20

Jack se las había apañado para engañar a Flash con un falso movimiento de cabeza y un quiebro; de modo que, por un momento, este no supo dónde se hallaba su oponente. Cuando comprendió lo que pasaba, Jack ya se había abierto paso hasta situarse bajo el aro. Warren, que había visto la maniobra por el rabillo del ojo, le hizo un pase perfecto. Jack recibió el balón y se dispuso a realizar el sencillo lanzamiento que les permitiría desempatar y ganar el partido. Por desgracia, no fue eso lo que sucedió. Por culpa de un inexplicable error de cálculo de Jack, la pelota no rebotó en el tablero y cayó en la cesta como él pretendía, sino que quedó corta y se encajó entre el tablero y el aro.

El juego se detuvo. Avergonzado por haber errado un lanzamiento tan fácil, Jack tuvo que saltar para liberar el balón. Entonces, y como humillación final, uno de los jugadores contrarios se apoderó de ella, salió de la cancha e hizo un largo pase a Flash, que había aprovechado que Jack estaba bajo el aro para librarse de su marcaje. Jack, que se suponía que debía vigilarlo, tuvo que contemplar con impotencia cómo Flash hacía su lanzamiento en el extremo opuesto de la cancha y no fallaba. El partido se acabó. El equipo de Flash había ganado.

Jack salió de la cancha esquivando los charcos de la acera y deseando que la tierra se lo tragara. Luego, apoyó la espalda en la verja de alambre de una zona seca y se dejó caer hasta quedar sentado con las rodillas en alto. Warren se le acercó sonriendo burlonamente y con las manos en la cintura; tenía quince años menos que Jack, y un cuerpo que no hubiera desmerecido en un anuncio de ropa interior. Siendo como era, competitivo y el mejor jugador de baloncesto del barrio, odiaba perder, y no solo porque eso significara tener que quedarse sentado durante uno o dos partidos. Para él equivalía a una afrenta personal.

– ¿Qué demonios pasa contigo? -preguntó-. ¿Cómo has podido fallar un lanzamiento así? Pensé que habías vuelto a tu nivel de antes, pero la de hoy ha sido una de tus exhibiciones más lamentables.

– Lo siento, tío -repuso Jack-. Supongo que no estaba por el juego.

Antes de sentarse junto a Jack en la misma postura, Warren soltó una breve risotada, como si la respuesta hubiera sido el mayor eufemismo de la temporada. Ante ellos, un nuevo equipo de cinco jugadores se disponía a enfrentarse a Flash y a los suyos. A pesar del mal tiempo y de que era sábado por la noche, se había presentado un montón de gente.

En las últimas semanas, el juego de Jack se había recobrado en parte; pero aquella tarde, la testarudez de Laurie y su actitud de víctima lo habían sacado de sus casillas. Podía comprender los problemas a los que ella se enfrentaba, pero en su opinión, Laurie no tenía ni idea de lo que era ser realmente una víctima. Además de eso, le disgustaba que ella siguiera censurándolo por utilizar un sentido del humor que para él representaba la única defensa contra la amarga realidad a la que tanto el destino como AmeriCare le habían arrojado. Sin embargo, lo peor de todo había sido que ella ni siquiera había querido escuchar lo que él tenía que decirle acerca de su embarazo. Después de que Laurie le comunicara la noticia, Jack no había pensado en otra cosa y deseaba compartir sus reflexiones, tanto las favorables como las negativas. La situación le había llevado a enfrentarse a la posibilidad real de formar una nueva familia y al convencimiento de que hacerlo quizá no le diera tanto miedo como creía, al menos hasta esa tarde, cuando ella se había puesto en plan de víctima exigente. Cada vez que pensaba en la conversación, le costaba creer que ella estuviera «harta y cansada» de hablar de formar familia porque él no recordaba cuándo había planteado Laurie la cuestión antes de irse de su casa.

