Capítulo 1

La mujer moderna actual no debería bajo ningún concepto permitir que un caballero se aproveche de ella, juegue con sus afectos o la considere un simple entretenimiento a arrinconar tras un interludio de placer. Si un caballero comete el error de actuar así, ella debería responder tratándole de un modo igualmente despreciativo. Una gesta vengada en su momento puede, de ese modo, quedar enterrada en el pasado.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


– ¿Qué es eso que lees con tanta atención, Victoria?

Sin poder reprimir un sobresalto culpable, lady Victoria Wexhall cerró bruscamente el delgado ejemplar forrado en piel de la Guía femenina que descansaba sobre sus rodillas y levantó los ojos para fijar la mirada en tía Delia, que iba sentada frente a ella en el carruaje y que, durante la última hora, había estado echando una cabezadita, pero que en ese instante la miraba desde unos ojos violáceos iluminados por la curiosidad.

El calor se adueñó de las mejillas de Victoria, que rezó para no revelarse tan arrebolada como le parecía estarlo. Dejó el libro sobre el asiento de terciopelo gris y rápidamente lo cubrió bajo su chaquetilla de color verde oscuro. Sin duda tía Delia se quedaría horrorizada si llegaba a sorprenderla leyendo el libro cuyo explícito y provocativo contenido había provocado un tornado de escándalo en Londres. Y no le cabía duda de que a su tía le horrorizaría saber lo que planeaba llevar a cabo en cuanto llegaran a Cornwall, gracias a haber leído el libro.

– No es más que uno de los libros que compré en la librería Wittnower's antes de salir de Londres. -Y antes de que su tía pudiera seguir cuestionándola, añadió apresuradamente-: ¿Te encuentras mejor después de tu siesta?

– Sí. -Tía Delia acompañó su respuesta con una mueca resignada y estiró el cuello a uno y otro lado-. Aunque me alivia saber que por fin llegaremos hoy a Cornwall y dejaremos de estar confinadas en este coche.

– Estoy de acuerdo contigo.

El viaje desde Londres había resultado largo y arduo, un viaje que Victoria no habría realizado en circunstancias normales. Si alguien le hubiera sugerido que iba a renunciar por propia voluntad a la comodidad, al glamour y al torbellino social de la sociedad londinense -sobre todo en el momento en que la temporada estaba a punto de dar comienzo- para trasladarse a las remotas e incivilizadas tierras de Cornwall, le habría dado un ataque de risa. Aunque bien es cierto que poco podía imaginar que dispondría de la oportunidad idónea para vengarse merecidamente del hombre que la había agraviado en el pasado. Armada con su ejemplar de la Guía femenina, que había leído con suma atención, y con un plan de ataque claramente diseñado, estaba preparada. Aun así, seguía incómoda ante lo poco oportuno del viaje.

– Todavía no puedo creer que papá haya insistido en que hagamos este viaje justo ahora. Sin duda podríamos haber esperado unas semanas.

– Con el tiempo aprenderás, querida mía, que hasta los hombres más joviales son, en el fondo, irritantes criaturas.

– Como irritante es lo inoportuno de este viaje -dijo Victoria.

La irritación que llevaba burbujeando bajo su piel desde que había sido incapaz de convencer a su padre para que retrasara el viaje volvió una vez más a superarla. Por motivos que no era capaz de descifrar, no había logrado convencer a su padre, un hombre normalmente indulgente. Cuando quedó patente que él no pensaba dar su brazo a torcer, Victoria por fin había accedido a doblegarse a su calendario. No era su intención molestar ni desilusionar indebidamente a su padre, quien en raras ocasiones le pedía algo. Y tampoco estaba dispuesta a dejar escapar la ocasión de poner en su sitio el pasado, puesto que esa sería sin duda la última oportunidad. Si todo salía según el plan de vida que con tanto esmero había diseñado, al año siguiente por esas fechas sería una mujer casada y con un futuro asegurado. Quizá incluso se convertiría en madre.

