A Juan Orozco le encantaba ir por la escuela con los gemelos Radner. Fred y Jerry eran una Mala Influencia, pero eran los mejores jugadores que Juan conocía.
—Hoy tenemos un timo especial, Juan —dijo Fred.
—Sí —dijo Jerry, sonriendo como hacía cuando planeaban algo divertido o vergonzoso.
Los tres siguieron el sendero habitual, por el canal de control de flujo. El paso de cemento, seco y de un blanco óseo, serpenteaba por el cañón tras las viviendas de Mesitas. Las colinas estaban cubiertas de escarchada y gayuba; más adelante había un encinar. ¿Qué se podía esperar de North County, San Diego, a principios de octubre?
Al menos en el mundo real.
El cañón no era zona muerta. En absoluto. La agencia de control de agua del condado lo mantenía, y la capa pública era tan buena como en las calles de la ciudad. Mientras caminaban, Juan se encogió de hombros y se estremeció. Era señal suficiente para su prenda Epifanía. La imagen superpuesta cambió a mundo Conocimiento peligroso de Hacek: la gayuba se transformó en tentáculos escamosos. Las casas en el borde del cañón eran grandes, con muchas vigas y estandartes al viento. Delante había un castillo, el hogar del gran duque Hwa Feen… en realidad, el chico de la localidad que más contribuía a mantener aquel círculo. Juan vistió a los gemelos con las armaduras de cuero de los Caballeros Guardianes.
—Eh, Jer, mira —emitió Juan, y esperó a que los gemelos entrasen en su visión consensuada. Llevaba una semana practicando para colocar esas visuales justo en su sitio.
Fred alzó la vista, aceptando la imagen conjurada por Juan.
—Eso ya está pasado, Juanito. —Miró el castillo de la colina—. Además, Howie Fein es un imbécil.
—Ah. —Juan liberó su visión en una cascada desordenada. El mundo real regresó, primero el paisaje, luego el cielo» luego las criaturas y la ropa—. Pero la semana pasada te gustaba. —Juan recordaba que Fred y Jerry habían estado haciendo lo posible por echar al gran duque.
Los gemelos se miraron. Juan sabía que se pasaban mensajes en silencio.
—Te hemos dicho que hoy sería diferente. Tenemos algo especial.
Ya casi estaban a medio camino del encinar. Al otro lado verían la neblina oceánica; en los días despejados, usando Visión Despejada, se veía hasta el mismísimo océano. Al sur había más viviendas y la zona verde del instituto Fairmont. Al norte se encontraba el lugar más interesante del vecindario de Juan Orozco: el parque de atracciones Pyramid Hill dominaba el pequeño valle que lo rodeaba. La parte superior era más una colina puntiaguda que una pirámide, pero a los responsables del parque les parecía que «pirámide» tenía más encanto. Mucho tiempo antes había sido un huerto de aguacates. Los árboles verde oscuro cubrían las laderas. Se veía así si se usaba la vista del logotipo del parque. A simple vista seguía habiendo muchos árboles, pero también había prados y mansiones y una torre de lanzamiento. Entre otras muchas cosas. Pyramid Hill afirmaba tener el viaje en caída libre más largo de toda California.
Los gemelos le sonreían. Jerry hizo un gesto hacia la colina.
—¿Qué te parecería jugar a Regreso al Cretácico con sensaciones reales?
Los directores de Pyramid Hill sabían muy bien lo que cobrar por los distintos niveles de experiencias sensoriales. El nivel más bajo era muy barato; las «sensaciones reales» estaban en lo más alto.
—Ah, eso es demasiado caro.
—Claro que lo es. Si pagas.
—Pero ¿no teníais que preparar un proyecto? —Los gemelos tenían taller a primera hora de la mañana.
—Sigue en Vancouver —dijo Jerry.
—Pero no te preocupes por nosotros. —Fred alzó la vista, como si rezase y se mostrase engreído al mismo tiempo—. UP/Express proveerá, justo a tiempo.
—Bien, vale. Mientras no nos metamos en líos. —Meterse en líos era el principal problema de relacionarse con los Radner. Un par de semanas antes, los gemelos le habían demostrado cómo evitar una retirada de producto por razones de seguridad con su bicicleta wikiBay nueva. Había acabado con un arma de artes marciales… y una bicicleta casi imposible de desplegar. A su madre no le había hecho ninguna gracia.
