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El sonido del goteo era como un metrónomo. Fuera, en algún lugar de la salida de incendios, las gotas de agua alimentadas por la incesante lluvia caían sobre alguna superficie metálica. A Laurie Montgomery el ruido le sonaba tan fuerte como el de un timbal y le provocaba una mueca mientras esperaba la siguiente salpicadura en el silencioso apartamento de Jack Stapleton. Durante largas horas, la única rivalidad había sido la del compresor de la nevera, que se conectaba y se desconectaba cíclicamente; el siseo y los gorgoteos del radiador a medida que la temperatura subía, y la ocasional y distante sirena o bocinazo, sonidos estos últimos tan típicos de Nueva York que la mente de la gente hacía instintivamente caso omiso de ellos. Sin embargo, Laurie no era tan afortunada. Después de tres horas agitándose y dando vueltas, se había vuelto hipersensible a todos los ruidos que la rodeaban.

Se dio la vuelta nuevamente y abrió los ojos. Unos delgados dedos de luz se extendían alrededor de los bordes de la cortina de la ventana permitiéndole una mejor visión del austero y gris apartamento de Jack. La razón de que ambos estuvieran allí en lugar de en casa de ella era su dormitorio: era tan pequeño que lo único que cabía en él era una cama individual, lo cual hacía realmente problemático dormir juntos. Y además estaba el deseo de Jack de estar cerca de su querida cancha de baloncesto.

Laurie echó un vistazo al radiodespertador. A medida que los dígitos avanzaban sin cesar, se fue poniendo de mal humor. Sabía que sin haber descansado, a la mañana siguiente en la oficina del forense estaría para el arrastre. Se preguntó cómo era posible que hubiera superado su etapa en la facultad de medicina y la de residente, donde la privación de sueño era lo habitual de todos los días. Aun así, Laurie sabía que su incapacidad de esos momentos para conciliar el sueño no era lo único que la ponía de mal humor. A decir verdad, su malhumor era la razón principal de que no pudiera dormir.

Había ocurrido bien entrada la noche cuando Jack, sin querer, le había recordado su inminente aniversario al preguntarle si le apetecía hacer algo especial para celebrarlo. Laurie sabía que se trataba de una pregunta sin malicia, ya que él la había formulado en el relajado ambiente de después de haber hecho el amor; sin embargo, había hecho añicos sus elaboradas defensas para vivir día a día y evitar pensar en el futuro. Parecía imposible, pero pronto tendría cuarenta y tres años. El tópico sobre el tictac del reloj de la maternidad era cierto, y el de ella estaba haciendo sonar la alarma.

Dejó escapar un suspiro involuntario. En su soledad, mientras las horas iban transcurriendo, no había dejado de rumiar acerca del atolladero en el que se veía. Tratándose de su vida íntima, las cosas no le habían salido bien desde la época del instituto. Jack estaba satisfecho con aquella situación, como lo demostraba su relajada silueta y los sonidos de su placentero sueño, lo cual no hacía más que empeorar las cosas para ella. Laurie deseaba tener familia. Siempre había dado por hecho que tendría una; sin embargo, allí estaba, con casi cuarenta y tres años, viviendo en un apartamento de mala muerte en un barrio del extrarradio de Nueva York, acostándose con un hombre que era incapaz de decidirse con respecto al matrimonio y los hijos.

Suspiró de nuevo. En otro tiempo había intentado deliberadamente no molestar a Jack, pero en aquellos momentos ya no le importaba. Había decidido que iba a volver a intentar hablar con él a pesar de que sabía que se trataba de un tema que él evitaba deliberadamente. Pero esta vez ella iba a exigir algún cambio. Al fin y al cabo, ¿por qué debía conformarse con una vida miserable en un apartamento más apropiado para una pareja de estudiantes sin un céntimo que para dos patólogos forenses titulados -porque eso eran Jack y ella- y con una relación donde las cuestiones del matrimonio y los hijos eran unilateralmente verboten?

