7

Con un profundo bostezo que la hizo lagrimear, Laurie dejó el bolígrafo, se estiró y contempló el resultado de su labor. En una hoja de papel cuadriculado había trazado un esquema en cuyo margen izquierdo figuraban los nombres de los cuatro pacientes de su supuesta serie; en la parte superior y distribuidos en columnas figuraban los parámetros que consideraba relevantes de los casos y que incluían: edad, sexo del paciente, tipo de cirugía, nombre del cirujano, del anestesista, tipo de anestesia empleada, sedantes y calmantes recetados, dónde había sido ingresado el paciente, cómo había sido encontrado y por quién, quién había realizado la autopsia, las patologías relevantes descubiertas y los resultados de Toxicología.

En esos momentos, Laurie tenía hechas anotaciones preliminares en todas las casillas salvo en las que se referían a los nombres de los cirujanos y anestesistas, el tipo de anestesia y medicación empleada, los resultados de Toxicología de los dos casos que había enviado y la patología relevante en el caso de Darlene Morgan. Para completarlas, iba a necesitar los historiales del hospital y la constante cooperación de Maureen y Peter. En las casillas de Toxicología de los dos casos de Kevin y George, Laurie había escrito: «Negativa. Pendiente de más pruebas».

Una información relativamente importante, que se desprendía del esquema y que ya había llamado su atención, refutaba su teoría del asesino múltiple: los casos no se habían dado en el mismo pabellón. Dos de los pacientes habían ingresado en el de cirugía general, mientras que los otros lo habían hecho en el de traumatología y en el de neurocirugía. Dado que ninguno de ellos había sido operado de neurocirugía, y puesto que uno de los casos de traumatología había pasado por cirugía general, Laurie había llamado a Admisiones del Manhattan General. La explicación había resultado de lo más sencilla: el hospital funcionaba a plena capacidad, y las camas se asignaban con frecuencia al margen del tipo de cirugía.

Laurie se había convertido en una máquina de investigar a sus cuatro pacientes desde el momento en que había dejado a Jack en la sala de identificación. Su motivación era doble: por una parte estaba su necesidad de hallar una distracción para sus problemas personales, tal como Jack había supuesto acertadamente; eso no había cambiado. Lo que sí había cambiado era su deseo de justificar que su intuición con respecto a esos casos no se basaba en la simple coincidencia. El despreocupado rechazo de su idea por parte de Jack le había parecido despectivo y presuntuoso.

Primero había ido a Histología, a ver a Maureen, que se mostró encantada de entregarle en menos de veinticuatro horas un conjunto de secciones microscópicas teñidas con hematoxilina. Con la carga de tener que ocuparse de ocho mil autopsias al año, un servicio de diapositivas de histología de un día para otro era algo desconocido. Laurie le dio las más efusivas gracias por las molestias y se llevó las diapositivas a su despacho, donde las estudió a fondo. Como había sospechado, no halló patología general alguna; en concreto, comprobó que el corazón estaba perfectamente normal. No había indicios de inflamación presente o pasada del músculo cardíaco ni de los conductos coronarios y tampoco vio anomalías en las válvulas ni en el sistema de conducciones.

Luego, había bajado al tercer piso, al laboratorio de Toxicología donde tuvo el pequeño disgusto de tropezarse con John de Vries. Gracias al mal ambiente que había entre los dos y al hecho de que Laurie se hallaba en su territorio, él le preguntó sin miramientos qué estaba haciendo paseándose por su laboratorio. Dado que no quería complicar la vida a Peter, Laurie tuvo que echar mano de la inventiva, y, como se hallaba cerca de un espectrómetro de masa, contestó que nunca había comprendido del todo cómo funcionaban aquellos aparatos y deseaba saber algo más. Apaciguado, De Vries le entregó unos cuantos documentos antes de excusarse y dirigirse al laboratorio de serología.

Laurie encontró a Peter en su liliputiense despacho desprovisto de ventanas. Cuando él la vio, los ojos se le iluminaron. Aunque Laurie no recordaba a Peter de antes de su incorporación al departamento, él sí se acordaba de ella, de cuando ambos estaban en la Wesleyan University, a principio de los años ochenta. Él iba dos cursos detrás de ella.

– He hecho una exploración toxicológica a McGillin, pero no encuentro nada -le dijo Peter-. No obstante, debo advertirte que a veces ciertos compuestos pueden ocultarse en los picos y valles de los gráficos de lectura, especialmente si la concentración es muy baja. Sería de gran ayuda si me pudieras dar una pista de lo que andas buscando.

– Desde luego -repuso Laurie-. Dado que las autopsias de esos pacientes sugieren que ambos sufrieron una muerte muy rápida, sus corazones tuvieron que dejar de bombear sangre bruscamente. Quiero decir que en un momento dado todo iba bien y, al instante siguiente, ya no había circulación. Eso significa que debemos eliminar toxinas cardíacas como la cocaína y los digitálicos, además de otras drogas capaces de alterar el ritmo cardíaco ya sea afectando el centro que inicia los latidos o el sistema conductivo que envía el impulso al corazón. Por si fuera poco, debemos descartar los medicamentos utilizados para el tratamiento de los ritmos cardíacos anormales.

– ¡Vaya! Eso hace una larga lista -comentó Peter-. La cocaína y los digitálicos los habría visto porque sé dónde mirar en la lectura y son necesarios en grandes dosis para conseguir lo que me has contado. Con respecto a los otros, no lo sé; pero seguiré buscando.

A continuación, Laurie le preguntó sobre Solomon Moskowitz y Antonio Nogueira, cuyas autopsias habían sido hechas unas semanas antes. Le contó que ambos casos eran idénticos al de McGillin. Utilizando su contraseña y el ordenador, Peter accedió al banco de datos del laboratorio. Ambas exploraciones habían resultado normales; pero, teniendo ya una idea de lo que buscaba, se ofreció a repetirlas.

– Una cosa más -le pidió Laurie cuando se disponía a marcharse-. Esta mañana me he ocupado de otro caso cuyas muestras están en camino. De nuevo, se parece curiosamente a los demás; lo cual me hace pensar que algo raro ocurre en el Manhattan General. Ya que no he podido encontrar ninguna patología, me temo que la responsabilidad de descubrir qué ha sido va a recaer en ti.

Peter le dijo que haría todo lo posible.

Tras su visita a Toxicología, Laurie había subido al despacho de George Fontworth para echar una mirada al expediente de Nogueira. George la sorprendió entregándole una copia con un resumen de lo más significativo. Por su parte, Kevin no se mostró tan entusiasta, aunque tampoco puso objeciones a que ella hiciera copias. De regreso a su despacho con todo el material, Laurie lo había repasado a fondo, rellenando las casillas del esquema a medida que iba avanzando.

Cogiendo la hoja con el esquema y haciendo girar su silla, Laurie esperó a que Riva acabara la conversación que mantenía con un médico local sobre el caso de atropello y fuga de aquella mañana.

– Echa un vistazo a esto -le dijo tendiendo la hoja a su compañera de despacho tan pronto como esta hubo colgado.

– Te veo muy trabajadora. Es una manera estupenda de organizar la información.

– Estoy fascinada por este rompecabezas -admitió Laurie-. Y también estoy decidida a resolverlo.

– Supongo que por eso te alegró tanto no hallar patologías en Morgan, porque significaba que tenías otro caso.

– ¡Exacto!

