Él

Todo empezó hace ya mucho tiempo, media vida, la mitad de mi vida (o de la de él). Fue en la década de los setenta y yo tenía veinte años. Veinte años, siete meses y catorce días. Aquella mañana me había tomado un ácido: eran las cosas que se hacían por entonces. En realidad me lo había tomado la noche anterior, con unos amigos; pero sus efectos duraban todavía y Madrid era un lugar irisado y elástico. Iba sola y a pie hacia mi casa por la calle Bailén. Estábamos en el mes de enero y la mañana era tan transparente y fría como un carámbano. Llegué al Viaducto; los taludes laterales de hierba que caían sobre el abismo se encontraban cubiertos de escarcha blanca y dura. La resaca del ácido multiplicó la belleza de la escena hasta el delirio; la hierba erizada y rechinante, con su arquitectura de cristales, parecía la inmensidad polar del micromundo, un universo enano que acababa de crearse sólo para mí.

No recuerdo cómo bajé, y tampoco por qué. Mi primera memoria del espanto fue un estruendo aterrador de témpanos que se desploman en la Antártida. Me miré a los pies, y tardé un tiempo infinito en comprender que ese estruendo era el ruido de mis talones al deslizarse por encima de la hierba del talud, aplastando las delicadas hebras de la escarcha. Entonces entendí: había abandonado la seguridad de la calle, había saltado por encima del pretil, había descendido por la pina ladera congelada; y, en un momento dado, había empezado a resbalar. Patinaba lentamente, talud abajo, hacia el abismo que se abría a mis pies. Apenas si quedaban tres metros de tierra por delante; y después estaba la gran caída. Treinta metros, quizá, hasta la dura acera de la calle Segovia, que pasa por debajo del Viaducto. Y, sin embargo, no acababa de caer. Tuve que hacer otro inmenso esfuerzo de concentración para darme cuenta de que estaba agarrada a unas ramitas. Mi vida pendía de dos briznas de matorral reseco.

Empecé a gritar. Me oí pedir socorro allá a lo lejos: y bajo mis pies crujía ensordecedoramente el hielo roto. Seguía gritando cuando le vi asomarse sobre el pretil. «Calma», me dijo; «tranquilízate, ahorra las fuerzas. No tengas miedo: te sacaré de ahí». Era un chico joven. Moreno, el pelo corto y crespo, los ojos grises, un lunar junto al labio: vi su rostro con pavorosa precisión lisérgica. «Tranquila», seguía diciendo él, mientras pasaba una pierna por encima del muro, y luego otra; y ahora ya estaba del mismo lado que yo, sólo que más arriba y aún agarrado a la seguridad inalcanzable de la piedra.

Le vi mirar alrededor el camino a seguir, y luego, con total decisión y una calma envidiable, empezó a bajar por la ladera helada. Se apoyó en una piedra, puso el pie derecho en una hendidura, se sujetó después a unos matorrales. Antes de que pudiera darme cuenta ya le tenía muy cerca. Su barbilla era picuda, sus pómulos altos. Me tendió una mano: «Tranquila, tranquila». Pero yo no podía cogerle sin soltarme, yo no podía cogerle sin caerme. Gente de nuevo. Era un ruido espantoso: mi propio chillido me asustó. El chico volvió a hablar: «¡Cálmate! Ya estoy aquí. No te va a pasar nada, no te preocupes». Pero la voz le salía entrecortada, envuelta entre columnas de vapor. Bajó un paso más y resbaló medio metro por la pendiente: sin embargo, consiguió sujetarse a un esmirriado brezo. Ahora estaba un poco por debajo, junto a mí. Resoplaba como un motor mal ajustado. Afianzó los talones en la ladera y me empujó hacia arriba. «Coge aquella rama.» La cogí. «Pon el pie ahí arriba.» Intenté ponerlo. Él empujaba y empujaba desde atrás, y yo, cosa increíble, iba subiendo. Sobre mi cabeza, otro hombre, arrimado al pretil, extendía su brazo hacia nosotros. Crujía la escarcha, resonaban nuestras respiraciones agitadas, retumbaba mi corazón en los oídos: el resto era silencio. Al fin, el tipo de arriba logró asirme de la muñeca y tiró de mí. Perdí el contacto con las manos del chico mientras iba volando hacia la vida junto al muro ya, sujeta por varios brazos, me volví a mirar. Él seguía trepando poco a poco. Entonces sucedió: el brezo, sobre el que ahora apoyaba un pie, se arrancó de cuajo con un coágulo de tierra entre las raíces. El muchacho perdió apoyo, pataleó sobre la pendiente resbaladiza, se intentó agarrar a las hierbas congeladas, frágiles y arácnidas, que se iban haciendo trizas bajo sus dedos. Durante un instante de quietud interminable le vi allá abajo, con los brazos y las piernas extendidos en aspa, su rostro vuelto hacia nosotros, sus ojos en los míos, con una expresión intensa pero inexplicable, ni un grito, ni un rictus, sólo esos ojos ardiendo en una cara tan impenetrable como el mármol. Y luego, súbitamente, desapareció. Cayó, se desplomó, voló extendido como una estrella por los aires.

