CAPÍTULO 13

Hannah era muy consciente de que la alta sociedad había llegado hacía mucho a la conclusión de que el nuevo amante de la duquesa de Dunbarton era el señor Constantine Huxtable. Habría llegado a dicha conclusión aunque no fuese cierta, tal como lo había hecho con muchos otros hombres que lo habían precedido, casi todos amigos suyos o del duque. También era consciente de que se esperaba que se hartara de él al cabo de una semana o dos a lo sumo y que lo sustituyera por otro.

Su reputación no le importaba. De hecho, se había esforzado para fomentarla a lo largo de los años de su matrimonio. Formaba parte del capullo en cuyo interior se ocultaba y nutría su verdadero ser.

En realidad, no creía que la alta sociedad le fuera por completo hostil, ni siquiera las damas. La invitaban a todas partes, y sus invitaciones eran aceptadas casi en su totalidad. En las fiestas a las que asistía la acogían en cualquier grupo que estuviera conversando y a cuya charla quisiera sumarse.

De modo que fue una sorpresa recibir el rechazo a su invitación a la breve fiesta campestre que iba a celebrar en Copeland Manor, en primer lugar de los condes de Merton, en segundo de los barones Montford y en tercero de los condes de Sheringford. Los únicos miembros de esa familia de los que no recibió una negativa fueron los duques de Moreland, y tal vez se debiera al hecho de que no habían sido invitados.

«Las coincidencias no existen», solía decir el duque. Tendría que ser imbécil para achacar esos rechazos a una coincidencia.

Constantine había confesado sentir cariño por sus primos segundos. Ellos parecían corresponder sus sentimientos. Por eso los había invitado, aunque pensándolo mejor, tal vez no hubiera sido una buena idea aun cuando hubieran aceptado. Sobre todo si hubieran aceptado. Al fin y al cabo, Constantine no la estaba cortejando. Eran amantes.

Debía de ser precisamente ese hecho el motivo del rechazo generalizado. Casi se los imaginaba hablando en privado, con las cabezas muy juntas, decidiendo que la invitación adolecía de un terrible mal gusto. O que era ella la que adolecía de dicho mal gusto. Quizá temían que corrompiera a Constantine. O que le hiciera daño. O que lo convirtiera en un hazmerreír.

Posiblemente se debiera a la última opción.

Sin embargo, la habían enseñado, y lo había aprendido muy bien, a no darle importancia a lo que los demás pudieran opinar de ella. Salvo en el caso del duque, claro. Quizá la había mirado con expresión reprobatoria dos o tres veces durante los diez años de su matrimonio, aunque nunca le había levantado la voz, y en cada una de dichas ocasiones Hannah había sentido que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Y salvo en el caso de la servidumbre de Dunbarton House y de sus otras propiedades campestres, los criados siempre sabían cómo eran de verdad sus señores, quiénes eran, y para ella era importante ganarse su aprecio. Creía haberlo conseguido.

Y en ese momento descubría, con gran irritación, que no le gustaba ser rechazada por tres familias que le habían importado un comino hasta que su primo segundo se convirtió en su amante.

El porqué no le gustaba era un misterio, más allá de la incomodidad de tener que invitar a otras personas en su lugar.

– La tercera negativa -dijo mientras sostenía en alto la nota de la condesa de Sheringford durante el desayuno-. Y ahora ninguno de ellos vendrá a Copeland Manor, Babs. Me hace sentir un poco como si fuera una leprosa. ¿Crees que se debe a mi costumbre de vestir siempre de blanco? ¿Me da un aspecto enfermizo?

Barbara levantó la vista con expresión distraída de la carta que estaba leyendo. Una carta muy larga. Debía de ser del reverendo Newcombe.

– ¿No va a ir nadie? -preguntó-. Pero, Hannah, creía que ya habías recibido algunas respuestas aceptando la invitación.

– Ninguna de la familia de Constantine -precisó-. De la rama paterna de la familia, me refiero. Parecen ser los más allegados a él. Pero todos han rechazado la invitación.

– Es una lástima -comentó Barbara-. ¿Invitarás a otras personas en su lugar? Todavía hay tiempo, ¿no?

– ¿Creerán de mal gusto ir a Copeland Manor porque Constantine y yo somos amantes? -Se preguntó Hannah mientras observaba ceñuda el ofensivo trozo de papel que tenía en la mano-. Siempre ha habido habladurías sobre mis amantes, aunque no fueran ciertas, pero jamás me han dado la espalda. Ni siquiera mientras estaba casada.

Barbara soltó la carta, resignada ya a la interrupción.