—Eh, no te preocupes, Juan. —Los tres habían abandonado el borde del canal y seguían un camino estrecho que llevaba hasta el límite oriental de Pyramid Hill, lejos de cualquier entrada. El tío de los gemelos, sin embargo, trabajaba para el control de aguas del condado y tenían acceso a las imágenes de mantenimiento… que enseguida compartieron con Juan. La tierra bajo sus pies se volvió ligeramente traslúcida. Dos metros más abajo, Juan veía gráficos que representaban un desvío de veinticinco centímetros de ancho. Aquí y allá había punteros a registros locales de mantenimiento. Jerry y Fred habían empleado antes esa omnisciencia y no los habían pillado. Aquel día la combinaban con un mapa de la red local de nodos. La vista superior era de un violeta pálido contra el día soleado, con puntos ciegos de comunicación y enlaces activos de alta transferencia.
Los gemelos se detuvieron al borde de un claro. Fred miró a Jerry.
—Qué mal. A control de aguas le debería dar vergüenza. No hay un nodo de localización a menos de diez metros.
—Sí, Jer. Aquí podría suceder cualquier cosa. —Sin una red completa de localizadores, los nodos no podían determinar con precisión dónde estaban, ni ellos ni sus vecinos. Era imposible establecer el input láser de alta tasa, y el sensor output de baja tasa estaba repartido por todo el paisaje. De aquella zona, el mundo exterior sólo tenía una impresión vaga y neblinosa.
Entraron en el claro. Estaban en un punto ciego de la red, pero desde allí disfrutaban a simple vista del panorama, colina arriba hasta terrenos de Pyramid Hill. Si seguían avanzando, empezarían a cobrarles.
Pero los gemelos no miraban hacia allí. Jerry se acercó a un arbolito y entornó los ojos.
—De hecho, éste es un punto muy interesante. Intentaron hacer un parche en la cobertura con una bola aérea. —Señaló hacia las ramas y verificó la conexión de hardware con un ping[1]. La vista de mantenimiento sólo mostró una vaga imagen de retorno, un mensaje de error—. A estas alturas no es más que guano de red.
Juan se encogió de hombros.
—Esta noche ya habrán tapado el hueco. —Lo harían durante el crepúsculo, cuando los aerobots volasen sobre los cañones cambiando nodos aquí y allá.
—Bien, ¿por qué no ayudar al condado tapándolo ahora mismo? —Jerry levantó un objeto verdoso del tamaño de un pulgar. Se lo pasó a Juan.
De la parte superior sobresalían tres antenas. Era un típico nodo ad hoc. Los nodos muertos daban más problemas que el guano.
—¿Lo has adulterado? —El nodo llevaba «Breakins-R-Us» escrito, pero adulterar las redes era más difícil en la vida real que en los juegos—. ¿De dónde has sacado los códigos de acceso?
—El tío Don es muy descuidado. —Jerry señaló el dispositivo—. Tiene todos los permisos cargados. Por desgracia, el nodo cuello de botella sigue vivo. —Apuntó hacia arriba, hacia las ramas del arbolito—. Eres lo suficientemente pequeño para subir por aquí, Juan. Sube y derriba el nodo.
—Mmm.
—Eh, no te preocupes. Seguridad Patria no se dará cuenta.
De hecho, el Departamento de Seguridad Patria seguro que se daría cuenta, al menos después de parchear la red de localizadores. Pero era casi igual de seguro que no le importaría. La lógica del DSP estaba profundamente integrada en el hardware. «Verlo todo, saberlo todo» era su lema, y lo que sabían y veían estaba destinado a sus propios fines. Eran famosos por no compartirlo con la policía. Juan salió del punto ciego y echó un vistazo al Departamento del Sheriff. Alrededor de Pyramid Hill había arrestos, la mayoría por drogas mejoradoras… pero allí hacía varias semanas que no pasaba nada.
—Vale. —Juan trepó unos tres metros por el árbol, hasta las ramas. El viejo nodo colgaba de velero podrido. Lo soltó y los gemelos se aseguraron de que sufriese un accidente con una piedra. Juan bajó del árbol. Contemplaron un momento el resultado. La neblina violeta se convertía en puntos brillantes a medida que los nodos determinaban su propia posición y la del nódulo adulterado y se coordinaban para cubrir en su totalidad las funciones. Ya estaba disponible la asignación de ruta láser punto a punto; veían las etiquetas de propiedad por todo el perímetro de Pyramid Hill.
—Ja —dijo Fred. Los gemelos fueron subiendo hacia el límite de la propiedad—. Vamos, Juan. Estamos etiquetados como empleados del condado. No tendremos problemas si no nos quedamos demasiado.
