Un viaje a Vetusta

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral.»

Mariano dejó caer el libro sobre sus rodillas y se frotó los ojos. Le escocían. Solía tener problemas con sus ojos: a menudo le lagrimeaban y se le ponían tan rojos como los de los gallos. Pero él no era ningún gallo, antes al contrario. De niño los compañeros del colegio le llamaban gallina. Ahora bien, Mariano tampoco se creía un gallina, eso no. El estaba en un punto intermedio entre ambos extremos, él era una perfecta medianía. A sus cuarenta y siete años, Mariano estaba convencido de ser un mediocre, pero, por otra parte, era un mediocre que se sabía mediocre, y eso desde luego tenía cierto mérito, o incluso un mérito notable.

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral.»

Volvió a bajar el libro. No eran sólo los ojos, sino la atención: algo le impedía concentrarse en la habitual lectura de su novelón. Porque Mariano era un hombre rutinario. Todos los días regresaba a la misma hora de su trabajo en el banco, se calentaba en el microondas la comida que había dejado previamente preparada y almorzaba en el comedor viendo la televisión. Después, mientras hacía la digestión, leía la prensa. Luego salía a dar dos horas de paseo por el barrio, recorriendo siempre el mismo itinerario con sus pies ligeros; y digo ligeros porque Mariano era feo, y un poco calvo, y narigudo, y le lagrimeaban los ojos con frecuencia, pero contaba con un cuerpo fuerte y ágil. Acabado el paseo, y antes de entrar en casa, se tornaba un aperitivo en el bar de la esquina: un vermut rojo con seltz y banderilla que era su único exceso en la jornada. Luego subía a su piso y cocinaba, preparando la comida del día siguiente. Por último, se tomaba una cena ligera de fruta y embutidos y se sentaba en el sillón de orejas a leer un libro, a ser posible un novelón de principios de siglo, una mala literatura melodramática que le gustaba mucho porque estaba llena de personajes: y como él llevaba una vida tan solitaria… El volumen que ahora estaba leyendo se titulaba “Un viaje a Vetusta” y era de un tal José Miguel Munardo, un oscuro escribidor de los años veinte que intentaba remedar “La Regenta” con poca gracia. Pero su falta de concentración no era culpa del texto. Le sucedía a veces; en ocasiones, su rutina doméstica, siempre tan cariñosa con él y tan protectora, se le antojaba de súbito asfixiante. Eran unos instantes de aguda zozobra en los que Mariano se sentía ahogado de nostalgia, pero nostalgia, qué cosa tan extraña, de algo que en realidad nunca había vivido: de la excitación de los sentidos de una existencia plena, de la aventura y la pasión y el riesgo.

Mariano nunca había tenido una relación sentimental auténtica… No era virgen, por supuesto que no, y a lo largo de su vida se había acostado con tres mujeres y media, considerando como media una ocasión nefasta en que pegó tal gatillazo que no llegó ni a asomarse a las carnes ajenas. A Mariano no le gustaban las putas, o mejor dicho no le gustaban los hombres que iban de putas, y de ahí lo escueto de su currículo. Pero tanta abstinencia tenía sus riesgos, como el ridículo que había hecho ante aquella media mujer. El papelón había sido tan bochornoso que desde entonces, y ya habían transcurrido cinco años, no había vuelto a acercarse a los placeres y las agonías de la carne.

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido…”. Basta, era imposible, llevaba una hora leyendo la misma frase sin acabar de entenderla. Metió con cuidado el señalador, marcado con sus iniciales, entre las páginas de la novela, y la abandonó sobre la mesa. Fue a la cocina y se preparó una infusión de manzanilla para lavarse los ojos. Mariano era un hombre muy apañado. Se las arreglaba bien viviendo solo: cocinaba, hacía la compra, limpiaba la casa, planchaba la ropa con primor, tenía las plantas bien regadas, los cacharros lavados, los vasos ordenados y relucientes. Las mujeres se asombraban de sus cualidades domésticas; decían admirarle, pero no por ello las conquistaba. Mariano había estado algo enamorado de una de sus tres mujeres y media, una vecina con la que se vio con regularidad durante un par de años: iban al cine muy a menudo y se acostaban muy de cuando en cuando. Pero al final la chica se echó novio, se casó y se fue del edificio; y Mariano se quedó con la sensación de haber sido un mero recurso para ella. A partir de entonces las cosas habían ido cada vez peor. Sin estruendos ni alharacas, sin dramatismos; es decir, no es que Mariano pensara que su vida era una tragedia. No lo era. Tenía un trabajo decente, una buena casa, aficiones; y un par de amigos con los que se veía una vez a la semana. No era una vida horrible, sólo un poco triste; y él se había acostumbrado a convivir en paz con la tristura.

