Tarde en la noche

¿Qué hubieras hecho tú? Estaba tirado en el portal, atravesado al pie de la escalera. Para pasar tenía que saltar por encima de su cuerpo. Al prestarme la casa, mi amiga ya me había advertido que esas cosas podían suceder. Yonquis y borrachos. Prostitutas con sida y vagabundos locos. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo desanduve mi camino y salí de nuevo a la calle con el pulso galopándome en las venas. La retirada no sirvió de gran cosa: eran las cuatro de la madrugada y no se veía un alma. Y tal vez fuera mejor así, porque a esas horas y en ese barrio (en el centro de Madrid, cerca de la Ballesta, donde los edificios se pudren y las noches se pueblan de presencias siniestras) cualquier extraño podía convertirse en tu enemigo. Así que me quedé un rato ahí fuera, tiritando a pesar del bochorno, dudando entre el pánico a la noche negra o el temor al tipo caído en el portal. En esto consiste la vida justamente: en tener que decidir todo el tiempo entre un miedo u otro.

Me asomé con cautela al interior y el bulto seguía sin moverse. Estaría dormido, estaría drogado, estaría borracho; con suerte ni se enteraría de que una mujer pasaba a su lado. A la mezquina y polvorienta luz de la bombilla vi una cazadora de cuero negro, unos pantalones oscuros, unas piernas muy largas. Estaba tumbado sobre un costado, la espalda hacia mí. Me acerqué muy despacio hasta llegar al límite: tendría que vadearle con el siguiente paso. Aguanté la respiración y levanté el pie derecho. Levantarlo muy alto, afianzarlo en el primer escalón, salir zumbando por encima del cuerpo. Pero ¿Y si me agarraba de un tobillo, como en los malos sueños? ¿Y si estaba ahí agazapado esperando mi paso, como un depredador espera a su víctima en la espesura? El automático de la luz tictaqueaba estruendosamente, pero creo que mi corazón era aún más ruidoso. Pasé por encima y mientras lo hacía vi aparecer su cabeza, redonda, casi pelada al cero; su perfil pálido y joven, los ojos cerrados, entreabiertos los labios; y, por último, el pequeño charco de sangre bajo la sien. Entonces sucedieron al mismo tiempo varias cosas: el tipo suspiró, se apagó la bombilla, yo grité y salí corriendo hacia arriba, tropezando en las tinieblas, volándome las espinillas con el filo de los escalones. Alcancé el primer piso, encendí la luz de un puñetazo, abrí mi puerta; y antes de cerrarla y apoyarme contra la hoja sin aliento, creí escuchar una voz que musitaba: «Por favor».

¿Qué hubieras hecho tú? Yo saqué la caja de las herramientas, cogí el martillo y, blandiéndolo defensivamente con la mano derecha, regresé al portal. Una decisión idiota, claro está, porque, de haberlo necesitado, habría sido incapaz de darle un martillazo en la cabeza. Pero he comprobado que en los momentos de apuro, cuando la realidad se muestra en toda su inmediatez y su crudeza, la vida es siempre absurda. De modo que me aferré absurdamente a mi martillo y descendí las escaleras hasta llegar a él. Seguía tumbado y se tocaba la sien con una mano; hizo ademán de incorporarse sobre el codo, pero se derrumbó.

– Estoy mareado. ¿Por qué no avisé a la policía? Tal vez porque le había visto la cara. Porque había suspirado. Me senté en el penúltimo peldaño.

– ¿Estás bien? -dije; una pregunta también idiota.

– Estoy mareado -repitió.

– ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde estás herido?

– No sé…

Dejé el martillo a un lado y le ayudé a sentarse contra la pared. Era muy grande pero muy joven, casi un adolescente. En la cabeza tenia una pequeña brecha. Como la que se hizo mi hija hace seis años, cuando aprendía a montar en bicicleta. El chico me recordaba a mi hija; no porque sus rasgos se asemejaran, sino porque los dos tenían aún todo el futuro en la cara. Vistos desde la otra orilla de la edad, desde la madurez de los ya cumplidos cuarenta años, todos los jóvenes se parecen entre sí, lo mismo que para un occidental todos los chinos son iguales.

