Noche de Reyes

El zumbido era una lanza clavándose sañudamente en su cerebro en carne viva. Braceó a tientas, aún medio dormido, en un torpe pero determinado empeño de destrozar el despertador. Un ruido confuso de objetos caídos le hizo comprender que había errado su objetivo. Lo intentó otra vez: era como nadar fatigosamente contra el embozo de la cama.

Ahora escuchó un tintineo de cristales rotos, pero el zumbido continuaba. Abrió un ojo y sus neuronas aullaron bajo el ataque de la luz. Lentamente, heroicamente, Pedro giró la cabeza. Su cerebro, a estas alturas definitivamente licuado, se estrelló como un maremoto contra sus sienes. La mesilla, que siempre estaba atestada, se encontraba insólitamente despejada gracias a sus manotazos. Y en medio de la inmensa planicie berreaba con malignidad el despertador. Alzó el brazo con el mismo esfuerzo sobrehumano con que el agonizante, en su aliento postrero, señala acusadoramente a aquel que ha sido su asesino; y después dejó caer el puño pesadamente sobre el maldito chisme. El reloj crujió, patinó y quedó barriga arriba, como una alimaña reventada. Callado al fin el muy canalla. Cielos.

Veamos, ¿era verano, era invierno? ¿Era lunes o domingo? El despertador zumbaba por puro sadismo o quizá avisaba de algún quehacer concreto. ¿Y qué demonios podría ser, en ese caso, ese enigmático quehacer? ¿Quién era él, en suma, además de un residuo de carne dolorida? Durante unos instantes, Pedro se esforzó en pescar la información en el tembloroso mar de su cerebro. Sí, claro, ya se iba acordando. El era economista. Y había una oficina. Él trabajaba. La condena de su empleo cayó sobre él como una losa. Además era invierno, jornada laborable. Era exactamente el 5 de enero. Mañana, día de Reyes, sería fiesta. Pero hoy tenía que acudir a la oficina. Se ovilló en la cama, sobrecogido. Imposible. No se sentía con fuerzas para hacerlo. Los moribundos no trabajan, y era obvio que él se encontraba medio muerto. La noche anterior. La noche anterior había bebido mucho. Recordaba el barullo borroso de las gentes, las copas vacías. ¿Por qué se pasó la noche sosteniendo copas siempre vacías en la mano? Una fiesta. Eso es. Lola había dado una fiesta en su apartamento. Pedro se veía llegando a la casa, pero no saliendo. Y en el tránsito neblinoso que unía ambos momentos había pasado algo. Algo quizá tremendo. Pedro no lo recordaba, pero en su olvido latía un dolor, una vergüenza, un deseo de no saber. Perfectamente, entonces: no quería saber lo en absoluto. Empujó su desazón a las profundidades de la desmemoria más total. Se encontraba demasiado enfermo como para luchar con los recuerdos.

Se sentó en la cama, y en el encierro de su cráneo se desencadenó una vez más un ceremoto. Sintió náuseas. Contempló con ojos rencorosos el despertador. Las agujas marcaban las once. ¡Las once! ¿Cómo era posible? Sin duda lo había puesto mal la noche anterior, esa noche de brumas tan densas. Verificó la hora con su reloj de pulsera. Sí, no cabía duda, eran las once. Y la humanidad, es decir, sus compañeros de trabajo, llevaba ya más de ciento veinte minutos de laboriosísima existencia. Está bien, pensó, es el destino. Hoy no apareceré por la oficina. Y, enardecido por ese regalo de los hados, Pedro apoyó airosamente los pies en el suelo y se clavó un cristal en el talón.

Bufó y blasfemó un buen rato mientras se extraía la esquirla y ponía las sábanas perdidas de sangre. El suelo estaba cubierto de astillas de vidrio, sin duda los residuos de un cenicero que él mismo acababa de tirar en su pelea contra el reloj. Subió cautelosa- mente ambas piernas al barco seguro de la cama y observó con desaliento el mundo hostil que le rodeaba: un apartamento de soltero de dimensiones tan microscópicas que parecía mentira que cupiera en él tanto mal gusto. Las paredes estaban llenas de lamparones, quizá las huellas de las lágrimas de los antiguos ocupantes, y la fealdad de los muebles era tan insultante que parecía premeditada, como si los hubieran escogido así para forzar a los inquilinos a la fuga. Era el típico agujero urbano para aves de paso. Pero Pedro llevaba ya más de un año aquí. Desde que se separó de su mujer.

