Capítulo 8

La mujer moderna actual debe dominar el arte del beso, sobre todo el beso de saludo y el de despedida. El de saludo porque marca el tono de su encuentro con un caballero, esencial cuando se trata de seducirlo y fascinarlo. Y el beso de despedida porque ella desea dejarle con algo en lo que pensar… es decir, en ella.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Tras atar los lazos del sombrero y formar con él un improvisado cesto, Victoria depositó en él su concha y se lo colgó del hombro como si de un bolso se tratara. Acto seguido, vio otra concha a unos metros de ella. Se abalanzó sobre el tesoro, exclamando al tener en sus manos el inusual hallazgo.

– Nunca había visto conchas semejantes -dijo, cogiendo varias más.

– Y todavía no hemos llegado al mejor lugar que ofrece la playa -apuntó el doctor Oliver.

Victoria se protegió los ojos del sol con una mano de dedos cubiertos de arena y, todavía agachada, miró a Nathan.

– ¿No irá a decirme que hay un lugar mejor que este?

Nathan rió.

– Del mismo modo que, como dueño que soy de dos patos, puedo dar fe de que graznan. A menudo, a primera hora de la mañana, cuando menos apetece oírlos. -Le tendió la mano-. Vamos. Le enseñaré el lugar mágico y podrá ir llenando su sombrero durante el camino.

Victoria depositó su mano en la de él y le permitió ayudarla a ponerse en pie. Las palmas de ambos solo se tocaron durante varios segundos antes de que él la soltara, pero el impacto del contacto reverberó por todo su cuerpo. La mano de Nathan era grande, fuerte y cálida. Victoria había podido detectar en ella la rasposa dureza de los callos de la palma, una intrigante textura que hasta entonces jamás había sentido, pues ninguno de los caballeros de su círculo habría construido jamás un corral para animales ni tampoco habría montado sin guantes.

A pesar de que avanzaban despacio, pues Victoria se agachaba cada pocos segundos a coger otra concha, aunque ella no hubiera estado añadiendo piezas a su colección, tampoco habría podido apresurarse más. El fragor de las olas al romper contra la arena y contra los acantilados ofrecía un hipnótico marco al dramático escenario que les rodeaba. Tras recrearse en el sonido durante varios minutos, Victoria dijo por fin:

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Sí, aunque, a juzgar por su tono, he de suponer que se trata de un asunto que quizá suscite una discusión… Una lástima, pues hasta el momento todo estaba saliendo estupendamente.

– No, no se trata de una discusión. Sin embargo, se trata de una cuestión… personal.

– Ah. Bien, pregunte y yo haré lo posible por satisfacer su curiosidad.

– Antes ha dicho que cuando su misión fracasó, tuvo un enfrentamiento con su padre y con su hermano y que lo mejor para los implicados fue que se marchara.

Nathan miró al frente y un músculo se le contrajo en la mandíbula.

– Sí. -Se volvió a mirarla y sus ojos se clavaron en los de ella-. Supongo que lo que quiere saber es qué fue lo que provocó nuestra separación.

– No le negaré que siento cierta curiosidad, aunque lo que en realidad me preguntaba era si su regreso significa que las diferencias entre ustedes han quedado resueltas. -Al ver que él se limitaba a mirarla, Victoria cayó en su odiosa costumbre de balbucear cuando se sentía desconcertada-. Solo me lo preguntaba porque sé muy bien lo doloroso que puede resultar la ruptura de los lazos familiares. Mi madre rompió los vínculos con su hermana y yo fui testigo de primera mano de lo dañina que la situación fue para ambas antes de que mamá muriera. Simplemente esperaba que su situación hubiera quedado resuelta.

Pronunció las palabras apresuradamente y tuvo que apretar físicamente los labios para poner fin al torrente que amenazaba con desbordarla.

Un ceño tiró de las cejas de Nathan hacia abajo, que de nuevo se volvió y miró al frente.

– La herida sigue abierta, aunque todos maniobramos cuidadosamente a su alrededor, como si se tratara de un montón de algo que hubiéramos limpiado de los establos y no deseáramos pisar. No sé con certeza si llegará a sanar algún día. Cuesta reparar la confianza, una vez rota. Y las palabras, una vez dichas, no pueden ya ignorarse.

– Cierto, pero hay un gran poder en el perdón, tanto para quien lo otorga como para quien lo recibe.

– En ese caso, espero que algún día mi hermano y mi padre lleguen a perdonarme.

«Perdonarle por qué», quiso preguntar Victoria. Aun así, logró contenerse y abrigó la esperanza de que él le ofreciera la información voluntariamente. Pasó casi un minuto de silencio entre los dos antes de que Nathan volviera a hablar.

– El fracaso de esa misión sigue pesando sobre mis hombros. Colin y Gordon recibieron sendos disparos y a punto estuvieron de morir. Las joyas desaparecieron. Creyeron que había sido yo quien había traicionado la misión a fin de quedarme con las joyas.

– ¿Quién lo creyó?