– ¿Estás alterada? -preguntó.

– Yo nunca me altero por nada -respondió Hannah, que soltó la carta y le regaló a su amiga una sonrisa alicaída-. Bueno, un poco sí. Tenía muchas ganas de que fueran todos.

– ¿Por qué? -quiso saber Barbara-. ¿Por qué si vas a llevar a tu amante a tu fiesta campestre quieres que asista también su familia?

Era una buena pregunta y ella misma se la había hecho hacía escasos minutos.

– ¿No te parece que es un poco como invitar a la familia a la luna de miel? -preguntó ella a su vez.

Ambas se echaron a reír.

– Pero nos comportaríamos con suma discreción, por supuesto -afirmó-. ¡Por Dios! ¿Cómo no íbamos a hacerlo? Tú estarás allí y otros muchos invitados igualmente respetables.

– En ese caso, los primos de Constantine se perderán unos agradables días en el campo -sentenció Barbara al tiempo que colocaba una mano sobre la carta-. Ellos se lo pierden.

– Pero deseo que asistan -replicó Hannah, consciente en el último momento de lo petulante que había sonado. De nuevo había usado esa palabra contra la que el duque le había advertido. «Desear» algo aunque no se pudiera obtener.

«En fin, no siempre puedes conseguir lo que deseas», esperaba que le dijese Barbara antes de seguir leyendo la carta de amor de su vicario. Sin embargo, su amiga dijo otra cosa.

– Hannah, no te estás comportando como el modelo que quieres imitar: la aristócrata cínica que disfruta de un nuevo amante. Te estás comportando como una mujer enamorada.

– ¿¡Cómo!? -exclamó casi a voz en grito.

– ¿No te parece un tanto peculiar que estés preocupada por causarle una buena impresión a la familia de tu amante? -preguntó Barbara, que de repente parecía la hija de un vicario de la cabeza a los pies.

– No me preocupa… -comenzó a protestar, pero se detuvo-. No estoy enamorada, Babs. ¡Menuda tontería! ¿Crees que porque tú lo estés yo también debo estarlo?

– Acabas de decir que siempre ha habido habladurías sobre tus amantes, aunque fueran falsas. ¿Alguna vez fue cierto, Hannah? Jamás lo habría creído de ti. La Hannah que yo conocía nunca habría deshonrado sus votos matrimoniales aunque las circunstancias de su matrimonio fueran… inusuales.

Suspiró al escucharla.

– No, por supuesto que jamás hubo un ápice de verdad en los rumores -aseguró.

– En ese caso, el señor Huxtable es tu primer amante -siguió Barbara. Era una afirmación, no una pregunta-. No creo que la Hannah que yo conocía, o la Hannah que ahora conozco, pueda asumir ese hecho a la ligera. Además, os he visto juntos en la Torre de Londres y en la heladería. Le tienes cariño.

– Bueno, por supuesto que le tengo cariño -reconoció con una nota enfurruñada en la voz. ¿Desde cuándo se permitía mostrarse enfurruñada?, se preguntó-. No podría despreciar, desdeñar, ni mostrarme distante con mi amante, fuera quien fuese, ¿no te parece?

Pero ¿por qué no mostrar un poco de distanciamiento al menos? Era lo que pensaba hacer en un principio.

– No conozco casi a ningún aristócrata y conozco muy poco al señor Huxtable -dijo Barbara-, pero descubrí que me gustaba mucho más de lo que esperaba cuando nos acompañó a la Torre de Londres. Me dio la impresión de que él también te tiene cariño, Hannah. Aunque no sé. Me asusta todo esto. Me asusta que acabes herida. Con el corazón roto.

– Babs, nunca acabo herida -aseguró-. Y nunca, jamás de los jamases, acabo con el corazón roto.

– No me gustaría nada que sucediera ninguna de esas dos cosas -replicó Barbara-. Pero me gusta mucho menos que sean un imposible. Porque eso significaría que no has entendido en absoluto el motivo por el que el duque de Dunbarton se casó contigo y te quiso tanto.

Hannah clavó los ojos en su amiga. De repente, estaba helada. Y tenía miedo de mover aunque fuera un solo músculo.

– ¿El motivo? -preguntó en voz queda.

– Sí, ayudarte a que te recompusieras -contestó Barbara-. Y prepararte para el amor, para el amor verdadero, cuando apareciera. Hannah, el duque no solo vio tu belleza. Dijo que eras un ángel, ¿no? Percibió tu bondad innata, y la alegría que quedó destrozada el día que descubriste la verdad sobre Dawn y Colin. Sigues sin ver lo especial que eres, ¿verdad? El duque sí lo vio.