– Cuando pienso en todas las veladas que me estoy perdiendo… no alcanzo a entender en qué estaría pensando papá.

Tía Delia arqueó las cejas.

– ¿Ah, no? Me sorprende oír hablar así a alguien con una mente tan brillante. No hay duda de que tu padre desea verte casada.

Victoria parpadeó.

– Sin duda. Y esa es también mi intención. Pero ese no puede ser el motivo de que me mande a Cornwall. Sobre todo ahora. Solo en el último mes, tanto el barón de Branripple como el barón de Dravensby han iniciado con papá conversaciones en relación al matrimonio. Con la temporada a punto de dar comienzo en Londres, y con las numerosas oportunidades de afianzar mi relación con uno de los barones que eso supone, o incluso de conocer a más caballeros casaderos, papá se habría beneficiado mucho más de la situación si yo me hubiera quedado en la ciudad.

– No si el caballero al que desea que conozcas está en Cornwall, querida mía. -Tía Delia frunció los labios-. Me gustaría saber por cuál de los Oliver se decanta tu padre… si por el barón viudo o por Colin, su heredero, el vizconde de Sutton. ¿O quizá sea por el hijo menor, el doctor Nathan Oliver?

Victoria logró mantenerse impasible ante la mención de aquel nombre.

– Seguro que no se trata de ninguno de ellos. A lord Sut ton le conocí brevemente… en una ocasión, hace ya tres años… Y en cuanto al barón, no creo que papá me anime a casarme con un hombre tan viejo como lord Rutledge.

– Según creo, el viejo lord Rutledge es un año menor que yo -dijo tía Delia en un tono seco como el polvo. Antes de que Victoria pudiera disculparse por su desacierto, su tía prosiguió-: Pero te olvidas del doctor Oliver.

Ojalá lo hubiera hecho ya… ojalá hubiera podido… pero lo haré. Después de esta visita, lograré exorcizarle de mi mente, pensó.

– No, no me olvido de él. Es solo que no me parece necesario sacar a colación su nombre, puesto que ni papá ni yo consideraríamos jamás las posibilidades de un candidato tan humilde, sobre todo cuando dos barones han manifestado ya su interés.

– No recuerdo haberte oído mencionar ni un solo tendre por Branripple ni por Dravensby, querida.

Victoria se encogió de hombros.

– Ambos son caballeros distinguidos y muy codiciados, procedentes de familias muy respetadas. Cualquiera de ellos sería un excelente partido.

– Es bien sabido que ambos pretenden desposar a una heredera.

– Como es el caso de muchos otros con nobles títulos y bolsillos vacíos. Siempre he sabido que se me querría por mi fortuna. Del mismo modo que siempre he sabido que tendría que hacer un buen matrimonio para asegurar mi fortuna. Ni que decir tiene que no puedo contar con que Edward será generoso una vez papá ya no esté entre nosotros.

Victoria reprimió un suspiro ante la mención de su hermano mayor. Por mucho que le doliera, era innegable que Edward, que en ese momento se encontraba en el continente haciendo solo Dios sabía qué, era un mujeriego irresponsable, jugador, pendenciero y borracho que a buen seguro se desharía de ella en cuanto su padre falleciera. Naturalmente, lord Wexhall la dejaría económicamente acomodada, pero Victoria deseaba formar una familia. Hijos. Y una firme situación en la sociedad.

– ¿No tienes la menor preferencia entre Branripple y Dravensby?

– En realidad no. Son de edad y temperamento similares. Había planeado pasar más tiempo en su compañía durante la temporada para así poder decidirme por uno de los dos.

– Entonces ¿estás segura de que te casarás con uno de ellos?

– Sí. -¿Por qué no echaba a volar su corazón ante semejante perspectiva? El matrimonio con cualquiera de esos dos hombres se traduciría para ella en una vida de lujos en la cúspide de la sociedad. Sin duda su mente estaba preocupada por la tarea que se había propuesto llevar a cabo en Cornwall. A buen seguro, el entusiasmo que debía sentir por sus pretendientes se haría manifiesto en cuanto completara su objetivo.