El problema era el mundo moderno, la ciudad. Mariano, que descendía de abuelos campesinos, sabía bien que la vida rural era otra cosa. En el campo, los mediocres y sosos como él no se quedaban solos: siempre había una mediocre sosa y buena chica con la que emparejarse. Pero la ciudad era terrible: todo el mundo vivía separado por ríos y ríos de avenidas hirvientes. Y el círculo social era muy limitado: Mariano, por ejemplo, sólo conocía a la gente de su oficina y a unos pocos vecinos. A ver cómo iba él a encontrar a una mujer si se pasaba el día del trabajo a casa y viceversa. A veces, por las noches, después de leer su novelón, se asomaba al balcón a mirar las luces de la ciudad. Todas esas ventanitas iluminadas eran como botellas de náufragos en la oscuridad: cuántas chicas estupendas, sosas y mediocres estarían detrás de esas ventanas, tan solas y tan tristes como él. Era una verdadera pena, un despilfarro.

Acababa de tumbarse en el sofá con dos algodones empapados de manzanilla tibia sobre los ojos cuando llamaron a la puerta. Fue tan grande el susto que del respingo derramó la taza de la infusión sobre la mesa. ¡Pero si eran las diez y media de la noche! ¿Quién podría querer algo de él en hora tan tardía? Abrió la puerta con gran expectación y sintió a la vez desilusión y alivio al encontrarse con la rubicunda cara de la portera:

– Ay, don Mariano, usted disculpe, pero se me olvidó darle esta carta antes, como fui donde el médico, que tengo la pierna que me duele mucho, usted ya sabe, pues que se me fue de la cabeza, fíjese qué tonta, y corno es del juzgado, pues me he dicho, lo mismo es importante, se la llevas ahora mismo a don Mariano…

¿Del juzgado? ¿Una carta del juzgado para él? Se desembarazó lo más pronto que pudo de Paquita y desgarró el sobre: era una citación para ocho días más tarde. ¡Una citación! Se quedó tan impresionado que no pudo dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente llegó al trabajo más temprano de lo que era en él habitual, y eso que jamás se había retrasado en los dieciocho años que llevaba como empleado. Lo primero que hizo fue pedir consejo al abogado del banco, a quien enseñó, todo tembloroso, el papel fatídico:

– Ni se preocupe, hombre. Seguro que esto es algo relacionado con las multas de tráfico -dijo el tipo tras haber echado una ojeada superficial a la citación.

– Pero es que yo ni sé conducir ni tengo coche -balbució Mariano.

– Pues será cualquier otra cosa. No se apure. Ni caso.

El que no le hacía ni caso era el letrado, de manera que Mariano tuvo que afrontar la inquietud de la espera por sí solo. Transcurrieron los días con lentitud criminal, sin que el acomodo de las pequeñas rutinas cotidianas tuviera su habitual efecto balsámico, antes al contrario, parecían entorpecer la marcha de las horas. Pero todo llega, y al fin llegó la fecha marcada en el papel; y cuando Mariano se presentó en el juzgado embutido en el severo traje de las bodas (lo llamaba así porque se lo había comprado ocho años antes para los esponsales del director de su sucursal), resultó que el antipático abogado del banco había estado más o menos acertado en sus apreciaciones. Porque desde luego era algo relacionado con el tráfico:

– Verá, está usted demandado por el impago de los daños a terceros causados por su coche -le explicó el secretario judicial.

– ¿Mi coche? ¡Pero si no tengo!

– Aquí consta que es usted propietario de un Ford Fiesta matrícula M-2848-EL, vehículo que embistió contra una moto Honda que se encontraba correctamente aparcada, causándole destrozos por valor de 225.000 pesetas.

– ¡Pero, si no sé conducir!

– Pues será por eso, señor mío, será por eso -gruño el secretario, ya aburrido del tema.