De todas maneras, las cosas no iban tan mal. En el aspecto profesional no podían ir mejor. Le encantaba su trabajo en el departamento forense de Nueva York, donde llevaba trece años trabajando, y se sentía afortunada de tener como colega a Jack, con quien podía compartir la experiencia. Los dos se sentían impresionados por el desafío intelectual que ofrecía la patología forense. Cada día veían y aprendían algo nuevo y estaban de acuerdo en muchos aspectos: ambos eran muy poco tolerantes con la mediocridad, y a los dos les molestaban las imposiciones políticas derivadas de formar parte de una burocracia. No obstante, por muy compatibles que fueran en el trabajo, eso no compensaba el largamente acariciado deseo de Laurie de formar una familia.

De repente, Jack se agitó y se giró hasta quedar boca arriba, con los dedos entrelazados y las manos sobre el pecho. Laurie contempló su dormido perfil. A sus ojos resultaba un hombre atractivo, con sus cortos cabellos castaños salpicados de gris, tupidas cejas y recias facciones que siempre, incluso durmiendo, parecían sonreír. Ella lo encontraba a la vez agresivo y amable; audaz y modesto; desafiante y generoso y, casi siempre, alegre y divertido. Con su rápida agudeza y a pesar de su inclinación a correr riesgos, la vida nunca resultaba aburrida a su lado. Por otra parte, podía ser irritantemente tozudo, especialmente en lo que a hijos y matrimonio se refería.

Se inclinó sobre él y lo miró más de cerca. Sin duda sonreía, cosa que a ella sencillamente la irritaba. No era justo que se sintiera satisfecho con aquella situación. Aunque Laurie estaba razonablemente segura de que lo amaba, la incapacidad de Jack para formalizar un compromiso la estaba alejando de él. Jack decía que no era por miedo al matrimonio o a la paternidad, sino que tenía que ver con la vulnerabilidad que provocaba semejante compromiso. Al principio Laurie se había mostrado comprensiva: Jack había sufrido la tragedia de perder a su primera esposa y a sus dos hijas en un accidente de aviación. Le constaba que él cargaba tanto con la pena como con la sensación de responsabilidad, ya que el accidente había ocurrido tras una visita a la familia mientras él estaba siguiendo un cursillo de patología en otra ciudad. También era consciente de que, tras el accidente, Jack había hecho frente a una profunda depresión reactiva; no obstante, la tragedia quedaba casi trece años atrás en el tiempo. Laurie creía que se había mostrado sensible a las necesidades de Jack y también paciente cuando al fin empezaron a salir en serio; pero en esos momentos, casi cuatro años después, notaba que había llegado al límite. Al fin y al cabo, ella también tenía sus propias necesidades.

El zumbido del despertador de Jack rompió el silencio. Un brazo salió disparado, manoteó el botón de apagado momentáneo e inmediatamente regresó al calor bajo la manta. Durante cinco minutos, la tranquilidad regresó al cuarto, y la respiración de Jack recobró su lento y profundo ritmo del sueño. Aquello formaba parte de una rutina matinal que Laurie nunca veía porque Jack se despertaba invariablemente antes que ella. Laurie era una noctámbula que disfrutaba leyendo un rato antes de apagar la luz y que, a menudo, se quedaba despierta más de lo debido. Casi desde el primer día de su vida en común, había aprendido a seguir durmiendo a pesar del despertador de Jack, sabiendo que él lo entendería.

Cuando el despertador sonó por segunda vez, Jack lo apagó, apartó los cobertores, se sentó y puso los pies en el suelo dando la espalda a Laurie. Ella lo vio estirarse y pudo oírlo bostezar mientras se restregaba los ojos. Jack se levantó y se encaminó torpemente hacia el cuarto de baño sin prestar atención a su propia desnudez. Laurie deslizó las manos tras la cabeza y lo observó; a pesar de lo enfadada que estaba, resultaba una agradable visión. Lo oyó usar el retrete y tirar de la cadena. Cuando reapareció, volvió a frotarse los ojos y se acercó a su lado de la cama para despertarla.

