La paz había vuelto a lo que antaño había sido el Dominio de Reductor. Al menos no había rastros de fuerzas beligerantes. El que había dirigido la retirada lo había hecho con astucia. Al transcurrir los días, se presentaron los campesinos locales. La gente, cuando no estaba simplemente aturdida, se alegraba de deshacerse del antiguo régimen. La vida renació en los campos de labranza, mientras los campesinos trabajaban con empeño para recobrarse de la peor temporada de incendios que todos recordaban, agravada por los combates más encarnizados que había presenciado la región.
La reina había despachado mensajeros al sur para comunicar la victoria, pero no parecía tener prisa por regresar a su ciudad. Sus tropas ayudaron con las faenas agrícolas, procurando no molestar a los lugareños. Pero también investigaban el castillo de Colina de la Astronave, y el enorme y viejo castillo de Isla Oculta. Allí encontraron todos los horrores que se habían rumoreado con el correr de los años, pero ningún rastro de las fuerzas fugitivas. Los lugareños ansiaban contar sus anécdotas y la mayoría eran siniestramente creíbles. Decían que antes de su intento de apoderarse de la República, Reductor había creado reductos más al norte. Allá había reservas, aunque algunos pensaban que Reductor ya las había usado tiempo atrás. Los campesinos del valle norte habían presenciado la retirada de las tropas reductoristas. Algunos sostenían que habían visto a Reductor en persona, o al menos una manada que lucía los colores de un señor. Ni siquiera los lugareños creían en todas las historias, y menos en las que decían que Reductor estaba esparcido por doquier, con sus miembros separados por kilómetros de distancia, coordinando el repliegue.
Ravna y la reina tenían motivos para creer en esa historia, pero no la temeridad para verificarla. La fuerza expedicionaria de Tallamadera no era numerosa y los bosques y valles se extendían más de cien kilómetros hasta donde los Colmillos de Hielo se curvaban al oeste para encontrarse con el mar. Ese territorio era desconocido para Tallamadera. Si Reductor lo había preparado durante décadas —según su método operativo habitual— habría sorpresas mortíferas, hasta para un vasto ejército que persiguiera a un puñado de partisanos. Mejor dejar que Reductor siguiera su camino, con la esperanza de que el señor Acero hubiera destruido esos reductos.
Tallamadera temía que esto constituyera un gran peligro en el siglo siguiente. Pero las cosas se resolvieron mucho antes. Fue Reductor quien les salió al encuentro, y no con un contraataque. Veinte días después de la batalla, cuando el sol caía detrás de las colinas, se oyeron cornetazos. Ravna y Johanna despertaron y subieron al parapeto del castillo, desde donde se veía algo parecido a un ocaso, un fulgor naranja y dorado que aureolaba las colinas allende el fiordo norte. Los asistentes de Tallamadera miraban los riscos. Algunos tenían telescopios.
Ravna compartió sus binoculares con Johanna.
—Hay alguien allá.
Perfilándose contra el fulgor del cielo, una manada portaba un largo estandarte, un mástil por cada miembro.
Tallamadera usaba dos telescopios, quizá más efectivos que el equipo de Ravna teniendo en cuenta la separación de ojos de la manada.
—Sí, lo veo. Es una bandera de tregua, de paso, y creo saber quién la trae. —Le dijo algo a Errabundo—. Hace mucho tiempo que no hablo con ése.
Johanna aún miraba por los binoculares.
—Él… hizo a Acero, ¿verdad? — dijo al fin.
—Sí, querida.
La muchacha bajó los binoculares.
—Creo que prescindiré del gusto de conocerle —dijo con voz distante.
Se reunieron ocho horas después en la ladera del norte del castillo. Las tropas de Tallamadera habían pasado esas horas inspeccionando el valle para protegerse contra cualquier ardid: se acercaba una manada muy especial, y muchos lugareños querrían matarla.
Tallamadera caminó hacia el lugar donde la colina bajaba abruptamente hacia el bosque. Ravna y Errabundo la seguían a diez metros. Tallamadera no hablaba mucho, pero Errabundo estaba muy parlanchín.
—Este es el camino que seguí hace un año, cuando aterrizó la nave. Puedes ver algunos árboles quemados por la tobera. Por suerte ese verano no era tan seco como éste.
El bosque era tupido, pero miraban por encima de las copas de los árboles. Aun en la sequedad había un olor dulce y resinoso. A la izquierda había una pequeña cascada y un sendero que conducía al suelo del valle, el sendero que el visitante había acordado seguir. Tierra de labranza, decía Errabundo hablando del suelo del valle. Para Ravna era un caos indisciplinado. Los púas cultivaban varios cereales en las mismas parcelas y no había cercas, ni siquiera para contener el ganado. Aquí y allá había refugios de madera con techos empinados y paredes curvas, típicos de una región con inviernos nevados.
—Vaya multitud —dijo Errabundo.
A ella no le parecía atestado: pequeños grupos, cada cual una manada, cada cual separado de los demás. Rodeaban los pequeños refugios. Había más desperdigados por los campos. Las manadas de Tallamadera estaban apostadas en la carretera que cruzaba el valle.
Ravna sintió la tensión de Errabundo, quien irguió una cabeza, señalando.
—Debe ser él. Solo, como prometió. Y… —Una parte de él miraba por un telescopio—. Vaya sorpresa.
Una manada bajaba por la carretera, junto a los guardias de Tallamadera. Arrastraba un pequeño carro, donde llevaba a uno de sus miembros. ¿Un tullido?
Los labriegos se desplazaron hacia el linde del campo, siguiendo paralelamente el trayecto de la manada solitaria. El clamor era ensordecedor. Los soldados procuraban contener a los lugareños que se acercaban demasiado a la carretera.
—Creí que nos estaban agradecidos. —Éste era el episodio más inquietante que Ravna presenciaba desde la batalla de Colina de la Astronave.
—Lo están. La mayoría gritan «Muerte a Reductor».
Reductor, Mondador, la manada que había salvado a Jefri Olsndot.
—¿Pueden odiar tanto a una manada?
—Amar, odiar y temer, todo al mismo tiempo. Han pasado más de un siglo bajo su cuchillo. Y ahora está aquí, tullido y sin sus tropas. Pero todavía tienen miedo. Allí hay suficientes jornaleros para dominar a nuestra guardia, pero no ponen mayor empeño. Esto era el Dominio de Reductor y él lo trataba como si fuera una granja de su propiedad. Peor aún, trataba a la gente y la tierra como un grandioso experimento. Por mis lecturas del dataset, veo que es un monstruo que se ha adelantado a su época. Allá todavía quedan algunos que matarían por el Maestro y nadie sabe con certeza quiénes son… ¿Y sabes cuál es la mayor razón del miedo? Que él haya venido a solas, sin ninguna ayuda que podamos concebir.
Ravna se acomodó la pistola de Pham en el cinturón. Era un objeto abultado, macizo, pero se alegraba de tenerlo. Miró hacia Isla Oculta. La FDB reposaba contra los contrafuertes del castillo. A menos que Tallo Verde pudiera reprogramarla, no volvería a volar. Y Tallo Verde no era demasiado optimista. Pero ella y Ravna habían montado el cañón de rayos en un compartimento de carga y ese remoto era fácil de controlar. Reductor podía ocultar sus sorpresas, pero también Ravna.
