un parloteo furibundo. Pham jamás había visto esa reacción. ¿Rabia? ¿Terror? Un carraspeo distorsionaba la voz del vóder de Vaina Azul.

—¿preguntas? ¿preguntas? Es monstruoso pedirme que te ayude en esto… —la voz se perdió en frecuencias altas y el trémulo Vaina Azul se sumió en el mutismo.

Pham del Qeng Ho sintió una punzada de vergüenza. El otro sabía y comprendía, y merecía algo mejor. Los escroditas debían ser destruidos, pero no tenían por qué soportar su enjuiciamiento. Pham iba a cortar la comunicación, pero vaciló. No. Es tu última oportunidad de observar la obra de la Perversión.

Ravna miraba sucesivamente a ambos, y Pham notó que comprendía. Estaba tan demudada como al recibir la noticia de la destrucción de Sjandra Kei.

—Estás diciendo que la Perversión fabricó los escrodos originales. —Y modificó a los escroditas. Fue hace mucho tiempo, y no se trata de la misma variedad de Perversión que crearon los straumianos, pero… La «plaga», ése era el otro nombre vulgar de la Perversión, y más próximo a la visión de Antiguo. A pesar de su carácter trascendente, la Perversión se comportaba como una enfermedad. Tal vez eso le había ayudado a engañar a Antiguo. Pero ahora Pham comprendía: La Plaga vivía en fragmentos, a través de increíbles abismos de tiempo. Se ocultaba en archivos, aguardando condiciones ideales. Y había creado ayudantes para su florecimiento. Miró a Ravna y comprendió algo más.

—Tú has tenido treinta horas para pensar en ello, Ravna. Viste las grabaciones de mi traje. Sin duda has adivinado algo de todo esto.

Ella desvió los ojos.

—Un poco —dijo al fin. Al menos ya no lo negaba.

—Y sabes lo que debemos hacer —murmuró Pham. Ahora que él comprendía lo que había que hacer, la esquirla divina le dejó en libertad. Su voluntad se cumpliría.

—¿De qué hablas? —preguntó Ravna, como si lo ignorase.

—Dos cosas. Comunica esto a la Red.

—¿Quién lo creería? La Red de un Millón de Mentiras.

—Algunos creerán. Una vez que miren, la mayoría podrá ver la verdad… y actuar en consecuencia. Ravna sacudió la cabeza.

—No —murmuró.

—Es preciso informar a la Red, Ravna. Hemos descubierto algo que podría salvar un millar de mundos. Es el arma secreta de la Plaga. —Al menos en el Allá Medio y Bajo. Ravna sacudió la cabeza una vez más.

—Pero revelar esta verdad matará a miles de millones.

—¡En defensa propia! Pham brincó hacia el techo, empujándose hacia el puente.

Ravna lloraba.

—Estos mismos argumentos se usaron para matar a mi familia, mis mundos… No seré cómplice de ello.

—¡Pero esta vez los argumentos son ciertos!

—Ya estoy harta de persecuciones, Pham. Una firmeza amable, casi increíble.

—¿Tomarías esta decisión por tu cuenta, Ravna? Sabemos algo que otros dirigentes más sabios que nosotros, deberían tener en cuenta para tomar sus decisiones. ¿Les negarías esa opción?

Ella titubeó y, por un instante, Pham pensó que la mujer civilizada que había en ella se dejaría convencer. Pero Ravna irguió la barbilla.

—Sí, Pham. Les negaría la opción.

Pham rezongó y regresó a la consola de mando. No tenía caso hablarle sobre la otra decisión.

—Además, Pham, no mataremos a Vaina Azul y Tallo Verde. —No hay opción, Ravna. —Pham tocó los controles—. Tallo Verde estaba pervertida. Ignoramos cuánto de eso sobrevivió a la destrucción del escrodo, o cuánto pasará para que Vaina Azul se pervierta. No podemos llevarles con nosotros, ni dejarles en libertad. Ravna flotó hacia el costado, mirándole las manos.

—Cuidado con lo que haces, Pham —murmuró—. Como dices, he tenido treinta horas para pensar en mi decisión, treinta horas para pensar en la tuya.

—¿Y bien? —Pham apartó las manos de los controles. Sintió un arranque de furia (¿esquirla divina?). Ravna, Ravna, Ravna, una voz diciendo adiós dentro de su cabeza. Luego todo se volvió muy frío. Había temido que los escroditas hubieran pervertido la nave. En cambio, esa tonta había actuado en nombre de ellos, voluntariamente. Se volvió hacia Ravna. Casi por reflejo, extendió el brazo y la mano en posición de combate.

—¿Cómo pretendes disuadirme de hacer lo que se debe hacer?

Pero ya lo había adivinado. Ella no retrocedió ante su mano amenazadora. Había valor y dolor en su rostro.

—¿Qué crees, Pham? Mientras estabas en el cirujano, reacomodé las cosas. Lastímame y te lastimarás a ti mismo. Mata a los escroditas y morirás.

Se miraron un largo rato, midiéndose. Tal vez no hubiera armas sepultadas en las paredes. Tal vez la matara antes que ella pudiera defenderse. Pero era posible programar la nave de mil maneras para que le matara. Y sólo quedarían los escroditas, volando hacia el Fondo, hacia su premio.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó al fin.

—Como antes, iremos a rescatar a Jefri. Recobraremos el Antídoto. Estoy dispuesta a imponer ciertas restricciones sobre los escroditas.

Una tregua con los monstruos, por intermedio de una imbécil.

Pham dio un empellón para alejarse por el corredor. Oyó un sollozo a sus espaldas.

En los próximos días apenas se hablaron. Pham tenía acceso mínimo a los controles de la nave. Halló programas de suicidio desperdigados en todos los niveles de las aplicaciones. Pero había algo extraño, y lo habría lamentado si hubiera tenido fuerzas: los cambios databan de horas después de su enfrentamiento con Ravna. Ella no tenía nada cuando le había enfrentado. Gracias a los Poderes, yo lo ignoraba. Olvidó ese pensamiento en cuanto lo concibió.

Bien, la farsa continuaría hasta el final, un juego continuo de mentiras y subterfugios. Adustamente, se dispuso a ganar la partida. Le perseguían flotas, le rodeaban traidores. Pero —por el Qeng Ho, por la esquirla divina— la Perversión perdería. Los escroditas perderían. Y, a pesar de su bondad y su coraje, Ravna Bergsndot perdería.

30

Tyrathect estaba perdiendo la batalla consigo misma. Claro que estaba lejos de haber terminado, pero bien podía decirse que la situación se había trastocado. Al principio había pequeños triunfos, como cuando dejaba que Amdijefri jugara a solas con el comset sin que ni siquiera los niños intuyeran que ella era la responsable. Pero habían transcurrido muchos decadías, y ahora… A veces se dominaba por completo, pero en ocasiones, que a menudo parecían las más dichosas, ese control era sólo aparente.

Aún ignoraba qué clase de día le esperaba hoy. Tyrathect se paseaba a lo largo de las cercas provisionales que coronaban las murallas del nuevo castillo. El lugar sin duda era nuevo, aunque aún distaba de ser un castillo. Acero lo había construido con temerosa precipitación. Las murallas del sur y el oeste eran muy gruesas y estaban atravesadas por túneles; pero ciertos sitios del lado norte eran meras empalizadas apuntaladas con escombros. Nada más podría hacerse en el tiempo que le restaba a Acero. Tyrathect se detuvo un instante, oliendo la madera recién aserrada. La vista desde la Colina de la Astronave era más bella que nunca. Los días se iban alargando. Ahora sólo reinaba el crepúsculo entre el amanecer y el ocaso. La nieve se había replegado a sus escondrijos estivales, dejando que el brezo reverdeciera con el calor. Desde allí podía ver a gran distancia, hasta donde la azulada bruma marina flotaba sobre las lejanas islas.

Según los preceptos tradicionales, sería suicida atacar el nuevo castillo, a pesar de su precario estado, con menos de una horda.

Tyrathect sonrió amargamente. Desde luego, Tallamadera lo ignoraría. El viejo Tallamadera creía tener un arma secreta que destrozaría esas murallas desde lejos. Los espías de Acero informaban que los tallamaderas se habían tragado el anzuelo, que su pequeño ejército y su tosco cañón habían iniciado la travesía terrestre costa arriba.

Bajó al patio por las escaleras de la muralla. Oyó truenos. Hacia el norte, los artilleros de Acero iniciaban sus prácticas matinales. Cuando el tiempo era propicio, se oía con claridad. No se realizaban pruebas cerca de los labrantíos, y sólo los Servidores más altos y algunos obreros conocían la existencia de esas armas. Pero Acero ya contaba con treinta piezas, y la cantidad de pólvora necesaria. No contaban con artilleros suficientes. El estruendo de los disparos era infernal y el fuego sostenido era ensordecedor. Ah, pero las armas eran maravillosas: tenían un alcance de cien kilómetros, tres veces más que las de Tallamadera. Podían lanzar bombas de pólvora que estallaban al hacer impacto. Allende las colinas del norte había parajes donde mermaba la arboleda y la tierra desgajada mostraba la roca desnuda, producto de sucesivas andanadas.

Y pronto, tal vez hoy, los reductoristas también tendrían radio.

¡Maldita seas, Tallamadera! Tyrathect no conocía personalmente a Tallamadera, pero Reductor había conocido bien a esa manada; Reductor era en gran medida un vástago de Tallamadera. La «dulce Tallamadera» le había parido y le había llevado al poder. Tallamadera le había inculcado el hábito de pensar y experimentar libremente. Tallamadera tendría que haber conocido el orgullo que alentaba en Reductor, tendría que haber sabido que llegaría a los extremos a que jamás se había atrevido su progenitor. Y cuando la naturaleza monstruosa de su progenie fue evidente, cuando descubrió los primeros «experimentos», Tallamadera tendría que haberle matado, o al menos fragmentado. En cambio, había permitido que Reductor se exiliara… que creara criaturas como Acero y que éstas crearan sus propios monstruos para construir su jerarquía de locura.

Y ahora, con un siglo de demora, Tallamadera acudía a enmendar su error. Acudía con sus armas de juguete, tan confiada e idealista como de costumbre. Caería en una trampa de acero y fuego a la cual no sobreviviría ninguno de los suyos. Si tan sólo hubiera un modo de prevenirla… Tyrathect sólo permanecía allí porque se había jurado abatir el Movimiento del Reductor. Si Tallamadera supiera qué le esperaba allí, si supiera que tenía traidores en su propio campamento, habría una oportunidad. El otoño pasado, Tyrathect casi había logrado enviar un mensaje anónimo al sur. Había mercaderes que visitaban ambos reinos. Sus recuerdos de Reductor le indicaban quiénes eran independientes. Casi le había entregado a uno una nota, un trozo de papel-seda, donde hablaba del aterrizaje de la nave estelar y la supervivencia de Jefri. Le había faltado poco para morir. Acero le había mostrado un informe del Sur, sobre el otro humano y los progresos de Tallamadera con el dataset. En el informe constaban detalles que sólo podía saber alguien de la corte de Tallamadera. ¿Quién? No preguntó, pero sospechó que era Vendaz. El Reductor que residía en Tyrathect recordaba bien a esa manada hermana. Habían tenido… relaciones. Vendaz no tenía el genio puro de su progenitor común, pero había en él un gran oportunista.

Acero le había mostrado el informe sólo para pavonearse, para demostrarle que había logrado algo que Reductor jamás había intentado. Y era todo un logro. Tyrathect felicitó a Acero con toda sinceridad… y decidió abandonar sus planes de enviar una advertencia. Con un espía en la corte de Tallamadera, un mensaje sería un suicidio inútil.

Ahora Tyrathect se paseaba por el patio exterior del castillo. Las obras seguían en marcha, pero los equipos eran más pequeños. Acero estaba construyendo albergues de madera en todo el patio. Muchos eran cáscaras vacías. Acero esperaba persuadir a Ravna para aterrizar en un sitio especial cerca de la fortaleza interior.

La fortaleza interior. Era el único lugar del castillo que respetaba las pautas de construcción de Isla Oculta. Era una bella estructura. Quizá fuera lo que Acero le había dicho a Amdijefri: un altar para honrar la nave de Jefri y protegerla del ataque de Tallamadera. El domo central era una elegante estructura de vigas y bloques de piedra, ancha como la principal sala de reuniones de Isla Oculta. Tyrathect la miró con un par de ojos mientras la rodeaba al trote. Acero se proponía cubrir el domo con un delicado mármol rosado. Sería visible desde gran altura. Los huecos de la estructura constituían el eje del plan de Acero, aunque los visitantes no aterrizaran en su otra trampa.

Shreck y otros dos altos Servidores se hallaban en la escalinata de la sala de reuniones del castillo. Se cuadraron cuando ella se acercó. Los tres retrocedieron deprisa, arrastrando el vientre sobre la piedra… pero no tan deprisa como el otoño anterior. Sabían que los demás Fragmentos de Reductor habían sido destruidos. Tyrathect casi sonrió al pasar frente a ellos. A pesar de su debilidad y sus problemas, sabía que podía superarles.

Acero ya estaba dentro. Las reuniones más importantes eran siempre así, sólo Acero y ella. Tyrathect comprendía la relación. Al principio Acero estaba aterrado al pensar que ella era la única persona que él nunca podría matar. Durante diez días, había vacilado entre la paciencia y el deseo de desmembrarla. Era interesante ver los vínculos que Reductor había creado años antes de cobrar fuerza. Luego habían llegado noticias de la muerte de los demás fragmentos. Tyrathect dejó de ser Reductor-en-Ciernes y había temido la muerte. En cierto modo esto le había brindado mayor seguridad. Ahora Acero sentía menos temor y podía pedirle consejo sin sentirse tan amenazado. Éste era su demonio embotellado: la sabiduría de Reductor sin la amenaza de Reductor.

Aquella tarde Acero parecía relajado y saludó a Tyrathect con displicencia. Ella le devolvió el saludo. En muchos sentidos Acero era su mejor creación, la mejor creación de Reductor. Había consagrado muchos esfuerzos a refinar a Acero. Había sacrificado a muchos miembros para lograr esa combinación. Ella —Reductor— había necesitado ser brillante e implacable. Pero, como Tyrathect, veía la verdad. A pesar de todas las reducciones, Reductor había creado una criatura triste y lamentable. Era extraño, pero a veces Acero parecía la víctima más lamentable del Maestro.

—¿Preparado para la gran prueba? —preguntó Tyrathect. Al fin las radios parecían terminadas.

—Dentro de un momento. Quería hablarte sobre nuestros planes. Mis fuentes me han comunicado que el ejército de Tallamadera está en marcha. Si avanzan a buen paso, estarán aquí dentro de cinco decadías.

—Eso significa tres decadías antes de la llegada de Ravna.

—En efecto. Habremos eliminado a tu viejo enemigo mucho antes de jugar por la gran apuesta. Pero hay algo extraño en los mensajes recientes de los Dos-Patas. ¿Crees que sospechan algo? ¿Es posible que Amdijefri les esté diciendo más de lo que creemos?

Era una incertidumbre que Acero habría ocultado cuando ella era Reductor-en-Ciernes. Tyrathect se sentó antes de responder.

—Conocerías la respuesta si te hubieras dignado aprender mejor el idioma de los Dos-Patas, querido Acero, o me lo hubieras permitido a mí. —Durante el invierno, Tyrathect se había desvivido por hablar a solas con los niños, para enviar una advertencia a la nave. Ahora no sabía qué pensar. Amdijefri era tan transparente, tan cándido. Si llegaba a sospechar de la traición de Acero, no podría ocultarla. ¿Y qué harían los visitantes si conocían la villanía de Acero? Tyrathect había visto una nave estelar en vuelo. Su mero aterrizaje podía constituir un arma devastadora. Además… Si el plan de Acero tiene éxito, no necesitaré el apoyo de los alienígenas. En voz alta, Tyrathect continuó—: Mientras puedas continuar con tu magnífica actuación, no debes temer nada del niño. ¿No ves que te ama?

Por un instante Acero pareció complacido, pero luego recobró su suspicacia.

—No sé. Amdi siempre parece burlarse de mí, como si supiera que es una farsa.

Pobre Acero. Amdiranifani era su mayor éxito, pero jamás lo comprendería. En este aspecto Acero sin duda superaba a su Maestro. Había descubierto y refinado una técnica que una vez había pertenecido a Tallamadera.

El Fragmento miró con avidez a su ex discípulo. Si tan sólo pudiera rehacerle por completo; tenía que haber un modo de combinar el temor y la reducción con el amor y el afecto. El instrumento resultante merecería de veras el nombre de Acero.

Tyrathect se encogió de hombros.

—Créeme, si puedes seguir aparentando bondad, ambos niños te serán fieles. En cuanto al resto de tu pregunta: he notado un cambio en los mensajes de Ravna. Parece mucho más confiada acerca del momento de su llegada, pero parecen haber sufrido algún revés. No creo que sospechen más que antes. Parecen aceptar que Jefri fue responsable de la idea de Amdi sobre las radios. Esa mentira fue muy astuta, dicho sea de paso. Contribuyó a convencerles de su superioridad. En un campo de batalla imparcial, tal vez podamos superarles… y ellos no deben sospecharlo.

—Pero ¿por qué están repentinamente tan tensos?

El Fragmento le restó importancia.

—Paciencia, querido Acero. Paciencia y observación. Tal vez Amdijefri también lo haya notado. Podrías inducirle sutilmente a hacer preguntas. Sospecho que los Dos-Patas están preocupados por sus propios problemas políticos —volvió todas las cabezas hacia Acero—. ¿Podrías hacer que tu «fuente» de Tallamaderas indague esa pregunta?

—Tal vez lo haga. Ese dataset es la gran ventaja de Tallamadera —Acero guardó silencio un instante, mordiéndose nerviosamente los labios. Abruptamente se sacudió, como para deshacerse de las múltiples amenazas que veía por doquier—. ¡Shreck!

Se oyeron pisadas. La puerta se abrió con un crujido y Shreck asomó una cabeza. —¿Señor? —Trae las radios y dile a Amdijefri que venga a hablar con nosotros.

Las radios eran bonitas. Ravna sostenía que el dispositivo básico podía ser inventado por civilizaciones poco más avanzadas que la reductorista. Era difícil de creer. Había tantos pasos en la manufacturación, tantos desvíos desconcertantes. El resultado final: ocho cubos oscuros de un metro de lado. Destellos de oro y plata relucían sobre el extraño material. Eso, al menos, no era un misterio; parte del oro y la plata de Reductor se habían dedicado a esa construcción.

Amdijefri llegó. Corrió por el piso central, tocó las radios, lanzó gritos. A veces costaba creer que no fueran una verdadera manada, que el Dos-Patas no fuera un miembro más. Se mantenían unidos como una manada común. Con frecuencia Amdi respondía preguntas sobre el Dos-Patas antes que Jefri pudiera contestar, usando el pronombre «yo-manada» para identificar a ambos.

Hoy, sin embargo, había una desavenencia.

—¡Por favor, señor! Deja que sea yo quien lo pruebe.

Jefri protestó en samnorsk. Amdi no tradujo, así que Jefri le repitió las palabras a Acero, con más lentitud:

—No. Es [algo algo] peligroso. Amdi es [algo] pequeño. Y además, el tiempo [algo] escaso.

El Fragmento se esforzó por entender. Maldición. Tarde o temprano, su ignorancia del idioma Dos-Patas les costaría caro.

Acero escuchó al humano, suspiró con paciencia.

—Favor, Amdi, Jefri. ¿Cuál problema? —tartamudeó en samnorsk.

Amdi vaciló.

—Jefri piensa que las túnicas radiales son demasiado grandes para mí. Pero mira. ¡No me sientan tan mal!

Amdi saltó en torno de uno de los cubos oscuros, arrastrando al piso la manta de terciopelo. Se echó la tela sobre el lomo y los hombros de su miembro más grande.

Ahora la radio tenía forma de túnica. Los sastres de Acero habían añadido broches en los hombros y el vientre. Pero era demasiado grande para el pequeño Amdi. Le rodeaba como una tienda.

—¿Veis? ¿Veis? —La diminuta cabeza asomó, mirando a Acero y Tyrathect, urgiéndolos a creerle.

Jefri dijo algo. La manada Amdi respondió coléricamente. —Jefri se preocupa por todo, pero alguien tiene que probar las radios. Hay un pequeño problema con la velocidad. La radio es mucho más rápida que el sonido. Jefri tiene miedo de que confunda a la manada que la use. Es una tontería. No puede ser más rápido que pensar con las cabezas unidas.

Dijo la última frase con tono interrogativo. Tyrathect sonrió. La manada de cachorros no sabía mentir. Amdi conocía la respuesta a su pregunta y sabía que no respaldaba su argumentación. Acero escuchaba ladeando las cabezas, la viva imagen de la tolerancia.

—Lo lamento, Amdi. Es demasiado peligroso que tú seas el primero.

—¡Pero yo soy valiente! Y quiero ayudar.

—Lo lamento. En cuanto sepamos que es seguro… Amdi soltó un chillido de protesta, más agudo que el lenguaje intermanada normal, casi en el espectro del pensamiento. Rodeó a Jefri, golpeando las patas del humano con los traseros.

—¡Maldito traidor! —gritó, y continuó insultando en samnorsk. Tardaron diez minutos en aplacarle. Él y Jefri se sentaron en el suelo, gruñendo en samnorsk. Tyrathect observó a ambos y a Acero, que estaba del otro lado de la sala. Si la ironía emitiera sonidos ya estarían todos sordos. Toda su vida, Reductor y Acero habían experimentado con los demás, habitualmente provocando la muerte. Ahora tenían una víctima que imploraba literalmente que la sometieran al peligro y debían rechazarla. El rechazo era inevitable. Aunque Jefri no hubiera presentado objeciones, la manada Amdi era demasiado valiosa para correr riesgos. Más aún, Amdi era un octeto. Era un milagro que una manada tan numerosa siquiera funcionase. Los peligros que presentara la radio serían mucho mayores para él.

Así que hallarían una víctima adecuada. Algún desgraciado. Sin duda abundaban en las mazmorras de Isla Oculta. Tyrathect recordó todas las manadas que Reductor había matado. Odiaba a Reductor, su calculadora crueldad. Soy mucho peor que Acero, porque yo creé a Acero. Recordó sus pensamientos de la última hora. Éste era uno de esos días malos, uno de esos días en que Reductor afloraba desde los recovecos de su mente, cuando el poder de su razón se transformaba en racionalización y ella se transformaba en él. Aun así, quizá conservara el control por unos segundos más. ¿Qué haría con él? Un alma fuerte podría negarse a sí misma, transformarse en otra persona… al menos podría terminar siendo ella misma.

—Yo probaré la radio —dijo irreflexivamente. Débil, tonta timorata.

—¿Qué? —dijo Acero.

Pero las palabras habían sido claras y Acero había oído bien. El Fragmento de Reductor sonrió secamente.

—Quiero ver qué puede hacer la radio. Déjame probarla, querido Acero.

Llevaron las radios al patio, del lado donde se hallaba la nave estelar, oculta a la vista general. Aquí sólo serían Amdijefri, Acero y quien yo sea en el momento. El Fragmento de Reductor se rió del creciente temor. Disciplina, pensó. Tal vez eso fuera lo mejor. Se plantó en el medio del patio y dejó que el humano le ayudara con el equipo de radio. Era extraño ver a otro ser inteligente tan cerca, irguiéndose sobre ella.

Las zarpas increíblemente articuladas de Jefri le pusieron las túnicas sobre los lomos. El material interno era blando, abrigaba; y, al contrario de las prendas normales, las radios cubrían los tímpanos de quien las usaba. El niño trató de explicarle lo que estaba haciendo.

—¿Ves? Esta cosa —tiró de una punta de la túnica— va sobre tu cabeza. El interior tiene [algo] que produce sonido dentro de la radio.

El Fragmento se apartó cuando el niño trató de echarle la prenda hacia delante.

—No, así no puedo pensar.

Sólo así, con todos los miembros mirando hacia dentro, el Fragmento podía conservar la plena conciencia. Sus partes más débiles ya afrontaban el pánico del aislamiento. La conciencia que era Tyrathect hoy aprendería algo.

—Oh, lo lamento —dijo Jefri. Se volvió hacia Amdi y comentó que quizá debieran usar el viejo diseño.

A diez metros, Amdi juntó las cabezas. Había estado huraño, enfadado por la negativa, nervioso por estar alejado del Dos-Patas. Pero al continuar los preparativos, se calmó. Los ojos de los cachorros revelaron una alegre fascinación. El Fragmento sintió afecto por aquellos inquietos cachorros.

Amdi se acercó, aprovechando el hecho de que las túnicas sofocaban los sonidos mentales del Fragmento.

—Jefri dice que no deberíamos haber hecho la radio mental. Pero yo sé que será mucho mejor. Y —añadió con transparente picardía— aún podéis dejarme probar a mí.

—No, Amdi. Así debe ser —dijo Acero con aire comprensivo. Sólo el Fragmento de Reductor pudo ver la mueca burlona de un par de los miembros de Acero.

—Bien, de acuerdo. —Los cachorros se acercaron—. No temas, Tyrathect. Hemos dejado las radios al sol durante un tiempo, así que deben tener suficiente energía. Para que funcionen, debes ceñirte los cinturones, incluso los del pescuezo. —¿Todos al mismo tiempo? Amdi vaciló.

—Quizá sea lo mejor. De lo contrario, las velocidades no concordarán y… —le dijo algo al Dos-Patas. Jefri se aproximó.

—Este cinturón va aquí y éste aquí. —Señaló las correas de huesos trenzados que ceñían la capucha de la cabeza—. Luego tira de ésta con la boca.

—Cuanto más fuerte tires, más fuerte será la radio —añadió Amdi.

—De acuerdo. —El Fragmento acercó sus miembros. Se acomodó las túnicas, ciñéndose los cinturones de los hombros y los vientres. Era sofocante. Las túnicas parecían adherirse a sus tímpanos. Se miró, se aferró desesperadamente a sus vestigios de conciencia. Las túnicas eran hermosas, una oscuridad mágica, aunque con el destello áureo y plateado de un señor reductorista. Hermosos instrumentos de tortura. Ni siquiera Acero había imaginado una venganza tan perversa. ¿O sí?

El Fragmento cogió las correas y tiró.

Veinte años atrás, cuando Tyrathect era nueva, amaba pasear con su progenitor de fisión en las dunas cubiertas de hierba a orillas del lago Kitcherri. Eso fue antes de la separación, antes que la soledad llevara a Tyrathect a la capital de la República en busca de «sentido». No toda la costa del lago Kitcherri era playas y dunas. Más al sur estaba la Rocosidad, donde los arroyos se abrían paso en la piedra. A veces, especialmente después de reñir con su progenitor, Tyrathect caminaba desde la costa entre arroyos bordeados por peñascos lisos y abruptos. Era una especie de castigo; había lugares donde la piedra tenía un resplandor vidrioso y no absorbía el sonido. Todo tenía ecos, hasta el tope del pensamiento. Era como si estuviera rodeada por copias de sí misma y todas las copias pensaran los mismos sonidos pero desfasados.

Los ecos suelen ser problemáticos cuando hay paredes de piedra sin revestimiento, especialmente cuando el tamaño y la geometría son desfavorables. Pero los peñascos eran unos reflectores perfectos, la pesadilla de un picapedrero; y había lugares donde la forma de la Rocosidad se confabulaba con los sonidos. Cuando Tyrathect caminaba por allí, no podía distinguir sus pensamientos de los ecos. Todo estaba distorsionado por la resonancia. Al principio le había producido un gran dolor y había echado a correr. Pero se obligó a regresar una y otra vez, y al fin aprendió a pensar incluso en los lugares más angostos.

El radio de Amdijefri se parecía a los peñascos de Kitcherri. Suficiente para salvarme, quizá. Tyrathect recobró la conciencia hecha un ovillo. A lo sumo habían transcurrido segundos desde que la radio había empezado a funcionar. Amdi y Acero la miraban. El humano acunaba uno de los cuerpos de Tyrathect, hablándole. Tyrathect lamió la pata del niño, se incorporó. Sólo oía sus propios pensamientos, pero tenían ese reborde afilado de los ecos en la piedra.

Se apoyó de nuevo sobre los vientres. Algunos de sus miembros vomitaban en el suelo. El mundo vibraba con discordancia. El pensamiento está allí. ¡Cógelo, cógelo! Todo era cuestión de coordinación, de sincronización. Recordó que Amdijefri había comentado que la radio era muy rápida. En cierto sentido, esto era la inversión del problema de los peñascos.

Sacudió las cabezas, dominándose.

—Dadme un momento —dijo con voz calmada. Miró en torno. Despacio. Si se concentraba, si no se apresuraba, podría pensar. De pronto sintió la presión de las túnicas sobre los tímpanos. Debería estar ensordecida, aislada, pero sus pensamientos no eran más turbios que después de un mal sueño.

Se incorporó de nuevo y caminó despacio. —¿Podéis oírme? —preguntó.

—Sí —dijo Acero, quien se alejó con nerviosismo. Desde luego. Las túnicas sofocaban el sonido como un revestimiento grueso, absorbiendo todo lo que estuviera en el espectro del pensamiento. Pero el lenguaje intermanada y el samnorsk eran sonidos de baja modulación, así que no quedaban afectados. Se detuvo, conteniendo el aliento. Oyó trinos de pájaros y sonidos de sierras al otro lado del patio. Pero Acero estaba a sólo diez metros. Su ruido mental debía haber sido una intrusión estentórea, desorientadora. Se esforzó por oír… Sólo captaba sus propios pensamientos y un carraspeo zumbón que parecía venir de todas partes.

—Y pensábamos que esto podría darnos el control en la batalla —comentó desconcertada. Volvió todos sus miembros hacia Amdi. Se le acercaron. Aún no oía ruido mental. Amdi tenía los ojos desorbitados. Los cachorros no se movieron, aunque los ocho parecían inclinarse hacia ella—. Sabías que sería así, ¿verdad?

—Eso esperaba, eso esperaba. —Amdi se le acercó más. Los ocho cachorros miraron a los cinco miembros de Tyrathect a poca distancia. Extendieron los hocicos, rozando los de Tyrathect. Sus ruidos mentales apenas atravesaban la túnica, como si estuvieran muy lejos. Ambos se miraron atónitos. ¡Hocico contra hocico, y ambos podían pensar! Amdi soltó un hurra de alegría y se puso a brincar, frotándose contra las patas de Tyrathect—. ¿Ves, Jefri? —gritó en samnorsk—. ¡Funciona! ¡Funciona!

Tyrathect se tambaleó ante esa embestida, casi perdió sus pensamientos. Lo que acababa de ocurrir… no había sucedido en toda la historia del mundo. Si las manadas pensantes podían trabajar cabeza con cabeza… Las consecuencias serían tales que sentía un mareo de sólo pensarlo.

Acero se acercó un poco y soportó un fuerte abrazo de Jefri Olsndot. Acero procuraba sumarse a la celebración, pero no estaba seguro de lo que había ocurrido. No había vivido las consecuencias como Tyrathect.

—Un maravilloso progreso por tratarse del primer intento —dijo—. Pero aun así debe ser doloroso. —Dos de sus miembros miraron atentamente a Tyrathect—. Debemos quitarte ese equipo y darte un poco de descanso.

—¡No! —exclamaron Tyrathect y Amdi, casi al unísono. Ella le sonrió a Acero—. Aún no lo hemos probado de veras, ¿verdad? Nuestro propósito es obtener comunicaciones a larga distancia. —Al menos, pensábamos que ése era el propósito. De hecho, aunque no tuviera más alcance que los sonidos del habla, ya era un éxito sensacional.

—Oh —Acero sonrió tímidamente y miró con disimulada severidad a Tyrathect. Jefri aún le abrazaba dos pescuezos. Acero era la imagen de la angustia apenas contenida—. Bien, continuad despacio pues. No sabemos qué sucedería si estuvieras fuera de alcance.

Dos miembros de Tyrathect se separaron de Amdi y se alejaron unos metros. El pensamiento era tan nítido, y tan potencialmente desorientador, como antes, pero ya empezaba a dominarse y no le costaba mantener el equilibrio—. Caminó diez metros más, el máximo alcance para que una manada pudiera coordinarse en las condiciones más favorables—. Es como si aún tuviera las cabezas unidas —dijo maravillada. Comúnmente, a diez metros, los pensamientos eran tenues y la demora tan grande que la coordinación resultaba difícil.

—¿Hasta dónde puede llegar? —le preguntó a Amdi. Él rió con un sonido humano y le acercó una cabeza.

—No estoy seguro. Debería llegar al menos hasta las murallas externas.

—Bien —dijo Tyrathect con voz normal para Acero—, veamos si puedo apartarme un poco más. —Los dos miembros caminaron diez metros más. ¡Estaban a más de veinte metros de distancia!

Acero tenía los ojos desorbitados.

—¿Y ahora?

Tyrathect rió.

—Mi pensamiento es tan nítido como antes.

Sus dos miembros continuaron alejándose.

—¡Aguarda! —rugió Acero, dando un brinco—. Esa distancia… —Luego recordó a los presentes y su furor se transformó en temerosa preocupación por su bienestar—. Esa distancia es demasiado peligrosa para el primer experimento. ¡Regresa!

Los miembros que estaban junto a Amdi sonrieron despreocupadamente.

—Pero Acero, nunca me fui —dijo en samnorsk.

Amdijefri rió a carcajadas.

Estaba a cincuenta metros de distancia. Los dos miembros echaron a trotar, viendo cómo Acero tragaba espuma. Sus pensamientos aún eran tan nítidos y precisos como si tuviera las cabezas unidas. ¿Qué rapidez tiene esta cosa?

Pasó junto a Shreck y los guardias apostados en el linde del campo.

—¿Qué cuentas, Shreck? —dijo uno de sus miembros a los estupefactos guardias. Acero le gritaba a Shreck, ordenándole que la siguiera.

Pasó del trote a la carrera. Se dividió y uno de ellos fue al norte, y el otro al sur. Shreck y los suyos la siguieron, entorpecidos por la sorpresa. El domo de la fortaleza interna estaba entre ambos miembros, una mole de piedra. Los pensamientos radiales se desvanecieron en ese carraspeo zumbón.

—No puedo pensar —le murmuró a Amdi.

—Tira de las correas de la boca. Sube el volumen de tus pensamientos.

Tyrathect tiró y el zumbido se disipó. Recobró el equilibrio y corrió en torno de la nave estelar. Uno de sus miembros estaba ahora en una zona de construcción. Los artesanos la miraron alarmados. Un miembro suelto habitualmente significaba un accidente fatal o una manada que se había desbocado. En cualquiera de ambos casos era preciso sujetar al singular. Pero el miembro de Tyrathect usaba una túnica con destellos de oro. Y Shreck y sus guardias gritaban a todos que se apartaran.

Tyrathect volvió una cabeza hacia Acero y exclamó con alegría:

—¡Es increíble!

Corrió entre los amedrentados obreros, hacia las murallas del sur y del oeste. Estaba por todos lados, apartándose cada vez más. Estos segundos constituirían recuerdos que sobrevivirían a su alma, que serían leyenda en la mente de sus descendientes, dentro de mil años.

Acero se tendió en el suelo. La situación estaba fuera de su control: toda la gente de Shreck estaba del otro lado de la fortaleza interna. Él y Amdijefri sólo podían guiarse por lo que decía Tyrathect y por los gritos de alarma.

Amdi brincaba en torno de ella.

—¿Dónde estás ahora? ¿Dónde?

—Casi en la muralla externa.

—No te alejes más —dijo Acero con severidad.

Tyrathect apenas le oyó. Bebería durante unos segundos más ese glorioso poder. Subió la escalinata a la carrera. Los guardias retrocedieron y algunos miembros saltaron al patio. Shreck aún la seguía, gritando a los demás que se apartaran.

Un miembro llegó al parapeto, luego el otro.

Tyrathect jadeó.

—¿Estás bien? —preguntó Amdi.

—Yo… —Tyrathect miró en torno. Desde sus posiciones en la muralla sur podía verse en el patio del castillo: un pequeño apiñamiento de oro y negro, sus tres miembros y Amdi. Más allá de las murallas del noreste se extendían el bosque y los valles, los senderos que se internaban en las montañas de los Colmillos de Hielo. Al oeste estaba Isla Oculta y las brumosas aguas interiores. Eran cosas que había visto un millar de veces como Reductor. ¡Cómo había amado ese dominio! Pero ahora lo veía todo como en un sueño, tan apartados estaban sus ojos. Su manada era casi tan ancha como el castillo mismo. La visión de paralaje hacía que Isla Oculta pareciera muy cercana. Castillo Nuevo era como una maqueta extendida a su alrededor. Todopoderosa Manada de las Manadas… ésta era la visión de Dios.

Los guerreros de Shreck se acercaban. Había enviado un par de manadas en busca de instrucciones.

—Un par de minutos. Bajaré dentro de un par de minutos —dijo Tyrathect a los guerreros de la empalizada y luego a Acero. Se volvió para contemplar sus dominios.

Sólo había extendido dos miembros en medio kilómetro, pero no había demora perceptible; su coordinación le producía la misma sensación de inmediatez que cuando todos estaban juntos. Y aún quedaba margen en las correas. ¿Y si extendía sus cinco miembros a kilómetros de distancia? Toda la comarca del norte sería su habitación privada.

¿Y Reductor? Ah, Reductor. ¿Dónde se hallaba? Los recuerdos aún estaban allí, pero… Tyrathect recordó la pérdida de conciencia que había sufrido cuando comenzaron a funcionar las radios. Se requería una destreza especial para pensar coordinadamente con tal celeridad. Tal vez el señor Reductor nunca había caminado entre peñascos estrechos cuando era nuevo. Tyrathect sonrió. Tal vez sólo su configuración mental era apta para utilizar las radios. En ese caso… Tyrathect contempló nuevamente el paisaje. Reductor había forjado un gran imperio. Si estos nuevos desarrollos se manejaban con tino, las victorias venideras lo volverían infinitamente más grandioso.

Se volvió hacia los guerreros de Shreck. —Muy bien, ya es hora de regresar.

31

Era pleno verano cuando el ejército de Tallamadera marchó hacia el norte. Los preparativos habían sido frenéticos y Vendaz había agotado a todos con sus exigencias. Habían tenido que fabricar treinta cañones. Escrúpilo había forjado setenta tubos hasta dar con uno que disparase con precisión. Habían tenido que entrenar artilleros y descubrir métodos seguros para disparar. Habían tenido que comprar carretas y cerdos-kher.

Sin duda la noticia de los preparativos ya había llegado al norte. Tallamaderas era una ciudad portuaria y no podía impedir el movimiento comercial. Vendaz les advirtió sobre ello en más de una reunión del consejo. Acero sabía que estaban en camino. Lo importante era lograr que los reductoristas ignorasen el número exacto, el momento y el propósito.

—Tenemos una gran ventaja sobre el enemigo —declaró—. Tenemos agentes en sus consejos superiores. Sabemos lo que ellos saben sobre nosotros.