Suspiró, rebuscó entre los restos del cenicero y encontró una colilla de dimensiones aún aprovechables. La encendió, aspirando profundamente. Sus pulmones gimieron y se aplastaron contra el estómago. Sintió náuseas. Revisó mentalmente su estado general: las sienes le martilleaban, su boca era un horno requemado habitado por una lengua de bayeta, el talón le pinchaba, en sus bronquios soplaba el simún del desierto, el estómago le bailaba una polca, sentía como si un enano estuviera pisándole los ojos y los sesos le chapoteaban por ahí dentro. O sea, lo normal. Encendió la segunda colilla y empezó a recuperar la confianza. Qué caramba, era la víspera de Reyes. De niño, ésa era la noche del año que más le gustaba. Se ducharía, se vestiría y saldría a desayunar un buen café con leche, con roscón. Se tomaría el día para sí, una jornada feliz, plácida y serena. Pero lo primero era llamar a la oficina. Marcó resueltamente el número directo de su división y esperó a que su segunda de a bordo contestase. Pero no descolgó Lola, sino Concha. «¿Y Lola?», preguntó él. «¡Naturalmente no ha venido!», respondió la mujer con voz helada. ¿Naturalmente? ¿Por la fiesta de la víspera? ¿Porque se acostó muy tarde? Pero el tono reprobador d e Concha despertaba ecos inquietantes en su memoria, encendía diminutas candelas entre las tinieblas del olvido. Pedro se apresuró a apagar las luces del recuerdo y explicó que no podía ir a trabajar porque había sufrido un cólico nefrítico; era una excusa que ya había utilizado otras tres veces, pero a fin de cuentas ésa era la idiosincrasia de los cólicos, el repetirse. «Pues Camacho ha preguntado dos veces por ti», añadió la mujer con malevolencia. Camacho, su jefe inmediato. Que en los últimos tiempos se estaba poniendo de lo más impertinente y puntilloso, como si todo lo que él hiciera le molestase. «Pues lo siento, pero estoy enfermo. Intentaré curarme para pasado mañana», contestó Pedro, procurando imprimir en su voz la justa y sobria indignación que le embargaba. Y colgó. Joder, no le dejan a uno ni padecer un cólico nefrítico.

El mostrador del bar en el que entró rebosaba roscones de Reyes en diversos estados de consunción, y ese paisaje de bollos relucientes y frutas confitadas había evocado en Pedro el sabor de tiempos cálidos y añejos. Pero en el momento de pedir se dio cuenta de que en realidad no le apetecía tomar café con leche. Tenía sed, y tras algunas dudas decidió beberse una cerveza. Claro que pedir roscón con cerveza resultaba un poco raro, así que optó por prescindir también del bollo. Una hora más tarde, ya se había tomado tres cañas y unos pinchos de anchoas con aceitunas; había conversado amenamente con un vecino de barra sobre la ambición sin tino de las mujeres, siempre exigiendo costosísimos regalos en estas fechas. Y había salido del bar, en fin, lo bastante tonificado en alma y cuerpo. No había cumplido su primer propósito de un desayuno tradicional, pero ahora se compraría los periódicos y se pondría a leerlos placenteramente en algún café antiguo y tranquilo. Así que comenzó a caminar en busca de un quiosco bajo el frío sol de invierno. Fue una casualidad. Fue una asombrosa coincidencia que su pasear plácido y sin rumbo le llevara a un puerto conocido. Súbitamente, Pedro se descubrió frente al portal de su antigua casa. Diez años antes, cuando apenas si contaba veintitrés, él y Ana habían atravesado ese portal por vez primera. Cogidos de la mano, como niños que se aventuran, tímidamente, en el bosque de la vida. Esa manita de Ana, tan dócil, tan tibia y diminuta, una mano inocente que aún no había aprendido a arrojarle ceniceros de vidrio a la cabeza. Aunque, afortunadamente, nunca llegó a controlar bien su puntería. Eso fue una suerte, después de todo.