El quinteto desapareció tras una loma.
—Aún falta un trecho —dijo Errabundo. Uno de sus cachorros se le apoyó en los hombros y se recostó contra el brazo de Ravna. Ella sonrió: su fuente privada de información. Ravna lo recogió y se lo apoyó en el hombro. El resto de Errabundo se sentó en el suelo y observó con ansiedad.
Ravna miró a los demás integrantes de la comitiva real. Tallamadera había apostado manadas con ballestas a izquierda y derecha. Reductor se sentaría frente a ella, cuesta abajo. Tallamadera parecía nerviosa. Sus miembros no cesaban de lamerse los labios, y sus angostas lenguas rosadas se movían con la celeridad de serpientes. La reina se había acomodado como para un retrato de grupo. Fijaba la mayoría de sus ojos en el punto donde el sendero entraba en la terraza donde estaban sentados.
Se oyó el chasquido de zarpas sobre piedra. Una cabeza tras otra asomaron sobre la pendiente. Reductor avanzó sobre el musgo, con dos de sus miembros tirando del carro. El que iba en el carro estaba erguido, las ancas cubiertas por una manta. No tenía ningún rasgo notable, salvo las orejas de punta blanca.
Las cabezas de la manada miraban hacia todas partes. Una clavaba los ojos en Ravna mientras la manada subía hacia la reina. Mondador, Reductor… era el que usaba las túnicas radiales. Ahora no las llevaba encima. Por los orificios de las casacas se veían franjas sin pelaje pobladas de manchas costrosas.
—Un tipo sarnoso, ¿eh? —le dijo el cachorro a Ravna—. Pero también altivo. Observa esa mirada insolente.
La reina no se había movido. Parecía petrificada y cada miembro clavaba los ojos en la manada que llegaba. Le temblaban algunas narices.
Cuatro miembros de Reductor inclinaron el carro hacia delante, ayudando al de orejas blancas a bajar. Ravna notó que las ancas estaban deformadas y tiesas. Los cinco unieron sus cuartos traseros, arqueando los pescuezos como si fueran extremidades de una sola criatura. La manada cloqueó algo que parecía el gorjeo de un ave estrangulada.
El cachorro le susurró a Ravna la traducción de Errabundo. El cachorro hablaba con una nueva voz, una tradicional voz de villano de cuentos infantiles, una voz seca y sardónica.
—Salud, progenitor. Han pasado muchos años.
Tallamadera calló un instante, luego replicó.
—¿Me reconoces? —tradujo Errabundo.
Reductor tendió una cabeza hacia Tallamadera.
—Los miembros no, pero tu alma es evidente.
Un nuevo silencio de la reina. Un comentario de Errabundo:
—Mi pobre Tallamadera, nunca pensé que se quedaría tan pasmada. —De pronto habló en voz alta, interpelando a Reductor en samnorsk—. Bien, no eres tan obvio para mí, ex compañero de viaje. Te recuerdo como Tyrathect, la tímida maestra de Lagos Largos.
Varias cabezas se volvieron hacia Errabundo y Ravna. La criatura respondió en buen samnorsk, pero con voz infantil.
—Salud, Errabundo. Y salud, Ravna Bergsndot. Sí, soy Reductor Tyrathect.
Ladeó las cabezas, pestañeando.
—Canalla artero —masculló Errabundo.
—¿Está Amdijefri a salvo? —preguntó Reductor.
—¿Qué? —dijo Ravna, sin reconocer el nombre al principio—. Ah sí, están bien.
—Me alegro. —Reductor volvió las cabezas hacia la reina, y continuó en el idioma de las manadas—: Como una criatura obediente, he venido a hacer las paces con mi progenitor, querida Tallamadera.
—¿De veras habla así? —le preguntó Ravna al cachorro.
—Oye, ¿acaso yo exageraría?
Tallamadera respondió algo y Errabundo tradujo con la voz humana de la reina:
—Paz. Lo dudo, Reductor. Lo más probable es que busques margen de maniobra para comenzar de nuevo, para tratar de matarnos de nuevo.
—Quiero comenzar de nuevo, es verdad. Pero he cambiado. La «tímida maestra» me ha vuelto un poco… más blando. Algo que tú nunca conseguiste, progenitor.
—¿Qué? —Errabundo logró comunicar el sorprendido gimoteo de la reina.
—Tallamadera, ¿nunca has pensado en ello? Eres la manada más brillante que ha vivido en esta parte del mundo, tal vez la más brillante de todos los tiempos. Y las manadas que creaste también son brillantes. Pero ¿no te llaman la atención las más logradas? Creaste con demasiada brillantez. Ignoraste la endogamia y [cosas casi intraducibles] y me engendraste a mí. Con todas las… extravagancias que tanto te han afligido durante el último siglo.
—He pensado en ese error y he mejorado desde entonces.
—¿Sí? ¿Como con Vendaz? [Oh, mira los semblantes de mi reina. Eso le dolió de veras.] No importa, no importa. Vendaz tal vez constituya otro tipo de error. Lo cierto es que me hiciste a mí. Antes me parecía tu acto de mayor genio. Ahora no estoy tan seguro. Quiero conciliarme, vivir en paz. —Señaló con una de las cabezas a Ravna, y con otra la FDB, posada en Isla Oculta—. Y hay otras cosas en el universo a las cuales consagrar nuestro genio.
—Oigo la voz de tu antigua arrogancia. ¿Por qué he de confiar en ti ahora?
—Ayudé a salvar a los niños. Salvé la nave.
—Y siempre fuiste el mayor oportunista del mundo.
Reductor irguió las cabezas en un gesto despectivo.
—Tú tienes la ventaja, progenitor, pero aún me queda poder en el norte. Haz las paces, o tendrás más décadas de intrigas y guerras.
La respuesta de Tallamadera fue un chillido agudo.
—[Por si no lo has notado, eso fue un gesto de irritación.] ¡Qué poca vergüenza! Puedo matarte aquí mismo y asegurarme un siglo de paz.
—He apostado a que no me dañarías. Me garantizaste que no correría peligro, y uno de los elementos más fuertes de tu alma es tu odio a la mentira.
Los miembros traseros de Tallamadera se acuclillaron y los pequeños del frente avanzaron unos pasos hacia Reductor.
—¡Han pasado muchas décadas desde nuestro último encuentro, Reductor! Si tú puedes cambiar, ¿por qué no yo?
Por un instante Reductor se quedó petrificado. Luego una parte de él se incorporó despacio, moviéndose hacia Tallamadera. Las manadas que empuñaban las ballestas alzaron sus armas. Reductor se detuvo a seis metros de Tallamadera. Movió las cabezas, estudiando a la reina. Al fin dijo con admiración:
—Claro que sí. Tallamadera, después de tantos siglos, ¿has renunciado a ti misma? Estos nuevos…
—No son todos míos. Es verdad.
Por alguna razón, Errabundo se reía al oído de Ravna.
