Capítulo 14

La mujer moderna actual debe comprender que los hombres a menudo dicen una cosa y piensan otra. Por ejemplo: «¿Te gustaría acompañarme a dar un paseo a la luz de la luna?» significa: «Quiero besarte». Sin embargo, cuando un hombre dice «Quiero besarte», no hay posibilidad de confundir el significado de sus palabras. La única cuestión por dilucidar es si la dama deseará corresponderle.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Tres horas después de su regreso a Creston Manor, y tras haber dejado a Victoria en el salón con su tía, Nathan seguía paseándose por los confines de su habitación con las ideas entremezcladas como una madeja de hilo totalmente liada. Tendría que haber estado concentrándose en intentar averiguar dónde podían estar escondidas las joyas. De hecho, tendría que haber salido a buscarlas. Aun así, había dado su palabra de que no efectuaría ninguna búsqueda sin Victoria, y pasar más tiempo con ella no era en ese momento una buena idea. Menos aún cuando su capacidad de autocontrol estaba casi a punto de jugarle una mala pasada. Maldición, Victoria había prendido fuego en él. Simplemente sentándose en una manta. Verla comer había sido un ejercicio de tortura. Había requerido de un monumental esfuerzo para no apartar a un lado la comida y simplemente estrecharla entre sus brazos. Nathan había creído que tenderse boca arriba y cerrar los ojos para no verla le sería de alguna ayuda, pero al reclinarse tan solo había logrado desear con todo su ser tirar de ella y tumbarla sobre su cuerpo estirado.

Se mesó los cabellos y dejó escapar un largo suspiro. Demonios, por supuesto que había conocido antes el deseo, pero ese… ese doloroso deseo por ella, la intensa pasión que Victoria inspiraba en él, no podía compararse a nada de lo que había experimentado hasta entonces. Siempre se había considerado un hombre dotado de una gran capacidad de autocontrol, delicadeza y paciencia. Pero de algún modo Victoria le despojaba de esas tres cualidades. No quería besarla, no. Lo que deseaba era devorarla. No quería bajarle el vestido de los hombros, sino que deseaba arrancárselo del cuerpo. Con los dientes. No quería seducirla lentamente. Lo que en realidad deseaba era empujarla contra la pared más cercana y simplemente fundirse con ella. Hacerle el amor tórrida, sudorosa, desbocada y abrasadoramente. Luego, volverla de espaldas y empezar de nuevo. Si Victoria hubiera llegado a saber la mitad de las cosas que deseaba hacerle, hacer con ella, casi con toda probabilidad jamás lograría recuperarse de la conmoción.

Cuando la necesidad de sentir las manos sobre ella, de besarla, se hubo por fin convertido en algo insoportable, Nathan se había rendido al deseo aunque había hecho denodados esfuerzos por contenerse y apenas la había tocado. Si bien había salido airoso del trance, el esfuerzo le había pasado factura. A pesar de que había deseado desesperadamente seguir con ella junto al arroyo y prolongar la excursión, conocía sus limitaciones y bien sabía que las había alcanzado con creces. Una caricia más o un beso más habrían derrumbado el tenue control que todavía ejercía sobre sus actos.

Se detuvo junto a la ventana, abarcando con la mirada la vasta extensión de césped, los árboles inmensos y la lengua de aguas azules y coronadas de pequeñas orlas blancas visibles en la distancia. Esa vista siempre le había calmado. Pero ya no. Sentía tensos los nervios y los músculos, y una sensación de frustración como no la había sentido en su vida merodeaba por su ser. Y, maldición, todo eso era culpa de Victoria.

Soltó un gemido y se pasó las manos por la cara. ¿Acaso había creído que podía resistirse a ella? Sí. Y quizá podría haberlo conseguido si la atracción que sentía hacia ella no hubiera pasado de algo meramente físico. Al menos había abrigado la esperanza de poder mantenerse firme ante los encantos de una mujer que era solamente hermosa. Y la oportunidad era sin duda mayor si la mujer en cuestión resultaba ser superficial, hueca y fastidiosa, como había supuesto que ocurriría con Victoria.

Pero ¿cómo resistirse al encanto de una mujer que no era solo hermosa, sino que daba muestra de tantas otras facetas que él encontraba irresistibles? La había deseado desde el momento en que la había visto, pero cada instante que había pasado en su compañía revelaba otra inesperada faceta de su personalidad que no hacía más que aumentar el hambre que la joven despertaba en él.

Victoria había demostrado no tener miedo a hacerle frente. Era una mujer divertida. Ingeniosa. Inteligente. Le había ofrecido su compasión, su amabilidad y comprensión. Le creía inocente del delito que se le imputaba. Había intentado ganarse la amistad de sus patos. Le gustaba su gata. Su perro. Y su perro y su gata le habían tomado cariño. A pesar de todas sus posesiones, había sufrido la soledad, y el hecho de que hubiera sido capaz de renunciar a todas esas posesiones, y a su belleza, por poder pasar un día más con su madre…

Maldición, en ningún momento había esperado encontrar en ella una mujer… vulnerable. No había imaginado que Victoria pudiera tocarle el corazón. No había deseado encariñarse así con ella. Sintiendo el corazón acelerado, el estómago encogido y la mente adormecida. Una mujer que jamás sería suya. Una mujer que, en cuestión de semanas, se prometería a otro hombre.