Tía Delia suspiró.

– Lo lamento mucho, querida.

– ¿Que lo lamentas? ¿Qué es lo que lamentas?

– Que no te hayas enamorado.

– ¿Enamorada?

Victoria rompió a reír. Sin embargo, incluso entonces, una punzada interna la sacudió. A menudo albergaba esa clase de estúpidas fantasías, como era propio de la mayoría de esas muchachas. No obstante, había madurado y, en un alarde de buen tino, había dejado a un lado tamaña estupidez.

– Sabes tan bien como yo que el amor es una pobre base para el matrimonio -dijo-. Sobre todo cuando hay implícitos apellidos, títulos, fortunas y propiedades familiares. El matrimonio de papá y mamá no estuvo basado en el amor. -La imagen del rostro de su madre se dibujó en su mente: era la imagen que Victoria llevaba en el corazón, en la que aparecía su madre sonriente y hermosa, antes de que la enfermedad le robara la vitalidad primero y luego la vida.

– Quizá no, pero llegó el día en que el afecto que sentían el uno por el otro floreció hasta convertirse en amor -dijo tía Delia-. No todas las parejas son tan afortunadas. Yo no lo fui.

Victoria dio un suave apretón a la mano de su tía en una muestra de compasión. La década que había durado el matrimonio de su tía viuda no había sido una época feliz en la vida de la señora.

– Tal como yo lo veo -prosiguió tía Delia-, la razón de que tu padre insistiera en que vinieras a Cornwall era ampliar tus horizontes. Que vieras otras partes del país, además de tus lugares predilectos de Londres, Kent y Bath. Que abrieras la mente, y el corazón, a nuevas experiencias y a otras gentes.

– Supongo que tienes razón. Aunque no creo que papá espere encontrarme un pretendiente en Cornwall. Sin duda me lo habría dicho.

– ¿Tú crees? No comparto tu opinión, querida. Como no tardarás en saber, los hombres son a menudo criaturas irritantemente reservadas.

Victoria no pudo discutirlo, sobre todo en lo que a su padre se refería.

– ¿Y por qué no iba a decírmelo? -Aun así, en cuanto la pregunta escapó de entre sus labios, supo la respuesta-. No me lo diría porque sabe que yo jamás aceptaría vivir tan lejos de la ciudad. Tan lejos de… -Agitó la mano para abarcar con ella toda la nada verde que tenía ante sus ojos-. Lejos de la civilización. ¿Cómo iba yo a no vivir en la ciudad durante la temporada? Y durante el verano, sin duda a no más de unas pocas horas de Londres, lo suficientemente lejos para disfrutar de una conveniente tranquilidad rural, y lo bastante cerca para gozar del torbellino social de la ciudad, las tiendas, y mantenerme al día de las últimas modas y de los últimos chismes.

Irguió la espalda contra el respaldo del asiento. ¿Podía tía Delia estar en lo cierto? De ser así, su padre estaba condenado a ser víctima de una dolorosa decepción, pues por muy encantadores que fueran el barón y el vizconde, Victoria nunca aceptaría un matrimonio que la atara, por ley, a un hombre que pudiera relegarla -y que sin duda la relegaría- a los desolados y remotos parajes de Cornwall. Un escalofrío la recorrió en cuanto lo pensó.

– Recuerdo que conocimos al vizconde Sutton en Londres hace unos años -dijo tía Delia-. Un joven apuesto.

– Sí. -Excepcionalmente apuesto, pensó Victoria. Aunque era el hermano menor de lord Sutton quien tanto la había turbado-. Pero, en lo que a mí respecta, daría igual que se tratara del hombre más bello del planeta. No estoy interesada en él.