—Oh. Bien… —Reductor retrocedió a su posición anterior—. Aún quiero la paz.
—[La reina parece sorprendida.] Tú también pareces cambiado. ¿Cuántos de ti son de Reductor?
Una larga pausa.
—Dos.
—Muy bien. Según las condiciones, habrá paz.
Extrajeron mapas. Tallamadera preguntó la posición de las tropas principales de Reductor. Quería desarmarlas y asignar dos o tres manadas de ella a cada unidad, que se comunicarían por heliógrafo. Reductor entregaría las túnicas radiales y se sometería a observación. Cedería Isla Oculta y Colina de la Astronave a Tallamadera. Los dos trazaron nuevas fronteras y negociaron el control que la reina ejercería en las comarcas restantes.
El sol llegó a su punto de mediodía en el cielo meridional. En los campos, los labriegos habían abandonado su crispada vigilia. Los únicos observadores tensos eran las manadas que empuñaban las ballestas.
Al fin Reductor se alejó de los mapas.
—Sí, sí. Tu gente puede observar mi trabajo. Ya no habrá experimentos cruentos. Seré un sereno compilador de conocimientos [¿un sarcasmo?], como tú.
Tallamadera hizo ondular las cabezas.
—Tal vez. Con la dos-patas de mi parte, estoy dispuesta a arriesgarme.
Reductor se incorporó. Ayudó al miembro tullido a subir al carro.
—Una cosa más, querida Tallamadera. Un detalle. Maté a dos de Acero cuando él intentaba destruir la nave de Jefri. [En realidad quedaron aplastados como insectos. Ahora sabemos cómo se lastimó Reductor.] ¿Tienes al resto de él?
—Sí. —Ravna había visto lo que quedaba de Acero. Ella y Johanna habían visitado a los heridos. Tal vez fuera posible adaptar los primeros auxilios de la FDB a los púas. Pero, en el caso de Acero, existía cierta curiosidad vengativa: esa criatura había sido responsable de muchas muertes innecesarias. Lo que quedaba de Acero no necesitaba atención médica: sólo tenía una pata torcida y algunos rasguños y Johanna sospechaba que él mismo se los había infligido. Pero la manada resultaba una criatura lamentable, perturbadora. Se había acurrucado en una esquina de su corral, temblando de terror, agitando las cabezas. Abría y cerraba las mandíbulas o un miembro echaba a correr hacia la cerca. Una manada de tres no poseía inteligencia humana, pero ésta podía hablar. Al ver a Ravna y Johanna, abrió los ojos mostrando los blancos y parloteó en un samnorsk casi ininteligible. Su discurso era una horrible mezcla de súplicas y amenazas y «no cortéis, no cortéis». La pobre Johanna rompió a llorar. Había pasado un año odiando a la manada Acero, pero dijo: «Ellos también parecen ser víctimas. Es malo ser tres, pero nadie les dejará ser más.»
—Bien —continuó Reductor—, me gustaría tener la custodia de lo que queda…
—¡Jamás! Acero era casi tan listo como tú; aunque tan loco que pudimos derrotarlo. No le reconstruirás.
Reductor clavó todos los ojos en la reina.
—Por favor, Tallamadera. Es una nimiedad, pero prefiero romper todo el trato —señaló los mapas—, a aceptar una negativa.
Los arqueros se pusieron tensos. Tallamadera se acercó a Reductor, tanto que sus sonidos mentales debieron entrechocar. Unió todas las cabezas en una mirada severa.
—Si esto carece de importancia, ¿por qué arriesgarlo todo por su causa?
Reductor unió sus miembros que se miraron fijamente. Ravna aún no había visto ese gesto.
—¡Es cosa mía! Es decir… Acero fue mi mayor creación. En cierto modo, me enorgullece. Además soy responsable de él. ¿No sientes lo mismo con Vendaz?
—Tengo mis planes para Vendaz. [Además, Vendaz todavía está entero. Me temo que la reina le hizo demasiadas promesas.]
—Quiero compensarle a Acero el daño que le causé. Tú lo entiendes.
—Lo entiendo. He visto a Acero y entiendo tus métodos: los cuchillos, el temor, el dolor. No te daré otra oportunidad.
A Ravna le sonó como una música suave, algo que venía desde lejos en una exquisita mezcla de acordes. Pero era la respuesta de Reductor y la voz de Errabundo traducía sin el menor sarcasmo:
—No habrá cuchillos ni cortes. Conservo mi nombre porque corresponde a otros rebautizarme cuando al fin acepten que Tyrathect ganó, a su manera. Dame esta oportunidad, Tallamadera, te lo suplico.
Las dos manadas se miraron un instante en silencio. Hasta Errabundo optó por callar en vez de preguntar si esto era una mentira o el nacimiento de una nueva alma.
Fue Tallamadera quien decidió.
—Muy bien, puedes llevártelo.
Errabundo Wickwracktriz estaba volando. Era un peregrino que recordaba leyendas de mil años de antigüedad, pero ninguna de ellas se aproximaba a esto. Se habría puesto a cantar pero habría torturado a sus pasajeros, que ya estaban bastante disconformes con su torpe pilotaje, aunque ellos lo atribuían simplemente a su inexperiencia.
Errabundo surcaba las nubes, bailaba con las cabezas de tormenta. Cuántas horas de su vida había mirado las nubes, sondeando sus honduras… Ahora estaba dentro de ellas, explorando cuevas dentro de cuevas dentro de cuevas, catedrales de luz.
Bajo las nubes deshilachadas, el Gran Océano del Oeste se extendía hasta el infinito. Por el sol y los instrumentos de la nave, sabía que estaban cerca del ecuador y ya estaban ocho mil kilómetros al sudoeste de Dominio de Tallamadera. Las imágenes que la FDB había tomado desde el espacio indicaban que allí había islas y también los viejos recuerdos de Errabundo. Pero hacía tiempo que él no se aventuraba en esos parajes, y ya no esperaba ver los reinos isleños en vida de sus actuales miembros.
Y de pronto regresaba. ¡Por el aire!
La lanzadera de la FDB era una maravilla, y no tan extraña como le había parecido en medio de la batalla. Aún no había averiguado cómo programarla para el vuelo automático y tal vez nunca lo consiguieran. Entretanto, la pequeña nave funcionaba con unos toscos componentes electrónicos. El agrávido requería un ajuste continuo y los controles estaban desparramados en la periferia de proa, muy cómodos para las frondas de un escrodita o los miembros de una manada. Con la ayuda de los visitantes y de los manuales de la FDB, Errabundo había tardado sólo unos días en aprender a conducirla. Se trataba de extender la mente para consagrarla a todas las tareas. El aprendizaje le había requerido horas felices en las que no habían faltado sustos, pérdidas del control, acrobacias involuntarias. Pero ahora la máquina era como una extensión de sus mandíbulas y zarpas.
Desde que descendieron de las rojizas alturas y comenzaron a jugar entre las nubes, Ravna se veía cada vez más incómoda. Después de una cabriola que le revolvió el estómago, preguntó:
—¿Podrás aterrizar sin dificultades? Tal vez debimos haberlo postergado hasta que pudieras volar mejor.