La figura de Barbara se volvió borrosa de repente, momento en el que comprendió que tenía los ojos cuajados de lágrimas. Se puso en pie con tanta brusquedad que estuvo a punto de volcar la silla en su afán por retirarla.

– Voy a salir -dijo-. Iré a casa de la condesa de Sheringford. Preferiría ir sola. No te importa, ¿verdad?

– Ayer solo tuve tiempo para escribirles unas cuantas líneas a papá, a mamá y a Simón -comentó su amiga-. Esta mañana tengo que escribir cartas más largas. Empiezo a sentirme como una egoísta y una descastada.

Hannah se apresuró a salir de la estancia.

¿Ir a la casa de la condesa de Sheringford? ¿Para qué?

Tobías Pennethorne, Toby, el hijo de ocho años de Sheringford y de Margaret por adopción, había desarrollado un interés insaciable por la geografía del mundo, y Con había descubierto el regalo perfecto en el escaparate de una tienda en Oxford Street, aunque su cumpleaños quedara bastante lejos. Daba igual. De todas formas compró el enorme globo terráqueo.

Y puesto que no podía demostrar el menor favoritismo hacia un niño habiendo tres, a la pequeña Sarah, que tenía tres años, le compró una colorida peonza, y añadió un estruendoso sonajero de madera para el benjamín, Alexander, que tenía un año.

Llevó sus regalos a la residencia del marqués de Claverbrook, situada en Grosvenor Square, donde Margaret y Sheringford se alojaban durante sus estancias en la capital. Sherry era el nieto del marqués y su heredero. Allí pasó una hora muy agradable en la habitación infantil, con Margaret y los niños, ya que Sherry no estaba en casa. Comenzó a albergar dudas acerca de la idoneidad del sonajero cuando Sarah se apropió de él y decidió que el juego de esa mañana consistiría en perforar los tímpanos de todos los presentes incluidos los propios. El bebé, por su parte, parecía fascinado por la peonza, aunque detenía su agradable movimiento y zumbido cada vez que alguien la hacía girar en su afán por cogerla. Cada vez que la peonza se detenía, se echaba a llorar.

Toby localizó todos los continentes, los países, los ríos, los océanos y las ciudades del mundo conocido, por no mencionar los polos, las cordilleras, los paralelos y los meridianos, e insistió en que tanto su madre como el tío Con se acercaran para observar cada uno de sus descubrimientos. El globo comenzaba a asemejarse a un instrumento de tortura.

En comparación, los tés que se celebraban en el invernadero de Ainsley Park eran la mar de tranquilos, pensó con sorna. Y dadas las circunstancias, se le antojó como una asombrosa revelación que le gustaran los niños.

Claro que ¿acaso no había jugado horas y horas al escondite con Jon, ese niño eterno?

Unos golpecitos en la puerta, que oyeron de forma milagrosa, precedieron la llegada de un criado que les anunció que Su Excelencia la duquesa de Dunbarton solicitaba ver a lady Sheringford y que Su Señoría el marqués la había invitado a pasar al salón.

«¿La duquesa? ¿En Claverbrook House?», se preguntó Con.

– ¡Ay, Dios! -Exclamó Margaret-. El abuelo jamás recibe a nadie. Esto es irritante.

– ¿Irritante? -Enarcó las cejas y vio que Margaret se ruborizaba y que no era capaz de afrontar su mirada.

– Nos ha invitado a pasar cuatro días en su casa de Kent -explicó ella-. Y hemos rehusado su invitación, con una disculpa.

– ¿Por qué? -quiso saber Constantine mientras el sonido del sonajero se alzaba en un crescendo acompañado por la expresión inocente de Sarah, por un alarido de protesta por parte de Alex que había vuelto a detener la peonza y por una emocionada invitación de Toby para que se acercaran a ver Madagascar.

– No queremos dejar a los niños durante tanto tiempo -adujo Margaret mientras hacía girar de nuevo la peonza y Sarah se acercaba a ver Madagascar armada con el sonajero.

¿La duquesa había reaccionado a esa negativa presentándose en persona en Claverbrook House? Ciertamente no toleraba bien el rechazo. Aunque no era algo que experimentara a menudo. ¿Lograría ganarse a Margaret? ¿Era ese el motivo de su visita?

Sarah estaba haciendo girar el globo terráqueo bajo la atenta mirada de Toby y el bebé había encontrado otro juguete potencial hacia el que caminaba sorteando muebles, ya olvidado el berrinche… Y la peonza.

