CAPÍTULO 04

Las amantes primaverales de Con, como Monty las apodó en una ocasión, eran seleccionadas casi exclusivamente de entre las viudas de la alta sociedad. Tenía como regla no visitar los burdeles ni pagar por los servicios de una cortesana o de una actriz. Por supuesto, tampoco miraba a las señoras casadas, aunque una sorprendente cantidad de damas en dicho estado civil se molestara en indicarle su disponibilidad. Tampoco miraba a las solteras. Al fin y al cabo Con quería una amante, no una esposa.

Según había descubierto, muchas viudas no tenían prisa por volver a casarse. Aunque la mayoría acababa haciéndolo, estaban encantadas de pasar unos años disfrutando de su libertad y de los placeres sensuales de una relación ocasional.

Casi siempre se buscaba una amante para la temporada social. Rara vez más de una, y nunca a la vez. Sus amantes solían ser mujeres guapas y más jóvenes que él, aunque no consideraba que la belleza o la edad fueran requisitos indispensables. Le gustaban las mujeres discretas, elegantes y lo bastante inteligentes como para conversar de diversos temas interesantes. Por supuesto, buscaba cierto grado de compañerismo en una amante, además de gratificación sexual.

¿Y ese año?

Se encontraba en la mansión Fonteyn, en Richmond, concretamente en la amplia terraza adoquinada situada detrás de la casa, aunque «detrás» y «delante» eran términos relativos en ese caso. La fachada delantera estaba orientada hacia el camino, por el que llegaban los carruajes, y no era nada del otro mundo. La parte posterior, en cambio, tenía vistas al río Támesis, y entre el río y la mansión había un amplio espacio ocupado por la terraza; por una amplia escalinata flanqueada por parterres de flores; por un prado en ligera pendiente delimitado a un lado por un cenador y una pequeña huerta y al otro por una hilera de invernaderos; y otra terraza, esa pavimentada, paralela al río. Un pequeño embarcadero se internaba en el agua para la comodidad de quien quisiera usar alguno de los botes que estaban amarrados a cada lado.

Y en ese momento la parte posterior de la mansión, que podría ser considerada la verdadera fachada, estaba bañada por la luz del sol aunque la brisa fría impedía que hiciera calor, como era de esperar en esa época del año. Era una estampa muy pintoresca y decididamente agradable.

Los Fonteyn se habían arriesgado mucho al organizar un almuerzo en el jardín nada más comenzar la temporada social, mucho antes de que alguien se atreviera a jugársela con el tiempo. Por supuesto, la mansión contaba con un espacioso salón de baile y con un salón igual de espacioso, y sin duda habría otras estancias lo bastante grandes como para acomodar a todos los invitados en el caso de que se estropease el tiempo o de que lloviera.

Ese año había una viuda nueva en la ciudad, y se estaba ofreciendo prácticamente en bandeja y con poca sutileza para ocupar el puesto de su amante. Siempre y cuando se obviara la evidente treta de hacerse la inalcanzable, por supuesto. Le había hecho muchísima gracia su comportamiento en Bond Street y en el baile de los Merriwether.

En ese instante la dama volvía a la carga. Estaba en el prado no muy lejos de la huerta, cogida del brazo de lord Hardingraye, uno de sus antiguos amantes, que había llegado hacía media hora. Se encontraban rodeados por otros invitados, tanto hombres como mujeres, y la duquesa estaba totalmente concentrada en el grupo mientras hacía girar una sombrilla muy elegante. Inevitablemente, era blanca, como el resto de su atuendo. Vestía casi siempre de blanco, aunque jamás repetía vestido. Impresionante logro.

No había mirado ni una sola vez hacia donde él estaba. Un detalle que solo podía tener dos explicaciones: o no lo había visto todavía o ya no tenía interés en entablar una relación, del tipo que fuera, con él.

Sabía perfectamente que ninguna de esas explicaciones era la verdadera.

Estaba decidida a atraparlo. Y desde luego que lo había visto. No estaría dándole la espalda con tanto empeño si no lo hubiera visto.

La situación le hizo gracia.

Le dio un trago a su bebida y siguió con la conversación que mantenía con su grupo de amigos. No tenía prisa por acercarse a ella. De hecho, no tenía intención de dar el primer paso. Si quería darle la espalda toda la tarde, le traía sin cuidado.