A base de tiempo y sofocones, Mariano consiguió comprender lo que estaba pasando. Tres años atrás le habían robado la cartera en el metro, con poco dinero, pero con su carnet de identidad. Repuso el documento y se olvidó del caso, pero al parecer el ladrón había utilizado su carnet para adquirir un coche de segunda mano que ahora una mujer morena iba estrellando con feroz contumacia contra todo tipo de obstáculos: motos, otros vehículos, papeleras municipales. Con la agravante de que el Ford en cuestión no tenía seguro, de modo que los damnificados siempre acababan denunciándole a él, que era el dueño legal que aparecía en los papeles que la mujer mostraba.

La moto Honda no fue sino el comienzo: en las semanas siguientes empezaron a lloverle las denuncias. Mariano explicó su caso una y otra vez, juró de rodillas que el coche no era suyo y se mesó con convincente desesperación sus escasos cabellos, pero no logró que la máquina legal se detuviera. Un día incluso se fue a visitar la gestoría que se había encargado de los papeles de compraventa del Ford.

– ¡Claro que me acuerdo de aquella operación! -exclamó el director de la gestoría en cuanto que fue puesto en antecedentes-: Usted mismo vino aquí en compañía de su esposa, que era iraní, para adquirir el coche.

– ¿Yo? Yo nunca había venido antes por aquí. Ésta es la primera vez que le veo a usted en toda mi vida -respondió Mariano, estupefacto.

– Pues lo siento, pero era usted. Y si no era usted, era alguien que era exactamente usted. Me acuerdo muy bien, porque aquella mujer tenía algo especial, esa cosa árabe y exótica… Era muy atractiva, si me permite usted que hable así de su esposa…

Mariano no tuvo más remedio que permitírselo, de la misma manera que no tuvo más remedio que rendirse a la presión de la injusta justicia e ir pagando uno tras otro todos los desperfectos. Sus discretos ahorros empezaron a menguar rápidamente: de seguir así pronto no tendría nada. Pero no era eso lo que más preocupaba a Mariano. Lo peor era que había perdido la calma, el control, la disciplina; que era incapaz de vivir su antigua vida, como si de repente el sentido o tal vez la resignación que unía sus actos hubiera desaparecido por completo, de modo que su existencia ahora era un caos de fragmentos inconexos, una angustia espasmódica sostenida por una única obsesión: esa mujer, la mujer, la supuesta iraní, la gran impostora; esa hembra enigmática que se hacía pasar por su esposa, que iba invocando su nombre, el nombre de él, por todo el mundo; esa inquietante ladrona, en fin, de su cartera y de su vida.

Pasaron así cerca de seis meses de pesadilla, en el transcurso de los cuales Mariano dejó de ser el empleado modelo: ya no contestaba cuando le preguntaban, tenía la casa llena de polvo y cadáveres de moscas, olvidaba tomarse su vermut vespertino, no volvió a leer un novelón y achicharró más de una vez su comida al recalentarla. Tan desesperado llegó a estar, tan obsesionado por esa mujer remota que se decía suya, que al cabo, y para no volverse loco, decidió pasar a la acción.

Y así, pidió un mes sin empleo y sin sueldo en el banco, se compró un enorme mapa de Madrid que chincheteó a la pared y empezó a analizar los accidentes que la mujer había sufrido. Tres de ellos habían sucedido en sitios lejanos y dispares de la ciudad; pero los otros cuatro habían tenido lugar en un espacio relativamente mínimo del casco urbano, dentro del mismo barrio, en las callejas antiguas por detrás de la plaza de Ramales. Por fuerza la mujer tenía que vivir por allí, o tal vez visitaba a alguien en la zona. Mariano se fue a la plaza de la ópera y empezó a peinar las calles adyacentes; conocía la marca del coche, el color, la matrícula; intentaba encontrar el vehículo para encontrarla a ella. Pero se pasó dos días recorriéndose concienzudamente la barriada sin obtener mayores resultados que un dolor de pies fenomenal. Era como buscar una mísera cana entre las espesas lanas de una oveja.