—Oh sí, oh sí. Pronto atravesaremos este frente de tormenta. —Errabundo se zambulló en las nubes y giró unas decenas de kilómetros hacia el este. El tiempo estaba despejado y el rumbo era más adecuado para su destino. Secretamente avergonzado, decidió no hacer más piruetas. Durante el viaje de ida, al menos.
Su otra pasajera habló, por segunda vez en ese vuelo de dos horas.
—Me gustó —dijo Tallo Verde. La voz del vóder cautivaba a Errabundo. Banda estrecha, en general, pero con pequeñas modulaciones altas—. Fue como estar bajo la rompiente, sintiendo que las frondas se mecen con el mar.
Errabundo había procurado conocer a la escrodita. Esa criatura era la única alienígena no humana en ese mundo, y más difícil de entender que los dos-patas. Parecía soñar la mayor parte del tiempo, y se olvidaba de todo salvo de las cosas que le sucedían una y otra vez. En parte eso se explicaba por su primitivo escrodo, según le explicó Ravna. Recordando que el compañero de Tallo Verde había corrido a través de las llamas, Errabundo lo creía. Allá entre los astros había cosas aún más extrañas que los dos-patas. La imaginación de Errabundo volaba.
En el horizonte vio un anillo oscuro y otro más allá.
—Pronto estarás en una verdadera rompiente.
—¿Ésas son las islas? —preguntó Ravna.
Errabundo miró los mapas de la pantalla mientras se remontaba hacia el sol.
—Sí, en efecto.
Pero no importaba. El Océano del Oeste tenía más de doce mil kilómetros de longitud y todos los trópicos estaban salpicados de atolones y archipiélagos. Este grupo sólo estaba un poco más aislado que los demás; la colonia isleña más próxima estaba a dos mil kilómetros.
Sobrevolaron la isla más cercana. Errabundo pasó sobre ella admirando los helechos tropicales que se aferraban al coral. Con la marea baja, sus raíces huesudas quedaban expuestas. No había terrenos chatos, así que voló hacia la próxima, que era más grande y tenía una bonita marisma dentro de la pared anular. Descendió suavemente y se posó en el suelo sin la menor sacudida.
Ravna Bergsndot le miró con cierta suspicacia. Oh, oh.
—Oye, estoy mejorando, ¿no crees? —dijo tímidamente.
Una pequeña isla deshabitada rodeada por un mar infinito. Los recuerdos originales ahora eran borrosos: su miembro Rum, que había sido nativo de los reinos isleños, había muerto. Pero todos sus recuerdos concordaban: el sol alto, la embriagadora humedad del aire, el calor que le empapaba las patas. El paraíso. El aspecto de Rum que aún vivía dentro de él era el más dichoso. Los años parecían esfumarse. Una parte de él había regresado a casa.
Ayudaron a Tallo Verde a descender. Ravna sostenía que el escrodo era una imitación inferior y sus nuevas ruedas un apéndice improvisado. Aun así, Errabundo estaba impresionado, cada una de las cuatro llantas tenía su propio eje. La escrodita pudo llegar casi hasta la cresta del coral sin asistencia de Ravna ni del peregrino; pero cerca del tope, donde los helechos tropicales eran más tupidos y sus raíces proliferaban por doquier, necesitó ayuda de ambos.
Luego llegaron al otro lado y pudieron ver el mar.
Una parte de Errabundo se adelantó, en parte para hallar el declive más suave, en parte para aproximarse al agua y oler la sal y las algas putrefactas. La marea bajaba y un millón de charcos se extendían al sol. Tres de sus miembros corrieron de charco en charco, echando una ojeada a las criaturas que pululaban en ellos. En su primer viaje a las islas le habían parecido las cosas más extrañas del mundo. Criaturas con conchas, babosas de todas dimensiones y colores, plantas-animales que podían convertirse en helechos tropicales si quedaban atrapadas tierra adentro.
—¿Dónde quieres sentarte? —preguntó a la escrodita—. Si ahora vamos hasta la rompiente, quedarás un metro bajo el agua con la marea alta.
La escrodita no respondió, pero inclinó todas las frondas hacia el agua. Las ruedas del escrodo giraban con una extraña falta de coordinación.
—Llevémosla más cerca —dijo Ravna.
Llegaron a una extensión de coral bastante chata, acribillada de agujeros de pocos centímetros de profundidad.
—Buscaré un buen sitio para nadar —dijo Errabundo. Echó a correr con todos sus miembros hacia donde el coral rompía las aguas, no se podía nadar por partes. Bien, lo cierto era que pocas manadas de tierra firme podían nadar y pensar al mismo tiempo. En general el agua las desorientaba. Ahora Errabundo sabía que era simplemente la gran diferencia en la velocidad del sonido en el aire y el agua. Pensar con todos los tímpanos sumergidos era como usar las túnicas radiales, se requería práctica y disciplina, y algunos no aprendían nunca. Pero los isleños siempre habían sido grandes nadadores y lo usaban para la meditación. ¡Ravna incluso pensaba que quizá las manadas descendieran de manadas de ballenas!
Errabundo llegó al borde del coral y miró hacia abajo. La rompiente ya no parecía tan amigable. Pronto averiguaría si el espíritu de Rum y sus propios recuerdos de la natación estaban a la altura de la realidad. Se quitó las casacas.
Todos a la vez. Es mejor con todos a la vez. Todos sus miembros se internaron torpemente en el agua. Confusión, cabezas que asomaban. Mantenlas todas abajo. Chapoteó, manteniendo las cabezas bajo el agua. En ocasiones asomaba una nariz para que ese miembro respirase. ¡Aún puedo hacerlo! Los seis se deslizaron entre enjambres de calamares, nadaron entre frondas verdes y ondeantes. El mugido del mar le rodeaba por doquier, como el sonido mental de una vasta manada dormida.
Al cabo de unos minutos encontró un lugar plano y arenoso, protegido de la furia del océano. Regresó hacia donde el mar se estrellaba contra el pétreo coral y casi se rompió algunas patas al salir.
Era imposible salir todo al mismo tiempo y, durante unos momentos, cada miembro debió arreglárselas por su cuenta.
—¡Hola, aquí! —les gritó a Tallo Verde y Ravna. Se sentó a lamerse los cortes que se había hecho con el coral—. Encontré un lugar apacible.
Tallo Verde rodó hacia el borde, titubeó. Acarició la orilla con las frondas, ¿Necesitas ayuda? Errabundo echó a andar pero Ravna se sentó al lado de la escrodita y se apoyó en la plataforma con ruedas. Al cabo de un momento, Errabundo se reunió con ellas. Permanecieron sentados un rato, la humana mirando al mar, la escrodita mirando a lo lejos, la manada mirando hacia todas partes. Era un lugar apacible, a pesar (o a causa) del estruendo de las olas y la salpicadura de la espuma. Se sintió más relajado y remoloneó al sol. El agua de mar le espolvoreaba el pelaje con sal brillante. Al principio le agradaba lavarse pero… puah, la sal seca era un mal recuerdo. Las frondas de Tallo Verde se extendían sobre él, demasiado delgadas y estrechas para dar sombra, pero al menos brindaban un leve alivio.