– En esa ocasión también conocimos a su hermano menor -dijo tía Delia, arrugando la frente-. El doctor Oliver. A primera vista no costaba adivinar que brillaba en él la chispa del mismísimo demonio.

La imagen que Victoria tantos esfuerzos había hecho por intentar apartar de su memoria se materializó al instante en su mente. Un joven alto, ancho de hombros y de pelo ondulado y castaño, dotado de unos intrigantes y juguetones ojos de color avellana y de una sonrisa traviesa que inexplicablemente -e innegablemente- la había fascinado desde el instante en que ambos se habían conocido en Londres hacía tres años en casa de los Wexhall. Incluso en ese instante, el corazón pareció darle un vuelco… sin duda el resultado de la severa irritación provocada por el simple recuerdo del doctor Oliver.

Con la imagen de él firmemente instalada en su cabeza, la asaltaron los inquietantes recuerdos de aquella noche vivida hacía ya tres años. Victoria acababa de celebrar entonces su décimo octavo cumpleaños y se había visto arrebolada de seguridad femenina ante su fabulosamente exitosa primera temporada, una seguridad a la que había dado alas el incuestionable interés que había despertado en los ojos del pecaminosamente atractivo invitado de su padre. La imaginación de Victoria había catalogado de inmediato al doctor Oliver como un aventurero, un disoluto pirata que se fugaría con ella y que se la llevaría a su barco para besarla y… en fin, no sabía con total seguridad qué más, pero sin duda, fuera lo que fuese, era lo mismo que arrebolaba ferozmente las mejillas de su doncella Winifred cuando la joven mencionaba a Paul, el apuesto lacayo nuevo.

La instantánea atracción que el doctor Oliver despertó en ella había sido embriagadora y sobrecogedora, en absoluto comparable a nada de lo que lady Victoria había experimentado con anterioridad, a pesar de que francamente la había confundido pues bien era cierto que había visto a otros apuestos caballeros antes… incluso más apuestos que el guapo joven. El propio hermano del doctor, lord Sutton, que se encontraba a menos de tres metros de donde ella estaba, era sin duda el más apuesto de los dos, y parecía mucho más caballeroso y correcto.

Sin embargo, nadie podría haber negado que Victoria era incapaz de explicar su reacción ante el doctor Oliver. Había algo en él… quizá fueran sus cabellos, un poco demasiado largos, o la corbata ligeramente arrugada, o los destellos traviesos que rondaban su mirada y las comisuras de sus deliciosos labios lo que había capturado su fantasía. Lo que la llevó a desear tocarle el pelo, alisarle la corbata y preguntarle qué era lo que le resultaba tan divertido.

Pero era, sobre todo, su forma de mirarla lo que le había acelerado el corazón, produciéndole acaloradas punzadas de placer de la cabeza a los pies. Nathan había posado en ella la mirada con una combinación de cálida diversión y un imperturbable flirteo que orillaba los límites del decoro. Y aunque Victoria debería haberse sentido horrorizada, lo cierto es que se mostró encantada. El doctor Oliver no se parecía a nadie ni a nada de lo que había experimentado hasta el momento, y cuando él le sugirió que le llevara a dar una vuelta por la galería de los retratos, ella había accedido de inmediato, decidiendo que no había nada de indecoroso en ello. Su tía y lord Sutton estarían en la habitación contigua. La puerta que unía ambas salas estaría abierta de par en par…

Sin embargo, en cuanto estuvo a solas con él, el aplomo que normalmente caracterizaba a Victoria la abandonó. Horrorizada, vio como sus esfuerzos por impresionar al doctor Oliver con su madurez, su vestido nuevo y su conversación no llegaron a buen puerto. Se vio parloteando sin aliento y dando muestra de una incontinencia verbal que no era capaz de controlar. Todo lo que había aprendido sobre modales pareció abandonarla y se limitó a balbucear, incapaz de poner freno al nervioso torrente de palabras que borbotaban de sus labios. Aunque la cabeza le ordenaba callar, que levantara el mentón y que se limitara a obsequiar a su acompañante con una larga y fría mirada, por motivos que no alcanzó a comprender, sus labios siguieron moviéndose y las palabras derramándose de ellos. Hasta que por fin él la silenció con un beso.