No habían tenido hijos. En eso también fueron afortunados. Así, cuando se separaron, pudieron hacerlo limpiamente, quirúrgicamente, sin que quedara nada entre ellos, aparte de nueve años de vida en común y un reguero de ilusiones destripadas. O sea, una bagatela, pura filfa. Por eso, porque no quedaba nada, Pedro y Ana no habían conservado ningún tipo de contacto. Hacía muchos meses que no se habían visto, que ni siquiera se habían hablado por teléfono. Bien mirado, eso también era una tontería. Había que normalizar la situación, aunque no pudieran ser amigos. Ya que el azar le había guiado hasta su casa, Pedro podría subir un momento a ver si su ex mujer estaba. Sólo para saludarla brevemente, con una amabilidad fría y correcta. Para normalizar la situación. O, incluso, podría invitarla a comer.

Hace un día precioso, le diría, vámonos a almorzar. Quién sabe, a lo mejor podían volver a ser amigos, después de todo. Sí, la invitaría a comer; podrían ir al Ruano, ese restaurante que le gustaba tanto a Ana. Almorzarían opíparamente y a los postres tomarían roscón de Reyes; y Ana, claro está, se pondría nerviosa como una niña, tan ansiosa de que le tocara la sorpresa que haría trampas y hundiría prospectivamente el dedo en todo el bollo. Como antes.

Y todo era verdaderamente como antes: el portal con plantas de plástico, los buzones metálicos, incluso la frase que alguien había grabado a punta de navaja en las paredes del ascensor: «Paquita es mía». Sólo que ahora Pedro no tenía llave de su casa. Llamó al timbre. Ana abrió. Vestida con un jersey y unos pantalones que Pedro no conocía, y frunciendo la boca en una expresión de pasmo que conocía sobradamente. «Hola», dijo él. Y sonrió. Ella no. «¿No me invitas a entrar? Pasaba por aquí. Felices Reyes.» Se encaminó decididamente hacia la sala, y Ana le siguió. Los muebles se veían distintos. ¡Ana había cambiado los muebles de su casa! El sofá estaba ahora arrimado a la pared de enfrente, y había una mesa nueva. Y no veía su butaca. ¡Su butaca preferida no estaba! Pedro apretó las mandíbulas.

Bueno, ¿y qué? Era lógico. ¿A él qué le importaba que Ana cambiase la decoración como le viniera en gana? Sonreír. Eso era lo que tenía que hacer. Sonreír e invitar a comer a su ex mujer.

«¿Qué has hecho con mi butaca?», rugió Pedro. «¿Y a ti qué te importa? No es tu butaca. Es mía», ladró ella. «Tuya, claro. Como la casa entera. Te quedaste con todo.» «La casa es alquilada. Y no me quedé con todo. Creía que las cosas habían quedado lo suficientemente claras cuando hablamos con el abogado.» ¡Las cosas claras! ¿Qué cosas? ¿Que Ana vestía ropas extrañas, que era capaz de vivir sin él, que en su casa, su propia casa, apenas si flotaba su recuerdo? Apretó los puños y se dirigió al armarito de la esquina. Por lo menos el whisky seguía ahí. Agarró la botella y se encaminó hacia la cocina, con Ana pegada a sus talones. «¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? ¿A qué has venido?», insistía ella, con esa manía suya habitual de repetir las cosas veinte veces. Pedro sacó un vaso del armario y se sirvió un generoso whisky, sin hielo y sin agua, que apuró de un trago. He venido para hacerte feliz, pensó. Y se llenó de nuevo el vaso. Ana se había recostado contra la lavadora y había encendido nerviosamente un cigarrillo. ¡Ana estaba fumando! No era posible: ¡Ana fumaba! Ahí estaba, chupando su pitillo con desfachatada naturalidad. Y el humo tejía finos anillos grises en torno a ella, del mismo modo que los cinturones de asteroides se ciñen en torno a un planeta desconocido e inalcanzable.

