Llegaron tarde al baile de los Kitteridge, aunque no fueron los últimos ni mucho menos. La duquesa de Dunbarton llegó después que ellos, aunque eso era lo normal.
Con estaba hablando con un grupo de conocidos cuando se percató de su llegada por el leve cambio en las conversaciones. El comentario de Margaret no podía ser más acertado. La duquesa atraía las miradas allá adónde iba, y esa noche no fue la excepción. Solo tuvo que pasar frente a la línea de recepción con su amiga para que todo el mundo se volviera y la mirara.
Volvía a ir de blanco resplandeciente. Encaje con hilos plateados sobre seda blanca. Llevaba el pelo rizado y recogido en un complicado moño, aunque algunos mechones le caían por las sienes y por el cuello, a fin de atraer miradas e incitar a la imaginación. El recogido estaba coronado por una pequeña tiara de relucientes diamantes. Los diamantes que adornaban sus orejas, su escote, sus muñecas y sus dedos enguantados titilaban y resplandecían a la luz de las velas. Se percató de que también llevaba diminutas escarapelas de diamantes bordadas en los laterales de sus escarpines blancos.
O tal vez no fueran diamantes…
La noche anterior había deshojado otro pétalo de la rosa, de modo que se planteó si habría más después de todo. Había vendido dos tercios de sus diamantes, sin duda alguna a cambio de una suma exorbitante, porque quería contribuir en ciertos «proyectos» de su interés.
Proyectos benéficos, si no había entendido mal. La dama tenía un corazoncito, por tanto, y conciencia social.
A su modo también había sido una revelación sorprendente, del mismo modo que lo fue su virginidad.
Porque albergaba la inquietante sospecha de que había juzgado fatal a la duquesa, de que tal vez no fuera una persona superficial después de todo. Sin embargo, no era el único que opinaba eso de ella, tal como habían demostrado las palabras de Margaret. De modo que no podía recriminárselas.
Atravesó el salón de baile en dirección a la duquesa, consciente de que su avance suscitaba el interés de los invitados. Muy pocos de los presentes ignorarían que la duquesa era su nueva amante o que él era el nuevo amante de la duquesa, según la perspectiva de cada cual. Era imposible que dos miembros de la alta sociedad mantuvieran una aventura en secreto.
Saludó a las damas con una reverencia, invitó a la duquesa a bailar uno de los valses de la noche y a la señorita Leavensworth, el primer baile. Para entonces el séquito de admiradores habituales se había reunido en torno a ella.
Acompañó a la señorita Leavensworth a la pista en cuanto vio que se formaban las filas. La había invitado a bailar porque era la amiga de la duquesa, su invitada, y también porque había charlado unos minutos con ella la noche anterior durante la velada en el teatro y había descubierto que le caía bien. Parecía una mujer sensata e inteligente.
La verdad era que no tenía ningún motivo oculto para bailar con ella, al menos no en un principio. Le preguntó por su hogar al pensar que tal vez sintiera nostalgia, sobre todo porque su prometido se encontraba en el pueblo que había dejado atrás.
– El problema de pasar la temporada social en Londres es que por mucho que uno se divierta -comentó mientras esperaban a que la música sonara-, siempre se siente nostalgia por el campo. A mí me sucede. ¿A usted también?
– Desde luego, señor Huxtable, aunque parece un tanto ingrato admitirlo -respondió ella con seriedad-. Es maravilloso estar aquí y nunca olvidaré que he asistido a bailes de la alta sociedad, al teatro y a la ópera, y que he visitado los museos y las galenas de arte más famosas durante mi estancia. Y lo mejor es que lo he hecho con Hannah, a quien veo muy poco. Hasta ir de compras ha resultado más emocionante de lo que imaginaba. Pero tiene razón, y confieso que echo mucho de menos a mi familia y a mi prometido.
– ¿Y su pueblo? -preguntó.
– También echo de menos el pueblo -admitió-. Londres es tan… grande.
Y en ese momento vio la forma de satisfacer una vaga curiosidad. O quizá no fuera tan vaga. Todos sabían que la duquesa había utilizado su belleza para salir del anonimato y convertirse en la esposa de un duque que seguía soltero a los setenta años. Un cuento de hadas en toda regla, salvo por el detalle de que la enorme diferencia de edad había privado a la historia de romanticismo, convirtiéndola en cambio en algo sórdido. No obstante, nada se sabía sobre la vida anónima de la que había surgido la duquesa. Y cuando le preguntó por su familia, ella se había limitado a encogerse de hombros y a contestarle que no tenía.