– Te tendría que ver un médico.

– No, no, estoy bien. Ya estoy bien. No es nada. Ya me marcho.

Se puso de pie y trastabilló. Le agarré de un brazo.

– Espera, hombre, espera. Sube a casa. Por lo menos te curaré la herida, te sientas un poco…

Le arrastré escaleras arriba algo refunfuñante, le metí en el cuarto de baño y le senté en el bidé. Limpié su cara, manchada de sangre seca, y luego desinfecté y estudié la herida. No parecía gran cosa.

– Deberían darte un par de puntos. El chico se puso de pie y se miró detenidamente en el espejo.

– No es nada. Esto se cierra solo. He tenido peores.

Seguro que decía la verdad. Por debajo del rubiato y cortísimo pelo se adivinaban un par de cicatrices. También la mejilla derecha estaba cruzada por un tajo antiguo: una estrecha línea abultada y lívida que descendía con zigzag de rayo por su cara de niño. Aunque, ahora que le veía bien, a plena luz, alto, fuerte y rapado, con el chirlo canalla partiéndole el carrillo, ya no parecía tan niño como antes.

Ni mucho menos.

– ¿Qué edad tienes?

– ¿Por qué?

El trallazo de su respuesta rezumaba desconfianza: a ti qué te importa, me venía a decir su mirada desdeñosa, su ronca voz de hombre. Porque era un hombre. Qué hacía yo a las cuatro de la madrugada en mi cuarto de baño con un hombre desconocido, con un rapado de chaqueta de cuero e infames cicatrices. La nuca se me quedó fría de repente. Salí del cuarto con premura, aturulladamente (dónde demonios estaría el martillo), intentando disimular mi agitación. El tipo salió detrás y se dejó caer en el sofá.

– Veintidós.

Le miré.

– Tengo veintidós años.

Se pasó las manos por la cara con gesto cansado. Sus ojos eran verdes y rasgados, con largas pestañas color cobre. Eran unos ojos hermosos y delicados, ojos de muchacha. O de adolescente melancólico. De nuevo me pareció muy joven. Indefenso y perdido, como yo, en la ciudad enemiga. Se quitó la cazadora y la tiró al suelo. Debajo llevaba una camiseta blanca desgarrada.

– Estoy matado.

– Te prepararé un café antes de que te vayas.

Porque yo quería que se fuera. Lo pensé mientras trajinaba en la cocina: ya no me asustaba como antes, pero que se fuera. Pero cuando salí, apenas tres minutos más tarde, el chico estaba roncando en el sofá: dormido se le veía tan inocente como mi hija. La camiseta se le había arrugado en la cintura dejando al aire un palmo de su abdomen: un estómago liso, pero no musculoso, blanco y delicado, ausente de vello, inmaduro y pueril. Pero sus brazos desnudos eran fuertes y curtidos y viriles. La contradicción entre esos dos fragmentos de carne, entre el vientre conmovedor y los brazos poderosos, resultaba inquietante, casi obscena (además, tampoco mi hija era inocente: había escogido a su padre, me había rechazado, competía conmigo, me torturaba, mis amigos decían que eso era el Edipo).

Así que me metí en el dormitorio y corrí la cama tras la puerta, por si acaso. De todas maneras sabía que no iba a dormir nada, llevaba muchos días con insomnio. Hacía un calor infame y no podía abrir del todo las persianas: era un primer piso y la ventana estaba al alcance de los bárbaros (ya me lo advirtió mi amiga al dejarme la casa). Y lo peor es que por las rendijas no entraba el aire, pero sí esa peste a basuras de las noches de agosto madrileñas. O tal vez fuera el olor del barrio, que se estaba corrompiendo como un cadáver viejo; olor a sexo en venta y a portales meados y a esquinas desconchadas y a esperanzas podridas. Qué esperanzas se pueden tener a los cuarenta y dos años, sin un duro, traduciendo horrorosas novelas mal pagadas y dando clases de inglés a domicilio, recién separada de un hombre al que creí que amaba (se enamoró de otra) y repudiada por mi hija de doce años, que ha preferido quedarse con él (y con la usurpadora).