– ¡Agh! -Se apretó los párpados con la base de las manos para apartar la tortuosa imagen en la que ella levantaba el rostro para recibir el beso de otro hombre. Basta. Necesitaba desterrarla de su mente. Borrar el sabor, el olor y el contacto de Victoria. Tenía que empezar a concentrarse en las cosas en las que debería estar pensando. Las joyas. Para así poder dar con ellas o bien convencerse de que no había la menor esperanza de encontrarlas y recoger sus cosas y a sus animales y volver a su tranquila vida.

Un baño. Un largo y vigorizante baño en el agua fría le devolvería el juicio y enfriaría ese ardor indeseado.

Aliviado al saberse poseedor de un plan, salió apresuradamente de su habitación. Al entrar en el vestíbulo, preguntó a Langston en voz baja:

– ¿Dónde están todos?

– Su hermano se ha ido a Penzance y ha dado instrucciones de que no le esperen hasta tarde -informó el mayordomo con voz queda-. Su padre, lady Victoria y lady Delia toman el té en la terraza.

Excelente. Podía evitar fácilmente la terraza.

– Si alguien le pregunta, no me ha visto. Estaré de vuelta para la cena.

– Sí, doctor Nathan.

Con un suspiro de alivio, salió de la casa.


Victoria removió un terrón de azúcar en su tercera taza de té; y asintió con aire ausente a lo que decía tía Delia. Y no es que importara demasiado que no estuviera prestando atención a la conversación sobre una fiesta a la que tía Delia y lord Rutledge habían asistido casi una década antes, pues estaba convencida de que su presencia había quedado poco menos que olvidada. No se había producido una sola interrupción en animado parloteo que tenía lugar entre su tía y lord Rutledge desde que una hora antes se habían sentado a tomar el té. Había pensado en disculparse y abandonar la mesa, pero no podía resistirse al delicioso clima de esa magnífica tarde. Y, si por el contrario, optaba por permanecer en la casa, tendría que vérselas a solas con sus pensamientos… una perspectiva que no deseaba contemplar. Habría tiempo de sobra para ello durante la larga noche que la esperaba.

Además, le producía un inmenso placer ver a su tía tan animada y disfrutando de ese modo. Había algunos hombres con los que tía Delia acudía a lo ópera de vez en cuando, jamás le faltaban parejas en un baile, pero no dejaba de insistir en que se trataba de hombres a los que la unía una larga amistad.

Victoria nunca había visto sonrojarse a su tía. Un favorecedor rubor teñía el rostro de la señora al tiempo que se reía de algo que lord Rutledge, quien sin duda también disfrutaba de la conversación, había dicho.

Un apagado repiqueteo en las losas situadas tras ella llamó la atención de Victoria, que se volvió de inmediato. R.B., con la cabeza regiamente alzada, cruzaba trotando la terraza en dirección a ella. Al llegar a su lado, le estampó suavemente su enorme cabeza contra el muslo. Con una discreta risilla, le rascó detrás de las orejas mientras el animal levantaba el morro y olisqueaba el aire.

– Hueles a galletas, ¿verdad? -murmuró.

La mirada entusiasta que asomó a los inteligentes ojos oscuros de R.B. indicó claramente que así era. Victoria rompió su galleta y le ofreció un trozo al perro, que, después de dar cuenta de la golosina, apoyó la cabeza en sus rodillas y le dedicó una mirada de absoluta adoración.

– Hum. Supongo que debo pensar que semejante atención es fruto de la gratitud, aunque algo me hace sospechar que se debe a que quieres más.

Por respuesta, R.B. se cuadró, se relamió el morro y lanzó una mirada de súplica a la galleta que quedaba en el plato.

– Y supongo que esperas que comparta mi última galleta contigo.

R.B. se dejó caer sobre su trasero y levantó la pata derecha.

Victoria se echó a reír.

– Esa parece ser tu respuesta para todo. Afortunadamente para ti, resulta irresistible. -Partió entonces la galleta en varios trozos y, cuando acababa ya de ofrecer a R.B. el último, alcanzó a ver un destello blanco con el rabillo del ojo. Al volverse descubrió a un hombre que se adentraba en los bosques situados tras los establos. Aunque la figura desapareció en cuestión de segundos, no había la menor duda de que se trataba de Nathan. Victoria se levantó de la silla como si hubiera sido lanzada con una catapulta.

– Cielos, ¿estás bien, Victoria?

Apartó los ojos del punto donde el bosque se había tragado a Nathan para mirar a su tía.

– Sí, estoy bien. Me ha asustado una… ejem… una abeja. -Agitó los brazos en el aire para resultar más convincente-. Ya se ha ido. Aunque ahora que estoy de pie, creo que iré a dar un paseo, si no os importa.

– Claro que no, querida -dijo tía Delia.

– En absoluto. Disfruta de esta deliciosa tarde -dijo lord Rutledge con una sonrisa-. Aunque el sol no tardará en ponerse. No olvides regresar antes de que se haga de noche.