Sin embargo, en algún momento de su vida debió tener familia.
– ¿De qué pueblo es usted? -preguntó a la señorita Leavensworth.
– De Markle -respondió ella-, está en Lincolnshire. Nadie ha oído hablar de él, salvo los que viven a menos de veinte kilómetros a la redonda. Pero es tranquilo y muy bonito, y es mi hogar.
– ¿Sus padres aún viven?
– Sí. Tengo esa suerte. Mi padre era el vicario, pero ya se ha jubilado y vivimos en una casita a las afueras del pueblo. Es más pequeña que la vicaría, pero muy acogedora. Mis padres son muy felices en ella. Y yo también, aunque me mudaré a la vicaría cuando me case en agosto.
– Y en esa ocasión será la señora de la casa -comentó Huxtable-, no la hija.
– Sí. -Sonrió-. Me parecerá raro. Aunque estoy deseando con todas mis fuerzas que llegue el momento.
– Markle… -dijo Con, ceñudo-. Me suena de algo. ¿A qué aristócrata pertenecen las tierras?
– ¿Conoce a sir Colin Young? -Preguntó ella a su vez al tiempo que le ofrecía la respuesta-. Vive en Elm Court, muy cerca del pueblo. Con lady Young y sus cinco hijos. De hecho, lady Young es… -Guardó silencio de repente y se ruborizó.
Con esperó un instante y enarcó las cejas, pero ella no añadió nada más.
– Creo que el baile está a punto de comenzar -dijo.
– ¡Sí! -Exclamó su compañera con alegre entusiasmo-. Tiene razón. ¡Mire todas esas flores! Y todas las velas que hay en las arañas. Habrá cientos. Y tantísimos invitados… Soñaré con este momento cuando vuelva a casa.
Con supuso que no era de las mujeres que se dejaban llevar por el entusiasmo. Algo la había descompuesto. Sus preguntas, posiblemente, sobre todo la última. Y las respuestas que le había ofrecido. Incluso la que había dejado a medias. ¿Se habría percatado de que en realidad intentaba sonsacarle información?
Había sido un gesto muy feo por su parte.
Pero ¿quién era lady Young? Jamás había oído hablar de Markle ni de sir Colin Young. Probablemente fuera un baronet, pero el hombre no debía de haberse relacionado mucho con la sociedad londinense.
La pieza inaugural era una elegante contradanza de pasos complicados y majestuosos. La señorita Leavensworth era una buena bailarina.
La duquesa debió de crecer también en Markle. ¿Sería allí donde conoció al duque de Dunbarton? ¿Y de quién era la boda a la que el duque había asistido? ¿De Young?
A esas alturas había logrado incomodar a la señorita Leavensworth. Y se había recriminado por ello. De modo que no tenía excusas para seguir indagando. Pero lo hizo.
– Sir Colin Young… -dijo cuando los pasos del baile los unieron al menos un minuto-. ¿No es pariente del duque de Dunbarton?
– Un primo lejano, creo -contestó ella.
El decimocuarto en la línea de sucesión, si no andaba desencaminado.
Era imposible preguntarle como si tal cosa por el apellido de soltera de la duquesa. Sin embargo, supuso que su familia debía de ocupar un puesto más bajo en la escala social que el de Young, porque de lo contrario la señorita Leavensworth la habría mencionado como la familia más importante de la zona. A menos que la duquesa fuera una hermana o una hija del tal Young. Una posibilidad que no podía descartar. De cualquier forma, habría sobrepasado todas las esperanzas depositadas en ella al cazar a un duque, aunque fuera un anciano. O tal vez precisamente por eso. Casarse con él había sido un modo muy ingenioso de ganar posición y fortuna, además de la promesa de la inminente libertad.
Por supuesto, esa era la opinión generalizada que se tenía sobre la duquesa de Dunbarton.
Sin embargo…
Sin embargo, había vendido la mayor parte de las piedras preciosas que Dunbarton le había regalado para donar ese dinero a ciertos «proyectos» de su interés. Y conservaba el resto de las joyas por su valor sentimental.