Me desperté a la una sudando como un pollo y con la sensación de ser la única persona que quedaba en Madrid tras no haberme enterado de la orden de evacuación por ataque atómico. Recordé al chico y me vestí de arriba abajo antes de correr la cama y salir del cuarto. Pero en la casa no había nadie. Nadie. Miré por todas partes, verificando que el pelado no se hubiera llevado nada, aunque tampoco es que hubiera mucho que robar. Tal vez estuve buscando también alguna huella, un guiño, una nota de gracias; de modo que no sé bien si me alivió o me decepcionó no encontrar ningún rastro. Era como si el muchacho no hubiera existido.

Pasaron los días y me fui haciendo a mi nueva casa. Recorrí las tiendas del barrio y conocí a los vecinos, casi todos ellos ancianos temerosos a la espera de la fatal llegada de los bárbaros: vivían en el edificio como quien habita una trinchera y apenas si se atrevían a salir de noche. Una tarde el más joven de los viejos, un solterón vetusto que hacía las veces de portero, me explicó con detalle cómo la ausencia de ley y de orden nos tenía a las puertas del Apocalipsis. Para colmo de males, añadió, últimamente estábamos en las garras de una banda, unos esquines de ésos, de los calvos, que tenían aterrorizado al barrio los muy bestias; apaleaban y acuchillaban a gente por la calle y habían matado a un negro en la esquina con Valverde. Pensé entonces en mi chico de la cabeza rota, mi náufrago de la noche del chirlo en el moflete, y se me ocurrió que a lo mejor era de la banda. En realidad en el fondo no me lo creía, pero empezó a divertirme el escalofrío de imaginármelo perverso. De haber metido en casa a uno de los gamberros más feroces. Y comencé a contar la historia: a los pocos amigos que habían sobrevivido a mi separación, y a Cherna el editor, cuando fui a ver si tenía algún libro para traducir, y a los dos alumnos que aún no se me habían marchado de vacaciones. Fui adornando el relato en las diversas narraciones con una descripción cada vez más salvaje y torva del muchacho, y todos me decían que era una loca por haber actuado de ese modo. Pero lo decían con un punto de admiración, como siempre se admiran la aventura y el riesgo cuando el resultado es feliz. O como me admiraba yo misma, viéndome por primera vez en mucho tiempo como protagonista de mi propio cuento y recordándome en las dulces locuras de la juventud. Porque yo también había sido un poco hippy, y fumadora de hash, y había vivido aturulladamente cálidas noches interminables que luego, pese a todo, se terminaron.

Y estaba en ésas, entreteniendo la depresión con las mentirillas de mi vida, cuando un día de bochorno insoportable bajé al bar de enfrente a desayunar. Eran las cuatro de la tarde, me acababa de levantar y quería morirme, pero opté por pedir un café, un bocadillo de lomo y una cerveza, en ese orden. Estaba terminando cuando apareció. Me tocó en el hombro, me volví y era él. Más alto de lo que le recordaba, y sobre todo más guapo. Ahora sonreía y tenía un gesto encantador, unos dientes preciosos. Me estremecí, no sé si por miedo a mis propias ensoñaciones o porque me pareció atractivo. ¡Y podría ser mi hijo! Una vergüenza. Miré con disimulo a Pepe, el del bar, y asumí inmediatamente un aire maternal. Que no se me notara. Menos mal que ahí, en el bar, no había contado nada.

– Hombre, ¿qué tal estás? ¿Ya se te ha curado la cabeza?

– Claro, casi, no es nada. Oye, gracias por lo de la otra noche, tía. Me alegro de verte.