Después de asegurarles de que así lo haría, no dudó un segundo más. Al recordar su promesa de no vagar por ahí sola, silbó suavemente a R.B. para que la acompañara. El perro no tardó en echar a caminar junto a ella, y Victoria cruzó la terraza con paso decidido como un barco navegando a toda vela, resuelta a averiguar qué era lo que Nathan se traía entre manos. Oh, sí, quizá estuviera simplemente dando un inocente paseo por el bosque, pero lo cierto es que había observado algo decididamente furtivo en su actitud. Le había visto apresurarse cabizbajo, como si no deseara ser visto. Aunque no pensaba volver a acusarle de estar buscando las joyas solo sin tener pruebas para ello, estaba decidida a llevar a cabo cierta labor de espionaje a solas para asegurarse de que esa prueba no existiera.

Dedicó a R.B. una desolada sonrisa.

– Reza para que tu dueño no ande por ahí escondido, buscando el tesoro sin mí, porque de lo contrario… -Su voz se apagó al no ser capaz de pensar en un castigo lo suficientemente extremo-. De lo contrario, habrá demostrado ser un mentiroso. Deshonroso. Un hombre sin integridad que no mantiene su palabra.

Aun así, quizá eso fuera lo mejor. Si Nathan demostraba ser deshonroso, con ello mataría la indeseada atracción que sentía por él. Jamás podría albergar una atracción semejante por un hombre de pobre carácter, por muy apuesto o encantador que fuera. Aceleró el paso.

– Vamos, R.B. Descubramos qué es lo que trama el gran espía.

Cuando, minutos más tarde, se adentraron en el bosque, Victoria avanzó apresuradamente por el sendero perfectamente delimitado. En cuanto se acercaron a la bifurcación, aminoró la marcha y miró a R.B.

– ¿Tienes idea de por dónde ha ido?

R.B. olisqueó el aire y tomó entonces el sendero que llevaba al lago. Con los labios firmemente apretados en una única línea inexorable, Victoria siguió al perro, escudriñando a derecha e izquierda, mirando, escuchando. Pero nada pudo ver salvo los árboles y el follaje; nada oyó salvo el gorjeo de los pájaros y el crujir de las hojas a merced de la brisa sobre su cabeza. Las largas sombras caían sobre el sendero, perfiladas por los rayos cada vez más pálidos, anunciando el regreso del inminente crepúsculo. Cuando se aproximaban a una curva del camino, R.B. echó a correr y desapareció por la curva. Segundos más tarde, Victoria oyó un claro crujido procedente de la maleza.

– R.B. -susurró, alzando la voz todo lo fue capaz. ¿Adónde diantre había salido corriendo así el perro? Probablemente tras un conejo o una ardilla. ¿O quizá habría encontrado a Nathan? Maldición, no tenía el menor deseo de ser descubierta por él, pues era ella la que supuestamente estaba ejerciendo la labor de espía. Obviamente, si él la encontraba, siempre podía decir que había salido a dar un paseo con el perro. Lo cual era totalmente cierto.

Al doblar la curva vio un estrecho sendero que se desviaba a la derecha. Puesto que esa era la dirección en la que había oído alejarse a R.B., siguió el sendero, intentando pisar con cuidado para pasar lo más inadvertida posible. Un minuto más tarde pudo vislumbrar el lago entre los árboles. El sendero giraba bruscamente a la izquierda y, al seguir su trazado, Victoria tropezó de pronto con R.B. que estaba sentado con la lengua fuera y agitando la cola junto a un extraño amasijo oscuro. Deseó con todas sus fuerzas que no se tratara de los restos de algún pobre animal que el perro acabara de cazar.

– Así que estabas aquí -murmuró, acercándose con suma cautela, inclinándose hacia delante y estudiando sospechosamente el amasijo de extraño contorno que no mostraba la menor señal de vida. El miedo le encogió el estómago-. Por favor, que no sea un conejo. Ni una ardilla. Ni una…

Bota.

Se enderezó como una marioneta tirada por dos hilos. Acercándose un poco más al amasijo para investigar, descubrió que no se trataba solo de una bota, sino de un par de ellas. Colocadas encima de un montón de ropa torpemente doblada. No había duda de a quién pertenecía. Podía reconocer las botas gastadas de Nathan y sus pantalones crema en cualquier parte. Y si tenía la ropa allí, eso quería decir que él estaba…

Desnudo.

Cielos… Se sintió devorada por una ráfaga de calor. Nathan le había hablado de lo mucho que disfrutaba nadando en el lago. Obviamente era eso lo que estaría haciendo, pues Victoria dudaba mucho que estuviera buscando las joyas…

Desnudo.

Se agachó y miró el lago entre el denso follaje. El agua era como una lámina de cristal azul que absorbía los brillantes reflejos naranjas y rojos del sol poniente en su prístina superficie. No había ni rastro de él. ¡Maldición! Ejem… excelente. Podría salir de allí sin ser vista. Su mirada volvió a posarse en el montón de ropa y frunció los labios. Hum…

Echó una rápida mirada a su alrededor, cerciorándose de que estaba efectivamente sola, y volvió a mirar la ropa, que parecía susurrarle: «Llévame, llévame».