No podían impedir que los espías se enterasen de lo obvio, pero con los detalles era distinto.

El ejército avanzó por varias rutas terrestres, algunas carretas por aquí, algunas escuadras por allá. La expedición estaba integrada por mil manadas, pero sólo se reunirían cuando llegaran al corazón del bosque. Habría sido más fácil realizar el primer tramo de la travesía por mar, pero los reductoristas tenían vigías apostados en los fiordos. Cualquier desplazamiento marítimo, hasta en pleno territorio de Tallamaderas, se conocería en el norte. Así que trajinaron por las sendas del bosque, atravesando zonas que Vendaz había limpiado de agentes enemigos.

Al principio la marcha fue muy fácil, al menos para quienes viajaban en las carretas. Johanna iba en una de las carretas de retaguardia, con Tallamadera y el dataset. Hasta yo empiezo a tratar esta cosa como un oráculo, pensó Johanna. Lástima que no pudiera predecir el futuro.

El tiempo era hermoso, un atardecer precioso. Era extraño que tanta belleza inquietara a Johanna, pero no podía evitarlo. Esto se parecía mucho a su llegada a ese mundo, cuando todo… se había desquiciado.

Durante las primeras jornadas, mientras aún estaban en territorio amigo, Tallamadera señalaba todos los picos que avistaban y trataba de traducir su nombre al samnorsk. Al cabo de seiscientos años la reina conocía al dedillo su territorio, incluidas las extensiones de nieve que duraban todo el verano. Le mostró a Johanna una libreta que llevaba consigo. Cada página databa de un año distinto y mostraba las nieves perennes tal como habían aparecido el mismo día de otro verano. Al volver las páginas, la libreta parecía un tosco ejemplo de animación. Johanna veía que las nieves se movían, creciendo a través de las décadas, y luego retrocedían.

—La mayoría de las manadas no viven el tiempo suficiente para sentirlo —dijo Tallamadera—, pero para mí esas nieves que duran todo el verano son como criaturas vivientes. ¿Ves cómo se mueven? Son como lobos y nuestro fuego, que es el sol, les mantiene lejos de nuestro terruño. Andan en círculos, crecen. A veces se unen y un nuevo glaciar inicia su marcha hacia el mar. Johanna rió con cierto nerviosismo.

—¿Están ganando?

—En los últimos cuatro siglos, no. Los veranos han sido tórridos y ventosos. ¿A la larga?, lo ignoro. Y ya no me importa demasiado. —Aunó a sus dos cachorros y rió suavemente—. Los pequeños de Errabundo aún no pueden pensar, pero yo ya estoy perdiendo mi amplitud de miras.

Johanna le acarició el pescuezo. —Pero los cachorros también son tuyos.

—Lo sé. La mayoría de mis cachorros han estado con otras manadas, pero éstos son los primeros que he conservado para que sean yo. —Su miembro ciego acarició con el hocico a uno de los cachorros. Este se retorció y emitió un sonido vibrante que estaba en el linde de la audición de Johanna. La muchacha sostenía a otro en su regazo. Los cachorros púa se parecían más a las focas que a los perros. Los pescuezos eran largos en comparación con los cuerpos. Y parecían desarrollarse con mayor lentitud que el perrito que ella y Jefri habían criado. Todavía ahora parecían tener problemas de concentración. Acarició con los dedos la cabeza del cachorro, que hacía cómicos esfuerzos para seguirla con los ojos.

Al cabo de sesenta días, los cachorros aún no caminaban. La reina usaba dos casacas especiales con bolsillos en los flancos. Casi toda la vigilia, los pequeños se quedaban allí, mamando a través del pelaje del vientre. En algunos sentidos, Tallamadera trataba a su prole como lo haría un humano. Se ponía nerviosa cuando no los tenía a la vista. Le agradaba mimarlos y jugar juegos de coordinación. A menudo se los ponía en los lomos y les palmeaba las zarpas en una secuencia de ocho, luego mordisqueaba a uno de los dos en el vientre. Los dos se contorsionaban ferozmente ante el ataque, agitando las patitas.

—Mordisqueo a aquel cuya pata toqué la última. Errabundo es digno de mí. Estos dos ya están pensando un poco, ¿ves?

Señaló al cachorro que se había hecho un ovillo, evitando casi todos sus cosquilieos sorpresivos.

En otros sentidos, la crianza de los cachorros púa era tan extraña que resultaba inquietante. Ni Tallamadera ni Errabundo les hablaban en tonos audibles, pero sus «pensamientos» ultrasónicos siempre sondeaban a los pequeños, con una regularidad que hacía vibrar las paredes de la carreta. La madera zumbaba bajo las manos de Johanna. Era como una madre entonando una canción de cuna, pero ella notaba que tenía otro propósito. Las criaturillas respondían a los sonidos, retorciéndose en ritmos complicados. Errabundo decía que pasarían treinta días para que los cachorros pudieran aportar pensamiento consciente a la manada, pero que ya les estaban adiestrando para esa función.

Acampaban una parte de cada día, y las tropas se turnaban como líneas de centinelas. Durante el viaje se detenían a menudo para despejar el sendero, para aguardar informes o para descansar. En uno de esos descansos, Johanna se sentó con Errabundo a la sombra de un árbol que parecía un pino pero olía a miel. Errabundo jugaba con sus cachorros, ayudándoles a incorporarse y a caminar. El zumbido que emitía Errabundo indicaba que estaba irradiando sus pensamientos a los cachorros. Y, de pronto, le parecieron más marionetas que pequeños.

—¿Por qué no les de)as jugar solos, o con sus…? —¿Hermanos? ¿Cómo se llamaban los cachorros nacidos en la otra manada?—. ¿Con los cachorros de Tallamadera?

El peregrino, aún más que Tallamadera, había procurado aprender las costumbres humanas. Era la manada más flexible que ella conocía. A fin de cuentas, si podías aceptar a un asesino en tu mente, tenías que ser flexible. Pero Errabundo se sobresaltó ante la pregunta. Los zumbidos cesaron de pronto y se echó a reír. Era una risa muy humana, aunque un poco teatral. Errabundo había pasado horas con las comedias interactivas del dataset, tanto para entretenerse como para aprender.

—¿Jugar? ¿Solos? Sí, entiendo que te parezca natural. Para nosotros sería una especie de perversión… No, algo peor, pues las perversiones al menos son momentáneamente divertidas para algunos. Pero criar a un cachorro como singular, o aun como dúo, sería transformar a un miembro cabal en un animal.

—¿Quieres decir que los cachorros nunca tienen vida propia?

Errabundo ladeó las cabezas y se tendió en el suelo. Uno de sus miembros continuó olisqueando a los cachorros, pero Johanna contaba con su atención. Le interesaban muchísimo las exóticas costumbres humanas.

—Bien, a veces se produce una tragedia… un cachorro huérfano que queda solo. A menudo no hay cura para ello. La criatura se vuelve demasiado independiente para fusionarse con una manada. En cualquier caso, es una vida muy solitaria y vacía. Tengo recuerdos personales de cuan desagradable puede ser.

—Te pierdes muchas cosas. Sé que has mirado cuentos infantiles en el dataset. Es triste que nunca podáis ser jóvenes y tontos.

—¡Oye! No dije eso. Yo he sido bastante joven y tonto. Es mi forma de vida. Y la mayoría de las manadas son así cuando tienen varios miembros jóvenes de diferentes progenitores. —Mientras hablaban, uno de los cachorros de Errabundo se había acercado al extremo de la manta donde estaban sentados. Extendió el pescuezo torpemente para olfatear las flores que crecían en las raíces de un árbol cercano. Mientras el cachorro hurgaba en el verde y el rojo, la vibración se reinició. Los movimientos del cachorro se volvieron un poco más coordinados—. ¡Vaya! Puedo oler las flores con él. Apuesto a que ambos veremos por los ojos del otro antes de llegar a Isla Oculta. —El cachorro retrocedió y los dos ejecutaron una pequeña danza sobre la manta. Las cabezas de Errabundo se mecieron al son de ese movimiento—. ¡Son unos pequeñines muy brillantes! —sonrió—. Oh, no somos tan distintos, Johanna. Sé que los humanos se enorgullecen de sus pequeños. Tanto Tallamadera como yo nos preguntamos qué será de los nuestros. Ella es tan brillante y yo… bien, tan alocado. ¿Estos dos me transformarán en un genio científico? ¿Los de Tallamadera la transformarán en una aventurera? Tallamadera es una gran criadora, pero ni siquiera ella sabe cómo serán nuestras nuevas almas. ¡Oh, no veo el momento de ser seis nuevamente!

Gramil, Errabundo y Johanna habían tardado sólo tres días en llegar desde Dominio de Reductor hasta la bahía de Tallamadera. Este ejército tardaría casi treinta días en regresar adonde había comenzado la aventura de Johanna. En el mapa aparecía como un sendero tortuoso que zigzagueaba a través de la comarca de los fiordos. Aun así, los primeros diez días fueron increíblemente fáciles. El tiempo permaneció seco y cálido. Era como si el día de la emboscada se prolongara para siempre. Un verano de vientos secos, decía Tallamadera. Normalmente había tormentas, al menos nubes; en cambio, ahora el sol giraba sin cesar sobre la techumbre del bosque, y cuando irrumpían en un claro (nunca por mucho tiempo, y sólo cuando Vendaz estaba seguro de que no corrían peligro), el cielo estaba despejado.

De hecho, ya había inquietud por el tiempo. Al mediodía era tremendamente tórrido. El viento era constante y seco. El bosque mismo se estaba secando y era preciso ser prudente con las fogatas. Y con el sol siempre arriba y sin nubes, los vigías podrán avistarles a kilómetros de distancia. Escrúpilo estaba de mal humor. No había esperado disparar sus cañones durante la marcha, pero al menos quería entrenar a sus tropas en campo abierto.

Oficialmente, Escrúpilo era miembro del consejo y el primer ingeniero de la reina. Desde su experimento con el cañón, había insistido en el título de «comandante de artilleros». A Johanna el ingeniero siempre le había parecido lacónico e impaciente. Sus miembros no cesaban de moverse. Pasaba con el dataset tanto tiempo como la reina o Errabundo, pero tenía muy poco interés en temas relacionados con la gente.

—Es ciego para todo excepto para las máquinas —comentó una vez Tallamadera—, pero así fue como le hice. Inventó muchas cosas, aun antes que tú llegaras.

Escrúpilo se había enamorado de los cañones. Para la mayoría de las manadas, disparar esas armas era una experiencia dolorosa. Desde esa prueba inicial, Escrúpilo los había disparado una y otra vez, tratando de mejorar los tubos, la pólvora y los proyectiles explosivos. Tenía varias quemaduras de pólvora en el pelaje. Aseguraba que el estruendo de las explosiones despejaba la mente, pero casi todos los demás decían que causaba aturdimiento.

Durante las paradas, Escrúpilo recorría las filas arengando a sus artilleros. Aprovechaba hasta la parada más breve como una oportunidad para el adiestramiento ya que en el combate la celeridad sería esencial. Había diseñado hombreras especiales, basadas en las orejeras de los artilleros nyjoranos. No cubrían las orejas de sonidos graves, sino los tímpanos de la frente y el hombro del miembro artillero. Al ceñirlas, esas hombreras obnubilaban la mente, pero durante los momentos en que se disparaba valía la pena. Escrúpilo utilizaba las hombreras continuamente, pero sin ceñir. Parecían aletas que le salían de la cabeza y los hombros. Obviamente pensaba que el efecto era llamativo y sus artilleros ahora procuraban usarlas en todo momento. Al cabo de un tiempo, fue evidente que el entrenamiento daba sus frutos; al menos, podían apuntar los cañones con gran rapidez, meter la pólvora y el proyectil y gritar el equivalente púa de un ¡BANG!

El ejército llevaba mucha más pólvora que comida. Las manadas debían alimentarse de lo que hallaran en el bosque. Johanna tenía poca experiencia con campamentos en una atmósfera. ¿Los bosques siempre eran tan generosos? Por cierto no se parecían a los bosques urbanos de Straum, donde se requería licencia especial para apartarse de las sendas marcadas y la mayor parte de la fauna silvestre estaba formada por imitaciones mecánicas de los originales nyjoranos. Este lugar era aún más agreste que lo que describían las crónicas de Nyjora. A fin de cuentas, ese mundo estaba colonizado antes de caer en el medievalismo. Los púas nunca habían sido civilizados y sus ciudades nunca se habían extendido por todos los continentes. Errabundo sospechaba que había menos de treinta millones de manadas en todo el mundo. El noroeste apenas comenzaba a poblarse. Había animales por doquier. Cuando cazaban, los púas eran como animales. Los guerreros corrían por el sotobosque. El sistema favorito era la cacería de resistencia, donde perseguían a la presa hasta que caía exhausta. Eso no resultaba práctico aquí, pero les complacía acorralar a las presas incautas en emboscadas.

A Johanna no le agradaba. ¿Era una perversión medieval o una característica de los púas? Si disponían de tiempo, los guerreros no empleaban sus arcos y cuchillos. El placer de la cacería incluía desgarrar pescuezos y vientres con dientes y zarpas. Claro que las criaturas del bosque tenían sus defensas; el peligro había acechado allí durante millones de años, con ciertas consecuencias evolutivas. Casi todos los animales generaban un chirrido ultrasónico que sofocaba totalmente el pensamiento de las manadas cercanas. Había partes del bosque que a Johanna le parecían silenciosas pero que el ejército atravesaba con un cauto galope, mientras guerreros y conductores se contorsionaban de dolor ante ese ataque invisible. Algunos animales del bosque eran más sofisticados. A los veinticinco días, el ejército se atascó cuando intentaba atravesar el valle más grande que había encontrado. En el medio, Tácticamente oculto por la arboleda, corría un río que desembocaba en el mar occidental. Las paredes de aquellos valles no se parecían a nada que Johanna hubiera visto en los parques de Straum, y tenían forma de U; eran abruptas en los bordes, luego se transformaban en declives y al fin en una suave planicie por donde circulaba el río.

—Es la forma que les imprime el hielo —explicó Tallamadera—. Hay lugares camino arriba donde lo he visto ocurrir.

Le mostró a Johanna las explicaciones del dataset. Esto sucedía cada vez más. Errabundo, Tallamadera y aun Escrúpilo parecían conocer la educación moderna mejor que Johanna.

Ya habían atravesado varios valles. Descender por las partes empinadas siempre era tedioso, pero hasta ahora los senderos eran buenos. Vendaz les llevó hasta el linde de este último valle.

Tallamadera y su séquito se encontraban al amparo de los árboles, a poca distancia del declive. A pocos metros, Johanna estaba rodeada por Errabundo Wickwracktriz. Los árboles de esta elevación le recordaban pinos. Las hojas eran angostas y ahusadas y duraban todo el año. Pero la corteza tenía ampollas blancas y la madera era rubia. Lo más raro eran las flores. Rojas y violáceas, nacían de las raíces expuestas de los árboles. En el mundo de los púas no existía el equivalente de las abejas, pero había un movimiento constante en torno de las flores, y mamíferos del tamaño de un pulgar trepaban de planta en planta. Había miles de ellos, pero no parecían tener interés en nada, excepto las flores y la dulzura que éstas rezumaban. Johanna se acostó entre las flores admirando el paisaje mientras la reina parloteaba con Vendaz. ¿A cuántos kilómetros se veía desde aquí? El aire estaba muy limpio. Al este y al oeste, el valle se prolongaba sin cesar. El río era un hilillo plateado que asomaba de vez en cuando a través de la arboleda.

Errabundo la tocó con un hocico y señaló a la reina con una cabeza. Tallamadera señalaba aquí y allá.

—Están discutiendo. ¿Quieres una traducción?

—Sí.

—A Tallamadera no le gusta este camino —Errabundo alteró la voz, imitando el tono que usaba la reina cuando hablaba en samnorsk—. El camino está totalmente expuesto. Desde el otro lado, cualquiera puede contar cada una de nuestras carretas a gran distancia.

Vendaz agitó las cabezas con indignación, lanzó un cloqueo de furia. Errabundo rió entre dientes y modificó la voz para imitar al jefe de seguridad:

—Majestad, mis exploradores han recorrido el valle hasta la otra pared. No hay peligro.

—Sé que has obrado milagros, pero ¿me puedes asegurar que has explorado toda la cara norte? Está a más de cinco kilómetros y desde mi juventud sé que hay muchas grutas… tú también tienes esos recuerdos.

—¡Eso le hizo callar! —rió Errabundo.

—Vamos, sólo traduce. —Johanna ya era capaz de interpretar los gestos y los tonos. A veces incluso los acordes de los púas tenían sentido para ella.

—De acuerdo.

La reina reunió a sus cachorros y se sentó.

—Si el cielo no estuviera tan despejado —dijo en un tono conciliatorio—, o si fuera de noche, podríamos intentarlo, pero… ¿Recuerdas el sendero viejo? ¿Treinta kilómetros tierra adentro? Ahora debe estar cubierto de maleza. Y la carretera de regreso es…

Vendaz soltó un chistido de irritación.

—¡Te digo que es seguro! Perderemos días en el otro sendero. Si llegamos tarde a territorio reductorista, todo mi trabajo habrá sido en vano. Debemos continuar por aquí.

—Epa —susurró Errabundo, sin poder contener sus comentarios—. Creo que el viejo Vendaz ha ido demasiado lejos. —La reina irguió las cabezas. Errabundo dijo, imitando su voz humana—: Entiendo tu angustia, manada de mi sangre. Pero seguiremos por donde ordeno. Si no te apetece, aceptaré con tristeza tu renuncia.

—Pero me necesitas.

—No tanto.

Johanna comprendió que toda la misión podía fracasar aquí, sin que se hubiera disparado un tiro. ¿Dónde estaríamos sin Vendaz? Contuvo el aliento y observó a las dos manadas. Partes de Vendaz caminaban en círculos, deteniéndose para mirar a Tallamadera con cara de pocos amigos. Al fin bajó todos los pescuezos.

—Mis disculpas, majestad. Mientras me consideres útil, continuaré a tu servicio.

Tallamadera también se distendió. Estiró las patas para acariciar a sus cachorros. Habían reaccionado según su estado de ánimo, pataleando y chistando.

—Estás perdonado. Quiero que tus opiniones sean independientes Vendaz. Han sido milagrosamente útiles.

Vendaz sonrió tímidamente.

—No creí que ese mequetrefe tuviera tanto carácter —dijo Errabundo al oído de Johanna.

Tardaron dos días en llegar al viejo sendero. Como Tallamadera había anunciado, estaba cubierto de maleza. Más aún, en ciertos sitios no había rastros del sendero, sólo árboles jóvenes que crecían en la tierra removida. Tardarían días en bajar por el valle de este modo. Si Tallamadera se arrepintió de su decisión, no lo mencionó. La reina tenía seiscientos años y hablaba a menudo sobre la rigidez de la ancianidad. Ahora Johanna veía un claro ejemplo de lo que eso significaba.

Cuando se toparon con un barranco, talaron árboles y construyeron un puente. Tardaron un día en cruzar el lugar. Pero el avance era penosamente lento incluso donde el sendero aún se conservaba. Nadie viajaba en las carretas. El linde del sendero estaba carcomido y, a veces, las ruedas giraban sobre el vacío. A la derecha, Johanna veía copas de árboles que estaban a pocos metros de sus pies.

Se toparon con los lobos seis días antes del desvío, cuando estaban a punto de llegar al fondo del valle. Lobos. Así les llamaba Errabundo. Para Johanna parecían gerbos.

Acababan de completar un kilómetro de marcha fácil. Hasta bajo los árboles sentían el seco y cálido viento que soplaba sin cesar a través del valle. Las últimas franjas de nieve se derretían entre los árboles, y un humo espeso flotaba más allá de la pared norte.

Johanna caminaba junto a la carreta de Tallamadera. Errabundo iba diez metros atrás, conversando con ellos. La reina había estado muy callada los últimos días. De pronto se oyó un chirrido de alarma.

Un segundo después, Vendaz gritó cien metros adelante. A través de las brechas del bosque, Johanna vio que los guerreros empuñaban las ballestas para disparar contra la ladera. La luz del sol atravesaba los árboles arrojando manchas de luz entre los soldados que se movían caóticamente de aquí para allá. Pero había criaturas que no eran púas. Pequeñas, pardas o grises, correteaban entre las sombras y las manchas de luz. Treparon por la ladera embistiendo a los soldados desde el lado contrario al que disparaban.

—¡Girad! ¡Girad! —gritó Johanna, pero su voz se perdió en la turbamulta. Además, ¿quién podía entenderle? Tallamadera miraba la batalla con todos sus ojos. Cogió la manga de Johanna—. ¿Ves algo allá? ¿Dónde?

Johanna tartamudeó una explicación, pero ahora Errabundo había visto algo también. Su cloqueo se elevó sobre la batalla. Desandó el sendero para acercarse a Escrúpilo, que intentaba preparar un cañón.

—¡Johanna! ¡Ayúdame!

Estaban a sólo cincuenta metros del carro del cañón, pero era cuesta arriba. Johanna corrió. Algo pesado se estrelló contra el sendero a sus espaldas. ¡Parte de un soldado! Se contorsionaba y chillaba. Media docena de gerbos se le adherían al cuerpo y su pelaje estaba estriado de sangre. Otro miembro cayó a su lado. Otro. Johanna trastabilló pero siguió corriendo.

Errabundo estaba de pie con las cabezas juntas, a pocos metros de Escrúpilo. Todos sus miembros adultos estaban armados con cuchillos y púas de acero. Le indicó a Johanna que se acercara.

—Nos topamos con un nido de lobos —farfulló—. Debe estar entre este lugar y aquel sendero. Un bulto, como la torre de un castillo. Tenemos que destruir el nido. ¿Puedes verlo? —Evidentemente él no podía, aunque miraba hacia todas partes. Johanna miró hacia la ladera. El estrépito del combate había disminuido y sólo se oía el gemido de los púas agonizantes.

Johanna señaló.

—¿Te refieres a eso?, ¿esa cosa oscura?

Errabundo no respondió. Todos sus miembros temblaban, agitando las púas con las bocas. Johanna se apartó del cortante metal. Errabundo ya se había cortado. Ataque sónico. Miró camino arriba. Había tenido más de un año para conocer las manadas, y lo que veía ahora era… locura. Algunas manadas se desintegraban, corriendo por doquier a distancias donde era imposible conservar el pensamiento. Otras —como Tallamadera en su carreta— se amontonaban en pilas, sin mostrar una sola cabeza.

Más allá de una arboleda entrevió una marea gris. Los lobos.

Cada mole velluda parecía bastante inocente, pero el conjunto… Johanna quedó petrificada al ver cómo desgarraban la garganta del miembro de un guerrero.

Johanna era la única persona cuerda que quedaba y eso significaba que sabría que se moría. Destruye el nido.

En el carro del cañón sólo quedaba un miembro de Escrúpilo, el viejo Cabeza Blanca. Gallardo como siempre, se había calzado sus hombreras de artillero y olisqueaba debajo del tubo. Destruye el nido. ¡Tal vez no tan gallardo, después de todo!

Johanna saltó al carro. Rodó hacia el barranco, chocando contra un árbol, pero apenas se dio cuenta. Cabeza Blanca tiró del saco de pólvora, pero no podía manipularlo con un solo par de mandíbulas. Sin el resto de su manada, no tenía manos ni cerebro. Miró a Johanna con ojos desesperados.

Ella cogió el otro extremo del saco y entre ambos vertieron la pólvora en el cañón. Cabeza Blanca se zambulló en el equipo, buscando una bala. Más listo que un perro, y adiestrado. ¡Entre ambos, tenían una oportunidad!

Medio metro más abajo corrían los lobos. Podría haber luchado contra uno o dos, pero eran muchísimos, todos atacando a los miembros sueltos. Tres miembros de Errabundo rodeaban a Cicatriz y los cachorros, pero su defensa sólo consistía en agitar las patas sin ton ni son. La manada había soltado los cuchillos y las púas. Johanna y Cabeza Blanca metieron el proyectil en el cañón. Cabeza Blanca fue a la parte trasera, comenzó a manejar el pequeño encendedor de mecha que usaban los artilleros. Era algo que se podía sostener con una sola boca, pues sólo un miembro disparaba el arma.

—¡Espera, idiota! —protestó Johanna—. ¡Tenemos que apuntar esta cosa!

Cabeza Blanca pareció entristecerse, como si no entendiera la queja. Soltó la varilla, pero aún sostenía el encendedor. Encendió la llama, retrocedió con resolución, intentó eludir a Johanna. Ella le empujó, miró colina arriba. Esa cosa oscura debe ser el nido. Inclinó el tubo del cañón y apuntó, acercando el rostro al insistente Cabeza Blanca y su llama. Cabeza Blanca aproximó la llama al orificio.

La detonación sacudió a Johanna. Por un instante sólo pudo Pensar en el dolor que le taladraba los oídos. Rodó, quedó sentada, tosiendo en el humo. No oía nada salvo una vibración aguda y persistente. El carro se tambaleaba, con una rueda colgando sobre la barranca; Cabeza Blanca pataleaba bajo el extremo trasero del cañón. Johanna le liberó y le palmeó la cabeza. Uno de los dos estaba sangrando. Aturdida, se sentó unos segundos, desconcertada por la sangre, tratando de imaginarse cómo había terminado en ese lugar.

Una voz gritaba en su cabeza: No hay tiempo, no hay tiempo. Se obligó a incorporarse y miró en torno, recobrando penosamente los recuerdos.

Había árboles astillados colina arriba. La madera clara destellaba entre los árboles. Más allá, donde antes estaba el nido, vio una extensión de tierra removida. Habían destruido el nido, pero la lucha continuaba.

Aún había lobos en el sendero, pero ahora eran ellos los que corrían hacia todas partes. Muchos saltaron del borde del sendero a los árboles y las rocas de abajo y los púas peleaban ahora de veras. Errabundo había recogido sus cuchillos, que estaban tan rojos como sus hocicos. Una cosa gris y sangrante voló por el aire y aterrizó a los pies de Johanna. El «lobo» no tenía más de veinte centímetros de longitud, y su pelambre sucia era grisácea. Parecía una mascota, pero sus diminutas fauces intentaban morderle los tobillos. Johanna lo aplastó con una bala de cañón.

En los tres días siguientes, mientras la gente de Tallamadera trajinaba para reorganizar sus tropas y el equipo, Johanna aprendió mucho sobre los lobos. Lo que ella y Cabeza Blanca habían hecho con el cañón había detenido el ataque. La destrucción del nido había salvado muchas vidas y también a la expedición. Los «lobos» eran criaturas de colmena, parecidas a las manadas. La especie de los púas utilizaba el pensamiento grupal para alcanzar una elevada inteligencia; Johanna jamás había visto una manada racional de más de seis miembros. Los nidos de lobos no buscaban una inteligencia elevada. Tallamadera sostenía que un nido podía tener millares de miembros y, por cierto, se habían topado con uno muy numeroso. Semejante cáfila no podía ser tan inteligente como un humano. Su capacidad de raciocinio era similar a la del miembro aislado de una manada. Al mismo tiempo, era mucho más flexible. Los lobos podían operar solos a grandes distancias. Cuando estaban a cien metros del nido, eran apéndices de su «reina», y su habilidad era indudable. Errabundo contó leyendas sobre nidos que tenían casi una inteligencia de manada; de habitantes del bosque que realizaban atados con los nidos cercanos, dando alimento a cambio de protección. Mientras el nido emitiera sus ruidos de alta potencia, los lobos obreros se coordinaban casi como los miembros de un púa. Pero una vez muerto el nido, la criatura se desintegraba como una red barata de topología en estrella.

Por cierto, este nido había sorprendido al ejército de Tallamadera. Había aguardado en silencio hasta que los guerreros estuvieran cerca del centro de emisión. Luego, los lobos más alejados habían utilizado un mimetismo sincronizado para crear «fantasmas» sónicos, engañando a las manadas para que no apuntaran contra el nido sino contra los árboles. Y cuando se inició la emboscada, el nido había lanzado chillidos concentrados para confundir a los púas. Ese ataque había sido mucho más devastador que el ruido que habían encontrado en otras partes del bosque. Para los púas, ese ruido podía ser espantosamente estridente, pero nunca causaba el caos mental que provocaban los lobos.

La emboscada había eliminado más de cien manadas. Algunas de ellas se habían refugiado con sus cachorros. Otras, como Escrúpilo, se habían desintegrado. En las horas siguientes, muchos de estos fragmentos regresaron para reorganizarse. Los púas resultantes estaban conmocionados, pero ilesos. Los guerreros intactos registraron los boscosos peñascos en busca de los miembros heridos de sus camaradas. A lo largo de la barranca había sitios con más de veinte metros de profundidad. Cuando las ramas de los árboles no habían detenido su caída, los miembros habían aterrizado en la roca pelada. Al fin, encontraron cinco miembros muertos y unos veinte gravemente heridos. Habían caído dos carretas. Estaban destrozadas y sus cerdos-kher demasiado malheridos para sobrevivir. Por pura suerte, los disparos no habían desencadenado un incendio en el bosque.

Tres veces el sol surcó el cielo en su curva trayectoria. El ejército de Tallamadera se recobró en un campamento, en las honduras del bosque del valle, junto al río. Vendaz apostó vigías con espejos de señales en la pared norte del valle. Este lugar era relativamente seguro y muy bello. No tenía la vista del bosque alto, pero se oía el Murmullo del río, tan fuerte que ahogaba el suspiro del viento seco. Los árboles de las tierras bajas no tenían flores en las raíces, pero aun así eran diferentes de los que Johanna conocía. No había sotobosque, sólo un musgo mullido y azulado que según Errabundo formaba parte de los árboles. Se extendía a orillas del río como un parque podado.

En el último día de descanso, la reina convocó una reunión de todas las manadas que no estuvieran de guardia. Era el mayor grupo de púas que Johanna hubiera visto en un solo lugar desde que habían matado a su familia. Cubrían todo el musgo azulado, cada manada a ocho metros de su vecina más próxima. Por un instante, recordó el Parque de los Colonos de Overby: familias merendando en la hierba, cada cual con su manta y sus cestas. Pero estas «familias» formaban una manada cada una, y ésta era una formación militar. Todas las filas formaban arcos que miraban hacia la reina. Errabundo estaba diez metros atrás, a la sombra. Ser el consorte de la reina no tenía ningún valor oficial. A la izquierda de Tallamadera se hallaban las víctimas que habían sobrevivido a la emboscada, miembros con vendajes y entablillados. En algunos sentidos, ese daño visible no era el más aterrador; también estaban los que Errabundo llamaba los «heridos andantes». Había singulares, dúos y tríos que eran los únicos restos de manadas enteras. Algunos intentaban prestar atención, pero otros se distraían y en ocasiones interrumpían el discurso de la reina con palabras sin sentido. Estaban en la misma situación que Gramil Jaqueramaphan, pero la mayoría vivirían. Ya se estaban fusionando, procurando formar nuevos individuos. Algunos incluso funcionarían, como había sucedido con Errabundo Wickwracktriz, pero pasaría un largo tiempo antes que volvieran a ser personas.

Johanna se sentó junto a Escrúpilo en la primera fila de guerreros. El comandante de artilleros estaba en posición militar de descanso: las ancas en el suelo, el pecho erguido, la mayoría de las cabezas mirando al frente. Escrúpilo había sobrevivido sin heridas graves. Su cabeza blanca tenía algunas quemaduras más, y otro miembro se había lastimado un hombro al caer del camino. Usaba sus hombreras de artillero con el orgullo de siempre, pero estaba un poco más parco. Tal vez era por la formación militar y porque le darían una medalla por su heroísmo.

La reina usaba sus casacas especiales. Cada cabeza miraba hacia un sector distinto del público. Johanna aún no comprendía el idioma de los púas y nunca lo hablaría sin asistencia mecánica, pero la mayoría de los sonidos estaban al alcance de su oído. Las frecuencias bajas se transmitían mucho mejor que las altas. Aun sin ayudas mnemotécnicas ni generadores gramaticales, estaba aprendiendo un poco. Reconocía fácilmente los tonos emocionales y el bullicioso ark ark ark que aquí reemplazaba el aplauso. En cuanto a las palabras aisladas… bien, parecían acordes, sílabas con significado. Si escuchaba con atención (y si Errabundo no estaba en las cercanías para traducir) incluso reconocía algunas.

Ahora, por ejemplo, Tallamadera alababa a su gente. Estallaron ark ark ark de aprobación por todas partes. Parecía una manada de focas. La reina hundió una cabeza en un cuenco, sacando un objeto de madera tallada con la boca. Dijo el nombre de una manada, un repiqueteo melodioso.

Desde la fila delantera, un miembro trotó hacia la reina. Se detuvo a poca distancia del miembro más próximo de la reina. Tallamadera dijo algo sobre el coraje y dos de sus miembros sujetaron un broche de madera a la casaca del héroe, que regresó con aplomo a su manada.

Tallamadera cogió otra condecoración y llamó a otra manada. Johanna se inclinó hacia Escrúpilo.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Por qué reciben medallas miembros singulares? —¿Y cómo pueden aproximarse tanto a otra manada?

Escrúpilo estaba más rígido que la mayoría de las manadas y no le prestaba mayor atención. Se volvió para chistar, pero ella insistió.

—Tonta —respondió al fin—. El galardón es para toda la manada. Un solo miembro se acerca para aceptarla. Si fueran más, sembraría el caos.

Una tras otra, otras tres manadas «extendieron un miembro» para recibir sus condecoraciones. Algunos marchaban con precisión, como los soldados humanos de los cuentos. Otros partían con aplomo, pero eran presa de la confusión cuando se aproximaban a Tallamadera.

—Oye, Escrúpilo —preguntó Johanna—. ¿Cuándo recibimos las nuestras?

Esta vez Escrúpilo ni siquiera la miró. Fijaba todos sus ojos en la reina.

—Al final, seguro. Tú y yo matamos el nido, y salvamos a la Tallamadera.

Los cuerpos de Escrúpilo temblaban de tensión. Está muerto de miedo. Y de pronto Johanna lo comprendió. Tallamadera no tenía problemas en mantener su mente frente a la cercanía de un miembro solo. Pero para los demás, enviar un miembro hacia otra manada significaba perder parte de la conciencia y confiar en esa manada. Visto de esa manera, le recordaba las novelas históricas que solía ver. En Nyjora, en la Edad Oscura, las damas tradicionalmente entregaban su espada a la reina cuando se les acordaba una audiencia y luego se arrodillaban. Era un modo de jurar lealtad. Lo mismo aquí, sólo que al mirar a Escrúpilo, Johanna comprendió que aun en lo formal la ceremonia podía ser estremecedora.

Se otorgaron tres medallas más y luego Tallamadera graznó los acordes que representaban el nombre de Escrúpilo. El comandante de artilleros se puso tieso, emitió sonidos sibilantes con las bocas.

—Johanna Olsndot —dijo Tallamadera, y ordenó que se acercaran.

Johanna se levantó, pero ni un miembro de Escrúpilo se movió.

La reina soltó una risa humana. Sostenía dos broches bruñidos.

—Luego te lo explicaré en samnorsk, Johanna. Sólo acércate con un miembro de Escrúpilo. ¿Escrúpilo?

De pronto eran el centro de atención, con miles de ojos observando. Ya no había arks ni parloteos. Johanna nunca había sentido tanta timidez desde que había desempeñado el papel de colono en una obra escolar.

—Vamos, somos los grandes héroes —le dijo a Escrúpilo.

Él la miró con ojos desencajados.

—No puedo —dijo con un hilo de voz. A pesar de sus gallardas hombreras de cañonero y sus modales desdeñosos, Escrúpilo estaba aterrado. Pero no era sólo temor al público—. No puedo separarme tan pronto. No puedo.

Se oyeron murmullos en las filas de atrás, los artilleros de Escrúpilo. Por todos los Poderes, ¿acaso le culparían por ello? Bienvenida a la Edad Media. Gente estúpida. Hasta hecho pedazos Escrúpilo les había salvado el pellejo, y ahora…

Le apoyó la mano en dos hombros.

—Ya lo hicimos antes, tú y yo. ¿Lo recuerdas?

Las cabezas asintieron.

—Esa parte de mí nunca lo habría logrado sola.

—Correcto. Y lo mismo vale para mí. Pero juntos destruimos un nido de lobos.

Escrúpilo la miró con ojos turbios.

—Sí claro que sí. —Se incorporó, agitó las cabezas haciendo ondear las hombreras—. Sí. —Y Cabeza Blanca se acercó a Johanna.

Johanna se enderezó. Ella y Cabeza Blanca enfilaron hacia el espacio abierto. Cuatro metros. Seis. Ella le acariciaba el pescuezo con los dedos. Cuando estaban a doce metros del resto de Escrúpilo Cabeza Blanca titubeó. Miró de soslayo a Johanna, continuó más despacio.

Johanna no recordaría mucho la ceremonia, pues fijaba su atención en Cabeza Blanca. Tallamadera pronunció frases largas e ininteligibles y ambos recibieron condecoraciones con tallas intrincadas y, al fin, enfilaron hacia el resto de Escrúpilo. Entonces Johanna reparó una vez más en la multitud. Se extendía por doquier bajo la techumbre del bosque y todos parecían estar ovacionando, los artilleros de Escrúpilo con más entusiasmo que nadie.


Medianoche. En el fondo del valle había tres o cuatro horas de penumbra cuando el sol se sumergía detrás de la alta pared norte. No era de noche, ni siquiera un crepúsculo. El humo de los fuegos del norte parecía empeorar. Ahora podía olerlo.

Johanna caminó desde la sección de los artilleros hacia el centro del campamento y la tienda de Tallamadera. Reinaba el silencio; se oía el hormigueo de pequeñas criaturas entre las raíces. La celebración podría haberse prolongado, pero todos sabían que dentro de pocas horas deberían aprestarse para escalar la pared norte del valle, así que las risas se habían apaciguado y pocas manadas se movían. A pesar del tiempo seco, el musgo era agradablemente mullido. En medio del ramaje asomaban retazos de cielo brumoso. Casi era posible olvidar lo que había sucedido, y lo que sucedería.

Los guardias que rodeaban la tienda de Tallamadera no la detuvieron, sólo anunciaron su presencia. A fin de cuentas, era la única humana. La reina asomó una cabeza.

—Entra, Johanna.

Dentro estaba sentada en círculo y, como de costumbre, los cachorros en el medio. Estaba muy oscuro, ya que la única luz venía de la entrada. Johanna se acomodó en los cojines donde dormía habitualmente. Desde la ceremonia de esa tarde había pensado en decirle a Tallamadera lo que pensaba. Ahora… bien, la celebración de los artilleros la había puesto de buen humor, y no quería estropearlo.

Tallamadera ladeó una cabeza para mirarla. Dos cachorros imitaron el gesto.