En caso de que pudiera creerla, claro estaba. Pero la creía.
¿Sería la duquesa una mujer misteriosa después de todo?
¿Por qué estaba haciéndose todas esas preguntas? ¿Qué interés podía tener él en descubrir quién era de verdad… o quién había sido? Nunca había sentido semejante compulsión con ninguna de sus amantes.
Y en ese momento cayó en la cuenta de algo. ¿Cómo le sentaría a él que la duquesa hurgara en los rincones secretos de su vida?
No debía hacer más preguntas.
Acababan de llegar a la cabeza de sus respectivas filas, y era su turno de pasar entre ambas girando para volver al final y comenzar de nuevo. La señorita Leavensworth rió a carcajadas mientras giraban, y Con le sonrió.
No obstante, fue incapaz de detener el rumbo de sus pensamientos. La duquesa y la señorita Leavensworth eran amigas desde la infancia. Un detalle al que no le había dado importancia hasta ese momento. La señorita Leavensworth era una mujer de familia y aspiraciones modestas, la hija de un vicario jubilado, la prometida de un vicario en activo. Sin embargo, la duquesa había mantenido su amistad a lo largo de los diez años del matrimonio que la había encumbrado hasta una posición infinitamente más elevada que la que ocupaba la hija del vicario. Se le ocurrió otra pregunta.
– ¿Mantienen la duquesa y usted correspondencia cuando no se ven? -preguntó en cuanto los pasos de baile le volvieron a brindar la oportunidad de hablar.
– ¡Nos escribimos una vez a la semana como mínimo! -exclamó-. A veces más si hay algo interesante que contar. Hannah y yo somos unas consumadas redactoras de cartas.
– ¿La duquesa no la visita?
– No -respondió.
Sin añadir más explicación.
– Pero estoy intentando convencerla de que asista a mi boda en agosto -apostilló al cabo de un momento-. Para mí significaría mucho contar con la presencia de mi mejor amiga. Me ha dicho que no, pero todavía no he perdido la esperanza.
De modo que no pensaba volver a Markle ni siquiera para la ocasión de la boda de su amiga… La duquesa de Dunbarton que él había creído conocer, la que todo el mundo creía conocer, habría estado encantada de volver a casa con un séquito de criados para presumir de título y de fortuna delante de los palurdos entre los que había crecido.
¿Sería cierto entonces que no tenía familia?
– ¿No tiene familia con la que alojarse? -preguntó.
– Puede quedarse con mis padres -respondió la señorita Leavensworth-. Estarían encantados de que lo hiciera.
Lo que podía ser un sí o un no. Debía dejarlo ya. Se sentía un poco culpable. Quizá más que un poco. Estaba fisgoneando.
– ¿Ya ha visitado la Torre de Londres? -preguntó cambiando de tema.
– Todavía no -contestó ella-. Pero espero hacerlo antes de regresar a casa.
– Si les parece bien, estaría encantado de acompañarlas una tarde.
– ¡Oh, es muy amable, señor Huxtable! Sin embargo, no sé si a Hannah le interesará…
– Le recordaré que podrá colocarse en el mismo lugar en el que le cortaron la cabeza a Ana Bolena, entre muchas otras personas a lo largo de los años. Estoy seguro de que eso despertará su interés.
El comentario la hizo reír.
– Posiblemente tenga razón -reconoció-. Sin embargo, yo evitaré ese lugar de forma intencionada.
– Hablaré con la duquesa para organizar la visita -dijo.
Y se concentró en los pasos de baile. Una actividad que siempre le había gustado. Echó un vistazo por la fila de las damas y vio que estaban todas sus primas, Vanessa incluida, y también Averil y Jessica, las hermanas de Elliott. La única ausente era Cecily, que se encontraba en el campo esperando su tercer alumbramiento. La duquesa también bailaba, y su belleza era despampanante. A su lado se encontraba la condesa de Lanting, la hermana pequeña de Monty. Y por supuesto, también estaban todas las jovencitas que habían sido presentadas esa temporada en sociedad y lanzadas al mercado matrimonial. Algunas parecían alegres y contentas, otras fingían la expresión hastiada que estaba tan en boga, como si la situación fuera cotidiana para ellas y se aburrieran como ostras.