Oh, pero no podía hacerlo. ¿O sí? La voz de un duendecillo en su interior le decía que por supuesto podía. Nathan estaba acostumbrado a esa clase de juegos… incluso había confesado que se había divertido con ellos durante su infancia. ¿Cuándo diantre iba Victoria a disponer de nuevo de semejante oportunidad? Nunca. Prácticamente riéndose de júbilo, recogió a toda prisa el amasijo de ropa y se puso en pie. Tras echar una última mirada al lago para cerciorarse de que Nathan no se acercaba a la orilla, dio media vuelta. Y se quedó helada.

Nathan estaba de pie ante ella. Nathan empapado, con la piel brillante y finos hilos de agua deslizándose por su cuerpo hacia el suelo…

Dios… Del… Cielo.

«Mírale a la cara. Mírale a la cara.» Pero su desobediente mirada no le hizo el menor caso, sino que quedó fascinadamente prendida en su torso con el estupefacto celo de un ladrón que se hubiera tropezado inesperadamente con un saco lleno de dinero. Perlas de humedad serpenteaban por el músculo del pecho de Nathan, aferrándose a la oscura mata de vello que se estrechaba hasta dibujar una sedosa cinta al tiempo que dividía en dos el fibrado abdomen… para luego ensancharse y acunar su…

Dios… Del… Cielo.

Victoria tan solo podía mirar y dar gracias de tener la mandíbula sujeta a la cara, de lo contrario la habría visto caer al suelo ante sus pies. Dios santo. Nathan era… magnífico. A pesar de que no tenía con quien compararle, no había duda de que estaba exquisita y… ejem… generosamente formado. Sin duda, el resto de sus miembros -sus brazos y piernas- eran igualmente exquisitos, cosa que no tardaría en verificar en cuanto sus pupilas recordaran cómo moverse. Se preguntó neciamente si el Manual Oficial del Espía hacía referencia a esa situación: ladrona de ropa paralizada, reducida a una masa babeante e insensata con un par de pupilas monstruosamente estáticas ante la visión de un exquisito y magnífico hombre desnudo.

– Vaya. Casi como en El gato con botas, ¿no te parece?

El sonido de su voz profunda y divertida arrancó a Victoria de su estupor. Alzó bruscamente la mirada para encontrarse con la de él. Un brillo pícaro bailaba en los ojos de Nathan. Con toda probabilidad a Victoria se le ocurriría una réplica ingeniosa en un plazo de uno o dos años. Quizá en tres o cuatro. En ese instante tan solo fue capaz de articular el único sonido que le vino a la cabeza.

– ¿Eh?

El gato con botas. El cuento. Con la única diferencia de que no hay aquí un rey que pueda ofrecerme su capa. Solo tú. -Arqueó una ceja oscura-. Supongo que no estarás dispuesta a quitarte el vestido.

Santo Dios, nada le habría gustado más. Sobre todo teniendo en cuenta el calor que hacía allí. Tenía la sensación de estar asándose por dentro. El buen juicio, sin embargo, prevaleció y Victoria alzó el mentón.

– Por supuesto que no. -Diantre, ¿de verdad era su voz ese estridente sonido?

– ¿Ni siquiera en aras del buen espíritu deportivo? Desde luego, un gesto así equilibraría las condiciones del juego, ¿no te parece?

– No veo que el hecho de estar los dos desnudos igualara las condiciones del juego.

– ¿Ah, no? Bueno, estaría encantado de enseñártelo.

– Creo haber visto… -Iba a decir: «Mucho menos de lo que querría», pero se limitó a añadir-: Bastante, gracias.

– Quizá podrías explicar qué estás haciendo aquí. Me diste tu palabra de que no vagarías por ahí sola.

– No estaba sola. Me acompañaba R. B… -Enmudeció al darse cuenta de que el perro no estaba ya a su lado. Echó una rápida mirada a su alrededor, pero no hubo forma de dar con él. Bah. Maldito desertor. Ya podía volver a pedirle una galleta-. Que estaba aquí hace un momento, te lo aseguro. En cualquier caso, sabía que no estaría sola en cuanto te encontrara.

Una sonrisa que solo habría podido ser descrita como lobuna curvó los labios de Nathan.

– Así que has venido a buscarme. Me halaga saberlo. ¿Acaso esperabas darte un baño conmigo?

– Por supuesto que no. Te he visto adentrarte a hurtadillas en el bosque y…

– ¿Y, una vez más, has vuelto a sospechar que salía a buscar las joyas sin ti?

Otra oleada de calor, en esa ocasión inducida por la culpa, trepó por su cuello.

– No exactamente. Ha sido más un deseo de probar que no habías salido a buscarlas sin mí.

– Ah, bien. Como verás, así es.

– Cierto. Estabas nadando. ¿No está fría el agua en esta época del año?

– De hecho, está muy fría.

– ¿Te gusta el agua fría?

– En absoluto.

– Entonces ¿por qué nadabas?

– ¿Estás segura de que quieres oír la respuesta?

Santo Dios, no estaba segura de nada, y menos aún de por qué seguía ahí de pie como si la hubieran atornillado al suelo y no dejaba de conversar con él mientras Nathan seguía desnudo. Y mojado. Y desnudo.