– Todos los que importaban. -Las palabras de Nathan sonaron amargas-. Aunque no llegó a probarse nada contra mí, los rumores fueron muy dañinos.

– ¿Lo hizo usted?

Nathan se volvió a mirarla y Victoria se vio de pronto paralizada por el intenso escrutinio del doctor.

– ¿Cree que lo hice?

– Apenas le conozco lo suficiente para saber si es cierto.

– Y yo apenas la conozco lo suficiente para reconocer haber cometido un crimen.

Victoria asintió despacio, consciente de no haberle oído proclamar su inocencia.

– Así que la nota de mi padre contiene información sobre esas joyas, información que o bien podría reunirle con su botín obtenido de un modo supuestamente poco lícito… cuyo valor intuyo cuantioso…

– Un auténtico tesoro -concedió Nathan.

– … o proporcionarle un modo de limpiar su nombre de toda sospecha… una posibilidad igualmente valiosa.

Nathan arqueó una ceja.

– O mejor aún: quizá sea un modo de llevar a cabo ambas tareas.

– Dado que mi padre le ha enviado esa información, me parece evidente que le considera inocente.

– ¿Ah, sí? Una deducción harto ingenua, lady Victoria. Es igualmente posible que tenga otros motivos.

– ¿Como por ejemplo?

– Como que haya planeado tenderme una trampa. O quizá quiera recuperar las joyas para su propio beneficio económico o político.

Nathan leyó claramente la indignación que arreboló las mejillas de Victoria, pues antes de que ella hablara, añadió:

– No se trata de ninguna acusación, ni siquiera una sugerencia. Me limito simplemente a subrayar que las cosas no siempre son lo que parecen y que a menudo hay más de una explicación o motivo para cualquier circunstancia.

– Eso apesta a excusas, cosa que me hace pensar en algún método más que conveniente para justificar cualquier indiscreción pasada.

En vez de mostrarse ofendido, un brillo malvado asomó a los ojos de Nathan.

– Sin duda algo de lo que todos somos culpables en algún momento u otro de nuestra vida. Hasta usted, lady Victoria.

– No he hecho nada por lo que tenga que expresar mis excusas.

– ¿Nunca? ¿Una mujer hermosa como usted? Oh, vamos. Seguro que en alguna velada algún impertinente rufián quedó fascinado por sus encantos y la convenció para que le concediera un beso. -Se golpeó el mentón con el dedo-. Hum. ¿Quizá sus pretendientes, lord Bransby o Dravenripple?

– Branripple y Dravensby -le corrigió Victoria con una voz fría que nada tenía en común con la oleada de vergüenza que sintió trepar por su cuello-. Y eso no es asunto suyo.

– Y seguro que después -prosiguió Nathan, haciendo caso omiso del tono glacial de la joven -justificó su comportamiento recurriendo a cualquier excusa en vez de aceptar el verdadero motivo de su forma de actuar.

– ¿Y cuál podría ser ese motivo?

– Que encontró tan atractivo al caballero en cuestión como él a usted. Que sentía tanta curiosidad por conocer el sabor y el contacto de su beso como él por conocer el suyo.

Victoria a menudo maldecía su incapacidad para pensar en una respuesta adecuada hasta horas o días después del hecho que la merecía, aunque nunca tanto como en ese momento. El desconsuelo le ardió en las mejillas, pues era plenamente consciente de que él se refería al apasionado beso que habían compartido. Y el hecho de que él hubiera adivinado con semejante certeza que ella no había dudado a la hora de excusar su escandaloso comportamiento no hizo sino confundirla aún más. Nathan se detuvo a coger de la arena una pequeña concha perfectamente formada que sostuvo en alto para proceder a su examen.

– ¿Quiere que la añadamos a su colección?

Aprovechando la oportunidad para cambiar de tema, Victoria tendió su sombrero.

– Es preciosa -dijo-. Gracias.

– Algo por lo que recordarme -dijo él, depositando el tesoro en el sombrero.

Lo último que Victoria deseaba era ser poseedora de algo que le recordara al doctor Oliver cuando su único propósito al ir a Cornwall era borrarle de su memoria. Aunque por supuesto no tenía la menor intención de hacerle partícipe de sus intenciones. En vez de eso, miró el inmenso acantilado de roca que se elevaba ante ellos.

– Ya casi hemos llegado al final de la playa -observó-. ¿Estamos cerca de ese lugar mágico que ha mencionado?

– Sí. De hecho, está situado directamente sobre nosotros.

– ¿El acantilado?

En vez de responder, Nathan sonrió y le tendió la mano.

– Vamos. Deje que le muestre la magia.

Incapaz de resistirse a la intrigante invitación, Victoria colocó su mano en la de él. Los dedos largos y fuertes del médico se cerraron sobre los suyos, ocasionándole un cálido hormigueo brazo arriba. Cuando, un instante después, se acercaron al prominente acantilado rocoso, todo pareció indicar que Nathan pretendía adentrarse directamente en la tosca superficie de la roca. Para asombro de Victoria, la llevó al interior de una estrecha grieta inteligentemente disimulada en la piedra, tan estrecha que tuvieron que avanzar de costado para poder recorrerla.