—Te vi en la fiesta. Eres bastante sobria. Ahora comes casi todas nuestras comidas, pero no pruebas la cerveza. Johanna se encogió de hombros. Sí, ¿y qué? —Los niños no deben beber antes de los dieciocho años. Era la costumbre y sus padres la habían aceptado. Johanna había cumplido los catorce un par de meses atrás. El dataset le había recordado la hora exacta. Si nada de esto hubiera sucedido, si aún estuviera en Laboratorio Alto o en el reino de Straumli, ¿se escaparía con sus amigos para probar esas cosas prohibidas? Tal vez. Pero aquí, donde estaba librada a su suerte, donde ahora era una gran heroína, no había probado una gota. Tal vez fuera porque mamá y papá no estaban y respetar sus deseos era un modo de tenerlos cerca. Se le humedecieron los ojos.

—Hum. —Tallamadera no pareció reparar en ello—. Eso fue lo que me explicó Errabundo. —Tocó a sus cachorros y sonrió—. Tiene sentido. Estos dos no beberán cerveza hasta que sean mayores… aunque por cierto lo festejaron por mi intermedio esta noche. —Había olor a cerveza en la tienda.

Johanna se enjugó la cara. No tenía ganas de hablar de sus problemas de adolescencia.

—Sabes, la jugarreta que le hiciste esta tarde a Escrúpilo fue un truco sucio.

—Sí… Lo hablé con él de antemano. Él no quería, pero pensé que sólo eran remilgos. Si hubiera sabido cuán alterado estaba…

—Por poco se derrumbó ante todo el mundo. Si no comprendo mal, eso habría sido una humillación, ¿verdad?

—Sí. Cambiar honor por lealtad frente a los pares es importante. Al menos en mi gobierno. Sin duda Errabundo o el dataset pueden sugerir muchos otros modos de gobernar. Mira, Johanna, necesitaba ese intercambio, y necesitaba que tú y Escrúpilo estuvierais allí.

—Sí, lo sé. Ambos salvamos el día.

—¡Silencio! —ordenó Tallamadera con repentina severidad y Johanna recordó que era una reina medieval—. Estamos trescientos kilómetros al norte de mis fronteras, casi en el corazón del Dominio de Reductor. Dentro de pocos días nos enfrentaremos con el enemigo y muchos más perecerán sin saber bien por qué.

Johanna sintió un nudo en el estómago. Si no podía regresar a la nave, si no podía terminar lo que mamá y papá habían comenzado…

—¡Por favor, Tallamadera! ¡Vale la pena!

—Yo lo sé, Errabundo lo sabe. La mayor parte de mi consejo está de acuerdo, aunque a regañadientes. Pero los del consejo hemos hablado con el dataset. Hemos visto vuestros mundos y lo que puede lograr vuestra ciencia. En cambio, la mayoría de mi gente ha venido guiada por su fe y su lealtad. Para ellos la situación es mortal y el objetivo es impreciso. —Hizo una pausa, aunque los dos cachorros continuaron imitando sus gestos un segundo—. No sé cómo convencerías a los tuyos de que corrieran semejante riesgo. El dataset habla de la conscripción militar.

—Eso fue en Nyjora, hace mucho tiempo.

—No importa. Lo cierto es que mis tropas están aquí por lealtad personal hacia mí. Durante seiscientos años he protegido a mi gente, y sus recuerdos y leyendas lo evidencian con claridad. Más de una vez, yo fui la única que entrevió el peligro y mis consejos salvaron a casi todos quienes los siguieron. Eso es lo que mantiene en marcha a la mayoría de estos soldados. Cada uno de ellos es libre de regresar. Pues bien, ¿qué deberían pensar cuando nuestro primer «combate» consiste en caer en un nido de lobos, como unos turistas ignorantes? De no haber tenido la gran suerte de que tú y parte de Escrúpilo estuvieran en el lugar indicado y alerta, me habrían matado. Errabundo habría muerto. Tal vez un tercio de mis soldados habría muerto.

—De no ser nosotros, alguien más lo habría hecho —murmuró Johanna.

—Tal vez. No sé de nadie que haya pensado siquiera en disparar contra el nido. ¿Ves cómo afecta esto a mi gente? «Si la mala suerte en el bosque puede matar a nuestra reina y destruir nuestras maravillosas armas, ¿qué sucederá cuando nos enfrentemos a un enemigo pensante?» Muchos se hacen esa pregunta. Si yo no pudiera responderla, nunca saldríamos de este valle…, al menos, no para ir hacia el norte.

—Entonces entregaste las medallas. Honor a cambio de lealtad.

—Sí. Tú no comprendiste el sentido al no entender nuestro idioma. Ponderé el valeroso comportamiento de las manadas. Otorgué medallas de madera a los que supieron cómo comportarse durante la emboscada. Eso ayudó un poco. Repetí los motivos de esta expedición… las maravillas que describe el dataset, y cuánto perderemos si Acero se sale con la suya. Pero ya han oído esa argumentación, y se refiere a cosas remotas que apenas pueden imaginar. Entonces les mostré algo nuevo: Escrúpilo y tú.

—¿Nosotros?

—Os alabé sin reservas. Los singulares a menudo realizan actos valerosos. A veces actúan o hablan con cierta inteligencia. Pero a solas, el fragmento de Escrúpilo sólo serviría para luchar con cuchillos. Sabía usar el cañón, pero no tenía zarpas ni bocas para usar ese conocimiento. Y por su cuenta jamás habría sabido cómo dispararlo. Tú, en cambio, eres una Dos-Patas. En muchos sentidos estás indefensa. Sólo puedes pensar por ti misma, pero puedes hacerlo sin la interferencia de quienes te rodean. Juntos lograsteis lo que ninguna manada podría hacer en medio del ataque de un nido de lobos. Así que conté a mi ejército qué gran equipo formarían nuestras dos especies, que cada cual compensa los fallos de la otra. Juntos, estamos más cerca de ser la Manada de Manadas. ¿Cómo está Escrúpilo? Johanna sonrió tímidamente.

—Las cosas salieron bien. Una vez que pudo levantarse para aceptar su medalla… —Johanna acarició el broche que llevaba sujeto al cuello. Era una preciosidad, un paisaje de la ciudad de Tallamadera—. Una vez que lo consiguió, cambió por completo. Tendrías que haberle visto después, con los artilleros. Festejaron su propia ceremonia de la lealtad y el honor y bebieron muchísima cerveza. Escrúpilo les contó cómo habíamos actuado y me pidió que le ayudara a representarlo… ¿Piensas que el ejército creyó en lo que dijiste sobre los humanos y los púas?

—Creo que sí. En mi propio idioma puedo ser muy elocuente. Me he educado para ello. —Tallamadera calló un instante. Sus cachorros se deslizaron por la alfombra y olieron las manos de Johanna—. Además… quizá sea cierto. Errabundo está seguro de ello. Puedes dormir en la misma tienda que yo y seguir pensando. Es algo que él y yo no podemos hacer; a nuestro modo, ambos hemos vivido mucho tiempo y creo que somos tan listos como los humanos y otras criaturas de las que habla el dataset. Pero las criaturas singularistas pueden estar unas cerca de otras, y pueden pensar y construir. En comparación con nosotros, sospecho que las especies singularistas desarrollaron las ciencias con gran rapidez. Pero ahora, con tu ayuda, quizá las cosas cambien rápidamente para nosotros. —Los dos cachorros retrocedieron y Tallamadera se tocó las zarpas con las cabezas—. Eso he dicho a mi gente. De todos modos… Ahora debes tratar de dormir.

Frente a la entrada de la tienda ya se veían los primeros rayos de sol.

—De acuerdo. —Johanna se desvistió, se acostó y se cubrió con una manta ligera. La mayoría de los miembros de Tallamadera ya parecían dormidos. Como de costumbre, un par de ojos permanecían abiertos, pero su inteligencia sería limitada, y además se veían muy fatigados. Era extraño. Tallamadera había trabajado tanto con el dataset que su voz humana no sólo dominaba la pronunciación sino los matices emocionales. Y esas últimas frases habían sonado tristes y cansadas.

Johanna extendió la mano para acariciar el pescuezo del miembro más próximo, el ciego.

—¿Y tú crees en lo que les dijiste? —murmuró.

Una de las cabezas despiertas la miró, y todas parecieron emitir un suspiro muy humano. Tallamadera habló en voz muy queda.

—Sí… pero mucho me temo que ya no importe. Durante seiscientos años he confiado en mí misma. Pero lo que sucedió en la pared sur no debió haber sucedido. No habría sucedido si hubiera seguido el consejo de Vendaz y hubiera cogido la Carretera Nueva.

—Pero nos podrían haber visto…

—Sí. Un fallo por parte de ambos. Vendaz cuenta con información precisa de los consejos superiores del Reductor. Pero es torpe en cuestiones prácticas. Yo lo sabía, pensé que podía compensarlo. Pero la Carretera Vieja estaba en peores condiciones de las que recordaba. El nido de lobos no habría existido si hubiera circulado tráfico en los últimos años. Si Vendaz hubiera sabido dirigir sus patrullas, o si yo hubiera sabido dirigirle a él, nunca nos habrían sorprendido. En cambio, faltó poco para que nos despedazaran… y al parecer, sólo me queda talento para convencer a quienes confían en mí de que aún sé lo que me hago. —Abrió otro par de ojos y sonrió—. Qué raro. Ni siquiera a Errabundo le he dicho estas cosas, ¿es ésta otra ventaja de las relaciones humanas?

Johanna acarició el cuello del ciego.

—Quizá.

—De cualquier modo, creo en lo que dije sobre las cosas que pueden suceder, pero me temo que mi alma no tenga la entereza suficiente para lograrlas. Tal vez deba delegar las cosas en Errabundo o en Vendaz. Debo pensar en ello. —Tallamadera acalló las objeciones de Johanna—. Ahora duerme, por favor.

32

Por un momento Ravna había creído que su pequeña nave podría volar inadvertida hasta el Fondo. Eso había cambiado, como todo lo demás. En ese momento, la Fuera de Banda II debía ser la nave estelar más famosa de la Red. Un millón de especies presenciaban la persecución. En el Allá Medio, vastas antenas apuntaban hacia ellos para escuchar las noticias, en general mentiras, que enviaban las naves perseguidoras. Desde luego, Ravna no podía oír esas mentiras directamente, pero las transmisiones eran tan nítidas como si estuvieran en una rama principal.

Pasaba parte del día leyendo las noticias, tratando de hallar esperanzas, tratando de demostrarse que hacía lo correcto. A esas alturas, estaba bastante segura de quién era el perseguidor. Hasta Pham y Vaina Azul habrían convenido en ello. El porqué de la persecución y lo que podrían hallar al final, era objeto de incesantes especulaciones en la Red. Como de costumbre, la verdad aparecía oculta entre las mentiras.


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: triskweline, unidades SjK

De: Hanse

[Ninguna referencia anterior a la caída de Relé. Ninguna fuente probable. Se trata de alguien muy cauto]

Asunto: ¿La Alianza para la Defensa es un fraude?

Distribución: Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 5,80 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: Misión insensata, genocidio innecesario

Texto del mensaje:

Anteriormente sugerí que no se había causado ninguna destrucción en Sjandra Kei. Mis disculpas. Eso se basaba en un error de identificación de catálogo. Convengo con los mensajes (13123 de hace pocos segundos) que aseguran que los habitáculos de Sjandra Kei sufrieron daños devastadores en los últimos seis días.

Parece pues que la Alianza para la Defensa ha emprendido la acción militar que propugnaba antes, y parece que posee poder suficiente para destruir pequeñas civilizaciones del Allá Medio. La pregunta aún sigue en pie. ¿Por qué? Ya he expuesto argumentaciones que indican que es improbable que el homo sapiens se preste a un control especial por parte de la Plaga (aunque haya sido tan estúpido como para crear dicha entidad). Hasta los informes de la Alianza admiten que menos de la mitad de los sofontes de Sjandra Kei pertenecían a esa especie.

Ahora, gran parte de la flota de la Alianza se lanza al Fondo del Allá en pos de una sola nave. ¿Qué daño puede causar la Alianza a la Plaga allá abajo? La Plaga es una gran amenaza, tal vez la amenaza más poderosa e inédita de la historia documentada. No obstante, la conducta de la Alianza parece destructiva e insensata. Ahora que la Alianza ha revelado algunas de las organizaciones que la patrocinan (véase mensajes [números de identificación]), creo que conocemos sus verdaderos motivos. Veo conexiones entre la Alianza y la vieja Hegemonía Aprahanti. Hace mil años, ese grupo emprendió una cruzada similar, adueñándose de propiedades que quedaron desocupadas a raíz de recientes Trascendencias. Se requirió un gran esfuerzo para detener a la Hegemonía en esa parte de la galaxia. Creo que esta gente ha regresado sacando partido del pánico que ha provocado la Plaga (que por cierto constituye una amenaza mucho mayor).

Mi consejo: cuidaos de la Alianza y sus esfuerzos «heroicos».


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Schirachene—»rondralip—»triskweline, unidades SjK

De: Sínodo de Comunicaciones Reposo Armónico

Asunto: Encuentro con agentes de la Perversión

Síntesis: El mensaje muestra un fraude

Distribución: Amenaza de la Plaga

Fecha: 6,37 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: ¿Hanse es un fraude?

Texto del mensaje:

No sentimos una simpatía especial por ninguno de los corresponsales que han tratado este tema. Empero, llama la atención que una entidad que no ha revelado su posición ni sus intereses específicos —«Hanse»— difame los esfuerzos de la Alianza para la Defensa. La Alianza mantuvo en secreto a sus simpatizantes durante el período en que reunía sus fuerzas, cuando un solo golpe de la Perversión podía destruirla por completo. Desde entonces, ha actuado con plena transparencia.

Hanse se pregunta por qué una sola nave estelar puede merecer la atención de la Alianza. Como Reposo Armónico fue el escenario de los últimos acontecimientos, estamos en posición de dar explicaciones. La nave en cuestión, la Fuera de Banda II, está claramente diseñada para operar en el Fondo del Allá e incluso es capaz de operar limitadamente en la Zona Lenta. La nave se presentó como un vuelo zonográfico especial destinado a estudiar las recientes turbulencias del Fondo. De hecho, esta nave cumple una misión muy diferente. Después de su violenta partida, hemos recopilado algunos datos extraordinarios.

Por lo menos uno de los tripulantes era humano. Aunque procuraron mantenerse ocultos y utilizaron la mediación de mercaderes escroditas, tenemos grabaciones. Se obtuvo una biosecuencia de un individuo y concuerda con los patrones que figuran en dos de cada tres de los archivos Homo Sapiens (es bien sabido que el tercer archivo, en Sneerot Menor, está bajo el control de gente que simpatiza con los humanos). Algunos dirían que este engaño se fundamentó en el miedo. A fin de cuentas, estos hechos ocurrieron después de la destrucción de Sjandra Kei. Creemos lo contrario: el contacto inicial de la nave con nosotros se produjo antes del episodio de Sjandra Kei.

Hemos realizado un atento análisis de las tareas de reparaciones que nuestros astilleros realizaron sobre esta nave, cuya automatización de ultraimpulso es tan compleja y profunda que ni siquiera el camuflaje más astuto puede ocultar todos sus refinamientos. Sabemos ahora que la Fuera de Banda II procedía del sistema de Relé y que partió de allí después del ataque de la Perversión. Pensad en lo que esto significa.

La tripulación de la Fuera de Banda II llevaba armas estando en un hábitat, mató a varios sofontes locales y escapó antes de que nuestros músicos [¿armonizadores?, ¿policías?] recibieran la denuncia. Tenemos buenas razones para desearles mala suerte.

Pero nuestra desgracia es una nimiedad comparada con el desenmascaramiento de esta misión secreta. Agradecemos muchísimo que la Alianza esté dispuesta a arriesgar tanto para seguir esta pista.

Esta crónica informativa consiste en algo más que las afirmaciones infundadas de costumbre. Esperamos que nuestra revelación despabile a cierta gente. Ante todo, pensad quién puede ser «Hanse». La Perversión es muy visible en el Allá Alto, donde ejerce gran poder y puede hablar con voz propia. Aquí abajo, es más probable que se valga del engaño y la propaganda encubierta. ¡Pensad en ello antes de leer mensajes de entidades no identificadas como «Hanse»!


Ravna apretó los dientes. Lo peor era que los datos de los mensajes eran correctos, aunque las interferencias fueran falsas y maliciosas, y ella no atinaba a adivinar si era una propaganda mal intencionada o simplemente San Rihndell expresando conclusiones sinceras (aunque Rihndell nunca había aparentado confiar tanto en las mariposas).

Todas las noticias parecían convenir en un detalle: muchas más naves de la flota perseguían a la FDB. Cualquiera podía ver el enjambre de rastros en un radio de mil años-luz. Se calculaba que más de tres flotas perseguían a la FDB. ¡Tres! La verborreica y jactanciosa Alianza para la Defensa, que según algunos estaba constituida por genocidas oportunistas. Detrás de ellos, Sjandra Kei… y lo que quedaba de la patria de Ravna, tal vez la única gente en quien pudiera confiar en todo el silencioso universo. Según varios corresponsales de noticias, era del Allá Alto. Esa flota podría tener problemas en el Fondo, pero por ahora ganaba terreno. Pocos dudaban que era hija de la Perversión. Ante todo, convencía al universo de que la FDB o su destino tenían una importancia cósmica. La gran pregunta era el porqué de esa importancia. Las especulaciones arreciaban a razón de cinco mil mensajes por hora. Un millón de puntos de vista estudiaban el misterio. Algunos de esos puntos de vista eran tan exóticos que, por comparación, los escroditas y los humanos podían parecer miembros de la misma especie. Al menos cinco participantes de esa serie de noticias eran habitantes gaseosos de coronas estelares. Ravna sospechaba que había un par de especies no catalogadas, seres tan tímidos que quizás ésta fuera la primera vez que utilizaban activamente la Red.

El ordenador de la FDB era mucho más lento que en el Allá Medio. Ravna no podía pedirle que examinara los mensajes buscando matices y connotaciones. Peor aún, si un mensaje no llegaba con un texto en triskweline, a menudo era ilegible. Los programas de traducción de la nave aún funcionaban bastante bien con la mayoría de los idiomas comerciales, pero incluso en esos casos la traducción era lenta y estaba plagada de sugerencias semánticas y galimatías.

Era sólo otro signo de que se aproximaban al Fondo del Allá. La traducción efectiva de las lenguas naturales requería algo muy parecido a un programa de traducción sentiente.

No obstante, con el diseño adecuado, las cosas podrían haber andado mejor. La automatización se podría haber degradado poco a poco ante las restricciones impuestas por esa profundidad. En cambio, dejaba de funcionar de repente y sus resabios eran lerdos y falibles. Si hubieran completado las refacciones antes de la caída de Relé… ¿Y cuántas veces he pedido eso? Esperaba que las naves perseguidoras se toparan con las mismas dificultades.

Así que Ravna utilizó la nave para detectar las noticias del grupo Amenaza. Muchas emisiones eran fútiles mensajes de gente deslumbrada por los «portentos».


Cripto: 0

Sintaxis: 43

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Arbwyth—»mercantil 24—»cherguelen—»triskweline, unidades SjK

De: Turbolabio de las Brumas [Tal vez una organización de criaturas nubosas volantes de un sistema joviano. Muy escasos antecedentes. Parece estar totalmente fuera de contacto. Recomendación del programa: borrar este corresponsal de la presentación]

Asunto: Objetivos de la Plaga en el Fondo

Distribución: Amenaza de la Plaga

Grandes Secretos de la Creación

Fecha: 4,54 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: La inestabilidad zonal y la Plaga, importancia de los hexápodos

Texto del mensaje:

Mis disculpas si estoy repitiendo conclusiones obvias. Mi único acceso a la Red es muy caro y me pierdo muchos mensajes importantes. Creo que cualquiera que haya seguido a Grandes Secretos de la Creación y Amenaza de la Plaga puede llegar a ciertas deducciones. Desde el episodio sobre el cual informó Reposo Armónico, la mayoría concuerdan en que la Perversión busca algo en el Fondo del Allá, en la región […]. Veo una posible conexión con Grandes Secretos. Durante los últimos doscientos veinte días se multiplicaron los informes sobre inestabilidad de interfaz zonal en la región que está debajo de Reposo Armónico. A medida que crecía la amenaza de la Plaga y continuaban sus ataques contra especies avanzadas y otros Poderes, esta inestabilidad ha aumentado. ¿No podría existir alguna correlación? Exhorto a todos a consultar su información sobre Grandes Secretos (o el archivo más próximo de ese grupo). Estos acontecimientos demuestran una vez más que todo el universo está entrelazado.


Algunos mensajes eran fascinantes:


Cripto: 0

Sintaxis: 43

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Wobblings—»baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Canto del Grillo bajo Sauce Alto [Canto del Grillo es una especie sintética creada como broma/experimento/instrumento por el Sauce Alto durante su Trascendencia. Canto del Grillo está en la Red desde hace más de diez mil años y estudia aplicadamente las sendas que conducen a la Trascendencia. Durante ocho mil años ha sido el corresponsal más intenso de «Dónde Están Ahora» y grupos emparentados. No existen pruebas de que una colonia de Canto del Grillo haya Trascendido. Canto del Grillo es tan especial que existe un amplio grupo de noticias consagrado a especular sobre esta especie. Existe el consenso de que Canto del Grillo fue diseñada por Sauce Alto como una sonda en el Allá, y que la especie es incapaz de intentar su propia Trascendencia]

Asunto: Objetivo de la Plaga en el Fondo

Síntesis: El mensaje muestra un fraude

Distribución: Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses «Dónde Están Ahora»

Fecha: 5,12 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: Sobre el devenir Trascendente

Texto del mensaje:

Al contrario de lo que dicen otros mensajes, existen varias razones para que un Poder instale artefactos en el Fondo del Allá. El mensaje de Abselor sobre esta serie cita algunos: está comprobado que ciertos Poderes sienten curiosidad por la Zona Lenta e incluso por las Honduras Sin Pensamiento. En casos excepcionales se han enviado expediciones (aunque el retorno desde las Honduras se produciría mucho después que el Poder en cuestión perdiera interés en todas las cuestiones locales).

Sin embargo, ninguno de estos motivos es probable aquí. Para quienes están familiarizados con la Trascendencia de Combustión Rápida, es evidente que la Plaga es una criatura que busca la estasis. Su interés en el Fondo es muy repentino y creemos que nace de ciertas revelaciones obtenidas en Reposo Armónico. En el Fondo hay algo que es vital para el bienestar de la Perversión.

Analicemos el concepto de disonancia ablativa (véase el archivo grupal «Dónde Están Ahora»): nadie conoce los procedimientos de configuración que usaban los humanos del reino de Straumli. Es posible que la Combustión Rápida haya tenido inteligencia Trascendente. ¿Y si quedó insatisfecha con el rumbo del channedring? En tal caso quizás intente ocultar el birthinghel de despegue. El Fondo no sería un sitio donde el algoritmo se ejecutaría normalmente, pero a partir de él podrían crearse avatares de funcionamiento normal.


Hasta cierto punto, Ravna podía desentrañar esa jerigonza. Disonancia ablativa era un término común en Teología Aplicada. Pero luego, como uno de esos sueños donde está por revelarse el secreto de la vida, el mensaje se volvía totalmente descabellado.

Había mensajes que no eran obtusos ni crípticos. Como de costumbre, Sandor del Zoo decía muchas verdades:


Cripto: 0

Recepción: nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Triskweline, unidades SjK

De: Inteligencia de Arbitraje Sandor, en el Zoo [Conocida empresa militar del Allá Alto. Si esto es una farsa, alguien está viviendo peligrosamente]

Asunto: Objetivo de la Plaga en el Fondo

Frases clave: Cambio repentino en la táctica de la Plaga

Distribución: Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 8,15 días desde la caída de Sjandra Kei

Texto del mensaje:

Por si no lo sabéis, Inteligencia Sandor tiene varios contactos en la Red. Podemos recibir mensajes por sendas que no tienen nódulos intermedios en común. Así, podemos confiar en que las noticias recibidas no han sido alteradas durante su trayecto. (Quedan las mentiras y malentendidos que estaban presentes desde el principio, pero eso es lo que hace interesantes las operaciones de inteligencia.) La Plaga ha constituido nuestra máxima prioridad desde su aparición un año atrás. No es sólo por la evidente fuerza de la Plaga, por la destrucción y los deicidios que ha cometido. Tememos que esto sea lo menos temible de la Amenaza. En el pasado documentado han existido perversiones casi igualmente poderosas. Lo que distingue a ésta es su estabilidad. No vemos indicios de evolución interna; en ciertos sentidos es menos que un Poder. Quizá nunca pierda interés en controlar el Allá Alto. Tal vez estemos presenciando un cambio general y permanente en la naturaleza de las cosas. Imaginadlo: una necrosis estable, donde la única sentiencia del Allá Alto sea la Plaga.

En consecuencia, el estudio de la Plaga es para nosotros una cuestión de vida o muerte (aunque somos poderosos y contamos con una amplia distribución). Hemos llegado a varias conclusiones. Algunas pueden ser obvias para los lectores, otras pueden ser flagrantes especulaciones. Todas cobran un nuevo matiz con los acontecimientos que ha comunicado Reposo Armónico.

Casi desde el principio, la Plaga ha buscado algo. Esta búsqueda se ha extendido mucho más allá de su agresiva expansión física. Sus agentes automáticos han intentado penetrar virtualmente en cada nódulo del Tope del Allá; la Red Alta está desquiciada, reducida a protocolos tan ineficientes como los de abajo. Al mismo tiempo, la Plaga ha robado varios archivos. Tenemos pruebas de que numerosas flotas están buscando archivos ajenos a la Red en el Tope y en el Trascenso Bajo. Al menos tres Poderes han perecido en esta devastación.

Y ahora, de repente, el ataque finaliza. La Plaga continúa su implacable expansión física, pero ya no hurga en el Allá Alto. Por lo que sabemos, el cambio se produjo dos mil segundos antes de que la nave humana escapara del Allá Alto. Menos de seis horas después, vimos los comienzos de esa flota silenciosa sobre la que tanto se especula. Esa flota es una criatura de la Plaga.

En otros tiempos, la destrucción de Sjandra Kei y los motivos de la Alianza para la Defensa serían asuntos importantes (y nuestra organización se interesaría en operar con los afectados). Pero todo esto pierde preeminencia ante esta flota y la nave que persigue. Y disentimos con el análisis [¿implicación?] de Reposo Armónico: nos resulta evidente que la Plaga no sabía nada sobre la Fuera de Banda II hasta que dicha nave fue descubierta en Reposo Armónico.

Esa nave no es un instrumento de la Plaga, pero contiene o busca algo de gran importancia para la Perversión. ¿De qué se trata? Aquí comenzamos con francas especulaciones. Y ya que estamos especulando, utilizaremos esas poderosas pseudoleyes, los Principios de la Mediocridad y del Supuesto Mínimo. Si la Plaga tiene el potencial para adueñarse de todo el Tope en una estabilidad permanente, ¿por qué esto no ha sucedido antes? Conjeturamos que la Plaga se ha manifestado anteriormente (con consecuencias tan aciagas que el acontecimiento marca el comienzo del tiempo documentado), pero tiene su propio enemigo natural.

El orden de los acontecimientos sugiere una posibilidad específica, familiar en la seguridad de la Red. Hubo una vez (hace mucho tiempo) otra manifestación de la Plaga. Se montó una victoriosa defensa y todas las copias conocidas de la fórmula de la Plaga fueron destruidas. En una red vasta, nunca tenemos la certeza de haber eliminado todas las copias de algo nocivo. Sin duda, la defensa estaba distribuida en grandes cantidades. Pero aunque dicha distribución incluya archivos que contienen la Perversión, quizá la defensa no surta efecto si la Plaga no está activa allí.

Los infortunados humanos del reino de Straumli se toparon con uno de esos archivos, sin duda una ruina a gran distancia de la Red. Hicieron que la Plaga se manifestara y luego activaron el programa defensivo. El enemigo de la Plaga logró escapar de la destrucción, y la Plaga le busca desde entonces, pero a tontas y a locas. En su debilidad, la nueva manifestación de la defensa se replegó a honduras donde ningún Poder pensaría en penetrar. Honduras de las cuales jamás podría regresar sin ayuda externa. Una especulación sobre otra: no podemos adivinar la naturaleza de esta defensa, excepto que su repliegue es un signo desalentador. Y hasta ahora ese sacrificio ha sido en vano, ya que la Plaga ha detectado el engaño.

La flota de la Plaga es evidentemente una fuerza improvisada, armada precipitadamente con los efectivos que estaban más cerca del descubrimiento. Sin dicha premura, su presa no se les habría escabullido. Es probable, pues, que el equipo de los perseguidores sea inapropiado para las honduras y que su misión se degrade con el descenso. Sin embargo, estimamos que conservará mayor potencia que cualquier fuerza que pueda llegar a ese ámbito en el futuro próximo.

Podremos saber más cuando la Plaga llegue al destino de la Fuera de Banda II. Si destruye ese destino de inmediato, sabremos que allí existía algo realmente peligroso para la Plaga (y tal vez en otra parte, al menos como fórmula). De lo contrario, tal vez la Plaga esté buscando algo que la tornará aún más peligrosa.


Ravna se reclinó, miró la pantalla. Inteligencia de Arbitraje Sandor era uno de los corresponsales más lúcidos de ese grupo de noticias, pero incluso sus predicciones presentaban distintas formas del desastre, y las exponía con frialdad, analíticamente. Ravna sabía que Sandor era poliespecífica, con filiales por todo el allá Alto. Pero no era un Poder. Si la Perversión podía arrasar Relé y matar a Antiguo, ni siquiera todos los recursos de Sandor bastarían si el enemigo decidía engullirles. El análisis tenía el tono de un piloto que afronta una emergencia y procura descifrar el peligro sin perder tiempo en asustarse.

¡Oh Pham, ojalá pudiera hablar contigo como antes! Arqueó el cuerpo en la gravedad cero. Sollozó despacio, sin esperanza. En los últimos cinco días apenas se habían hablado. Vivían como encañonándose con armas. Y esto era literal: ella lo había hecho así. Cuando Ravna, los escroditas y Pham estaban juntos, al menos el peligro era un peso compartido. Ahora estaban divididos y sus enemigos se aproximaban poco a poco. ¿De qué serviría la esquirla divina de Pham contra mil naves enemigas y la Plaga?

Flotó un rato y sus sollozos se apagaron en un silencio angustiado. De nuevo se preguntó si había actuado correctamente. Había amenazado la vida de Pham para proteger a Vaina Azul, Tallo Verde y su especie. Con ello había ocultado la mayor traición en la historia de la Red Conocida. ¿Puede una sola persona tomar semejante decisión? Pham le había hecho esa pregunta y ella había respondido que sí, pero…

La pregunta la inquietaba todos los días. Y todos los días procuraba hallar una salida. Se enjugó el rostro en silencio. No ponía en duda el descubrimiento de Pham.

En la Red había corresponsales ingeniosos que argumentaban que algo tan vasto como la Plaga era un desastre trágico, no un mal. El mal, razonaban, sólo podía tener sentido en escalas más pequeñas, en el dolor que un sofonte le inflige a otro. Antes de RIP, el razonamiento había parecido un frívolo juego de palabras. Ahora Ravna veía que tenía sentido, pero era erróneo. La Plaga había creado a los escroditas, una especie maravillosa y pacífica. Su presencia en mil millones de mundos había sido benéfica y ello ocultaba el potencial para convertir a los amigos en monstruos. Al pensar en Vaina Azul y Tallo Verle, temiendo los estragos que podían causar esas buenas criaturas, Ravna comprendía que afrontaba el mal en escala Trascendente.

Ella había contratado a Vaina Azul y Tallo Verde para esa misión; ellos no se lo habían pedido. Eran amigos y aliados, y no estaba dispuesta a causarles daño por temor a aquello en que pudieran convertirse.

Tal vez fue por las últimas noticias, tal vez fue porque afrontaba las mismas imposibilidades por enésima vez que Ravna se enderezó, mirando esos últimos mensajes. Bien. Creía en las palabras de Pham sobre la amenaza escrodita. Creía que aquellos dos eran enemigos sólo en potencia. Lo había arriesgado todo para salvar a esa especie. Quizá fuera un error, pero aprovecha las ventajas que hay en ello. Si has de salvarles porque les consideras aliados, trátales como a tales. Trátales como los amigos que son. Todos somos peones en esta partida.

Ravna enfiló hacia la puerta de su cabina.

La cabina de los escroditas estaba detrás del puente de mando. Ninguno de los dos había salido desde el episodio de RIP. Mientras se dirigía a la puerta, Ravna esperaba ver algún instrumento de Pham acechando en las sombras. Sabía que él hacía lo posible para «protegerse». Sin embargo no había nada inusitado. ¿Qué pensará él de esta visita?

Se anunció. Apareció Vaina Azul. Su escrodo no tenía estrías cosméticas y la cabina era un caos. La hizo entrar agitando las frondas.

—Mi dama.

—Vaina Azul —saludó Ravna. A veces se maldecía por confiar en los escroditas, pero a veces sentía vergüenza por haberles abandonado—. ¿Cómo está Tallo Verde?

Asombrosamente, Vaina Azul unió las frondas en una sonrisa.

—¿Lo adivinaste? Es el tercer día que usa su nuevo escrodo. Te lo mostraré, si quieres.

Ella avanzó en medio del equipo que estaba desperdigado por la habitación. Era similar al equipo que Pham había usado para construir su armadura energética, y si Pham lo había visto, tal vez estuviera fuera de quicio.

—He trabajado con él desde que… Pham nos encerró aquí. Tallo Verde estaba en la otra habitación. Su tallo y sus frondas surgían de una maceta plateada. No había ruedas, parecía un escrodo tradicional. Vaina Azul rodó por el cielo raso y extendió una fronda hacia su compañera. Le susurró algo y ella respondió.

—Este pequeño escrodo es muy limitado. No tiene movilidad ni provisión redundante de energía. Lo copié de un diseño menor, un instrumento sencillo concebido por los dirokimes. Sólo sirve para permanecer en un sitio, mirando en una dirección, pero ofrece soporte de memoria efímera y concentradores de atención… Ella está de vuelta conmigo. —La acarició con algunas frondas y con otras señaló el ingenio que había construido—. No está malherida. A veces tengo dudas… A pesar de lo que dice Pham, tal vez en el último momento no pudo matarla.

Hablaba nerviosamente, como temiendo la respuesta de Ravna.

—Los primeros días estuve muy preocupado, pero el cirujano es muy eficiente. Le dio tiempo suficiente para erguirse en una fuerte rompiente, para pensar despacio. Desde que le di este escrodo, ella ha practicado la calistenia de la memoria, repitiendo lo que decimos yo y el cirujano. Con el escrodo, ella puede retener un nuevo recuerdo cada casi quinientos segundos. Ese tiempo suele bastar para que su mente natural aloje un pensamiento en la memoria duradera.

Ravna se aproximó. Había nuevas arrugas en las frondas de Tallo Verde, cicatrices que sanaban. Sus superficies visuales siguieron a Ravna. La escrodita sabía que ella estaba allí y la recibía cordialmente.

—¿Puede hablar trisk, Vaina Azul? ¿Tienes un vóder conectado?

—¿Qué? —Vaina Azul emitió un zumbido. Estaba distraído o nervioso—. Sí, sí. Sólo dame un minuto… antes no había necesidad. Nadie quería hablarnos. —Hizo una conexión en el escrodo.

—Hola, Ravna —dijo Tallo Verde—. Te reconozco. —Sus frondas susurraron al son de las palabras.

—Yo también te reconozco. Me alegra que estés de vuelta.

La voz del vóder era débil, nostálgica.

—Sí. Me cuesta expresarme. Quiero hablar, pero no estoy segura. ¿Tienen sentido mis palabras?

Sin que lo viera Tallo Verde, Vaina Azul hizo una seña a Ravna con un zarcillo: Dile que sí.

—Sí, te entiendo, Tallo Verde. —Y Ravna decidió que nunca más se enfadaría con Tallo Verde cuando no recordara algo.

—Bien. —Tallo Verde endureció las frondas y no habló más.

—¿Ves? —dijo Vaina Azul—. Río de felicidad. En este momento, Tallo Verde está alojando esta conversación en su memoria duradera. Por ahora es lenta, pero estoy mejorando el instrumental. Creo que su lentitud obedece ante todo al shock emocional.

Siguió acariciando las frondas de Tallo Verde, pero ella no dijo nada más. Ravna se preguntó si realmente Vaina Azul podía reír de felicidad.

Detrás de los escroditas había una serie de ventanas, ahora adaptadas a la visión escrodita.

—¿Has seguido las noticias? —preguntó Ravna.

—Sí, en efecto.

—Me siento tan impotente. —Me siento tan tonta diciéndote esto.

Pero Vaina Azul no se ofendió. Pareció agradecer el cambio de tema, prefiriendo preocupaciones menos inmediatas.

—Sí. Vaya si somos famosos. Tres flotas nos persiguen, mi dama. Qué divertido.

—Parece que tardarán en alcanzarnos. Vaina Azul encogió las frondas.

—El caballero Pham ha resultado ser un piloto muy competente. Me temo que las cosas cambiarán a medida que descendamos. Las automatizaciones superiores de la nave fallarán poco a poco. Lo que llamáis «control manual» se volverá muy importante. La FDB fue diseñada para mi especie, mi dama. Al margen de lo que el caballero Pham opine de nosotros, en el Fondo somos los más aptos para pilotarla. Así que, poco a poco, los demás nos alcanzarán, o al menos los que sepan conducir sus propias naves.

Ravna no había pensado en ello, y seguro que nunca lo hubiera averiguado leyendo la Red. Qué lástima que también sean malas noticias.

—Pero Pham debe saberlo.

—Supongo que sí, pero es presa de sus temores. ¿Qué puede hacer? De no ser por ti, mi dama Ravna, ya nos habría matado. Tal vez, cuando deba escoger entre la muerte inmediata y confiar en nosotros, tal vez entonces exista una oportunidad.

—Para entonces será demasiado tarde. Mira, aunque él no confíe, aunque piense lo peor de los escroditas, tiene que haber un modo —y se le ocurrió que a veces no es preciso cambiar los pensamientos ni el odio de la gente—. Pham quiere llegar al Fondo para recobrar el antídoto. Piensa que vosotros sois aliados de la Plaga y buscáis lo mismo. Pero hasta cierto punto… —Hasta cierto punto se puede colaborar, postergar el enfrentamiento.

Vaina Azul reaccionó airadamente.

—No soy un aliado de la Plaga, Tallo Verde tampoco, la especie escrodita tampoco. —Giró en torno de su compañera, rodó por el techo hasta que sus frondas quedaron suspendidas ante el rostro de Ravna.