Tragó saliva.

– ¿Por qué me preguntas continuamente si quiero oír las respuestas a mis preguntas?

– Porque sospecho que en realidad no quieres. O que no estás preparada para oírlas. Y cuando digo respuestas me refiero a las respuestas sinceras y sin adornos, y no a las tonterías edulcoradas que tus aristocráticos amigos te ofrecerían.

– Te aseguro que estoy perfectamente preparada para oír la respuesta a por qué estabas nadando.

– Muy bien. No podía dejar de pensar en ti. La idea de tocarte, de besarte, de hacerte el amor me estaba volviendo loco. Me pareció que un chapuzón en el agua fría del lago lograría calmar mi ardor. Aunque, como ya habrás visto, no ha sido así. -Bajó intencionadamente los ojos y la mirada de Victoria siguió a la suya.

Dios… Del… Cielo.

– Te estás sonrojando, Victoria.

La mirada ella volvió a clavarse en la suya.

– ¿Ah, sí? Sí, supongo que así es. Es que nunca… ejem… había visto a un hombre desnudo.

– ¿Y por qué iba eso a avergonzarte? Si hay alguien en esta fiesta improvisada que debería estar avergonzado, sin duda tendría que ser la persona que está desnuda.

– ¿Estás avergonzado?

– No. No es vergüenza lo que siento. Obviamente.

«Obviamente.»

– Bueno, me alegra oír eso. Porque, por lo que veo, no hay nada de lo que… hum… debas avergonzarte.

– Gracias. Tampoco tú. Ya te he dicho que no tienes de qué avergonzarte conmigo, Victoria.

Sí, eso le había dicho. Sin embargo, la vergüenza que la embargaba nada tenía que ver con la reacción de Nathan y sí mucho con la suya propia. Con el hecho de que, en vez de volverse de espaldas, no pudiera dejar de mirarle. Era tanto lo que deseaba tocarle que llegaba incluso a temblar. ¿Qué sentiría al posar sus manos en esa hermosa piel de hombre? ¿Sus labios? Aunque siempre se había considerado una dama de los pies a la cabeza, no había nada que la calificara de lo contrario en lo que deseaba hacerle a Nathan. Ni en lo que deseaba que él le hiciera a ella.

Sintió la piel tensa y caliente bajo el vestido, que de pronto se le antojó exageradamente restrictivo, constriñéndole la respiración hasta que tan solo pudo respirar en leves jadeos. Los pezones se le endurecieron, convertidos ya en anhelantes puntas, y la carne oculta entre los muslos se tornó pesada, palpitando al unísono con su acelerado corazón.

– ¿Estás bien, Victoria?

Ella se humedeció los labios.

– ¿Lo estás tú?

– Una vez más, vuelves a responder a una pregunta con otra.

– Cosa que no suelo hacer habitualmente. Tú tienes la culpa. Me haces… -Pegó con firmeza los labios para acallar el flujo de palabras.

Nathan dio un paso hacia ella y Victoria sintió que el corazón le daba un vuelco.

– ¿Te hago qué?

Temblar. Anhelar. Desear cosas que no debería, pensó Victoria.

– Decir cosas que en otras circunstancias jamás diría. Y hacer cosas que no suelo hacer -dijo, en cambio.

– Quizá eso sea bueno. Quizá estés descubriendo aspectos nuevos de tu naturaleza. O mostrando rasgos que hasta ahora habías mantenido ocultos, consciente o inconscientemente.

– ¿Y por qué iba a hacer algo semejante?

– Por muchas razones. Las rígidas normas de la sociedad. Porque tus experiencias pasadas no te han proporcionado la suficiente libertad para que conozcas tu auténtica naturaleza. De ahí que hagas lo que se espera de ti y no lo que desea tu corazón. Decir lo que piensas y actuar siguiendo el dictado de tus impulsos puede resultar muy liberador.

– No podemos ir por ahí diciendo o haciendo lo que nos apetece.

– No muy a menudo -concedió Nathan-, y no con todo el mundo. Pero a veces… a veces sí podemos. -Dio un paso más hacia ella-. Quiero que te sientas libre para decirme lo que quieras. -Otro paso-. O para que hagas lo que te apetezca.

Una media docena de cosas que Victoria deseaba hacerle se arremolinaron al instante en su cabeza, encendiéndole aún más el rostro. La mirada de Nathan se paseó por sus ardientes mejillas y un destello malicioso asomó a su mirada.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me hagas una oferta similar, mi señora?

«Sí, por favor.»

– No, gracias.

– Vaya, que… desilusión. Pero mantengo mi oferta. -Dio tres pasos adelante. La distancia que les separaba era ya de apenas medio metro-. Una de las cosas que he aprendido a admirar de ti es tu valor. No hay nada que temer. Este lugar es absolutamente privado. Dime pues, Victoria… ¿qué es lo que quieres?

Dios santo, Nathan la llevaba a querer tantas cosas… Aunque lo cierto era que todas ellas bien podían resumirse en una.

– Quiero tocarte.