– Constantine -dijo Margaret, que por fin lo miró a los ojos-, no podemos vivir tu vida por ti, ni siquiera deseamos hacerlo. Pero podemos negarnos a aceptar tu relación con una mujer que es una despiadada… depredadora.

Con se llevó las manos a la espalda y entrelazó los dedos.

– Son unas palabras muy duras -dijo.

– Sí -reconoció ella-. Lo son.

– Recuerdo una época en la que se decían cosas así de duras sobre Sherry -replicó-. Pero eso no impidió que te relacionaras con él, que te comprometieras con él y que acabaras siendo su esposa.

– Eso fue diferente -protestó Margaret-. No era culpable de ninguna de las acusaciones que se habían vertido en su contra.

– Tal vez la duquesa de Dunbarton tampoco lo sea -señaló Con-. Culpable de las acusaciones que se han vertido en su contra, me refiero.

– ¡No me vengas con esas! -exclamó ella.

Con se percató de que estaba a punto de perder los estribos. Apartó la mirada de Margaret. El bebé había cogido uno de los libros de Toby y estaba dispuesto a comérselo. Así que atravesó la estancia a toda prisa, rescató el libro y evitó la inminente rabieta colocándose a Alex sobre los hombros.

– Debes de estar prendado de ella si piensas así -comentó Margaret-. Y veo que tenemos motivos para preocuparnos.

– Tenemos -repitió, recalcando el uso del plural-. ¿Los demás también han recibido invitaciones?

– Nessie y Elliott no -contestó Margaret-. Pero los demás sí.

– A ver si lo adivino, ¿también han rechazado sus respectivas invitaciones?

Margaret tuvo el buen tino de volver a apartar la vista.

– Sí -contestó.

Alex estaba tirándole del pelo mientras gritaba de alegría.

– Vamos a dejar un par de cosas claras -dijo mientras se zafaba de las manos del bebé y lo dejaba junto a una caja que contenía bloques de madera-: Monty era el mayor sinvergüenza de Inglaterra. Lo afirmo porque lo sé de primera mano. Katherine se casó con él. Ya hemos comentado el caso de Sherry. Te casaste con él. A Cassandra la acusaban de haber asesinado a su primer marido… con un hacha, aunque en realidad Paget murió por un disparo, no con la cabeza cortada. Stephen se casó con ella. ¿Y ahora crees a pies juntillas todo lo que se ha dicho de la duquesa de Dunbarton aunque no tengas ni una sola prueba que lo demuestre?

– ¿Cómo sabes que no tenemos pruebas? -preguntó Margaret a su vez.

– Porque no hay prueba alguna -respondió-. Quería al duque de Dunbarton aunque no fuera un amor romántico. Fue fiel a sus votos matrimoniales hasta el día de la muerte de su marido, y siguió siéndole fiel durante el año de luto. Lo sé, Margaret, porque yo sí tengo la prueba. -La furia lo había hecho hablar de forma irreflexiva.

Margaret se mordió el labio superior.

– ¡Ay, Constantine! -exclamó-. Te has encariñado de ella. Precisamente es eso lo que nos temíamos. Pero… ¿estás seguro de que no has caído en sus redes?

Con no contestó ni tampoco apartó la mirada de su prima.

– Tienes la prueba. -Margaret cerró los ojos y cuando los abrió había recuperado la compostura. Volvía a estar serena y al cargo de la situación. La hermana mayor que había criado prácticamente sola a sus hermanos y que había hecho un magnífico trabajo con todos ellos antes de buscar su felicidad-. Será mejor que baje a verla -dijo-. ¡Ay, Dios mío! El abuelo se la habrá comido a estas alturas. Es el tipo de mujer superficial que lo saca de quicio. ¿Eso también es una ilusión? ¿Su frivolidad?

– Prefiero dejar que seas tú quien haga ciertos descubrimientos -respondió él.

Margaret tiró del cordón de la campanilla del servicio y la niñera apareció de inmediato. Toby le pidió que se acercara para ver la India, Sarah levantó el sonajero y lo agitó con una floritura y Alex comenzó a golpear dos bloques de madera entre sí mientras se reía.

Con salió de la habitación infantil con Margaret. Estuvo a punto de marcharse, pero no pudo resistir la tentación de ver a Hannah enfrentándose a uno de los aristócratas más hoscos y gruñones de toda Inglaterra. Además de un ermitaño.

Esperaba que no se la hubiera comido viva. Aunque apostaba por ella.