Sin embargo, empezó a darle vueltas a la pregunta que llevaba preocupándolo esos tres días mientras reía con sus contertulios y observaba a los recién llegados, saludando a unos con una mano y a otros con una sonrisa.

¿De verdad quería a la duquesa de Dunbarton por amante?

Había respondido con un no rotundo a esa pregunta en Hyde Park, y lo había dicho en serio.

La mayoría de los hombres habría considerado que esa pregunta era ridícula, por supuesto. La duquesa era, al fin y al cabo, una de las mujeres más guapas que había visto en la vida y, en el caso de ser posible, había mejorado con la edad. Seguía siendo relativamente joven y sexualmente atractiva. Era una mujer solicitadísima… y se quedaba corto. Podría escoger a cualquier hombre como amante, los casados incluidos.

Pero…

Algo lo hacía titubear, y no sabía muy bien por qué.

¿Por el hecho de que hubiera sido ella quien lo había elegido? Sin embargo, no había razón para que una mujer no persiguiera lo que deseaba con el mismo celo que un hombre. Cuando él se decantaba por una mujer, siempre la perseguía con insistencia hasta que capitulaba… o no. Además, ¿no era halagador que una mujer guapa y atractiva que podría tener a cualquiera lo escogiese a él?

¿Se debía entonces a que le parecía demasiado dispuesta? ¿Acaso no había tenido un sinfín de amantes en vida del difunto duque? ¿No era lo normal que siguiera con la misma tónica cuando por fin era libre, no solo del duque sino del obligatorio año de luto? No obstante, nunca se había amedrentado por la competencia. Además, si al final la duquesa decidía entretener a más amantes aparte de él, siempre podía cortar la relación. Al fin y al cabo, no buscaba amor ni nada que se pareciera a un compromiso conyugal. Solo buscaba una amante. Su corazón no se involucraría.

Y durante el concierto de los Heaton le había insinuado que mientras fuera su amante, no habría sitio para ninguno más.

¿Se debía entonces a que ella era como un libro abierto, tal como le había dicho durante el concierto? Todo el mundo la conocía. Pese a la mirada lánguida y a la leve sonrisa que no abandonaba sus labios, la duquesa no encerraba ningún misterio, no se ocultaba bajo múltiples capas que ir apartando, como los pétalos de una rosa.

Salvo por su ropa.

Era imposible saber qué aspecto tendría una mujer desnuda, sin importar las veces que se admirara su cuerpo vestido. Era imposible saber qué se sentiría al tocarla, cómo se movería, qué sonidos emitiría cuando…

– Constantine -lo llamó su tía, lady Lyngate, la hermana de su madre, que se había acercado a él por detrás y le había colocado una mano en el brazo-, dime que todavía no has ido hasta la orilla. O si lo has hecho, miénteme y dime que estarás encantado de acompañarme.

Le cubrió la mano con la suya y la miró con una sonrisa.

– No te mentiría, tía María, aunque hubiera estado una docena de veces en la orilla, cosa que no ha sucedido -le dijo-. Siempre es un placer acompañarte a donde quieras ir. No sabía que estabas en la ciudad. ¿Cómo te encuentras? Los años y las canas te sientan de maravilla. Te otorgan una gran elegancia.

Tampoco mentía al decir eso. Su tía debía de rondar los sesenta y todavía se volvían a mirarla.

– En fin -replicó ella con una carcajada-, creo que es la primera vez que alaban mis canas.

Seguía teniendo el pelo muy oscuro, pero sus sienes comenzaban a aclararse de un modo muy atractivo. Era la madre de Elliott, el duque de Moreland, pero nunca le había retirado el saludo a pesar de que su hijo apenas le hablaba. Y lo mismo sucedía con las hermanas de Elliott.

– ¿Cómo está Cece? -le preguntó mientras conducía a su tía a la escalinata por la que se descendía hasta el prado. Se refería a Cecily, la vizcondesa de Burden, la benjamina de la familia y su prima preferida-. ¿Tendrá pronto a su hijo?

– Tan pronto que Burden y ella se han quedado en el campo este año -contestó su tía-, para el deleite de sus otros dos hijos, estoy segura. Es una idea magnífica la de colocar las mesas en la terraza junto al río. Así se puede disfrutar de los refrigerios junto a la orilla.

Hicieron justo eso. Estuvieron unos diez minutos sentados hasta que se les unieron tres amigos de su tía, una dama y dos caballeros.