Pyramid Hill disponía de los dispositivos sensoriales más novedosos. No eran simplemente fantasmas proyectados por las lentes de contacto en el fondo de los globos oculares. En Pyramid Hill había juegos en los que se podía cabalgar un Scoochi salsipued o robar los huevos de un Velociraptor… o jugar con cálidas criaturas peludas que bailaban juguetonas, rogándote que las tomaras en brazos y las acunases. Si desactivabas todas las vistas de juego, entonces veías a los otros jugadores vagando entre los árboles, cada uno inmerso en su propio mundo. De alguna forma Pyramid Hill evitaba que chocasen entre sí.
En Regreso al Cretácico, para disimular el sonido del lanzador de caída libre había un trueno. Los árboles eran ginkgos enormes. Últimamente Juan jugaba mucho al RegCret puramente visual, en persona, con los gemelos, pero también con otros por todo el mundo. No era una experiencia muy agradable. Ya se lo habían «cargado y comido» en tres ocasiones aquella semana. Era un juego difícil: si no estabas matando y comiendo, entonces te mataban y te comían, continuamente. Así que Juan se había unido al Gremio de Fantasistas… Bueno, estaba a prueba. Quizá tuviese alguna idea. Ya había diseñado una especie para RegCret. Sus saurios, rápidos y pequeños, no habían atraído a los críticos más feroces. A los gemelos no los habían impresionado, pero no tenían alternativa propia.
Mientras recorría el bosque de ginkgos se mantuvo atento a los posibles bichos con mandíbulas que podían acechar en las ramas bajas. El lunes le habían pillado. El martes había sido víctima de alguna enfermedad primitiva.
De momento todo iba bien, pero no había ni rastro de su contribución. Eran fáciles de criar, así que, ¿dónde estaban los monstruitos?
Qué pena. En alguna ocasión tenía que comprobar algún otro punto de juego. Quizá fuesen muy numerosos en Kazajstán. Aquel día, allí… nada.
Juan atravesó el recinto un poco desanimado, pero todavía no se lo habían comido. Los gemelos habían adoptado la forma de Velociraptor estándar del juego. Se lo estaban pasando de fábula. Sus presas del tamaño de pollos eran los robots de juego de Pyramid Hill.
El Jerry-raptor miró por encima del hombro de Juan.
—¿Dónde está tu bicho?
Juan no había adoptado forma animal.
—Soy un viajero del tiempo —dijo. Era un personaje que ya salía en la primera edición del juego.
Fred le mostró una cara repleta de dientes.
—Me refiero a dónde están los bichos que inventaste la semana pasada.
—No lo sé.
—Lo más probable es que los críticos se los comiesen —dijo Jerry. Los hermanos soltaron a dúo una risotada de reptil—. Deja de intentar conseguir puntos como creador, Juan. Relájate y disfruta de lo bueno. —Ilustró sus palabras con una patada a algo que se les había cruzado por delante. Aquello le valió algunos puntos y algunos momentos emocionantes de carnicería de la buena. Fred se unió a él y todo se tino de rojo.
Aquella presa le resultaba familiar. Era joven y tenía aspecto de inteligente… ¡Un recién nacido del diseño de Juan! Por tanto, su mamá andaría cerca. Juan dijo:
—Sabéis, me parece que…
—El Problema Es Que Ninguno De Vosotros Piensa Lo Suficiente. —La voz era como meter la cabeza en un altavoz del pasado. Demasiado tarde vieron que a los árboles que tenían detrás les crecían garras de un metro de largo. Mamaíta. De lo alto les cayó una gota de baba de veinticinco centímetros.
Era el diseño de Juan a máxima escala.
—Mier… —dijo Fred, en su último comentario como Velociraptor. La cabeza y los dientes del baboso descendieron desde la copa de los ginkgos y se tragaron a Fred hasta los talones. El monstruo masticó y el claro se llenó con el sonido de los huesos que se rompían.
—¡Ah! —El monstruo abrió la boca y vomitó el horror. Era muy bueno… Juan pasó a ver parcialmente la realidad: Fred estaba de pie en medio de los restos humeantes de su Velociraptor, con la camisa por mera de los pantalones y cubierto de baba… baba de verdad y apestosa. De la que costaba dinero.
El monstruo era uno de los grandes dispositivos mecánicos de Pyramid Hill disfrazado de miembro de la nueva especie de Juan.
Los tres miraron sus mandíbulas.