Estuvimos hablando un rato, aunque no recuerdo de qué. No me contó por qué le habían abierto el cráneo ni a qué se dedicaba; y yo, cosa extraordinaria, tampoco se lo pregunté. Al final sólo sabía que, para mostrarme su gratitud, quería invitarme a tomar algo, pero que en ese momento no llevaba suficiente dinero; que se llamaba Altor, y que había quedado en pasarme a buscar por casa esa noche alrededor de las dos de la madrugada («antes tengo que hacer algunos bísnes») para darnos una vuelta y beber algo.

– ¿Pero habrá algún local abierto tan tarde?

– A esas horas es cuando empieza a abrir Madrid, tía, tú no sabes.

Y no, en efecto no sabía. Llegó a las dos en punto con los ojos entornados y sacando pecho; me enseño un puñado de billetes que llevaba en el bolsillo y una pequeña sonrisa de suficiencia, la sonrisa segura de sí de quien conoce bien la oscuridad. Era como Buffalo Bill conduciendo a una granjera novata por territorio indio. Caminamos por las calles entre contenedores desbordantes de basuras, árboles sedientos y mansas manadas de coches mal aparcados. Las noches madrileñas de verano tienen algo distinto: un cielo muy bajo, sin estrellas, y un silencio sonoro, lleno de ecos, en donde cualquier sonido reverbera. El repiqueteo de unos tacones, juramentos, risas, gritos aislados, el estallido de una botella rota.

Aitor estaba decidido a cumplir su papel de guía del infierno y me mostró todos los antros y las zonas urbanas más espesas. Las esquinas controladas por la antigua gente de bronce, viejos representantes de la marginalidad y del peligro, y los desfiladeros ocupados por los nuevos comanches. Putas greñudas insultaban a tambaleantes niñas guapas, las tribus enemigas se vigilaban entre sí sin acabar de decidir si rehuirse o pegarse, chulos y camellos defendían con tesón sus territorios. Y, entre medias, unos cuantos centenares de forasteros, chicos y chicas que venían al ombligo de Madrid desde la periferia de la ciudad atraídos por el turbio temblor de lo canalla. Bebimos demasiado, caminamos mucho, cogimos algún taxi, entramos y salimos de locales ensordecedores y agitados. Hay tantísimas personas en la noche, todas hambrientas de algo. Creo que fue en San Blas, en un sitio denso y pegajoso llamado Consulado o tal vez Canciller, moviéndome al ritmo de la música entre muchos otros cuerpos sudorosos, cuando advertí que, por un extraño fenómeno de la verticalidad y la cronología, Altor se encontraba al alcance de mis labios.

Cuando llegamos a casa estaba amaneciendo. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo le desnudé despacio, disfrutando de la revelación de su cuerpo. El pecho pálido, liso e inocente; los muslos robustos; las caderas tibias y gloriosas. Se me había olvidado que bajar un pantalón podía provocar tanta languidez y tanta fiebre. Por la ventana entraba una luz grisácea y primeriza que no alcanzaba a deshacer las sombras remansadas en las esquinas. El mundo era eternamente joven y yo también.

No recuerdo exactamente cuándo vi la noticia en el periódico: tal vez dos o tres días después. La vida, mientras tanto, había seguido siendo un lugar turbador y excitante. Nos levantábamos muy tarde, él se marchaba sin decir adónde, yo intentaba traducir, comer, pensar y ser en mitad del calor y el torbellino, nunca quedábamos en nada pero siempre reaparecía de madrugada. Yo no sabía su teléfono, ni dónde vivía, ni qué hacía: Altor era el misterio. Pero ese misterio se me pudrió dentro cuando leí el reportaje. Hablaba de mi barrio y del grupo de skinheads que tenían aterrorizado al vecindario. La policía los consideraba especialmente peligrosos y les atribuían diversas violaciones, apaleamientos, robos y dos muertes, una de ellas un mendigo que fue quemado vivo; pero no les podían detener porque ningún testigo osaba denunciarlos. Se los conocía, en fin, como la banda del Rajado, porque el líder era un tipo alto con la cara cruzada por un tajo. Esa cicatriz endurecida y pálida, pensé inmediatamente; ese camino de carne rota que yo he recorrido golosamente con la punta de mi lengua hasta llegar a los confines de su boca. Desde que leí la noticia las sospechas empezaron a envenenarme. Fue una ponzoña lenta y dolorosa.