¿Qué hacía exactamente en ese lugar?, se preguntó Hannah una vez que el criado la invitó a pasar a Claverbrook House y vio cómo un anciano mayordomo apartaba a su subordinado prácticamente de un codazo en el abdomen al escuchar su nombre. La saludó con una reverencia… que suscitó un crujido. Una tontería llevar corsé a esa edad, que estaría comprendida entre los setenta y los cien.

¿Para qué había ido? ¿Para rebajarse? ¿Para exigir una explicación? ¿Para tratar de convencer a lady Sheringford de que cambiara de opinión?

No la hicieron esperar mucho. El criado que había evitado por los pelos el codazo en el abdomen subió para comprobar si lady Sheringford se encontraba en casa, y realizó su cometido con gran agilidad. Apareció al cabo de unos instantes para informar al mayordomo en voz baja de que Su Excelencia debía esperar en el salón.

Hannah siguió al mayordomo a una velocidad que se asemejaría a la de una tortuga reumática.

Le alegró haberse puesto la armadura completa compuesta por un vestido de muselina blanca, una chaquetilla blanca y un bonete también blanco. Incluso llevaba algunos de sus diamantes auténticos en las orejas y en los dedos. Todo formaba parte de la fachada tras la que se ocultaba. Aunque si su objetivo era el de impresionar a la condesa, tal vez debería haber elegido un atuendo más sencillo e incluso más colorido.

Ya era tarde para albergar semejantes pensamientos.

El salón solo tenía un ocupante, según comprobó cuando la invitaron a pasar después de que el mayordomo la anunciara con su voz solemne y pomposa como si se dirigiera a una numerosa audiencia. El ocupante en cuestión no era la condesa de Sheringford.

– Sí, sí, Forbes -dijo con impaciencia el anciano caballero que ocupaba un sillón cercano a la chimenea-, ya sé quién es. Me lo ha dicho Bindle. ¿Dónde está?

Hannah había hecho acopio de su afamada dignidad y se había envuelto con ella a fin de estar preparada para su encuentro con la condesa. Sin embargo, la abandonó en cuanto escuchó la voz, ya que se apresuró a atravesar la estancia para plantarse delante del sillón del marqués de Claverbrook. Una vez allí, extendió ambas manos enguantadas y esbozó una sonrisa cariñosa.

– Aquí estoy -dijo-. Y aquí está usted. Deben de haber pasado años.

El marqués había sido uno de los amigos del duque. Hannah lo había visto en unas cuantas ocasiones antes de que el anciano se recluyera en su casa después del enorme escándalo protagonizado por su nieto. Desde entonces el marqués se convirtió en un recluso que ni salía ni recibía visitas. Siempre había sido un hombre hosco e impaciente, pero nunca con ella. Porque cada vez que la miraba y conversaba con ella, lo hacía con un brillo alegre en los ojos. Hannah siempre había creído que la apreciaba. De la misma forma que ella lo apreciaba a él.

El marqués apartó las manos del mango de plata de su bastón y aceptó las suyas. Hannah se percató de que tenía los dedos rígidos y doblados. Le dio un afectuoso apretón con mucho cuidado para no hacerle daño. Evitó incluso rozarlo con los anillos.

– Hannah -dijo él-, aquí estás, sí. Más bonita incluso que cuando eras una niña y el viejo Dunbarton te encontró en algún lugar perdido de la mano de Dios y se casó contigo. Ese viejo granuja. Ninguna otra mujer había logrado interesarlo en su vida hasta que tú apareciste cuando ya apenas podía andar.

– Algunas cosas son obra del destino -replicó ella.

El marqués refunfuñó mientras le daba un apretón a sus manos.

– Supongo que te casaste con él por su dinero. Que por cierto tenía a espuertas.

– Y también porque era un duque y así yo me convertía en duquesa -añadió ella-. Que no se le olvide.

– En ese caso supongo que yo no habría tenido la menor oportunidad aunque te hubiera visto antes -comentó el anciano-. Solo soy un marqués.

– Y seguro que no tan rico como el duque -apostilló con una sonrisa.

El marqués tenía poco pelo y lo poco que le quedaba era blanco. Al contrario que sus cejas, que aunque blancas eran muy pobladas. Tenía el ceño permanentemente fruncido, unos ojos que parecían prestos a fulminar a cualquiera y la nariz aguileña. Su aspecto era el típico de un anciano cascarrabias.

– Lo quise mucho -reconoció-. Y todavía lloro por él. Si hubiera podido conocer a mis abuelos, me habría gustado que fueran como mi duque. Pero como no tenía ninguno y tuve la inmensa suerte de conocer a mi duque, me casé con él.