«¡He venido a llevarme el frigorífico!», gruñó Pedro abalanzándose hacia el electrodoméstico. «¡No! ¡El frigorífico no! ¡Es mío!», gritó ella, abrazándome desesperadamente a la nevera. «¡Lo compré yo con mí dinero!», aullaba él, mientras luchaba contra el mueble y su ex mujer. «¿Qué dinero? ¿Y todos esos años en los que fui tú criada, quién me los paga?», bramaba ella dándole manotazos y aferrándose como si tuviera ventosas a la superficie lacada del aparato. Forcejearon durante un rato, con el frigorífico chirriando y dando tumbos, hasta que la puerta se abrió y cayeron al suelo, haciéndose añicos, un par de botellas. Se detuvieron ambos, jadeantes. «Ana. Por favor. Dame el frigorífico. Por favor. La nevera del apartamento es una mierda, no funciona. Nada funciona. Por favor», susurró él, casi llorando. Ana lo miró. Y luego, dando un suspiro, desenchufó el electrodoméstico y comenzó a vaciarlo rápidamente: «Llévatelo. Y no vuelvas». A Pedro le tomó más de un cuarto de hora arrastrar el armatoste hasta el descansillo, mientras Ana le contemplaba impasible, cruzada de brazos, fumando cigarro tras cigarro. Meter la nevera en el ascensor fue otra proeza, y Pedro quedó atrapado como una polilla entre el mueble y el espejo. «Adiós», dijo entonces Ana, cerrando la puerta y pulsando desde fuera el botón de bajada como quien acciona la palanca de la silla eléctrica. La caja retembló y descendió los cinco pisos con desesperante lentitud, hasta detenerse al fin en el bajo. ¿Qué otra cosa podía hacer él? Salió, oteó el horizonte, cerró cuidadosamente la puerta del ascensor y huyó, abandonando la nevera a su destino.

Su cabeza estaba llena de un gas burbujeante. Pedro conocía esa sensación. Así empezaba el ciclo. Cuando salió de casa de Ana entró en un bar y se tomó otro whisky. Luego se encerró en una cabina telefónica y comenzó a marcar todos los números que contenía su agenda. En orden descendiente. De los más apetecibles a los menos. Estaba más o menos hacia la mitad de la escala cuando consiguió que Paco y Pilar le invitaran a comer. Bueno, no exactamente a comer, porque ya eran las cuatro de la tarde. «Pero pásate por casa y te daremos algo.» Y aquí estaba ahora, tomando queso con pan mientras sus amigos bebían café. Y con la cabeza llena de un gas burbujeante. Así empezaba el ciclo. Luego, unas cuantas copas más allá, el gas se convertiría en vapor; y su cráneo en una olla a presión a punto de estallar. Más tarde, las neuronas se le harían agua. Después barro. Y, por último, la sesera se le solidificaría convertida en un granítico adoquín. Conocía bien el proceso. En fin, ahora que estaba en la mejor parte convenía aprovecharse. Así que le pidió un whisky a Pilar.

Paco, mientras tanto, fumaba en pipa y hablaba como una cotorra alegre de amigos comunes. «¿Sabes lo último de Gabriela? ¿No lo sabes? Pues es la monda. ¿Sabes el novio ese que tenía? ¿No lo sabes? Sí, hombre, ese abogado que ella decía que era el hombre de su vida… a las dos semanas de haberle conocido. Pues bueno, ya le ha dejado. Ahora sale con otro. Le conoció en un viaje a Barcelona, hace nada, hace unos días. Y ya está diciendo que éste sí que es el hombre de su vida, y que van a quererse para siempre. A ver cuánto le dura. Es que la gente va como loca, no lo entiendo», y, diciendo esto, Paco contemplaba a Pilar con una orgullosa sonrisa de antiguo dueño.

No es la gente la que va como loca, es la vida, pensaba Pedro. La vida era una locura inexplicable. A medida que se iba adentrando en las brumosas rutas del alcohol, Pedro creía advertir cierto chisporroteo en su memoria. Como si sólo se pudiera acceder a los recuerdos de los momentos etílicos agarrándose uno, una vez más, una considerable melopea. A medida que se iba emborrachando, la fiesta de la víspera parecía empezar a reconstruirse en su cabeza. No quería. No quería acordarse porque presentía que había algo amenazador en todo ello. Pero no podía evitarlo. Ahí estaban los recuerdos, emergiendo sobre el mar del olvido como la punta de un frío y acerado iceberg. Y ahí estaba Lola, su compañera de trabajo, su subordinada, con la que había estado saliendo en los últimos dos o tres meses. El día anterior había sido su cumpleaños. Y por eso hizo la fiesta. Estaban todos, todos los colegas de la oficina. Menos los jefes. Él, Pedro, era el único directivo que había acudido. Porque, claro, estaba ligando con la chica. Bien mirado, Lola había sido muy valiente. Quizá demasiado. En la fiesta había dejado entender abiertamente que ellos dos estaban enrollados. Bueno, en realidad no había nada que ocultar, porque ambos se encontraban sin pareja. Pero, aun así, ¿no estaba corriendo demasiado? Claro que él le había dicho que la quería. Que la quería sólo para él y para siempre.