– ¡Mierda! -exclamó quitándose la cinta de la frente y arrojándola al pavimento.

Warren lo miró con aire interrogativo.

– ¡Tío, estás realmente mal! Deja que lo adivine. Laurie sigue haciendo de las suyas, ¿no?

– Ni te lo imaginas -gruñó Jack. Iba a extenderse sobre el asunto cuando oyó un apagado zumbido. Cogió su mochila, abrió un bolsillo y sacó el móvil, que nunca solía llevar a la cancha a menos que estuviera de guardia; sin embargo, tras su discusión con Laurie, había querido estar localizable por si ella entraba en razón. Cuando vio que tenía un mensaje, verificó la identidad de la llamada.

– Es ella -le dijo a Warren en tono exasperado. Sin saber qué esperar y con escasas esperanzas de un milagro, conectó el buzón de voz. A medida que escuchaba el mensaje se fue incorporando hasta ponerse de pie, boquiabierto. Luego desconectó el móvil y miró a Warren-. ¡Santo Dios, se la han llevado en ambulancia al Manhattan General y la van a operar de urgencia!

Saliendo de su momentáneo estupor, Jack cogió sus cosas.

– ¡Debo cambiarme y salir pitando hacia allí!

Dio media vuelta y echó a correr hacia la salida de la cancha.

– ¡Espera! -llamó Warren yendo tras él.

Jack, conocedor de la gravedad de la ruptura de un embarazo ectópico, no se detuvo ni aminoró la marcha. Cuando el tráfico de la calle lo obligó a detenerse, Warren lo atrapó.

– ¿Qué tal si te llevo? -propuso-. Tengo el coche a la vuelta de la esquina.

– Fantástico -contestó Jack.

– Cuando vuelvas a bajar ese culo tuyo, te estaré esperando aquí sentado.

Jack le hizo un gesto de asentimiento antes de cruzar la calle corriendo. Subió los peldaños de su piso de dos en dos y empezó a quitarse la ropa en el rellano. El resto de su equipo de baloncesto salió volando mientras atravesaba el apartamento, ansioso por llegar al hospital antes de que llevaran a Laurie al quirófano. No le gustaba la idea de que fueran a operarla y aún menos que estuviera ingresada en el Manhattan General.

Mientras bajaba a todo correr, acabó de ponerse la misma ropa que había llevado aquel día. Fiel a su palabra, Warren lo esperaba en su todoterreno negro. Jack saltó al asiento del pasajero, y Warren arrancó haciendo patinar los neumáticos.

– ¿La operación es grave? -preguntó.

– ¡Cómo te lo diría! -repuso Jack, que mientras se anudaba la corbata se reprochó haber reaccionado tal mal al pequeño enfado de Laurie de aquella tarde. Lo que tendría que haber hecho era dejarla protestar sin alterarse, pero le había fallado el autocontrol. De hecho, el autocontrol le fallaba desde que ella se había marchado de su lado.

– ¿Cómo de grave?

– Te lo diré de otra manera: hay gente que se ha muerto de ese problema.

– ¡Joder! -masculló Warren pisando a fondo el acelerador.

Jack se agarró al asidero del techo mientras el vehículo serpenteaba a toda velocidad entre el tráfico para aprovechar el semáforo del cruce con la calle Noventa y siete. Unos minutos más tarde divisaban el Manhattan General.

– ¿Dónde quieres que te deje? -preguntó Warren.

– Sigue los indicadores de Urgencias.

Warren acabó metiendo el morro entre dos ambulancias en la plataforma de descarga, y Jack saltó.

– Gracias, tío.

– Dime cómo va todo -gritó Warren por la ventanilla.

Jack se despidió con la mano mientras echaba a correr, saltaba encima de la plataforma y entraba.

La zona de espera estaba abarrotada de gente. Jack se dirigió directamente hacia las dobles puertas que daban acceso a la zona de urgencias propiamente dicha, pero un fornido policía de uniforme le cerró el paso. El hombre estaba a un lado, pero se situó ante las puertas cuando Jack se acercó.