En la fila de la que él formaba parte se encontraban los caballeros.
La orquesta tocaba una melodía muy alegre. Los pies de los bailarines resonaban sobre el parquet, un sonido que siempre lo incitaba a seguir el ritmo con un pie aunque no se encontrara en la pista, sino observando en un lateral. El ambiente estaba cargado con el aroma de las flores, el perfume y el sudor.
Los Kitteridge debían de estar respirando aliviados. Su hija, bastante joven, estaba bailando con el vizconde de Doran, un joven candidato que no le cupo duda que había sido elegido a conciencia para la ocasión. De modo que podían considerar el baile como un gran éxito.
En ese momento tanto él como la señorita Leavensworth se acercaban de nuevo a la cabeza de la fila.
Hannah bailó la pieza inaugural con lord Netherby, la segunda con lord Hardingraye, un amigo íntimo con quien podía relajarse y hablar en confianza. Estaba nerviosa y emocionada. Porque luego bailaría un vals con Constantine. Solo bailaría esa pieza con él, pero sería suficiente. No había baile más fascinante que el vals cuando se contaba con una pareja atractiva, y nadie era más atractivo que Constantine Huxtable.
Bailaría el vals con él y después, cuando la fiesta acabara, la seguiría en su carruaje como la noche anterior y se marcharía con él para pasar la noche en su casa, o lo que quedara de noche.
Esa sería la tónica de sus días, y de sus noches, durante el resto de la primavera.
«¡Ojalá fuera para siempre!», deseó. Por primera vez en la vida no ansiaba la llegada del verano. Que se demorara todo lo que quisiera. Y tampoco se sentía culpable con respecto a Barbara. Al fin y al cabo no la iba a desatender. Pasarían todos los días juntas.
¡Qué maravilloso le parecía todo después de la tristeza del año anterior! Porque había sido muy triste. Al duque no le habría gustado que fingiera lo contrario. Lo había llorado, todavía lo hacía, pero llorarlo en soledad (literalmente hablando) y llevar luto durante un año entero había sido aburridísimo. El duque le habría aconsejado que saliera a disfrutar de la vida, estaba convencida de ello. Sin embargo, solo había salido para cabalgar y cabalgar por la propiedad y por los terrenos cercanos a Copeland Manor, y para visitar a sus amigos de El Fin del Mundo cada pocos días. Había sido una esposa fiel en vida del duque. Y había sido una viuda fiel durante el año de luto.
Y en ese momento… pues se estaba divirtiendo de lo lindo. No pensaba fingir lo contrario. Había soñado con eso, lo había planeado y estaba sucediendo. Y lo mejor de todo era que el duque la aplaudiría. Estaba segurísima.
– Excelencia, podría decirse que está usted resplandeciente desde su regreso a Londres -le dijo lord Hardingraye-. De hecho, si resplandeciera un poco más, me vería obligado a protegerme los ojos con una pantalla y me acusarían de ser un excéntrico.
– Ya es un excéntrico -replicó ella con una sonrisa-. Todo el mundo lo dice.
Los ojos de lord Hardingraye la miraron con un brillo alegre.
Constantine estaba bailando con lady Fornwald.
Barbara estaba… Barbara no estaba en el salón de baile. Echó un vistazo por la estancia, pero no vio a su amiga por ningún lado. Ni siquiera escondida en algún rincón tranquilo. Recordaba que se había disculpado después de la pieza inaugural para ir al tocador de señoras, pero de eso hacía siglos.
La música llegó a su fin y Barbara seguía sin aparecer. Ojeó la multitud para asegurarse de que no la veía antes de ir en su busca al tocador. Era imposible que todavía estuviera allí.
Sin embargo, sí que estaba.
Sentada en un rincón de espaldas a la puerta, ignorando a un grupo de jovencitas parlanchinas que a su vez la ignoraban a ella mientras reían y hablaban a chillidos. En otro rincón vio a una silenciosa doncella que aguardaba por si alguien necesitaba ayuda con un bajo descosido o con algún tirabuzón que hubiera que devolver a su sitio.
– ¿Babs? -Hannah se sentó junto a su amiga-. ¿Te encuentras mal?
Barbara ni siquiera la miró. Tenía un pañuelo en las manos que no paraba de retorcer. No había rastro de lágrimas en sus mejillas, pero parecía estar al borde del llanto.