Entonces, ayer, ahora lo recordaba, pidió a Lola, no sabía por qué, que le enseñara fotos de su infancia. Riendo, y en mitad de la fiesta, se retiraron los dos a un cuartito pequeño. Allí Lola sacó el cajón de las fotos. Y, junto a las instantáneas infantiles, estaban todas las demás, todas las fotos de su historia, Lola con sus tres novios anteriores, con los tres hombres con los que había vivido. «Éstas no las veas», dijo ella. Pero él gruñó, fascinado y aun divertido: «Dame, dame. Quiero verlas todas. No admitiré ni una censura». Y ahí fueron pasando. Rectángulos de brillantes colores o desvaídas polaroids. Lola besándose con el primero ante la torre Eiffel. Lola y el segundo cogidos de la mano, sonrientes, saliendo a la carrera de un soleado y espumoso mar.

Lola y el tercero ante el pino de Navidad en Navidad. Lola en el campo, en la cocina de su casa, en una reunión familiar, en una fiesta de cumpleaños con un cucuruchito en la cabeza, siempre con sus hombres al lado, imágenes congeladas de la felicidad, cegadores cromos de la dicha. Y las fotos iban cayendo como caen sobre una piel lacerada los latigazos del verdugo, abriendo un poco más la llaga cada vez. No, Pedro no tenía celos de esos tres hombres: tenía celos de la vida. Añoraba la inocencia de Lola y su propia inocencia. Deseaba haber sido él quien la llevara de la mano en esa playa; él quien le colocara el cucurucho en la cabeza. Un Pedro intacto que no hubiera despilfarrado aún su credulidad, un Pedro ignorante de las pérdidas. Si Lola ya había vivido todos los espejismos de la dicha, ¿qué podía ofrecerle a él a estas alturas? ¿Una emoción de segunda mano, envejecida y cautelosa? ¿Para pasar luego él, Pedro, a formar parte de la colección de fotos del fracaso? ¿De los que alguna vez quisieron ser y no pudieron?

Frente a él, al otro lado de la mesa y de la existencia, Paco seguía mordiendo su pipa y charloteando. Con todo, Pedro sospechaba que no era eso lo peor. Lo de las fotos. Había algo más enterrado en el pozo salvador del olvido, algo que pugnaba por salir y que era oscuro. Algo que había sucedido en esa fiesta de lo que él no quería ni acordarse. Sacudió la cabeza, deseoso de cerrar la puerta de la memoria. Pilar se inclinó afectuosamente sobre él: «¿Te pasa algo? A mí me parece que estás bastante chispa. ¿Quieres que te prepare un café?». Pilar tenía el pelo castaño y los ojos azules. Y una cara suave, sensible, acogedora. Pedro la sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí: «Pilar, tú eres la mujer que me conviene». «Sí, claro. Porque soy la que ahora está más cerca», dijo ella, intentando soltarse. Pero Pedro la estrechó con más firmeza: «Te lo digo en serio». Y era verdad. Súbitamente Pilar refulgía ante él con todos sus atributos femeninos. Era una mujer serena, aposentada. Una persona dulce y cariñosa, y al mismo tiempo inteligente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo mucho que le gustaba Pilar, de lo bien que le casaba? Ella sería la única mujer del mundo capaz de entenderle en todas sus arruguitas interiores. ¡Si incluso le gustaba el ajedrez, como a él! Ella podría materializar el sueño de la gemelidad, del otro idéntico. Era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre, por los siglos de los siglos. «Deja a este idiota y vente conmigo, Pilar, vente conmigo.»