Entonces fue cuando Mariano tuvo su gran idea, la mejor ocurrencia de su vida. Pensó: los coches necesitan gasolina para funcionar (y éste fue un razonamiento en verdad meritorio, puesto que Mariano no conducía). Y pensó más: en toda la zona no hay otra gasolinera que un modesto dispensador de Campsa en la plaza de Oriente. Partiendo de estas premisas, la conclusión parecía lógica: si la mujer vivía por aquí, en algún momento tendría que repostar en ese surtidor.

De modo que Mariano se trasladó a vivir a la plaza de Oriente. Es decir, se mudó a uno de los bancos de la plaza, desde el que vigilaba día y noche el surtidor de Campsa. Los empleados, mosqueados con su pertinaz y súbita presencia, avisaron a la policía a eso de las once de la noche de su primer día de vigilancia. Al rato apareció una lechera y los guardias le pidieron los papeles.

– ¿Es usted un vagabundo? -preguntaron.

– No, señor agente. Tengo casa y trabajo -argumentó Mariano con un aire muy digno.

– ¿Y qué hace aquí sentado durante todo el día?

– ¿Está prohibido, acaso?

Iba bien vestido y todo estaba en orden, así que tuvieron que dejarlo en paz. Por otra parte, los empleados de Campsa se acostumbraron muy pronto a su presencia y lo incorporaron al paisaje urbano clasificado corno un loco más. Por fortuna el surtidor cerraba de doce de la noche a ocho de la mañana, de modo que Mariano podía ir a su casa, descansar un poco, ducharse, cambiarse de ropa y preparar la tartera con comida para la jornada siguiente. Así fueron cayendo los días, cada vez más engastados en la nueva rutina, cada vez más iguales los unos a los otros. Era noviembre y el tiempo se enfriaba, de modo que Mariano empezó a llevarse una manta con la que se tapaba las rodillas y un termo con café y coñac para aguantar la helada.

Hasta que al fin sucedió. Fue una tarde a eso de las cuatro, cuando en la plaza había poca gente, porque todo el mundo estaba comiendo todavía. Llegó un Ford color guinda bastante viejo y magullado, y se detuvo frente al surtidor. Mariano leyó la matrícula: era la que buscaba. La volvió a leer y a releer: sí, era ésa, no había duda. No se sintió excitado, sino somnoliento, aturdido, sonámbulo. Dobló la manta con cuidado y la dejó en el banco junto con el termo, y luego se dirigió despacio hacia el vehículo. Para entonces debía de llevar unas tres semanas haciendo guardia.

– Hola.

Mariano se asomó por la ventanilla del conductor mientras el empleado de la estación llenaba el depósito y dijo simplemente eso, un «hola» átono y modesto.

– Hola -repitió. La mujer le miró desde abajo, sentada como estaba frente al volante. Se encontraba sola. Frunció el ceño, como alguien que quiere recordar un nombre sin acabar de conseguirlo.

– Soy Mariano -dijo él con sencillez.

Entonces los ojos de la mujer se agrandaron. Eran muy grandes de por sí y muy negros, cargados de pesado rímel y de cohol, pero se abrieron aún más. Con reconocimiento, quizá con algo de sorpresa, pero no con susto, eso desde luego.

– Claro. Mariano -dijo, en un español sin acento de extranjería. Y sonrió amistosa-: Vivo aquí cerca, en la calle Factor. ¿Quieres venir a casa un momento? Podemos tomarnos un café o un té y charlar un rato.

Y Mariano dijo que sí. Asintió a la primera, para su propia sorpresa, y se metió en el coche de la mujer. Con naturalidad aparente, pero con el corazón retumbando en su pecho. Adónde voy, se preguntaba Mariano con angustia mientras daban la vuelta a la plaza de Ramales. Qué me puede pasar. Es una delincuente. Puede ser una trampa. Tal vez quiera matarme. Y el corazón se le estrellaba contra las costillas como un pájaro loco en una jaula.

Aparcó la mujer sobre una acera, salió del Ford y le hizo una seria para que le siguiera. Caminaron por la estrecha calle de Factor hasta llegar al número cinco, que era una vieja casa de vecinos desconchada y lúgubre. Subieron a pie la sórdida escalera hasta el cuarto piso, y allí la mujer abrió una pequeña puerta que parecía añadida con posterioridad al trazado primitivo del edificio.

– Pasa y ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa -dijo ella, hablando por vez primera desde que intercambiaron los saludos en la plaza.