Porque yo le tenía miedo. Al principio fue tan sólo un temor confuso y básico, el miedo elemental al peligro del hombre que casi siempre experimenta la mujer al comenzar una relación con un varón. Pero después de leer el reportaje los riesgos se fueron concretando y se hicieron persecutorios y obsesivos. Me asustaba Aitor, y cuando nos encontrábamos le escrutaba a hurtadillas, intentando adivinar qué había detrás de sus gestos de adulto y su rostro de niño. ¿Era ésa la cara de un asesino? ¿Y ésos los ojos de un violador? Esas manos fuertes y ásperas con las que me encendía, ¿habían blandido cadenas, triturado huesos, sudado las cachas de una navaja? Él era, en la calle, silencioso y seco, taciturno; cuando estábamos solos, juguetón y aniñado; y en la cama, salvaje. No me atrevía a interrogarlo directamente y empecé a ponerle trampas. Le hablaba de los negros, de los vagabundos. El se reía de mí y de mi súbita preocupación por los marginados. Una tarde en un bar, estando él a unos metros de mí, de espaldas en la barra, dije en alta voz: «¡Rajado!». Se volvieron todos menos él.

Pero el miedo aumentaba, y cuanto más le temía más le deseaba y más enferma me sentía. Le llevaba veinte años, podía ser un asesino, yo estaba loca. Los vecinos empezaban a mirarme con desconfianza: les escandalizaba la presencia de Aitor. Yo los rehuía, de la misma manera que rehuía a mis amigos, a mis familiares, a mis conocidos. A ratos me sentía avergonzada de mí misma y más perdida que esas viejas putas que salían de sus guaridas por las noches y subían como una espuma negra por la calle arriba. Me espantaba especialmente que mi ex marido pudiera enterarse: qué pensaría él de mí, y qué le diría entonces a mi hija, rabiosas barbaridades que la alejaban para siempre de mí. Pero después recordaba que mi marido se había ido con una chica a la que llevaba quince años. ¿Quién era él para decirme nada? Y entonces pensaba en Altor no desde mis miedos, sino desde la memoria de mi cuerpo y el calor de mi corazón, y me sentía en la gloria. No es él, Altor no es el Rajado, me convencía a mí misma: es demasiado hermoso, demasiado dulce.

Era dulce, en efecto, con una dulzura torpe y desabrida. Como quien no ha usado esa cualidad en mucho tiempo, o como quien ha sufrido una mutilación y le ha quedado un muñón sensible y dolorido. Aitor era un manco de corazón, un cojo emocional. Necesitado y receloso. Qué le habrían hecho, para dejarle así. Pero también, pensaba yo inmediatamente con el veneno de la duda, qué habría hecho él. La sentimentalidad no es ajena al horror: Hítler amaba a su Eva Braun y acariciaba niños. Y además, ¿no tendíamos a adjudicar a la belleza física unos atributos de bondad inexistentes? ¿Como si los seres hermosos no pudieran ser feos moralmente? Y, sin embargo, había habido en la historia perversos asesinos de perfil deslumbrante. Reflexionando en estas cosas, oyéndole dormir quietamente a mi lado, volvía a perderme en unos remolinos de angustia que me dejaban rota.

No podía seguir así, ya no podía aguantarlo, de modo que empecé a inventarme excusas, a decirle que no dormiría en casa y que no viniera. Y él, a su vez, empezó a ponerse tenso y agresivo. «Qué pasa, tía, ¿te avergüenzas de mí?», rugió un día cuando, al bajar las escaleras, yo me adelanté unos pasos para que el portero no nos viera salir juntos: y en su voz había odio. Esa noche no vino. Para entonces yo ya no trabajaba, no comía, no dormía, no contestaba las llamadas de mi familia ni de mis amigos: estaba como perdida de mí misma, ocupada por él o por su ausencia.