Entonces a Paco y a Pilar les entró de repente una prisa tremenda por salir. Tenían que hacer unas compras de última hora para los Reyes del niño, le dijeron, aprovechando que la criatura estaba visitando a los abuelos. Así que Pedro tuvo que apurar el whisky a toda velocidad, y ponerse el abrigo a trompicones, y salir con ellos a la calle, gélida calle invernal, noche cerrada; y ellos se marcharon cogidos del brazo, dejándole allí tirado en mitad de la acera, con la cabeza llena de vapor y maldiciendo a ese repugnante niño de siete años que aún no había aprendido que los Reyes son siempre los padres.

El acomodador le despertó más bien de malos modos: «Que se ha acabado la sesión». Pedro parpadeó, atontado, y se asombró de encontrarse en mitad de un cine vacío. Sí, ahora lo recordaba: se había metido aquí por pasar el rato. Y, entre cabezada y cabezada, aún había alcanzado a ver en la pantalla breves escenas inconexas de chicos y chicas felicísimos. Como las fotos de Lola, aquella noche. Se levantó torpemente y salió de la sala. La cabeza le pesaba como un plomo, pero el nivel de alcohol de su sangre parecía haber descendido notablemente. Entró en un bar que había junto al cine y se tomó un cubalibre y dos pinchos de tortilla. Era un local miserable y siniestro, con luces de neón y un camarero sucio y mal encarado tras la barra. Pedro era el único parroquiano, y el camarero simulaba limpiar el mostrador con una bayeta cochambrosa, moviendo de un lado para otro unos roscones de Reyes de aspecto pétreo. Pedro miró el reloj. Las 12.15. Era el momento de animarse. Se daría una vuelta por el Jamaica, que era el lugar de copas que más frecuentaba. El dueño era un conocido, y allí siempre aparecía algún amigo. Salió del bar. Las calles estaban llenas de gente con paquetes. Sintió náuseas. Seguro que las repugnantes tortillas que acababa de tomar se encontraban en malas condiciones.

El Jamaica estaba animadísimo, con actuaciones en vivo y fiesta especial de noche de Reyes. Navegó hasta la barra entre el gentío, siendo saludado en el trayecto por unos cuantos hombres a los que no creía conocer. Un par de copas más tarde ya conocía a todo el mundo. Conversó largamente sobre coches con un tipo medianamente borracho, y sobre las reformas económicas de Gorbachov con otro tipo borracho por completo. Una mujer muy gorda con un vestido de florecitas a la última moda del 68 le colocó un cucurucho de papel dorado en la cabeza. Un poliomielítico que decía ser amigo íntimo suyo le convidó a una raya de coca en los retretes.

Sus neuronas navegaban ya medio licuefatas por los anchos espacios siderales cuando cayó sentado en un sofá junto a una chica rubia y pálida. La chica sonrió y pestañeó con entusiasmo. «Una fiesta estupenda», dijo ella. «Estupenda», corroboró pastosamente él. Se encontraban en un rincón especialmente oscuro del local, pero Pedro pudo advertir, aun a pesar de la penumbra, que la mujer no era rubia natural, sino teñida; que sus pestañas tenían una longitud demasiado tiesa y sospechosa, y que su propio rostro se encontraba sepultado bajo una gruesa capa de maquillaje a medio derretir. Llevaba un bolero de lentejuelas de plástico y tenía los dientes manchados de carmín. «¿Y tú qué haces?», preguntó la mujer. «Despreciarme», contestó Pedro amablemente. «Noooo», rió ella, «digo que a qué te dedicas». «Soy economista.» «Ahhhh, qué interesante», exclamó la chica, con aspecto de encontrarse verdaderamente interesada. «¿Estás solo?», añadió después, mirándole escrutadoramente por debajo del rígido toldo de sus pestañas. ¿Lo estaba?, se cuestionó Pedro mentalmente. Era una pregunta demasiado difícil de responder. Contempló la atestada pista de baile, en la que se agitaba espasmódicamente una muchedumbre heterogénea, con sombreritos de papel charol en la coronilla y expresiones de tonta satisfacción en el semblante. De cuando en cuando, una batería de luces estroboscópicas recortaba sus figuras en el tiempo, una colección de imágenes congeladas, cromos de envidiable felicidad, imposibles fotos de la dicha.