—Lo lamento. Es sólo el potencial…

—¡Pamplinas! —chirrió el vóder—. Nos topamos con mala gente. Cada especie tiene gente que mata por lucro. Utilizaron la fuerza con Tallo Verde, sustituyeron datos en su vóder. Pham Nuwen mataría miles de millones de los nuestros por creer en sus fantasías. —Hizo un gesto de impaciencia. Ravna vio algo que nunca había visto en un escrodita: sus frondas cambiaron de color, se oscurecieron.

El movimiento cesó y Vaina Azul no habló más. Entonces Ravna oyó un chillido que parecía proceder de un vóder. El sonido crecía, un aullido furibundo. Era Tallo Verde.

El chillido alcanzó gran estridencia y se descompuso en un triskweline quebrado.

—¡Es verdad! Por todas nuestras transacciones, Vaina Azul, es verdad…

El vóder escupió ruido de estática. Tallo Verde agitó las frondas en un gesto equivalente a los ojos desorbitados de un humano, un farfulleo de histeria.

Vaina Azul ya estaba junto a la pared, procurando sintonizar el nuevo escrodo. Las frondas de Tallo Verde la apartaron y el vóder continuó:

—Yo estaba horrorizada, Vaina Azul. Estaba horrorizada, pero no podía detenerlo… —la voz quedó en silencio un instante y, esta vez, Vaina Azul no intervino—. Recuerdo todo hasta los últimos cinco minutos. Y lo que dice Pham es cierto, querido. Leal como eres, y he presenciado esa lealtad durante doscientos años, en un instante podrías transformarte… tal como yo. —Ahora hablaba a borbotones, sin poder contenerse. Recordaba horrores que estaban tallados profundamente y al fin se reponía de un shock espantoso—. Yo estaba detrás de ti, ¿recuerdas, Vaina Azul? Tú estabas negociando con los piernas-de-marfil, así que no lo viste. Yo vi a los otros escroditas que se acercaban. No le di importancia: una reunión de amigos, tan lejos de casa. Entonces uno me tocó el escrodo. Yo… —Tallo Verde titubeó, agitó las frondas—. Terrorífico, terrorífico…

Y al cabo de un instante:

—De pronto hubo nuevos recuerdos en el escrodo, Vaina Azul. Nuevos recuerdos, nuevas actitudes. Pero de miles de años de profundidad. Y no me pertenecían. Al instante. Ni siquiera perdí la conciencia. Pensaba con igual claridad, conservaba los mismos recuerdos.

—¿Y qué pasó cuando te resististe? —preguntó Ravna.

—¿Resistirme? Mi dama Ravna, no me resistí, les pertenecía. No, no a ellos, porque ellos también pertenecían a alguien. Éramos cosas, con nuestra inteligencia al servicio de otro. Muertos, y vivos para ver nuestra muerte. Te hubiera matado a ti, a Pham, a Vaina Azul. No puedes imaginarlo, Ravna. Los humanos habláis de violación. Nunca podéis saber… —una larga pausa—. Eso no está bien. En el Tope del Allá, dentro de la Plaga misma… quizás allí todos vivan como yo viví.

Sus temblores no se calmaban, pero los gestos ya no eran histéricos. Las frondas decían algo en su idioma, rozando suavemente las de Vaina Azul.

—Toda nuestra especie, amor. Tal como lo dice Pham.

Vaina Azul se marchitó, con un desgarrón similar al que Ravna había sufrido al enterarse de la destrucción de Sjandra Kei. Ésos habían sido sus mundos, su familia, su vida. Vaina Azul estaba enterándose de algo peor.

Ravna se acercó, acarició las frondas de Tallo Verde.

—Pham dice que la causa está en los escrodos grandes. —Un sabotaje realizado miles de millones de años atrás.

—Sí, está principalmente en los escrodos. El «gran regalo» que tanto amamos los escroditas está destinado a controlarnos, pero me temo que también nosotros sufrimos modificaciones. Cuando me tocaron el escrodo, fui convertida al instante. Inmediatamente, todo lo que me importaba perdió sentido. Somos como bombas inteligentes, esparcidas por billones en el espacio, donde todos creen que es seguro. Nos usarán con cuidado. Somos el arma secreta de la Plaga, especialmente en el Allá Bajo.

Vaina Azul tembló y dijo con voz trémula:

—Y todo lo que afirma Pham es correcto.

—No, Vaina Azul, no todo. —Ravna recordó su estremecedor enfrentamiento con Pham Nuwen—. Él tiene los datos, pero los evalúa mal. Mientras vuestros escrodos no sean pervertidos, sois la misma gente a quienes confié este vuelo al Fondo.

Vaina Azul apartó la mirada con cierta ofuscación.

—Mientras los escrodos no sean pervertidos —dijo Tallo Verde—, Pero mira qué fácil fue, con cuánta prontitud fui aliada de la Plaga.

—Sí, pero ¿podía ocurrir sin un contacto directo? ¿Podrías «modificarte» al leer las noticias de la Red? —La pregunta era irónica, pero Tallo Verde la tomó literalmente.

—No si sólo leo las noticias, ni con mensajes de protocolo estándar. Pero aceptar una transmisión dirigida a utilitarios del escrodo podría lograrlo.

—Entonces estamos a salvo. Tú, porque ya no usas un escrodo grande. Vaina Azul, porque…

—Porque nunca me tocaron… pero, ¿cómo puedes saberlo? —Aún seguía ofuscado, en medio de su bochorno, pero era una ofuscación desesperanzada, dirigida contra algo muy lejano.

—No, querido. No te han tocado. Yo lo sabría.

—Sí, pero ¿por qué Ravna habría de creerte?

Todo podría ser una mentira, pensó Ravna, pero creo en Tallo Verde. Creo que nosotros cuatro somos los únicos de todo el Allá que pueden dañar a la Plaga. Si tan sólo Pham lo comprendiera.

—¿Dices que pronto perderemos nuestra ventaja?

Vaina Azul hizo un gesto afirmativo.

—En cuanto estemos más abajo. Nos alcanzarán en cuestión de semanas.

Y entonces no importará quién está pervertido y quién no.

—Creo que debemos hablar con Pham Nuwen. —Y al cuerno con la esquirla divina.

Antes Ravna no podía imaginar cómo resultaría la confrontación. Posiblemente, si había perdido todo contacto con la realidad, Pham intentaría matarles cuando aparecieran en el puente de mando. Lo más probable era que llovieran insultos y amenazas, y que estuvieran de nuevo como al principio.

En cambio, Pham actuó casi como antes de Reposo Armónico. Les dejó entrar en el puente de mando y no hizo comentarios cuando Ravna se interpuso entre él y los escroditas. Escuchó sin interrumpir mientras Ravna explicaba lo que había dicho Tallo Verde.

—Ellos dos son leales, Pham, y sin su ayuda no llegaremos al Fondo.

Pham asintió, miró las ventanas. Algunas mostraban un paisaje estelar natural, pero la mayoría eran imágenes de ultrarrastreo, lo más parecido a una imagen de los enemigos que se aproximaban a la FDB. Su expresión calma se alteró un instante y el Pham que ella amaba pareció aflorar, desesperado.

—¿Y de veras crees todo esto, Ravna? ¿Cómo? —Luego recobró su expresión distante y neutra—. No importa. Es verdad que si no colaboramos nunca llegaremos al mundo de los púas. Vaina Azul, acepto tu ofrecimiento. Con ciertas reservas, pero trabajaremos juntos.

Hasta que pueda liquidarte, parecía decir en silencio. El enfrentamiento quedaba postergado.

33

Les faltaban menos de ocho semanas para llegar al mundo de los púas, según los cálculos de Pham y Vaina Azul. Siempre que la Zona permaneciera estable. Siempre que sus perseguidores no les alcanzaran.

Menos de dos meses, después de haber viajado seis. Pero los días ya no eran como antes. Cada jornada era un desafío, un conflicto a veces solapado, a veces áspero; como cuando Pham privó a Vaina Azul de su equipo de taller.

Pham vivía ahora en el puente de mando: cuando se marchaba, cerraba la compuerta utilizando su código de identidad. Había destruido, o creía haber destruido, todos los demás enlaces privilegiados con la automatización de la nave. Él y Vaina Azul colaboraban continuamente, pero no como antes. Cada paso era lento. Vaina Azul lo explicaba todo, pero no podía realizar ninguna demostración. En esas ocasiones las discusiones se volvían más acaloradas y Pham debía escoger, entre un peligro y otro, ya que cada día las flotas perseguidoras se aproximaban más: dos bandas de asesinos, y lo que quedaba de Sjandra Kei. Evidentemente, parte de la flota de Seguridad Comercial de SjK podía combatir y quería vengarse de la Alianza. Una vez, Ravna sugirió a Pham que se comunicara con Seguridad Comercial e intentara persuadirles de atacar a la flota de la Plaga. Pham la miró con frialdad.

—Aún no, tal vez nunca —dijo lacónicamente. En cierto modo esa respuesta fue un alivio, porque la batalla habría sido un riesgo suicida. Ravna no quería que los supervivientes de su pueblo muriesen por ella.

Tal vez la FDB llegara al mundo de los púas antes que el enemigo, pero con muy poco tiempo de diferencia. A veces Ravna lloraba desesperada. Recobraba el ánimo al pensar en Jefri y Tallo Verde. Ambos la necesitaban, y después de algunas semanas más ella podría ayudar.

Los planes defensivos de Acero continuaban. Los púas tenían cierto éxito con su radio de banda ancha. Acero informaba que las fuerzas de Tallamadera iban camino hacia el norte: había más de una carrera contra el tiempo. Ravna pasaba muchas horas en la biblioteca de la nave, diseñando más regalos para el amigo de Jefri. Algunas cosas, como los telescopios, eran fáciles; pero otras… No era un esfuerzo inútil. Aunque la Plaga triunfara, su flota tal vez ignorase a los nativos, tal vez se conformase con destruir la FDB y recobrar el Antídoto.

Tallo Verde mejoraba lentamente. Al principio Ravna temía que la mejora estuviera sólo en su imaginación. Pasaba buena parte del día con la escrodita, procurando ver nuevos progresos en sus reacciones. Tallo Verde estaba muy distante, como un humano con apoplejía, pero parecía haber superado el espanto de sus primeras conversaciones. Tal vez sus progresos recientes sólo reflejaran la sensibilidad de Ravna, la presencia de Ravna; pero Varna Azul insistía en que los progresos eran reales y lo cierto era que algo estaba sanando en el límite entre la escrodita y su pequeño escrodo. Tallo Verde hablaba con mayor coherencia, integraba más recuerdos. Con frecuencia ayudaba a Ravna, veía cosas que ella había pasado por alto.

—El caballero Pham no es el único que teme a los escroditas. Vaina Azul también está asustado y se está desgarrando. No lo admite ni siquiera ante mí, pero cree posible que estemos infectados al margen de nuestros escrodos. Ansia convencer a Pham de que no es verdad… y convencerse a sí mismo —calló un largo instante, rozando el brazo de Ravna con una fronda. Las rodeaban sonidos acuáticos, pero la automatización de la nave ya no podía producir agua—. Suspiro melancólicamente. Debemos fingir que hay oleaje, querida Ravna. En alguna parte siempre lo hay, al margen de lo que haya ocurrido en Sjandra Kei, al margen de lo que ocurra aquí.

Vaina Azul era muy cariñoso con su compañera, pero cuando estaba a solas con Ravna demostraba su cólera.

—No, no, no tengo objeciones con la actuación del caballero Pham. Tal vez podríamos adelantarnos un poco más si yo condujera pero aun así las naves más próximas ganarían distancia. Se trata de otras cosas, mi dama. Tú sabes que nuestras automatizaciones no son eficientes aquí abajo, y Pham las está dañando más. Ha escrito sus propias órdenes de seguridad. Está transformando el entorno automatizado de la nave en un sistema de trampas.

Ravna había visto indicios de ello. Las zonas que rodeaban el puente de mando de la FDB y el taller parecían puestos de inspección militar.

—Tú conoces sus temores. Si esto le hace sentir más seguro…

—Ésa no es la cuestión, mi dama. Yo haría cualquier cosa para persuadirle de que acepte mi ayuda, pero lo que está haciendo es peligroso. Nuestras automatizaciones ya no son fiables, y él las está empeorando. Si nos topamos con una emergencia, los programas ambientales sufrirán un colapso… descenso de atmósfera, fuga térmica, cualquier cosa.

—Yo…

—¿Acaso él no lo entiende? Pham no controla nada. —Su vóder emitió un chillido—. Tiene capacidad para destruir, pero eso es todo. Necesita mi ayuda. Él fue mi amigo. ¿Acaso no lo entiende?

Pham lo entendía, claro que lo entendía. Él y Ravna aún hablaban. Esas conversaciones eran difíciles para Ravna, pero a veces lograban razonar en vez de enzarzarse en una discusión.

—No me he adueñado de la nave, Ravna. No como la Plaga se adueña de los escroditas, al menos. Todavía domino mi alma.

Se apartó de la consola y sonrió irónicamente, reconociendo el fallo de esa convicción. Y esa sonrisa convencía a Ravna de que Pham Nuwen aún vivía y, a veces, hablaba.

—¿Y qué hay de la esquirla divina? Te veo durante horas frente a la pantalla, o hurgando en la biblioteca y las noticias. —Leyendo con mayor rapidez que cualquier humano.

Pham se encogió de hombros.

—Está estudiando las naves que nos persiguen, tratando de deducir cuál pertenece a quién, qué aptitudes poseen. No conozco los detalles. En esos momentos, mi autoconciencia se toma unas vacaciones. —En esos momentos, la mente de Pham se transformaba en un procesador de los programas que le había copiado Antiguo. Unas horas de fuga podían redundar en un instante de pensamiento al nivel de un Poder, y ni siquiera eso atinaba a recordar—. Pero sé una cosa. Sea lo que fuere la esquirla divina, es algo muy pequeño. No está viva, y en ciertos sentidos ni siquiera es muy lista. Para los asuntos cotidianos como pilotar la nave, sólo está el viejo Pham Nuwen.

—También estamos nosotros, Pham. Vaina Azul quisiera ayudar —murmuró Ravna. Ante esta sugerencia, Pham se encerraba en un gélido silencio, o estallaba de furia. Esta vez ladeó la cabeza.

—Ravna, Ravna, sé que le necesito…, y me alegra necesitarlo y no tener que matarle. —Todavía. Los labios de Pham temblaron un segundo y Ravna pensó que rompería a llorar.

—La esquirla divina no puede conocer a Vaina Azul… —No, la esquirla divina no me hace actuar así… Sólo hago lo que haría cualquier persona cuando hay tantas cosas en juego —dijo sin cólera. Tal vez hubiera una oportunidad. Tal vez se pudiera razonar. —Vaina Azul y Tallo Verde nos son leales, Pham. Salvo en Reposo Armónico… Pham suspiró.

—Sí, he pensado mucho en ello. Ellos fueron a Relé desde el reino de Straumli. Lograron que Vrinimi buscara la nave fugitiva. Eso huele a una trampa, pero tal vez fue inadvertida… o tal vez fue tendida por algo que se opone a la Plaga. En todo caso, entonces eran inocentes, porque de lo contrario la Plaga habría sabido desde el principio lo del mundo de los púas. La Plaga no supo nada hasta RIP, hasta que Tallo Verde fue pervertida. Y sé que Vaina Azul fue leal incluso entonces. Sabía ciertas cosas sobre mi armadura, los remotos, por ejemplo, sobre las que pudo prevenir a los demás.

La esperanza sorprendió a Ravna. Pham había reflexionado y…

—Son sólo los escrodos, Pham. Son trampas que aguardan para activarse. Pero aquí estamos aislados y tú destruiste el de TalloVerde…

Pham sacudió la cabeza.

—Es algo más que los escrodos. La Plaga también se encargó del diseño de los escroditas, al menos hasta cierto punto. De lo contrario no habría dominado a Tallo Verde con tal facilidad.

—Sí. Un riesgo muy pequeño en comparación con…

Pham no se movió, pero fue como si se alejara de ella, negando el apoyo que ella pudiera ofrecerle.

—¿Un riesgo pequeño? Lo ignoramos. Hay tantas cosas en juego… Camino sobre la cuerda floja. Si no utilizo ahora a Vaina Azul, la flota de la Plaga nos hará trizas. Si le permito hacer demasiado, si me fío de él, puede traicionarnos. Sólo tengo la esquirla divina y un puñado de recuerdos que quizá sean totalmente falsos. —Estas últimas palabras fueron casi inaudibles. Pham le clavó una mirada fría y extraviada—. Pero usaré lo que tengo, Ravna, y me valdré de lo que soy. De algún modo llegaré al mundo de los púas. De algún modo llevaré la esquirla de Antiguo hasta allá.

Las predicciones de Vaina Azul tardaron tres semanas más en cumplirse.

La FDB parecía una criatura robusta en el Allá Medio, y hasta su ultraimpulso averiado había fallado grácilmente. Ahora la nave estaba plagada de errores informáticos. No todo se debía a las manipulaciones de Pham. Como no habían podido realizar los últimos chequeos de coherencia, ninguna automatización destinada a funcionar en el Fondo era fiable. Pero sus fallos se complicaban por las desesperadas medidas de segundad de Pham.

La biblioteca de la nave tenía un código fuente para las automatizaciones genéricas del Fondo. Pham pasó vanos días revisándolo. Los cuatro estaban en el puente de mando durante la instalación, Vaina Azul tratando de ayudar, Pham examinando cada sugerencia con suspicacia. A los treinta minutos de la instalación, hubo unos estampidos sordos en el corredor principal. Ravna los habría ignorado, pero nunca había oído nada semejante a bordo de la FDB.

Pham y los escroditas fueron presa del pánico, a los viajeros del espacio no les agradan los ruidos inexplicables en la noche. Vaina Azul se dirigió a la escotilla, atravesó la abertura.

—No veo nada, caballero Pham.

Pham examinó deprisa las pantallas de diagnóstico, formatos mixtos en parte originados por la nueva configuración.

—Aquí tengo algunas luces de advertencia, pero…

Tallo Verde iba a decir algo, pero Vaina Azul regresó y habló deprisa:

—No puedo creerlo. Una cosa como ésta tendría que presentar imágenes, un informe detallado. Algo anda muy mal.

Pham lo miró un segundo, volvió a sus diagnósticos. Pasaron cinco segundos.

—Tienes razón. El diagnóstico de estado sólo repite informes anteriores.

Comenzó a obtener vistas de las cámaras de todo el interior de la FDB. Muy pocas suministraban informes, pero lo que mostraban…

El depósito de agua era una caverna brumosa y helada. De ahí procedían los estampidos: toneladas de agua lanzadas al espacio. Varios servicios de soporte habían enloquecido y…

… el puesto de inspección armada que estaba fuera del taller se había vuelto loco. Las armas disparaban continuamente en baja potencia. Y a pesar de la destrucción, los diagnósticos seguían siendo verdes, amarillos o sin informes. Pham tenía una cámara en el taller mismo. El taller estaba en llamas. Pham saltó de su silla y brincó hacia el techo. Por un instante pareció que echaría a volar del puente, pero se sujetó e intentó apagar el incendio.

Durante los siguientes minutos hubo silencio en el puente, salvo por los juramentos de Pham.

—Fallos encadenados —masculló varias veces—. La automatización de apagado de incendios no funciona… No puedo eliminar la atmósfera del taller. Mis armas lo han cerrado todo.

Incendio a bordo. Ravna había visto imágenes de esas catástrofes, pero siempre parecían improbables. En medio del vacío universal, ¿cómo podía sobrevivir un incendio? Y en gravedad cero, el fuego se sofocaría a sí mismo aunque la tripulación no pudiera eliminar la atmósfera. La cámara del taller ofrecía una visión brumosa de la realidad. Claro que las llamas devoraban el oxígeno. Había mamparos de espuma de construcción que apenas llameaban, protegidos momentáneamente por el aire muerto. Pero el fuego se propagaba, desplazándose hacia el aire fresco. En ciertos lugares, la turbulencia térmica enriquecía la mezcla y daba nueva vida a las llamas.

—Todavía tiene ventilación, caballero Pham.

—Lo sé. No puedo cerrar los conductos. Se deben haber fundido.

—Puede ser un problema de software. Prueba con esto…

Le impartió unas instrucciones que Ravna no entendió. Pham asintió y pulsó unas teclas.

En el taller, las llamas trepaban por la espuma de construcción. Ahora lamían las entrañas de la armadura a la cual Pham había dedicado tanto tiempo. Esta última revisión aún no estaba concluida. Ravna recordó que ahora trabajaba en un blindaje reactivo… Allí habría oxidizante…


—Pham, ¿está sellada la armadura?

El incendio estaba sesenta metros a popa, detrás de varias compuertas. La explosión llegó como una detonación sorda. Pero en la visión de la cámara, la armadura se despedazó y el fuego se irguió triunfante.

Segundos después, Pham siguió la sugerencia de Vaina Azul y los conductos del taller se cerraron. El incendio de la estropeada armadura continuó otra media hora, pero no se extendió más allá del taller.

Tardaron dos días en ordenarlo todo, hacer una estimación de los daños y asegurarse de que no se producirían nuevos desastres. La mayor parte del taller estaba destruido. No habría armadura en el mundo de los púas. Pham rescató algunas de las armas que antes custodiaban el taller. El desastre se había propagado por toda la nave en los clásicos estragos múltiples de los fallos encadenados. Habían perdido el cincuenta por ciento del agua. La lanzadera había perdido su automatización superior.

Los impulsores cohete estaban bastante estropeados. En el espacio interestelar no tenía mayor importancia, pero la concordancia final de velocidad se efectuaría a sólo 0,4 de gravedad. Gracias al cielo, el agrávido funcionaba y no tendrían dificultades para maniobrar en pozos gravitatorios abruptos; es decir, para aterrizar en el mundo de los púas.

Ravna sabía que habían estado a punto de perder la nave, pero vigilaba a Pham con mayor aprensión. Temía que tomara esto como una prueba definitiva de la traición de los escroditas y que perdiera la chaveta. Extrañamente, sucedió todo lo contrario. Su dolor y su angustia eran evidentes, pero no se desquitó con los demás, sino que trabajó con empeño para reparar los daños. Ahora hablaba más con Vaina Azul y, aunque no le permitía modificar las automatizaciones, aceptaba cautamente sus consejos. Juntos lograron que la nave regresara al estado previo al incendio.

Ravna habló con Pham al respecto.

—No he cambiado de opinión —dijo él—. Tenía que equilibrar los riesgos y lo eché a perder… Y tal vez no haya equilibrio. Tal vez la Plaga gane.

La esquirla divina se había empecinado en que Pham lo hiciera todo por su cuenta. Ahora actuaba de forma menos paranoica.

A siete semanas de Reposo Armónico, y a menos de una semana del mundo de los púas, Pham cayó varios días en trance. Antes estaba atareado en un fútil intento de realizar controles manuales de todas las automatizaciones que necesitarían en el mundo de los púas; ahora Ravna ni siquiera lograba hacerle comer.

La pantalla de navegación mostraba las tres flotas que habían identificado las noticias y la intuición de Pham: los agentes de la Plaga, la Alianza para la Defensa y lo que quedaba de Seguridad Comercial SjK. Monstruos despiadados y los restos de una víctima. La Alianza aún publicaba boletines regulares en las noticias. Seguridad Comercial SjK había despachado algunas refutaciones, pero en general callaba. No estaban habituados a la propaganda, o tal vez no les interesaba. A Seguridad Comercial sólo le restaba buscar su venganza. ¿Y la flota de la Plaga? Las noticias no habían oído nada de ella. Haciendo cálculos sobre partidas y naves perdidas, el grupo Analistas de Guerras llegó a la conclusión de que era un conjunto improvisado, todo lo que la Plaga controlaba allí abajo, en el momento del enfrentamiento de RIP. Ravna sabía que el análisis de Analistas de Guerras estaba errado en un detalle: la flota de la Plaga no callaba. En las últimas semanas había enviado treinta mensajes a la FDB, en formato de mantenimiento de escrodos. Pham había ordenado que la nave rechazara los mensajes sin leerlos y luego temió que no hubiera obedecido la orden. A fin de cuentas, la FDB era de diseño escrodita.

Ahora el tormento de Pham había aminorado. Permanecía sentado durante horas ante la pantalla. Pronto los de Sjandra Kei alcanzarían la flota de la Alianza. Al menos algunos villanos iban a pagarlo, aunque la flota de la Plaga y una parte de la Alianza sobrevivirían… Tal vez ese ensimismamiento sólo reflejaba la desesperación de la esquirla divina.

Pasaron tres días y Pham salió de su trance. Salvo por su rostro más enjuto, se le veía más normal de lo que había parecido en semanas. Pidió a Ravna que llevara a los escroditas al puente.

Pham señaló los rastros de ultraimpulso que surcaban la ventana. Las tres flotas estaban desperdigadas a través de un tosco cilindro de cinco años-luz de profundidad y tres años-luz de diámetro. La pantalla sólo mostraba el corazón de ese volumen, allí donde estaban apiñadas las naves más veloces de sus perseguidores. La posición de cada nave era un punto de luz que trazaba una estela de luces más tenues: el rastro que dejaba el ultraimpulso de ese vehículo.

—He usado el rojo, azul y verde para marcar mis conjeturas en cuanto al origen de cada rastro.

Las naves más veloces estaban amontonadas en una mancha tan densa que a esa escala parecía blanca, pero con banderines de color ondeando detrás. Había otras etiquetas, anotaciones que él había puesto pero que confesaba no entender.

—Al frente de este grupo, las más veloces entre las veloces todavía ganan terreno.

—Podríamos obtener más velocidad si me dieras control directo —dijo Vaina Azul con vacilación—. No mucho, pero…

La respuesta de Pham al menos fue cortés.

—No, estoy pensando en otra cosa, algo que Ravna sugirió hace un tiempo. Siempre ha sido una posibilidad y… creo que ha llegado el momento.

Ravna se acercó a la pantalla, miró los rastros verdes. Su distribución concordaba con lo que decían las noticias sobre los restos de Seguridad Comercial SjK. Todo lo que queda de mi gente.

—Hace unas cien horas que intentan trabarse en combate con la Alianza.

Pham la miró de soslayo.

—Sí —murmuró—. Pobres diablos. Es una flota de desesperados. Si yo estuviera en su lugar… —Recobró la calma—. ¿Alguna idea sobre su armamento?

Era una pregunta retórica, pero sacó el tema a relucir.

—Analistas de Guerras dice que Sjandra Kei esperaba alguna sorpresa desagradable desde que la Alianza se puso a hablar de «muerte a las alimañas». Seguridad Comercial se encargaba de la defensa en el espacio profundo. Su flota consiste en cargueros convertidos, provistos con armas de diseño local. Analistas de Guerras sostiene que no podrían competir con el otro bando, si la Alianza estuviera dispuesta a sufrir muchas bajas. El problema es que Sjandra Kei no esperaba un ataque contra los planetas. Así que cuando apareció la nota de la Alianza, la nuestra le salió al encuentro…

—… y en el ínterin, las bombas KE caían en pleno corazón de Sjandra Kei.

En mi corazón.

—Sí, la Alianza debía haber lanzado esas bombas semanas atrás.

Pham Nuwen rió secamente.

—Si yo estuviera en la flota de la Alianza, ahora estaría un poco nervioso. Son inferiores en número y esas naves reformadas parecen muy veloces… Apuesto a que cada piloto de Sjandra Kei se muere por vengarse. Humm. Pero no hay modo de que puedan liquidar todas las naves de la Alianza o todas las naves de la Plaga. No tendría objeto… —Miró a Ravna—. Si dejamos las cosas como están, la flota de Sjandra Kei acabará por alcanzar a la Alianza y tratará de destrozarla.

Ravna asintió.

—Dentro de unas doce horas, según dicen.

—Y entonces sólo nos seguirá la flota de la Plaga. Pero si podemos convencer a tu gente para que luchen contra los enemigos adecuados…

Era el plan que era la pesadilla de Ravna. Todo lo que restaba de Sjandra Kei muriendo para salvar a la FDB. Era muy improbable que la flota de Sjandra Kei pudiera destruir todas las naves de la Plaga. Pero están aquí para luchar. ¿Por qué no una venganza que sirva de algo? Ése era el mensaje de la pesadilla y ahora concordaba con los planes de la esquirla divina.

—Hay problemas. Ellos no saben qué estamos haciendo, ni el propósito de la tercera flota. Si les decimos algo, los demás lo interceptarán. —La ultraonda era direccional, pero la mayoría de sus perseguidores estaban demasiado mezclados.

Pham asintió.

—Tenemos que hallar un modo de hablar sólo con ellos. Tenemos que persuadirles para luchar. —Una débil sonrisa—. Y creo que tenemos el equipo indicado para ello. Vaina Azul, ¿recuerdas esa noche en las Dársenas? Nos hablaste del cargamento putrefacto de Sjandra Kei.

—Por cierto, caballero Pham. Llevábamos un tercio de un código generado por Seguridad Comercial SjK para sus comunicaciones de largo alcance. Todavía está en el depósito de la nave, aunque es inservible sin los otros dos tercios. —Los materiales criptográficos se contaban entre los embarques de mayor valor… y entre los más inútiles cuando perdían ese valor. En alguna parte de los archivos de carga de la FDB había un bloque de comunicaciones. Parte de un bloque.

—¿Inservible? Tal vez no. Un tercio nos proporcionaría comunicaciones seguras.

Vaina Azul agitó las frondas.

—No deseo engañarte. Ningún cliente competente lo aceptaría.

Claro que brinda comunicaciones seguras, pero el otro lado no puede verificar si el emisor es quien dice ser.

Pham miró a Ravna, de nuevo con la misma sonrisa.

—Si escuchan, creo que podemos convencerles… La dificultad reside en lograr que sólo oiga uno de ellos.

Pham explicó lo que tenía en mente. Los escroditas susurraron. Después de pasar tanto tiempo juntos, Ravna casi podía entender esos susurros, o quizá sólo comprendía sus personalidades. Como de costumbre, Vaina Azul planteaba que la idea era imposible y Tallo Verde le urgía a escuchar.

Pero cuando Pham concluyó, el escrodita no presentó ninguna objeción.

—En un radio de setenta años-luz, la comunicación ultraonda entre naves es posible, hasta sin nuestras antenas; incluso podríamos tener vídeo en vivo. Pero tienes razón, el alcance del rayo abarcaría a todas las naves del grupo central de las flotas. Si podemos identificar una nave como perteneciente a Sjandra Kei, entonces podría hacerse lo que dices; esa nave podría utilizar códigos internos de la flota para retransmitirlo a los demás. Pero, honestamente, debo advertirte —continuó Vaina Azul, desechando el suave reproche de Tallo Verde—, que los profesionales de las comunicaciones no aceptarían tu solicitud de hablar, probablemente ni la reconozcan como tal.

—Qué tontería —dijo al fin Tallo Verde con voz clara—. Siempre dices cosas así… excepto cuando hablas con tus clientes.

—Brap. Sí, tiempos desesperados, medidas desesperadas. Quiero intentarlo, pero tengo miedo… no quiero que se hable de traición escrodita. Caballero Pham, quiero que tú manejes esto.

Pham Nuwen sonrió.

—Precisamente lo que pensaba.

La Flota Aniara. Así se hacían llamar algunas de las tripulaciones de Seguridad Comercial. Aniara era la nave de un antiguo mito humano, más antiguo que Nyjora, que quizá se remontaba a las cooperativas tuvo-norsk de los asteroides del sistema solar de la tierra. La Aniara histórica era una gran nave lanzada hacia las honduras del espacio interestelar ante la muerte de su civilización madre. La tripulación presenciaba los estertores del sistema y, luego, con el correr de los años, mientras la nave se despeñaba en la oscuridad sin fin, también perecía al fallar sus sistemas de soporte vital. La imagen era cautivadora, y tal vez por eso había perdurado a través de los milenios. Con la destrucción de Sjandra Kei y la fuga de Seguridad Comercial, la historia parecía haberse convertido en realidad.

Pero no la representaremos hasta el fin. El capitán de grupo Kjet Svensndot fijaba los ojos en la pantalla. Esta vez la muerte de la civilización había sido un asesinato y los asesinos estaban a su alcance. Durante días, el cuartel general de la flota les había guiado hacia la Alianza. La pantalla mostraba que el éxito estaba muy cerca. La mayoría de las naves de la Alianza y Sjandra Kei estaban envueltas en una fulgurante esfera de rastros de impulso, lo cual también incluía a esa silenciosa tercera flota. La imagen inducía a creer que la batalla ya era posible. De hecho, las naves enemigas surcaban casi el mismo espacio —a veces a menos de mil millones de kilómetros de distancia— pero todavía separadas por milisegundos de tiempo. Todas las naves estaban en ultraimpulso, saltando a razón de doce veces por segundo, y hasta en el Fondo del Allá, eso significaba una importante fracción de año-luz por cada salto. Luchar contra un enemigo evasivo significaba seguir el ritmo de sus saltos e inundar el espacio común con armas guiadas.

El capitán de grupo Svensndot cambió la pantalla para mostrar las naves que habían logrado seguir precisamente el ritmo de la flota de la Alianza. Casi un tercio de la flota ya estaba sincronizado. Dentro de pocas horas… —¡Maldición!

Golpeó su tablilla, que giró flotando a través del puente. Su primer oficial atrapó la tablilla, se la devolvió. —¿Una nueva maldición?, ¿o es la habitual? —preguntó Tirolle. —Es la habitual. Lo lamento. —Y lo lamentaba de veras. Tirolle y Glimfrelle tenían sus propios problemas. Sin duda aún quedaban reductos humanos en el Allá, a salvo de la Alianza, pero los únicos dirokimes supervivientes parecían ser los que estaban en la flota de Seguridad Comercial. Salvo por las almas aventureras como Tirolle y Glimfrelle, todo lo que quedaba de su especie había estado en los terranos de sueño de Sjandra Kei.

Kvet Svensndot había estado en Seguridad Comercial veinticinco años, cuando la compañía era sólo una pequeña empresa policíaca. Había pasado miles de horas aprendiendo a ser el mejor piloto de combate de la organización. Sólo dos veces había participado en un enfrentamiento. Algunos lo habrían lamentado. Svensndot y sus superiores lo tomaban como la recompensa por ser los mejores. Su competencia les había permitido obtener el mejor equipo de combate de la flota de Seguridad Comercial, culminando con la nave que comandaba ahora. La Ølvira se había comprado con parte de la enorme bonificación que pagó Sjandra Kei cuando la Alianza comenzó con sus amenazas. La Ølvira no era un carguero convertido, sino una máquina de combate de cabo a rabo. Estaba equipada con los mejores procesadores y el mejor ultraimpulso que podía operar a la altitud de Sjandra Kei en el Allá. No necesitaba más que tres tripulantes y el piloto sólo podía afrontar el combate con sus asociados IA. Los compartimentos contenían más de diez mil bombas dirigidas, cada una de ellas más inteligente que toda la unidad de impulso de un carguero normal. Toda una recompensa por veinticinco años de increíble dedicación. Incluso permitieron que Svensndot bautizara la nueva nave.

Y ahora… Bien, la verdadera Ølvira sin duda había muerto. Junto con millones de otros a quienes debían proteger, había estado en Herte, en el sistema interior. Las bombas de fulgor no dejan supervivientes.

Y su bella nave del mismo nombre había estado a medio año-luz del sistema, buscando enemigos que no estaban allí. En cualquier batalla decente, Kjet Svensndot y su se habrían desenvuelto muy bien. En cambio, estaban bajando al Fondo del Allá. Cada año-luz les llevaba más lejos de las regiones para las cuales estaba diseñada la Ølvira. Cada año-luz los procesadores trabajaban más despacio, o no funcionaban. Aquí abajo los cargueros convertidos eran casi el diseño óptimo. Torpes y estúpidos, con docenas de tripulantes, seguían funcionando. Ølvira ya iba cinco años-luz a la zaga. Los cargueros realizarían el ataque contra la flota de la Alianza y, una vez más, Kjet observaría impotente mientras sus amigos morían.

Por centésima vez, Svensndot miró la pantalla y pensó en amotinarse. También la Alianza tenía rezagados, vehículos de «alto rendimiento» que las demás naves dejaban atrás. Pero le habían ordenado mantener su posición, ser el coordinador táctico para los combatientes más veloces de la flota. Bien, haría lo que le ordenaban…, por última vez. Pero cuando hubiera terminado la batalla, cuando la flota estuviera eliminada, tras llevarse consigo la mayor cantidad posible de naves de la Alianza, entonces pensaría en su propia venganza. Parte de ello dependía de Tirolle y Glimfrelle. ¿Podría persuadirles para abandonar al resto de la flota de la Alianza y ascender al Allá Medio, donde la Ølvira era la mejor de su especie? Sabían con certeza que algunos sistemas estelares respaldaban a la «Alianza para la Defensa». Los asesinos se jactaban en las noticias, pensando que así recibirían más adhesiones. De acuerdo: también recibirían visitantes como la Ølvira. Las bombas que llevaba podían destruir mundos, aunque no con la celeridad con que habían arrasado Sjandra Kei. Incluso Svensndot vacilaba ante semejante venganza. No. Escogería los blancos con cuidado: naves que acudieran a formar nuevas flotas para la Alianza, convoyes mal protegidos. La Ølvira aguantaría mucho tiempo si tendían emboscadas sin dejar supervivientes. Miraba la pantalla sin cesar, ignorando las lágrimas que le humedecían las comisuras de los ojos. Había respetado la ley toda su vida. A menudo su tarea había consistido en detener actos de venganza… Y ahora, la venganza era lo único que le quedaba.

—Estoy recibiendo algo raro, Kjet —dijo Glimfrelle, quien se encargaba de monitorear las señales. Era un tipo de actividad que habría sido totalmente automática en el entorno natural de la Ølvira, pero que ahora constituía una tarea tediosa y agotadora.

—¿Qué? ¿Más mentiras de la Red? —preguntó Tirolle.

—No. Ésta procede del lugre que todos están persiguiendo. No puede ser nadie más.

Svensndot enarcó las cejas. Abordó el misterio con un placer casi inadvertido.

—¿Características?

—El procesador de señales indica que quizá sea un haz angosto. Nosotros somos el único destinatario. La señal es fuerte y la anchura de banda es suficiente para soportar vídeo plano. Si el maldito procesador funcionara bien, lo sabría… —Glimfrelle entonó una pequeña canción que era un tarareo impaciente entre los de su especie—. ¡Liaej! Está codificado, pero a un nivel superior. Esto es vídeo de sintaxis 45. De hecho, declara estar usando un tercio de un código que la compañía elaboró hace un año. —Por un instante Svensndot pensó que Glimfrelle afirmaba que el mensaje mismo era inteligente, lo cual era absolutamente imposible en el Fondo. El segundo oficial debió comprender su gesto.

—Es sólo un lenguaje chapucero, jefe. Acabo de extraer esto del formato del bloque… —Algo centelleó en su pantalla—. Bien, aquí está la historia sobre el código: la Compañía elaboró este código y sus pares para utilizarlos en embarques de seguridad. —Antes del ataque de la Alianza, ése era el nivel criptográfico más alto de la organización—. Éste es el tercio que nunca se recibió. Se suponía que la totalidad estaba pervertida pero, milagro de milagros, todavía tenemos una copia.