Se rompió contra el suelo, allá abajo, con un crujido sordo, insoportable. Escuché un alarido: de nuevo había salido de mi boca.

Se llamaba Miguel Reguero, eso lo supe luego. Tenía veintiún años. Veintiún años, tres meses y siete días. Estudiaba el último curso de Ciencias Exactas y era un alumno brillante. Le gustaban las novelas de Vladimir Nabokov, la música de Pink Floyd, el ajedrez, los churros recién hechos, las películas de Stanley Kubrick, la ciencia-ficción, correr por las mañanas seis o siete kilómetros. Todo esto y mucho más lo fui conociendo poco a poco, con ávida ansiedad, a fuerza de ir exprimiendo a sus amigos de la facultad, a sus conocidos, a sus padres. Miguel había muerto por mí, había muerto en mi muerte, y ahora yo llevaba sobre mis hombros el peso insoportable de su vida.

Era hijo único. Su padre era subdirector en un periódico; su madre, traductora de inglés. Gente educada e inteligente, de modo que su dolor fue también educado y discreto. Yo me colapsé, enfermé, medio enloquecí. Merodeé como un tiburón alucinado por el funeral y por el entierro, sin valor para acercarme, sin valor para irme. Un par de meses después, obsesionada, me presenté de madrugada en el periódico en donde trabajaba el padre; y el hombre, con rara cortesía, no me echó. Empecé a frecuentar su compañía: le llamaba de vez en cuando, le esperaba a la salida del diario. Me ofrecí para hacerles recados, a él o a su mujer; para acompañarles a donde quisieran, para atender sus necesidades. Quería restañar, cerrar, cauterizar la herida infinita; quería aliviar, llenar, cegar el hueco irrellenable. En las siguientes Navidades, les obsequié con aquellos regalos que pensé que Miguel les habría hecho: un pañuelo italiano de seda para la madre, una pipa tallada para el padre. La noche que le di los paquetitos, envueltos en papel festivo y restallante (era una madrugada de diciembre, muy cerca del primer aniversario de la muerte de él), el padre cogió las cajas con dedos recelosos, como si estuviera manipulando un explosivo. «Escucha», me dijo: «Escucha, si de verdad quieres hacernos un favor, no vuelvas más. No llames, no aparezcas, no des señales de vida, por favor. Cada vez que te vemos nos acordamos de él: y preferiríamos verte muerta». Ése fue el final de mis ansias filiales.

Pero no el final de la pesadilla. Abandoné a mi gente. A mi familia, con la que, por otra parte, nunca me había entendido bien. A mis amigos, todos ellos melenudos y fronterizos, todos ellos con vocación de marginales. Cambié de aspecto. Dejé las faldas floreadas, los pañuelos baratos de la India. Ahora me vestía con ropas discretas e imprecisas, pantalones vaqueros, jerséis grises o azules, ese tipo de prendas que uno jamás recuerda, atuendos-sombra para perderse en ellos. Empecé a frecuentar el bar de Exactas. Allí me hice amiga de los amigos de Miguel: me contaron sus gustos, sus modos, sus costumbres. Me puse a estudiar matemáticas por mi cuenta, aunque por entonces yo cursaba Derecho y nunca se me habían dado bien las Ciencias. Me debatía durante semanas y semanas con cuestiones teóricas tan impenetrables como un bloque de plomo: problemas sobre las lógicas polivalentes, por ejemplo, y sus relaciones con la lógica clásica y binarla… Ésos eran los estudios que desarrollaba Miguel antes de matarse con mi muerte. Intenté reproducir, en mi pobre cabeza, toda esa vida neuronal que yo había cercenado.