A la mañana siguiente a aquella noche fui a ver a mi madre, a la que tenía abandonada, como a todo lo mío. Regresé a la hora de la siesta: el mundo era una hoguera y la casa un horno. Entré y me fui directamente a la cocina a buscar una cerveza en la nevera; y, cuando me enderecé y cerré el frigorífico? él estaba allí. De pie, a mi lado, en la cocina. Di un chillido y un brinco hacia atrás.

– ¡Qué haces aquí?

– Tranquila…

– ¿Cómo has entrado?

– Por la puerta. Empujé y estaba abierta.

– Eso es mentira. No te acerques.

– Palabra, tía. ¿Qué pasa? Empujé y se abrió.

Se fue a la puerta y llevó a cabo una demostración práctica de cómo se podía entrar de un empellón, “lo ves, si no cierras con llave en realidad no cierras” (¿pero había echado yo la llave esa mañana?), y juró inocencia, y me pidió disculpas por el susto, y sonrió a labios llenos con sus dientes hermosos, dientes sanos y fuertes, dientes de lobo joven bien afilados, tan distinta su boca de la sumida boca de mi madre, un agujero negro orbitado de arrugas, y las costras de papilla reseca en el mentón, y los ojos seniles y vacíos, y el olor a sopa rancia y a orines de la residencia. Tan llena de muerte venía yo, y de vejez extrema, que la sola contemplación del terso rostro de Altor, y la tibieza de su carne joven, eran para mí una especie de bálsamo, una cura de urgencia. Así que me abracé a él y escondí la nariz en el hueco de su cuello, de olor tan delicioso, y me dejé desnudar y amar con más ansia que nunca, como si eso pudiera sanarme de la decrepitud, esa enfermedad mortal que nos crece dentro. Y era tal mi necesidad que creo que él advirtió algo y me quiso mejor, con más ferocidad y más ternura.

– Aitor -me atreví a decirle por vez primera al final-, Aitor, quiero saber más de ti. Qué haces, adónde vas todas las noches, dónde vives.

Él me tapó los ojos con sus manos:

– No quieres saberlo. En realidad no quieres. Pero vi que se quedaba pensativo, como ausente; así que me enrosqué contra él, pese al calor, en un rico nido de sudor con olor a sexo. Creo que nunca nos sentimos tan cerca como entonces, en la paz absoluta del que se considera amado. Fue uno de esos raros instantes de plenitud en los que todo lo creado está en su sitio.

Me desperté bruscamente varias horas después y estaba sola. Alguien aporreaba la puerta: era el vecino que hacía las veces de portero.

– Venía a comunicarle de parte de la comunidad que anoche asaltaron a don Evaristo -dijo muy agitado.

– ¿A don Evariísto?

– Sí, el vecino del cuarto, el señor de la verruga en la nariz. Una cosa horrorosa, le pegaron muchísimo y está en el hospital.

– Vaya, hombre, cuánto lo siento.

– Y fue dentro del portal, ya ve adónde llevan las bromitas estas, eran tres gamberros con chaquetas de cuero, seguro que era la banda del Rajado, ya ve, dentro del portal, ya me dirá usted cómo fue que entraron.

– Pues no, no le diré porque no tengo ni idea. ¿O es que está usted insinuando algo?

– No, si yo, decir, no digo nada. Pero eso, que estas cosas antes no pasaban. Antes los esquínes esos no entraban en la casa. Ya sabíamos todos que esto de sus amistades iba a terminar mal.

Sentí cómo me trepaba la ira por el pecho, pero lo que más me indignaba era constatar que me estaba ruborizando. Es un viejo, me dije intentando calmarme, y tiene miedo. Así que me contuve y contesté:

– Está bien, gracias por el recado. No tienen ustedes ninguna razón en sus sospechas, pero extremaré las precauciones. Buenas noches.