– Ha de firmar en el mostrador -dijo señalando por encima del hombro de Jack.

Haciendo un esfuerzo por controlarse, Jack sacó la cartera y la abrió. Dentro estaba la placa oficial que lo identificaba como forense. El policía le cogió la mano para examinarla de cerca.

– Lo siento, doctor -dijo cuando reconoció quién era.

Tras echar un vistazo en los cubículos sin conseguir encontrar a Laurie, Jack detuvo a una de las enfermeras que corría por el pasillo llevando un manojo de tubos de ensayo con muestras de sangre. Cuando Jack le preguntó por Laurie mencionando su apellido, la mujer parpadeó como si fuera miope y le señaló una pizarra que había en la entrada y que él no había visto.

– Está en la zona de cuidados intensivos -dijo haciendo un gesto hacia el fondo de la sala-. Habitación veintidós.

Jack halló a Laurie sola en su habitación, rodeada por todo tipo de aparatos e instrumental. Tras ella había un monitor de pantalla plana que registraba sus constantes vitales. Tenía los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre el regazo. De no ser por su palidez, habría sido la viva imagen de un tranquilo reposo. Tras ella, y colgando de un soporte para el gota a gota, había varias botellas y una bolsa con sangre, que fluían en la vía que tenía en el brazo izquierdo.

Jack dio unos pasos y se situó al lado de ella. Reacio a despertarla, pero temeroso de no hacerlo, le puso una mano en la frente.

– Laurie… -dijo en voz baja.

Ella abrió los pesados párpados y sonrió al verlo.

– ¡Gracias a Dios que has venido!

– ¿Cómo te encuentras?

– Teniendo en cuenta lo ocurrido, bastante bien. Ha venido el anestesista y me ha dado no sé qué para antes de la operación. Me van a subir al quirófano. Tenía la esperanza de que llegaras antes de que me llevaran.

– ¿Se trata de una ruptura de embarazo ectópico?

– Eso parece que indican los síntomas.

– No sabes cuánto lamento que tengas que pasar por todo esto.

– Vamos, dime la verdad, ¿para ti no es un alivio?

– No. No es un alivio. Lo cierto es que estoy preocupado. ¿No podemos llevarte a otro hospital? ¿Qué hay del de tu padre?

Laurie sonrió con la serenidad fruto de los tranquilizantes y meneó la cabeza.

– Pedí que me llevaran a otro sitio, pero no ha podido ser. Mi médico solo puede operar aquí. Está segura de que tengo una hemorragia interna, así que no disponemos de mucho tiempo. -Laurie se liberó de la presa de Jack y lo cogió del brazo-. Sé lo que estás pensando, pero me parece bien estar aquí, especialmente ahora que has venido. Aunque en teoría corro el riesgo de convertirme en una víctima y aumentar el número de mi serie, no creo que la posibilidad sea alta. Las circunstancias están a mi favor, especialmente con Najah fuera de juego.

Jack asintió. Sabía que, estadísticamente hablando, Laurie tenía razón; pero era un flaco consuelo, especialmente con un caso tan poco fundado contra Najah. Lo cierto era que no le gustaba que Laurie estuviera en ese hospital, y punto. No obstante, no le quedaba más remedio que resignarse porque, si la trasladaban, corría el riesgo de morir desangrada.

– Estoy bien, de verdad -añadió Laurie-. Me gusta mi médico y confío en ella. Le he preguntado qué iba a pasarme esta noche, y me dijo que después de la opresión me llevarían a la UCPA.

– ¿Y qué demonios es esa «UCPA»?

– La Unidad de Cuidados de Post Anestesia.

– ¿Y qué ha sido de la sala de recuperación?

Laurie sonrió y se encogió de hombros.