– Lady Lyngate, ¿tendría la amabilidad de apiadarse de mí? Siempre y cuando su sobrino pueda prescindir de su presencia -le preguntó el caballero soltero después de un rato de conversación-. Hemos bajado a la terraza para dar una vuelta en bote, pero soy de la opinión de que tres son multitud. Por favor, acompáñenos para así ser cuatro.

– ¡Por supuesto! -accedió ella-. ¡Qué idea más maravillosa! Constantine, ¿me disculpas?

– Muy a regañadientes -respondió, guiñándole un ojo a su tía.

Los observó subirse a un bote que acababa de quedarse libre y uno de los caballeros se hizo cargo de los remos para alejarse por el río.

– ¿Está solo, señor Huxtable? -Preguntó una voz conocida a su espalda-. Sería un desperdicio dejar solo a un caballero tan disponible.

– Estaba esperando a que usted me viera y se apiadara de mí -replicó al tiempo que se ponía en pie-. Siéntese conmigo, duquesa.

– No tengo hambre ni sed, ni tampoco necesito un descanso -dijo ella-. Lléveme a los invernaderos. Quiero ver las orquídeas.

¿Alguna vez alguien le decía que no?, se preguntó Con mientras le ofrecía el brazo. Cuando anunció en la velada musical de los Heaton que se sentaría con él durante el concierto, ¿se le ocurrió que podía acabar muy avergonzada si él se negaba? Claro que ¿por qué temerle al rechazo cuando hasta el cascarrabias y arisco duque de Dunbarton había sucumbido a sus encantos después de llevar resistiendo los de las demás mujeres más de setenta años?

– Me he sentido ofendidísima -comentó ella cuando aceptó su brazo-. No se ha acercado a saludarme al llegar.

– Me parece que yo he llegado antes, duquesa. Y usted no se ha acercado a saludarme.

– ¿Ahora resulta que es la mujer la que debe dejar lo que esté haciendo para saludar al hombre?

– ¿Tal como acaba de hacer? -preguntó a su vez, mirándola.

No llevaba bonete ese día, sino un absurdo sombrerito, inclinado de forma muy sofisticada sobre la ceja derecha y que le quedaba, por supuesto, perfecto. Los rizos rubios lo rodeaban con un estilo desenfadado que su doncella posiblemente habría tardado una hora en conseguir. El vestido de muselina blanca, según comprobaba de cerca, estaba bordado con capullitos de rosas en un tono muy claro.

– Señor Huxtable, está muy feo que me lo eche en cara -replicó ella-. ¿Qué otra alternativa me ha dejado? Habría sido muy aburrido volver a casa sin hablar con usted.

Pasearon por el prado en diagonal, en dirección a los invernaderos. Con se dejó llevar por la sensación de inevitabilidad. La duquesa estaba decidida a conquistarlo. Y pese a sus dudas, reconocía que la idea de ser conquistado no le resultaba desagradable.

Acostarse con ella sería toda una aventura llena de emociones fuertes, no le cabía la menor duda. ¿Una lucha por hacerse con el control, tal vez? ¿Y un enorme placer mutuo mientras luchaban?

En ocasiones, pensó, las perspectivas de un placer sensual extraordinario bastaban para entablar una relación. Los secretos de una personalidad digna de explorar podrían esperar hasta el año siguiente, hasta la siguiente amante.

Estaba rindiéndose sin apenas oponer resistencia, se dijo. Lo que quería decir que la duquesa era una experta en el arte de la seducción. Nada sorprendente, por supuesto. Y no debería echárselo en cara cuando empezaba a disfrutar al dejarse seducir.

– ¿Dónde está la señorita Leavensworth esta tarde? -le preguntó.

– El señor y la señora Park la han invitado a visitar algún museo -contestó ella-, y ha preferido acompañarlos a venir conmigo a esta fiesta. ¿Puede creérselo, señor Huxtable? Después de la visita la llevarán a cenar y luego irán a la ópera.

La notó estremecerse con delicadeza.

– ¿Nunca ha estado en la ópera, duquesa? -Quiso saber-. ¿Ni en un museo?

– Por supuesto que sí -respondió ella-. Ya sabe que no se puede parecer una ignorante ni una palurda a ojos de nuestros pares. Hay que demostrar interés en los temas culturales.

– Pero ¿nunca ha disfrutado de esas visitas? -insistió.