Pero tras cerrar la puerta pensé, ¿son de verdad infundadas sus sospechas? Yo también tenía miedo: y tal vez incluso era culpable. Anoche, justo cuando no vino. Y todas las demás noches, en realidad. Porque, ¿qué hacía Altor desapareciendo siempre a esas horas tan raras? ¿Por qué regresaba de madrugada? ¿Y de dónde sacaba el dinero? Estaba claro que no trabajaba en nada decente, porque durante el día dormíamos siempre hasta tardísimo. Podía ser un camello, por ejemplo. Al principio le busqué señales en el cuerpo, el rastro de la aguja, pero no encontré nada. Y un día me dijo, en una de sus escasas confidencias, que no le gustaba la droga, ninguna droga, porque se le habían muerto unos cuantos amigos. Pero yo sabía que muchos camellos están limpios; que venden el veneno a los demás, pero ellos no lo prueban. Así que Altor podía traficar con drogas, eso como poco; y como mucho podría ser el mismísimo Rajado. Y pensar que yo le había dado una llave del portal. A ver cómo han entrado, decía el viejo.

Aitor me había dejado una nota. La descubrí después, sobre la almohada. «Vendré luego, tarde. Perdona lo de entrar, no quería asustar te. Un beso.» Me sorprendió su letra, redonda, irregular, insegura. Y el te de asustarte separado. No se le veía acostumbrado a escribir. Pero ahora, claro, los jóvenes son ágrafos. Mis alumnos de inglés tienen horribles faltas de ortografía, y eso que son universitarios. Guardé el papel en un cajón y me senté a ver crecer mi angustia. Vendré luego. No quería verle. No quería continuar con esa historia.

Entonces se me ocurrió ir a mirar la puerta. Perdona lo de entrar. Abrí la hoja y escudriñé el resbalón. Sí, eso era, oh sí, lo que me temía, lo que me sospechaba: el marco estaba forzado, la vieja madera astillada, el metal abollado, de manera que el resbalón quedaba holgado y no enganchaba. Tenía razón Aitor, si no se echaba la llave no cerraba. Pero lo que no había dicho era que él había estado manipulando la cerradura. Que la había roto. Vendré luego. La nota empezaba a parecerme amenazante.

Pasaron los minutos, pasaron las horas y al comenzar la madrugada yo me sentía enferma y mareada: de dudas, de miedo y de la ginebra que me había tomado, sola y sin hielo, porque era el único alcohol que tenía en casa y creí necesitarlo. Hasta que a eso de las dos escuché cerrarse el portal y oí los pasos. Pero no, no eran sólo sus pasos: le acompañaba alguien. Escuché voces, risas, una broma susurrada que no pude entender. Venían por lo menos un par de tipos más. Aitor llamó a la puerta. Yo me quedé quieta, aguantando la respiración y los latidos. Aitor volvió a llamar y después le dio un empujón a la hoja. Pero yo había echado la llave y el cerrojo.

– ¡Abre, soy yo! ¿Qué haces? No pensaba abrir, de eso estaba segura. ¿Por qué venía a mi casa con dos desconocidos? Eran tres los del asalto, eso había dicho el viejo. ¿Qué quería Aitor de mí? Yo no le conocía en absoluto, apenas si llevábamos dos semanas juntos, ¡en realidad era un extraño! ¿Cómo había podido ser tan loca? Yo le doblaba la edad, se me caía el culo, tenía celulitis, ¿por qué iba a quererme ese muchacho?

– ¡Abre, tía! ¡Te he oído, sé que estás ahí! ¿Qué cojones te pasa?