– Así pues, llegados a este punto, ¿qué opinas? -preguntó Riva-. Con tantos esfuerzos, deberías haberte hecho ya una idea.

– Y creo que la tengo. Me parece evidente que el mecanismo de la muerte fue fibrilación ventricular en los cuatro casos. La causa es otra historia, lo mismo que el tipo.

– Te escucho.

– ¿Estás segura de que quieres saberlo? Le comenté mis ideas a Jack y se mostró de lo más displicente.

– Ponme a prueba.

– De acuerdo. En pocas palabras, habiendo llegado a la conclusión de que el mecanismo de la muerte es fibrilación ventricular o muerte cardíaca, y puesto que los corazones aparecían estructuralmente normales, la muerte ha tenido que ser causada por alguna droga que produzca arritmia.

– Eso parece bastante razonable -dijo Riva-. ¿Y qué hay del tipo de muerte?

– Esa es la parte más interesante -contestó Laurie. Se inclinó hacia delante y bajó la voz como si temiera que alguien pudiera oírla-. Creo que se trata de un asesinato. En otras palabras, creo que me he tropezado con el trabajo de un asesino múltiple en el Manhattan General.

Riva empezó a decir algo, pero Laurie la interrumpió con un gesto de la mano y moderó el tono de voz.

– Cuando consiga los historiales clínicos podré completar el esquema, que contendrá los medicamentos del pre y del postoperatorio, y el agente anestésico. Entonces volveremos a hablar y me darás tu respuesta. Personalmente, no creo que esa información extra vaya a suponer ninguna diferencia. Me parece una coincidencia excesiva que en el espacio de unas pocas semanas se den cuatro casos de fibrilación ventricular que no pueda recuperarse con equipos de reanimación en cuatro sujetos jóvenes y sanos que acaban de salir de una operación en el mismo hospital y han seguido el mismo protocolo.

– Es un hospital muy grande, Laurie -comentó Riva, que no quería discutir.

Laurie dejó escapar un audible suspiro. Estaba tan sensible que había considerado el tono de Riva condescendiente y parecido al de Jack. Arrebató con brusquedad la hoja de manos de Riva.

– Se trata solamente de mi opinión -comentó esta al ver la reacción de su compañera.

– Y tienes derecho a opinar -replicó Laurie, haciendo girar su silla y dándole la espalda.

– No era mi intención molestarte -dijo Riva.

– No es culpa tuya -contestó Laurie sin volverse-. Últimamente estoy un poco irritable. -Se volvió y la miró-. Pero deja que te diga una cosa: lo que hizo que aquella serie de asesinatos en las instituciones sanitarias durara tanto tiempo fue que nadie sospechó.

– Creo que tienes razón -repuso Riva sonriendo, pero Laurie no le devolvió el gesto conciliador, sino que se dio la vuelta y descolgó el teléfono. Quizá compartir sus ideas con Jack y Riva no hubiera resultado como esperaba, pero el hecho de expresarlas en voz alta le había ayudado a enfocarlas y la había convencido aún más de que estaba en lo cierto. Las objeciones de sus amigos no habían alterado su opinión. En esos momentos se sentía todavía más convencida de su teoría del asesino múltiple. En ese sentido, comprendía que a pesar de que pudiera resultar prematuro por falta de pruebas definitivas, era responsabilidad suya que el Manhattan General fuera informado. Desgraciadamente, sabía por amarga experiencia que no le correspondía a ella tomar una decisión semejante, sino que debía de salir de Administración y pasar por Relaciones Públicas. En consecuencia marcó la extensión de Calvin Washington y pidió a Connie Egan, su secretaria, que le hiciera un hueco.

– El subdirector está a punto de salir para una comida con la Junta Consultiva -le avisó Connie-. Si quieres verlo te aconsejo que bajes enseguida. De lo contrario, tendrás que esperar a después de las cuatro y aun así dependerá de si vuelve, cosa que no puedo garantizar.

– Voy para allá -contestó Laurie colgando el auricular y poniéndose en pie.

– Buena suerte -le dijo Riva, que había escuchado la conversación.

– Gracias -contestó Laurie con escasa sinceridad y cogió el esquema.

– No te lleves un chasco si te encuentras que Calvin es todavía más escéptico que yo -le comentó Riva-. Puede que te arranque la cabeza por esa idea tuya de los asesinatos. Recuerda que tiene debilidad por el Manhattan General porque hizo allí sus prácticas en la época en que el hospital estaba vinculado a la universidad.

– Lo tendré en mente -gritó Laurie mientras se alejaba. Se sentía culpable por su actitud hacia Riva. Estar de tan malhumor no era propio de ella, pero no podía evitarlo.

Por miedo de no encontrar a Calvin decidió no perder tiempo. Cogió el ascensor y en menos de cinco minutos entraba en la zona de Administración. Había un grupo de gente sentada en un diván esperando para ver al jefe, cuya puerta se encontraba cerrada y vigilada por Gloria Sanford, su secretaria. Laurie recordaba haber estado sentada allí mientras esperaba que le echaran un rapapolvo por haber hecho lo que en ese momento pretendía evitar yendo a ver a Calvin. Cuando empezó, Laurie había sido mucho más tozuda y menos política.

– Puedes entrar -le dijo Connie cuando la vio acercarse.

La puerta de Calvin estaba entreabierta, y él se encontraba hablando por teléfono con las piernas apoyadas en una esquina del escritorio. Al entrar Laurie, le hizo gestos para que se sentara en una de las sillas que tenía delante. Ella contempló la familiar estancia. Tenía la mitad del tamaño de la de Bingham y no daba a la sala de reuniones; aun así, resultaba gigantesca comparada con el espacio que ella tenía que compartir con Riva. Las paredes estaban cubiertas con la habitual colección de diplomas y fotos con las autoridades de la ciudad.

El subdirector concluyó su conversación, que, por lo que Laurie había podido entender, tenía que ver con el almuerzo de la Junta Consultiva. El Consejo había sido creado por el alcalde casi veinte años antes para hacer que el Departamento de Medicina Legal fuera menos dependiente del ejecutivo y la policía.

Calvin dejó caer sus gruesas piernas al suelo y contempló a Laurie a través de sus nuevas gafas progresivas y sin montura. Laurie se puso tensa. Gracias a sus pequeños problemas de la infancia con las figuras masculinas de autoridad, Calvin siempre la había intimidado más que Bingham. Se debía a la combinación de su imponente presencia física, a su legendario y explosivo temperamento, a sus fríos y negros ojos y a su ocasional machismo. Al mismo tiempo, lo sabía capaz de un comportamiento cálido y caballeroso. Lo que la preocupaba en cualquier encuentro era qué faceta dominaba.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -empezó diciendo Calvin-. Por desgracia ha de ser breve.

– Solo será un momento -le aseguró Laurie entregándole el esquema que había preparado. A continuación le hizo un resumen de la historia de los cuatro casos a medida que se habían presentado, seguido de sus conclusiones acerca del posible mecanismo, causa y tipo de muerte. Solo tardó unos minutos, y cuando hubo terminado guardó silencio.

Calvin seguía estudiando el diagrama. Al final, levantó la mirada. Tenía las cejas arqueadas. Echándose hacia atrás en la butaca -que protestó con un crujido- apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos mientras meneaba la cabeza lentamente.

– Supongo que mi primera pregunta debe ser por qué me está contando esto cuando ninguno de esos casos se ha cerrado aún.