Glimfrelle y Tirolle miraban a Svensndot expectantes, con ojos grandes y oscuros. La política normal, las órdenes normales, estipulaban que las transmisiones en claves pervertidas debían ignorarse. Si el personal de señales de la compañía hubiera trabajado como debía, el código corrupto ni siquiera habría estado a bordo y esa decisión se hubiera cumplido sola.

—Descifra el mensaje —dijo Svensndot. Las últimas semanas le habían demostrado que su compañía era un fracaso en lo concerniente a inteligencia militar y señales. Tal vez esa incompetencia les proporcionara algún beneficio.

—¡Sí, señor! —Glimfrelle pulsó una tecla. En el interior del procesador de señales de la Ølvira, un largo segmento de ruido «aleatorio» se descompuso en bloques y se acomodó con precisión sobre el ruido «aleatorio» de los bloques de datos entrantes. Hubo una larga pausa {maldito sea el Fondo) y luego la ventana de comunicaciones se iluminó con una imagen plana de vídeo.

«… cuarta repetición de este mensaje». Las palabras estaban en samnorsk y un dialecto de puro Herte y Sjandra. El hablante era… ¡por un momento estremecedor el capitán vio de nuevo a Ølvira viva! Exhaló lentamente, tratando de relajarse. Cabello negro, delgada, ojos violáceos. Igual que Ølvira, igual que un millón de mujeres de Sjandra Kei. La semejanza existía, pero era tan vaga que antes nunca la habría tomado por tal. Por un instante imaginó un universo más allá de la flota perdida, y objetivos más allá de la venganza. Pero se obligó a prestar atención, a ver todo lo que podía en las imágenes de la ventana.

La mujer decía: «Lo repetiremos tres veces más. Si para entonces ustedes no han respondido, buscaremos otro destinatario.» Se alejó de la cámara, dándoles una vista de la habitación. Era profunda, de techo bajo. Una pantalla de rastros de ultraimpulso dominaba el rondo, pero Svensndot le prestó poca atención. Detrás había dos escroditas. En el escrodo uno llevaba estrías que aludían a antecedentes comerciales con Sjandra Kei. El otro debía de ser un escrodita menor, pues su escrodo era pequeño y no tenía ruedas. La cámara se volvió hacia la cuarta figura. ¿Humano? Tal vez, pero no de ascendencia nyjorana. En otro momento su aparición habría sido una gran noticia para todas las civilizaciones humanas del Allá. En estas circunstancias, Svensndot sólo sintió suspicacia.

La mujer continuó: «Pueden ver que somos humanos y escroditas. Somos toda la tripulación del Fuera de Banda II. No somos parte de la Alianza para la Defensa ni agentes de la Plaga, pero somos el motivo por el cual sus flotas están aquí. Si reciben ustedes este mensaje, apostamos a que son de Sjandra Kei. Debemos hablar. Por favor respondan con el mismo patrón que está descifrando este mensaje.» La imagen fluctuó y el rostro de la mujer volvió a ocupar el primer plano. «Ésta es la quinta repetición de este mensaje. Lo repetiremos dos veces más.»

Glimfrelle apagó el aparato.

—Si habla en serio, tenemos cien segundos. ¿Qué hacemos, capitán?

De pronto la Ølvira era algo más que una nave rezagada.

—Hablamos —dijo Svensndot.

El intercambio de respuestas llevó varios segundos. Después de eso, cinco minutos de conversación con Ravna Bergsndot bastaron para convencer a Kjet de que la Central de la Flota debía conocer ese mensaje. Su nave sería una mera retransmisora, pero al menos tenía algo importante que comunicar.

La Central rehusó el enlace de vídeo con la Fuera de Banda. En la nave insignia alguien estaba empeñado en respetar los procedimientos convencionales y el uso de claves corruptas le tenía a mal traer. Incluso Kjet tuvo que conformarse con un enlace de combate. La pantalla mostraba una imagen de color de alta resolución. Mirándola con atención, uno comprendía que era una evocación de mala calidad. Kjet reconoció a la propietaria Limmende y a Jan Skrits, su jefe de personal, pero ambos parecían versiones anticuadas de sí mismos: el viejo vídeo se acoplaba con las claves transmitidas de animación. El canal de comunicación era de menos de cuatro mil bits por segundo, la Central no corría riesgos.

Sólo Dios sabía qué verían como evocación de Pham Nuwen. Ese humano de tez cenicienta ya había explicado varias veces su situación. Tenía tan poco éxito como Ravna Bergsndot antes que él. Gradualmente había perdido el aplomo y empezaba a revelar su desesperación.

—… les digo que ambos son enemigos de ustedes. La Alianza para la Defensa destruyó Sjandra Kei, pero la Plaga posibilitó esa destrucción.

La caricaturesca imagen de Jan Skrits miró a la propietaria, Limmende. Cielos, las evocaciones son pésimas en el Fondo, pensó Svensndot. Cuando Skrits hablaba, la voz ni siquiera concordaba con el movimiento de los labios.

—Leemos Amenazas, señor Nuwen. La amenaza de la Plaga se utilizó como excusa para destruir nuestros mundos. No iniciaremos una carnicería indiscriminada, y menos contra una organización que obviamente es enemiga de nuestros enemigos… ¿O afirma usted que la Plaga está secretamente asociada con Alianza para la Defensa?

Pham hizo un ademán de furia.

—No tengo la menor idea de lo que piensa la Plaga acerca de la Alianza. Pero usted debe tener noticias de los males que ha causado esta Plaga, desastres mucho mayores que esta Alianza.

—Ah, sí. Eso dicen en la Red, señor Nuwen, pero esos acontecimientos están a miles de años-luz. Han atravesado saltos múltiples e interpretaciones desconocidas antes de llegar al Allá Medio… aunque las historias fueran verosímiles. No por nada la llaman la Red de un Millón de Mentiras.

El rostro del extraño se oscureció. Soltó una frase colérica en un idioma que no se parecía en nada al de Nyjora. Los tonos subían y bajaban como un gorjeo dirokime. Se calmó con visible esfuerzo y luego continuó en samnorsk, con más acento que antes.

—Sí, pero le estoy diciendo que yo estuve en la caída de Relé. La Plaga es peor que los peores horrores que usted haya leído. El exterminio de Sjandra Kei fue sólo un efecto secundario menor. ¿Nos ayudará contra la flota de la Plaga?

La propietaria, Limmende, se acomodó en la malla de su silla. Miró a su jefe de personal y ambos hablaron inaudiblemente. Detrás, el puente de mando de la nave insignia se extendía más de diez metros. Los suboficiales se desplazaban en silencio, algunos observaban la conversación. La imagen era nítida y clara, pero los movimientos eran caricaturescos. Algunos rostros pertenecían a personas que habían sido transferidas antes de la caída de Sjandra Kei. Los procesadores de la Ølvira captaban la señal de banda estrecha de Central, rellenándola con un trasfondo detallado (pero obsoleto) y evocando la imagen mostrada. No más evocaciones después de esto, se prometió Svensndot, al menos mientras estemos aquí abajo.

La propietaria miró nuevamente la cámara. —Perdone a una vieja policía paranoica, pero creo posible que usted sea aliado de la Plaga. —Limmende alzó la mano como para impedir una interrupción, pero el pelirrojo sólo la miró boquiabierto—. Si le creemos, debemos aceptar que hay algo útil y peligroso en el sistema estelar hacia el cual todos nos dirigimos. Además, debemos aceptar que tanto ustedes como la «flota de la Plaga» cuentan con aptitudes especiales para aprovechar ese trofeo. Si luchamos contra esa flota, como usted pide, es probable que pocos de los nuestros sobrevivan. Sólo usted conseguirá el trofeo. Y no sabemos quién pueda ser usted.

Pham Nuwen calló un largo momento. Poco a poco se apaciguó. —Tiene usted razón, propietaria Limmende. Y se enfrenta a un dilema, ¿existe alguna solución?

—Skrits y yo hemos hablado sobre ello. Hagamos lo que hagamos, tanto nosotros como usted debemos correr grandes riesgos, y las alternativas son aún más terribles. Estamos dispuestos a aceptar que nos guíe en la batalla, siempre que primero regrese hacia aquí y nos permita abordarles.

—¿Abandonar nuestra ventaja en esta persecución? Limmende asintió.

Pham abrió y cerró la boca, pero no dijo nada. Al parecer le costaba respirar.

—Pero si ustedes no triunfan —intervino Ravna—, todo se perderá. Al menos ahora tenemos treinta y seis horas de ventaja. Eso podría ser suficiente para radiar la noticia de que existe ese artefacto aunque la flota de la Plaga sobreviva.

Skrits torció la cara en una sonrisa caricaturesca. —Es imposible tenerlo todo. Ustedes desean que nosotros nos arriesguemos basándonos en su presunta competencia. Estamos dispuestos a morir, pero no a ser peones en una partida entre monstruos. —Estas últimas palabras tenían un tono extraño que ya no era el de la furia. La imagen de Central no se había movido, excepto por el mal sincronizado movimiento de los labios. Glimfrelle miró a Svensndot y señaló las luces de fallo del panel de comunicaciones.

—Capitán de grupo Svensndot —continuó Skrits—, es imperativo que toda nueva comunicación con esa nave desconocida sea encauzada…

La imagen se congeló y no hubo más palabras. —¿Qué sucedió? —preguntó Ravna.

Glimfrelle resopló.

—Estamos perdiendo contacto con Central. Nuestra anchura de banda efectiva se ha reducido a veinte bits por segundo y desciende. La última transmisión de Skrits apenas llegaba a cien bits. —Ajustada para ser legible por el software de la Ølvira. Kjet agitó el brazo con furia. —Corta esa transmisión. Al menos ya no tendría que aguantar esa evocación. No quería oír la última orden de Jan Skrits.

—¿Por qué no dejarla encendida? —preguntó Tirolle—. Tal vez no notemos demasiada diferencia.

Glimfrelle rió de la broma de su hermano, pero sus dedos-largos bailaron sobre el panel de comunicaciones y la pantalla mostró las estrellas. Esos dos dirokimes no sentían gran simpatía por los burócratas.

Svensndot les ignoró y miró la otra ventana de comunicaciones. El canal con Pham y Ravna era vídeo de banda ancha con muy poca interpretación; no habría sutilezas perversas si lo desconectaba.

—Lo lamento. Durante los últimos días hemos tenido muchos problemas de comunicaciones. Parece que esta tormenta zonal ha sido la peor en siglos.

De hecho, estaba empeorando aún más. Las pantallas de ultraimpulso de estribor mostraban ruido aleatorio.

—¿Ha perdido contacto con su comandante? —le preguntó Ravna.

—Por el momento… —Kjet miró a Pham. El pelirrojo aún tenía los ojos vidriosos—. Mire, lamento que haya resultado así, pero Limmende y Skrits son gente brillante. Ustedes entenderán su punto de vista.

—Extrañas —interrumpió Pham con voz ensimismada—. Las imágenes eran extrañas.

—¿Se refiere a la retransmisión de Central? —Svensndot dio explicaciones acerca de la estrecha anchura de banda y el pésimo rendimiento de los procesadores de la nave en el fondo.

—De modo que la imagen que recibieron de nosotros debía de ser igualmente mala… Me pregunto qué habrán pensado de mí.

—Eh… —Buena pregunta. Miró a Pham Nuwen: pelo rojo e hirsuto, tez cenicienta, voz cantarina. Si se enviaban esas señales, era probable que la pantalla de Central mostrara algo muy diferente del humano que veía Kjet…—. Un momento. Las evocaciones no funcionan así. Sin duda tuvieron una clara imagen de usted. Se envían unas pocas imágenes de alta resolución al comienzo de la sesión Luego éstas se utilizan como base para la animación.

Pham le miró con aire desafiante, como si no le creyera y le exhortara a reflexionar. Qué diablos, la explicación era correcta. Era indudable que Limmende y Skrits habían visto al pelirrojo como humano. Sin embargo, había algo que molestaba a Kjet… Tanto Limmende como Skrits le parecían anticuados.

—¡Glimfrelle! Comprueba la señal que recibimos de Central. ¿Nos enviaron imágenes sincronizadas?

Glimfrelle tardó sólo unos segundos. Silbó sorprendido.

—No, jefe… Y como todo estaba adecuadamente codificado, nuestra nave se las arregló con viejas animaciones publicitarias. —Le dijo algo a Tirolle y los dos gorjearon rápidamente—. Nada parece funcionar aquí. Tal vez sea otro error informático.

Pero Glimfrelle no parecía muy convencido de lo que decía. Svensndot se volvió hacia la imagen de la Fuera de Banda.

—Miren. El canal de Central estaba totalmente codificado, con esquemas en los cuales confío más que en el que estamos utilizando ahora. No puedo creer que fuera una farsa. —Pero a Kjet se le revolvía el estómago. Era como en los primeros minutos de la batalla de Sjandra Kei, cuando adivinó que les habían burlado, cuando comprendió que todas las personas a quienes intentaba proteger serían exterminadas—. Comuniquémonos con otras naves. Verificaremos la posición Central…

Pham Nuwen enarcó las cejas.

—Tal vez no era una farsa.

Antes de que pudiera decir más, el escrodita del escrodo grande les gritó algo. Rodó por el techo de la habitación, apartando a los humanos para aproximarse a la cámara.

—Tengo una pregunta, capitán de grupo —farfulló la voz del vóder. La criatura se frotaba secamente los zarcillos, con aire de preocupación—. Mi pregunta: ¿hay escroditas a bordo de la nave insignia?

—¿Por qué…?

—¡Responda esa pregunta!

—¿Cómo he de saberlo? —Kjet trató de pensar—. Tirolle, tú tienes amigos en el personal de Skrits. ¿Hay escroditas a bordo?

Tirolle tartamudeó unas notas.

—A'a a a. Sí. Gente a la que rescataron después de la batalla.

—Es todo lo que sabemos, amigo.

El escrodita tembló en silencio. Sus zarcillos parecieron marchitarse.

—Gracias, capitán —murmuró, y se alejó de la cámara.

Pham Nuwen desapareció de la vista. Ravna miró en torno.

—¡Espere, por favor! —dijo a la cámara, y Kjet se quedó mirando el puente de mando abandonado de la Fuera de Banda. Se oían murmullos de conversación, vóder y humanos. Ravna regresó.

—¿Qué sucede? —preguntó Svensndot.

—Nada que podamos evitar. Capitán Svensndot, me parece que su flota ya no está a cargo de quienes ustedes creen.

—Tal vez. —Probablemente—. Tengo que pensar en ello.

Ravna asintió. Se miraron un instante en silencio. Tan extraño, tan lejos de casa y, después de tantas angustias, ver a alguien que parecía tan familiar.

—¿De veras han estado en Relé? —La pregunta parecía estúpida, pero en cierto modo Ravna era un puente entre lo que él conocía y la absoluta extrañeza de esta situación.

Ravna Bergsndot asintió.

—Sí… y fue tal como usted lo ha leído. Incluso tuvimos contacto directo con un Poder… Sin embargo no fue suficiente, capitán. La Plaga lo destruyó todo. Esa parte de las noticias no es mentira.

Tirolle se apartó de su puesto de navegante.

—Entonces ¿cómo pueden dañar a la Plaga? —preguntó sin rodeos, mirándola con gravedad. En realidad, estaba rogando que hubiera algún sentido detrás de tanta devastación. Los dirokimes no constituían mayoría en la civilización de Sjandra Kei, pero sin duda eran la especie más antigua. Un millón de años atrás habían emergido de la Zona Lenta, colonizando los tres sistemas que un día los humanos llamarían Sjandra Kei. Mucho antes que llegaran los humanos, eran una especie de soñadores introspectivos. Protegían sus sistemas estelares con automatizaciones antiguas y especies jóvenes amigables. Medio millón de años más y su especie se habría ido del Allá tras extinguirse o evolucionar para transformarse. Era un patrón común, algo parecido a la muerte y la vejez, pero más dulce.

Existe un malentendido común respecto de estas especies viejas: creer que sus miembros también han envejecido. En toda gran población existe variación. Siempre habrá quienes deseen ver el mundo exterior y jugar allí por un rato. La humanidad se había llevado muy bien con individuos como Glimfrelle y Tirolle.

Y Bergsndot parecía entenderlo así. —¿Alguno de ustedes sabe qué es una esquirla divina?

—No —dijo Kjet, y notó que ambos dirokimes se habían sobresaltado. Se silbaron uno al otro varios segundos, con gestos de sorpresa.

—Sí —dijo al fin Tirolle en samnorsk, con voz reverencial—. Los dirokimes hemos estado mucho tiempo en el Allá. Hemos enviado muchas colonias al Trascenso; algunas devinieron Poderes… Y una vez Algo regresó. No era un Poder, por cierto. Parecía un dirokime con el cerebro calcinado, pero sabía y hacía cosas que significaron grandes cambios para nosotros.

—¿Frentrollar? —preguntó Kjet, reconociendo la historia. Había sucedido cien mil años antes de que la humanidad llegara a Sjandra Kei, pero era una contradicción central de los terranos dirokime.

—Sí —dijo Tirolle—. Ni siquiera hoy la gente sabe si Frentrollar fue un don o una maldición, pero él fundó los hábitats de sueño y la Vieja Religión. Ravna asintió.

—Es el caso que más conocemos los de Sjandra Kei. Tal vez no sea un buen ejemplo, considerando todos sus efectos…

Les habló de la caída de Relé, de lo que había sucedido con Antiguo y con Pham Nuwen. Los dirokimes dejaron de parlotear. Kjet habló al fin.

—¿Y qué sabe Nu… Nuwen —el nombre de ese sujeto es tan extraño como su apariencia— sobre esa cosa que busca en el Fondo? ¿Qué puede hacer con ella?

—No lo sé, capitán. Ni siquiera Pham Nuwen lo sabe. La visión se afina poco a poco. Yo me lo creo porque fui testigo de ello… pero no sé cómo comunicar esta creencia.

Ravna suspiró y Kjet comprendió que la Fuera de Banda debía de ser un lugar extraño y atormentado. De algún modo, la historia se volvía más creíble. Cualquier cosa que pudiera destruir la Plaga sería pasmosamente extraña. Kjet se preguntó cómo se las apañaría si tuviera que convivir con semejante cosa.

—Mi dama Ravna —dijo al fin en tono formal. A fin de cuentas, estoy sugiriendo traición—. Yo tengo algunos amigos en la flota de Segundad Comercial. Puedo confirmar algunas de las sospechas que me han planteado y… Quizá pueda prestar apoyo, a pesar de las órdenes de Central.

—Gracias, capitán de grupo. Gracias.

Glimfrelle rompió el silencio.

—Recibimos una señal débil en el canal de la Fuera de Banda.

Kjet ojeó las ventanas. Todas las imágenes de ultrarrastreo parecían ruido aleatorio. Una tormenta en ciernes.

—Parece que no podremos hablar por mucho tiempo, Ravna Bergsndot.

—Sí, estamos perdiendo la señal…, Capitán, si nada de esto da resultado, si usted no puede luchar por nosotros… Su gente es todo lo que queda de Sjandra Kei. Ha sido grato verle a usted y a los dirokimes, ver rostros familiares después de tanto tiempo. Yo… —Mientras hablaba, la imagen se descompuso en componentes de baja frecuencia.

—¡Huiii! —gorjeó Ghmfrelle—. La anchura de banda se ha vuelto ínfima.

El enlace con la Fuera de Banda era muy sencillo. Al afrontar problemas de comunicaciones, los procesadores de la nave pasaban a un código de baja frecuencia.

—Hola, Fuera de Banda. Tenemos problemas con este canal. Sugerimos interrumpir.

La ventana se puso gris y apareció una frase en samnorsk:

Sí. Es algo más que un problema de comu…

Glimfrelle tecleó en su panel.

—Nada. Cero. No hay señal detectable. Tirolle le miró desde su consola de navegante.

—Esto no es sólo un problema de comunicaciones. Hace más de veinte segundos que nuestros ordenadores no pueden confirmar un salto de ultraimpulso.

Antes efectuaban cinco saltos por segundo y avanzaban a un año-luz por hora, ahora…

—Bienvenidos a la Zona Lenta —dijo Glimfrelle, alejándose del panel.

La Zona Lenta. Ravna Bergsndot miró desde el puente de la nave. Siempre había imaginado la Lentitud como una oscuridad sofocante iluminada por antorchas, el dominio de los cretinos y las calculadoras mecánicas, pero el paisaje no había cambiado mucho. Los techos y paredes resplandecían como antes. Los astros aún brillaban a través de las ventanas (aunque ahora tardarían mucho tiempo en moverse).

El cambio era más evidente en las otras pantallas de la FDB. E] tanque de ultrarrastreo parpadeaba monótonamente y una leyenda en rojo exhibía el tiempo transcurrido desde la última actualización. Las ventanas de navegación exponían datos sobre diagnósticos relativos a los procesadores de impulso. Se repetía un mensaje audible en triskweline, una y otra vez. «Advertencia. Se ha detectado transición a la Lentitud. ¡Ejecutar salto de retroceso de inmediato! Advertencia. Se ha detectado transición a la Lentitud. ¡Ejecutar…!»

—¡Apagad eso! —Ravna cogió una silla y se apoyó en ella. Se sentía mareada, aunque quizá fuera el efecto de un pánico muy natural—. Vaya lugre es éste… Nos sumergimos en la Zona Lenta y lo único que hace es lanzar advertencias.

Tallo Verde se le acercó, avanzando «de puntillas» con sus zarcillos.

—Ni siquiera los lugres pueden evitar este tipo de cosas, mi dama Ravna.

Pham le dijo algo a la nave y la mayoría de las pantallas se despejaron.

—Ni siquiera una enorme tormenta zonal suele extenderse más de pocos años-luz —comentó Vaina Azul—. Estamos doscientos años-luz por encima del límite de la Zona. Debe tratarse de una turbulencia descomunal, esas cosas sobre las cuales uno sólo lee en los archivos.

—Sabíamos que esto podía ocurrir —observó Pham. Un magro consuelo—. La situación está muy agitada desde hace unas semanas. —Para variar, él no parecía demasiado alterado.

—Sí —dijo Ravna—. Esperábamos cierta lentitud, pero no la Lentitud. —Estamos atrapados—. ¿Dónde se encuentra el sistema habitable más próximo? ¿A diez años-luz? ¿Cincuenta? —Su visión de la oscuridad cobraba una nueva realidad y el paisaje estelar que se extendía más allá de las paredes de la nave ya no era amigable ni reconfortante. Estaban rodeados por una nada sin fin, desplazándose a una ínfima fracción de la velocidad de la luz, en una tumba. Todo el coraje de Kjet Svensndot y su flota, en vano. Jefri Olsndot jamás sería rescatado.

Pham le tocó el hombro, por primera vez en… ¿días?

—Aún podemos llegar al mundo de los púas. Esto es un lugre, ¿recuerdas? No estamos atrapados. Demonios, el estatocolector es mejor que el que teníamos en el Qeng Ho. Y entonces yo me consideraba el hombre más libre del universo.

Décadas de viaje, casi siempre en sueñofrío. Así había sido el mundo del Qeng Ho, el mundo de los recuerdos de Pham. Ravna soltó un suspiro trémulo que culminó en una risa débil. Para Pham la terrible presión había cesado, al menos por el momento. Podía ser humano.

—¿De qué te ríes? —preguntó Pham. Ravna sacudió la cabeza.

—De todos nosotros. No tiene importancia. —Inhaló despacio—. Bien, creo que puedo hablar racionalmente. Conque la Zona ha ascendido. Algo que normalmente tarda mil años, incluso en una tormenta, en desplazarse un año-luz, de pronto se ha desplazado doscientos. ¡Vaya! Dentro de un millón de años habrá gente que lea sobre esto. No sé si me interesa este honor… Sabíamos que había una tormenta, pero nunca esperé ahogarme. —Sepultada bajo el mar, a años luz de profundidad.

—La analogía de la tormenta marina no es perfecta —dijo Vaina Azul. El escrodita aún estaba del otro lado del puente, adonde se había retirado después de interrogar al capitán de Sjandra Kei. Aún se le veía contrariado, aunque poco a poco recobraba la compostura. Vaina Azul estudiaba una pantalla de navegación, una grabación anterior a la turbulencia. Copió la imagen en un disco plano y rodó hacia ellos por el techo. Tallo Verde le acarició con las frondas. Vaina Azul puso el disco en las manos de Ravna y continuó en tono doctoral:

—Hasta en una tormenta marina, la superficie del agua nunca está tan encrespada como en una gran perturbación de interfaz. Los informes más recientes de las noticias lo mostraron como «una superficie fractal con una dimensión cercana a tres… como la espuma». —Ni siquiera él podía eludir la analogía de la tormenta. El paisaje estelar colgaba serenamente detrás de las paredes de cristal y el sonido más fuerte era la tenue brisa de los ventiladores de la nave. Sin embargo, les había engullido un maëlstrom. Vaina Azul señaló la Proyección con una fronda—. Podríamos estar de regreso en el Allá en pocas horas.

—¿Qué?

—El plano de la imagen está determinado por tres posiciones: la de la presunta nave insignia de Sjandra Kei, la de la nave con la cual nos comunicamos directamente y la de nuestra propia nave. —Las tres formaban un triángulo angosto, con los vértices de Limmende y Svensndot muy juntos—. He marcado los tiempos en que se perdió contacto con los demás. Notad que el enlace con Seguridad Comercial se perdió 150 segundos antes que nos alcanzara la turbulencia. Por la señal entrante y sus requerimientos de cambio de protocolo, creo que tanto nosotros como esa nave fuimos alcanzados al mismo tiempo.

Pham asintió.

—Sí, los lugares más alejados fueron los últimos en perder contacto. Eso debe significar que la turbulencia avanzó desde el flanco.

—¡Exacto! —Vaina Azul tocó la pantalla—. Las tres naves eran como sondas en la técnica de cartografía zonal estándar. Si reproducimos la grabación de los rastros, sin duda llegaremos a la misma conclusión.

Ravna miró la imagen. La larga punta del triángulo, cuyo vértice era la FDB, señalaba el corazón de la galaxia.

—Debe haber sido una turbulencia enorme, perpendicular al resto de la superficie.

—Una ola gigante desplazándose lateralmente —exclamó Tallo Verde—. Por eso no durará demasiado.

—Sí. Los cambios radiales son los más duraderos. Esta cosa debe tener un linde que se arrastra. Podemos atravesarlo en pocas horas… y retornar al Allá.

Conque todavía había una carrera que ganar… o perder.

Las primeras horas fueron extrañas. Vaina Azul había estimado que la operación de retorno les llevaría «pocas horas». Flotaban en el puente, observando el reloj y estudiando las extrañas conversaciones que acaban de entablar. Pham se estaba poniendo tenso una vez más. En cualquier momento regresarían al Allá. ¿Qué hacer entonces? Si sólo unas pocas naves estaban pervertidas, quizá Svensndot pudiera coordinar un ataque. ¿Serviría de algo? Pham proyectó una y otra vez las grabaciones de ultrarrastreo, estudiando cada nave detectable de las flotas.

—Pero cuando salgamos, cuando salgamos… ya sé qué haremos. No sólo por qué debo hacerlo, sino qué debo hacer.

Y no dio más explicaciones.

En cualquier momento… No tenía mayor sentido reconfigurar el equipo que de todos modos necesitaría ser inicializado nuevamente. Pero al cabo de ocho horas, Vaina Azul llegó a la conclusión de que quizá demorasen más. Habían revisado algunos textos de la literatura histórica.

—Tal vez convendría poner la casa en orden. —La Fuera de Banda II estaba diseñada para el Allá y la Lentitud, pero este segundo entorno se consideraba una emergencia improbable. Había procesadores específicos para la Zona Lenta, pero no se habían activado automáticamente. Con el asesoramiento de Vaina Azul, Pham desconectó las automatizaciones de alto rendimiento, lo cual no fue difícil, excepto por un par de dispositivos activados por la voz que ya ni siquiera comprendían los mandos de salida.

El uso de las nuevas automatizaciones inquietó a Ravna casi tanto como la pérdida del ultraimpulso. Su imagen de la lentitud como una oscuridad donde ardían antorchas era una fantasía de pesadilla. Por otra parte, la noción de que la Lentitud era el dominio de los cretinos y las calculadoras mecánicas tenía algo de cierto. El rendimiento de la FDB se había degradado poco a poco durante su descenso al Fondo, pero ahora… Ya no contaban con los generadores gráficos activados por la voz que resultaban demasiado complejos para la nueva FDB, al menos en modo interpretativo pleno. Tampoco contaban con los analizadores de contexto que volvían la biblioteca de la nave casi tan accesible como los propios recuerdos. Al fin Ravna también apagó las unidades artísticas y musicales; insensibles al ánimo y al contexto, les recordaban con su rigidez que no contaban con ningún cerebro para respaldarles. Incluso las cosas más sencillas se corrompían. Los controles de voz y gesticulación ya no respondían a los sarcasmos ni a las frases coloquiales. Se requería cierta disciplina para usarlos con eficiencia. (A Pham esto parecía agradarle, porque le recordaba al Qeng Ho.)

Veinte horas. Cincuenta. Todos insistían en que no había motivos para preocuparse, pero ahora Vaina Azul decía que no había sido realista hablar de horas. Considerando la altura del tsunami u ola gigante (por lo menos doscientos años-luz), debía de tener una extensión de varios centenares de años-luz en consonancia con las leyes de escala de los antecedentes históricos. El único problema de este razonamiento era que esto superaba todos los antecedentes. En general, los límites zonales seguían la densidad media de la galaxia. Prácticamente no había cambios de año en año, sólo el prolongado encogimiento milenario que tal vez un día —cuando hubieran muerto todas las estrellas salvo las más pequeñas— expusiera el núcleo de la galaxia al Allá. En cualquier momento, tal vez un milmillonésimo de ese límite pudiera definirse como «tormentoso». En cualquier tormenta común, la superficie podía desplazarse un año-luz en una década. Esas tormentas eran tan comunes que afectaban la suerte de muchos mundos todos los años.

Mucho más raras, tal vez una vez cada cien mil años en toda la galaxia, eran las tormentas donde el límite se distorsionaba gravemente y donde las turbulencias se desplazaban a un múltiplo elevado de la velocidad de la luz. Eran las turbulencias transversales en las cuales Pham y Vaina Azul basaban sus cálculos de escala. Las más rápidas se desplazaban a un año-luz por segundo, en una distancia de menos de tres años-luz; las más grandes eran de treinta años-luz de altura y se desplazaban a sólo un año-luz por día.

¿Qué se sabía pues de monstruos como esa cosa que les había engullido? No demasiado. Las historias de tercera que figuraban en la biblioteca aludían a turbulencias de gran magnitud, pero las dimensiones y tasas de propagación no estaban claras. Las historias que tenían más de cien millones de años de antigüedad no eran de fiar; apenas existían idiomas mediadores. Y aunque los hubiera, no habría ayudado. La nueva y obtusa versión de la FDB no podía realizar una traducción mecánica de las lenguas naturales. Hurgar en la biblioteca no tenía sentido.

Cuando Ravna se lo comentó a Pham, éste dijo:

—Las cosas podrían ser peores. ¿Qué fue la Protopartición?

Cinco mil millones de años atrás.

—Nadie está seguro.

Pham señaló una pantalla con el pulgar.

—Algunos creen que fue una superturbulencia, algo tan enorme que devoró a las especies que pudieron haberla documentado. A veces los mayores desastres pasan inadvertidos… no hay testigos para registrarlos.

Sensacional.

—Lo lamento, Ravna. Con franqueza, si esto es parecido a la mayoría de los desastres del pasado, saldremos dentro de un par de días. Lo mejor es planear las cosas como si así fuera. Esto es como una tregua en la batalla. Conviene aprovecharla para tener un poco de paz. Pensemos en cómo lograr que las partes no pervertidas de Seguridad Comercial accedan a ayudarnos.

—Sí. —Según la forma del borde de la turbulencia, la FDB podía haber perdido gran parte de su ventaja. Pero apuesto a que la flota de la Alianza está totalmente asustada por esto. Esos oportunistas pondrán los pies en polvorosa en cuanto regresen al Allá.

Ese consejo la mantuvo atareada otras veinticuatro horas, luchando con esos tontos dispositivos que en la nueva FDB pasaban por planificadores estratégicos. Aunque la turbulencia cesara en ese instante, quizá fuera demasiado tarde. En esa partida había jugadores para quienes la turbulencia no era una tregua: Jefri Olsndot y sus aliados. Habían pasado setenta horas desde su último contacto. Ravna se había perdido tres sesiones de comunicaciones con ellos. Si ella sentía pánico, ¿qué sentiría el pobre Jefri? Aunque Acero pudiera contener a sus enemigos, el tiempo, y la confianza, se estarían agotando en el mundo de los púas.

A las cien horas de navegar en la turbulencia, Ravna notó que Vaina Azul y Pham realizaban pruebas de energía con el estatocolector de la FDB. Algunas treguas son eternas.

34

Una pausa de frescura interrumpió la calidez estival. Todavía había humo y el aire estaba seco, pero los vientos parecían más suaves. Dentro del cubículo de la nave, Amdijefri no prestaba mayor atención al buen tiempo.

—Antes también habían tardado en responder —dijo Amdi—. Ravna ha explicado que la ultraonda…

—¡Ravna nunca tardó tanto! —Nunca desde el invierno, al menos. El tono de Jefri oscilaba entre el temor y la petulancia. Esperaban una transmisión en medio de la noche, datos técnicos que debían comunicar a Acero. No había llegado por la mañana y Ravna también se había perdido la sesión vespertina, el momento en que normalmente podían conversar un rato.

Los dos niños revisaron todas las sintonías. El otoño anterior habían copiado laboriosamente esas sintonías y los diagnósticos de Primer nivel. Ahora todo parecía igual… excepto por algo llamado «detección de portadora». Si tan sólo hubieran tenido un dataset, habrían podido buscar qué significaba. Incluso modificaron algunos parámetros de comunicaciones, pero los devolvieron a sus indicaciones habituales cuando no hubo resultados. Tal vez no habían dado tiempo a que los cambios surtieran efecto. Tal vez habían estropeado algo.

Permanecieron en el cubículo toda la tarde, pasando del miedo y el aburrimiento a la frustración. Poco a poco triunfaba el aburrimiento. Jefri dormía una inquieta siesta en la hamaca de su padre, con dos miembros de Amdi acurrucados en sus brazos.

Amdi se paseaba por el cubículo, inspeccionando los controles de los cohetes. No… ni siquiera él era tan confiado como para jugar con ellos. Otro de sus miembros tiró del revestimiento de la pared. Siempre podía observar el crecimiento de los hongos, tan lentas como iban las cosas.

La fungosidad gris se había difundido bastante desde la última vez que había mirado. Estaba mucho más espesa detrás del revestimiento. Introdujo algunos miembros entre la pared y la tela. Estaba oscuro, pero una luz se derramaba por la rendija del techo. En la mayoría de los lugares, el moho tenía apenas una pulgada de espesor, pero aquí tenía cinco o seis… Vaya. Por encima de la nariz con que olisqueaba, había un enorme terrón. Era tan grande como los terrones de moho ornamental que decoraban las salas de reunión del castillo. Filamentos grises brotaban de los hongos. Casi llamó a Jefri, pero los dos miembros que estaban con él en la hamaca se hallaban demasiado cómodos.

Acercó un par de cabezas a esa cosa extraña. La pared también se veía un poco rara, como si el moho la hubiera absorbido en parte. Y esa sustancia gris era como humo. Tocó los filamentos con la nariz. Eran sólidos, secos. Sintió un cosquilleo en el hocico. Amdi quedó petrificado de sorpresa. Observándose a sí mismo desde atrás, vio que dos filamentos habían atravesado la cabeza de ese miembro. Sin embargo no había dolor, sólo un cosquilleo.

—¿Qué…? —Jefri despertó al sentir la tensión de los miembros de Amdi.

—Encontré algo muy raro detrás del revestimiento. Toqué esos hongos y…

Mientras hablaba, Amdi se alejó de la cosa que cubría la pared. El contacto no le dolía, pero le causaba más nerviosismo que curiosidad. Sintió que los filamentos se deslizaban lentamente hacia fuera.

—Te dije que no debemos jugar con eso. Es sucio. Lo único bueno que tiene es que no apesta. —Jefri se levantó de la hamaca.

Caminó hacia el revestimiento y lo levantó. El miembro de Amdi perdió el equilibrio y trastabilló, alejándose de la pared. Se oyó un chasquido y sintió un dolor agudo en el labio.

—¡Caracoles, esa cosa es enorme! —Y, al oír el silbido de dolor de Amdi—: ¿Te encuentras bien?

Amdi se alejó de la pared.

—Eso creo.

Aún tenía la punta de un filamento pegada en el labio. No le dolía tanto como las ortigas que había tanteado unos días antes. Amdijefri examinó la herida. Lo que quedaba de esa espiga gris parecía duro y quebradizo. Los dedos de Jefri la arrancaron suavemente. Luego ambos examinaron maravillados la mancha de la pared.

—Se ha extendido de veras. Parece que también ha dañado la pared.

Amdi se tocó el hocico ensangrentado.

—Sí. Entiendo por qué tus padres te dijeron que te alejaras de él.

—Tal vez debamos pedir a Acero que lo haga fregar.

Los dos pasaron media hora explorando detrás del revestimiento. La mancha gris se había extendido, pero ésa era la única floración de tan gran tamaño. Regresaron para examinarla y le aproximaron trozos de tela. Ninguno de los dos volvió a arriesgar los dedos ni las narices.

Mirar los hongos de la pared fue lo más excitante que sucedió aquella tarde, al no haber ningún mensaje de la FDB.

Al día siguiente regresó el calor.

Transcurrieron así dos días más y siguieron sin noticias de Ravna.

Acero recorría las murallas de la Colina de la Astronave. Era cerca de medianoche y el sol pendía quince grados sobre el horizonte septentrional. El sudor le perlaba la piel; era el verano más tórrido en diez años. Hacía varios días que soplaba ese viento seco, que ya no era una tregua agradable en el frescor del norte. Las cosechas morían en los campos. El humo de los incendios de los fiordos era una bruma parda al norte y al sur del castillo. Al principio, ese color rojizo había sido una novedad, un cambio que rompía la monotonía del azul incesante y la blancura borrosa de las nieblas marinas. Cuando el fuego llegó al Valle Este todo el cielo se tiñó de rojo Había llovido ceniza todo el día y el único olor era el de las llamas. Algunos decían que era peor que el aire pestilente de las ciudades del sur.

Las tropas de las murallas retrocedieron para cederle el paso. Era algo más que cortesía, algo más que el miedo al acero. Los guerreros aún no estaban acostumbrados a los guerreros con túnica, y la historia que había propagado Shreck no contribuía a tranquilizarlos. Acero iba acompañado por un singular que ostentaba los colores de un señor. La criatura no emitía ruidos mentales. Caminaba increíblemente cerca de su amo.