Tal vez todo era una trampa, se había ganado mi confianza y ahora traía a los de la banda, para robar, aunque yo no tuviera nada que robar; o para maltratarme, violarme, mutilarme, ellos eran los bárbaros, los comanches, sus bestialidades llenaban los periódicos, todo por el puro placer de herir y de dañar. Como en la película La naranja mecánica, que yo había visto cuando joven. Pero los años habían pasado y ahora yo pertenecía ya a la otra generación, era la vieja a la que asaltaban, cómo había podido creerme que me quería y que podía atraerle, cómo me había metido en ese horrible lío. Para entonces Aitor ya estaba fuera de si, me insultaba a voz en grito y pegaba patadas a la puerta, el escándalo atronaba la escalera y los vecinos debían de estar atrincherados en la oscuridad de sus casas, tiritando. Pero por lo menos la puerta no cedía.

– Joder, tía, estás loca! ¿Quieres humillarme? -rugió al cabo, ronco ya. Para después añadir bajito, casi con dulzura-: Hija de puta…

Y se marcharon. La conversación con el portero, al día siguiente, fue durísima. Tuve que pedir disculpas, ofrecer unas explicaciones mentirosas, pagar de mi bolsillo el cambio de la cerradura del portal, prometer enmienda y escribir una cartita a cada vecino. Porque querían echarme y yo no tenía adónde ir. Llamé a la dueña de la casa a Estados Unidos y le conté la historia por encima; y mi amiga me dijo que la puerta llevaba rota un par de años, desde que alguien intentó forzarla una Semana Santa. Las cosas, en fin, se fueron calmando, esto es, todas las cosas menos mi congoja y mi desasosiego. Y pasaron así un par de semanas, y llegó el fin de julio, y mi hija volvió del campamento y tuvo a bien verme antes de irse con su padre a la playa. Así que vino a casa, y discutimos, y lloré aunque me había prometido no volver a hacerlo. Luego, a eso de las ocho, y para compensar la calamidad de la tarde, la invité a cenar una apestosa hamburguesa de las que a ella le encantan en el McDonald's de Gran Vía.

Llegamos allí andando, mientras mi hija protestaba de lo feo y lo sucio que era mi nuevo barrio: mi hija es una pija de doce años y además mi presencia, yo no sé por qué, parece irritarla. Rezongaba cuando nos pusimos en la cola e hizo el pedido aún malhumorada, con aires desdeñosos de princesa. El chico que nos atendía se quedó parado y fue eso, su absoluta inmovilidad, lo que me hizo mirarle. Hubiera preferido no reconocerle, pero lo hice. Era él. Era Aitor vestido con el absurdo uniforme del local, el chaleco a rayas y la ridícula gorrita. Nos quedamos contemplando con consternación el uno al otro, mientras los relojes se petrificaban y la Tierra se detenía. Al rato oí chillar a mi hija, como si su voz llegara desde muy lejos:

– Pero, mamá, ¿qué os pasa? -gritaba impaciente, golpeando el suelo con un pie.

– ¿Esto es lo que querías saber? -murmuró él; y después, como saliendo de un conjuro, se volvió hacia la niña y le tomó el pedido.

De modo que era eso. El turno de noche del McDonald's. Le miré a hurtadillas: ahora se le veía tan joven, tan previsible, tan inofensivo. ¿Cómo me podía haber acostado con una criatura semejante? ¿Adónde iba yo con un chico así? Ahora se me antojaba un sueño delirante el haberle creído, siquiera por un momento, mí pareja: qué podría saber ese muchacho de mis problemas, de mí divorcio, de la guerra con mi hija, del horror especular de una madre con demencia senil, del desconsuelo de sentir que has desaprovechado ya la mitad de tu vida. No me atrevía ni a imaginar el origen de la cicatriz de su cara: tal vez una caída de bicicleta, como la de mi hija.

– ¿Nos veremos alguna vez? -preguntó en voz baja cuando nos marchamos.

En la mesa más próxima, un viejo harapiento bebía cerveza con pajita de un vaso de plástico. Cómo he podido engañarme y engañarle así, pensé. Cómo he podido. Pero sonreí y le dije, esta vez consciente mente, la última mentira:

– Sí, claro, un día de éstos. Y salí de McDonald's y de su vida sintiéndome una verdadera miserable.

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