Permanecieron así largo rato. Tanto, que a Errabundo le salieron ampollas en algunas narices y hasta la morena Ravna quedó tostada por el sol.
La escrodita tarareaba una especie de canción que, al cabo de largos minutos, se transformó en palabras.
—Es un buen mar, una buena orilla. Es lo que necesito ahora. Sentarme a pensar con mi propio ritmo por un rato.
—¿Cuánto tiempo? —dijo Ravna—. Te echaremos de menos.
No era sólo una cortesía. Todos la echarían de menos. Aun con su mente a la deriva, Tallo Verde era la experta en las automatizaciones de la FDB.
—Mucho tiempo para tus pautas, me temo. Unas décadas… —contempló (?) las olas unos minutos—. Ansío bajar allá. Ja ja. En eso soy casi humana… Ravna, mis recuerdos están un poco embrollados ahora. Pasé doscientos años con Vaina Azul. A veces era malicioso y un poco despectivo, pero fue un gran mercader. Pasamos momentos maravillosos. Y al final pudiste ver su coraje.
Ravna asintió.
—Descubrimos un secreto terrible en el último viaje. Creo que eso le dolió tanto como el fuego del final. Te agradezco que nos hayas protegido. Ahora quiero pensar, dejar que la rompiente y el tiempo trabajen con mis recuerdos y los ordenen. Si este pobre escrodo de imitación está a la altura, quizás hasta elabore una crónica de nuestra búsqueda.
Tocó dos cabezas de Errabundo.
—Una cosa, caballero Errabundo. Demostráis gran confianza al darme libertad en vuestros mares… Pero debéis saber que Vaina Azul y yo estábamos preñados. Llevo la bruma de nuestros huevos comunes dentro de mí. Si me dejas aquí, habrá nuevos escroditas en esta isla en años futuros. Por favor, no lo tomes como una traición. Quiero recordar a Vaina Azul con estos hijos… pero humildemente: nuestra especie ha compartido diez millones de mundos y nunca fue mala con sus vecinos… excepto en un modo que Ravna puede revelarte y que no puede suceder aquí.
Tallo Verde no estaba interesada en la franja de arena protegida que había descubierto Errabundo. Quería el lugar donde el oleaje se estrellaba con mayor fuerza. Les llevó más de una hora encontrar un sendero hasta ese sitio turbulento, y otra media hora llevar a la escrodita y su escrodo hasta el agua. Errabundo ni siquiera intentó nadar allí. La roca coralina se extendía por doquier, en algunos sitios verde y viscosa, en otros afilada como una navaja. Si permanecía cinco minutos en esa trituradora, estaría demasiado débil para salir. Era extraño que en esas aguas hubiera tanto verdor. Rebosaba de hierbas marinas y enjambres de jejenes de mar.
Ravna estaba más cómoda; en el punto más profundo, aún podía hacer pie. Se irguió en la espuma, equilibrándose con pies y brazos, y empujó el escrodo por la roca. Una vez dentro, el aparato se hundió hacia el fondo.
Ravna miró a Errabundo dando a entender que todo iba bien. Luego se acuclilló un instante, aferrándose al escrodo. El oleaje se estrelló sobre ambos, ocultándolo todo salvo las frondas más altas de Tallo Verde. Cuando la espuma se retiró, Errabundo notó que las frondas más bajas cubrían la espalda de la humana y oyó un ininteligible zumbido de vóder.
La humana se levantó y enfiló hacia las rocas donde estaba Errabundo, quien extendió algunas zarpas para ayudarla. Ella trepó a la viscosidad verde y la blancura coralina.
Errabundo siguió a la tambaleante dos-patas hacia la cresta de helechos tropicales. Se detuvieron a la sombra y ella se sentó, apoyándose en el tronco de un helecho. Lastimada y magullada, parecía tan herida como Johanna en un tiempo.
—¿Estás bien?
—Sí. —Ella se pasó las manos por el cabello desaliñado. Luego le miró riendo—. Parecemos heridos de guerra.
Sí. Pronto necesitaría un baño de agua fresca. Desde la cresta del atolón veían el lugar donde estaba Tallo Verde. Ravna miraba hacia allá, olvidando sus leves heridas.
—¿Cómo le puede gustar ese sitio? —preguntó intrigado Errabundo—. Imagínate, un golpe tras otro.
Ravna sonrió, pero sin dejar de mirar el oleaje.
—Hay cosas extrañas en el universo, Errabundo. Me alegra que aún no hayas leído sobre algunas. Donde el oleaje se encuentra con la costa… allí pueden pasar muchas cosas. Has visto la vida que bulle en esa turbulencia. Así como las plantas aman el sol, hay criaturas que aprovechan las diferencias de energía de esa zona limítrofe. Allí tienen el sol, el oleaje y la riqueza de la suspensión… Aun así, debemos vigilar un poco más. —Con cada movimiento del oleaje, veían emerger las frondas de Tallo Verde. Errabundo ya sabía que esas extremidades no eran fuertes, pero comenzaba a comprender que eran muy resistentes—. Ella estará bien, aunque ese escrodo barato no dure demasiado. Es posible que la pobre Tallo Verde termine sin ninguna automatización… ella y sus hijos, los escroditas más menores.
Ravna se volvió hacia la manada. Aún sonreía. ¿Intrigada, pero complacida?
—¿Conoces el secreto que mencionó Tallo Verde?
—Tallamadera me contó lo que tú le contaste.
—Me alegra y me sorprende que permitiera que Tallo Verde viniera aquí. La mentalidad medieval… perdón, la mayoría de las mentalidades… querrían matar antes de correr el menor riesgo con algo como esto.
—Entonces, ¿por qué se lo contaste a la reina? —Sobre la perversión del escrodo.
—Es vuestro mundo. Estaba harta de jugar a Dios con el secreto. Y Tallo Verde estuvo de acuerdo. Si la reina hubiera rehusado, Tallo Verde habría usado una caja de sueñofrío de la FDB. —Y probablemente hubiera dormido para siempre—. Pero Tallamadera no rehusó. Comprendió mi explicación: es posible pervertir los escrodos más grandes, pero Tallo Verde ya no tiene el suyo. Dentro de una década, las costas de esta isla estarán pobladas por cientos de jóvenes escroditas, pero nunca establecerán colonias fuera del archipiélago sin autorización de los lugareños. El peligro está desapareciendo, pero me sorprende que Tallamadera lo asumiera.
Errabundo se sentó en torno de Ravna y sólo un par de ojos miraba hacia el mar. Mejor dar alguna explicación. Ladeó una cabeza.
—Claro que somos medievales, Ravna… aunque estamos cambiando deprisa. Admiramos el valor de Vaina Azul frente al fuego. Semejante acto merece una recompensa. Y la gente medieval está habituada a convivir con la traición. ¿Qué hay si el riesgo tiene una dimensión cósmica? Para nosotros, eso no implica que sea más mortífero de lo que es. Nosotros, los primitivos, convivimos con ello todo el tiempo.
—¡Ja! —rió Ravna, divertida ante ese tono displicente.