El lugar era diminuto y todas las ventanas daban al patio interior: era uno de esos apartamentos chapuceramente construidos a fuerza de robar habitaciones a un espacioso piso antiguo. Las paredes estaban recubiertas con telas orientales, el sofá era un cúmulo de cojines de seda y había velas e incensarios por todas partes.

– ¿Quieres un café?

– Bueno.

– ¿O mejor un té de menta?

– Bueno.

– ¿En qué quedamos, el café o el té?

– El té. Por favor.

La mujer desapareció tras una rumorosa cortina de abalorios en lo que parecía ser una cocinita y trajinó allá dentro durante unos minutos. Al cabo salió con una bandeja, tazas, una tetera humeante y un plato de buñuelos recubiertos de miel.

Mariano agarró entre dos dedos el pringoso dulce y mordisqueó una punta, más que nada por hacer algo. La mujer sirvió el té. Debía de tener unos treinta y cinco anos y era muy morena, con el pelo rizado y suelto hasta los hombros, la cara carnosa y fuerte. Vestía una falda larga de florecitas, botas vaqueras bastante ruinosas, una camiseta roja y un jersey gris de cuello en pico por encima, tan grueso como si la mujer fuera a pasarse la noche a la intemperie y tan grande como si perteneciera a un varón.

– ¿Eres de verdad iraní? -preguntó Mariano. La chica se rió:

– ¿Yo? Qué va. Soy de Oviedo. Pero salí de allí muy joven.

Permanecieron un rato en silencio, sorbiendo el té y chupando los buñuelos.

– ¿Quieres tu cartera? -dijo ella de repente.

– ¿La tienes todavía?

– Sí, creo que sí. Siempre las tiro. Por seguridad. Pero en este caso no lo hice. No sé por qué. A lo mejor sabía que vendrías alguna vez. Soy medio bruja, ¿sabes?

Desapareció detrás de otra cortina de abalorios y regresó al instante con el billetero en la mano. Mariano lo cogió. Allí estaba su viejo documento de identidad, la tarjeta del cajero automático, unos sellos, el carnet de la seguridad social y el de la biblioteca municipal de donde sacaba prestados sus novelones. Mariano se guardó la cartera en el bolsillo.

– ¿Por qué vas estrellando el coche por todas partes?

La mujer se encogió de hombros.

– No sé conducir muy bien. Y además está esto -dijo, abriendo una cajita de latón que había sobre la mesa y sacando un cigarrillo liado a mano-: ¿Quieres?

Mariano negó con la cabeza, aun sin saber muy bien a qué se estaba negando. La mujer encendió el pitillo y aspiró profundamente. La habitación se llenó de un olor extraño, a hierbas aromáticas y goma quemada.

– Hmmmm… Está bueno. A veces voy tan ciega que me atizo contra todo. Y otras veces voy demasiado deprisa. Eso me decía mi madre en Oviedo antes de palmarla: tú vives demasiado deprisa, nena…

Transcurrieron otros dos minutos de silencio, mientras ella fumaba y él la miraba fumar. Era, en efecto, una mujer muy atractiva. Era oscura, espesa, peligrosa. Tenía un aspecto un poco sucio, con todo ese rimel y el jersey desbocado, pero con una suciedad reciente, fresca, como si hubiera comenzado el día perfectamente limpia, pero luego hubiera corrido y bailado y montado a caballo y atravesado desiertos a la carrera y hecho el amor con alguien. Era una suciedad sensual, provocativa.

– ¿Qué vas a hacer conmigo? -preguntó ella de repente.

Mariano se encogió de hombros.

– Creo que nada. La mujer se sirvió otra taza de té. Su mano temblaba.

– Eres un buen tío. Lo sabía. Cuando te vi lo supe. Yo creo que por eso te escogí. Tengo otros, ¿sabes? Otros carnets de identidad, digo. Pero quería que tú fueras mi marido.

Entonces fue Mariano quien se puso a temblar. Tal vez debería darle las gracias, se dijo, confundido. Pero al final optó por callarse.

– Lo siento -prosiguió ella abruptamente-: Lo siento, Mariano, de verdad. Seguro que te he buscado un montón de problemas. Bueno, pues lo siento. Siempre terminan pagando los más majos.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó él con voz estrangulada.