– Disfruté mucho viendo el carruaje de Napoleón Bonaparte en… Bueno, en algún museo -respondió Hannah, agitando la mano con la que sujetaba la sombrilla para restarle importancia al asunto-. El carruaje que usó para trasladarse a la batalla de Waterloo, quiero decir. No pudo ir montado a caballo porque sufría de hemorroides. ¿Lo sabía? El duque me lo contó y también me explicó qué eran las hemorroides. Parecen muy dolorosas. Tal vez el duque de Wellington ganó la batalla por las hemorroides de Napoleón. Me pregunto si los libros de historia contarán ese pequeño detalle.

– Seguramente no -replicó él con sorna-. Sin duda alguna la historia preferirá perpetuar la versión actual, según la cual Wellington aparece como un héroe grandioso e invencible que ganó la batalla gracias a la fuerza de su grandeza y de su invencibilidad.

– Eso creo yo también -convino ella-. Es lo que me dijo el duque. Mi duque, me refiero. Una vez me llevó a ver las estatuas de lord Elgin y no me escandalicé al ver todos esos cuerpos desnudos. Ni siquiera me impresionaron. Solo eran pálido mármol. Preferiría ver a un hombre de carne y hueso. Un griego, quiero decir. Con la piel morena por el sol, no una fría estatua de piedra. Por supuesto, ningún hombre real podría tener una belleza tan perfecta. -Suspiró y su sombrilla volvió a girar.

«Bruja», pensó Constantine.

– ¿Y qué me dice de la ópera? -le preguntó.

– Nunca he entendido el italiano -contestó ella-. Sería aburridísimo de no ser por toda esa pasión y por la tragedia de ver que todo el mundo muere sobre el escenario. ¿Se ha dado cuenta de que los personajes moribundos cantan maravillosamente justo antes de perecer? Qué desperdicio. Preferiría ver toda esa pasión dedicada a la vida.

– Sin embargo, eso es precisamente lo que sucede, dado que las óperas se escriben para cantantes vivos y para una audiencia compuesta por personas vivas más que para un personaje moribundo -repuso Huxtable-. La pasión se dedica a la vida.

– Jamás volveré a ver una ópera con los mismos ojos -afirmó la duquesa, que hizo girar la sombrilla una vez más antes de cerrarla al llegar al primer invernadero-. Ni a escucharla de la misma manera. Muchas gracias, señor Huxtable, por su explicación. Debe llevarme una noche para poder disfrutarla correctamente en su presencia. Invitaré a unas cuantas personas.

Había mucha humedad y hacía calor dentro del invernadero. La parte central estaba ocupada por enormes maceteros cuajados de helechos y el perímetro, rodeado por naranjos que se alzaban por delante de las paredes de cristal. El lugar estaba desierto.

– ¡Qué bonito! -Exclamó ella, que seguía junto a los helechos del centro con la cabeza hacia atrás para disfrutar del aroma de la vegetación-. ¿No cree que sería maravilloso vivir para siempre en una tierra tropical, señor Huxtable?

– Un calor abrasador-señaló él-. Insectos. Enfermedades.

– ¡Vaya! -La duquesa bajó la cabeza y lo miró-. La fealdad en medio de la belleza. ¿Es de la opinión de que siempre hay fealdad? ¿Aunque algo sea muy, muy hermoso? -De repente, sus ojos parecieron enormes e insondables. Y tristes.

– No siempre -contestó Huxtable-. De hecho, prefiero pensar lo contrario, que siempre hay una belleza indestructible en medio de la oscuridad.

– Indestructible -repitió ella en voz baja-. Eso quiere decir que es usted optimista.

– ¿Qué otra cosa se puede ser si pretendemos llevar una existencia tolerable? -replicó.

– Es muy fácil caer en la desesperanza. Siempre vivimos al borde de la tragedia, ¿no le parece?

– Sí -respondió él-. El secreto estriba en no ceder nunca al impulso de saltar voluntariamente por ese precipicio.

La duquesa siguió mirándolo a los ojos. No entornó los párpados, se percató. Sus labios no esbozaron ninguna sonrisa. Pero sí estaban ligeramente entreabiertos.

Parecía… distinta.

La parte racional de su cerebro le dijo que no había nadie más en ese invernadero en concreto y que se encontraban ocultos a la vista de los demás.

Inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos. Los tenía cálidos y suaves, ligeramente húmedos, y rendidos a su beso. Recorrió con la lengua la estrecha abertura que había entre ellos, el contorno del labio superior y por último el labio inferior, tras lo cual le introdujo la lengua en la boca. Sus dientes no le impidieron el paso. Le acarició el cielo de la boca con la lengua antes de retirarla y apartar la cabeza de ella.