– Básicamente porque pensé que querría poner al corriente a alguien del Manhattan General acerca de lo que pensamos. Para que sepan de nuestras sospechas.

– ¡Alto ahí! -tronó Calvin echando un rápido vistazo a su reloj, cosa que a Laurie no le pasó inadvertida-. En todo caso les estaríamos advirtiendo de sus sospechas, no de las mías. Me sorprende, Laurie. Está recurriendo a información inadecuada para llegar a conclusiones ridículas y precipitadas. -Golpeó la hoja de papel con el dorso de la mano-. Me está proponiendo que difunda unas especulaciones que podrían resultar sumamente perjudiciales para el Manhattan General si cayeran en las manos equivocadas, cosa que ocurre con lamentable frecuencia. Incluso podrían desencadenar el pánico. Aquí, en Medicina Legal, trabajamos con hechos, no con fantasías caprichosas. ¡Esto podría poner en tela de juicio nuestra credibilidad!

– Mi intuición en este asunto es clara -replicó Laurie.

Calvin golpeó la mesa con la palma de la mano, y algunos papeles salieron volando.

– ¡Mi paciencia con la intuición femenina es cero, si es de eso de lo que hablamos! ¿Qué cree que es esto, un club femenino? ¡Somos una organización científica! ¡Tratamos con hechos, no con corazonadas ni suposiciones!

– Pero aquí estamos hablando de cuatro casos ocurridos en dos semanas que no tienen explicación -gruñó Laurie por lo bajo. Según parecía, había despertado el machismo latente en Calvin.

– Sí, pero ¿sabe cuántos casos tratan en el Manhattan General? ¡Miles! Y ocurre que sé que en esa institución tienen un índice de mortalidad que está muy por debajo del límite del tres por ciento. En lugar de venirme con una historia demencial y sin pruebas sobre un asesino múltiple, vuelva con datos irrefutables de Toxicología o con pruebas de electrocución por bajo voltaje y la escucharé.

– No fueron electrocutados -replicó Laurie, que en cierto momento había considerado esa posibilidad ya que el voltaje normal de 110 V era capaz de provocar una fibrilación ventricular. No obstante, había descartado la idea porque los pacientes no habían sido tratados con aparatos eléctricos. Quizá alguno hubiera tenido contacto con algún equipo defectuoso, pero sin duda no los cuatro, especialmente si se tenía en cuenta que ninguno de ellos había estado conectado a un monitor.

– ¡Solo pretendo subrayar lo que digo! -bramó Calvin. Se levantó bruscamente, haciendo que su silla rodara hacia atrás y golpeara la pared, y devolvió la hoja a Laurie-. ¡Si tan motivada está, váyase y consiga hechos! Yo no tengo tiempo para estas bobadas. He de asistir a una reunión donde se abordan problemas de verdad.

Incómoda por haber sido reprendida como una colegiala, Laurie salió a toda prisa de Administración. La puerta del despacho de Calvin había quedado abierta durante la conversación, y los que esperaban para ver a Bingham la vieron marcharse con rostros inexpresivos. Laurie prefería no imaginar qué pensarían de lo que habían oído. Se sintió aliviada de poder aprovechar un ascensor vacío para recobrar la compostura. Tal como le había confesado a Riva, en esos momentos se sentía frágil. En circunstancias normales habría pasado por alto la áspera respuesta de Calvin a sus preocupaciones. Sin embargo, si sumaba lo ocurrido a las reacciones de Jack y Riva, no podía evitar sentirse como una Casandra cualquiera. Le costaba creer que gente a la que respetaba tanto no pudiera ver lo que para ella estaba tan claro.

De vuelta a su despacho, se dejó caer en su silla y durante un momento hundió el rostro entre las manos. Se sentía bloqueada. Necesitaba más información, pero no podía hacer nada hasta que llegaran los historiales del Manhattan General por el conducto reglamentario. No había forma de acelerar el sistema. Aparte de eso, también estaba obligada a esperar que Peter obrara su magia con la cromatografía gaseosa y el espectrómetro de masas. Al margen de que al día siguiente le llegara otro caso parecido, cosa que no le apetecía nada, no tenía nada que hacer.

– Deduzco que tu entrevista con Calvin no ha dado el resultado que esperabas -comentó Riva.

Laurie no respondió. Se sentía aún más irritable que antes. Desde niña siempre había buscado la aprobación de las figuras investidas de autoridad y le sentaba fatal no conseguirla. La reacción de Calvin había sido la gota que hacía rebosar el vaso y le hacía sentir que se le escapaban las riendas de los distintos aspectos de su vida. Primero, estaba lo de su situación con Jack; luego, lo de su madre y el problema con el BRCA-1; y por último hasta su trabajo le parecía que iba de mal en peor. Para terminar, se sentía físicamente agotada tras dos noches casi sin dormir.

Suspiró. Debía recobrar el control. Pensar en el problema del BRCA-1 le recordó que había convenido con Jack que llamaría a su antigua amiga Sue Passero y se haría la prueba del marcador. En aquel momento, no había sido del todo sincera porque no estaba completamente decidida, de manera que su aquiescencia había sido más una forma de apaciguar la inesperada insistencia de Jack que una verdadera decisión. Sin embargo, de repente vio la idea bajo una nueva luz, y salir del trabajo aunque solo fuera durante unas horas se le antojó conveniente. También pensó que así podría matar dos pájaros de un tiro. Conociendo a Sue como la conocía, estaba convencida de que, mientras le hacían las pruebas, podría transmitir sus inquietudes sobre la posible existencia de un asesino múltiple a alguien del hospital para que así estuvieran sobre aviso sin necesidad de citarla a ella o al departamento como fuente.

Buscó en su agenda el número del despacho de Sue y la llamó. Habían sido buenas amigas tanto en el instituto como en la facultad y, puesto que ejercían en la misma ciudad, solían verse y comer juntas una vez al mes. Siempre se prometían hacerlo más a menudo, pero por alguna razón nunca lo conseguían.

Laurie habló con una de las secretarias de la clínica donde trabajaba Sue y preguntó por ella. Su intención era dejarle un mensaje para que la llamara cuando le fuera bien; pero, cuando la secretaria le preguntó quién llamaba, y ella contestó: «La doctora Montgomery», le cortó la línea y la siguiente voz que Laurie escuchó a través del teléfono fue la de su amiga.

– Qué agradable sorpresa -dijo Sue alegremente-. ¿Qué me cuentas?

– ¿Dispones de un minuto para que charlemos?

– ¿De un minuto? ¿Qué tienes en la cabeza?

Laurie le contó que necesitaba hacerse las pruebas para el BRCA-1 por motivos que le contaría más tarde. También le dijo que había cambiado a AmeriCare pero que no había tenido tiempo de buscar un médico de cabecera.

– No hay problema. Ven cuando quieras. Puedo hacerte un volante y mandarte al laboratorio.

– ¿Qué tal hoy?

– ¿Hoy? Perfecto. Ven para acá. ¿Has almorzado?

– Todavía no. -Laurie sonrió: iban a ser tres pájaros de un tiro.

– Bueno, pues mueve tu trasero hasta aquí. La comida de la cafetería no es para echar cohetes, pero la compañía será agradable.

Laurie colgó y cogió su abrigo de detrás de la puerta.

– Creo que haces bien haciéndote las pruebas -le dijo Riva.

– Gracias -contestó Laurie mirando su escritorio para asegurarse de que no se olvidaba nada.

– Espero que no te hayas molestado conmigo -comentó su amiga.