– Mina, de Belarmina. Un nombre muy feo. ¿Y qué dice tu mujer de todo esto?

– No estoy casado.

– ¿No? Yo tampoco. Pero tengo una hija de trece años. Ella se llama Jade, como la hija de Mick Jagger. Ése sí que es un nombre bonito ¿Y por qué no estás casado?

Mariano dio vueltas al pegajoso buñuelo entre sus dedos.

– No conozco a muchas mujeres. Y creo que… Creo que no les produzco una gran impresión.

Mina abrió la boca de par en par:

– ¿Que no? ¡Pero si eres estupendo! Es que la mayoría de las mujeres no conocen nada de los hombres. Pero yo sí. He trabajado en una barra americana durante siete años, así que figúrate. Soy como un confesor; me lo sé todo. Y hazme caso a mí, tú estás muy bien. A ver, ponte de pie.

Mariano obedeció aunque le entrechocaban las rodillas. La mujer se acercó a él con gesto husmeador, como un tiburón se acercaría a su presa:

– Lo primero, eres alto. ¡Y qué hombros! Anchos, estupendo. Para agarrarse bien. El pecho, duro y liso. Y el vientre no digamos.

Mientras hablaba, Mina empezó a tocar a Mariano con dedos hábiles, mimosos. Suaves dedos capaces de acariciar y de aferrar, formidables dedos de ladrona.

– A ver esas piernas, ese culo… Yo les daría un siete, por lo menos. Las manos, muy bonitas. Y lo mejor, los ojos.

– Me lloran a menudo y se me ponen rojos -se excusó Mariano con un hilo de voz.

– Qué importa que te lloren. Me gusta lo de dentro -contestó la mujer con voz caliente y ronca. Y le besó tiernamente los maltratados párpados.

Lo que vino después fue una hora interminable. Hay personas, no muchas, que tienen la fortuna de probar, en algún momento de sus vidas, el estimulante sabor de la pasión completa; que llegan a conocer el éxtasis de una hora de verdadero amor, el glorioso tiempo de la carne. Hay personas, no muchas, que se han mantenido desde la niñez cerrados como presas, conteniendo en su interior un secreto caudal de sentimientos; y si estos individuos logran algún día abrir sus compuertas roñosas, si llega el momento doloroso y feliz en que se rinden, la abundancia de emoción es de tal magnitud que el mundo se sumerge en un maremoto. No hay mayor prodigio natural que el amor desmedido de quien nunca antes se ha atrevido a amar.

Y así sucedió que aquella tarde en la casa de Mina temblaron las paredes; y Mariano pensó que su propio cuerpo era una armada triunfadora dispuesta a conquistar el resto de su vida. Nunca se había sentido así, tal y como se sintió en su hora inacabable. Pero también las horas inacabables se terminaban y al rato Belarmina comenzó a vestirse mientras la noche se apretaba al otro lado de las ventanas, sobre el patio.

– Bueno, tesoro -dijo la mujer con un guiño afectuoso-: Tengo que irme a recoger a mi hija.

Mariano asintió: en ese momento de culminación no aspiraba a más.

– Te puedo acercar a tu casa -prosiguió ella-: Me pilla de paso. ¡Aunque no sé si llegaremos enteros con el maldito coche! Está hecho una pena. Debería comprar otro.

– Si quieres… -titubeó Mariano-: Si quieres, a mí me quedan unas ochocientas mil pesetas en el banco.

Mina se echó a reír y acarició con la punta de los dedos la mejilla del hombre.

– Es una oferta la mar de generosa. Lo pensaré. A lo mejor te llamo.

Aquella noche Mariano entró en su casa como quien regresa del fin del mundo. Se sentía flotando, tocado por la gracia, rescatado para siempre de la tristura anterior. Su vida había cambiado, de eso estaba seguro; ahora toda la melancolía venidera tendría una memoria y un porqué, ahora la nostalgia sería real, auténtica nostalgia del pasado. Suspiró Mariano, feliz y dolorido, y agarró el novelón cuya lectura había abandonado tantos meses atrás: «Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral». Alzó el rostro y miró alrededor: la rutina palpitaba en torno suyo, confortable y doméstica. Así que encendió la lámpara de pie, se sentó en su sillón de orejas, colocó el libro sobre las rodillas y se puso a leer mientras la esperaba.

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