– No lo sé. Ahora la llaman UCPA. El caso es que me dijo que seguramente me tendrían allí toda la noche; que antes de darme el alta quiere tenerme vigilada por la cantidad de sangre que he perdido. Ninguno de los casos de mi serie ha ocurrido en Cuidados Intensivos, solo en las plantas normales, de modo que estaré a salvo hasta mañana, y entonces podremos organizar que me trasladen. Mi padre puede hacer que me lleven al University Hospital y, aunque mi médico actual no pueda seguirme hasta allí, mi antiguo ginecólogo lo sustituiría, estoy segura.

Jack asintió. No le gustaba, pero comprendía el punto de vista de Laurie. Además, en términos de instalaciones quirúrgicas, el Manhattan General estaba a la altura de los mejores.

– ¿Estás de acuerdo conmigo? -le preguntó Laurie.

– Eso creo -admitió Jack.

– Bien. Y recuerda: todo esto es además del hecho de que el principal sospechoso está detenido.

– Yo no confiaría demasiado en eso -repuso Jack.

– Si fuera lo único que tenemos, yo tampoco me fiaría, pero al menos me tranquiliza.

– Me alegro, porque es básico que estés tranquila. Me gusta la idea de que vayas a estar en esa UCPA. Eso es seguridad de verdad. Por otra parte, el caso contra Najah es simple conjetura.

– Desde luego -convino Laurie-, y eso me lleva a proponerte algo: no hay motivo para que te quedes aquí de brazos cruzados mientras me operan. ¿Por qué no vuelves a la oficina y echas un vistazo al material que tengo encima de la mesa, especialmente a las listas de Roger? Incluso podrías traérmelo todo aquí. He puesto algunas de mis ideas por escrito, pero sería bueno conocer tu opinión, especialmente si Najah resulta que es inocente.

– ¡Lo siento, pero no tengo intención de marcharme de aquí mientras te operan! -exclamó Jack acaloradamente-. ¡De ningún modo!

– De acuerdo, no te pongas así. Solo era una opinión.

– Gracias; pero no, gracias -reafirmó Jack.

Se produjo una breve pausa en la conversación, y Jack miró el monitor. Le preocupaba que Laurie tuviera la presión tan baja y el pulso tan alto, pero se alegró de ver que ambos se mantenían estables.

– Jack -dijo Laurie cogiéndole el brazo con más fuerza-, lamento haber estado tan irritable esta tarde. Me equivoqué al no dejarte hablar. Te pido disculpas.

– Disculpas aceptadas -contestó Jack, mirándola de nuevo-. Y yo lamento haber estado tan susceptible. Tenías razones sobradas para estar alterada. El problema es que yo también lo estoy, aunque eso no sea una excusa.

– ¡Bueno, Laurie! -dijo Laura Riley cuando esta entró en el cuarto-, el quirófano está listo. Solo te necesitamos a ti.

Laurie le presentó a Jack como su colega forense. Laura se mostró cortés, pero abrevió la conversación diciendo que había que empezar lo antes posible porque ya se habían retrasado bastante esperando que hubiera un quirófano libre.

– ¿Le parece bien si me quedo de observador? -preguntó Jack.

– No -dijo Laura sin vacilar-. No creo que sea buena idea. Pero, dado que es el turno de noche, seguramente podré llevarle a la sala de médicos para que espere allí. Con eso me salto las normas, pero teniendo en cuenta que usted también es médico… Así podré tenerlo informado tan pronto nos hayamos ocupado de Laurie. Todo esto suponiendo, naturalmente, que ella esté de acuerdo.

– A mí me parece bien -aseguró Laurie.

– Acepto el ofrecimiento de la sala de médicos -dijo Jack-, pero antes quizá sería buena idea que donara un poco de sangre. Laurie y yo tenemos el mismo grupo sanguíneo, y si va a necesitar una transfusión me gustaría ser el donante.

– Eso es muy generoso por su parte -contestó Laura-. Es probable que la necesitemos. Ahora subamos a Laurie al quirófano y dejémosle a usted instalado. -Hizo un gesto al ordenanza, que desbloqueó la camilla y la empujó hacia el pasillo.