Acero le dijo al singular:

—El éxito depende de atenerse a un plan. Recuerdo que tú me lo enseñaste. —Me lo inculcaste con tus cortes, en verdad.

El miembro le miró, ladeó la cabeza.

—Por lo que recuerdo, lo que dije fue que el éxito dependía de adaptarse a los cambios en los planes.

Articulaba esas palabras a la perfección. Había singulares que podían hablar con esa soltura, pero ni siquiera los más locuaces eran capaces de entablar una conversación inteligente. Shreck no tuvo inconvenientes en convencer a las tropas de que la ciencia reductorista había creado una raza de super manadas, que los miembros con túnica eran tan listos como una manada común. Era una buena pantalla para no delatar el verdadero propósito de las túnicas. Inspiraba temor y ocultaba la verdad.

El miembro se aproximó a Acero, más de lo que nadie se le había acercado, excepto durante los asesinatos, violaciones y castigos del pasado. Pero, en cierto sentido, el de túnica oscura era como un cadáver, sin rastros de ruido mental. Acero apretó las mandíbulas.

—Sí. El genio está en ganar incluso cuando los planes se hayan ido al traste. —Escrutó el rojizo horizonte, apartando los ojos del miembro de Reductor—. ¿Cuál es la última estimación de los avances de Tallamadera?

—Todavía sigue acampada cinco días al sureste de aquí.

—Vaya incompetente. ¡Cuesta creer que haya sido tu progenitor! Vendaz le facilitó tanto las cosas que sus soldados y sus cañones de juguete ya deberían haber llegado hace un decadía…

—Para ser puntualmente exterminados.

—¡Sí! Mucho antes de que llegaran nuestros amigos del cielo. En cambio, se desvía tierra adentro y luego se tiende a descansar. El miembro de Reductor se encogió de hombros. Acero sabía que la radio era tan pesada como parecía. Le consolaba saber que el otro pagaba un precio por su omnisciencia. Imagínate, con este calor tener cada miembro conectado a los tímpanos. Aquí afuera imaginaba la incomodidad. Puertas adentro, podía olerla.

Pasaron frente a uno de los cañones. El metal del tubo relucía. Ese arma tenía el triple de alcance que el lamentable invento de Tallamadera. Mientras Tallamadera trabajaba con el dataset y la intuición de una niña humana, él había tenido los consejos directos de Ravna y compañía. Al principio había recelado de esa generosidad, temiendo que los visitantes fueran tan superiores que no les importara. En cambio, cuanto más noticias tenía de Ravna y los demás, más claramente comprendía sus flaquezas. No podían experimentar consigo mismos, mejorarse. Eran lentos y rígidos. A veces revelaban cierta astucia, como la reticencia de Ravna para revelar qué quería de la primera nave estelar pero en todos sus mensajes era evidente la desesperación, así como su afecto por el niño humano.

Todo había ido muy bien hasta unos días atrás. Mientras se alejaban de la manada artillera, Acero dijo al miembro de Reductor:

—Aún no tenemos noticias de nuestros salvadores.

—En efecto. —Ése era el otro plan frustrado, el importante, el que no podían controlar—. Ravna ha faltado a cuatro sesiones. Dos miembros míos se encuentran ahora con Amdijefri. —El singular señaló el domo de la fortaleza interior con el hocico. El gesto resultó torpe. Sin otros hocicos ni otros ojos, el lenguaje gestual era limitado. No estamos hechos para andar así, una parte aquí, otra allá—. Dentro de pocos minutos la gente del espacio habrá faltado a una quinta sesión. Los niños se están desesperando.

La voz del miembro sonaba compasiva. Casi inconscientemente, el señor Acero se alejó unos pasos. Acero aún recordaba ese tono del principio de su existencia. También recordaba los cortes y la muerte que siempre le seguían.

—Quiero mantenerles felices, Tyrathect. Damos por sentado que la comunicación se reanudará. Cuando así sea, les necesitaremos. —Acero desnudó seis pares de fauces ante el singular rodeado.

No quiero tus viejos trucos.

El miembro tiritó levemente, un gesto casi imperceptible que deleitó a Acero más que la obsecuencia de diez mil.

—Claro que no. Sólo digo que deberías visitarles, tratar de ayudarles con su temor.

—Hazlo tú.

—Ah, no confían plenamente en mí. Te lo he dicho, Acero: ellos te quieren.

—¡Ah! Han entrevisto tu maldad, ¿eh? —La situación enorgullecía a Acero, había triunfado donde los métodos de Reductor habrían fracasado. Les había manipulado sin amenazas ni dolor. Había sido su experimento más temerario y ciertamente el más rentable—. Mira, no tengo tiempo para andar consolando chiquillos. Es muy cansado hablar con esos dos. —Y era fatigoso conservar la paciencia, aguantar las «caricias» de Jefri y las travesuras de Amdi. Al principio, Acero había insistido en que nadie tuviera un contacto íntimo con los niños. Eran demasiado importantes para exponerles a ese peligro. Cualquier desliz podía revelarles la verdad y estropearlo todo. Hasta ahora, Tyrathect era la única otra manada que los veía regularmente. Pero para Acero, cada encuentro era peor, una prueba tremenda para su disciplina. Le costaba pensar lógicamente cuando se encolerizaba y casi siempre se encolerizaba al hablar con ellos. Sería maravilloso cuando la gente del espacio aterrizara. Entonces podría utilizar la otra punta de la herramienta que era Amdijefri. Entonces no sería necesario contar con su confianza y su amistad. Entonces tendría una palanca que le permitiría torturar y matar para imponer sus exigencias.

Desde luego, si los alienígenas no aterrizaban, o si…

—¡Debemos hacer algo! No seré un madero flotante en la ola del futuro. —Acero lanzó un corte al andamiaje que bordeaba el lado interior del parapeto, raspando la madera con sus lustrosas púas—. No podemos hacer nada con los alienígenas, pero podemos liquidar a Tallamadera. ¡Sí! —le sonrió al miembro de Reductor—. ¿Irónico, verdad? Durante cien años, procuraste destruirla. Ahora yo puedo lograrlo. Lo que para ti habría sido la victoria suprema, para mí es sólo un molesto aparte, al cual consagro mi atención sólo porque momentáneamente debo postergar proyectos de mayor envergadura.

La otra no se inmutó.

—Existe el detalle de ciertos regalos que han caído del cielo.

—Sí, en mis fauces abiertas. Y ahí está mi buena suerte, ¿verdad? —Avanzó varios pasos, riendo entre dientes—. Sí, es hora de que Vendaz lleve a su confiada reina al matadero. Tal vez eso interfiera con otros acontecimientos, pero… Ya sé, libraremos la batalla al este de aquí—

—¿El Declive de Margrum?

—Correcto. Las fuerzas de Tallamadera estarán muy concentradas al ascender por el desfiladero. Desplazaremos hasta allá nuestros cañones y los apostaremos detrás de los peñascos, en la cima del Declive. Será fácil barrer con todos ellos. Y está bastante lejos de la Colina de la Astronave. Aunque la gente del espacio llegue al mismo tiempo, podemos mantener separados los dos proyectos. —El singular calló y, al cabo de un instante, Acero le miró de hito en hito—. Sí, querido maestro. Sé que existe un riesgo. Sé que divide nuestras fuerzas. Pero tenemos un ejército sentado en nuestro umbral. Ha llegado a destiempo, pero ni siquiera Vendaz puede lograr que dé media vuelta y regrese a casa. Y si él intenta demorar las cosas, la reina podría… ¿Puedes predecir qué haría ella?

—No. Siempre ha sido bastante imprevisible.

—Incluso podría descubrir el fraude de Vendaz. Correremos un pequeño riesgo y la destruiremos ahora. ¿Estás con el Inspector Rangolith?

—Sí, dos de mis miembros.

—Dile que le lleve el mensaje a Vendaz. Debe conducir al ejército de la reina hacia el declive de Margrum, dentro de dos días a lo sumo. Tómate la libertad de decidir sobre los pormenores. Tú conoces la región mejor que yo. Redondearemos los detalles cuando ambos bandos estén en posición. —Era maravilloso ser el comandante de ambos bandos en una batalla—. Algo más, y es importante que Vendaz se encargue de ello antes del fin del día. Quiero que la humana de Tallamadera muera.

—¿Qué daño puede causar?

—Qué pregunta estúpida. —Sobre todo viniendo de ti—. No sabemos cuándo llegarán Ravna y Pham. Mientras no les tengamos en nuestras fauces, esa criatura Johanna es peligrosa. Dile a Vendaz que haga que parezca un accidente, pero que liquide a esa dos-patas.

Reductor estaba por todas partes. Era una forma de divinidad con la cual había soñado desde que había sido el novicio de Tallamadera. Mientras uno de sus miembros hablaba con Acero, otros dos deambulaban por la nave estelar con Amdijefri, y otros dos recorrían el bosque que estaba al norte del campamento de Tallamadera.

El paraíso también puede ser un tormento, y cada día el suplicio era un poco más difícil de sobrellevar. En primer lugar, ese verano era excesivamente tórrido y las túnicas radiales no sólo eran pesadas y calurosas, sino que por fuerza cubrían los tímpanos de sus miembros. Al contrario de otras prendas incómodas, el precio de quitarse éstas por un solo instante era la incomprensión. Sus primeras pruebas sólo habían durado un par de horas. Luego había emprendido una expedición de cinco días con el Inspector Rangolith, brindando a Acero información continua y dominio instantáneo de la campiña que rodeaba la Colina de la Astronave. Había tardado un par de días en recobrarse de las magulladuras y dolores que le habían causado las túnicas.

Su último ejercicio en omnisciencia había durado doce días. Era imposible usar las túnicas continuamente. En una rotación de uno por día, uno de sus miembros se desprendía del radio, se bañaba, y hacía cambiar el forro de la túnica. Era una hora de locura para Reductor, ya que la débil Tyrathect afloraba en su mente tratando en vano de recobrar su dominio. No importaba. Con uno de sus miembros desconectados, la manada restante sólo era de cuatro. Hay cuartetos de inteligencia normal, pero no ocurría así en el caso de Reductor/Tyrathect. El baño y el cambio de ropa se realizaban en medio de una obnubilada confusión.

Y aunque Reductor estaba en todas partes a la vez, no era más listo que antes. Después de los primeros y desgarradores experimentos, se habituó a ver/oír escenas radicalmente diferentes, pero aún le costaba entablar conversaciones múltiples. Cuando charlaba con Acero, sus otros miembros tenían poco que decir a Amdijefri o al Inspector Rangolith.

El señor Acero había terminado su charla. Reductor caminaba por los parapetos con su exdiscípulo, pero si Acero le hubiera dicho algo le hubiera distraído de su actual conversación. Reductor sonrió (con cuidado, para que no se le notara al miembro que estaba con Acero). Acero pensaba que ahora hablaba con el Inspector Rangolith. Oh, lo haría… dentro de pocos minutos. Una ventaja de su situación era que nadie sabía con certeza todo lo que hacía Reductor. Si era cauteloso, quizá terminara por recobrar el poder. Era un juego peligroso y las túnicas eran dispositivos arriesgados. Si la túnica no recibía sol durante varias horas perdía potencia y el miembro que la usaba quedaba aislado de la manada. Lo peor era el problema de la «estática»… una palabra mantis. El segundo conjunto de túnicas había matado a su usuario, y la gente del espacio no sabía bien la causa, excepto que era un «problema de interferencias».

Reductor nunca había experimentado algo tan extremo. Pero a veces, en sus travesías más distantes con Rangolith, o cuando se extinguía la carga de una túnica, sentía un aullido en la mente, como si varias manadas le acorralaran, sonidos que oscilaban entre la locura sexual y el frenesí del combate. A Tyrathect parecían agradarle esos momentos; afloraba de la confusión, inundándole con su blando odio. Normalmente acechaba en los bordes de la conciencia, insertando una palabra aquí, un motivo allá. Después de la estática, eso empeoraba; en una ocasión obtuvo el control casi un día. De haber contado con un año sin crisis, Reductor habría podido estudiar a Ty, Ra y Thect para realizar los cortes apropiados. Quizá conviniera matar a Thect, el de las orejas de punta blanca. No era una lumbrera, pero era el eje del trío. Con un reemplazo bien planeado, Reductor podría alcanzar aún más grandeza que antes de la matanza del Cuenco Parlamentario. Pero por ahora Reductor estaba atascado; practicar autocirugía en el alma era un tremendo desafío, incluso para el Maestro.

Cuidado pues, cuidado. Mantén las túnicas bien cargadas, no emprendas viajes largos, y no permitas que nadie vea la urdimbre de tus planes. Mientras Acero pensaba que él buscaba a Rangolith, Reductor hablaba con Amdi y Jefri.

El rostro del humano estaba humedecido por las lágrimas.

—Hemos perdido a Ravna cuatro veces. ¿Qué le ha sucedido? —chilló. Reductor no había notado que hubiera tanta flexibilidad en el ruidoso mecanismo con que los humanos emitían sonido.

La mayor parte de Amdi estaba apiñada en torno del niño. Lamió las mejillas de Jefri.

—Podría ser nuestra ultraonda. Tal vez esté rota. —Miró a Reductor con aire implorante. También él lagrimeaba—. Tyrathect, por favor, pídeselo de nuevo a Acero. Que nos deje permanecer todo el día en la nave. Tal vez han llegado mensajes que no quedaron grabados.

El Reductor que acompañaba a Acero bajó las escaleras del norte, cruzó la plaza de armas. Dedicó una pizca de atención a las quejas del otro sobre las deficiencias de mantenimiento. Al menos, Acero tenía la sagacidad de mantener los instrumentos de castigo en Isla Oculta.

El Reductor que acompañaba a la gente de Rangolith vadeó un arroyo de montaña. Aun en pleno verano, en medio de un viento seco, quedaban retazos de nieve y los arroyos estaban helados.

El Reductor que acompañaba a Amdijefri avanzó, dejó que dos miembros de Amdi se le apoyaran en los flancos. Ambos niños gustaban del contacto físico y él era el único con quien contaban, aparte de ellos mismos. Era una perversión, por cierto, pero Reductor había basado su vida en la manipulación de las debilidades ajenas y hasta en el dolor había cierto agrado. Reductor emitió un ronroneo profundo a través de los hombros, acariciando al cachorro que tenía cerca.

—Se lo pediré a nuestro señor Acero la próxima vez que le vea.

—Gracias. —Un cachorro le olisqueó la túnica y se apartó; por suerte, pues Reductor era una masa de magulladuras debajo de ese ropaje. Tal vez Amdi lo comprendió o tal vez… Reductor veía una creciente reticencia en ambos. El comentario que le había hecho a Acero se basaba en una verdad: esos dos no confiaban en él. Era culpa de Tyrathect. Por sí solo, Reductor no habría tenido inconveniente en conquistar el amor de Amdijefri. Reductor no tenía el temperamento cruel ni la frágil dignidad de Acero. Reductor podía charlar informalmente, mezclando la verdad con la mentira. Uno de sus mayores talentos era la empatía; ningún sádico puede aspirar a la perfección sin esa capacidad para el diagnóstico. Pero justo cuando todo andaba bien, cuando parecían dispuestos a abrirse, Ty o Ra o Thect afloraban, alterándole el semblante o impidiéndole escoger la frase adecuada. Tal vez debería contentarse con socavar el respeto de los niños por Acero (aunque sin atacarle en forma directa). Reductor suspiró y palmeó el brazo de Jefri.

—Ravna volverá, estoy seguro.

El humano lloriqueó, extendió el brazo para acariciar la parte de la cabeza de Reductor que no estaba cubierta por la túnica. Permanecieron un instante en amigable silencio y su atención regresó a…

…los exploradores de Rangolith y el bosque. Hacía diez minutos que el grupo marchaba cuesta arriba. Los demás llevaban una carga ligera y estaban habituados a ese ejercicio. Los dos miembros de Reductor se rezagaban. Le chistó al líder del grupo.

El líder se apartó a un costado para cederle el paso. Se detuvo cuando su miembro más próximo estuvo a cinco metros del de Reductor. Las cabezas del soldado se ladearon.

—¿Qué deseas, señor?

Éste era nuevo. Le habían instruido sobre las túnicas, pero Reductor sabía que el sujeto no comprendía las nuevas reglas. El oro y la plata que centelleaban en las oscuras túnicas estaban reservados para los señores del Dominio, pero aquí sólo había dos miembros de Reductor y habitualmente un fragmento no podía entablar una conversación, y mucho menos impartir órdenes razonables. También era desconcertante su falta de ruido mental. «Zombi» era la palabra que usaban algunos guerreros cuando se creían a solas.

Reductor señaló colina arriba: el bosque estaba a pocos metros.

—El Inspector Rangolith está del otro lado. Tomaremos un atajo —murmuró.

Una parte del otro ya miraba colina arriba.

—Eso no es bueno, mi señor —dijo el guerrero. Estúpido dúo, decía su postura—. El enemigo nos verá.

Reductor le miró con cara de pocos amigos, algo difícil de hacer cuando sólo se tienen dos miembros.

—Soldado, ¿ves el oro de mis hombros? Uno solo de mí vale por todos los tuyos. Si ordeno que tomemos un atajo, lo hacemos… aunque signifique arrastrar el vientre por azufre.

En realidad, Reductor sabía dónde estaban apostados los vigías de Vendaz. No era arriesgado atravesar ese claro, y estaba muy cansado.

El líder no sabía qué era Reductor, pero notó que el túnicas oscuras era tan peligroso como cualquier señor con su manada completa. Retrocedió humildemente, arrastrando los vientres. El grupo echó a andar cuesta arriba y poco después atravesaba un brezal abierto.

El puesto de mando de Rangolith estaba a un kilómetro…

El Reductor que acompañaba a Acero entró en la fortaleza. La piedra estaba recién cortada y habían levantado las murallas con la febril velocidad de toda aquella construcción. A diez metros de altura, donde confluían la bóveda y los arbotantes, había pequeños orificios. Pronto los llenarían de pólvora, al igual que las ranuras de la muralla que rodeaba el campo de aterrizaje. Acero los llamaba las Fauces de la Bienvenida. Volvió una cabeza hacia Reductor.

—¿Qué dice Rangolith?

—Lo lamento. Ha salido a patrullar. Debería estar aquí… es decir, en el campamento… en cualquier momento.

Reductor hacía lo posible para ocultar sus propias salidas con los exploradores. Esas operaciones de reconocimiento no estaban prohibidas, pero Acero habría exigido explicaciones.

El Reductor que acompañaba a los exploradores de Rangolith chapoteaba en un brezal anegado. El aire era deliciosamente fresco sobre la nieve derretida y la brisa acariciaba sus calurosas túnicas con lenguas refrescantes.

Rangolith había escogido bien el lugar para su puesto de mando. Sus tiendas se hallaban en una ligera depresión en el linde de una laguna. A cien metros, una vasta extensión de nieve cubría la colina, alimentaba la laguna y refrescaba el aire. Las tiendas no se veían desde abajo, pero el lugar estaba a tal altura que desde el borde de la depresión se tenía una visión despejada de tres puntos cardinales, centrados en el sur. El reaprovisionamiento se podía efectuar desde el norte sin que nadie lo detectara y el puesto estaría a salvo si un incendio se propagaba por el bosque.

El Inspector Rangolith revisaba sus espejos de señales, engrasando las mirillas. Uno de sus subalternos yacía con los hocicos asomados sobre la colina, escrutando el paisaje con sus telescopios. Se cuadró al ver a Reductor, pero su mirada no trasuntaba temor. Como la mayoría de los exploradores, no se dejaba intimidar por las intrigas palaciegas. Además, Reductor había cultivado una relación de «nosotros contra los burócratas». Rangolith le gruñó al líder del grupo:

—La próxima vez que lleguéis correteando a campo abierto, lo denunciaré en un informe.

—Fue culpa mía, oficial —intervino Reductor—. Tengo noticias importantes.

Se alejaron de los demás, caminando hacia la tienda de Rangolith.

—¿Viste algo interesante? —preguntó Rangolith, con una extraña sonrisa. Había comprendido tiempo atrás que Reductor no era un dúo brillante, sino parte de una manada cuyos otros miembros estaban en el castillo.

—¿Cuándo será tu próximo encuentro con Cuentacabezas? —Éste era el nombre en clave de Vendaz.

—Después del mediodía. No ha faltado en cuatro días. Los sureños parecen estar atascados.

—Eso cambiará. —Reductor repitió las órdenes de Acero para Vendaz. Le costó decirlas. El traidor que había en su interior se sentía inquieto, presentía los comienzos de un gran ataque.

—¡Vaya! Conque moveréis todo al Declive de Margrum en menos de dos… No importa, mejor que ni lo sepa.

Reductor ocultó su ofuscamiento. La camaradería tenía sus límites. Rangolith tenía sus virtudes, pero tal vez conviniera domesticarle un poco cuando todo esto hubiera terminado.

—¿Eso es todo, mi señor?

—Sí… No. —Reductor tembló con desconcierto. El problema de esas túnicas era que a veces le dificultaban recordar las cosas. ¡Por la Gran Manada, no! Era de nuevo Tyrathect. Acero había ordenado matar al humano de Tallamadera, una decisión sensata, pero…

El Reductor que acompañaba a Acero sacudió la cabeza con furia, haciendo chasquear los dientes.

—¿Pasa algo? —preguntó Acero. Parecía encantado con el dolor que las túnicas radiales infligían a Reductor.

—Nada, señor. Sólo una descarga de estática.

No había estática, pero Reductor sentía que se desintegraba. ¿Qué había dado a Tyrathect un poder tan repentino?

El Reductor que acompañaba a Amdijefri abrió y cerró las mandíbulas. Los niños retrocedieron sobresaltados.

—Está bien —murmuró, mientras sus dos cuerpos entrechocaban. Había excelentes razones para mantener con vida a Johanna Olsndot. A la larga, aseguraría la buena voluntad de Jefri, y podría ser la criatura humana secreta de Reductor. Tal vez pudiera hacer creer a Acero que la dos-patas había muerto… ¡No, no, no! Reductor recobró el control, desechando aquellos razonamientos. Tyrathect procuraba valerse de los mismos trucos que él había usado contra ella. No funcionará conmigo. Soy el maestro de las mentiras.

Y el ataque se redobló de nuevo, se transformó en una embestida que destruyó toda reflexión.

Con Acero, con Rangolith, con Amdijefri… todo el Reductor emitía sonidos desconcertantes. El señor Acero bailaba a su alrededor, sin saber si reírse o preocuparse. Rangolith lanzó un cloqueo de asombro.

Los dos niños se acercaron para tocarle.

—¿Te has hecho daño? ¿Te has hecho daño?

El humano metió esas notables «manos» bajo la túnica y acarició la piel sangrante de Reductor. El mundo se fundió en un chirrido de estática.

—No, no hagas eso. Podrías lastimarle más —dijo Amdi. Los hocicos de los cachorros se acercaron, procurando ayudar con las túnicas.

Reductor se desgarraba, perdiendo la identidad. El ataque final de Tyrathect fue un asalto frontal, sin razonamientos, ni infiltraciones indirectas, y…

…y ella se miró de nuevo con asombro. Después de muchos días, soy yo. Y predomino. Basta de asesinar inocentes. Si alguien ha de morir, serán Acero y Reductor. Siguió con la mirada a los miembros saltarines de Acero, escogió al miembro más lúcido. Tensó las patas, se dispuso a brincar. Acércate un poco más… y muere.

El último momento de conciencia de Tyrathect no duró más de cinco segundos. Su ataque contra el Reductor que llevaba en su interior fue un esfuerzo desesperado que la dejó sin reservas ni fuerzas internas. Incluso mientras se disponía a saltar sobre Acero, sintió que su alma se hundía y Reductor emergía de la oscuridad. Sintió que las patas de ese miembro se aflojaban, que el suelo le golpeaba la cara…

…Y Reductor recobró el control. El ataque de esa debilucha había sido asombroso. Se preocupaba tanto por las víctimas que estaba dispuesta a sacrificarse con tal de matar a Reductor. Y eso había sido su perdición. El suicidio no sirve para conservar el dominio de una manada. Su misma resolución había debilitado su predominio mental y había dado una oportunidad al Maestro. Ahora volvía a dominar, y con una gran oportunidad. Tyrathect había quedado indefensa después del ataque. Las barreras mentales que protegían a sus tres miembros de pronto eran tan delgadas como la cáscara de una fruta madura. Reductor cortó esa membrana, lanzó un zarpazo a las carnes de esa mente, fusionándolas con la suya. Los tres que habían constituido el núcleo de Tyrathect aún vivirían, pero nunca más poseerían un alma aparte.

El Reductor que acompañaba a Acero se quedó tendido como si estuviera inconsciente, mientras sus espasmos se aplacaban. Que Acero le creyera incapacitado. Le daría tiempo para pensar en la explicación más ventajosa.

El Reductor que acompañaba a Rangolith se incorporó despacio, aunque ambos miembros aún demostraban confusión. Reductor recobró la compostura. Aquí no debía explicaciones, pero sería mejor que el inspector no reparase en ese conflicto entre almas.

—Las túnicas son instrumentos poderosos, querido Rangolith, a veces demasiado.

—Sí, mi señor.

Reductor sonrió. Calló un instante, saboreando sus próximas palabras. No, no había indicios de la debilucha. Había sido su último intento de dominar, su último y mayor error. Reductor extendió su sonrisa a los dos miembros que estaban con Amdijefri. Cayó en la cuenta de que Johanna Olsndot sería la primera persona a quien ordenaba matar desde su regreso a Isla Oculta. Johanna Olsndot sería pues la primera sangre en tres de sus hocicos.

—Hay otro mensaje para Cuentacabezas, Inspector. Se trata de una ejecución…

Y describió los detalles, sintiéndose satisfecho con una decisión bien tomada.

35

Lo único bueno de esa larga pausa fue que había permitido que los heridos se recobraran. Ahora que Vendaz había hallado un modo de sortear las defensas reductoristas, todos ansiaban ponerse en marcha.

Johanna pasó la última tarde en el hospital de campaña. El hospital era un terreno dividido en cuadrados de seis metros de lado. Algunas parcelas tenían tiendas raídas, pertenecientes a los heridos que estaban en condiciones de cuidar de sí mismos. Otras estaban rodeadas por cercas y dentro de ellas había singulares, supervivientes de lo que había sido una manada entera. Los singulares podrían haber saltado las cercas, pero la mayoría parecía reconocer su propósito y se quedaba dentro.

Johanna empujaba el carro de alimentos, deteniéndose ante los pacientes. El carro era un poco grande para ella y a veces se atascaba en las raíces que brotaban del suelo del bosque. Sin embargo, ella podía realizar esta tarea mejor que cualquier manada y le alegraba poder ayudar.

En torno del hospital se oían los chillidos de los cerdos-kher mientras los uncían a las carretas, los gritos de los soldados que amarraban cañones y acomodaban equipo. Por los mapas que Vendaz había mostrado en la reunión, era evidente que los dos días siguientes serían agotadores, pero al cabo habrían llegado a un terreno alto, a retaguardia de los incautos reductoristas.

Johanna se detuvo en la primera tienda. El trío que estaba dentro la había oído llegar y ya estaba fuera, corriendo en círculos en torno del carro.

—Johanna, Johanna —repetía, imitándole la voz. Eran los restos de un estratega de Tallamadera. En un tiempo había hablado algo de samnorsk. Era una manada de seis y los lobos habían matado a tres. Lo que quedaba era la parte «hablante», tan lista como un niño de cinco años, pero con un extraño vocabulario—. Gracias por comida, gracias. —Le acercó los hocicos. Ella palmeó sus cabezas antes de entregarle los cuencos de guisado tibio. Dos de ellos se pusieron a comer, pero el tercero se sentó a hablar—. Yo oigo que peleando pronto. Ya no eres tú, pensó Johanna.

—Sí, subiremos por la barranca seca, al este de aquí.

—Oh, oh. Eso es malo. Mala visión, sin control, peligro de emboscada. —El fragmento parecía conservar algunos recuerdos de su labor táctica, pero para Johanna era imposible explicar el razonamiento de Vendaz.

—No te preocupes, todo saldrá bien.

—¿Segura? ¿Prometes?

Johanna sonrió dulcemente a lo que quedaba de un sujeto bastante agradable.

—Sí, lo prometo.

—Ah, ah… Vale.

Los tres hundieron los hocicos en los cuencos. Éste era uno de los afortunados. Demostraba bastante interés en lo que sucedía en derredor. Lo que era igualmente importante, tenía un entusiasmo infantil. Errabundo decía que los fragmentos como éste podían regenerarse si les cuidaban el tiempo suficiente para que parieran un par de cachorros.

Johanna llevó el carro hasta una cerca que era el corral simbólico de un singular. Olía a excrementos. Algunos singulares y dúos no estaban domesticados; de todos modos, las letrinas del campamento estaban a cien metros.

—¡Aquí! ¡Negrito, Negrito! —Johanna golpeó un cuenco vacío contra el flanco del carro. Una cabeza asomó detrás de algunas raíces. A veces ni siquiera lograba eso. Johanna se puso de rodillas para que sus ojos no estuvieran a mayor altura que los de ese miembro de cara negra—. ¿Negrito?


La criatura se alejó de los arbustos y se acercó despacio. Era todo lo que quedaba de uno de los artilleros de Escrúpilo. Johanna recordaba a la manada, un sexteto apuesto, corpulento y ágil. Arrastraba sus ancas sin patas sobre una carretilla con pequeñas ruedas, como un escrodita con patas delanteras. Le acercó un cuenco de guisado y emitió los ruidos que Errabundo le había enseñado. Negrito había rechazado la comida los últimos tres días, pero esta vez se acercó y ella pudo acariciarle la cabeza. Al cabo de un instante hundió el hocico en el guisado.

Johanna sonrió complacida. Ese hospital era un lugar extraño. Un año atrás la habría horrorizado, y aún ahora le costaba mirar a los heridos con la perspectiva de los púas. Mientras acariciaba la cabeza de Negrito, miró las toscas tiendas, los pacientes y las partes de pacientes. Era un hospital de veras. Los cirujanos procuraban salvar vidas, aunque la ciencia médica fuera un aterrador proceso de cortes y entablillados sin anestesia. Era comparable a la medicina humana medieval que Johanna había visto en el dataset. Pero con los púas había algo más. Ese lugar parecía un depósito de repuestos. Los enfermeros se interesaban en el bienestar de las manadas. Para ellos, los singulares eran piezas que podían servir para constituir fragmentos mayores, al menos temporalmente. Los singulares heridos eran la última prioridad de los médicos. «En esos casos no queda mucho que salvar —le había explicado un enfermero—. Y aunque lo hubiera, ¿tú querrías un miembro tullido en tu identidad?» Ese sujeto estaba demasiado fatigado para reparar en lo absurdo de la pregunta. Sus hocicos goteaban sangre; había trabajado durante horas para salvar a miembros heridos de manadas enteras.

Además, la mayoría de los singulares heridos dejaban de comer y morían en menos de un decadía. Aun al cabo de un año con los púas, Johanna se negaba a aceptarlo. Cada singular le recordaba al querido Gramil y ansiaba darles una oportunidad. Se había encargado del carro de comida y pasaba tanto tiempo con los singulares heridos como con los demás pacientes. Había dado buenos resultados. Podía acercarse a cada paciente sin interferencias mentales. Su ayuda brindó a los criadores más tiempo para estudiar a los fragmentos mayores y a los singulares ilesos, y tratar de construir manadas viables.

Y tal vez éste no muriera de hambre. Se lo contaría a Errabundo. Él había hecho milagros con las otras recomposiciones y parecía ser la única manada que compartía sus sentimientos por los singulares heridos. «Si no se mueren de hambre, a menudo eso indica cierto temple. Aun tullido, puede ser una ventaja para una manada —le dijo—. Yo he sido lisiado en algunos viajes. No siempre puedes escoger cuando te reduces a tres y estás en el corazón de un territorio desconocido.»

Johanna apoyó un cuenco de agua junto al guisado. Al cabo de un momento, el miembro lisiado se volvió para beber unos sorbos.

—Resiste, Negrito. Hallaremos a alguien para que existas.


Chitiratte estaba donde debía estar, montando guardia en su puesto. No obstante, sentía un cierto nerviosismo. Siempre mantenía una cabeza dirigida hacia la criatura mantis, la dos-patas. No había nada sospechoso en esa postura. Se suponía que era un guardia de seguridad y que debía mirar hacia todas partes. Pasó su ballesta de las fauces a la mochila y de vuelta a las fauces. Dentro de pocos minutos…

Chitiratte recorrió nuevamente el hospital de campaña. Era una tarea fácil. Aunque el incendio no había afectado esa parte del bosque, había ahuyentado a las fieras, río abajo. Tan cerca de la orilla, el terreno estaba cubierto de arbustos, así que no había espinas. Caminar por el hospital era como recorrer Prado de Tallamadera, allá en el sur. Cien metros al este el trabajo era más pesado: preparar las carretas y las provisiones para el ascenso.

Los fragmentos sabían que algo se avecinaba. Aquí y allá asomaban las cabezas. Observaban las carretas, oían las voces de los amigos. Los más cretinos sentían la llamada del deber. Había devuelto a tres singulares en buen estado al complejo. Esos débiles no podían ayudar en nada. Cuando el ejército subiera por el Declive de Margrum, el hospital quedaría atrás. Chitiratte esperaba poder quedarse también. Había trabajado para el jefe el tiempo suficiente para saber de dónde procedían sus órdenes. Chitiratte sospechaba que pocos regresarían del Declive de Margrum.

Volvió tres pares de ojos hacia la dos-patas. Esta misión era la más arriesgada en que había participado. Si salía bien, quizá pudiera pedirle al jefe que le dejara en el hospital. Ten cuidado, amigo. Vendaz no llegó adonde está dejando cabos sueltos. Chitiratte había visto lo que había sucedido con ese oriental que había husmeado en los asuntos del jefe.

¡Demonios, qué tonta era esa humana! Hacía cinco minutos que le gruñía a ese singular. Cualquiera diría que tenía relaciones sexuales con esos fragmentos por el tiempo que pasaba con ellos. Bien, pronto pagaría por esa familiaridad. Amartilló la ballesta, se arrepintió. Un accidente, un accidente. Debe parecer un accidente.

Ajá. La dos-patas estaba juntando cuencos de comida y agua y apilándolos en el carro. Chitiratte rodeó deprisa el perímetro del hospital, apostándose a la vista del dúo Kratzi, el fragmento que se encargaría de esa muerte.

Kratzinissinan había sido un guerrero antes de perder su parte Nissinari. No tenía ninguna conexión con el jefe ni con Seguridad. Pero se le conocía como un sujeto alocado, una manada que siempre estaba al borde del frenesí de combate. La pérdida de dos miembros habitualmente tenía un efecto tranquilizador. En este caso… bien, el jefe sostenía que Kratzi estaba especialmente preparado, una trampa lista para activarse. Chitiratte sólo debía dar la señal y el dúo haría trizas a la dos-patas. Una gran tragedia. Chitiratte estaría allí, un guardián alerta. Pronto perforaría los sesos de Kratzi a flechazos… pero, ay, sin llegar a tiempo para salvar a la dos-patas.

La humana arrastraba el carro de comida hacia Kratzi, el próximo paciente. El dúo salió de su refugio, saludando con un farfulleo que ni siquiera Chitiratte pudo entender. Pero había cierto tono, una furia asesina que aureolaba su semblante cordial. La mantis, desde luego, no lo notó. Detuvo el carro, se puso a llenar los cuencos, saludando al dúo con sus gruñidos. Dentro de un instante se agacharía para dejar la comida en el suelo. Por un instante, Chitiratte pensó en matar a la mantis si Kratzik no tenía éxito. Afirmaría que había sido un trágico yerro. No le gustaba la dos-patas. Esa criatura le daba aprensión; era tan alta, y sus movimientos eran tan raros. Ahora sabía que era frágil en comparación con las manadas, pero daba miedo pensar en un animal solo que fuera tan sagaz. Renunció a la tentación en cuanto tuvo la ocurrencia. Quién sabía el precio que podía pagar por ello, aunque creyeran que el disparo había sido accidental. Hoy no habría altruismo, muchas gracias; las mandíbulas y zarpas de Kratzi tendrían que encargarse de todo.

Kratzi volvió una cabeza hacia Chitiratte. La mantis cogió los cuencos y se alejó del carro…

—¡Johanna! ¿Cómo estás?

Johanna apartó los ojos del guisado y vio que Errabundo Wickwracktriz se acercaba. Procuraba aproximarse sin invadir los sonidos mentales de los pacientes. El guardia que se había detenido allí un instante antes retrocedió ante su avance y se detuvo a pocos metros.

—Muy bien —respondió Johanna—. ¿Recuerdas al que está sobre ruedas? Hoy comió un poco de guisado.

—Bien, he pensado en él y el trío que está al otro lado del hospital.

—¿La enfermera herida?

—Sí. Lo que ha quedado de Trellelak es todo hembra. He escuchado sus sonidos mentales y… —Errabundo dio su explicación en buen samnorsk, pero para Johanna no tenía mayor sentido. El vocabulario de la crianza incluía conceptos tan ajenos a la experiencia humana que ni siquiera Errabundo podía explicarlos con claridad. Lo único evidente era que, como Negrito era macho, era probable que él y el trío de la enfermera pudieran tener cachorros para fusionar el grupo. El resto eran alusiones a la «resonancia anímica» y la «mezcla de flaquezas con puntos fuertes». Errabundo decía que era un aficionado en crianza, pero era interesante el respeto que le profesaban los doctores, y a veces la misma Tallamadera. Sus injertos parecían «prender» mejor que los de otros.

—Está bien —dijo Johanna—. Lo intentaremos en cuanto haya alimentado a todos.

Errabundo ladeó una cabeza.

—Algo raro está ocurriendo. No sé bien de qué se trata, pero… todos los fragmentos te están mirando. Más que de costumbre, ¿lo sientes?

Johanna se encogió de hombros.

—No. —Se arrodilló para poner los cuencos delante del dúo. Ese paciente vibraba de avidez, aunque había tenido la cortesía de no interrumpir.

Por el rabillo del ojo, Johanna notó que el guardia hacía un extraño movimiento con las dos cabezas del medio y…

Los golpes fueron como dos puñetazos en el pecho y la cara. Johanna cayó al suelo y ellos se le abalanzaron. Alzó los brazos ensangrentados para protegerse de esos dientes y zarpas cortantes.