Una oleada de calor la abrasó al recordar aquel beso… aquel increíble beso con el que él la había dejado sin aliento, confundiéndole los sentidos, deteniéndole el corazón en el pecho y debilitándole las rodillas. Fue un beso tan breve… Demasiado. Victoria había abierto los ojos y se había encontrado con la mirada de él y con una sonrisa maliciosa en sus labios.

– Así que ha funcionado -murmuró entonces Nathan con un ronco suspiro. Al ver que ella se quedaba muda, él arqueó una ceja y dijo-: ¿No tiene nada más que decir?

Ella logró susurrar dos palabras como única respuesta:

– Otra vez.

Algo oscuro y delicioso había asomado a los ojos de Nathan, quien la deleitó con un tipo de beso distinto: una lenta, profunda y lujuriosa fusión de bocas y alientos, un apareamiento asombrosamente íntimo de lenguas que despertó todas y cada una de las terminaciones nerviosas del cuerpo de Victoria. Se pegó a él, colmada de una desesperación y de un deseo que no alcanzaba a comprender. Tan solo alcanzaba a saber que quería más, que deseaba que él no dejara de besarla. Pero no fue así y, con un gemido, él la tomó de los brazos y, retirándolos de alrededor de su cuello, la separó con firmeza de él.

Se miraron fijamente durante largos segundos y, a pesar de que Victoria se vio obligada a interpretar la intensa expresión que leyó en el rostro de él, tan aturdida estaba que le resultó del todo imposible. Luego los labios de Nathan se curvaron hasta esbozar una maliciosa sonrisa y tendió los brazos hacia ella. Con un pequeño movimiento de sus dedos largos y fuertes, le ajustó el cuerpo del vestido, que, a pesar de que ella ni siquiera había reparado en ello, estaba asombrosamente torcido, y a continuación le pasó la yema del pulgar por sus labios aún hormigueantes. El doctor pareció a punto de decir algo cuando su hermano le llamó desde la habitación contigua. Se llevó entonces la mano de Victoria a la boca y pegó los labios a sus dedos.

– Un interludio del todo inesperado y placentero, mi señora -susurró, tras lo cual, después de despedirse de ella con un guiño disoluto, salió apresuradamente de la habitación.

Temerosa de enfrentarse a su tía antes de recuperar el juicio, Victoria corrió a su habitación. De pie, delante de su espejo de cuerpo entero, se quedó perpleja al ver en él su reflejo. El perfecto peinado estaba salvajemente desordenado, el vestido arrugado, la piel encendida y los labios rojos e inflamados. Sin embargo, aun sin esas manifestaciones externas del apasionado intercambio con el doctor Oliver, la expresión de asombro y de descubrimiento que iluminaba sus ojos la habría delatado de inmediato.

El sentido común la conminaba a horrorizarse ante su más que sorprendente comportamiento, ante las libertades que le había concedido al doctor, pero su corazón se negó en redondo. ¿Cómo podía esperarse de ella que pensara con claridad cuando, por primera vez en su vida, lo único que deseaba era sentir? No había permitido a ninguno de los numerosos caballeros que habían intentado ganarse su favor durante la temporada que la besaran. Había soñado con su primer beso. Sin duda había planeado la escena al detalle, como lo hacía con todo en la vida: tendría lugar en los sobrios jardines, después de que el caballero en cuestión se lo hubiera solicitado y hubiera recibido su permiso. Sin embargo, en apenas un instante todos sus planes se habían desvanecido en una nube de vapor. Ni en sus más atrevidas fantasías habría osado conjurar nada semejante a los increíbles y mágicos momentos que había compartido con el doctor Oliver. No veía la hora de volver a verle, y después de lo que habían compartido, sabía que él se pondría en contacto con ella.