El beso lo dejó con un regusto a vino y a mujer sensual.

La miró a los ojos y ella le devolvió la mirada unos instantes hasta que se produjo un sutil cambio en su expresión. La vio entornar los párpados de nuevo y esbozar una sonrisa, recuperando así su habitual compostura. Tuvo la sensación de que se estaba colocando una máscara.

Lo que planteaba una posibilidad muy interesante.

– Señor Huxtable, espero que cumpla la promesa implícita en ese beso. Me llevaría una tremenda decepción de no ser así.

– Lo comprobaremos esta noche -replicó.

– ¿Esta noche? -Enarcó las cejas al escucharlo.

– No debe quedarse sola -le dijo-, mientras la señorita Leavensworth cena fuera y va a la ópera. Seguro que se sentiría sola y aburrida. Así que cenará conmigo.

– ¿Y después? -Mantuvo las cejas enarcadas.

– Y después disfrutaremos de un suculento postre en mi dormitorio -contestó Constantine.

– ¡Oh! -Parecía estar considerando la posibilidad-. Pero tengo otro compromiso esta noche, señor Huxtable. Qué contrariedad. Tal vez otro día.

– No -repuso él-, nada de otro día. Nada de juegos, duquesa. Si me quiere, será esta noche. No en otro momento, cuando considere que ya me ha torturado bastante.

– ¿Se siente torturado? -quiso saber ella.

– Vendrá esta noche -le dijo- o no lo hará nunca.

La duquesa lo miró en silencio un instante.

– ¡Por el amor de Dios! Creo que lo dice en serio -comentó ella.

– Así es -le aseguró.

Y hablaba en serio. Ya le había advertido que no sería su marioneta. Y aunque el coqueteo era entretenido, no podía alargarse indefinidamente.

– ¡Caray! -exclamó ella-. Me encantan los hombres dominantes e impacientes. Me resulta muy emocionante, ¿sabe? Aunque no tengo intención de dejarme dominar, señor Huxtable. Mucho menos por un hombre. Jamás. Pero creo que voy a tener que decepcionar al caballero a quien prometí ver esta noche. Lo cierto es que solo me ha invitado a cenar, pero sin postre. O sin postre suculento, para ser más exactos. Suena tan delicioso que no me puedo resistir.

– Es un postre que solo puede consumirse en pareja -repuso él-. Y lo consumiremos esta noche. Le enviaré…

La duquesa lo interrumpió justo cuando se percataba de que alguien abría la puerta.

– Pero solo son helechos -la oyó decir con voz desdeñosa-. Puedo ver helechos en cualquier camino de Inglaterra. Quiero ver las orquídeas. Lléveme a verlas, señor Huxtable.

– Será un placer, duquesa -replicó al tiempo que ella se cogía de su brazo.

– Y después puede llevarme a tomar el té en la terraza superior -continuó ella antes de intercambiar los saludos de rigor con el grupo de invitados que entraba en ese momento en el invernadero.

– Las orquídeas están en el tercer invernadero, excelencia -informó la señorita Gorman.

– Ah, gracias. Muy amable. -La duquesa le sonrió-. Hemos empezado por el extremo equivocado.

Y así fue como cerraron el trato, pensó Con mientras salían al sol primaveral en busca de las orquídeas. Tenía una amante para esa temporada social. Un acuerdo muy satisfactorio en muchos aspectos, sobre todo porque la relación se consumaría esa misma noche. Llevaba célibe demasiado tiempo.

Pero… ¿no en todos los aspectos?

¿A pesar de que la duquesa era una criatura hermosa, atractiva y fascinante que al parecer lo deseaba tanto como él la deseaba a ella?

No sabía por qué ese año le parecía distinto a los demás.


«Siempre debes contar con el poder de lo inesperado, amor mío», le dijo el duque en una ocasión a Hannah. «También debes tener en cuenta que no se debe usar con demasiada frecuencia, o de lo contrario ya no será inesperado.»

– Las esmeraldas, por supuesto, Adele -le dijo Hannah a su doncella.

Tenía ropa y joyas de todos los colores alegres imaginables, aunque rara vez se ponía algo que no fuera blanco. Era lo que esperaba la gente de ella: ropa blanca y diamantes. Y, por supuesto, el blanco, incluidas todas las tonalidades posibles, siempre era más llamativo entre la multitud que cualquier color fuerte que los demás llevaran para lucirse. El duque también le había enseñado eso.