—¿Ha sido lo suficientemente sensorial para vosotros? —preguntó la criatura, con un aliento que era una brisa caliente de carne en descomposición. Vaya si lo había sido. Fred retrocedió un paso atrás y casi resbaló con la baba.
—El difunto Fred Radner acaba de perder un montón de puntos y sigo hambriento. —El monstruo agitó el morro del tamaño de un camión—. Os sugiero que salgáis de aquí a toda prisa.
Retrocedieron, mirando fijamente los dientes del monstruo. Los gemelos se dieron la vuelta y corrieron. Como era habitual, Juan se retrasó un instante. Algo similar a una mano enorme le atrapó.
—Tú, tengo asuntos pendientes contigo. —Las palabras surgieron como un rugido gutural entre colmillos apretados—. Siéntate. Vamos a hablar.
¡Caray! Tengo una suerte pésima. Luego recordó que había sido Juan Orozco el que había subido a un árbol para desbaratar la lógica de entrada a Pyramid Hill. Al estúpido Juan Orozco no le hacía falta la mala suerte, era el tonto perfecto. Y los gemelos habían desaparecido.
Pero cuando las «mandíbulas» lo soltaron y se volvió, el monstruo seguía allí… no era un poli de alquiler de Pyramid Hill. ¡Quizá realmente fuese un jugador de RegCret Se desplazó de lado, intentando salir de debajo de la mirada pendular. Aquello no era más que un juego. Podía alejarse del saurio de cuatro pisos. Claro estaba, se cargaría su crédito de Regreso al Cretácico, incluso era posible que acabase cubierto de baba apestosa. Y si el Gran Lagarto se tomaba el juego en serio, podía causarle problemas en otros juegos. Vale. Se sentó apoyando la espalda en el ginkgo más cercano. Así que llegaría tarde un día más; no iba a empeorar mucho más su situación escolar.
El saurio se echó atrás y apartó el cuerpo de Velociraptor de Fred Radner. Acercó la cabeza al suelo para mirar directamente a Juan. Los ojos, la cabeza y el color eran exactamente los del diseño original de Juan, y aquel jugador sabía moverlo para que el efecto fuese realmente impresionante. Por las cicatrices de batalla veía que había peleado en varios puntos difíciles de Regreso al Cretácico.
Juan se obligó a sonreír animoso.
—Bien, ¿te gusta mi diseño? —le preguntó al bicho.
El monstruo enseñó los largos colmillos.
—Los he visto peores. —Cambió los parámetros del juego, mostrando detalles de la capa crítica. Se trataba de un jugador serio, ¡quizás incluso de un crack del juego! En el suelo, entre ellos, había un ejemplar muerto y desmembrado de la creación de Juan. El Gran Lagarto lo tocó con una garra—. Pero la textura de la piel es de la biblioteca de ejemplos del Gremio de Fantasistas. La combinación de colores está muy vista. El tejido sería mono si no apareciese en todos los anuncios de Epifanía Ya.
Juan se acercó las rodillas a la barbilla. Era la misma mierda que tenía que soportar en el colegio.
—Tomo prestado de los mejores.
La risa del saurio fue un rugido que hizo vibrar el cráneo de Juan.
—Puede que esa excusa convenza a tus profesores. Ellos se tienen que tragar la mierda que les dais… al menos hasta que os graduéis y os suelten en la calle. Este diseño es normalito. Algunos lo han adoptado, principalmente porque la mecánica es buena. Pero si estamos hablando de calidad de verdad, simplemente no está a la altura. —La criatura hinchó sus cicatrices de batalla personalizadas.
—Hago otras cosas.
—Sí, y nunca logras nada, con las otras también fracasas.
Era una idea que solía preocupar a Juan Orozco. Cada vez tenía más la impresión de que iba a acabar como su padre… ¿Incluso era posible que Juan nunca consiguiese un trabajo del que pudieran despedirlo! «Dalo todo» era el lema del instituto Fairmont. Pero darlo todo no era más que el comienzo. Incluso si lo dabas todo te podías quedar atrás.
No tenía intención de confesarle esas ideas a otro jugador. Miró furioso los ojos amarillos y de pronto se le ocurrió que, al contrario que los profesores, a aquel tipo no le pagaban para ser agradable. Y estaba malgastando demasiado tiempo simplemente para humillarlo. ¡Quiere algo de mí! Juanlo atravesó con la mirada.
—¿Y tienes alguna proposición, oh, Poderoso Lagarto Virtual?