Pedro se volvió hacia la mujer. En realidad, pensó, debe de ser bastante joven. Si se lavara el pringue de la cara; si se quitara las pestañas postizas y se restañara el carmín violento de los labios. Si se dejase crecer el pelo de su color, que debía de ser castaño tierno, la chica podía estar bien, incluso muy bien. Tenía algo en los ojos, y en el tímido nerviosismo de sus rasgos, que la hacía frágil, deseable. En el fondo, se dijo Pedro, es una prisionera de sí misma. Como yo. Dentro de ella, por debajo de la mujer pintarrajeada, se encuentra su yo más dulce y delicado. Del mismo modo que él, Pedro, guardaba en su interior lo mejor de sí mismo, un Pedro más noble, más sensible, digno de no dudar de ser amado. Sólo que nadie había sabido mirarle tan profundo. Esta muchacha, sin embargo, esta chica de las pestañas de cemento, quizá fuera capaz de verle como nadie. Desterrada de sí misma ella también, podía ser la única mujer del mundo que le entendiera en todas sus arruguitas interiores. Suspiró, emocionado, observando con inmensa ternura los dientes manchados de rojo de la chica. Sí, seguro que sí: ella podría materializar el sueño de la gemelidad, del otro idéntico. Era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre, por los siglos de los siglos. Así que la cogió vehementemente de las manos y le dijo: «Tienes que ser mía, mía para toda la vida. Nada podrá hacernos daño si estamos juntos». Y la chica primero rió, luego tosió y después gruñó, porque Pedro le estaba retorciendo las muñecas, y empezó a agitarse, molesta, e incluso dio un gritito, y al final él la soltó, y la chica se puso en pie, dijo que iba un momento al servicio y desapareció para no volver a regresar.

Así que al poco rato Pedro abandonó el sofá y se dirigió hacia la barra como el pájaro desplumado por la tormenta que acude por instinto a un bebedero. Pero por el camino se cruzó con un camarero que estaba sirviendo porciones de roscón. Se detuvo, encandilado por el antiguo olor a bollo recién hecho. Cogió un pedazo: estaba tibio aún y tenía un aspecto formidable, coronado de almendras y de crujientes láminas de azúcar. Se contempló en el dulce como quien se mira en el espejo mágico de un cuento: el aromático roscón reflejaba su imagen infantil, un Pedro perdido en el pasado. Iba a dar un bocado a la esponjosa masa cuando alguien dejó caer una mano sobre su espalda: «Hombre, Pedro, por lo que se ve te has curado milagrosamente de tu cólico». Era Camacho, su jefe inmediato. Precisamente él, de entre los cinco mil millones de seres de este mundo. Sonreía, pero su voz era un bloque de hielo. «Sí, gracias, parece que estoy algo mejor», contestó Pedro dignamente, intentando modular la frase sin farfulleos. «¿Algo mejor, dices? Qué curioso.

Yo, sin embargo, te veo cada vez peor. Te vas devaluando, chico. A estas alturas apenas si vales dos pesetas. ¿Qué opinas tú, Teresa?» Fue en ese momento cuando Pedro advirtió su presencia. El prototipo de la hembra estupenda: joven, elástica, trigueña natural, carnal y lánguida. Era Teresa, la secretaria de Camacho y también su amante secreta. Secreta tan sólo en el sentido de que Camacho estaba casado; porque, por lo demás, era público y notorio que andaban juntos. Desde que Teresa entró en la firma, un par de años atrás, ya se sabía que Camacho la había contratado sólo porque era su querida. «Yo lo veo más bien poquita cosa», comentó la muchacha con sonrisilla vengativa. «No te lo tomarás a mal, ¿verdad?», añadió Camacho palmeando su espalda jovialmente: «Es sólo una broma… Como tu cólico.

Por cierto, creo que me voy a comer tu roscón. A ti no te conviene nada, ¿sabes? Tengo entendido que es malísimo para los riñones». Y, arrebatándole el bollo de las manos, Camacho dio media vuelta y desapareció con Teresa entre el gentío.