Errabundo rió entre dientes, sacudiendo las cabezas. Su explicación era la verdad, pero no toda la verdad, ni siquiera la parte más importante. Recordó el día anterior, cuando él y Tallamadera habían decidido cómo encarar la petición de Tallo Verde. Al principio Tallamadera tenía miedo de ese maligno secreto de miles de millones de años. Incluso poner esa criatura en sueñofrío era un nesgo. La decisión más prudente, la más medieval, habría sido otorgar el requerimiento, dejar a la escrodita en esa isla remota y regresar furtivamente un par de días después para despacharla.
Errabundo se había sentado junto a la reina, en una cercanía que sólo las parejas y los familiares podían permitirse sin perder la lucidez.
—Demostraste más honor con Vendaz —le dijo. El asesino de Gramil aún permanecía impune.
Tallamadera agitó las mandíbulas. La impunidad de Vendaz le molestaba y Errabundo lo sabía.
—Sí, y estos escroditas sólo nos han demostrado valor y honestidad. No dañaré a Tallo Verde. Pero tengo miedo. Con ella, existe un peligro que va más allá de las estrellas.
Errabundo rió. Quizá fuera locura de peregrino, pero…
—Y es de esperar, mi reina. Grandes riesgos por grandes ganancias. Me place estar cerca de los humanos. Me place tocar a otra criatura y pensar al mismo tiempo. —Se aproximó al miembro más cercano de Tallamadera y luego se retiró a una distancia más racional—. Incluso sin sus naves estelares y sus datasets, podrían reconstruir nuestro mundo. ¿Has notado cuan fácil nos resulta aprender lo que saben? A Ravna aún le cuesta creer que hablemos tan bien su idioma. Todavía no ha comprendido cuan exhaustivamente hemos estudiado el dataset. Y su nave es fácil de manejar, mi reina. Yo no entiendo los principios físicos, pero ni siquiera todos ellos lo entienden. El equipo es fácil de dominar, a pesar de los fallos que ha sufrido. Sospecho que Ravna nunca podrá pilotar la nave agrávida tan bien como yo.
—Pero tú puedes tocar todos los controles al mismo tiempo.
—En parte es por eso, pero creo que los púas tenemos mentes más flexibles que los pobres dos-patas. ¿Puedes imaginar cómo será cuando confeccionemos más túnicas radiales, cuando fabriquemos nuestras propias máquinas volantes?
Tallamadera sonrió con tristeza.
—Sueñas, Errabundo. Estamos en la Zona Lenta. El agrávido se consumirá en pocos años. Nuestros logros siempre serán inferiores a los que anhelas.
—Mira la historia humana. Nyjora tardó menos de dos siglos en recobrar el viaje espacial después de su edad oscura. Y nosotros tenemos mejor documentación que sus arqueólogos. Nosotros y los humanos formamos un equipo maravilloso. Ellos nos han dado la libertad para ser todo lo que deseamos. —Un siglo para poseer naves espaciales, tal vez otro para comenzar a construir naves estelares sublumínicas. Y algún día saldrían de la Zona Lenta. Me pregunto si las manadas podrán ser mayores de ocho en el Trascenso.
Las partes más jóvenes de Tallamadera se levantaron, paseándose en torno al resto. La reina estaba intrigada.
—¿Entonces crees, como Acero, que somos una especie particular, con un destino feliz en el Allá? Interesante, excepto por un detalle. Estos humanos son lo único que conocemos del espacio exterior. ¿Cómo serán las demás especies? El dataset no puede darnos una respuesta satisfactoria.
—En efecto, Tallamadera, y por eso Tallo Verde es tan importante. Necesitamos experiencia con más de una especie. Al parecer los escroditas son muy comunes en el Allá. Los necesitamos para hablar con ellos. Necesitamos descubrir si son tan divertidos y útiles como los dos-patas. Aunque el riesgo fuera diez veces mayor, aun te pediría que concedas su deseo a esta escrodita.
—Sí, si deseamos cumplir nuestras aspiraciones necesitamos saber más. Necesitamos correr algunos riesgos.
La reina dejó de pasearse y volvió todos los ojos hacia Errabundo en un gesto de sorpresa. Se echó a reír.
—¿Qué hay?
—Algo que hemos pensado antes, querido Errabundo, pero ahora veo cuan cierto podría ser. Estás siendo un poco artero y calculador. Un buen estadista que sabe planificar de cara al futuro.
—Pero mi objetivo es aún una peregrinación.
—Claro… Y en cuanto a mí, no me preocupo tanto por la seguridad y la planificación. —Algún día visitaremos las estrellas. Sus cachorros se menearon alegremente—. Hay en mí algo del peregrino.
Se apoyó sobre los vientres y se arrastró hacia él. La conciencia se disolvió en una bruma de deseo amoroso. Las últimas palabras que recordaba Errabundo eran:
—Qué maravillosa suerte. Que yo hubiera envejecido y necesitara renovarme, y que tú fueras el cambio que necesitábamos.
La atención de Errabundo volvió hacia el presente. Ravna aún le sonreía. Extendió una mano para acariciarle una cabeza.
—Mentalidad medieval…
Permanecieron un par de horas a la sombra de los helechos, mirando la marea. El sol, que había alcanzado su máxima altura en esa región, iniciaba su descenso. La transparencia de la luz y el movimiento del sol eran los elementos más extraños de esa escena. El sol estaba muy alto, y descendía rectamente, sin la suave curva que trazaba en las tardes árticas. Errabundo casi había olvidado lo que era estar en las comarcas del ocaso breve.
Ahora la rompiente estaba a treinta metros tierra adentro del lugar donde había dejado a la escrodita. La luna seguía al sol en el horizonte. El agua no se elevaría más. Ravna se irguió, se cubrió los ojos.
—Hora de irnos.
—¿Crees que ella estará a salvo?
Ravna asintió.
—Tallo Verde tuvo tiempo suficiente para verificar si había venenos o depredadores. Además, está armada.
La humana y la manada enfilaron hacia la cresta del atolón. Errabundo seguía mirando al mar con un par de ojos. La rompiente ya había superado a Tallo Verde, que estaba en pleno oleaje. Dos frondas se mecían blandamente en las aguas.
El verano se despidió de las tierras que rodeaban Isla Oculta. Hubo algunas lluvias y cesaron los incendios forestales. Pronto llegaría la cosecha, a pesar de la guerra y la sequía. Cada día el sol se hundía más detrás de las colinas del norte, en un crepúsculo que se ahondaba con el transcurso de las semanas, hasta que una medianoche hubo plena noche. Y estrellas.
Fue casi una coincidencia que tantas cosas sucedieran la última noche de verano. Ravna llevó a los niños a mirar las estrellas en los campos del Castillo de la Astronave.
Allí no había bruma urbana, ni siquiera industria espacial. Nada empañaba la vista del cielo excepto unas pinceladas rosadas al norte, un crepúsculo o una aurora. Los cuatro se acomodaron en el musgo escarchado y miraron alrededor. Ravna inhaló profundamente. No quedaban cenizas en el aire, sólo una limpia frescura, una promesa del invierno.