Las palabras fluyeron de sus labios en un apresurado torrente. Sin la menor vacilación, él le quitó de las manos el olvidado montón de ropa que ella seguía aferrando contra su pecho y lo echó a un lado. Antes de que Victoria tuviera siquiera oportunidad de tomar aliento, él la cogió de las muñecas y le colocó las manos en el centro de su pecho.

– Pues tócame.

El fuego que vio arder en los ojos de Nathan disolvió por completo sus pensamientos, fundiendo su modestia y prendiendo su valor. El calor le abrasó las palmas y bajó la mirada a sus manos, pálidas contra el dorado bronceado de la piel de Nathan. Él le soltó entonces las muñecas, relajando las manos contra los costados, y Victoria estiró los dedos para rozarlo. Templado. Nathan estaba muy templado. Y firme. Suave. Como el satén caliente sobre el hierro.

Despacio, extendió del todo las palmas, aplastando las gotas de agua que seguían aún prendidas de la piel de Nathan, al tiempo que el sedoso y áspero vello del pecho se le enredaba entre los dedos.

– Te palpita el corazón -susurró Victoria. «Casi tan deprisa y con tanta fuerza como el mío.»

– No deberían sorprenderte.

Victoria negó con la cabeza. O al menos eso creyó. Esa era su intención, pero cada gramo de su atención estaba puesto en el proceso de ver cómo sus manos volvían a deslizarse sobre el pecho de Nathan. La respiración acelerada de él era prueba manifiesta de que disfrutaba con ello, animándola para que se manejara con mayor audacia. Deslizando sus manos hacia arriba, siguió la línea de sus anchos hombros para bajar luego por sus poderosos brazos hasta los codos.

– Eres muy fuerte -murmuró.

Nathan dejó escapar un sonido ronco y carente de humor.

– Normalmente, estaría de acuerdo contigo -dijo con voz profunda, áspera y estridente a la vez-. En este momento, sin embargo, tengo la armadura decididamente… ahhh… -Las yemas de los dedos de Victoria le rozaron los pezones-. Mellada.

Los músculos de Nathan se contrajeron bajo el suave contacto de sus dedos y una oleada de satisfacción femenina como no había conocido hasta entonces la recorrió. Envalentonada, fascinada y transfigurada, Victoria deslizó despacio las manos en descendente, absorbiendo la textura de su abdomen liso y musculoso y el escalofrío que recorrió a Nathan. Desplazó entonces las manos hacia los costados, acariciando primero la uve que dibujaba su cintura y después las caderas hasta que no pudo seguir bajando sin doblar sus rígidas rodillas y posar las manos en aquellos muslos cubiertos de áspero vello. La masculinidad de Nathan se alzaba entre ambos. Fascinante. Seductora. Nathan parecía haber dejado de respirar y Victoria alzó la mirada.

La cruda intensidad que vio en los ojos de él la dejó perpleja. Cualquier duda que pudiera haber albergado sobre si afectaba a Nathan tan profundamente como él la afectaba a ella se desvaneció con esa simple mirada. Sin apartar los ojos de los de él, acarició la dureza de su excitación con el dorso de los dedos.

Los ojos de Nathan se cerraron de golpe, y se le dilataron las aletas de la nariz al tiempo que inspiraba bruscamente. De nuevo, Victoria le rozó con los dedos, maravillada al notar la calidez de su dureza. Esta vez, Nathan la recompensó con un gemido apenas perceptible. Con su propia respiración marcando una serie de irregulares jadeos entre sus labios, Victoria bajó la mirada y se observó mientras acariciaba la dura extensión de Nathan, primero con una mano y después con las dos, al tiempo que los gemidos de él se volvían más y más guturales con cada caricia de sus dedos sobre su carne caliente y suave. Él mantenía las manos cerradas en un amasijo de nudillos blancos contra los costados, y Victoria pudo verle flexionar los músculos de las piernas, los brazos, los hombros, el mentón y el cuello, tensos por el esfuerzo que empleaba en intentar seguir inmóvil. Hechizada, envolvió la firme dureza de él con los dedos y la apretó con suavidad.

– Victoria… -Su nombre se disolvió en un suave gemido. Ella volvió a apretar y rozó entonces con la yema del pulgar la aterciopelada cabeza inflamada de su miembro-. Basta. -La palabra fue apenas un gemido torturado que pareció llegar arrancado desde la garganta de Nathan. Cogió a Victoria de las muñecas y apartó sus manos de él-. Maldita sea, basta. No puedo más.

Antes de que ella tuviera siquiera oportunidad de tomar aliento, Nathan la atrajo bruscamente contra él y pegó su boca a la suya. Aun así, ningún aliento habría sido lo suficientemente profundo, ninguna preparación suficiente, para la embestida de aquel beso. Si durante el picnic Nathan apenas la había tocado, ahora parecía tocarla por todas partes, de la cabeza a los pies, estrechándola con tanta fuerza entre sus brazos que Victoria pudo sentir su calor y su fuerza a través de la ropa y hasta los mismísimos pies. Nathan la besaba como si quisiera devorarla, y ella se aferraba a sus hombros, dispuesta, ansiosa, desesperada por ser devorada, deleitándose en cada matiz de esa lengua que no dejaba de explorar su boca con enfebrecida y apasionada perfección.