El marqués refunfuñó algo de nuevo.

– Y seguro que lo hiciste bailar al son que tocabas durante sus últimos años, ¿verdad, Hannah?

– ¡Ya lo creo! -reconoció-. Aunque se negó a seguir bailando después de cumplir los setenta y ocho, una decisión muy poco alegre por su parte. Sin embargo, todos los días encontrábamos algo de lo que reírnos. La risa es la mejor medicina, ¿sabe?

– ¡Hum! -Refunfuñó otra vez el anciano-. De todas formas murió al final.

– Según me han dicho, su medicina ha llegado de manos de su nieta política -comentó-. Me han dicho que no le consiente ninguna tontería y que se ha convertido en su persona preferida. Además, sé de buena tinta que adora a sus biznietos y me han dicho que se alojan aquí durante la temporada social. ¡Menudo ermitaño está hecho! Yo diría que eso es hacer trampas.

– Hannah, recuerdo que eras una cosita tímida cuando Dunbarton se casó contigo -repuso el marqués-. ¿Desde cuánto eres tan fresca?

– Desde que me casé con él -respondió-. Me enseñó que las personas como usted son solo gatitos fingiendo ser leones.

El comentario le arrancó una carcajada al marqués y Hannah lo miró con expresión picarona.

– Dunbarton era un tipo estupendo en su juventud -afirmó el anciano-. ¿Te habló de aquella época alguna vez? Él sí que no era un gatito, Hannah. Walsh, que hace mucho que nos dejó, le cruzó la cara con un guante una mañana en medio de la sala de lectura de White's y lo retó a duelo por haberlo hecho un cornudo con su esposa. Se encontraron en algún páramo yermo, no recuerdo el sitio con exactitud. Las cosas de la vejez… Pero recuerdo que estuve allí. A Walsh le temblaba la mano como si fuera una hoja en mitad de un vendaval, y erró el tiro por lo menos en un kilómetro. Dunbarton lo apuntó con mano firme y se tomó su tiempo, pero en el último instante dobló el brazo y disparó al aire. Habría sido una completa decepción de no ser por la elegancia del momento. El pobre Walsh se mantuvo dos o tres años oculto en el campo con el rabo entre las piernas. Le habría gustado más que Dunbarton le atravesara un hombro con una bala o que le volara la parte superior de una oreja. Y podría haberlo hecho, bien lo sabe Dios. Tenía una puntería endemoniada.

– Era demasiado compasivo como para dispararle al pobre hombre -señaló ella.

– ¿¡Compasivo!? -El marqués estaba muy animado a esas alturas de la conversación-. Se decantó por la solución más cruel de todas, Hannah. Demostró el desprecio que sentía por Walsh. Lo humilló. Incluso sugirió que el cirujano lo tumbara sobre la hierba y le administrara algunas sales para reanimarlo. Fue un magnífico espectáculo. Además, todos sabíamos que quien disfrutaba de los favores de lady Walsh era Jackman, no Dunbarton. Seguro que el propio Walsh lo sabía, pero Jackman era un hombre bajito y delgaducho, y retarlo a duelo cruzándole la cara con un guante lo habría convertido en un hazmerreír. Así que esperó hasta que Dunbarton bailó una noche con su esposa y a la mañana siguiente hizo el numerito en White's. Supongo que tendría ganas de morir. O que tenía una piedra por cerebro. Posiblemente se debiera a lo último.

Hannah siguió mirándolo con una sonrisa.

– ¡Ah, qué tiempos aquellos! -Exclamó el marqués con un suspiro-. Dunbarton era un hombre de los pies a la cabeza. El mismísimo demonio. Todas las jovencitas le querían, y no porque fuera un duque y poseyera una fortuna descomunal, te lo aseguro. Pero él no quería saber nada de ninguna. Deberías haberlo conocido en aquel entonces.

– Me parece que mis padres ni siquiera se conocían… -replicó ella.

Y el marqués estalló de nuevo en carcajadas.

– Pero al final lo pescaste -dijo-. Lo domesticaste, Hannah. Estaba prendadito de ti.

– Sí -reconoció ella-, es cierto. ¿A partir de los ochenta se olvidan los buenos modales además del emplazamiento de los antiguos duelos? ¿No se me va a invitar a sentarme ni a tomar una taza de té?

El marqués volvió a darle un apretón en las manos.

– Puedes sentarte donde quieras -contestó-, pero si quieres té, es mejor que antes tires del cordón de la campanilla. Como tengas que esperar a que yo llegue hasta allí, en vez del té te traerán el almuerzo.