– Usted perdone -dijo en tono perentorio una voz con marcado acento.

Jazz se detuvo y dio media vuelta. Se trataba del propietario de la tienda de comestibles de Columbus Avenue que ella solía frecuentar. El hombre también le había dado unos golpecitos en el brazo mientras hablaba.

– Se ha olvidado de pagar -añadió señalando la bolsa de lona que Jazz llevaba colgada del hombro.

Una aviesa sonrisa apareció en el rostro de Jasmine Rakoczi. Calculó que aquel raquítico sujeto no pasaría de los cincuenta kilos; y, sin embargo, allí estaba, abordándola en pleno Columbus Avenue. Resultaba increíble la cara dura que la gente le echaba a la vida cuando no tenía con qué respaldarla. Desde luego, cabía la posibilidad de que estuviera ocultando una pistola, pero Jazz lo dudó porque el hombre llevaba un pulcro mandil blanco atado a la cintura que le impedía meterse las manos en los bolsillos.

– Ha cogido usted leche, pan y huevos; pero no ha pagado -consiguió articular el hombre haciendo un gesto desafiante con el mentón.

En opinión de Jazz, no cabía duda de que estaba muy enfadado y dispuesto a pelear, cosa que no tenía sentido a menos que fuera una especie de cinturón negro de alguna desconocida especialidad de arte marcial. Ella era más corpulenta y a todas luces estaba en mejor forma. Además, en su mano derecha, oculta en el bolsillo, sujetaba su Glock.

– ¡Vuelva usted a la tienda! -ordenó el hombrecillo.

Jazz miró instintivamente a su alrededor. Nadie parecía prestarles atención; sin embargo, eso cambiaría si montaba una escena. Aun así, se sintió tentada. Miró nuevamente al tendero; pero, antes de que pudiera hacer nada, la Blackberry empezó a vibrar en su bolsillo izquierdo. Normalmente solía dejarla conectada mientras salía a pasear.

– Un momento -dijo Jazz mientras la sacaba.

Una más amplia y sincera sonrisa le surcó el rostro cuando vio que se trataba de un mensaje del señor Bob. Después de haber recibido tres nombres en los dos últimos días, no esperaba otro; pero ¿por qué si no iba a ponerse en contacto con ella a la hora en que solía enviarle los nombres? Rápidamente abrió el mensaje.

– ¡Bien! -exclamó. Allí, en la pantalla aparecía un nombre: «Laurie Montgomery». Sacó la mano derecha del bolsillo e hizo un gesto al tendero con el pulgar hacia arriba. No podía estar más contenta. Otros cinco mil dólares estaban camino de su cuenta, lo cual significaba que en tres noches había ganado la desorbitada cantidad de veinte mil dólares.

– Mi mujer llamará a la policía si no vuelve y paga -insistió el hombre.

Con la inesperada llegada de otros cinco mil dólares a su cuenta, Jazz experimentó un súbito arranque de generosidad impropio de ella.

– ¿Sabe? Ahora que me lo dice, creo que tiene razón y que me he marchado sin pagar. ¿Por qué no volvemos y saldamos la cuenta?


Las ruedas del avión golpearon la pista de aterrizaje, y el fuselaje se estremeció por el impacto. El ruido y la vibración arrancaron a David Rosenkrantz de las profundidades del sueño. Momentáneamente desorientado, tardó unos segundos en centrarse. Volvió la cabeza y miró por la ventanilla salpicada de lluvia. Acababa de aterrizar en La Guardia, y las luces del aeropuerto apenas resultaban visibles a través de la llovizna.

– Una buena noche para las ranas -dijo una voz-. Dijeron que iba a llover hasta alrededor de las diez y, por una vez, parece que han acertado.