Alargó la mano para tocarle el hombro, como de costumbre, y dio un respingo cuando vio que los ojos de Laurie estaban abiertos y fijos en él y en la boca tenía una expresión de irritada determinación.

– ¡Pero si estás despierta! -exclamó arqueando las cejas interrogativamente y dándose cuenta al instante de que algo no iba bien.

– No me he vuelto a dormir desde nuestro encuentro de medianoche.

– ¿Tan bueno fue? -preguntó Jack confiando en que un poco de humor pudiera despejar el aparente pique de Laurie.

– Jack, tenemos que hablar -dijo ella secamente; se sentó, se cubrió con la manta hasta el cuello y lo miró a los ojos, desafiante.

– ¿Y no es eso precisamente lo que estamos haciendo? -repuso Jack adivinando enseguida las intenciones de Laurie y sin poder evitar el tono de sarcasmo de su voz. Aunque era consciente de lo poco que este ayudaba, le resultaba imposible controlarlo: el sarcasmo se había convertido en un arma de protección que había desarrollado durante los últimos diez años.

Laurie quiso responder, pero Jack alzó la mano para interrumpirla.

– Lo siento. No es mi intención mostrarme insensible, pero sospecho que creo saber adónde nos conduce esta conversación, y no es el momento. Lo siento, Laurie, pero tenemos que estar en el depósito dentro de una hora y ninguno de los dos se ha duchado, vestido ni desayunado.

– Jack, nunca es el momento.

– De acuerdo. Digámoslo de esta manera: puede que este sea el peor momento de todos los posibles para una conversación sobre sentimientos. Son las seis y media de la mañana de un lunes tras un estupendo fin de semana y tenemos que ir al trabajo. Si la hubieras tenido en mente, habrías encontrado una ocasión mejor durante los últimos días para haberla planteado, y yo habría estado encantado de abordar el asunto.

– ¡Qué tontería! Al menos acepta que es algo de lo que nunca quieres hablar. Jack, el jueves cumpliré cuarenta y tres años, ¡cuarenta y tres! No puedo permitirme el lujo de tener paciencia. No puedo esperar a que por fin decidas lo que quieres porque me habré vuelto menopáusica.

Durante unos segundos, Jack miró fijamente los verdeazulados ojos de Laurie. Se hacía evidente que no estaba dispuesta a ser aplacada con facilidad.

– De acuerdo -contestó dejando escapar un suspiro como si estuviera cediendo en algo y desvió la mirada hacia sus desnudos pies-. Lo hablaremos esta noche, durante la cena.

– ¡Necesito que lo hablemos ahora! -exclamó Laurie con decisión. Extendió el brazo y levantó la barbilla de Jack para poder mirarlo a los ojos de nuevo-. He estado consumiéndome dándole vueltas a nuestra situación mientras tú dormías. Aplazarlo no es ninguna alternativa.

– Laurie, voy a levantarme y a darme una ducha. Te lo repito, no es el momento para esto.

– Te quiero, Jack -dijo Laurie tras agarrarlo de brazo para retenerlo-, pero necesito más. Quiero casarme y formar una familia. Quiero vivir en un lugar mejor que este. -Soltó el brazo de Jack e hizo un gesto que abarcaba toda la estancia, señalando la pintura desconchada, la desnuda bombilla, la cama sin cabecera, las dos mesitas de noche que eran dos cajas de vino puestas boca abajo y el solitario escritorio-. No tiene por qué ser el Taj Mahal, pero esto es ridículo.

– Durante todo este tiempo siempre he creído que con cuatro estrellas te bastaba.

– Ahórrate el sarcasmo -espetó Laurie-. Un poco de lujo no nos haría ningún daño con lo mucho que trabajamos. Pero ese no es el problema. Se trata de nuestra relación, que a ti te parece suficiente; pero a mí no. Esa es la cuestión de fondo.

– Voy a darme una ducha -contestó Jack.

Laurie le obsequió con una amarga semisonrisa.

– Está bien. Date una ducha.