—Podría… podría ser. Además de RegCret tengo otros proyectos en marcha. ¿Qué te parecería participar en calidad de afiliado en un proyectito?
Excepto a los juegos locales, nadie jamás le había pedido a Juan que se afiliase a nada. Retorció la boca con falso desdén.
—¿Afiliado? ¿Un porcentaje de un porcentaje de… cuánto? ¿Cuán abajo estás en la escala de valor?
El saurio se encogió de hombros y se oyó el sonido de ginkgos estremeciéndose contra sus hombros.
—Supongo que estoy bastante abajo. Así pasa con la mayoría de las afiliaciones. Pero puedo pagar una buena suma por las respuestas que mande hacia arriba. —La criatura le dio una cifra; era más que suficiente para probar la caída libre a diario durante un año. En el aire, entre ambos, flotó un compromiso de pago con la cantidad ofrecida y una tarifa de bonificación.
Juan había jugado a algunos juegos financieros.
—El doble o no hay trato. —Vio entonces que en la sección de derechos ulteriores las cifras eran ilegibles. Podía deberse a que cualquiera de los que reclutaba cobraba mucho más.
—¡Hecho! —dijo el Lagarto, antes de que Juan pudiese subir el precio.
¡Y Juan estuvo seguro de que sonreía!
—Vale, ¿qué quieres? —¿Y qué te hace pensar que un tonto como yo puede dártelo?
—Vas al instituto Fairmont, ¿no?
—Eso ya lo sabes.
—Es un lugar curioso, ¿no? —Como Juan no respondía, el bicho añadió—: Créeme, es curioso. En la mayoría de los institutos, incluidos los experimentales, no mezclan a los de Educación de Adultos con los niños.
—Ya, en el ciclo formativo. A los viejos no les gusta. A nosotros no nos gusta.
—Bien, la tarea de mi afiliado superior es fisgonear por ahí, principalmente entre los viejos. Trabar amistad con ellos.
Menuda gracia. Pero Juan volvió a mirar el compromiso de pago. Parecía auténtico. La adjudicación de primas era un lío que no quería leerse, pero tenía el respaldo del Banco de América.
—¿Con alguien en particular?
—Ah, ése es el problema. Quien sea que está en lo alto de mi cadena de afiliación es tímido. Sólo recogemos información. Algunos de esos viejos eran antes personas importantes.
—Si tan importantes eran, ¿cómo es que ahora están en nuestra clase? —Era la pregunta que los chicos se hacían en la escuela.
—Hay un buen montón de razones para ello, Juan. Algunos se sienten solos. Algunos están endeudados hasta las cejas y tienen que encontrar la forma de ganarse la vida en la economía actual. Otros no son más que un cuerpo saludable y un montón de viejos recuerdos. Se amargan.
—Vale, ¿cómo te haces amigo de alguien así?
—Si quieres el dinero, ya descubrirás la forma. En cualquier caso, aquí tienes los criterios de búsqueda. —El Gran Lagarto le pasó un documento. Echó un vistazo a la capa superior.
—Es un conjunto muy amplio. —Políticos retirados de San Diego, biocientíficos, padres de personas que actualmente ocupan estos puestos…
—En los enlaces hay características para su descarte. Tu trabajo consiste en conseguir que la gente adecuada se interese por mi afiliación.
—A mí… a mí no se me da bien hablar con la gente. —Especialmente con la gente así.
—Entonces, seguirás pobre. Gallina.
Juan guardó un rato de silencio. Su padre jamás hubiese aceptado un trabajo como aquél. Al fin dijo:
—Vale, me afiliaré contigo.
—No me gustaría que hicieses nada que te parezca…
—¡He dicho que lo haré!
—¡Vale! Bien, lo que te he pasado debería servirte para empezar. En el documento hay información de contacto. —La criatura se puso en pie con esfuerzo y su voz le llegó desde muy arriba—. Será mejor que no nos volvamos a ver en Pyramid Hill.
—Por mí vale. —Juan se levantó. Cuando bajaba la colina le dio una palmada a la cola de la criatura.
Los gemelos le llevaban mucha ventaja y estaban de pie en el campo de fútbol, al otro lado del colegio. Juan agarró un punto de vista en las gradas y verificó la conexión. Fred le saludó, pero seguía con la camisa demasiado babeada para comunicarse. Jerry miraba hacia arriba con las manos extendidas para recoger el envío de UP/Ex que caía. Justo a tiempo, por supuesto. Los gemelos abrían el paquete mientras entraban en la carpa taller.