—La nieve llegará a la altura de tus hombros, Ravna —dijo Jefri, entusiasmado—. Te encantará.
—Puede ser malo —dijo Johanna Olsndot. No se había opuesto a acompañarles aquella noche, pero Ravna sabía que hubiera preferido quedarse en Isla Oculta para pensar en las actividades del día siguiente.
Jefri lo comprendía… no, el que hablaba era Amdi. Nunca curarían a esos dos del hábito de fingir que uno era el otro.
—No te preocupes, Johanna. Te ayudaremos.
Todos callaron un instante. Ravna miró colina abajo. Estaba demasiado oscuro para ver el barranco de seiscientos metros, demasiado oscuro para ver el fiordo y las islas. Pero veían la luz de las antorchas en las almenas de Isla Oculta. Allá, en las mazmorras de Acero, donde ahora gobernaba Tallamadera, se hallaban todas las cajas de sueñofrío. Ciento cincuenta y un niños dormían allá, los últimos supervivientes del vuelo de la nave straumiana. Johanna afirmaba que era posible revivir a la mayoría, con mejores probabilidades cuanto antes lo hicieran. La idea había entusiasmado a la reina. Habían reconstruido grandes sectores del castillo, adaptándolos a las necesidades humanas. Isla Oculta estaba bien protegida de los vientos más crudos. Si era posible revivirlos, los niños podrían vivir allí sin inconvenientes. Ravna quería a Jefri, Johanna y Amdi, pero ¿podría manejar a ciento cincuenta niños más? Tallamadera no parecía abrigar temores. Tenía planes para una escuela donde los púas aprenderían de los humanos y los niños aprenderían de este mundo. Observando a Jefri y Amdi, Ravna vislumbraba los resultados. Esos dos tenían una relación más estrecha que cualquier niño que ella hubiera conocido y eran más competentes.
Y no era sólo por el genio matemático de los cachorros. Eran competentes en otros sentidos.
Los humanos y las manadas congeniaban y Tallamadera tenía la astucia de sacar partido de ello. Ravna sentía afecto por la reina, y aún más por Errabundo, pero a fin de cuentas las manadas serían las más beneficiadas. Tallamadera comprendía las limitaciones de su especie. Los documentos que poseían se remontaban a diez mil años atrás. Durante toda su historia documentada habían estado atrapados en culturas que no eran mucho más avanzadas que la presente. A pesar de su aguda inteligencia, tenían una desventaja abrumadora: no podían colaborar de cerca sin perder esa inteligencia. Sus civilizaciones estaban constituidas por mentes aisladas, introvertidos a la fuerza que nunca superarían ciertas barreras. El afán de Errabundo, Escrúpilo y otros de obtener contacto con los humanos lo testimoniaba. A la larga, podremos sacar a los púas de este callejón sin salida.
Amdi y Jefri reían traviesamente y la manada enviaba cachorros casi hasta los límites de su conciencia. En aquellas semanas, Ravna había aprendido que esa actividad bullanguera era un hábito de Amdi, que su lentitud inicial había sido producto de su decepción con Acero. Cuan perverso (¿o cuan maravilloso?)… que un monstruo como Acero pudiera ser objeto de tanto amor.
—Mira hacia todas partes, dime dónde mirar —gritó Jefri. Un silencio, y luego—: ¡Allá!
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Johanna con cierta irritación.
—Buscando meteoros —dijeron ambos—. Sí, yo miro hacia todas partes y le indico a Jefri dónde mirar cuando pasa uno. ¡Allá!
Ravna no vio nada, pero el niño había girado abruptamente ante la señal de su amigo.
—Magnífico —dijo la voz de Jefri—. Ése pasó a cuarenta kilómetros de altura, velocidad…
Farfullaron unos segundos. Incluso con la visión amplia de la manada, ¿cómo podían saber la altura?
Ravna se reclinó en el hueco formado por el musgo. Los lugareños le habían confeccionado una buena chaqueta y apenas sentía el frescor del suelo. Arriba, las estrellas. Tiempo para pensar, para tener un poco de paz antes de todas las cosas que comenzarían mañana. Madre de ciento cincuenta niños… y yo que me creía bibliotecaria.
En su mundo natal amaba el cielo nocturno: de un vistazo podía ver las otras estrellas de Sjandra Kei, a veces los otros mundos. Amaba el cielo de su hogar. Por un instante el fresco de la noche formó parte de un invierno que no se iría nunca. Lynne, sus padres, Sjandra Kei. Toda su vida hasta tres años atrás. Todo se había esfumado. No pienses en ello. En alguna parte quedaban los restos de la flota Aniara, los restos de su gente. Kjet Svensndot, Tirolle y Glimfrelle. Les había conocido sólo por unas horas, pero eran de Sjandra Kei y la habían salvado. Ellos vivirían. Seguridad Comercial SjK tenía algunos estatocolectores en la flota. Podrían hallar un mundo, no aquí, sino más cerca del lugar de la batalla.
Ravna reclinó la cabeza, escrutando el cielo. ¿Dónde? Tal vez ni siquiera por encima del horizonte. Aquí el disco galáctico era un fulgor que trepaba en el cielo casi en ángulo recto con la eclíptica. No se apreciaba su forma ni la posición que ellos ocupaban; la perspectiva más amplia se sacrificaba a esplendores cercanos, los brillantes nódulos de los cúmulos abiertos, gemas congeladas contra la luz más tenue. Pero bajo el horizonte meridional había dos deshilachadas nubes de luz. ¡Las Nubes de Magallanes! De pronto la geometría concordó, y el universo dejó de ser totalmente desconocido. La flota Aniara estaría…
—¿Podemos ver el reino de Straumli desde aquí? —preguntó Johanna. Durante más de un año había tenido que actuar como una adulta. A partir de mañana, desempeñaría ese papel para siempre. Pero ahora hablaba con voz tímida, aniñada.
Ravna abrió la boca para decir que era muy improbable.
—Quizá podamos, quizá podamos —intervino Amdi. La manada se había juntado para compartir cálidamente la compañía de los humanos—. Estuve leyendo la posición de los astros en el dataset y tratando de ver cómo casa con lo que vemos. —Un par de narices se perfilaron contra el cielo un instante, el equivalente de un humano señalando eufóricamente el firmamento—. Los objetos más brillantes que vemos sólo tienen un brillo local. No son buenas guías. —Señaló un par de cúmulos abiertos, afirmó que concordaban con cosas que había hallado en el dataset. Amdi también había reparado en las galaxias Magallánicas y sus deducciones llegaban más lejos que las de Ravna.
—Pues bien, el reino Straumli estaba —estaba… bien dicho niño— en el Allá Alto, pero cerca del disco galáctico. ¿Veis ese gran cuadrilátero de estrellas? Nosotros lo llamamos el Gran Cuadrado. A la izquierda de la esquina superior, a seis mil años-luz, estaría el reino de Straumli.
Jefri se arrodilló y miró en silencio.
—Pero ¿se puede ver algo a tanta distancia?
—No las estrellas de Straumli, pero a sólo cuarenta años-luz de Straum hay una gigante blanco azulada…
—Sí —susurró Johanna. Storlys. Era tan brillante que proyectaba sombras de noche.