– Claro que no -dijo Laurie poniéndole amistosamente la mano en el hombro-. Ya te he dicho que estoy sensible estos días y que todo me afecta más de lo que debería. Sea como sea, tú no eres mi secretaria, pero te agradecería si pudieras cogerme los mensajes, en especial si son de Peter o Maureen. Te lo compensaré.

– No seas tonta. No tengo inconveniente en responder a tu teléfono. ¿Volverás por la tarde?

– Desde luego. Va a ser un almuerzo rápido y un simple análisis de sangre, aunque de paso puede que vaya a saludar a mi madre. De todos modos, me llevo el móvil por si me quieres llamar.

Riva se despidió con un gesto de la mano y siguió trabajando.

Laurie salió por la puerta que daba a First Avenue. El aire era gélido. La temperatura había ido bajando a medida que avanzaba el día, de modo que hacía más frío que cuando había salido a trabajar por la mañana. Se subió la cremallera hasta la barbilla mientras descendía los peldaños y tiritó ligeramente mientras esperaba en la acera a que pasara un taxi.

El trayecto hasta el Manhattan General fue un poco más largo que el del día anterior hasta el University Hospital. Ambas instituciones se encontraban en el Upper East Side y a una distancia similar de su trabajo, pero el General estaba situado un poco más al oeste y se extendía a lo largo de Central Park. Ocupaba más de una manzana entera y contaba con varias pasarelas para peatones que se extendían sobre las calles circundantes para conectar con los edificios exteriores. El complejo había sido construido a trancas y barrancas a lo largo de todo un siglo, de manera que las distintas alas tenían cada una un estilo arquitectónico propio. La más reciente y con la silueta más actual, bautizada con el nombre de su promotor, Samuel B. Goldblatt, estaba adosada a la parte de atrás de la estructura principal y sobresalía en ángulos rectos. Se trataba del ala VIP, la equivalente del ala del University Hospital donde estaba su madre.

Laurie conocía el camino por haber estado en el Manhattan General varias veces, incluidas sus visitas a Sue, lo cual era una ayuda puesto que siempre estaba abarrotado. Se dirigió directamente al edificio Kaufmann, de pacientes externos. Una vez dentro, caminó hasta el Departamento de Medicina Interna y preguntó por su amiga en el mostrador de información. Cuando se identificó, la secretaria le entregó un sobre. Dentro había un volante para una exploración del marcador del BRCA-1, así como una nota de Sue. La nota le indicaba en qué lugar del primer piso del edificio principal se hallaba el laboratorio de genética; también tenía instrucciones para que Laurie pasara antes por Admisiones. Como nuevo miembro de AmeriCare, debía dotarse de su tarjeta del hospital. Las últimas indicaciones de la nota le decían que debía ir directamente a la cafetería cuando hubiera acabado y que Sue se reuniría con ella allí.

Conseguir la tarjeta del hospital le llevó más tiempo que hacerse el análisis de sangre, pues tuvo que entrevistarse con uno de los representantes del servicio a clientes. Aun así, solo tardó un cuarto de hora y pronto estuvo de camino al laboratorio del primer piso. Las instrucciones de Sue eran precisas y Laurie encontró sin dificultad el laboratorio de diagnósticos genéticos. Dentro reinaba una tranquilidad que contrastaba con el resto del hospital. Una suave música clásica salía de los altavoces de las paredes, y una serie de reproducciones de Los lirios de Monet del Museo de Arte Moderno adornaba las paredes. No había ningún paciente en la sala de espera cuando Laurie entregó el volante a la recepcionista. Saltaba a la vista que las pruebas genéticas entendidas como algo cotidiano todavía estaban en sus inicios, pero Laurie sabía que la situación no tardaría en cambiar; y con ella, la medicina en general.

Sentada en la zona de espera, se vio nuevamente obligada a enfrentarse a la realidad de lo que podía estar albergando en lo más profundo de su ser. Pensar que podía ser portadora del instrumento de su muerte en forma de gen mutado resultaba una inquietante revelación. Se trataba de una especie de suicidio inconsciente o de un mecanismo de autodestrucción incorporado, y esa era la razón de que hubiera evitado deliberadamente pensar en él. ¿Daría positivo o negativo? No lo sabía, y hallarse en el hospital hacía que se sintiera como si estuviera en las apuestas, algo que la incomodaba. De no haberle insistido Jack, probablemente habría aplazado indefinidamente los análisis; pero puesto que estaba allí, se haría las pruebas y después se olvidaría de ellas. Ese era un rasgo que compartía con su madre.

Tras la extracción de sangre, que resultó ser un procedimiento engañosamente sencillo, Laurie regresó a la planta baja y esperó en la cola del mostrador de información porque no tenía ni idea de dónde se encontraba la cafetería. Cuando le llegó el turno, una voluntaria de bata rosa le preguntó si quería la cafetería principal o la de personal. Por un instante dubitativa, Laurie contestó que la de personal, y le indicaron el camino.

Las indicaciones eran complicadas, pero la última indicación de la voluntaria -que siguiera la línea púrpura del suelo- le facilitó las cosas. Cinco minutos después, Laurie entraba en la cafetería de personal. Dado que pasaban de las doce, el local estaba abarrotado. Laurie no imaginaba que el personal del Manhattan General pudiera ser tan numeroso, especialmente si tenía en cuenta que toda aquella gente solo representaba una parte de uno de los tres turnos.

Laurie buscó entre los rostros de los que estaban sentados y de los que hacían cola ante la comida. El eco del parloteo le recordó el ruido de los santuarios de aves en las noches de verano. Entre semejante multitud, Laurie no pudo evitar sentirse pesimista ante la posibilidad de encontrar a Sue. La situación era igual que intentar dar con un amigo en Times Square en plena Nochevieja.

Justo cuando se disponía a volver al mostrador para pedir que llamaran a Sue, una mano le dio un toquecito en el hombro. Para su alegría, se trataba de su amiga, que la envolvió en un fuerte abrazo. Sue era una mujer negra, atlética y corpulenta, que había destacado jugando al fútbol y al softball en la universidad. Laurie se sintió empequeñecida en el achuchón. Sue tenía su atractivo aspecto de costumbre. A diferencia de muchos de sus colegas, iba vestida con un elegante conjunto de seda sobre el que se había puesto una inmaculada bata blanca. Al igual que a Laurie, le gustaba cuidar su lado femenino con su forma de vestir.

– Espero que no te hayas traído también el apetito -bromeó Sue señalando la cola ante el mostrador de la comida-. No me hagas caso. Bromas aparte, la comida no es tan mala.

Mientras pasaban ante los platos del bufet y escogían el almuerzo conversaron superficialmente acerca de sus distintos papeles profesionales; y, al llegar a la caja, Laurie le preguntó sobre sus dos hijos. Sue se había casado después de haber concluido las prácticas y tenía un chico de quince años y una niña de doce. Laurie no podía evitar sentir cierta envidia.

– Salvo por el tormento que supone el período de la adolescencia, todo va sobre ruedas -repuso Sue-. ¿Qué me cuentas de ti y de Jack? ¿Alguna luz al final del túnel? Me da la impresión que vosotros dos tenéis que poneros las pilas. Sé que dentro de poco cumplirás los cuarenta y tres porque yo no te ando lejos.