Por desgracia, la primera clase de Juan se daba al final del pasillo más alejado. Cruzó corriendo el césped con la visión fijada en la realidad sin mejorar: los edificios eran casi todos de tres plantas. Las paredes grises parecían naipes en equilibrio inestable.
Elegir lo que se veía dentro no era elección suya. Por las mañanas, la administración de la escuela exigía que el Fairmont News estuviera en todas las paredes. Tres chicos del instituto Hoover habían ganado una beca de IBM. Aplausos, aplausos, incluso a pesar de que Hoover era el injustamente aventajado rival de Fairmont, un centro público experimental dirigido, por el Departamento de Matemáticas de la UCSD. Los tres jóvenes genios recibirían educación universitaria gratuita, incluso de postgrado, aunque jamás llegaran a trabajar en IBM. Vaya cosa, pensó Juan, intentando consolarse. Algún día esos chicos serían ricos, pero un porcentaje de su fortuna volvería siempre a IBM.
Sin apenas prestar atención, siguió las flechitas verdes de navegación… y de pronto se dio cuenta de que había subido dos tramos de escalera. La administración del instituto lo había reordenado todo desde el día anterior. Claro que también habían actualizado las flechas de navegación. Menos mal que iba despistado.
Entro en el aula y se sentó.
La señora Chumlig ya había empezado.
El tema de Chumlig era búsqueda y análisis. Antes, en el Hoover, daba un curso abreviado de la misma asignatura, pero según un rumor muy bien fundado no había logrado estar a la altura. Así que el Departamento de Educación la había trasladado a la clase del Fairmont. En realidad, a Juan le caía un poco bien. Ella también era un fracaso.
—Hay muchas aptitudes diferentes —decía—. En ocasiones lo mejor es juntar a muchas personas y organizarías para encontrar una respuesta. —Los estudiantes asintieron. Lo mejor era ser coordinador. Allí estaba el dinero. Pero también sabían adonde quería ir a parar Chumlig con esa idea. La profesora miró a los alumnos de un modo que dejaba claro que sabía que ellos lo sabían—. Por desgracia, todos pretendéis ser importantes agentes, ¿verdad?
—Es lo que seremos algunos. —Era uno de los de Educación de Adultos. Winston Blount era tan viejo que habría podido ser el bisabuelo de Juan. Cuando Blount tenía un mal día le gustaba hostigar a la señora Chumlig.
La profesora de búsqueda y análisis le sonrió.
—Eso es tan poco probable como convertirse en estrella de la liga de béisbol profesional. Los «agentes de coordinación» puros son ejemplares rarísimos, decano Blount.
—Algunos de nosotros debemos ser administradores.
—Oh. —Chumlig parecía triste, como si intentase decidir cómo dar una mala noticia—. La administración ha cambiado mucho, decano Blount.
Winston Blount se apoyó en el respaldo.
—Vale. Así que tenemos que aprender algunos trucos nuevos.
—Sí. —La señora Chumlig miró al grupo—. Es una idea fundamental. Esta clase es de búsqueda y análisis, el corazón de la economía. Evidentemente, como consumidores necesitamos búsqueda y análisis. En casi todos los trabajos actuales nos ganamos la vida con la búsqueda y el análisis. Pero, al final, debemos saber algo sobre algo.
—Se refiere a esos cursos en los que sacamos malas notas, ¿no? —Era una voz probablemente de alguien que físicamente hacía novillos.
Chumlig suspiró.
—Sí. No dejéis que esas aptitudes desaparezcan. Las habéis visto en acción. Usadlas. Mejoradlas. Lo podéis hacer con una especie de análisis previo que llamo «estudiar».
Una de las estudiantes alzó la mano. Era tan vieja como para hacerlo.
—¿Sí, doctora Xiang?
—Sé que tiene usted razón. Pero… —La mujer miró a sus compañeros. Parecía de la edad de Chumlig, no tan vieja ni de lejos como Winston Blount. Pero tenía una mirada de temor—. Sin embargo, algunas personas son mejores que otras. Ya no soy tan lista como antes. O quizá simplemente los demás lo son más que yo… ¿Qué pasa si hacemos todo lo posible y no resulta suficiente?
Chumlig vaciló. ¿Qué irá a responder?, pensó Juan. Era una pregunta difícil.