Con un gemido de puro placer, Victoria le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él con fuerza. Él volvió a besarla una y otra vez en un arrebato de labios, aliento y lenguas, reduciéndola a un minúsculo bote a la deriva en una tormenta feroz, intentando desesperadamente mantenerse a flote en el mar de sensaciones en el que se sumergía.

Totalmente perdida, Victoria se aferró aún más a él, hundiendo los dedos en su pelo todavía mojado, pegando los anhelantes senos contra su pecho, a punto de estallar, en llamas. Necesitada. Sumida en un torbellino de deseo.

Se retorció contra él y Nathan cambió entonces el tempo, suavizando el frenético y enloquecido intercambio hasta transformarlo en una profunda y lánguida seducción que la sumió aún más en el vórtice de necesidad vertiginosa en la que braceaba. Las manos de Nathan se movieron libremente por la espalda de ella, recorriendo sus costados hasta acariciarle los pechos. Victoria arqueó la espalda entre sus palmas, una silenciosa súplica a la que él respondió al instante. Una cálida mano se introdujo en su corpiño. Los dedos de Nathan, sus dedos mágicos, acariciaron primero un anhelante pezón, luego el otro, lanzándole una descarga de fuego directamente al útero.

Nathan abandonó entonces los labios de Victoria y siguió besándole el cuello al tiempo que apartaba las manos del corpiño y las deslizaba espalda abajo. Cuando el aire frío le acarició las piernas ardientes, Victoria fue consciente de que él le había levantado la falda, arremolinándosela alrededor de la cintura. Con tan solo su ropa interior entre ambos, Nathan insinuó una rodilla entre las suyas, y Victoria separó gustosamente aún más las piernas, buscando pegar su anhelante carne femenina contra él. Cogiéndola con firmeza por las nalgas y grabando el calor que desprendían sus palmas en la piel de Victoria a través de la fina tela de la ropa interior, Nathan tiró de ella hacia arriba, apremiándola a que se pegara más a él y guiando sus caderas en lentos círculos contra la dureza de su muslo.

Victoria dejó caer la cabeza hacia atrás y un prolongado suspiro de puro placer vibró en su garganta. Era vagamente consciente de que Nathan le besaba el cuello, de las manos de él sobre sus hombros desnudos, pues toda su atención estaba puesta en la carne que palpitaba enfebrecidamente entre sus piernas. En las increíbles sensaciones que la recorrían con cada círculo que perfilaban sus caderas desde las expertas manos de Nathan. Él aceleró el ritmo y la respiración de Victoria se tornó entrecortada, abrupta, al tiempo que sus caderas se ondulaban, pegándose aún más a él, con mayor desesperación, buscando alivio, moviéndose cada vez más cerca del precipicio de algo… algo…

Y entonces fue como si saltara desde el borde del abismo y se sumergiera en un torbellino de sensaciones. Un espasmo de placer la recorrió, arrancándole un grito de sorpresa de los labios que se fundió en un profundo gruñido al tiempo que los temblores disminuían y remitían por fin. Débil y presa de una languidez deliciosa y desarticulada, se inclinó hacia delante, agradecida al sentir el soporte de los fuertes brazos de Nathan a su alrededor. Cerró los ojos, apoyó la frente en la curva donde se encontraban el cuello y el hombro de él, y dejó escapar un profundo suspiro. La cabeza se le llenó del olor de su piel de hombre, un olor cálido, delicioso y excitante que Victoria solo podría haber descrito como embriagador. Un olor que jamás olvidaría.

Cuando su respiración recuperó el ritmo habitual y se sintió capaz de moverse, levantó la cabeza. Clavó entonces la mirada en los serios ojos castaños salpicados de motas doradas de Nathan. Dios santo, lo que ese hombre le había hecho sentir… Victoria había leído sobre el placer en la Guía femenina, pero la descripción no hacía en absoluto justicia a lo que acababa de experimentar. Y Nathan le había proporcionado todo ese placer sin ni siquiera tocarla íntimamente. ¿Qué diantre habría sentido si él la hubiera tocado? ¿Cuan más increíble podía ser?

Sintió una apremiante necesidad de decir algo, de dar fe de lo que acababa de ocurrirle, pero fue del todo incapaz de pensar en ninguna palabra que hiciera justicia a la ocasión. Sin duda, en una o dos semanas lograría pensar en algo brillante, pero en ese momento lo único que se le ocurrió decir fue:

– Nathan.

La expresión de él se suavizó y la sombra de una sonrisa asomó a sus labios.

– Victoria. -Con infinita suavidad le pasó un rizo rebelde tras la oreja-. ¿Estás bien?

Ella cerró brevemente los ojos y soltó un prolongado y femenino suspiro.

– Me siento… fantásticamente. Salvo por las rodillas. Creo que me las he dislocado.

La sonrisa destelló en los labios de Nathan, que rozó los de ella con la yema del pulgar.

– ¿No te habré hecho daño?

– No. -Posó su mano en la mejilla de él-. Me has… hechizado. Me has robado el aliento.

– Como lo has hecho tú con el mío. Hechizándome también. -Tras depositarle un breve beso en la punta de la nariz, elijo-: Voy a vestirme y así podremos ver qué les ocurre a esas rodillas.