Cuando Chitiratte dio la señal, ambos miembros de Kratzi entraron en acción… y uno se estrelló contra el otro, tumbando de espaldas a la mantis, lanzando zarpazos y dentelladas a tontas y a locas, hiriéndose a sí mismos. Chitiratte quedó petrificado de sorpresa. Tal vez ella no estuviera muerta. Recobró la compostura y saltó sobre la cerca, al tiempo que amartillaba y cargaba la ballesta. Tal vez debiera errar el primer tiro. Kratzi estaba desgarrando a la mantis, pero despacio. De pronto ya no tuvo posibilidades de disparar contra el dúo. Una rugiente oleada blanquinegra se lanzó sobre Kratzi y la mantis. Cada fragmento sano del hospital corrió al ataque. Era un furor asesino espontáneo, mucho más feroz del que podían expresar manadas completas. Chitiratte retrocedió atónito ante ese espectáculo y su sonido mental. Hasta el peregrino parecía fascinado. La manada pasó frente a Chitiratte y rodeó el alboroto. El peregrino no se zambulló en la pelea, pero lanzaba dentelladas, gritando palabras que se perdían en la algarabía general.

Una salpicadura de sonido mental articulado estalló desde la cáfila, tan estentóreo que aturdió a Chitiratte, que se hallaba a veinte metros. La cáfila pareció encogerse sobre sí misma mientras la mayoría de sus miembros perdían el frenesí. Lo que había sido una sola bestia con una veintena de cuerpos era ahora una ensangrentada multitud de miembros sueltos.

El peregrino aún corría en torno del borde, esforzándose para conservar su mente y su propósito. Su miembro más corpulento, el de la cicatriz, entraba y salía de la multitud, lanzando zarpazos a los que aún peleaban.

Los pacientes se alejaron de la escena de la lucha. Algunos que habían acudido como dúos o tríos salieron como singulares. Otros parecían ser más numerosos que antes. El terreno estaba empapado de sangre. Al menos cinco miembros habían muerto. Cerca del centro yacían un par de ruedas protésicas.

El peregrino sólo prestaba atención al sangriento guiñapo del centro.

Chitiratte sonrió. Una mantis destrozada. Vaya tragedia.

Johanna no perdió del todo el conocimiento, pero el dolor y el peso sofocante de una veintena de cuerpos le impedía pensar. Ahora la presión se aliviaba. Más allá de ciertas vibraciones oía gritos en el idioma normal de los púas. Alzó los ojos y vio a Errabundo. Cicatriz estaba a horcajadas sobre ella, el hocico a pocos centímetros. Se agachó para lamerle el rostro. Johanna sonrió y trató de hablar.


Vendaz había concertado una cita para conferenciar con Escrúpilo y Tallamadera. En ese momento, el comandante de artilleros peroraba sobre su táctica, utilizando el dataset para describir sus planes para el Declive de Margrum. Alaridos de furia resonaron río abajo. Escrúpilo irguió la cabeza con enfado. —¿Qué demonios…?

Los sonidos continuaban, algo más que una mera pendencia. Tallamadera y Vendaz intercambiaron miradas de preocupación mientras erguían los pescuezos para atisbar entre los árboles. —¡Una pelea en el hospital! —exclamó la reina. Vendaz dejó su anotador y salió de la zona de reunión, ordenando a los guardias que protegieran a la reina. Mientras corría a través del campamento, vio que sus guardias ya confluían en el hospital. Todo salía con la perfección de un programa del dataset, aunque… ¿a qué venía tanto ruido?

En los últimos cien metros, Escrúpilo le alcanzó y le pasó. El artillero entró en el hospital a la carrera y tropezó consigo mismo, horrorizado. Vendaz irrumpió en el claro, dispuesto a exhibir el mismo horror, combinado con una alerta resolución.

Errabundo estaba de pie, junto a un carro de comida, con Chitiratte a poca distancia. El peregrino estaba al lado de la dos-patas, en un tendal de carnes desgarradas. ¡Por la Manada de Manadas! ¿Qué había sucedido? Había más sangre de la cuenta.

—Todos atrás excepto los médicos —bramó Vendaz a los soldados que se apiñaban en el linde del complejo. Avanzó por un camino que sorteaba a los pacientes que irradiaban más ruido mental. Había muchas heridas nuevas, y charcos de sangre oscura en los pálidos troncos de los árboles. Algo había salido mal.

Entretanto Escrúpilo había rodeado el linde del hospital y estaba a pocos metros del peregrino. La mayoría de sus miembros miraban al suelo.

—¡Es Johanna! ¡Johanna!

Por un momento Vendaz temió que ese imbécil saltara la cerca.

—Creo que se encuentra bien, Escrúpilo —dijo Errabundo—. Estaba alimentando a uno de los fragmentos cuando éste enloqueció y la atacó.

Un médico echó un vistazo a la carnicería: cadáveres en el suelo, sangre por doquier.

—Me pregunto qué habrá hecho para provocarles.

—¡Nada, os digo! Pero cuando ella cayó, medio hospital la emprendió a zarpazos con él. —Señaló con el hocico los inidentificables restos.

Vendaz miró a Chitiratte, y al mismo tiempo vio que llegaba Tallamadera.

—¿Qué sucedió, soldado? —preguntó Vendaz. No lo eches a perder, Chitiratte.

—Es tal como dice el peregrino, mi señor. Nunca he visto nada semejante —respondió Chitiratte, con tono de apropiada sorpresa. Vendaz se acercó al peregrino. —¿Me permites echar un vistazo, peregrino? Errabundo titubeó. Había olisqueado a la muchacha en busca de heridas que requiriesen atención inmediata. La muchacha asintió débilmente y Errabundo retrocedió.

Vendaz se acercó con aire solemne y solícito. Por dentro hervía de rabia. Nunca había oído hablar de nada semejante. Pero aunque todo el hospital hubiera acudido a ayudarle, tendría que estar muerta. El dúo Kratzi tenía que haberle desgarrado la garganta en medio segundo. Su plan parecía infalible (e incluso ahora no lo perjudicaría), pero ahora comenzaba a comprender dónde estaba el fallo. Durante días la humana había estado en contacto con esos pacientes, incluso con Kratzi. Ningún médico púa podía aproximarse y tocarles como la dos-patas. Algunas manadas sentían el efecto; para los fragmentos debía ser abrumador. En lo más hondo de su alma, la mayoría de los pacientes consideraban que la alienígena formaba parte de ellos.

Miró a la alienígena desde tres lados, teniendo en cuenta que los ojos de cincuenta manadas le seguían. Muy poca sangre pertenecía a la dos-patas. Los cortes del cuello y los brazos eran largos y superficiales, cortes lanzados sin ton ni son. En el último momento, el condicionamiento de Kratzi había fallado ante la noción de la criatura humana como miembro de la manada. Incluso ahora, un rápido zarpazo bastaría para degollarla. Pensó en ponerla bajo la protección médica de Seguridad. La estratagema había dado resultado con Gramil, pero aquí sería muy arriesgada. Errabundo había estado muy cerca de Johanna y sospecharía si alguien afirmaba que se habían presentado «complicaciones imprevistas». No. Incluso los planes buenos pueden fracasar. Tómalo como experiencia para el futuro. Le sonrió a la muchacha y habló en samnorsk:

—Ahora estás a salvo. —Por el momento, y lamentablemente. La cabeza de la humana se volvió hacia el costado, mirando hacia Chitiratte.

Escrúpilo caminaba a lo largo de la cerca, a tan poca distancia de Chitiratte y Errabundo que ambos habían retrocedido.

—¡No he de tolerarlo! —exclamó el artillero—, ¡Nuestra persona más importante atacada de este modo! ¡Esto apesta a conspiración enemiga!

—Pero ¿cómo? —cloqueó Errabundo.

—¡No lo sé! —dijo Escrúpilo con un grito ahogado—. Pero ella necesita protección además de cuidado. Vendaz debe hallar un lugar para ponerla a salvo.

El peregrino quedó impresionado por el argumento, pero no se inmutó. Inclinó una cabeza hacia Vendaz y dijo con inusitado respeto:

—¿Qué opinas, Vendaz?

Vendaz había observado a la dos-patas. Los humanos tenían una interesante capacidad para disimular su foco de atención. Antes Johanna miraba a Chitiratte, ahora a Vendaz, entornando los movedizos ojos. El año pasado Vendaz se había propuesto estudiar las expresiones humanas, valiéndose de Johanna y las historias del dataset. Ella sospechaba algo, y también debía haber comprendido parte del discurso de Escrúpilo. Arqueó la espalda y alzó un brazo débilmente. Afortunadamente para Vendaz, su grito fue un susurro que ni siquiera él oyó con claridad:

—No… no como Gramil.

Vendaz era una manada que creía en los planes cuidadosos. Además sabía que las circunstancias pueden frustrar los planes mejor trazados. Miró a Johanna y sonrió con compasiva gentileza. Sería arriesgado matarla como al fragmento de Gramil, pero ahora comprendía que las demás posibilidades eran aún más peligrosas. Gracias al cielo, Tallamadera estaba varada al otro lado del campamento con su miembro más achacoso. Vendaz hizo una seña al peregrino y reunió sus miembros.

—Me temo que Escrúpilo está en lo cierto. No sé cómo pudo lograrse, pero no podemos arriesgarnos. Llevaremos a Johanna a mi cubil. Díselo a la reina.

Se quitó las capas de los lomos y comenzó a envolver a la humana para llevarla en su último viaje. Sólo los ojos de ella protestaron.

Johanna se adormilaba a ratos, aterrada ante su incapacidad para expresar sus temores en voz alta. Sus gritos más fuertes eran meros susurros. Los brazos y las piernas le respondían con espasmos, y las capas de Vendaz los ocultaban. Una contusión, quizás, explicó su mente desde un recoveco racional. Todo parecía tan remoto, tan oscuro…

Johanna despertó en la cabaña de Tallamadera. ¡Qué sueño espantoso! Que estaba tan maltrecha que no podía moverse, que Vendaz era un traidor… Trató de incorporarse, pero no pudo. ¡Estoy maniatada en estas malditas mantas! Se quedó callada un segundo, aún desorientada por el sueño. Trató de llamar a Tallamadera, pero sólo le salió un gemido. Un miembro caminaba en torno del fuego. La estancia estaba poco iluminada y había algo raro en ella. Johanna no estaba acostada en el lugar de costumbre. Con asombrado sopor, trató de orientarse. El techo estaba demasiado bajo. Algo olía a carne cruda. Le dolía el costado de la cara, y tenía gusto a sangre en los labios. No estaba en la cabaña de Tallamadera y ese sueño espantoso era…

Tres cabezas se perfilaron contra la luz. Una se acercó, y en la penumbra ella reconoció las manchas blancas y negras. Vendaz.

—Bien —dijo Vendaz—. Estás despierta.

—¿Dónde estoy? —balbució Johanna, nuevamente presa del terror.

—La choza abandonada al este del campamento. La he confiscado como cubil de seguridad —murmuró él en un fluido samnorsk que imitaba una de las voces genéricas del dataset. Tenía una daga en una de las mandíbulas y la hoja destellaba en la penumbra.

Johanna se retorció dentro de las mantas y trató de gritar. Algo le pasaba, era como gritar sin aliento.

Un miembro de Vendaz se paseaba por el nivel superior de la choza. La luz del día le salpicó el hocico cuando se asomó por cada una de las angostas ventanas.

—Ah, me alegra que no intentes disimular. Noté que de algún modo habías adivinado mi… segunda carrera. Mi hobby. Pero aunque pudieras gritar, no te ayudaría. Tenemos poco tiempo para charlar. Sin duda la reina pronto vendrá a visitarte… y yo te mataré antes que llegue. Qué pena. Tus heridas internas eran fatales…

Johanna no entendía todas las palabras. Cada vez que movía la cabeza, su visión se volvía borrosa. Ni siquiera recordaba los detalles de lo que había sucedido en el hospital. Vendaz era un traidor, pero cómo…

El dolor ahogó los recuerdos.

—Asesinaste a Gramil, ¿verdad? ¿Por qué? —dijo, con voz más fuerte que antes, y se sofocó con la sangre que le resbalaba por la garganta.

La rodeó una risa serena, humana.

—Él averiguó la verdad acerca de mí. Es irónico que semejante incompetente fuera el único que me descubriera… ¿o tu pregunta tiene un sentido más amplio? —Los tres hocicos se le acercaron aún más, y la daga rozó la mejilla de Johanna—. Pobre dos-patas, no creo que puedas entenderlo. Tal vez una parte, la voluntad de poder. He leído lo que dice el dataset sobre las motivaciones humanas, el material freudiano. Los púas somos mucho más complejos. Yo soy macho en mi mayor parte, ¿lo sabías? Y es peligroso ser de un solo sexo. La locura acecha. Sin embargo, fue decisión mía. Estaba harto de ser sólo un buen inventor, de vivir a la sombra de Tallamadera. Muchos de nosotros somos sus descendientes, y nos domina a todos. Se alegró mucho de que yo ingresara en Seguridad porque no tenía la combinación de miembros apropiada para ello. Pensó que al ser todos mis miembros masculinos menos uno, sería un pervertido controlable.

El miembro que hacía las veces de centinela hizo otro recorrido frente a las ventanas. Se oyó otra risotada humana.

—Lo planeo desde hace tiempo. No estoy solo contra Tallamadera. El aspecto de su alma que se relaciona con el poder está esparcido en toda la costa ártica: Reductor pudo comenzar con un siglo de ventaja sobre mí. Acero es nuevo, pero tiene a su disposición el imperio de los reductoristas. Yo me hice indispensable para todos ellos. Soy el jefe de seguridad de Tallamadera… y el espía más valioso de Acero. Si juego bien mis cartas, me apropiaré del dataset y todos los demás morirán.

La daga volvió a acariciar la mejilla de Johanna.

—¿Crees que puedes ayudarme? —preguntó Vendaz, escrutando los aterrados ojos de Johanna—. Lo dudo muchísimo. Si mi plan hubiera triunfado, ahora estarías muerta. —Un suspiro resonó en toda la estancia—. Pero eso fracasó y ahora debo trincharte personalmente. Aun así, quizá todo sea para bien. El dataset es un filón de información sobre casi todo, pero apenas tiene en cuenta la existencia de la tortura. En ciertos sentidos, tu especie se ve muy frágil, muy fácil de matar. La muerte llega antes que la mente pueda desmembrarse. Pero sé que podéis sentir dolor y terror. El truco consiste en aplicar la fuerza sin matar.

Los tres miembros cercanos adoptaron una posición más cómoda, como un humano disponiéndose a una conversación seria.

—Y hay algunas preguntas que quizá puedas responder, cosas que antes yo no podía preguntar. Acero está muy confiado, y no sólo porque cuente con mis servicios. Esa manada cuenta con alguna otra ventaja. ¿Es posible que tenga su propio dataset?

Vendaz hizo una pausa. Johanna enmudeció, no sólo por miedo sino por terquedad. Éste era el monstruo que había asesinado a Gramil.

El hocico que sostenía la daga se deslizó entre las mantas y la piel de Johanna y la muchacha sintió un dolor en el brazo.

Gritó.

—Ah, el dataset me informó que ese lugar era doloroso para un humano. No es preciso que me respondas, Johanna. ¿Sabes cuál es el secreto de Acero, según sospecho? Creo que alguien de tu familia sobrevivió… quizá tu hermanito, considerando lo que nos has contado sobre la matanza.

¿Jefri? ¿Vivo? Por un instante Johanna olvidó el dolor y el temor.

—¿Cómo…?

Vendaz hizo un gesto de indiferencia.

—Nunca le viste muerto. Puedes tener la certeza de que Acero quería un dos-patas vivo, y después de leer acerca del sueñofrío en el dataset dudo que él pueda haber revivido a cualquiera de los demás. Y oculta algo. Ansía la información del dataset, pero nunca me pidió que robara el aparato.

Johanna cerró los ojos, como negando la existencia del traidor. ¡Jefri está vivo! Recuerdos: la alegría juguetona de Jefri, sus lágrimas infantiles, su confiado valor a bordo de la nave fugitiva… cosas que había creído perdidas para siempre. Por un instante le parecieron más reales que la violencia de los últimos minutos. Pero ¿qué podía hacer Jefri para ayudar a los reductoristas? Sin duda los otros datasets se habían incendiado. Aquí hay algo más, algo que Vendaz no ha comprendido.

Vendaz le cogió la barbilla, le sacudió la cabeza. —Abre los ojos. He aprendido a leerlos y quiero ver… Mm, no sé si me crees o no. No importa. Si tenemos tiempo, averiguaré qué pudo hacer él por Acero. Hay preguntas más urgentes. Evidentemente el dataset es la clave de todo. En menos de medio año, yo, Tallamadera y Errabundo hemos aprendido muchísimo sobre vuestra especie y civilización. Me atrevo a decir que conozco a tu gente mejor que tú… a veces creo que conozco a tu gente más que nuestro propio mundo. Cuando haya concluido la violencia, el triunfador será aquella manada que aún controle el dataset. Me propongo ser esa manada y a menudo me he preguntado si existen otras claves o programas que puedan velar por mi seguridad… El código protector. Las cabezas sonrieron.

—¡Aja! ¡Conque eso existe! Tal vez la mala suerte de esta mañana haya sido afortunada. Nunca habría aprendido… —la voz se quebró en cloqueos discordantes. Dos miembros de Vendaz se unieron al que estaba ante las ventanas. La voz le murmuró al oído—. Es el peregrino. Está lejos, pero se aproxima… Sería más seguro que murieras. Una herida profunda, invisible. —La daga se deslizó hacia abajo. Johanna se arqueó en vano para alejarse de la punta, pero la hoja no le hizo daño—. Oigamos qué dice el peregrino. No tiene caso matarte de inmediato si él no insiste en verte. —Vendaz le metió un trapo en la boca y lo sujetó con fuerza.

Al cabo de un instante de silencio se oyeron pisadas en los arbustos que rodeaban la choza y el parloteo de una manada más allá de las paredes de madera. Johanna dudaba que alguna vez pudiera reconocer a las manadas por la voz pero… su mente tropezó con algo entre los sonidos, trató de decodificar ese canturreo, que consistía en palabras amontonadas:


Johanna

algo interrogativo

chirrido segura


Vendaz respondió:


Salud Errabundo Wickwracktriz

Johanna gorjeo

sin heridas visibles

triste incertidumbre chillido


Y el traidor le murmuró al oído:

—Ahora preguntará si necesito ayuda médica, y si insiste… nuestra charla tendrá un final prematuro.

Pero Errabundo sólo respondió con un canturreo de preocupación.

—El maldito imbécil sólo está sentado ahí afuera —susurró Vendaz con irritación.

El silencio se prolongó un momento y al fin la voz humana de Errabundo, el Guasón del dataset, dijo en nítido samnorsk:

—No cometas ninguna tontería, amigo Vendaz.

Vendaz emitió un sonido de cortés sorpresa y se tensó en torno de Johanna. Le apretó la daga contra las costillas, arrancándole una chispa de dolor. Ella sentía el temblor de la hoja, el hálito de ese miembro sobre su piel ensangrentada.

—Sabemos qué te propones —continuó Errabundo con voz confiada—. La manada que habían apostado en el hospital no resistió y le confesó a Tallamadera lo poco que sabía. ¿Crees que puedes burlar a la reina con tus mentiras? Si Johanna muere, te haremos pedazos. —Tarareó una ominosa melodía del dataset—. Conozco bien a la reina. Ella parece una manada muy grácil… pero ¿de dónde crees que Reductor heredó su siniestra creatividad? Si matas a Johanna, pronto averiguarás en qué medida el genio de Tallamadera supera el de Reductor.

Vendaz retiró la daga. Otro de sus miembros se aproximó a la ventana, y los dos que estaban con Johanna dejaron de apretarla. La acarició suavemente con la daga. ¿Pensando? ¿De veras Tallamadera es tan temible? Los cuatro miembros que había en las ventanas miraban hacia todas partes. Sin duda Vendaz contaba las manadas de guardia y planificaba frenéticamente. Al fin respondió en samnorsk:

—La amenaza sería más creíble si no fuera de segunda mano.

Errabundo rió entre dientes.

—Es verdad. Pero sospechamos lo que sucedería si venía la reina, Eres un sujeto precavido, habrías matado a Johanna al instante y ahora darías explicaciones falsas antes de enterarte de lo que sabe Tallamadera. Pero al ver que se aproximaba un pobre peregrino… Sé que me tomas por un mentecato sin muchas más luces que Gramil Jaqueramaphan. —Errabundo titubeó al pronunciar el nombre y, por un momento, perdió su tono jactancioso—. De cualquier modo, ahora conoces la situación. Si lo dudas, envía a tus guardias para que verifiquen con cuánta gente te ha rodeado la reina. Si Johanna muere, date por muerto. De paso, ¿tiene sentido esta negociación?

—Sí, ella está viva. —Vendaz sacó la mordaza de la boca de Johanna. Ella volvió la cabeza, sofocándose. Las lágrimas le surcaban ambas mejillas.

—¡Errabundo, oh, Errabundo! —atinó a susurrar. Inhaló dolorosamente, procurando hacer ruido. Manchas brillantes bailaron ante sus ojos—. ¡Hola, Errabundo!

—¡Hola, Johanna! ¿Te ha hecho daño?

—Un poco. Yo…

—Suficiente. Está viva, Errabundo, pero eso es fácil de corregir.

Vendaz no volvió a amordazarla. Johanna notó que se frotaba las cabezas nerviosamente mientras se paseaba frente a las ventanas. Dijo que la partida estaba en tablas, o algo parecido.

—Habla en samnorsk, Vendaz. Quiero que Johanna comprenda… y no podrás mentir tan arteramente como en tu idioma.

—Como quieras —le dijo el traidor con displicencia, pero sus miembros seguían paseándose con nerviosismo—. La reina debe comprender que estamos empatados. Mataré a Johanna si no recibo el trato adecuado. Pero aun así, Tallamadera no puede darse el lujo de herirme. ¿Comprendes que Acero os ha tendido una trampa en el Declive de Margrum? Yo soy el único que sabe cómo eludirla.

—Vaya noticia. De todos modos yo no quería ir a Margrum.

—Sí, pero tú no cuentas, Errabundo. Eres una manada plebeya. Tallamadera comprenderá cuán peligrosa es la situación. Las fuerzas de Acero cuentan con recursos que jamás he comentado y les he enviado todos los secretos que pude sonsacar de mis investigaciones con el dataset.

—Mi hermano está vivo, Errabundo —jadeó Johanna.

—Vaya, Vendaz, has roto nuevos récords en traición. Todo lo que nos dijiste era mentira, mientras que Acero supo toda la verdad sobre nosotros. ¿Crees que eso significa que no nos atreveremos a matarte?

Johanna vio que Vendaz reía y dejaba de pasearse. Comprende que ha recobrado el control.

—Más aún, necesitas mi plena cooperación. Verás, exageré la cantidad de agentes enemigos que había entre las tropas de Tallamadera, pero sí tengo algunos… y tal vez Acero haya introducido otros que no conozco. Y aunque me arrestes, los ejércitos reductoristas se enterarán. Gran parte de lo que sé resultará inútil… y afrontaréis un ataque inmediato y arrasador. ¿Te enteras? La reina me necesita.

—¿Y cómo sé que no estás mintiendo de nuevo?

—Es un problema, ¿verdad? Tan difícil de resolver como el de mi seguridad, una vez que haya salvado la expedición. Sin duda está más allá de tu mente plebeya. Tallamadera y yo tenemos que hablar, en algún lugar que resulte seguro para ambos. Llévale ese mensaje. No podrá disponer del pellejo del traidor, pero si colabora quizá pueda salvar el propio.

Siguió un silencio puntuado por los ruidos de los animales del bosque. Al fin, asombrosamente, Errabundo se echó a reír.

—Conque mente plebeya, ¿eh? Bien, en algo te admiro, Vendaz. He recorrido el mundo entero y mi memoria se remonta a quinientos años atrás… pero de todos los villanos, traidores y genios, tú eres el mayor por tu desfachatez.

Vendaz emitió un acorde que sólo podía traducirse como una señal de complacida satisfacción. —Me siento honrado.

—Muy bien, comunicaré tus condiciones a la reina. Espero que ambos tengáis luces suficientes para hallar una solución. Algo más: la reina exige que Johanna venga conmigo.

—¿La reina exige? Eso me huele a sensiblería plebeya.

—Quizá. Pero demostrará que tu propuesta es seria. Considéralo como mi precio por cooperar.

Vendaz volvió todas las cabezas hacia Johanna, mirándola en silencio. Echó un último vistazo a las ventanas.

—Muy bien, puedes llevártela. —Dos miembros saltaron a la puerta de la choza mientras otro par empujaba a la muchacha, diciéndole al oído—: Maldito Errabundo. Estando viva, sólo me causarás problemas con la reina. —Le mostró la daga—. No siembres cizaña entre ella y yo. Sobreviviré a todo esto y seré poderoso.

Se apartó de la puerta y la luz del día cegó a Johanna. Entornó los ojos: vio un ramaje y el costado de la choza. Vendaz arrastró la camilla hacia el suelo del bosque, ordenando a sus guardias que se mantuvieran en sus puestos. Él y Errabundo hablaron cortésmente acordando el momento en que el peregrino regresaría.

Vendaz regresó a la choza. Errabundo avanzó hacia la camilla. Uno de sus cachorros asomó de la casaca para acariciar el rostro de Johanna con el hocico.

—¿Estás bien?

—No lo sé. Recibí un golpe en la cabeza… y me cuesta respirar.

Errabundo le aflojó las mantas mientras alejaba la camilla de la choza. La sombra del bosque era apacible y profunda. Había guardias de Vendaz apostados en toda la zona. ¿Cuántos conspiradores habría? Dos horas atrás, Johanna había acudido a ellos en busca de protección. Ahora sus miradas la hacían tiritar. Tendiéndose en la camilla, mareada, miró las ramas, las hojas, los retazos de cielo gris. Criaturillas semejantes a los chillones arbóreos de Straumli se perseguían parloteando.

Qué raro: hace un año Errabundo y Gramil me arrastraban y yo estaba más grave, y aterrada de todo, incluso de ellos. Y ahora… nunca se había alegrado tanto de ver a otra persona. Hasta la presencia de Cicatriz era tranquilizadora.

Las olas de espasmo se aquietaron gradualmente. Sólo quedó un furor tan intenso como el del año anterior, aunque más razonable. Sabía lo que había sucedido aquí: los protagonistas no eran extraños, la traición no era un asesinato casual. Después de las artimañas de Vendaz, después de sus asesinatos, de sus planes para matarles a todos… ¡saldría en libertad! Errabundo y Tallamadera se olvidarían de todo.

—Él mató a Gramil, Errabundo. Le mató… —Le cortó en pedazos, luego persiguió lo que quedaba y le mató frente a nuestras narices—. ¿Y Tallamadera le dejará en libertad? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedes tolerarlo? —Las lágrimas afloraban de nuevo.

—Shh, Shh. —Dos cabezas de Errabundo se inclinaron sobre ella. La miraron, giraron nerviosamente. Ella extendió la mano para acariciar el suave pelaje. ¡Errabundo temblaba! Uno de sus miembros se acercó y murmuró—: No sé qué hará la reina, Johanna. Ella no sabe nada de esto.

—¿Qué…?

—Shh. —La voz de Errabundo se transformó en un zumbido—. Su gente aún puede vernos. Todavía es posible que deduzca lo que sucedió… Sólo tú y yo lo sabemos, Johanna. No creo que nadie más lo sospeche.

—Pero la manada que confesó…

—Una bravuconada. Cometí muchas locuras en mi vida, pero a ésta sólo supera la decisión de seguir a Gramil hasta tu nave estelar… Cuando Vendaz decidió llevarte con él, me puse a pensar. No estabas tan malherida. Me recordaba demasiado a lo que sucedió con Jaqueramaphan, pero no tenía pruebas.

—¿Y no se lo has dicho a nadie?

—No. Soy tan tonto como el pobre Gramil, ¿verdad? —Sus cabezas miraron hacia todas partes—. Si yo tenía razón, sería imprudente no matarte de inmediato y temí que ya fuera demasiado tarde…

Hubiera sido tarde, si Vendaz no hubiera sido un monstruo tan despiadado.

—De cualquier modo, supe la verdad tal como el pobre Gramil… casi por accidente. Pero si podemos alejarnos otros setenta metros, no moriremos como él. Y todo lo que le dije a Vendaz será verdad.

Ella le palmeó un hombro y miró hacia atrás. La choza y el círculo de guardias desaparecieron detrás de las matas.

¡Y Jefri está vivo!


Cripto: 0 [Se han descontado 95 paquetes codificados]

Recepción: Nave Ølvira ad hoc

Senda lingüística: Tredeschk—»triskweline, unidades SjK

De: Zonógrafo Eidolon [Cooperativa (u orden religiosa) del Allá Medio, que se mantiene gracias a la suscripción de varios miles de civilizaciones del Allá Bajo, sobre todo las amenazadas por la inmersión]

Asunto: Actualización y emisión ping del Boletín sobre Turbulencias

Síntesis: El mensaje muestra un fraude

Distribución:

Suscriptores Zonógrafo Eidolon

Grupo de Intereses Zonometría

Grupo de Intereses Amenazas, Subgrupo Navegación Participantes Ping

Fecha: 1087892301 segundos desde Evento de Calibración 239011, Entorno Eidolon

[66,91 días desde la caída de Sjandra Kei]

Frases clave: Episodio de escala galáctica, anuncio de caridad de emergencia

Texto del mensaje:

(Favor incluir hora local exacta en respuestas ping)

Si estáis recibiendo este mensaje, sabréis que la ola gigante ha retrocedido. La nueva superficie zonal parece ser una espuma estable de baja dimensionalidad (entre 2,1 y 2,3). Por lo menos cinco civilizaciones están atrapadas en la nueva configuración. Treinta sistemas solares vírgenes han ascendido al Allá. (Los suscriptores hallarán detalles específicos en los datos encriptados que siguen a este boletín.)

El cambio es similar al que se aprecia en un período normal de dos años en toda la superficie de la Zona Lenta de la galaxia. Sin embargo, esta convulsión se produjo en menos de doscientas horas y en menos de un milésimo de esa superficie.

Y ni siquiera estas cifras bastan para indicar la magnitud del episodio. (Las siguientes son meras estimaciones, ya que muchos puestos fueron destruidos y no había instrumentos calibrados para un episodio de esta magnitud.) En su punto máximo, la convulsión alcanzó mil años-luz por encima de la Superficie Zonal Estándar. Se sostuvieron tasas de elevación de más de treinta millones de veces la velocidad de la luz (un año-luz por segundo) durante períodos de más de 100 segundos. Los informes de los suscriptores indican más de diez mil millones de muertes de sofontes normalizados atribuibles a la ola (fallos en redes locales, colapsos ambientales, colapsos médicos, accidentes de transporte, fallos de seguridad). Los daños económicos son aún mayores.

Ahora la pregunta importante es qué secuelas tendrá este fenómeno. Nuestras predicciones se basan en datos obtenidos de nuestro instrumental y por prospecciones zonométricas, combinadas con datos históricos procedentes de nuestros archivos. Salvo para las tendencias de largo plazo, la predicción de cambios zonales nunca ha sido una ciencia, pero hemos prestado buenos servicios a nuestros suscriptores al asesorarles sobre las secuelas y la disponibilidad de nuevos mundos. La situación actual vuelve inservibles casi todas las tareas previas. Disponemos de documentación precisa que se remonta a diez millones de años atrás. Las olas más rápidas que la luz se producen una vez cada veinte mil años (habitualmente con una velocidad inferior a 7,0 c). En nuestros archivos no figura ninguna monstruosidad como ésta. La convulsión que acabamos de presenciar pertenece a la especie que se describe en bases de datos de tercera mano, viejas y taponadas; Sculptor tuvo una semejante hace cincuenta millones de años. El [Brazo de Perseo] de nuestra galaxia tal vez sufrió una conmoción semejante hace quinientos millones de años.

Esta incertidumbre vuelve casi imposible nuestra misión, y por ello enviamos este mensaje público al grupo Zonometría y otros. Todos los interesados en la zonometría y la navegación deben aunar sus recursos para afrontar este problema. Todo puede ayudar: ideas, acceso a archivos, algoritmos. Prometemos aportaciones significativas para los no suscriptores y canjes equitativos para quienes posean información importante.

Nota:

También enviamos este mensaje al oráculo Swndwp, y lo radiamos directamente a puntos del Trascenso que creemos habitados. Sin duda un episodio de esta naturaleza debe resultar interesante incluso allí. Apelamos a los Poderes de Arriba: permitidnos enviaros lo que sabemos. Si tenéis alguna idea, dadnos un indicio.

Para demostrar nuestra buena fe, he aquí las estimaciones que poseemos actualmente. Se basan en una amplificación ingenua de convulsiones bien documentadas de esta región. Los detalles constan en el apéndice no encriptado de este mensaje. En el próximo año habrá cinco o seis oleadas de velocidad y alcance decrecientes. Durante este lapso es probable que dos civilizaciones más (véase lista de riesgos) queden sumergidas para siempre. Las tormentas zonales prevalecerán hasta en momentos en que no haya posconvulsiones. Durante este período será muy peligroso navegar en este volumen [especificación de coordenadas]; recomendamos la suspensión de todo embarque. La línea temporal quizá sea demasiado breve para admitir planes de rescate viables para las civilizaciones en peligro. Nuestra predicción a largo plazo (quizá la menos incierta): el encogimiento secular en la escala de un millón de años no resultará afectado. Los próximos cien mil años, sin embargo, revelarán un retardo en el encogimiento del límite de la Zona Lenta en esta porción de la galaxia.

Por último, una nota filosófica. En Zonografía Eidolon observamos el límite zonal y la órbita de las estrellas limítrofes. En general, los cambios zonales son muy lentos: 700 metros por segundo en el caso del encogimiento secular a largo plazo. Sin embargo, estos cambios, junto con los movimientos orbitales, afectan a miles de millones de vidas cada año. Debemos aceptar estos cambios a largo plazo tal como aceptamos que los glaciares y las sequías afectan a un pueblo en un mundo pretécnico. Las tormentas y convulsiones son tragedias innegables que representan la muerte inmediata para algunas civilizaciones aunque escapen a nuestro control tanto como los movimientos más lentos. En las últimas semanas, algunos grupos de noticias han transmitido muchas historias sobre guerras y flotas de combate, sobre millones pereciendo en el choque de las especies. A todos ellos, y a sus congéneres más pacíficos, les decimos: Mirad el universo. Es indiferente, y a pesar de nuestra ciencia hay calamidades que no podemos evitar. El bien y el mal son una nimiedad frente a la Naturaleza. Personalmente, nos consuela saber que existe un universo que podemos admirar, un universo que no sucumbe ante la maldad ni la bondad, que simplemente es.


Cripto: 0

Recepción: nave Ølvira ad hoc

Senda lingüística: Arbwyth—»mercantil 24—»cherguelen—»triskweline, unidades SjK

De: Turbolabio de las Brumas [Se ignora qué es, aunque tal vez no sea un asunto propagandístico. Muy pocos antecedentes]

Asunto: La causa de la reciente Gran Ola

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grandes Secretos de la Creación

Grupo de Intereses Zonometría

Fecha: 66,47 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: La inestabilidad zonal y la Plaga, importancia de los hexápodos

Texto del mensaje:

Perdón si repito conclusiones obvias. Mi único acceso a la Red es muy caro y me pierdo muchos mensajes importantes. La gran ola que ahora presenciamos parece ser un episodio de alcance y singularidad cósmicas. Más aún, los demás corresponsales estiman que el epicentro está a menos de 6.000 años-luz del reciente conflicto bélico relacionado con la Plaga. ¿Puede ser mera coincidencia? Según las diversas teorías que datan de antiguo [citas de varias fuentes, tres de ellas desconocidas para Ølvira; las teorías citadas son tradicionales y acreditadas]; las Zonas mismas pueden ser un artefacto, quizá creado por algo que está allende la Trascendencia para la protección de las formas menores, o [hipotéticas] nubes gaseosas sentientes de los núcleos galácticos.

Por primera vez en la historia de la Red tenemos una forma Trascendente, la Plaga, que puede dominar el Allá. Muchos integrantes de la Red [ciudades Hanse y Sandor en el Zoo] creen que está buscando un artefacto cerca del Fondo. ¿Es de extrañar que esto pudiera alterar el equilibrio natural y provocar la reciente convulsión? Por favor escribidme para decirme qué pensáis. No recibo mucha correspondencia.


Cripto: 0

Recepción: nave Ølvira ad hoc

Senda lingüística: Baeloresk—»triskweline, unidades SjK

De: Alianza para la Defensa

[Presunta unión de cinco imperios debajo del reino de Straumli, sin referencias previas a la caída del reino de Straumli. Muchas objeciones (incluidas las de la Fuera de Banda II) sostienen que esta Alianza es una pantalla de la vieja Hegemonía Aprahanti. Véase Terror de las Mariposas]

Asunto: Valerosa misión cumplida

Distribución:

Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Grupo de Intereses Homo Sapiens

Fecha: 67,07 días desde la caída de Sjandra Kei

Frases clave: Actos, no palabras

Texto del mensaje:

Después de nuestra acción contra el nido humano de [Sjandra Kei] una parte de nuestra flota persiguió a efectivos humanos y otros instrumentos de la Plaga hacia el Fondo del Allá. Es evidente que la Perversión esperaba proteger a dichos efectivos colocándolos en un ámbito peligroso. Esa iniciativa no tuvo en cuenta el valor de los comandantes y tripulantes de la Alianza. Ahora podemos comunicar que hemos arrasado a esas fuerzas fugitivas.

La primera operación en gran escala de la Alianza ha redundado de un triunfo aplastante. Con el exterminio de sus secuaces más importantes, la Plaga dejará de amenazar el Allá Medio. Aun así, queda mucho por hacer.

La Flota de la Alianza regresa al Allá Medio. Hemos sufrido algunas bajas y necesitamos reaprovisionarnos. Sabemos que aún existen reductos humanos dispersos en el Allá y hemos identificado a ciertas especies secundarias que están ayudando a la humanidad. La defensa del Allá Medio debe constituir la meta de cada sofonte de buena voluntad. Los elementos de la Alianza pronto visitarán ciertos sistemas del volumen [especificaciones paramétricas]. Pedimos vuestra ayuda y apoyo contra lo que queda de este terrible enemigo. Muerte a las Alimañas.

36

Kjet Svensndot estaba a solas en el puente de la Ølvira cuando pasó la ola. Ya habían realizado todos los preparativos necesarios, y la nave no tenía medios de propulsión adecuados para la Lentitud que la rodeaba. Sin embargo, el capitán de grupo pasaba mucho tiempo allí, tratando de programar algún tipo de respuesta en las automatizaciones que aún funcionaban. Esa tediosa tarea de programación era un pasatiempo que, como el tejido, debía de remontarse al comienzo de la experiencia humana.

No habrían notado que emergían de la Lentitud si él y los dirokimes no hubieran instalado tantas alarmas. Al efectuarse la transición, el ruido y las luces le arrancaron violentamente de su sopor. Kjet tecleó el interfono.

—¡Glimfrelle! ¡Tirolle! Venid aquí.