Pero Victoria no había estado tan equivocada en toda su vida. Nunca volvió a verle ni a saber de él.

Ahora, al contemplar desde la ventanilla del carruaje las interminables colinas verdes salpicadas de pequeñas casas de campo con sus techos de paja que marcaban la presencia de una nueva aldea, Victoria cerró los ojos y se avergonzó en silencio al darse cuenta de lo estúpida que había sido, ante la idiota expectación esperanzada que había regido su vida durante las semanas siguientes a aquel encuentro. Había buscado a Nathan en cada velada, esperando impaciente día tras día la llegada del cartero, sobresaltándose cada vez que oía el repiqueteo del llamador de bronce contra la puerta principal, anunciando alguna visita. No cayó ante la verdad a la que tan ciega había estado hasta una mañana a la hora del desayuno, seis semanas después de que el doctor Oliver le hubiera robado ese beso, cuando, sin darle mayor importancia, mencionó el nombre del joven a su padre. Con una sola frase, su padre había hecho añicos todas sus esperanzas. El doctor Oliver había regresado a Cornwall la mañana siguiente de su visita a la casa y no tenía intención de regresar a Londres.

Victoria recordaba aún la fiebre de humillación que la había abrasado. ¡Menuda estúpida había sido! ¡Había atribuido todos esos ideales románticos y heroicos a un hombre que no era más que un rufián! Un hombre que la había besado hasta hacerle perder el sentido sin la menor intención de volver a hablar con ella. Un hombre que le había robado su primer beso, un beso que hasta la fecha no había podido borrar de su cabeza cuando sin duda él ni siquiera debía de acordarse del encuentro. Era la primera vez en la vida que Victoria se había visto tan sumariamente despreciada, tratada con tanta mezquindad, y no le había gustado ni un ápice. Qué hombre tan grosero e insufrible. Quizá fuera un caballero por nacimiento, pero no había duda de que su educación y su moral brillaban claramente por su ausencia, puesto que no poseía un mínimo de modales.

Muy bien, cuando llegara la hora de marcharse de Cornwall, Nathan se acordaría de ella. Había sido joven e impresionable, y él era lo suficientemente experimentado para saber que se estaba aprovechando de su inocencia. Había jugado con ella de un modo que sin duda Victoria habría olvidado y por el que podría haberse reconocido culpable de haber podido olvidarle. La idea de la venganza jamás se le había pasado por la cabeza hasta que, accediendo a las demandas de su padre, se había visto obligada a emprender ese viaje no deseado, hecho al que se sumaba la reciente adquisición de la Guía femenina. Aun así, gracias a ambos factores, se encargaría de que el doctor Oliver cayera por fin en el olvido. La Guía femenina aconsejaba vengar a esa clase de rufianes y enterrarlos en el pasado al que pertenecían, y Victoria estaba totalmente decidida a hacerlo. Flirtearía con él y le besaría tan despiadadamente como él lo había hecho con ella para luego marcharse, dejándole con recuerdos que atormentaran sus largas y oscuras horas entre el crepúsculo y el amanecer. Regresaría alegremente a Londres y se casaría con uno de sus barones, dejando por completo el episodio con el doctor Oliver tras ella. Sí, era un plan excelente.

La voz de tía Delia desvió su atención del paisaje.

– Según tu padre, el doctor Oliver es un gran médico, afirmación que estoy segura es correcta.

– ¿Por qué lo dices?

Los ojos de su tía centellearon.

– Era obvio que tenía muy buena mano para el trato con los enfermos. Tu padre también mencionó el interés del doctor Oliver por los temas científicos.

Victoria apenas logró contener la mueca que luchaba por tensarle los labios. Sin duda, Nathan disfrutaba clavando alas de insectos a plafones y esas cosas. Y, en cuanto a su profesión Bah. Una prueba más de que no era un auténtico caballero, pues ningún caballero que se preciara se dedicaría a un oficio.