Laurie notó que se ruborizaba y sintió una punzada de irritación por no saber ocultar sus sentimientos. Sabía que Sue había tomado nota de su reacción; y, puesto que llevaban siendo amigas más de veinticinco años, le había confiado su deseo de tener hijos y de consolidar su relación con Jack, especialmente a lo largo de los últimos dos años.

– Lo de Jack y yo ha pasado a la historia -contestó optando por mostrarse más tajante de lo que en realidad sentía-. Al menos en lo que a relación íntima se refiere.

– ¡Oh, no! Pero ¿qué le pasa a ese chico?

Laurie frunció el entrecejo y se encogió de hombros para declarar que no lo sabía. En su estado emocional, no quería verse arrastrada a una larga y fatigosa conversación.

– Bueno, pues, ¿sabes qué te digo?, que has hecho bien librándote de él. Has tenido más que paciencia con ese tonto indeciso. Deberían darte una medalla, porque él no va a cambiar.

Laurie asintió y se abstuvo de defender a Jack porque sabía que su amiga estaba en lo cierto.

Sue insistió en invitarla a comer y pidió que le cargaran la comida en su cuenta. Con las bandejas en la mano, consiguieron sentarse a una mesa para dos al lado de los ventanales. La vista daba a un patio interior con una fuente vacía. En verano estaba lleno de flores y el agua brotaba de los múltiples surtidores.

Charlaron durante un rato más acerca de la situación con Jack, y Sue llevó la voz cantante. Luego, insistió en buscarle alguien más adecuado, y Laurie bromeó contestándole que se atreviera a intentarlo. Más tarde, la conversación derivó al análisis del BRCA-1 de Laurie. Ella le contó el caso de su madre y el hecho de que, como de costumbre, esta le había ocultado la información. El único comentario de Sue fue decir que le concertaría una cita con un oncólogo de primera si el resultado salía positivo.

– ¿Y no tienes médico de cabecera? -le preguntó Sue tras una breve pausa-. Ahora que estás apuntada a AmeriCare, vas a necesitar uno.

– ¿Qué te parecería serlo tú? -le propuso Laurie-. ¿Admites nuevos pacientes?

– Me halagas -repuso Sue-, pero ¿estás segura de que estarás cómoda teniéndome como médico?

– Desde luego -contestó Laurie-. También tendré que cambiar de ginecólogo.

– También te puedo ayudar con eso. Por aquí tenemos gente muy buena, incluyendo a una chica que se ocupa de mí. Es rápida, amable y conoce su trabajo.

– Suena a buena recomendación, pero no tengo prisa. Todavía me faltan seis meses para mi revisión anual.

– Puede que eso sea verdad, pero creo que de todas maneras deberíamos ponernos manos a la obra. Esa chica está muy solicitada. Por lo que sé, tiene una lista de espera de seis meses de tan buena que es.

– Entonces, no hablemos más.

Durante unos minutos se concentraron en sus respectivos platos. Al final fue Laurie quien rompió el silencio.

– Hay otro asunto importante del que te quería hablar.

– Ah, ¿sí? -dijo Sue dejando su taza de té-. Adelante.

– Quería preguntarte sobre el SMAR.

Sue puso cara de completo despiste.

– ¿Qué demonios es el SMAR?

Laurie se echó a reír.

– Me lo acabo de inventar. ¿Has oído hablar del Síndrome de Muerte Infantil Repentina?

– Claro. ¿Y quién no?

– De acuerdo. Yo he acuñado el SMAR para describir el Síndrome de Muerte Adulta Repentina, y me parece que es un buen nombre para un problema que ha venido produciéndose aquí, en el Manhattan General.

– ¿Cómo dices? -preguntó Sue-. Será mejor que te expliques.

Laurie se le acercó.

– Antes de que lo haga, debo advertirte de que el hecho de que la información proceda de mí ha de quedar estrictamente entre tú y yo. Dije a mi jefe que era conveniente avisar a alguien del hospital, pero se puso hecho una furia diciendo que lo mío no era más que simple especulación sin pruebas y que podía resultar dañino para la reputación del Manhattan General. Sin embargo, me siento como el científico que ha conseguido descubrir una cura para una enfermedad grave y que debe darla a conocer a pesar de que las autoridades no quieran aprobar el tratamiento antes de tener todos los resultados. -Laurie se echó hacia atrás en su asiento-. ¡Vaya, sí que me estoy poniendo melodramática! De todas maneras, es cierto que no dispongo de pruebas concluyentes sobre lo que voy a contarte, principalmente porque todavía no he acabado de estudiar los casos. Me faltan las copias de sus historiales clínicos. Lo que ocurre es que tengo un terrible presentimiento y creo que alguien debe saberlo, y es mejor que sea más pronto que tarde. En fin, la politiquería en medicina es algo que me pone de los nervios. Es lo peor de mi trabajo.

– Ahora sí que me has picado la curiosidad. ¡Venga, desembucha!

Inclinándose de nuevo hacia delante, Laurie le contó la historia tal como se había desarrollado en orden cronológico, empezando por el caso McGillin, pasando después a las autopsias practicadas por Kevin y George y finalizando por el caso de aquella mañana. Le habló de las fibrilaciones ventriculares y de que las autopsias no habían arrojado resultado alguno. Después le comentó que, sin patología evidente o microscópica, las posibilidades de que se presentaran cuatro casos por casualidad eran tan remotas como la de que al día siguiente no amaneciera.

– ¿Qué me quieres decir exactamente? -le preguntó Sue, dubitativa.

– Bueno, yo… -vaciló Laurie. Conociendo a su amiga como la conocía, era consciente de que lo que iba a decirle equivalía a una bofetada-. Aunque hay todavía una probabilidad minúscula de que esas muertes fueran accidentales y debidas a complicaciones anestésicas o puede que al efecto imprevisto de algún medicamento, dudo sinceramente que sea así. Y cuando digo «minúscula» me refiero a infinitesimalmente pequeña porque nuestros análisis de toxicología han dado negativo. Sea como sea, la cuestión es que me preocupa que esas muertes sean asesinatos.

Durante unos minutos, ni Sue ni Laurie dijeron palabra, y esta dejó que sus palabras calaran en la mente de su amiga. Le constaba que Sue era sensible y partidaria del Manhattan General en todo lo referente al hospital porque había hecho todas sus prácticas allí.

Al final, Sue carraspeó. Saltaba a la vista que lo dicho por Laurie la había afectado grandemente.

– Dejemos las cosas claras. ¿Crees que tenemos una especie de siniestro Jack el Destripador paseándose por los pasillos de noche?

– En cierto sentido, sí. Al menos es lo que me temo. Antes de que rechaces la idea de plano, recuerda los casos que aparecieron en los medios de comunicación, hará unos años, el de aquellas asistentes sociales que enviaban a sus pacientes al otro barrio. Los recuerdas, ¿verdad?

– Claro que me acuerdo -contestó Sue, aparentemente molesta por la comparación y sentándose muy erguida-. Pero aquí no estamos en cualquier sitio, ni esto es una residencia de tercera. Esto es un hospital importantísimo con muchos controles de seguridad, y los pacientes que me has descrito no estaban postrados por la enfermedad ni eran terminales.

Laurie hizo un gesto de impotencia.

– Resulta difícil rechazar el argumento de que no tenemos pruebas ni explicación para esas cuatro muertes; sin embargo, por lo que recuerdo, algunas de las instituciones afectadas por aquella cadena de asesinatos también eran importantes. Lo que resultó una tragedia añadida fue que el caso se prolongara tanto tiempo.