—Bien, ésa es la cuarta estrella más brillante a partir de esa esquina. Forman casi una línea recta. Yo puedo verlas, así que vosotros podéis.
Johanna y Jefri callaron largo rato, mirando ese sector del cielo. Ravna apretó los labios con furia. Éstos eran buenos niños y habían pasado por un infierno. Sus padres habían luchado para impedir ese infierno, habían escapado de la Plaga con los medios para destruirla. Pero ¿cuántos millones de especies habían vivido en el Allá, habían sondeado el Trascenso y habían pactado con los demonios? ¿Cuántas más se habían destruido? Ah, pero eso no había sido suficiente para el reino de Straumli. Se habían internado en el Trascenso para despertar algo que podía adueñarse de una galaxia.
—¿Crees que queda alguien allá? —preguntó Jefri—. ¿Crees que somos los únicos que quedan?
Su hermana le rodeó con un brazo.
—Quizás. Aunque no esté el reino de Straumli, el resto del universo aún está allá. —Una risa débil—. Papá, mamá, Ravna y Pham detuvieron la Plaga. —Señaló el cielo—. Salvaron casi todo.
—Sí —dijo Ravna—, estamos salvados, y a salvo, Jefri. Para comenzar de nuevo.
Había algo de cierto en ese consuelo. Las sondas zonales de la nave aún funcionaban. Un solo punto de medición no sirve para una zonografía precisa, pero Ravna había confirmado que estaban en el corazón del nuevo volumen de la Lentitud, el volumen creado por la Venganza de Pham. Y, más importante aún, la FDB no detectaba variaciones en la intensidad zonal. Los temblores de meses atrás habían cesado. Esta nueva situación tenía una firmeza que sólo vacilaría con el transcurso de los milenios.
Cincuenta grados a lo largo del río galáctico había un retazo de cielo poco llamativo. Ravna no lo señaló, pero lo que encerraba de interesante estaba mucho más cerca, a menos de treinta años-luz: la flota de la Plaga. Moscas atrapadas en ámbar. A saltos normales en el Allá Bajo, estaban a pocas horas de distancia cuando Pham creó la gran ola. ¿Y ahora…? Si hubieran sido lugres, naves con estatocolectores, habrían franqueado esa brecha en menos de cincuenta años. Pero la flota Aniara había hecho un sacrificio y había seguido el consejo de la esquirla divina. Y, sin saberlo, había derrotado a la Plaga, pues no le había dejado una sola nave capaz de desplazarse en la Zona Lenta. Quizá tuvieran capacidad para entrar en el sistema, a pocos kilómetros por segundo. Pero ya no, no aquí abajo, donde una nueva construcción no era cuestión de agitar una varita mágica. La fuerza de exterminio de la Plaga pasaría cerca del mundo de los púas dentro de miles de años. Tiempo suficiente.
Ravna se apoyó en uno de los hombros de Amdi. Él se le acurrucó contra el cuello. Los cachorros habían crecido bastante en los últimos meses. Al parecer Acero detenía antes ese crecimiento mediante drogas retardadoras. Ravna escrutó la oscuridad y el fulgor: más allá se hallaban todas las Zonas. ¿Y dónde estaban ahora los límites?
La Venganza de Pham era tremenda. Quizá debiera llamarla la Venganza de Antiguo. No, era mucho más que eso. Antiguo era sólo una víctima reciente de la Plaga. Antiguo no era más que la comadrona de esa Venganza. La primera causa debía ser tan antigua como la Plaga original y más poderosa que los Poderes.
Pero fuera cual fuese su causa, la ola había logrado algo más que una venganza. Ravna había estudiado las mediciones de intensidad zonal efectuadas por la nave. Era una mera estimación, pero Ravna sabía que estaban atrapados entre mil y treinta mil años-luz de profundidad en la Lentitud. Sólo los Poderes sabían hasta dónde la ola había empujado la Lentitud… y quizás algunos Poderes hubieran perecido en esa conmoción. Era como una visión de un Armagedón planetario, la pesadilla de las civilizaciones primitivas, pero elevada a una escala galáctica. La Lentitud había engullido un gran trozo de la Vía Láctea. No sólo las naves de la Plaga eran moscas atrapadas en ámbar. Toda la bóveda del firmamento —con excepción de las tenues y remotas Magallánicas— era una tumba de Lentitud. Muchos debían de estar vivos allá afuera, ¿pero cuántos millones de naves estelares habían quedado atrapadas entre los astros? ¿Cuántas automatizaciones habían fallado, matando a las civilizaciones que dependían de ellas? El cielo callaba. En cierto sentido la Venganza era peor que la Plaga misma.
¿Y qué había de la Plaga… no de la flota que perseguía a la FDB, sino de la Plaga misma? Era una criatura del Tope y del Trascenso. A gran distancia, abarcaba gran parte del cielo que veían esa noche. ¿La venganza de Pham la habría detenido? Sin duda, si todo el sacrificio tenía algún sentido. Una conmoción tan grande que había elevado la Lentitud a miles de años-luz, a través del Allá Bajo y Medio, más allá de las grandes civilizaciones del Tope y hacia el Trascenso. Con razón ansiaba tanto detenernos. Un Poder sumergido en la Lentitud ya no era un Poder, quizá ni siquiera una criatura viviente. Siempre que… Siempre que la ola de Pham pudiera elevarse tanto.
Y eso es algo que nunca sabré.
Cripto: 0
Recepción:
Senda lingüística: Óptima
De: Sociedad Pro Investigaciones Racionales
Asunto: Mensaje ping
Frases clave: ¡Auxilio!
Síntesis: ¿Se ha producido una nueva partición de la red, o qué?
Distribución: Amenaza de la Plaga
Sociedad para la Gestión Racional de la Red
Grupo de Intereses Analistas de Guerras
Fecha: 0,412 mseg desde pérdida de contacto
Texto del mensaje:
Aún no he recobrado el contacto con ningún emplazamiento de la Red conocida que esté en el sentido de la rotación. Al parecer, estoy al borde de una catástrofe.
A quienes reciban este mensaje: ¡Responded, por favor! ¿Estoy en peligro?
Para vuestra información, no tengo problemas en comunicarme con sitios que estén en dirección contraria. Entiendo que se está realizando un esfuerzo para encauzar mensajes por la galaxia usando el camino más largo. Al menos eso nos daría una idea de la magnitud de la pérdida. Nada ha regresado aún, lo cual no me sorprende, teniendo en cuenta la gran cantidad de retransmisiones y los gastos.
En el ínterin, envío estos pings, gastando enormes recursos, pero es importante. He radiado en forma directa a todos los centros que están a mi alcance en el sentido de la rotación. Ninguna respuesta.
Más terrible aún: he intentado transmitir «por arriba», es decir, utilizando emplazamientos conocidos del Trascenso que están por encima de la catástrofe. La mayoría no respondería normalmente, siendo los Poderes como son. Pero no he recibido ninguna respuesta. Allí reina un silencio como el de las Honduras. Parece que una parte del Trascenso ha sido devorada.
De nuevo, para quienes reciban este mensaje: ¡Responded, por favor!