Y corría por las mañanas, por supuesto. Yo, que siempre había sido nocturna y perezosa, empecé a levantarme de madrugada y a dar trotes por el barrio como una autómata, bien envuelta en franelas deportivas. Sólo entonces, corriendo, con el corazón aturdido y la sangre zumbándome en los oídos, lograba dejar de escuchar el crujido fatal de los huesos al romperse. Corría, pues, mañana tras mañana, y al acabar la ordalía desayunaba churros en un bar, disfrutando del dolor de los músculos, del cuerpo torturado (ese cuerpo robado a los gusanos: mientras que el de él ya era un puro detritus, polvo orgánico).

No volví a tomar un ácido, no volví a beber alcohol, no volví a fumar un cigarrillo. Mi organismo era un templo, porque él lo había consagrado con su sacrificio. Todo cuanto hacía en la vida, y todas las decisiones que iba tomando, las asumía pensando en Miguel. ¿Qué hubiera hecho él?, me preguntaba. ¿Habría ido a esta película o a esta otra, comprado este libro o aquél, alquilado este apartamento o el de la glorieta? Con el transcurso de los años, las preguntas se sumergieron por debajo del nivel de la conciencia, como pesados peces abisales. Ya no tenía ni que cuestionarme las elecciones: elegía sin más, con la certidumbre de estar haciendo lo debido y lo adecuado, aquello que Miguel hubiera hecho. Pero todas y cada una de las noches, al intentar dormirme, volvía a revivir el momento atroz de la caída, ese cuerpo en forma de aspa, esa estrella de carne, ese grito ensordecedor que yo grité por él.

Hice la carrera de Exactas por libre y me convertí en una profesora de matemáticas muy mediocre y muy triste. Residía en la zona antigua de la ciudad, corría un puñado de kilómetros todas las mañanas, jugaba al ajedrez los domingos, cultivaba con fría eficiencia a los amigos de Miguel. La vida transcurría veloz e inanimada, esa vida ajena que yo vivía, semejante a un tren que atravesara la llanura cerca de mí, agitándome apenas con el rebufo del aire desplazado.

El único punto incierto y conflictivo residía en el terreno sentimental: porque yo no quería, no podía enamorarme. Exiliada de mí, carecía de cuerpo y existencia propios para compartirlos con un hombre. Intenté contemplar a las mujeres con los ojos de él (imborrables, persecutorios ojos grises); e incluso me metí una vez en la cama con una chica pelirroja de grandes pechos que a él seguramente le habría gustado. Fue un desastre. Era una mala suerte que tanto Miguel como yo fuéramos estrictamente heterosexuales: de otro modo nos las hubiéramos podido arreglar mejor. Tal como estaban las cosas, tan sólo el deseo carnal se sublevó a mi voluntad de entrega; y de cuando en cuando me sorprendía a mí misma mirando a algún varón con hambre en la mirada. Entonces doblaba la longitud de mis carreras matinales: diez o doce kilómetros, en lugar de seis, para castigar ese cuerpo insumiso. Terminaba herida, acalambrada, tenebrosamente satisfecha.

Así pasó un decenio, y luego otro. Un día me encontré cumpliendo cuarenta años (y él cuarenta y uno). Miré hacia dentro de mí y no vi nada. Me había ido vaciando poco a poco, de manera insensible e irremediable. Era como un organismo anestesiado pero aún vivo sobre el que se hubiera practicado, por error, una lenta autopsia general: un día te extraen una rebanada de cerebro, al siguiente un puñado de vísceras, luego dos picudas vértebras lumbares. La mutilación había proseguido implacable por ahí dentro durante veinte años, mientras yo añoraba ser capaz de sufrir, añoraba poder agarrarme a algo tan concreto como el dolor para detener tanta devastación. Pero no: nunca sentí nada. Llegué a sospechar que estaba muerta; que en verdad era yo quien se había caído aquella mañana de enero en el Viaducto; y que los últimos e interminables veinte años no eran más que un espasmo infinitesimal de mi cerebro, la alucinación final de mi agonía.