El carruaje aminoró la marcha hasta avanzar lentamente, y sonó entonces la voz atronadora y profunda del cochero:

– Pueden ver desde aquí la panorámica lateral de Creston Manor, detrás de esos altos árboles de la derecha, señoras. Ya solo nos queda seguir este camino para rodear la propiedad y llegar a la parte delantera. Estaremos allí en un cuarto de hora.

Los caballos retomaron un paso más alegre, y Victoria y su tía estiraron el cuello para mirar por la ventanilla. En cuanto dejaron atrás los árboles, una impresionante casa solariega quedó a la vista. La fachada de ladrillo, despintado hasta un delicado rosa pálido, parecía refulgir en el suave reflejo de la tardía y dorada luz del sol de la tarde. Acurrucado entre árboles altísimos y pastos de color verde esmeralda, Creston Manor resultaba a la vez imponente y tentador. Desde su ventajosa panorámica lateral, Victoria pudo ver los elegantes jardines y establos emplazados en la parte posterior, y un reluciente estanque de aguas azules en la parte delantera que reflejaban a la vez los árboles circundantes y la casa, al tiempo que el austero diseño del edificio quedaba claramente suavizado por las ondulaciones del agua.

Un movimiento junto a los establos llamó la atención de Victoria, quien se inclinó hacia delante. Había dos hombres junto a las puertas abiertas de los establos. Uno de ellos era un caballero de oscuros cabellos con ropa de montar. Parecía estar hablando con el otro, que sin duda era un criado, pues no llevaba camisa y sujetaba con la mano lo que parecía ser un martillo.

La mirada de Victoria quedó prendida de la espalda desnuda del hombre que, incluso desde la distancia, podía apreciar ancha y cubierta de una brillante capa de sudor. Sintió que el calor le arrebolaba las mejillas y, a pesar de que intentó apartar los ojos, su mirada, repentinamente testaruda, se negó a retirarse. Aunque sin duda su reacción se debiera simplemente a que se sentía escandalizada. Por supuesto. Los sirvientes de la propiedad que su familia tenía en el campo jamás se dedicarían al cumplimiento de sus tareas semidesnudos. No pudo evitar preguntarse qué aspecto tendría el hombre visto por delante, dado lo… cautivadora que resultaba la panorámica posterior.

Tía Delia levantó su monóculo.

– Creo que el caballero del pelo oscuro es lord Sutton.

Victoria se obligó a desviar la mirada al otro hombre y asintió.

– Sí, creo que así es.

– Y el otro… -Tía Delia se acercó tanto a la ventanilla que casi llegó a pegar la nariz al cristal-. Dios del cielo, ninguno de mis criados tiene semejante aspecto. Basta para que una desee dedicarse a inventar excusas para llamar al querido muchacho descamisado.

Los labios de Victoria se fruncieron levemente ante el escandaloso comentario de la señora.

– Esa es una de las cosas que más me, gustan de ti, tía Delia. Siempre dices lo que piensas… incluso cuando lo que piensas es…

– ¿Atrevido? Querida, es entonces cuando más divertido resulta expresar lo que una piensa.

– Estoy segura de que se pondrá una camisa antes de entrar en la casa -dijo Victoria, todavía intentando fisgonear la : escena y ocultar la nota de tristeza de su voz.

– Una lástima. Aunque supongo que tienes razón.

El carruaje giró al llegar a la esquina y el hombre se perdió de vista. En cuanto las dos mujeres volvieron a recostarse contra el respaldo de sus asientos, tía Delia volvió a hablar:

– Apuesto a que ese hombre habrá dejado un reguero de corazones rotos a su paso.

– Imagino que sí -murmuró Victoria, compadeciéndose al instante de esas mujeres, pues sabía perfectamente cómo se sentían. No obstante, gracias a la Guía femenina y a su cuidadoso plan, iba a encargarse personalmente de que ni su corazón ni su orgullo siguieran enterrados en el fango.

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