—Es un problema que nos afecta a todos, doctora Xiang. La providencia nos repartió a cada uno una mano. En su caso, ha recibido usted una nueva mano y un nuevo comienzo. —Miró al resto de la clase—. Algunos de vosotros pensáis que vuestra mano vital es de dos es y tres es. —Delante de la clase había algunos estudiantes realmente comprometidos, no mucho mayores que Juan. Vestían, pero no tenían gusto para la ropa y jamás habían aprendido codificación colectiva. Mientras Chumlig hablaba, tecleaban con los dedos, buscando «doses» y «treses».
»Pero tengo una teoría sobre la vida sacada directamente del juego —dijo Chumlig—. Siempre hay un camino. Vosotros, cada uno de vosotros, dispone de algunos comodines. Usadlos. Descubrid qué os hace mejores y diferentes. Porque está ahí y sólo tenéis que descubrirlo. Y cuando lo hagáis, podréis ofrecer respuestas a los demás, y los demás estarán dispuestos a daros respuestas a vosotros. En resumen, la serendipidad sintética no viene dada. Caramba, debes crearla tú mismo.
Vaciló mirando las invisibles notas de clase y renunció a la oratoria.
—Dejemos la imagen global. Hoy vamos a hablar sobre la transformación de soluciones de foros de respuesta. Como siempre, aspiramos a plantear la pregunta correcta.
A Juan le gustaba sentarse junto a la pared que daba al exterior, sobre todo cuando la clase se impartía en el tercer piso. Notaba la pared agitándose delicadamente mientras el edificio intentaba mantener el equilibrio. Ese tipo de cosas provocaban ataques de nervios a su madre.
«¡Un fallo del sistema de un segundo y se desmoronará!», se había quejado en una reunión de la asociación de padres. Por otra parte, las construcciones castillo-de-naipes eran baratas… y soportaban un gran terremoto con la misma eficacia con la que soportaban la brisa matutina.
Se apoyó en la pared y prestó atención a Chumlig. Era por eso que la escuela obligaba a asistir en persona a la mayoría de las clases; había que prestar un poco más de atención atrapado en un aula real con un profesor real. Los gráficos de Chumlig flotaban en el aire. Había logrado que la clase le prestase atención; casi no había pintadas insolentes en los bordes de las imágenes.
Y durante un rato Juan también prestó atención. Verdadera atención. Los foros de respuesta podían generar resultados sólidos, normalmente sin coste alguno. Pero no había afiliación, sólo mentes afines intentando resolver los problemas. ¿Qué pasaba si no eras una mente afín? Si pertenecías a un foro de genética, digamos, y creías que la trascripción era una forma de traducción, entonces tardabas meses en llegar a alguna parte.
Así que Juan dejó de prestar atención y recorrió el aula pasando de un punto de vista a otro. Algunos estudiantes habían dejado sus puntos de vista públicos. La mayoría eran simplemente cámaras aleatorias. Mientras se detenía entre saltos hojeó el documento de tareas del Gran Lagarto. De hecho, el Lagarto estaba interesado en algo más que en los viejos. En la lista también aparecían unos cuantos alumnos normales. Aquella afiliación debía de ser tan amplia como la lotería de California.
Se puso a hacer algunas comprobaciones. Como la mayoría de los chicos, tenía mucho material almacenado en su atuendo. Podía ejecutar una búsqueda como ésa directamente en su chaleco. No pasaba al mundo exterior excepto cuando podía ir a un sito del que Chumlig estuviese hablando. A la profesora se le daba realmente bien pillar a los que hacían novillos mentalmente. Pero a Juan se le daba muy bien la codificación colectiva y dirigía su atuendo con pequeños gestos e indicaciones de los ojos. Cuando Chumlig le miró, asintió sonriente y le repitió los últimos segundos de la clase.
En cuanto a los estudiantes viejos… los recauchutados competentes jamás acababan allí; eran ricos y famosos, la gente que poseía gran parte del mundo real. Los que estaban en Educación de Adultos eran los venidos a menos. Esa gente iba goteando en Fairmont durante todo el semestre. Los hospitales geriátricos se negaban a soltarlos a principio de curso. Afirmaban que los ciudadanos mayores eran «socialmente maduros», por tanto capaces de lidiar con el jaleo de un comienzo a mitad de semestre.
Juan pasó de una cara a otra, buscando los registros públicos: Winston Blount. El tipo era un desastre. La medicina para recauchutados era una verdadera lotería. Había cosas que podía curar, otras no. Y lo que surtía efecto difería de una persona a otra. Winston Blount no había sido un completo ganador.