La soltó con suavidad y las faldas que ella todavía tenía recogidas alrededor de la cintura cayeron sobre sus piernas como baja el telón sobre el escenario al término de la ópera. Cuando Nathan fue a recoger su ropa, Victoria supo que debía volverse de espaldas para concederle un poco de privacidad, pero fue del todo incapaz de apartar la mirada de él. Y aunque indudablemente tendría que haber sentido algún remordimiento, o un atisbo de vergüenza, tan solo sintió júbilo. Si algo lamentaba, era únicamente que el interludio hubiera concluido.

Mientras veía cómo Nathan se ponía los pantalones, no pudo evitar reparar en su estado de excitación mantenida. Iras aclararse la garganta, dijo:

– Me has permitido una gran libertad con tu cuerpo.

– Ha sido un verdadero placer.

– También para mí.

Nathan se encogió de hombros en su camisa y sonrió.

– Me alegro.

– Pero tú… hum… no te has tomado el mismo grado de libertades conmigo.

– Un esfuerzo que me ha costado un sentido, te lo aseguro.

– ¿Puedo preguntarte por qué… has hecho semejante esfuerzo?

Nathan dejó bruscamente de abrocharse la camisa y su mirada pareció afilarse de pronto.

– ¿Me estás preguntando que por qué no te he hecho el amor?

El calor tiñó las mejillas de Victoria.

– Me pregunto por qué no me has tocado como yo lo he hecho contigo.

– Es la misma pregunta. Porque si te hubiera tocado de ese modo, sin duda habríamos hecho el amor.

– Y no era eso lo que querías.

Nathan arqueó las cejas.

– Al contrario. Creo que ha resultado dolorosamente evidente que sí. Si no te hecho el amor ha sido únicamente por consideración hacia ti, no hacia mí. -Y dejándose la camisa desabrochada, borró la distancia que les separaba. Estrechándola con suavidad entre sus brazos, la buscó con la mirada-. Victoria, no olvides que si hacemos el amor, yo nada arriesgo, mientras que tú lo arriesgas todo. Independientemente de lo que puedas pensar de mí, no soy hombre dado a obtener placer sin pensar en las consecuencias de mis actos Y, si quieres que te sea totalmente sincero, el momento da ponderar esas premisas no es cuando uno se encuentra sexualmente excitado ni durante la complacencia posterior placer. -Flexionó los dedos sobre los brazos de ella-. Algo me ocurre cuando te toco… -Meneó la cabeza-. Demonios… algo me ocurre cuando estoy en la misma habitación que tú. Mermas mi capacidad de autocontrol. Mi buen juicio.

Un escalofrió recorrió a Victoria ante esa confesión.

– No tiene sentido negar que padezco de esa misma «cosa» que tú.

Cualquier fantasía de que su concesión complacería a Nathan se desvaneció al ver la expresión turbada que asomó a los ojos de él.

– En ese caso, mucho es lo que tienes que tener en cuenta. Y lo mejor será que regresemos a casa ahora mismo.

La soltó y se retiró unos pasos para terminar de vestirse. Sobresaltada, Victoria se dio cuenta de que se había hecho muy tarde al ver las sombras del inminente crepúsculo convertidas en un manto gris cada vez más oscuro bajo el denso follaje de los árboles. Se alisó las arrugas del vestido y reparó lo mejor que pudo el desastre que las manos de Nathan habían causado a sus cabellos. Cuando ambos terminaron, él le tendió el brazo con una cortés floritura, indicando así que debía precederle por el estrecho sendero que llevaba de regreso al camino principal. Sin embargo, cuando ella pasó por delante de él, él alargó el brazo y le tomó la mano, llevándosela a los labios. Aunque el ligero beso que depositó sobre el dorso de los dedos de Victoria podría haber sido calificado de decente, nada había de decente en el travieso destello que asomó a sus ojos.

– Para que sepas, Victoria -dijo al tiempo que su cálido aliento le acariciaba la piel-, independientemente de qué otras decisiones puedan tomarse, que tengo intención de vengarme por la dulce tortura que he soportado esta tarde en tus manos. Y que lo haré cuando menos te lo esperes.

Ufff. Santo Dios, tenía que llevar consigo un cubo de agua para apagar las llamas que ese hombre prendía en ella. Nathan echó a andar por el estrecho sendero, esperando claramente que ella le siguiera, tarea en absoluto fácil cuando acababa de reducir su mente y sus rodillas a gelatina con semejante declaración. Sin embargo, la creciente oscuridad la arrancó de su estupor y salió corriendo tras él. El sendero viró y, en cuanto torció la curva, vio a Nathan esperándola en el camino. La mirada de Victoria se concentró en su rostro y echó a andar hacia él. Bah. Obviamente, él creía que podía ir por ahí soltando afirmaciones provocativas como esa y alejarse tranquilamente. Bien, ya le enseñaría ella…

– ¡Victoria!

Victoria oyó el grito de aviso de Nathan en el preciso instante en que un brazo musculoso la agarraba por detrás, inmovilizándola contra un duro torso. Vio el destello plateado de un cuchillo justo cuando sintió que le pegaban la hoja al cuello.

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