David se volvió hacia el hombre sentado a su lado. Era un estirado sujeto de mediana edad, con gafas sin montura, vestido con camisa y corbata, igual que David. Robert había insistido en que debía llevar ropa de hombre de negocios porque, según explicó, confería un aire de legitimidad a la operación. A David le gustaba porque tenía la impresión de pasar más inadvertido. Con tanto volar de un lado a otro, parecía un hombre de negocios como los demás.

El compañero de asiento de David se había inclinado hacia delante para mirar por la ventanilla.

– ¿Está de regreso a casa o viene por negocios? -preguntó. No había pronunciado una palabra durante todo el vuelo porque se había pasado todo el tiempo concentrado en su ordenador.

– Por negocios -contestó David sin extenderse más.

No le gustaba especialmente charlar con sus compañeros de viaje porque las conversaciones acababan derivando invariablemente hacia cuál era su profesión. En alguna ocasión, obligado por las circunstancias, había dicho que era asesor de sanidad; y eso había salido bien hasta que un día se topó con un compañero de viaje que se dedicaba precisamente a eso; el resto de la conversación se había hecho francamente incómodo, y solo lo había salvado la oportunidad de desembarcar.

– Yo también he venido por negocios -dijo el hombre estirado-. Software para ordenadores. Y diga, ¿dónde se aloja? Si se dirige a Manhattan quizá podríamos compartir un taxi. Cuando llueve en Nueva York no son fáciles de encontrar.

– Es muy amable por su parte -repuso David-, pero todavía tengo que arreglar algunas cosas. Este viaje lo tuve que improvisar en el último minuto.

– Puedo recomendarle el Marriott -insistió el hombre-. Casi siempre tienen habitaciones disponibles los fines de semana, y está en un sitio muy céntrico.

David sonrió lo mejor que pudo.

– Lo recordaré; pero no voy directo al centro. Tengo que hacer una parada aquí primero, en Queens. -Había planeado coger un taxi hasta Long Island City, donde le pediría al taxista que esperase mientras recogía la pistola.

«Recuerda, esa tigresa suele llevar siempre pistola -le había dicho Robert-, de modo que no le des demasiadas oportunidades. Mejor dicho: no le des ninguna. Todo el problema viene precisamente de que no tiene el menor escrúpulo para usarla.»

David había asentido ante aquel consejo no solicitado. De todas maneras no necesitaba que se lo advirtieran. Era un profesional que llevaba años haciendo aquello. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel. La dirección era: «1421, Vernon Avenue, Long Island City». Se preguntó qué clase de sitio sería, y también si no tendría problemas a la hora de recoger la pistola. Durante un reciente viaje a Chicago, el proveedor había sido detenido por cargos no relacionados con el arma y se había paralizado toda la operación, lo que le obligó a quedarse cinco días más en la Ciudad del Viento. Confiaba en que no se repitiera la misma pifia en Nueva York, ya que estaba impaciente por poder regresar a St. Louis.

Miró las demás direcciones que tenía anotadas en el papel. Eran las del piso de Jasmine Rakoczi y de su gimnasio, ambos en el Upper West Side.

– ¿Dónde está el Marriott? -le preguntó a su estirado compañero de viaje, que estaba ocupado guardando el ordenador en su respectivo maletín.

– En Times Square -contestó el hombre.

– ¿Y eso se encuentra en el West Side?

– Desde luego que sí, justo al lado de la zona de los teatros.

David decidió no olvidarlo. Su plan consistía en recoger la pistola y buscar un hotel. Tras haber pasado varias noches en la costa Oeste, se sentía agotado y deseaba poder dormir a pierna suelta. Luego, ya buscaría la mejor manera de despachar a la tal Rakoczi. Lo mejor de su misión era acordarse del aspecto que tenía. Robert le había dicho que era uno de los mejores cuerpos que había visto, e indiscutiblemente Robert tenía buen gusto. David tenía planeado comprobarlo con sus propios ojos, y eso significaba que su piso sería la apuesta más segura.

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