Entonces Pedro recordó. Su memoria se abrió y vomitó todos los monstruos abisales: las escenas prohibidas de la noche anterior. Cuando terminó de ver las fotos de Lola, Pedro había bebido un poco, y luego otro poco, y después muchísimo más, y al final volaba materialmente por encima del suelo subido a unas piernas deshuesadas. Fue entonces cuando se fijó en Teresa, fulgurante en su traje rojo, en sus unas rojas, en sus labios rojos, un ensangrentado aullido de mujer resonando en medio de la fiesta. Él la miró, apreció toda su carnalidad, su fuerza de hembra; y comprendió que Teresa era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre. Así que comenzó declarándole su amor y terminó abalanzándose sobre ella, babeándola, estrujándola, rasgándole el escote.,del vestido antes de que los demás le separaran por la fuerza, antes de que Lola se pusiera a llorar con grandes hipos y Teresa le insultara vulgarmente. Camacho no estaba en la reunión, pero sin duda ya había sido informado del suceso.

Lo que más le escocía a Pedro es que Camacho ni siquiera hubiera pretendido pegarse con él. No le consideraba rival ni para eso.

A Pedro le había costado un buen rato de negociación y mil pesetas el que el barman del Jamaica le diera un paquete de azúcar. Era un paquete grande, probablemente de un kilo, y pesaba agradablemente entre sus manos. Comenzó a recorrer las calles adyacentes al Jamaica. El aire estaba limpio y helado, y era un alivio tras la pesada atmósfera del club. De cuando en cuando pasaba un coche bullicioso, noctámbulos que regresaban de una fiesta. Era una madrugada hermosa y escarchada, la noche más mágica del año. En estas horas frías llegaban los Reyes para aquellos que aún sabían verlos; pero hacía mucho tiempo que Pedro había dejado de mirar.

Cruzó de acera. Cojeaba porque le dolía bastante el talón izquierdo. ¿Y por qué le dolía? ¿Se trataba quizás de un simple efecto más de la borrachera monumental que padecía? ¿Se le habría concentrado el alcohol precisamente en ese pie? Se encogió de hombros, demasiado aturdido para proseguir con sus pesquisas fisiológicas. Y además había encontrado su objetivo: ahí estaba, aparcado en la esquina, el ostentoso coche de Camacho.

Con ayuda de una piedra y de las llaves de su casa, Pedro consiguió abrir en Pocos minutos el tapón del depósito de gasolina. Rasgó el papel del azúcar, brindó a la Luna y sonrió. «Por Teresa», dijo, y echó medio paquete en el depósito. Luego cerró la tapa con cuidado, borrando todas las huellas de su crimen. Y se alejó despacio, disfrutando.

Un centenar de metros más allá, un par de barrenderos regaban la calle. Pedro se detuvo, contemplando cómo el agua a presión se llevaba los restos de la noche. Uno de los barrenderos era una chica. Muy joven, apenas si aparentaba los dieciocho años. Era una chica robusta y de rostro lozano y agradable, y ofrecía un gracioso aspecto embutida en sus rudas ropas de color butano. Pedro la observó, deleitándose con la brusquedad adolescente de sus movimientos, con su enternecedora seriedad de trabajadora responsable. ¿Y si fuera ella? ¿Y si esta muchacha fuera su regalo de Reyes de la noche? Una chica tan joven que él podría enseñarla, educarla, construirla conforme a sus deseos. Una persona simple y afectuosa. Pedro sintió esponjarse en su interior la tibieza de un brote de cariño. Él la haría feliz, la mimaría; porque era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer plácidamente junto a ella. Deseó acariciar su pelo; deseó quitarle los enormes guantes y besar, una a una, las puntas de sus diez deditos. Deseó hacerle un regalo inmenso, portentoso. Pero no tenía nada que ofrecerle. Nada más que la media bolsa de azúcar que aún llevaba en la mano. Y, sin embargo, ¿por qué no?, quizá entre los blancos y rechinantes granos se escondiera un diamante, un diamante dulce como el azúcar, un diamante para siempre, cuya presencia en el paquete fuera un milagro de Reyes, la sorpresa del roscón que tanto anhelaba siempre Ana. Pedro se acercó a la muchacha y extendió, tembloroso, la bolsa de azúcar ante sí: «Ten. Es para ti. Es mi regalo». Y la chica, frunciendo los labios en una mueca deliciosa, contestó suavemente: «Anda, tío. Vete a dormir la mona y no fastidies».

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