– Ya he ordenado que traigan el té, abuelo -dijo una voz desde la puerta. Lady Sheringford entró en el salón.

Constantine estaba en el vano de la puerta. Hannah ignoraba el tiempo que llevaban allí. Se sentó en un sofá.

– Siento mucho haberla hecho esperar, excelencia -se disculpó lady Sheringford, dirigiéndose a ella-. Estaba ocupada con los niños en la habitación infantil.

– Precisamente los niños son el motivo de mi visita -aseguró Hannah-. Tengo la impresión de que no fui lo bastante específica al redactar la invitación que le envié hace unos días. Sus hijos están incluidos. Al igual que los del resto de los invitados. Nada más lejos de mi intención que separar a unos padres de sus hijos, aunque solo sea durante cuatro días. Copeland Manor tiene una extensa galería en una de las plantas superiores que estoy segura que fue diseñada para el uso de los niños durante los días lluviosos. Además están los prados, los bosques y el lago, un paraíso para los niños si no llueve. Varios de mis vecinos también tienen hijos para los que sería una maravilla poder jugar con otros niños. Llevo un tiempo ocupada planeando una fiesta infantil. Será divertidísimo. No le estoy suplicando que reconsidere su respuesta. Tal vez tenga otros compromisos previos para esos días que no se siente libre de cancelar. Sin embargo, si su preocupación se debe exclusivamente a los niños, por favor, reconsidérelo.

– Copeland Manor -dijo el marqués-. No recuerdo esa propiedad, Hannah.

– Está en Kent -señaló ella-. El duque me la compró para que tuviera un hogar propio cuando él no estuviera.

– Es muy amable -dijo lady Sheringford-. ¿Le importa si lo hablo con mi marido?

– Y quizá también con Katherine y Monty, y con Stephen y Cassandra -terció Constantine al tiempo que entraba en la estancia y se sentaba en un sillón no muy lejos de Hannah-. Acabas de decirme que ellos también aborrecen la idea de separarse de los niños.

– Lo haré -aseguró la condesa-. Abuelo, conoces a Constantine, ¿verdad?

– ¿Constantine Huxtable? -Precisó el marqués-. ¿El nieto de Merton? Conocí a tu abuelo. Un buen hombre. Aunque él no decía lo mismo de su hijo. Tu padre, supongo. No te pareces a él, lo cual es una suerte. Debes de haber salido a tu madre. Griega, ¿verdad? ¿La hija de un embajador?

– Sí, señor -respondió Constantine.

– Estuve en Grecia cuando era joven -siguió el marqués-. Y en Italia y en todos esos sitios a los que los jóvenes se suponía que debían ir antes de que las guerras lo estropearan todo. El Grand Tour por Europa, como lo llamábamos. Me gustó mucho el Partenón. No recuerdo muchos detalles, salvo la inmensidad del mar azul. Y el vino, claro. Y las mujeres, aunque obviaré el tema en presencia de las damas.

La conversación se prolongó de forma amigable durante media hora, hasta que Hannah se levantó para marcharse.

– Tienes que venir a verme otra vez, Hannah -dijo el marqués-. Ver tu preciosa cara me alegra el corazón. Y no dejes que ese viejo tonto que tengo por mayordomo te diga que no estoy en casa.

– Si alguna vez se le ocurre semejante disparate -replicó ella mientras se acercaba para tomarle una mano entre las suyas-, le daré un empujón para colarme, subiré corriendo las escaleras y apareceré sin anunciarme. Y después, cuando me marche, podrá echarle un buen sermón y amenazarlo con el despido.

– No se iría -aseguró el anciano-. He intentado que se jubile ofreciéndole una generosa pensión y una casa donde vivir. Lo ha intentado Duncan. Lo ha intentado Margaret. Despedirlo no serviría de nada. Se negaría a ser despedido.

– Cuidarte y proteger tu casa de cualquier invasión es lo que lo mantiene activo y con ganas de vivir, abuelo -adujo lady Sheringford-. Excelencia, le agradezco mucho que haya venido a vernos. Le enviaré una respuesta definitiva mañana a primera hora si puedo. Todos lo haremos.

Hannah se inclinó sobre el sillón que ocupaba el marqués de Claverbrook y lo besó en la mejilla, tras lo cual se enderezó y le soltó la mano.

– Gracias -le dijo a lady Sheringford.

– Duquesa, la acompañaré a casa si me lo permite -se ofreció Constantine-. Aunque he venido a pie.