– Vas a odiarme -aseguró-. No volverás a confiar en mí.
– ¿Babs? -repitió Hannah.
– Te he traicionado -adujo Barbara-. Sé cuánto valoras la privacidad y te he traicionado.
¡Qué afirmación más rara! Esperó a que su amiga terminara de explicarse.
– Le he dicho al señor Huxtable el nombre de nuestro pueblo -siguió Barbara-. Le he hablado de s… sir Colin Young. He estado a punto de hablarle sobre… ¡sobre Dawn! Me mordí la lengua en el último momento. Y le he dicho que sir Colin era un primo lejano del duque de Dunbarton.
– ¿A eso lo llamas «traición»? -Preguntó Hannah tras una breve pausa-. ¿Le has dado toda esa información por iniciativa propia?
– No -reconoció su amiga-. Él me preguntó. Y yo le respondí. Lo siento muchísimo, Hannah. Sé que no podrás perdonarme. Sé que esos nombres están prohibidos incluso entre nosotras. Y de todas formas se los he soltado alegremente a tu… al señor Huxtable.
– ¿Fueron preguntas a la ligera? -Quiso saber-. Me refiero a las que él te hizo.
– No lo creo -respondió Barbara mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que acabaron resbalando por sus mejillas-. No, no lo creo. Quería información, así que ha interrogado a una palurda recién llegada del campo que ignora por completo las argucias de la alta sociedad. Lo siento muchísimo.
– Qué tonta eres -le dijo al tiempo que colocaba una mano sobre su nuca, ya que su amiga había inclinado la cabeza-. Lo que le has dicho solo son datos básicos que podría haber averiguado con suma facilidad por cualquier otro medio. Ni que le hubieras dicho que soy una asesina, una bígama o una… ¿qué otra cosa podrías haber dicho que fuera una terrible revelación?
– ¿Un salteador de caminos? -sugirió Barbara entre sollozos.
– Una bandolera -la corrigió-. Apenas le has dicho nada. Y la verdad es que tampoco hay mucho que decir, ¿no te parece? Un montón de tonterías bastante sórdidas. No es un terrible secreto. He protegido los detalles de mi pasado porque me apetecía. No tengo nada que ocultar. Ni de lo que ocultarme.
– Entonces, ¿por qué…? -preguntó Barbara.
– No me estoy ocultando, Babs -la interrumpió-. Ahora tengo una vida nueva que me gusta infinitamente más que la anterior. He decidido no echar la vista atrás, hacer oídos sordos a los recuerdos, evitar cualquier cosa que pueda revivirla.
– Estás enfadada -señaló Barbara, cuyo llanto se intensificó.
– Lo estoy -admitió-. Pero no contigo. -Le frotó la nuca con más fuerza-. Estoy enfadada por ti. Estoy enfadada con cierto caballero que esta noche tendrá que buscarse a otra para bailar el vals. Porque desde luego que conmigo no va a bailarlo.
Barbara se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz.
– Debería haber vuelto antes al salón de baile con una sonrisa en los labios -dijo-. Sabes que no apruebo tu relación con el señor Huxtable, pero no me gustaría ser la causante de alguna desavenencia entre vosotros.
– Si se produce alguna desavenencia -replicó-, tú no serás la causante, Babs. ¡Madre mía! Tienes los ojos rojos. Hasta la nariz la tienes como un tomate.
– Siempre evito llorar -aseguró Barbara-. Porque al final me pasa esto. Sobre todo lo de la nariz.
Hannah soltó una súbita carcajada.
– ¿Te acuerdas de cómo nos aprovechábamos de eso cuando éramos pequeñas? Como cuando rompimos la ventana del invernadero porque estábamos jugando muy cerca con la pelota y vimos que el jardinero se acercaba echando humo por las orejas.
– Recuerdo que me dijiste que llorara. -Barbara sonrió pese a las lágrimas.
– Se te puso la cara colorada casi al instante -continuó-. Todo el mundo se compadecía de ti. Así que era imposible que me castigaran mientras te consolaban y te decían que había sido un accidente y que no te preocuparas.
– ¡Ay, Dios, éramos un par de sinvergüenzas!
Ambas se echaron a reír. De hecho, por unos instantes se asemejaron muchísimo al grupo de jovencitas que ya había regresado al salón de baile. La música volvía a sonar. La tercera pieza había comenzado.