Sue suspiró profundamente y dejó que sus ojos vagaran por la sala sin verla.

– Mira, Sue -le dijo Laurie-, no espero que te impliques personalmente en este asunto. Tampoco quiero que te lo tomes como una crítica al Manhattan General. Sé que es un buen hospital, y no estoy intentando manchar su reputación. Lo que espero es que puedas indicarme una persona con la que ponerme en contacto para que estos hechos no se repitan en el futuro. Te lo digo en serio, estoy dispuesta a contarle a quien tú me digas exactamente lo mismo que te he contado a ti con la condición de que mi identidad quede al margen, al menos hasta que el Departamento de Medicina Legal se implique oficialmente.

Sue se relajó visiblemente y dejó escapar una rápida risotada sin alegría.

– Perdona, me parece que me tomo cualquier crítica a este lugar como si fuera algo personal. ¡Seré boba!

– ¿Conoces a alguien que encaje, alguien en algún nivel médico-administrativo? ¿Qué tal el jefe de anestesistas? Quizá debería hablar con él.

– ¡No, no, no! -repitió Sue para dar énfasis-. Ronald Havermeyer tiene un ego del tamaño de una placa tectónica con las erupciones volcánicas que corresponden al caso. Tendría que haber sido cirujano. ¡No vayas a hablar con él! Sin duda lo tomaría como algo personal y buscaría vengarse en el mensajero. Lo sé porque he estado con él en varios comités hospitalarios.

– ¿Y qué hay del presidente del centro? ¿Cómo se llama?

– Charles Kelly, pero es tan malo como Havermeyer. Puede que incluso peor. Ni siquiera es médico y está claro que la institución para él no es más que un negocio. No habrá manera de que se muestre receptivo a tu situación y enseguida se pondría a buscar excusas. No, ha de ser alguien con un poco más de finura. Puede que alguien del Comité de Mortalidad.

– ¿Por qué lo dices?

– Sencillamente porque su obligación consiste en atender este tipo de asuntos y porque sus miembros se reúnen una vez a la semana para estar al tanto de la situación.

– ¿Quién hay en ese comité?

– Yo formé parte de él durante seis meses. Siempre hay alguien del ámbito médico que está presente por rotación. Los miembros permanentes son el controlador de riesgos, el jefe del control de calidad, el asesor del consejo del hospital, el presidente, la supervisora de enfermeras y el jefe de personal médico… ¡Espera un segundo!

Sue se abalanzó y cogió a Laurie del brazo con tanta rapidez que esta se sobresaltó y miró a su alrededor, casi esperando una agresión física.

– ¡El jefe de personal médico! -repitió Sue presa de entusiasmo, soltando el brazo de su amiga y haciendo aspavientos con las manos-. ¿Por qué no habré pensado en él antes? ¡Dios mío, es perfecto!

– ¿Y cómo es eso? -preguntó Laurie una vez repuesta del sobresalto.

En ese momento fue el turno de Sue de acercarse y bajar la voz en tono conspirativo.

– No ha cumplido todavía los cincuenta, está soltero y está como un tren. Solo lleva aquí tres o cuatro meses. Todas las enfermeras solteras andan detrás de él como locas, y si yo no estuviera feliz e irrevocablemente casada también lo haría. Es alto, delgado y tiene una sonrisa que funde el hielo. Es más bien narigudo, pero ni se lo notas. Lo mejor de todo es que tiene un coeficiente intelectual de nivel estratosférico y una personalidad acorde con él.

Laurie no pudo evitar sonreír traviesamente.

– Suena encantador, pero eso no es lo que estoy buscando. Necesito alguien con una posición de poder que sepa ser discreto. Eso es todo.

– Ya te lo he dicho. Es el jefe de personal médico. ¿Qué más poder quieres? En cuanto a la discreción, es la personificación de esa palabra. Créeme si te digo que hay que arrancarle con tenazas cualquier información personal. En la fiesta de las Navidades pasadas tardé un cuarto de hora en arrancarle que antes de venir aquí había viajado por todo el mundo con Médicos sin Fronteras. Tuve que morderme la lengua cuando Gloria Perkins, la enfermera jefe de quirófanos, se presentó y lo sacó a bailar.

– Sue, creo que me estás contando más de lo necesario. No necesito conocer la vida de ese tipo. Lo único que me interesa es saber si estás razonablemente segura de que escuchará lo que tengo que decirle, tomará medidas y dejará mi nombre al margen hasta que el Departamento de Medicina Legal intervenga oficialmente.

– Ya te he dicho que es la discreción en persona. Personalmente creo que los dos encajaréis a la perfección. Todo lo que pido a cambio es que le pongáis mi nombre a vuestro primer hijo. No, estoy bromeando. Bueno, vamos a ver si está por aquí.

Sue se puso en pie apartando la silla y empezó a escudriñar la multitud.

Horrorizada al comprender las románticas intenciones de su amiga, Laurie le tiró insistentemente de la manga de la bata.

– ¡Déjalo ya! ¡Este no el momento ni el lugar para que me arregles la vida!

– ¡Calla, niña! -contestó Sue apartándole la mano y sin dejar de escudriñar-. Me has desafiado a que te encuentre alguien adecuado, y ese tío cumple de sobra. ¿Dónde diablos se habrá metido? Siempre anda por aquí rodeado de mujeres como si fuera vestido con papel cazamoscas. ¡Ah, ahí está! No me extraña que no pudiera verlo. Rodeado de su séquito, como de costumbre.

Sin dudarlo un segundo y ajena a las súplicas de Laurie, Sue se puso en marcha. Laurie observó a su amiga abriéndose paso por entre las abarrotadas mesas. A unos veinte metros de distancia, Sue dio un golpecito en el hombro a un hombre de pelo castaño claro y él se puso en pie. Al verlo más alto que su amiga, Laurie calculó que debía de tener la misma estatura que Jack. Durante un rato, Sue habló con él haciendo gestos con las manos que terminaron señalando en dirección de Laurie. Ella se ruborizó y clavó los ojos en su bandeja. La última vez que había experimentado un apuro semejante había sido en el instituto, y aunque en aquella ocasión el asunto salió razonablemente bien, en ese momento no tenía la misma confianza.

Los siguientes minutos parecieron arrastrarse. Laurie volvió la mirada hacia la ventana y la fuente vacía, preguntándose si debía salir huyendo. Lo siguiente que supo fue que Sue le ponía la mano en el hombro y la llamaba por su nombre. Resignada, Laurie se volvió para encontrarse ante el atezado y sonriente rostro del hombre apuesto y vigoroso que se hallaba de pie al lado de su amiga. Podría haberse tratado de un marino o de alguien que había pasado mucho tiempo a la intemperie. Iba cuidadosamente acicalado y vestía un traje azul oscuro con camisa blanca y corbata de llamativos colores. Sobre el traje llevaba una impecable bata blanca como la de Sue. En conjunto desprendía un aire de refinada elegancia que lo hacía destacar entre el resto de médicos, en su mayoría más descuidados. En lo que a su nariz hacía referencia, a Laurie le pareció del tamaño justo.

– Quiero presentarte al doctor Roger Rousseau -dijo Sue.

Laurie se puso rápidamente en pie y estrechó la mano que le tendían. Era cálida y fuerte. Cuando lo miró a los ojos, se sorprendió al encontrar que eran de un azul pálido. Tras balbucear que estaba encantada de conocerlo, Laurie hizo una mueca para sus adentros. Tenía la impresión de estar comportándose con la misma torpeza que aquella ocasión en el instituto.