Aún me arrastré por mi rutina varios meses más, mientras en mi interior culminaba el hundimiento. Y entonces empezó a suceder algo terrible. Ocurría por las noches, cuando me encontraba en mi cama, aprisionada por el estrecho encierro de las sábanas, como quien se halla en la oscura boca de un cañón que te va a disparar hacia tus pesadillas. Entonces, en esos momentos siempre vertiginosos, siempre inciertos e inermes de la entrada en el sueño, yo ya no recordaba obsesivamente la caída de él, sino que no tenía nada, absolutamente nada en qué pensar. Qué terrible pobreza, qué desamparo el de quien no tiene en qué pensar antes de la pequeña muerte del dormir. Ahora cerraba los ojos y sólo veía oscuridad. Un infierno polar de hielo negro. Se puede vivir sin dinero, se puede vivir sin familia, se puede vivir sin amor, se puede vivir incluso sin vivir (esto es, viviendo una vidita miserable). Pero es imposible seguir adelante sin tener ensueños dentro de la cabeza. Sin que palpite en tu interior ni una pequeña idea ni se enciendan algunas fantasías por los rincones. No hay nada tan insoportable e inhumano como la ausencia total de imaginación.

Volvía a ser enero, y eso me pareció un signo, un presagio, casi un mandato expreso del Destino. Una mañana helada, en fin, caminé hasta el Viaducto. No había vuelto jamás desde aquel día y me sobresaltó la semejanza con mi recuerdo: el lugar había cambiado muy poco en esos años. Los taludes de hierba seguían estando ahí, de nuevo escarchados y brillantes. Pero en esta ocasión no necesitaba hacerlo tan difícil. Nada de bajar por la ladera: bastaría con saltar desde el pretil. Asomé la cabeza: habían puesto una red metálica contra suicidas, pero desde donde yo estaba podría salvarla fácilmente. Apoyé las manos sobre el pretil, áspero y frío: un par de movimientos más y todo habría acabado. Me precipitaría en el vacío, el cuerpo en aspa, una estrella de carne; sena un brevísimo vuelo y luego nada. Veinte años después, mi muerte me alcanzaba.

Y entonces sucedió. Algo se completó súbitamente dentro de mi cerebro, como si hubiera colocado la última pieza de un rompecabezas gigantesco. Fue un rayo de conocimiento, una descarga eléctrica: ahora, como en una revelación, la vida parecía mostrarme su carpintería, el entramado oculto que aguanta y da sentido a la realidad. Por supuesto: yo no podía suicidarme, ya que le debía mi existencia a él. Pero, al mismo tiempo, y al renunciar al suicidio, que era en verdad lo único que a esas alturas me quedaba, estaba saldando definitivamente mi vieja deuda con Miguel: si su muerte hipotecó mi vida, ahora su no-vida quedaba compensada con mi no-muerte. Aprecié, con vieja costumbre profesional, el equilibrio lógico de esta construcción de la existencia; y luego me dije: odio las matemáticas. Sí, odiaba la Lógica, y las Ciencias Exactas, y dar clases. Odiaba mi vida enajenada y monacal; odiaba mi cuerpo casi intacto. De repente, en aquella mañana de enero, dos decenios más tarde, yo era yo.

Han pasado dos años desde entonces. Ahora trabajo como responsable de finanzas en una ONG y estoy coqueteando con mi vecino, un tipo divorciado y con un niño. Mis noches son como las de los demás mortales: algunas serenas, otras angustiadas, todas ellas habitadas o perseguidas por imágenes. Gano poco dinero, trabajo demasiado y el vecino no me hace mucho caso: no es una vida espléndida, en fin, pero es mi vida. En la sala de mi casa tengo una foto enmarcada de Miguel. El vecino me ha preguntado quién era. Yo le he contestado que mi marido; que habíamos estado viviendo juntos (pero muy, muy juntos) durante veinte años. Y que al fin, pobre hombre, ha fallecido.

Загрузка...