Jack asintió, fue a decir algo, pero cambió de opinión. Se dio la vuelta y desapareció en el cuarto de baño dejando la puerta entreabierta. Un momento después, Laurie oyó correr el agua y el sonido de los anillos de la cortina rozando en la barra.

Laurie suspiró. Estaba temblando por una combinación de cansancio y de sobrecarga emocional, pero se sentía orgullosa por no haber derramado una sola lágrima. Le molestaba echarse a llorar en situaciones emocionalmente comprometidas. No tenía ni idea de cómo lo había conseguido, pero la complacía. Las lágrimas nunca ayudaban y con frecuencia la ponían en situación de desventaja.

Tras ponerse su bata, fue al armario en busca de su maleta. En realidad, el enfrentamiento con Jack le había producido cierto alivio. Al responder tal como ella había previsto, él había justificado lo que ella había decidido hacer incluso antes de que se despertara. Abrió los cajones que le correspondían, sacó sus cosas y empezó a hacer el equipaje. Cuando casi había acabado oyó que cerraban la ducha. Un minuto después Jack aparecía en la puerta, secándose vigorosamente la cabeza con una toalla; al ver a Laurie y la maleta, se detuvo de golpe.

– ¿Qué demonios estás haciendo?

– Está perfectamente claro lo que estoy haciendo -repuso Laurie.

Durante un momento, Jack no dijo una palabra y se limitó a mirar mientras Laurie seguía recogiendo sus cosas.

– Estás llevando las cosas demasiado lejos -dijo finalmente-. No tienes por qué marcharte.

– Yo creo que sí -contestó ella sin levantar la mirada.

– ¡Estupendo! -replicó con brusquedad Jack al cabo de un instante. Después, volvió al baño para acabar de secarse.

Cuando dejó el baño libre, Laurie entró llevando la ropa para vestirse e insistió en cerrar la puerta aunque normalmente solía dejarla abierta. Al salir, completamente vestida, Jack estaba en la cocina. Laurie se le unió para un desayuno frío de cereales y fruta. Ninguno de los dos se tomó la molestia de sentarse a la pequeña mesa de la cocina. Ambos se mostraron correctos, y la única conversación consistió en «permiso» o «disculpa» mientras se movían alrededor de la nevera para coger lo que deseaban. Gracias a lo reducido del espacio, les fue imposible moverse sin rozarse.

A las siete estaban listos para salir. Laurie metió sus cosméticos en la maleta y cerró la tapa. Cuando la empujó sobre sus ruedecillas hasta la sala de estar, vio a Jack levantando su bicicleta de montaña del soporte de la pared.

– No pensarás ir a trabajar montado en eso, ¿verdad? -preguntó Laurie.

Antes de que se decidieran a vivir juntos, Jack solía utilizar la bicicleta para ir y volver del trabajo, así como para ir de recados por la ciudad. Se trataba de una costumbre que siempre había aterrorizado a Laurie, a quien no dejaba de preocuparle la posibilidad de que cualquier día Jack pudiera aparecer en el depósito con los pies por delante. Cuando empezaron a ir juntos al trabajo, él renunció a la bicicleta porque no hubo modo de que Laurie accediera a subirse a una.

– Bueno, se diría que voy a estar solo cuando regrese a mi palacio.

– ¡Por amor de Dios, está lloviendo!

– La lluvia lo hace más interesante.

– ¿Sabes, Jack? Dado que esta mañana estoy siendo sincera contigo, creo que debería decirte que me parece que este rasgo tuyo tan juvenil de correr riesgos no solamente no es apropiado, sino que resulta francamente egoísta. Es como si te estuvieras burlando de mis sentimientos.

– Eso es interesante -contestó Jack con una sonrisa afectada-. Deja que te diga algo: el que yo monte en bicicleta no tiene nada que ver con tus sentimientos. Y, para serte sincero, son tus sentimientos los que a mí me parecen egoístas.

Una vez fuera, en la calle Ciento seis, Laurie se encaminó hacia el oeste, en dirección a Columbus Avenue para coger un taxi. Jack pedaleó en sentido contrario hacia Central Park. Ninguno de los dos se volvió para despedirse del otro.

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