– Por favor, llámame Roger -dijo el hombre cálidamente.

– Y a mí, Laurie -repuso ella recobrando la compostura. Se fijó en su sonrisa, que era como Sue se la había descrito, y la encontró atractiva.

– Sue acaba de mencionarme que tienes cierta información confidencial que quieres compartir conmigo.

– Así es -repuso sencillamente Laurie-. Supongo que también te habrá dicho que he de permanecer en el anonimato. Cualquier filtración podría poner en peligro mi carrera. Por desgracia, ya he tenido alguna mala experiencia en el pasado.

– Tu necesidad de confidencialidad no es ningún problema. Te doy mi palabra. -Contempló la abarrotada cafetería-. Este no es el mejor lugar para una conversación confidencial. ¿Puedo invitarte a mi modesto pero muy privado despacho? No tendremos que gritar y sin duda no nos espiarán.

– Me parece bien -contestó Laurie y miró a Sue que sonrió traviesamente, le guiñó el ojo y la despidió simultáneamente con un gesto de la mano.

Cuando Laurie hizo ademán de recoger la bandeja, su amiga le indicó silenciosamente que la dejara y que ella se ocuparía.

Laurie siguió a Roger mientras él se abría paso hacia la entrada de la cafetería que estaba aún más llena que antes. Él se detuvo más allá de la muchedumbre y esperó a que llegara Laurie.

– Está un piso más arriba. Normalmente yo subo por la escalera, ¿te importa?

– Cielos, no -exclamó Laurie, sorprendida de que se lo hubiera preguntado siquiera-. Sue me dijo que estuviste con Médicos sin Fronteras -añadió ella mientras subían.

– Pues sí. Durante casi veinte años -contestó Roger.

– Estoy impresionada -comentó Laurie, sabedora de la humanitaria labor que desarrolla esa organización y que le había reportado un premio Nobel. Por el rabillo del ojo se fijó en que Roger subía los peldaños de dos en dos-. ¿Por qué lo hiciste?

– Cuando a mediados de los ochenta acabé mis prácticas en enfermedades infecciosas, me apetecieron aventuras. Además, también era un idealista de izquierdas con ansias de cambiar el mundo, así que me pareció que encajaría.

– ¿En la aventura?

– Desde luego, pero también como entrenamiento en dirigir hospitales. Sin embargo, me llevé mi parte de desengaño. La necesidad que tiene el mundo de hasta los servicios médicos más básicos resulta apabullante. De todas maneras, no permitas que me lance.

– ¿Dónde te destinaron?

– Primero al Pacífico Sur; luego, a Asia y por fin a África. Me aseguré de hacer todo el recorrido.

Laurie se acordó del viaje que había hecho con Jack a África Occidental e intentó imaginar lo que podía significar trabajar allí. Antes de que pudiera mencionar su experiencia, Roger corrió a abrirle la puerta de la escalera.

– ¿Y qué te hizo dejarlo? -le preguntó mientras iban por el atestado pasillo principal camino de la zona de Administración. Teniendo en cuenta que Roger era una incorporación reciente a la plantilla, le sorprendió la cantidad de gente que lo saludaba al pasar.

– En parte, la desilusión de no ser capaz de cambiar el mundo, y en parte también la necesidad de volver a casa para formar un hogar. Siempre me he visto como un hombre de familia, pero eso no era posible en el Chad o en Mongolia Exterior.

– Eso es romántico -dijo Laurie-. Así se podría decir que el amor te hizo volver de las estepas africanas.

– No del todo -contestó Roger abriendo la puerta que daba a la enmoquetada y tranquila zona administrativa-. No había nadie esperándome aquí. Soy como un ave migratoria que regresa al nido donde empezó siendo un polluelo, con la esperanza de encontrar compañera. -Rió mientras saludaba a las secretarias que no habían salido a comer.

– ¿Entonces eres de Nueva York?

– De Queens, para ser exacto.

– ¿A qué escuela de medicina fuiste?

– Al Columbia College de Médicos y Cirujanos.

– ¿En serio? ¡Qué coincidencia! ¡Yo también! ¿En qué años te graduaste?

– En el ochenta y uno.

– Yo, en el ochenta y seis. ¿No tuviste por casualidad a un tal Jack Stapleton en tu clase?

– Pues sí. Era uno de los mejores jugadores de baloncesto de Bard Hall. ¿Lo conoces?

– Sí -contestó Laurie sin añadir más. Se sentía extrañamente incómoda, como si estuviera siendo infiel a su relación con Jack con solo mencionar su nombre-. Es colega mío en el Departamento de Medicina Legal -añadió tímidamente.

Entraron en el despacho de Roger que, tal como él había dicho, era modesto. Se hallaba situado en la zona interior del ala de Administración y en consecuencia carecía de ventanas. En compensación, las paredes estaban cubiertas de fotografías de distintos lugares del mundo donde Roger había trabajado. Había unas cuantas en las que aparecía él rodeado de pacientes o de dignatarios locales. Laurie no pudo evitar fijarse en que Roger sonreía en todas ellas como si cada foto celebrara un acontecimiento. Resultaba especialmente notable teniendo en cuenta que los demás aparecían serios y hasta ceñudos.

– Por favor, siéntate -le sugirió Roger acercando un asiento al escritorio. Tras cerrar la puerta, se sentó a su mesa, y se recostó en su silla cruzando los brazos-. Bueno, ahora dime qué te ronda por la cabeza.

De nuevo, Laurie hizo hincapié en la necesidad de que su nombre quedara fuera de la situación y Roger le aseguró que no tenía nada que temer. Razonablemente confiada, le explicó la historia igual que había hecho con Sue, pero esa vez utilizó el término «asesino múltiple». Cuando hubo terminado, se acercó y le dejó delante una tarjeta con los cuatro nombres.

Durante el relato de Laurie, Roger se había mantenido en silencio, observándola con creciente interés.

– Apenas puedo dar crédito a lo que me estás contando -le dijo finalmente-, y te agradezco enormemente que te hayas tomado la molestia.

– Mi conciencia me decía que alguien más necesitaba saberlo -añadió Laurie-. Puede que cuando consiga copias de los historiales clínicos o si Toxicología encuentra algo tenga que tragarme mis palabras. No me importaría, y nadie estaría más contento que yo. Pero hasta ese momento seguiré creyendo que ocurre algo raro.

– La razón de que esté tan sorprendido y te lo agradezca tanto es porque aquí me han echado una reprimenda igual que a ti y por las mismas razones. He presentado esos mismos cuatro casos ante el Comité de Mortalidad. La verdad es que la última vez ha sido esta misma mañana, con el caso de Darlene Morgan. Y cada vez me he topado con una negativa e incluso con malos modos, especialmente del presidente en persona. Como es lógico, no tenía el beneficio de los resultados de las autopsias porque todavía no nos han llegado.

– Ninguno de los casos tiene el sello definitivo -explicó Laurie.

– Sea como fuere -dijo Roger-, esos casos me han preocupado desde que se produjo el primero, el del señor Moskowitz. Sin embargo, el presidente nos ha impuesto la mordaza en este asunto para que no hablemos de él y aún menos filtremos algo a la prensa que pueda poner en duda la eficacia de nuestros métodos de reanimación cardiovascular. Los médicos que los atendieron no consiguieron despertar el más mínimo latido.

– ¿Ha habido algún tipo de investigación?