En aquel momento el tipo entornaba los ojos con concentración, intentando seguir el ejemplo de un foro de respuesta que comentaba Chumlig. Había pasado por varias de las clases de Juan, que no podía acceder a sus registros médicos, pero suponía que tenía la mente razonablemente intacta; era tan listo como algunos chicos de la clase. Y en su época había sido un tipo importante en la UCSD. Hacía mucho tiempo.
A la lista de «interesantes».
Y luego estaba Xiu Xiang. Doctora en física, doctora en ingeniería eléctrica; ganadora en 2010 de la medalla presidencial a la computación segura. En general, su índice de logros era casi digno del Nobel. La doctora Xiang permanecía sentada, inclinada hacia delante, mirando la mesa. ¡Intentaba seguir el ritmo de la clase con una página visor! Pobre mujer. Pero seguro que tenía contactos.
Chumlig seguía hablando sobre cómo transformar resultados para obtener nuevas preguntas, sin percatarse de que Juan hacía novillos.
¿Ahora quién? Robert Gu. Por un momento, Juan creyó haberse equivocado de punto de vista. Miró de reojo a la derecha, hacia donde se sentaban los miembros de Educación de Adultos. Robert Gu, doctor en literatura. Un poeta. Estaba sentado con los vejestorios, pero ¡aparentaba unos diecisiete años! Juan llevó su atención aparente de vuelta a la señora Chumlig y examinó de cerca al nuevo. Gu era esbelto, casi esquelético, y alto. Tenía una piel suave y sin mácula. Pero daba la impresión de estar sudando. Juan se arriesgó a echar un vistazo a referencias médicas externas. ¡Aja! Síntomas del tratamiento Venn-Kurasawa. El doctor Robert Gu era un hombre con suerte, ese uno entre mil que respondía por completo a ese aspecto de la magia del recauchutado. Por otra parte, a Juan le daba la impresión de que al tipo se le había acabado la suerte. No respondía en absoluto al ping. Sobre la mesa tenía una página visor arrugada, pero no la estaba usando. Años antes, el tipo había sido incluso más famoso que Xiu Xiang, pero se había convertido en un fracasado todavía peor… De todas formas, ¿qué era el «revisionismo deconstructivo»? Oh. Definitivamente no aparecería en la lista para el Gran Lagarto. Juan echó el nombre a la papelera. Pero… un momento, no había comprobado las relaciones familiares de Gu. Hizo la consulta… y de pronto colgó un mensaje silencioso en letras llameantes ante sus ojos:
Chumlig —› Orozco: ‹ms›¡Tienes todo el día para tus juegos, Juan! Si no vas a prestar atención en clase, quizá sería mejor que la dejases.‹/ms›
Orozco —› Chumlig: ‹ms›¡Lo siento, lo siento!‹/ms›
Suspendió la consulta y abandonó la sesión externa. AI mismo tiempo, repitió los últimos minutos de la clase, intentando desesperadamente resumirla. En la mayoría de las ocasiones, Chumlig se limitaba a plantear una pregunta para ponerlos en evidencia; aquélla era la primera ocasión en que le había amenazado.
Y lo más asombroso: lo había hecho durante una breve pausa, cuando todos los demás la creían consultando sus notas. Juan la miró con renovado respeto.
—Has sido un poco dura con el chico, ¿no te parece? —Ese día Conejo estaba probando una imagen nueva, en esa ocasión basada en las ilustraciones clásicas de Alicia en el país de las maravillas líneas de grabado incluidas. El efecto era completamente absurdo en un cuerpo tridimensional.
El Gran Lagarto no parecía impresionado.
—Tú no deberías estar aquí abajo. Juan es mi afiliado directo, no el tuyo.
—Hoy estamos un poco quisquillosos, ¿no? Simplemente estaba comprobando os límites de mi afiliación.
—Bien, quédate al margen. Juan necesita esta clase.
—Por supuesto que comparto tus motivos caritativos. —Conejo le dedicó al Lagarto una mirada insolente—. Pero le has interrumpido cuando investigaba a alguien que me resulta especialmente interesante. Te he ofrecido afiliaciones excelentes. Si quieres seguir disfrutando de mi apoyo, debes cooperar.
—Mira, quiero que el chico busque por su cuenta, pero no que le hagan daño. —La voz del Lagarto se cortó y Conejo se preguntó si Chumlig se lo estaría pensando mejor. No era que importase. Conejo se lo estaba pasando en grande extendiéndose por toda la escena social del sur de California. Tarde o temprano descubriría de qué iba aquel trabajo.