¿Qué estaba haciendo él allí?, se preguntó Hannah. La condesa acababa de abandonar la habitación infantil. ¿Constantine había estado también con ellos? ¿Con los niños?

– Gracias, yo también -dijo, y lo precedió para abandonar el salón.

Una vez en la calle, lo tomó del brazo y caminaron un rato en silencio. La mañana había resultado rara, pensó. Todavía no tenía muy claro el motivo de su visita a Claverbrook House. Eso sí, había sido estupendo volver a ver al marqués. Uno de los contemporáneos del duque.

– El marqués me ha hablado sobre un duelo en el que el duque participó hace una friolera de años -dijo a la postre-, por el honor de la esposa de otro hombre que lo acusaba de haber cometido adulterio. Gracioso, ¿verdad? El marqués me ha asegurado que mi duque era el mismísimo demonio en aquel entonces.

– Pero añadió que lo domesticaste -replicó Constantine-. Lo he escuchado.

– Eso también es gracioso -comentó ella-. Cuando decidí hacerte mi amante, me dije que iba a domesticar al demonio. Ignoraba que ya lo había hecho… con otro hombre. -Y se echó a reír.

– ¿A mí también me has domesticado? -quiso saber él.

– ¡Caramba, Constantine! -exclamó-. Lo más exasperante de todo esto es que al final ha resultado que no eres un demonio. Así que no puedo domesticar algo que no existe. -Volvió la cabeza para sonreírle.

– ¿Te he desilusionado?

¿Lo había hecho?, se preguntó. La vida sería mucho más fácil, infinitamente más fácil, tal como había planeado que fuera, si en realidad fuese el demonio cruel, peligroso y sensual por quien lo había tomado. De esa manera se habría encontrado con el desafío que representaba una lucha de ingenios, una conquista y el disfrute en general. De esa forma dejarlo y olvidarlo cuando llegara el verano habría sido lo más fácil del mundo.

Pero ¿la había desilusionado? ¿O había encontrado otros retos inesperados? El reto de conquistarlo, al fin y al cabo. Y el reto de conquistarse a sí misma, a la persona en la que hasta ese momento creía haberse convertido.

Ya no estaba segura de quién era. No era la jovencita que una vez fue, eso seguro. Esa jovencita había desaparecido hacía mucho. Pero tampoco era la mujer en la que creía haberse convertido. Y lo había descubierto en cuanto había comenzado a vivir a solas la vida perteneciente a esa mujer.

No era tan dura como debía ser esa mujer. Ni tampoco estaba tan segura de su destino ni de la ruta exacta que debía tomar para alcanzarlo. Sin embargo, el duque no le había enseñado ni a ser dura ni a estar segura más allá de toda duda. Le había enseñado a quererse a sí misma, a hacerse cargo de su vida, a ser inmune a las envidias y a las habladurías que ciertamente la seguirían allí donde fuera, ya…

A esperar a ese hombre que le daría significado a su vida.

¿Era Constantine ese hombre?

Sin embargo, su mente detuvo, consternada, el rumbo de sus pensamientos. ¡Por el amor de Dios! ¿Después de once años seguía sin desarrollar el instinto de supervivencia?

Claro que Constantine no era el demonio.

Le daba la impresión de tener la cabeza hecha un lío.

– ¿Eso es un sí? -preguntó Constantine a fin de obtener una respuesta.

A la pregunta de si se sentía desilusionada.

– En absoluto -contestó-. Me prometí el mejor amante de Inglaterra y no tengo motivos para pensar que no lo he encontrado. Durante este año, al menos.

– Bien dicho, duquesa -la elogió mientras la miraba con una expresión risueña aunque el resto de su rostro permaneció en reposo.

No era un gesto burlón, decidió, era más…

¿Afectuoso?

«¡Vaya!», exclamó.

¿Afectuoso?

Una vez más, la asaltó la sensación de tener la cabeza hecha un lío.

– Dime, ¿qué es todo eso de una fiesta infantil en Copeland Manor? -lo oyó preguntar.

¡Ah, sí! La fiesta infantil. Un plan fruto de la improvisación que debía hacer realidad.

Ella nunca recurría a la improvisación. Jamás hacía algo de forma impulsiva.

Salvo visitar a la condesa de Sheringford.

Y asegurarle que había organizado una fiesta infantil en Copeland Manor.

Constantine soltó una queda carcajada.

– Duquesa -dijo-, ojalá pudieras ver la cara que has puesto.

– Será la mejor fiesta de la historia -replicó ella con altivez.

Y Constantine rió de nuevo.

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