Cuando los hermanos llegaron al puente de mando, las imágenes preliminares de navegación ya estaban computadas y la secuencia de salto aguardaba una confirmación. Sonriendo de oreja a oreja, los dos dirokimes ocuparon sus puestos y se sujetaron. Ambos trabajaron en un silencio sólo interrumpido por algún gorjeo de satisfacción. Habían ensayado esta operación una y otra vez en las últimas cien horas, y con automatizaciones tan limitadas había mucho que hacer. Poco a poco las ventanas del puente presentaron imágenes más nítidas. Los sensores de ultraimpulso convirtieron las manchas borrosas en rastros específicos con datos cada vez más precisos sobre alcances y velocidades. La ventana de comunicaciones mostró una lista cada vez más larga de mensajes de la flota.

Tirolle alzó los ojos.

—Jefe, estas cifras de salto parecen buenas a primera vista.

—Bien. Activar y admitir autoactivación.

Después de la ola habían decidido que su prioridad máxima consistiría en continuar con la persecución. Habían hablado mucho sobre ello y el capitán de grupo Svensndot había pensado más. Ya nada sería rutinario.

—¡Sí, señor! —Los dedos-largos del dirokime danzaron sobre los controles.

—¡Bingo! —exclamó Tirolle, añadiendo un control verbal.

La pantalla de estado indicó que habían efectuado cinco, diez saltos. Kjet miró unos segundos la pantalla de visión real. Ningún cambio, ningún cambio… hasta que notó que una de las estrellas más brillantes se había desplazado, deslizándose imperceptiblemente por el cielo. Como un malabarista que va cobrando ritmo, la Ølvira aumentaba su velocidad.

—¡Vaya! —exclamó Glimfrelle, inclinándose sobre su hermano—. Estamos haciendo 1,2 años-luz por hora. Es mejor que antes de la ola.

—Bien. ¿Comunicaciones y vigilancia? —¿Dónde estaban las demás naves, y qué se proponían?

—Ya, ya, estoy en ello —Glimfrelle arqueó el delgado cuerpo sobre la consola. Calló varios segundos. Svensndot empezó a examinar el correo electrónico. Aún no había nada de la propietaria Limmende. Kjet había trabajado veinticinco años para Limmende y Seguridad Comercial SjK. ¿Podía amotinarse? Y si lo hacía, ¿le seguiría alguien?

—De acuerdo. He aquí la situación, jefe. —Glimfrelle usó la ventana principal para mostrar su interpretación de los informes de la nave—. Es tal como pensábamos, tal vez un poco peor. —Habían comprendido desde el principio que la convulsión superaba todos los antecedentes de la historia documentada, pero el dirokime no se refería a eso. Bajó los dedos-cortos, trazando una brumosa línea azul en la ventana—. Estimamos que el borde de la ola se movería normalmente hasta esta línea. Ello explicaría que haya silenciado a la jefa Limmende cuatrocientos segundos antes de alcanzar a la Fuera de Banda y que nos alcanzara diez segundos después… Ahora bien, si el borde fuera similar al de las olas comunes —aumentadas un millón de veces— entonces nosotros y el resto de los perseguidores deberíamos emerger antes que la Fuera de Banda. —Señaló un punto resplandeciente que representaba a la Ølvira. En torno a ella afloraban muchos otros puntos de luz, como si los detectores de la nave avistaran la activación de saltos de ultraimpulso. Era como si trazaran una estela de fuego frío en la oscuridad. Pronto Limmende y el núcleo de la flota anónima estarían de vuelta en actividad—. Nuestro cuaderno de bitácora indica que eso fue lo que sucedió. La mayoría de los perseguidores saldrán de la ola antes que la Fuera de Banda.

—Aja. Conque perderá parte de su ventaja.

—Sí. Pero si va hacia donde creemos… —una estrella tipo G a ochenta años-luz de distancia— llegará allí antes que la eliminen. —Hizo una pausa, señaló una bruma que se extendía de costado desde el creciente nudo de luz—. Algunos han abandonado la cacería.

—Sí. —Svensndot había leído las noticias mientras escuchaba el resumen de Glimfrelle—. Según la Red, la Alianza para la Defensa abandona victoriosa el campo de batalla.

—¿Qué? —Tirolle giró bruscamente en su arnés. Sus grandes ojos oscuros no sonreían como de costumbre.

—Ya me has oído —Kjet puso el mensaje a disposición de ambos hermanos. Los dos leyeron deprisa. Glimfrelle murmuraba frases en voz alta—:…valor de los comandantes de la Alianza… hemos arrasado con esas fuerzas fugitivas…

Glimfrelle tembló, ya sin socarronería.

—Ni siquiera mencionan la ola. ¡Todo lo que dicen es una cobarde mentira! —Elevó la voz a su modulación normal y continuó en su propio idioma. Kjet entendía algunas partes. Los dirokimes que habían abandonado sus hábitats de sueño eran gentes bienhumoradas, jocosas e irónicas, pero los silbidos de Glimfrelle revelaban más tensión de la habitual y algunos insultos eran más pintorescos que de costumbre—. Eso obtienes de un repulsivo excremento… asesinos de sueños inocentes… —Las palabras eran fuertes incluso en samnorsk, pero en dirokime «repulsivo excremento» tenía connotaciones tan explícitas que comunicaban el olor de lo que describía. Glimfrelle agudizó aún más la voz, superando el registro humano. De pronto se desplomó con un gemido sordo. Los dirokimes podían llorar, aunque Svensndot nunca había visto semejante cosa. Glimfrelle se acurrucó en brazos de su hermano.

Tirolle miró a Kjet.

—¿Adonde nos lleva ahora la venganza, capitán?

Kjet calló un instante.

—Pronto lo sabremos, teniente —respondió, mirando las pantallas. Escucha y observa un poco más, y quizá lo averigüemos—. Entretanto, nos aproximaremos al centro de la persecución.

—A la orden.

Tirolle palmeó suavemente la espalda de su hermano y dio órdenes por la consola.

Durante las cinco horas siguientes, la tripulación de la Ølvira observó cómo la flota de la Alianza se lanzaba caóticamente hacia los espacios más altos. No era una retirada, sino una estampida. Aquellos oportunistas no habían vacilado en matar a mansalva y en perseguir con saña cuando creían que les esperaba un premio. Ahora que afrontaban la posibilidad de quedar atrapados en la Lentitud, de morir entre las estrellas, se desbandaban buscando un refugio. Sus boletines para los grupos de noticias estaban llenos de bravuconadas, pero sus maniobras eran inequívocas. Los grupos neutrales señalaron esa discrepancia: se aceptaba cada vez más que la Alianza estaba asociada con la Hegemonía Aprahanti y que tenía otras motivaciones aparte de una altruista oposición a la Plaga. Se especulaba con temor sobre el próximo objetivo de la Alianza.

Los transceptores principales apuntaban todavía hacia las flotas, que bien podrían haber estado en un tronco de la red. El tráfico de noticias era una cascada torrencial que superaba la capacidad de recepción con que ahora contaba la Ølvira. No obstante, Svensndot seguía alerta a los mensajes, buscando alguna pista, alguna sugerencia. La mayoría de los abonados de Analistas de Guerras y Amenazas demostraban poco interés en la Alianza o el exterminio de Sjandra Kei. La mayoría sentían pavor de la Plaga que aún se propagaba por el Tope del Allá. Nadie había podido resistir en lo más alto y se rumoreaba que dos Poderes más habían perecido cuando intentaron intervenir. Había algunos (¿propagandistas secretos de la Plaga?) que alababan la nueva estabilidad que reinaba en el Tope, aunque se basara en una actividad parasitaria permanente.

De hecho, el único fracaso parcial de la Plaga parecía relacionado con esta persecución en el Fondo, la fuga de la Fuera de Banda y sus perseguidores. Con razón constituían el tema de diez mil mensajes por hora.

La geometría de emergencia resultó muy favorable para la Ølvira. Antes se encontraban en los aledaños de la acción, pero ahora tenían horas de ventaja sobre las flotas principales. Glimfrelle y Tirolle estaban más atareados que nunca, controlando la emergencia de las flotas y confirmando la identidad de la Ølvira ante otras naves de Seguridad Comercial. Mientras Scrits y Limmende no emergieran de la Lentitud, Kjet Svensndot era el oficial de mayor rango en la organización. Además, casi todos los comandantes le conocían personalmente. Kjet nunca había demostrado pasta de almirante: su capitanía de grupo era una recompensa por su destreza de piloto, en una Sjandra Kei en paz. Siempre había sido respetuoso con sus jefes, pero ahora…

El capitán de grupo decidió valerse de su rango. Ordenó no perseguir a las naves de la Alianza («Aguardaremos hasta que todos podamos actuar en conjunto»). Diversas propuestas se sucedían en los mensajes de la flota, incluyendo planes que daban por sentada la destrucción de Central. Kjet sugirió a varios comandantes que tal vez así hubiera ocurrido, que la nave insignia de Limmende podía estar en manos enemigas y que la Alianza era un efecto secundario del verdadero enemigo. Muy pronto Kjet ejecutaría la «traición» que había planeado.

La nave insignia de Limmende y el núcleo de la flota de la Plaga emergieron de la Lentitud casi simultáneamente. Las alarmas sonaron en el puente de la Ølvira cuando llegaron mensajes prioritarios y atravesaron el sistema decodificador de la nave. «Fuente: Limmende en Central. Máxima prioridad», dijo la voz de la nave.

Glimfrelle pasó el mensaje a la ventana principal y Svensndot sintió un repentino frío en la nuca.

…Todas las unidades deben perseguir a las naves fugitivas. Ellas son el enemigo, los asesinos de nuestro pueblo, advertencia: se sospecha traición. Destrúyanse todas las naves que contravengan estas órdenes. Siguen orden de batalla y códigos de validación…

El orden de batalla era sencillo, hasta para las pautas de Seguridad Comercial. Limmende quería que se dividieran e iniciaran la marcha, demorándose sólo el tiempo necesario para destruir a los «traidores».

—¿Qué hay de los códigos de validación? —preguntó Kjet a Glimfrelle.

El dirokime había recobrado su humor de costumbre.

—Están limpios. No hubiéramos recibido el mensaje si el emisor no tuviera los códigos del día de hoy… Comenzamos a recibir preguntas de los otros, jefe. Canales de audio y vídeo. Quieren saber qué hacer.

Si no hubiera preparado el terreno en las últimas horas, Kjet no habría tenido la menor oportunidad con su motín. Si Seguridad Comercial hubiera sido una auténtica organización comercial, la orden de Limmende se habría obedecido sin cuestionarse. Dadas las circunstancias, los otros comandantes evaluaron las preguntas que Svensndot había planteado: a aquella distancia, la comunicación vídeo era sencilla y la flota disponía de códigos que permitían recibirla en grandes cantidades. Sin embargo «Limmende» había escogido textos escritos para enviar su mensaje prioritario. Tenía sentido en lo militar, la codificación era la correcta, pero también era lo que Svensndot había predicho. El presunto cuartel general no deseaba mostrar la cara aquí abajo, donde las farsas visuales perfectas no eran posibles. Enviaría sus órdenes por correo y no evocaciones que despertarían sospechas en un observador atento.

Kjet y sus amigos pendían de ese hilillo de razonamiento.

Kjet echó una ojeada al nudo de luz que representaba la flota de la Plaga. Esa flota no padecía ninguna indecisión. Ninguna de sus naves retrocedía hacia alturas más seguras. Su comandante, fuera lo que fuese, demostraba más disciplina que la mayoría de los militares humanos. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo en su empecinada persecución de una pequeña nave estelar. ¿Y ahora qué, capitán?

Delante de ese frío borrón de luz, apareció un destello diminuto.

—¡La Fuera de Banda! —exclamó Glimfrelle—. A sesenta y cinco años-luz de distancia.

—Recibo un vídeo codificado de ellos, jefe. El mismo patrón confuso de antes. —Puso la señal en la ventana principal sin aguardar la orden de Kjet.

Era Ravna Bergsndot. Detrás había movimientos y gritos, el extraño humano y un escrodita discutiendo. Bergsndot no miraba la cámara y también gritaba. Las cosas parecían aún peor que en los primeros momentos de la emergencia de la Ølvira.

—¡Ahora no importa, te digo! Déjale en paz. Debemos comunicarnos… —Ravna debió ver la señal que le enviaba Glimfrelle—. ¡Están aquí! Por los Poderes, Pham, por favor… —Agitó la mano airadamente y se volvió hacia la cámara—. Capitán de grupo, somos…

—Ya sé. Hace horas que emergimos de la turbulencia. Ahora estamos cerca del centro de la persecución.

Ella contuvo el aliento. A pesar de cien horas de planificación, los acontecimientos la superaban. Y también a mí.

—Milagro —dijo Ravna—. Todo lo que dijimos antes se sostiene, capitán. Necesitamos ayuda. La Plaga nos persigue con su flota. Por favor.

Svensndot vio una señal junto a la ventana. El espabilado Glimfrelle estaba retransmitiendo esta comunicación a todas las naves de la flota de las que podían fiarse. Bien. Había conversado sobre la situación con los demás en las últimas horas, pero era más convincente ver a Ravna Bergsndot, ver a una superviviente de Sjandra Kei que necesitaba ayuda. Podéis pasar el resto de vuestra vida buscando venganza en el Allá Medio, pero sólo mataréis a los buitres. Los perseguidores de Ravna Bergsndot quizá sean nuestro principal objetivo.

Hacía tiempo que las mariposas se habían ido, jactándose de su valor en la Red. Menos del uno por ciento de Seguridad Comercial había obedecido la orden de perseguirlas. No era problema; lo que molestaba a Kjet Svensndot era el diez por ciento que se había quedado y se había alineado con las fuerzas de la Plaga. Tal vez no todas esas naves estuvieran subvertidas, quizá sólo obedecieran órdenes en las cuales creían. Sería muy difícil disparar contra ellas.

Y la batalla se avecinaba. Las maniobras de combate en ultraimpulso eran difíciles y el otro bando procuraba evadirse. La flota de la Plaga continuaba sin tregua su persecución de la Fuera de Banda. Lentamente ambas flotas confluían en el mismo volumen. Ahora estaban desperdigadas por años-luz cúbicos pero, con cada salto, la flota Aniara se aproximaba al tartamudeo de los motores de su presa. Algunas naves estaban a pocos cientos de millones de kilómetros del enemigo. Se fijaron tácticas para obtener blancos. Faltaban pocos cientos de segundos para el primer disparo.

—Con la huida de los aprahanti, tenemos superioridad numérica. Un enemigo normal retrocedería en este momento…

—Pero la flota de la Plaga es cualquier cosa menos un enemigo normal —comentó el pelirrojo. Era una suerte que Glimfrelle no hubiera retransmitido ese rostro al resto de la flota de Svensndot. Ese tipo parecía un alienígena y siempre estaba crispado. En aquel momento parecía empeñado en pulverizar cada sugerencia de Svensndot—. A la Plaga no le importa tener bajas mientras logre salirse con la suya.

Svensndot se encogió de hombros.

—Bien, haremos todo lo posible. Faltan setenta segundos para el primer disparo. Si no tienen ninguna ventaja imprevista quizá ganemos esta mano. —Miró severamente al otro—. ¿O se refiere a…? ¿Podría la Plaga…? —Aún llegaban mensajes sobre el avance de la Plaga por el Tope del Allá. Sin duda era una inteligencia transhumana. Un hombre desarmado podía estar en inferioridad numérica frente a una jauría de perros, y sin embargo derrotarlos. ¿Podría la Plaga…?

Pham Nuwen sacudió la cabeza.

—No, no, no. Es probable que aquí abajo las tácticas de la Plaga sean inferiores a las de ustedes. Su gran ventaja se encuentra en el Tope, donde pueda controlar a sus esclavos como a los dedos de una mano. Sus criaturas de aquí son prolongaciones mal sincronizadas. —Nuwen frunció el ceño, mirando algo que estaba fuera de la cámara—. No, lo que debemos temer es su astucia estratégica. —De pronto su voz cobró un tono distante que resultaba más perturbador que su impaciencia anterior. No era la calma de alguien que afrontaba una amenaza, sino la calma de un demente—. Cien segundos para el contacto… Capitán de grupo, tenemos una oportunidad si usted concentra sus fuerzas en los puntos adecuados.

Ravna descendió desde la parte superior de la imagen, apoyó una mano en el hombro del pelirrojo. Esquirla divina, le llamaba ella, una ventaja secreta contra el enemigo. Esquirla divina, el mensaje de un Poder moribundo. ¿Quién podía saber si era pura bazofia o un tesoro?

Demonios, si esos tipos son prolongaciones mal sincronizadas, ¿en qué nos transforma seguir la indicaciones de Pham Nuwen? Pero ordenó a Tirolle que marcara los blancos que Nuwen sugería. Noventa segundos. Momento de decisiones. Kjet señaló las marcas rojas que Tirolle había diseminado a través de la flota enemiga.

—¿Esos blancos tienen alguna característica especial, Tirolle?

El dirokime silbó unos instantes. Las correlaciones asomaban con desalentadora lentitud en las ventanas.

—Las naves que está señalando no son las más grandes ni las más rápidas. Nos llevará tiempo adicional situarlas. —¿Naves de mando?—. Otra cosa. Algunas revelan velocidades altísimas, sin residuos naturales. —¿Naves con estatocolectores? ¿Destructores de planetas?

—Ajá —Svensndot miró la pantalla un segundo más. Dentro de treinta segundos la nave Lynsnar de Johanna Haugen haría contacto, pero no con los blancos de Nuwen—. Comunícate, Glimfrelle. Pide a la Lynsnar que retroceda, que cambie los blancos. —Cambiar todos los blancos.

Las luces que representaban a la flota Aniara se deslizaban despacio en torno del núcleo de la flota de la Plaga, buscando sus nuevos blancos. Transcurrieron veinte minutos, con muchas discusiones con los otros capitanes. Seguridad Comercial no estaba construida para combates militares. Las mismas circunstancias que habían permitido que Kjet Svensndot impusiera su voluntad provocaban constantes cuestionamientos. Y además, estaban las amenazas que venían por el canal de la propietaria Limmende: muerte a los amotinados, muerte a quienes son desleales a la compañía. El encriptado era válido pero el tono era totalmente ajeno a la mesurada Giske Limmende, quien pensaba ante todo en los beneficios. Al menos, ahora todos comprobaban que habían tomado una decisión correcta al no creer en Limmende.

Johanna Haugen fue la primera en alinearse con los nuevos blancos. Glimfrelle abrió la ventana principal sobre el flujo de datos de la Lynsnar. la vista era casi natural, un cielo nocturno donde se desplazaban lentas estrellas. El blanco estaba a menos de treinta millones de kilómetros de la Lynsnar, pero con un desfase de un milisegundo. Haugen llegaba un segundo antes o después del salto del otro.

—Fuera proyectiles automáticos —ordenó Haugen. Ahora tenían una vista real de la Lynsnar desde pocos metros de distancia, desde la cámara de uno de los proyectiles. La nave era apenas visible, una sombra que oscurecía las estrellas, un gran pez en las honduras de un mar sin fin. Un pez que ahora desovaba. La imagen tembló. La Lynsnar desapareció y reapareció cuando el proyectil se desfasó momentáneamente. El compartimento de la nave derramó un enjambre de luces azules, proyectiles con armas. El enjambre flotaba junto a la Lynsnar, calibrándose, buscando al enemigo.

La luz que aureolaba la Lynsnar se apagó cuando los proyectiles se desfasaron, en tiempo y espacio, por una fracción de segundo. Tirolle abrió una ventana que abarcaba una esfera de cien millones de kilómetros, centrada en la Lynsnar. La nave enemiga era un punto rojo que revoloteaba por la esfera como un insecto enloquecido. La Lynsnar acechaba a su presa a ochenta mil veces la velocidad de la luz. A veces el blanco desaparecía un segundo y casi se perdía la sincronización; otras veces la Lynsnar y el blanco se fusionaban un instante cuando ambas naves pasaban a menos de un millón de kilómetros de distancia con una diferencia de una décima de segundo. Lo que no se podía proyectar con precisión era la posición de los proyectiles. Los huevecillos del pez se desplegaron en diversas trayectorias, buscando la nave enemiga con sus sensores.

—¿Qué hay del blanco? ¿Ha respondido al fuego? ¿Necesitan apoyo? —preguntó Svensndot.

Tirolle se encogió de hombros. Lo que estaban observando se hallaba a tres años-luz. No había modo de saberlo.

Pero Johanna Haugen respondió:

—No creo que mi blanco haya respondido al fuego. Sólo he perdido cinco proyectiles, la cantidad previsible para un fratricidio.

Veremos…

Hizo una pausa, pero las señales de la Lynsnar permanecían fuertes. Kjet miró por las demás ventanas. Cinco naves de Aniara ya entraban en combate y tres habían desplegado sus enjambres. Nuwen miraba en silencio desde la Fuera de Banda. La esquirla divina se había salido con la suya, y Kjet y su gente estaban perdidos. Llegaron buenas y malas noticias al mismo tiempo. —¡Le dimos! —exclamó Johanna Haugen. El punto rojo había desaparecido de la esfera. El enemigo había pasado a mil kilómetros de un proyectil. En los milisegundos que se requerían para computar un nuevo salto, el proyectil había detectado su presencia y había detonado. Ni siquiera eso habría resultado fatal si el blanco hubiera saltado antes que lo alcanzara la explosión, ya se habían producido varios yerros en los segundos anteriores. Esta vez el salto no se efectuó a tiempo. Nació una miniestrella cuya luz tardaría años en llegar al resto del volumen de batalla.

Glimfrelle soltó un silbido jadeante, una maldición intraducible. —Acabamos de perder la Ablsndot y la Holder, jefe. Sus blancos deben haber respondido al fuego.

—Envía la Gliwing y la Trance.

Kjet sintió un retortijón de espanto. Las víctimas eran amigos suyos. Había visto la muerte antes, pero nunca de este modo. En la acción policíaca nadie corría riesgos fatales excepto en un rescate. Y, sin embargo… apartó los ojos del resumen de campo para despachar más naves contra un blanco que había adquirido naves defensoras. Tirolle despachó otras. Destruir algunos blancos no esenciales podía ser contraproducente a la larga, pero a corto plazo dañaría al enemigo. Por primera vez desde la caída de Sjandra Kei, Seguridad Comercial tomaba una represalia.

—¡Por los Poderes! ¡Qué deprisa se movía el tío! Un proyectil secundario obtuvo un espectro EM de la víctima. El blanco se desplazaba a 15.000 kps de velocidad real. —¿Una bomba cohete a saltos? Demonios. Hubieran debido postergar ésas hasta tener controlado el campo de batalla.

—Más bajas enemigas del otro lado del volumen de batalla —anunció Tirolle—. El enemigo cambia de posición. Ha descubierto que estamos detrás de… Glimfrelle lanzó un silbido de triunfo.

—Eso es, eso es… vamos, jefe. Creo que Limmende ha comprobado que nosotros coordinamos la operación.

Tirolle había abierto una nueva ventana. Mostraba los cinco millones de kilómetros que rodeaban la Ølvira. Ahora había dos naves más: la ventana las identificaba como la nave insignia de Limmende y una de las naves que no había respondido a las exhortaciones de Svensndot.

Hubo un instante de silencio en el puente de mando de la Ølvira. Las voces de triunfo y pánico que llegaban desde el resto de la flota parecieron de pronto remotas. Svensndot y su tripulación miraban la muerte cara a cara.

—¡Tirolle! ¿Cuánto falta para que disparen su enjambre…?

—Ya nos persiguen… acabamos de esquivar un proyectil por diez milisegundos.

—¡Tirolle! Termina de dirigir los actuales combates. Glimfrelle, ordena a Lynsnar y Trance que coordinen el mando si perdemos contacto.

Esas naves ya habían lanzado todos sus proyectiles y Johanna Haugen era conocida por todos los demás capitanes.

Kjet se concentró en coordinar el enjambre de batalla de la Ølvira. La ventana táctica local mostró la nube que se disipaba, cobrando colores que indicaban si sufrían demoras o adelantos en el tiempo respecto de la Ølvira.

Sus dos atacantes habían coordinado su pseudovelocidad a la perfección. Diez veces por segundo, las tres naves saltaban una diminuta fracción de año-luz. Como guijarros saltando en la superficie de un estanque, aparecían en el espacio real en saltos perfectamente mensurados. Con cada emergencia la distancia se acortaba en cinco millones de kilómetros. Ahora sólo estaban separados por diferencias de milisegundos en tiempo de salto y el hecho de que la luz misma no pudiera pasar entre ellos en el breve tiempo que se demoraban en cada punto de salto.

Tres relampagueos convulsos iluminaron el puente, proyectando sombras de Svensndot y los dirokimes. Era una luz secundaria, la señal de emergencia que indicaba una detonación cercana. Lárgate de aquí era el mensaje que esa luz espantosa hubiera comunicado a cualquier persona racional. Sería fácil romper la sincronización… y perder el control táctico de la flota Aniara. Tirolle y Glimfrelle agacharon la cabeza, intimidados por el resplandor de la muerte cercana. Sus voces sibilantes apenas rompieron su cadencia y las órdenes de la Ølvira a las demás naves continuaron. Muchas otras batallas se libraban allá afuera. En ese instante la Ølvira era el único centro de precisión y control con que contaban. Cada segundo que permanecían en su puesto significaba una protección y una ventaja para Aniara. Escabullirse significaría minutos de caos hasta que Lynsnar o Trance pudieran tomar el mando.

Casi dos tercios de los blancos de Pham Nuwen estaban destruidos. El precio había sido alto, la mitad de los amigos de Svensndot. El enemigo había sufrido muchas bajas para proteger esos blancos, pero gran parte de su flota sobrevivía.

Una mano invisible estrujó la Ølvira, aplastando a Svensndot contra su arnés de combate. Las luces se apagaron, incluido el fulgor de las ventanas. Una opaca luz roja brotó del suelo. Los dirokimes se perfilaban contra un pequeño monitor. Tirolle silbó suavemente.

—Estamos fuera del juego, jefe, al menos mientras cuente. No sabía que podía haber yerros a tan poca distancia.

Tal vez no era un yerro. Kjet se zafó del arnés y se impulsó para flotar cabeza abajo sobre el pequeño monitor. Tal vez ya estamos muertos. En las inmediaciones había detonado un proyectil y la ola frontal había alcanzado a la Ølvira antes del salto. La conmoción había sido el estallido del casco externo cuando absorbía rayos X blandos del fuego enemigo. Miró las letras rojas que desfilaban lentamente por la proyección de averías. Lo más probable era que los circuitos electrónicos hubieran muerto y quizás hubieran recibido una dosis letal de rayos gamma. El olor de un aislante quemado impregnó la estancia.

—¡Iiya! Vaya, cinco nanosegundos más y no contábamos el cuento. ¡Efectuamos el salto después del impacto frontal!

Los circuitos electrónicos habían sobrevivido el tiempo suficiente para completar el salto. El flujo de rayos gamma a través del puente de mando había sido de 300 rem, nada que les demorase en las próximas horas y fácil de resolver para el cirujano de la nave. En cuanto al cirujano y el resto de las automatizaciones de la Ølvira…

Tirolle tecleó varias preguntas, el reconocimiento por voz ya no funcionaba. Transcurrieron varios segundos y una respuesta desfiló Por la pantalla.

—Automatización central suspendida. Gestión de proyecciones suspendida. Cómputo de impulso suspendido.

Tirolle dio un codazo a su hermano.

—Oye, Glimfrelle, parece que la Ølvira tuvo una desconexión limpia. ¡Podemos solucionar casi todos estos embrollos!

Los dirokimes eran famosos por su excesivo optimismo, pero en este caso Tirolle no estaba lejos de la verdad. Su encuentro con el proyectil había durado una fracción ínfima. Durante una hora y media los dirokimes ejecutaron nuevamente el arranque del procesador, activando un utilitario tras otro. Algunas cosas eran irrecuperables. La inteligencia analítica se había borrado de la automatización de comunicaciones y las espinas de ultraimpulso de un flanco de la nave estaban parcialmente fundidas. (Absurdamente, el olor a quemado era un diagnóstico flotante que se tendría que haber cancelado junto con las demás automatizaciones.) Estaban muy a la zaga de la flota de la Plaga.

Y esa flota aún existía. El nudo de luces enemigas era más pequeño que antes, pero continuaba implacablemente su trayectoria. La batalla había concluido. Los restos de Seguridad Comercial estaban desperdigados en los cuatro años-luz de un campo de batalla abandonado. Habían iniciado la batalla con superioridad numérica. Si hubieran combatido con sensatez, habrían podido vencer. En cambio, habían destruido las naves de mayor velocidad real y sólo la mitad de las demás. Algunas de las naves enemigas más grandes habían sobrevivido. Éstas superaban en número a sus pares de Aniara por más de cuatro a uno. La Plaga podría haber destruido fácilmente lo que quedaba de Seguridad Comercial, pero eso habría significado abandonar la persecución, y esa persecución era la única constante en la conducta del enemigo.

Tirolle y Glimfrelle pasaron horas restableciendo las comunicaciones y procurando descubrir quién había muerto y quién podía ser rescatado. Cinco naves habían perdido toda capacidad de impulso, pero aún tenían supervivientes. Algunas habían recibido el impacto en posiciones conocidas y Svensndot despachó naves robot para hallar los restos. La guerra entre naves era un ejercicio aséptico e intelectual, pero la ruina y la destrucción eran tan reales como en cualquier guerra terrestre, sólo que esparcidas por un espacio un billón de veces mayor.

Al fin pasó el momento de los rescates milagrosos y los descubrimientos desalentadores.

Los comandantes SjK se reunieron en un canal común para decidir un futuro común. Parecía un velatorio por Sjandra Kei y la flota Aniara. Durante la conferencia apareció una nueva ventana, con una vista del Fuera de Banda.

Ravna Bergsndot presenció la reunión en silencio. La esquirla divina no estaba a la vista.

—¿Qué más se puede hacer? —preguntó Johanna Haugen—. Las malditas mariposas se han ido hace tiempo.

—¿Estamos seguros de haberles rescatado a todos? —preguntó Jan Trenglets. Svensndot contuvo una réplica airada. El comandante del Trance se había puesto pesado en cuanto a ese tema. Había perdido muchos amigos en la batalla; pasaría el resto de su vida sufriendo pesadillas con naves que agonizaban lentamente en la noche profunda.

—Hemos dado cuenta de todo, incluso del vapor —murmuró Haugen—. La pregunta es adónde ir ahora.

—Caballeros y damas, si… —Ravna carraspeó.

Trenglets miró su imagen proyectada y su dolor se transformó en un arrebato de furia.

—¡No somos sus caballeros, mujerzuela! No es usted una princesa por la cual morir felizmente. Ahora merecería que la borráramos del mapa, nada más.

—Yo… —dijo la mujer intimidada.

—Ustedes nos condujeron a esta batalla suicida —gritó Trenglets—. Ustedes nos hicieron atacar blancos secundarios. Y luego no hicieron nada para ayudarnos. La Plaga les persigue como un tiburón a un calamar. Si hubieran alterado mínimamente su curso, habrían desviado a la Plaga de nuestra trayectoria.

—Dudo que eso hubiera ayudado —dijo Ravna—. La Plaga parece más interesada en nuestro destino. —El sistema solar que se hallaba a sólo cincuenta y cinco años luz del Fuera de Banda. Los fugitivos llegarían allá menos de dos días antes que sus perseguidores.

Johanna Haugen se encogió de hombros.

—Debe usted comprender lo que ha conseguido el descabellado plan de batalla de su amigo. Si hubiéramos atacado racionalmente, el enemigo estaría reducido a una fracción de su tamaño actual. Si hubiera escogido continuar, nosotros habríamos podido protegerles en ese mundo de los púas. —Pareció paladear ese nombre extraño, preguntándose qué significaba—. Ahora… de ningún modo les perseguiré hasta allá. Lo que ha quedado del enemigo podría destruirnos. —Se volvió hacia la proyección de Svensndot, quien se obligó a afrontar esa mirada. Por mucho que culparan al Fuera de Banda, el capitán de grupo Kjet Svensndot había persuadido al resto de la flota para luchar de ese modo. El sacrificio de Aniara había sido en vano y le extrañaba que Haugen, Trenglets y los demás le dirigieran la palabra—. Sugiero que continuemos con esta conferencia más tarde. Cita dentro de mil segundos, Kjet.

—Estaré preparado.

—Bien.

Haugen cortó el enlace sin hablar más con Ravna Bergsndot. Segundos después, Trenglets y los demás comandantes se habían ido. Sólo quedaban Svensndot y los dos dirokimes, y Ravna Bergsndot mirando desde su ventana.

—Cuando yo era una chiquilla en Herte —dijo al fin Ravna—, a veces jugábamos a los secuestradores y Seguridad Comercial. Siempre soñaba que la compañía nos rescataba de destinos peores que la muerte.

Kjet sonrió sombríamente.

—Bien, ha tenido su intento de rescate. —Sin serlo siquiera, ya eres una cliente abonada—. Ésta fue la mayor batalla en que hemos participado.

—Lo lamento, capitán.

Él escrutó los oscuros rasgos de Ravna. Una muchacha de Sjandra Kei, con sus ojos violáceos. Era imposible que fuera una simulación.

Él lo había apostado todo a que no lo fuera y aún creía que no lo era. Aun así…

—¿Qué dice su amigo de todo esto?

No había visto a Pham Nuwen desde su convincente actuación como esquirla divina al comienzo de la batalla.

Ravna miró a un lado.

—No dice mucho, capitán. Camina de aquí para allá, aún más alterado que el capitán Trenglets. Pham recuerda estar absolutamente convencido de pedir lo correcto, pero ahora no sabe por qué era lo correcto.

—Hmm. —Demasiado tarde para arrepentimientos—. ¿Qué harán ahora? Haugen tiene razón. Para nosotros sería un suicidio inútil perseguir a la flota de la Peste. Más aún, creo que también es un suicidio inútil para ustedes. Llegarán unas cincuenta y cinco horas antes. ¿Qué podrán hacer en ese tiempo?

Ravna Bergsndot le miró compungida.

—No lo sé… no lo sé.

Ravna sacudió la cabeza, ocultó la cara entre las manos y bajo un mechón de pelo negro.

Al fin le miró, apartó el mechón.

—No sé —murmuró, recobrando la calma—; pero seguiremos adelante. A eso vinimos. Tal vez todo salga bien… Hay algo allá abajo, algo que la Plaga busca con desesperación. Quizá cincuenta y cinco horas sean suficientes para averiguar qué es e informar a la Red. Y… aún tenemos la esquirla divina de Pham.

¡Vuestro peor enemigo! Era muy posible que el tal Pham Nuwen fuera un engendro de los Poderes. Sin duda tenía apariencia de algo construido a partir de una descripción de segunda mano de la humanidad. Pero ¿cómo diferenciar una esquirla divina de un mero devaneo?

Ravna se encogió de hombros, como si reconociera esas dudas y las aceptara.

—¿Qué hará la gente de Seguridad Comercial?

—Segundad Comercial ya no existe. Casi todos nuestros clientes fueron eliminados. Ahora hemos matado a la propietaria de nuestra compañía… o al menos destruimos su nave con sus simpatizantes. Ahora somos la Flota Aniara. —Era el nombre oficial que se había escogido al concluir la conferencia. Había un placer sombrío en adoptar ese nombre, el fantasma anterior a Sjandra Kei y anterior a Nyjora, de los primeros tiempos de la especie humana, ya que ahora eran parias, sin sus mundos, sin sus clientes y sin sus dirigentes anteriores. Cien naves enfilando hacia…—. Hemos hablado sobre ello. Algunos aún querían seguir hasta el mundo de los púas. Algunas tripulaciones desean regresar al Allá Medio, pasar el resto de sus vidas matando a las Mariposas. La mayoría quiere reiniciar la civilización de Sjandra Kei en algún lugar donde pasemos inadvertidos, donde a nadie le importe nuestra existencia.

Y lo único que todos estaban de acuerdo era en que Aniara no debía dividirse más, ni realizar más sacrificios. Una vez que eso quedó claro, la decisión fue fácil.

Después de la gran ola, esta parte del Fondo era una increíble mezcla de Lentitud y Allá. Pasarían siglos hasta que las naves zonográficas de arriba tuvieran mapas aceptables de la nueva interfaz.

Ocultos en los pliegues e intersticios había mundos recién emergidos de la Lentitud, mundos donde Sjandra Kei podría renacer. ¿Ny Sjandra Kei?

Kjet miró a Tirolle y Glimfrelle. Procuraban reactivar los principales procesadores de navegación. Eso no era absolutamente necesario para el encuentro con la Lynsnar, pero todo resultaría más cómodo si ambas naves podían maniobrar. Los hermanos parecían indiferentes a la conversación de Kjet con Ravna. Y quizá no prestaran atención.

En cierto modo, la decisión de Aniara significaba más para ellos que para los humanos de la flota. Nadie dudaba que millones de humanos sobrevivían en el Allá (y nadie sabía cuántos mundos humanos podían existir aún en la Lentitud, primos distantes de Nyjora, hijos lejanos de Vieja Tierra), pero los dirokimes de Aniara eran los únicos que existían fuera del Trascenso. Los hábitats de sueño de Sjandra Kei habían desaparecido, y con ellos la especie. Había por lo menos mil dirokimes en Aniara, pares de hermanas y hermanos desperdigados en cien naves.

Eran los individuos más aventureros de los días postreros de su especie y ahora enfrentaban su mayor desafío. Los dos de la Ølvira ya habían investigado entre los supervivientes, buscando amigos y soñando con una nueva realidad.

Ravna escuchó seriamente sus explicaciones.

—Capitán de grupo, la zonografía es una actividad tediosa… y sus naves están cerca de sus límites. En este espumarajo pueden buscar durante años sin hallar un nuevo hogar.

—Tomaremos precauciones. Abandonaremos todas nuestras naves excepto aquellas que cuenten con estatocolectores y cajas de sueñofrío. Operaremos en redes coordinadas, para que nadie se pierda durante más de unos años. Y si nunca hallamos lo que buscamos —si perecemos entre las estrellas al fallar nuestro soporte vital—, al menos habremos sido fieles a nuestro nombre. —«Aniara»—. Creo que tenemos una oportunidad. —Y dudo que vosotros la tengáis.

Ravna asintió lentamente.

—Sí. Bien… me ayuda saberlo.

Hablaron unos minutos más, con la participación de Tirolle y Glimfrelle. Habían estado en el centro de algo descomunal pero, como era habitual con los asuntos de los Poderes, nadie sabía con exactitud qué había sucedido ni cuál era el resultado de la lucha.

—Doscientos segundos para el encuentro con la Lynsnar —dijo la voz de la nave.

Ravna oyó, asintió, alzó la mano.

—Buena suerte, Kjet Svensndot, Tirolle y Glimfrelle.

Los dirokimes silbaron su despedida y Svensndot alzó la mano. La ventana de Ravna Bergsndot se cerró.

Kjet Svensndot recordaría ese rostro el resto de su vida, aunque en años posteriores se parecería cada vez más al de Ølvira.

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