Hannah se puso de pie. Había conseguido tranquilizar a Barbara, pero ella seguía enfadada. Más bien furiosa.
– Nos iremos a casa -dijo-. Estoy cansada y tú tienes la nariz como un tomate. Son motivos más que suficientes.
– Pero Hannah… -protestó Barbara con expresión contrita.
Sin embargo, ella estaba hablando con la doncella que no tardó en salir del tocador de señoras para comunicar que la duquesa requería su carruaje en la puerta principal.
– Vámonos a casa -repitió al tiempo que se volvía hacia Barbara con una sonrisa-. Nos tomaremos un té y disfrutaremos de un ratito placentero antes de irnos a la cama. No te tendré a mi lado por mucho tiempo más, a menos que quieras escribirle a tu vicario para decirle que has cambiado de opinión con respecto a convertirte en su esposa y has decidido quedarte conmigo para siempre, claro.
– ¡Ay, Hannah!
– Ya -replicó ella con un suspiro teatral-. Sabía que no querrías hacerlo. Así que tengo que disfrutar de tu compañía mientras pueda.
– ¿Vas a… vas a poner fin a tu relación con el señor Huxtable? -preguntó Barbara.
– Mañana me encargaré de esa relación y del señor Huxtable -contestó ella mientras salía de la estancia.
Barbara la siguió.
La duquesa de Dunbarton había vuelto a los jueguecitos, decidió Con. La vio abandonar temprano el salón de baile y cuando fue a la sala de juegos en su busca antes de que diera comienzo la cuarta pieza, el vals que le había prometido, descubrió que tampoco se encontraba allí.
Tampoco había rastro de la señorita Leavensworth.
Él se quedó hasta el final. Bailó todas las piezas, incluido el vals. Y después se fue derecho a casa y durmió durante lo que quedaba de noche.
Que jugara lo que quisiera.
Eso sí, la pelota estaba en su tejado. No pensaba ir detrás de ella.
La duquesa madrugó para hacer su siguiente movimiento. A la mañana siguiente Con encontró una nota junto al plato de su desayuno, además del extenso informe semanal de Harvey Wexford, el administrador de Ainsley Park.
Descubrió que la letra de la duquesa era grande y de trazo grueso. Y que por escrito se expresaba tal cual hablaba. El saludo de cortesía brillaba por su ausencia, lo único que había escrito era su nombre en el anverso..
Espero verlo entre mis restantes invitados al té de esta tarde. Después me llevará a dar un paseo en carruaje por el parque.
H, DUQUESA DE DUNBARTON
Frunció los labios. Aquello no era una invitación. Era una orden. ¿Habrían recibido los demás invitados notas similares a la suya? ¿La obedecerían todos?
¿La obedecería él?
Por supuesto que sí. Todavía no estaba dispuesto a renunciar a ella. Estaba disfrutando mucho de su aventura pese al sorprendente descubrimiento de la primera noche, y todavía les quedaban muchos placeres sensuales que compartir antes de seguir cada cual por su camino. Pero la razón primordial era que lo intrigaba, y eso lo había pillado por sorpresa. Quería descubrir qué escondía debajo de ese aparentemente frívolo exterior.
¿Qué sentido tenía que una mujer entregara diez años de su vida a cambio de posición y riqueza para acabar donando parte de dicha riqueza a ciertos «proyectos»? ¿Por qué se mantuvo siempre fiel si su matrimonio fue una farsa? ¿Por qué crear la impresión de que incluso se había encariñado con el viejo duque? ¿Qué había llevado a una mujer sensata como la señorita Leavensworth a mantenerse fiel a su amistad durante todos esos años? ¿Por qué le escribía la duquesa todas las semanas, manteniendo de esa forma una amistad que no le aportaba nada desde el punto de vista material?
¿Y por qué se hacía tantas preguntas?
No. No estaba listo para renunciar a ella.
Obedecería la orden e iría esa tarde a tomar el té a Dunbarton House. Y después la llevaría en su carruaje a dar un paseo por el parque.
Y por la noche… En fin, ya verían lo que hacían.
Hasta entonces se concentró en el informe de Wexford, que siempre devoraba de un tirón antes de releerlo con detenimiento, fijándose en los detalles.