– Nada, lo cual ha ido en contra de mis más denodadas recomendaciones. Me refiero a que yo mismo me he interesado hasta cierto punto, pero tengo las manos atadas. El problema es que nuestro índice de mortalidad es muy bajo, inferior al dos coma dos por ciento. El presidente nos ordenó que empezáramos a preocuparnos si superaba el tres por ciento, que es el nivel habitual. El resto del comité estuvo de acuerdo, especialmente el encargado del control de calidad, el controlador de riesgos y el maldito abogado. Están todos convencidos sin asomo de duda de que esas muertes no son más que simples e inevitables resultados del arriesgado entorno de los cuidados postoperatorios; en otras palabras, que entran dentro de las estadísticas. Pero yo no lo creo. Para mí, están escondiendo la cabeza bajo el ala.

– ¿Encontraste algo cuando investigaste?

– No. Los pacientes estaban en diferentes pisos, con diferente personal y médicos distintos. De todas maneras, no me rindo.

– ¡Bien! -afirmó Laurie-. Me alegro de que estés sobre el tema y de haber tenido la oportunidad de tranquilizar mi conciencia. -Se levantó, pero en el mismo segundo lamentó haberlo hecho ya que no podía volver a sentarse sin ponerse en una situación incómoda. El problema era Jack. En realidad, últimamente parecía que el problema era siempre Jack. Laurie había disfrutado hablando con Roger, pero esa sensación la hacía sentirse mal-. Bueno, gracias por haberme escuchado -añadió tendiéndole la mano en un intento de recobrar un mínimo control de la situación-. Ha sido agradable conocerte. Como te he dicho, voy a conseguir los historiales, y nuestro mejor especialista en toxicología está trabajando en el caso. Te lo haré saber en caso de que surja algo.

– Te lo agradeceré -contestó Roger estrechándole la mano y reteniéndola-. ¿Puedo hacerte yo ahora algunas preguntas?

– Claro -repuso Laurie.

– ¿Te importaría volver a sentarte? -dijo él soltándole la mano e indicándole la silla que ella acababa de dejar vacante-. Preferiría que te sentaras para que de ese modo no tenga que preocuparme de que salgas huyendo por la puerta.

Confundida por las últimas palabras de Roger y por la razón que podría llevarla a huir, Laurie se sentó de nuevo.

– Debo confesar que tengo otros motivos que me llevan a ser más hablador de lo normal a la hora de responder a preguntas de tipo personal. Si me lo permites, me gustaría hacerte algunas preguntas personales ya que Sue ha insistido en que estás sin pareja y no sales con nadie. ¿Es cierto?

Laurie notó que le sudaban las manos. ¿Realmente no tenía pareja? El hecho de que se lo preguntara un hombre atractivo e interesante y que esperaba una contestación le aceleró el pulso. No supo qué decir.

Roger se acercó e inclinó la cabeza para mirar a Laurie a los ojos porque ella había bajado la vista como respuesta a la confusión que la embargaba.

– Te pido perdón si te he incomodado -se disculpó Roger.

Laurie se irguió, respiró hondo y sonrió tímidamente.

– No me has incomodado -mintió-. Es que no esperaba esa clase de preguntas, especialmente durante esta especie de misión mía, profesionalmente suicida, en el Manhattan General.

– Entonces, sería agradable que me contestaras.

Laurie volvió a sonreír, aunque principalmente fue para sí misma. De nuevo volvía a actuar como una adolescente.

– Estoy sin pareja y prácticamente no salgo con nadie.

– Ese «prácticamente» resulta interesante como adverbio, pero lo aceptaré viniendo de ti porque todos tendemos a complicarnos la vida. ¿Vives en la ciudad?

Por la mente de Laurie cruzó una imagen de su diminuto piso con su mugrienta entrada.

– Sí, tengo un piso pequeño en el centro. -Luego, para que pareciera mejor de lo que en realidad era, añadió-: No está lejos de Gramercy Park.

– Suena bien.

– ¿Y tú?

– Solo hace tres meses que estoy aquí, así que no estaba seguro de cuál era el mejor sitio de la ciudad para vivir. Al final alquilé un apartamento en el Upper East Side, en la calle Setenta, para ser exactos. Me gusta. Está cerca del nuevo gimnasio de Sports L.A., del museo y del Lincoln Center; además, tengo el parque a un tiro de piedra.

– Al parecer está bien -comentó Laurie. Ella y Jack frecuentaban desde hacía tiempo los restaurantes de aquella zona.

– Mi siguiente pregunta es si te gustaría cenar conmigo esta noche.

Laurie sonrió para sus adentros al recordar el aforismo que decía: «Ten cuidado con tus deseos porque puede que se hagan realidad». Durante su última época con Jack se había dado cuenta progresivamente de lo mucho que apreciaba en la otra persona la capacidad de decidirse, rasgo del que Jack carecía. Roger, por su parte, parecía todo lo contrario. Incluso durante ese breve encuentro, Laurie se había dado cuenta de que su personalidad se definía con ese término.

– No tiene por qué ser una salida hasta tarde -añadió Roger cuando Laurie vaciló-. Podemos ir a cualquier restaurante que elijas cerca de tu casa.

– ¿Y qué te parecería el fin de semana? Estoy libre.

– Eso podrías considerarlo un premio añadido si esta noche te lo pasas bien -dijo Roger con entusiasmo interpretando favorablemente la respuesta de Laurie-, pero me gustaría insistir en lo de esta noche, suponiendo, claro, que no tengas otros planes. Eso te pone las cosas fáciles porque siempre puedes decir que estás ocupada, aunque espero que no. Tengo que reconocer que todavía no me he tropezado con ninguna mujer verdaderamente interesante en esta ciudad y que tengo las antenas totalmente extendidas.

Laurie se sentía halagada por la insistencia de Roger, especialmente si la comparaba con la falta de decisión de Jack. Por otra parte, habiéndoselo presentado Sue, no veía razones para no aceptar. Si estaba buscando algo que la distrajera, aquello era lo mejor.

– De acuerdo -contestó-. Tenemos una cita.

– ¡Estupendo! ¿Dónde prefieres? ¿O quieres que elija yo?

– ¿Qué tal un restaurante del Soho llamado Fiamma? -propuso Laurie. Deseaba mantenerse alejada de los lugares que frecuentaba con Jack por mucho que sus posibilidades de tropezarse con él fueran mínimas-. Yo me ocuparé de llamar y reservaré para las siete.

– Me parece bien. ¿Quieres que te pase a recoger por tu piso?

– Mejor nos encontramos en el restaurante -dijo Laurie tras ver una rápida imagen de los ojos inyectados de sangre de la señorita Engler asomando por la puerta entreabierta. No quería someter a Roger a semejante prueba. Al menos en esos momentos.

Quince minutos más tarde, Laurie salía del Manhattan General con paso decididamente alegre. Se sentía a la vez sorprendida y emocionada por lo que se le antojaba un capricho adolescente. Era la clase de cosquilleo que no había experimentado desde la época del instituto. Sabía por experiencia que esos sentimientos eran prematuros y que seguramente no pasarían la prueba del tiempo; pero no le importaba. Estaba dispuesta a disfrutar de la euforia mientras durase. Se lo merecía.

De pie en la acera, miró el reloj. Sin tiempo que perder y con el University Hospital a la vuelta de la esquina, decidió pasar para hacer una rápida visita a su madre antes de regresar al trabajo.

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