Esa noche, sin embargo, no estaría en medio de una multitud.

Y esa noche haría algo inesperado que desequilibraría al siempre seguro Constantine Huxtable.

Esa noche llevaría un vestido de satén verde esmeralda. Tenía un escote muy pronunciado y escandaloso, y brillaba a la luz de las velas a cada movimiento, creando un halo reluciente a su alrededor. Y esa noche iba a ponerse esmeraldas en vez de diamantes.

Y esa noche, lo que era todavía más inesperado, no se había recogido el pelo en la coronilla como acostumbraba, y como acostumbraban la mayoría de las damas. Se lo había recogido en la nuca con un pasador de esmeraldas. Por debajo del pasador, su pelo caía suelto por la espalda, en una desordenada cascada de rizos y ondas.

– No me esperes despierta, Adele -dijo mientras se levantaba del taburete que ocupaba frente al tocador, una vez que comprobó que todas las joyas estaban tal como ella quería-. Volveré muy tarde. Y recuerda que debes darle mi nota a la señorita Leavensworth en mano cuando regrese de la ópera.

– Eso haré, excelencia. -La doncella le hizo una reverencia y salió del vestidor.

Hannah se estudió con ojo crítico en el espejo de pie. Irguió la espalda, cuadró los hombros, levantó la barbilla y esbozó una sonrisa.

Hasta entonces el peinado no acababa de convencerla. Pero en ese momento pensó que había acertado. Aunque de no haberlo hecho, tampoco importaba. Así era como escogía presentarse ante su amante. De modo que era lo acertado.

Su amante. Su sonrisa adquirió un matiz casi burlón.

Constantine Huxtable no la miraría con su habitual expresión inescrutable cuando la viera esa noche. En sus ojos vería el deseo que sabía que sentía.

El demonio estaba a punto de ser domesticado.

Una idea espantosa si se detenía a considerarla. Si lo domesticaba, ¿qué interés podría tener para ella? Un demonio domesticado sería la criatura más patética y miserable del mundo.

Quería un amante. Lo quería todo. Quería todo lo que podía ofrecerle ese mundo de placeres sensuales, aunque para conseguirlo tuviera que descender a los infiernos en busca del mismísimo demonio.

Tenía treinta años. ¿Por qué le parecían muchísimo peor que los veintinueve?

¿Qué le diría Barbara si la viera en ese momento?, se preguntó mientras le daba la espalda al espejo y recogía su capa de color blanco, que estaba doblada sobre el respaldo de un sillón. Se la puso y se la abrochó al cuello antes de cubrirse la cabeza con la capucha. A continuación cogió su ridículo. No llevaría abanico esa noche. No lo iba a necesitar.

Probablemente Barbara no le habría dicho nada. No le habría hecho falta. La miraría con expresión recriminatoria y ligeramente dolida. Seguro que tildaba de inmoralidad lo que estaba a punto de hacer. Aunque ella no era de la misma opinión. Ya no era una mujer casada. Además, su amiga pensaba que estaba a punto de emprender un camino que le partiría el corazón. Una opinión que tampoco compartía. Solo iba a acostarse con un hombre atractivo, muy atractivo, y también muy experimentado. Involucraría todo su cuerpo, salvo el corazón.

Y su cuerpo se alegraría mucho.

No estaba a punto de cometer un error. Cierto que estaba ocurriendo más deprisa de lo que había planeado. Tal vez no debiera haber capitulado tan pronto esa tarde. Su amenaza de no volver a relacionarse con ella si no iba a verlo esa noche seguro que no era real. Además, si lo fuera, ¿qué importaba? Había otros hombres. Sin embargo, había capitulado. Porque al fin y al cabo quería a un hombre dominante, no a un perrito faldero, como Barbara le había dicho.

No, no estaba a punto de cometer un error.

Contempló de nuevo su reflejo. Sí. Cubierta con la capa, volvía a ir toda de blanco.

El carruaje que le había enviado ya la esperaba en la puerta cuando Adele salió en busca de las esmeraldas. Había llegado muy puntual.

Lo que quería decir que ella iba unos quince minutos tarde. Como debía ser.

Salió del vestidor y bajó las escaleras hasta el vestíbulo, donde un criado ataviado con su elegante librea esperaba para abrirle la puerta.

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