Prólogo

A altas horas de la madrugada de aquel 2 de febrero, una fría y persistente llovizna empapaba las agujas de hormigón de Nueva York, envolviéndolas en el denso torbellino de una neblina entre púrpura y rosada. Aparte de algunas apagadas sirenas, la Ciudad que Nunca Duerme se hallaba relativamente tranquila. No obstante, exactamente a las tres y diecisiete minutos de la madrugada, dos acontecimientos casi simultáneos, microcósmicos y básicamente iguales, pero sin ninguna relación entre ellos, tuvieron lugar en lugares opuestos de Central Park; dos acontecimientos que se demostrarían fatídicamente interrelacionados. Uno ocurrió en el ámbito celular; el otro, en el molecular. Aunque las consecuencias biológicas de esos dispares sucesos eran opuestas, en sí mismos estaban destinados a hacer que sus ejecutores, todos desconocidos entre ellos, se enfrentaran violentamente al cabo de menos de dos meses.


El acontecimiento celular sucedió en un momento de intenso placer y supuso la inyección forzosa de algo más de doscientos cincuenta millones de espermatozoides en una cavidad vaginal. Al igual que un grupo de ansiosos corredores de maratón, los espermatozoides se pusieron en marcha a toda prisa, echaron mano de sus reservas de energía y comenzaron una carrera verdaderamente hercúlea contra la muerte; una carrera francamente ardua y peligrosa que solo uno de ellos podría ganar tras haber relegado al resto a una existencia breve y frustrantemente fútil.

La primera tarea consistía en penetrar el tapón mucoso que obstruía la contraída cavidad uterina. A pesar de tan formidable obstáculo, los espermatozoides triunfaron rápidamente en grupo, aunque se trató de una victoria pírrica. Decenas de millones de la primera oleada de gametos sucumbieron en el autosacrificio necesario para desprender las enzimas que portaban con el fin de hacer posible el paso a los demás.

La siguiente ordalía que aguardaba a aquella multitud de diminutos seres vivos consistía en atravesar la relativamente enorme extensión del útero: en cuanto a distancia y peligro, casi equivalían a los de un pequeño pez que nadara de una punta a otra la Gran Barrera de Coral. Pero incluso un obstáculo tan insuperable como ese fue vencido por unos cuantos miles de afortunados y robustos ejemplares que llegaron a las bocas de los oviductos dejando atrás cientos de millones de desafortunadas bajas.

A pesar de todo, la tarea aún no había concluido: una vez dentro de los ondulantes pliegues de los oviductos, los afortunados se vieron impelidos por la quimiotaxis del fluido que descendía de la explosión del folículo ovárico y que anunciaba que en algún lugar, más adelante, tras unos tortuosos y traicioneros doce centímetros, se hallaba el Santo Grial de los espermatozoides: un óvulo recientemente creado y coronado por una nube de células granulosas.

Progresivamente aguijoneados por una irresistible atracción química, los gametos masculinos realizaron lo manifiestamente imposible y se aproximaron a su objetivo. Prácticamente exhaustos por la disminución de sus reservas de energía y con la fortuna de haber evitado material letal y depredadores macrófagos, su número era entonces no inferior al millar y descendía rápidamente. Cabeza contra cabeza, los supervivientes se lanzaron sobre el indefenso y haploide óvulo en una carrera hacia la línea de meta.

Tras una sorprendente hora y veinticinco minutos, el espermatozoide victorioso dio un postrero y desesperado coletazo con su flagelum y colisionó con las células granulosas que rodeaban al huevo. Frenéticamente, se abrió paso entre ellas para que su acrosoma estableciera contacto directo con la densa capa proteínica del huevo y formar así una unión. En ese instante, la carrera concluyó. Como acto postrero y mortal, el espermatozoide vencedor inyectó en el huevo el material nuclear que portaba para formar el pronúcleo masculino.

Los otros dieciséis espermatozoides que habían conseguido llegar al óvulo unos segundos después del vencedor se vieron incapaces de adherirse al alterado recubrimiento proteínico del huevo. Con sus energías agotadas, sus flagela no tardaron en quedar inertes. No había un segundo lugar, y todos los perdedores no tardaron en ser barridos, tragados y apartados por los protectores y maternales macrófagos.

En el interior del huevo ya fertilizado, el pronúcleo femenino y el pronúcleo masculino emigraron el uno hacia el otro. Tras la disolución de sus envoltorios, su material nuclear se fusionó para formar los cuarenta y seis cromosomas necesarios para una célula humana somática. El óvulo se había metamorfoseado en un zigoto. Veinticuatro horas después, en un proceso llamado «segmentación», se dividió en el primer paso de una secuencia programada de acontecimientos que en veinte días empezaría a formar un embrión. Una vida había comenzado.


El acontecimiento molecular supuso la inyección a la fuerza en una vena periférica del brazo de una dosis de más de un trillón de moléculas de una sencilla sal llamada «cloruro potásico» disuelta en un volumen de agua destilada equivalente a un dedal. Los efectos fueron prácticamente instantáneos. Las células que recubrían la vena experimentaron la rápida y pasiva difusión de los indiferentes iones de potasio en su interior que alteraron la carga electrostática necesaria para su vida y funciones. Las delicadas terminaciones nerviosas de las células afectadas enviaron urgentes mensajes de dolor al cerebro como aviso de la inminente catástrofe.

En cuestión de segundos, los iones de potasio corrieron por las grandes venas hacia el corazón, donde fueron lanzados por cada latido hacia la vasta red arterial. Aunque dentro del plasma sanguíneo tuvo lugar una disolución gradual, la concentración seguía siendo incompatible con las funciones celulares. De especial importancia eran las células del corazón, responsables de iniciar los latidos; las del hipotálamo, responsables del impulso de respirar; y los nervios y los husos musculares que transportaban los mensajes. Todos se vieron rápida y adversamente afectados. El ritmo cardíaco descendió velozmente, y las pulsaciones se hicieron más débiles. La respiración se volvió superficial; y la oxigenación, inadecuada. Instantes después, el corazón dejó de latir, iniciando una muerte celular progresiva de todo el cuerpo así como una muerte clínica. Como golpe final, las células moribundas vertieron su carga de potasio en el paralizado sistema circulatorio enmascarando efectivamente la letal dosis original.

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