– Con cuidado -dijo él, moviéndose despacio-. En algunos lugares las rocas pueden estar afiladas.

Victoria siguió su ejemplo, deteniéndose cuidadosamente sobre la arena apelmazada, evitando rozar contra la roca negra y escarpada. El aire en el estrecho pasadizo era frío y quieto y, cuanto más se adentraban en la grieta, menor era la intensidad de la luz. El sonido de las olas remitió hasta quedar reducido a un eco lejano. El pasadizo se ensanchó lo suficiente para permitirles caminar en fila de a uno, pero entonces fueron engullidos por una total oscuridad. Aunque Nathan iba a no más de medio metro por delante de ella, Victoria no podía verle.

El médico debió de sentir su aprensión porque susurró: -No se alarme. Ya casi hemos llegado. Victoria notó que doblaban una esquina y, aliviada, vislumbró ante ellos lo que parecía un pálido retazo de luz. Doblaron una segunda esquina y de pronto se encontró en una caverna circular de aproximadamente unos cuatro metros de diámetro. Un pálido halo de luz iluminaba débilmente la zona, y Victoria levantó los ojos. Un pequeño fragmento de cielo azul quedaba visible a través de una abertura rectangular en la piedra a muchos, muchos metros por encima de su cabeza.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó, dejando el sombrero en el suelo y girando despacio sobre sí misma.

– Uno de mis lugares predilectos. Lo descubrí por casualidad cuando era niño durante una de mis eternas exploraciones. La bauticé la Cueva de Cristal.

– ¿Por qué la Cueva de Cristal? No veo ningún cristal.

– Eso es solo porque obviamente una nube tapa el sol. Pase el dedo por la pared.

Extraña petición, aunque Victoria pasó ligeramente la yema de un dedo por la tosca superficie de la roca. Él le tomó la mano y se la acercó a los labios. -Saboréelo -dijo con voz queda.

Una petición aún más peculiar. Sin embargo, sin apartar los ojos de los de él, Victoria se llevó a la lengua la yema del dedo.

– Salado -dijo.

Nathan asintió.

– Esta caverna se llena de agua con la marea alta… algo que descubrí por las malas y que casi no viví para contar. Pero es así durante la marea baja. Cuando el sol incide en los cristales de sal seca acumulados…

Su voz enmudeció en el momento en que un resplandeciente rayo de sol iluminó la cueva. Victoria contuvo una exclamación cuando de pronto las oscuras paredes destellaron en un mar de chispas de luz.

– Es como estar rodeada de resplandecientes diamantes -dijo, encantada y maravillada ante el espectáculo. De nuevo giró despacio sobre sí misma-. Jamás había visto algo semejante. Es… deslumbrante.

– Sí. Casi había olvidado hasta qué punto.

Victoria dejó de girar y le miró. Entonces se quedó inmóvil cuando descubrió que Nathan también la miraba. El corazón le dio uno de esos ridículos vuelcos que parecía ejecutar cada vez que se encontraba junto a él.

– Supongo que su hermano, lord Alwyck, y usted vivieron aquí muchas aventuras. Nathan negó con la cabeza.

– Nunca les hablé de este lugar. -Apoyó los hombros contra la pared y la miró con una enigmática expresión-. Jamás había traído aquí a nadie. Hasta ahora.

Sus suaves palabras parecieron resonar en las deslumbrantes paredes. Apoyado contra la roca, en sombrío contraste contra los deslumbrantes cristales, parecía oscuro, ligeramente peligroso… muy semejante al disoluto pirata en el que ella le había imaginado convertido en una ocasión… y sumamente delicioso. El corazón le latía con tanta fuerza contra el pecho que se maravilló de que el sonido no reverberara contra las deslumbrantes paredes.

– Supongo entonces que debería halagarme el hecho de que me haya traído con usted -dijo Victoria, orgullosa del tono despreocupado que había logrado emplear. Aun así, la curiosidad la llevó a preguntar-: ¿Por qué lo ha hecho?

Nathan observó brillar el mar de destellos de luz alrededor de Victoria, envolviéndola en lazos de chispas, y cualquier buena intención que pudiera haber albergado le abandonó en ese mismo instante. Parecía una princesa bañada en diamantes, con sus sedosos rizos en glorioso desorden por obra del viento y esos labios carnosos brillando a la luz, tentándole como el canto de una sirena. Se apartó de la pared con un ligero empujón y se acercó a ella despacio.

– Podría darle un buen número de motivos plausibles, como que deseaba desempeñar el papel de cortés anfitrión y que creí que le gustaría. O que de repente me embargó un irresistible deseo de visitar la cueva y, como no podía dejarla sola en la playa, la traje conmigo. Y, a pesar de que ambos motivos son ciertos, si los empleara como respuesta, estaría exculpando mi comportamiento en lugar de admitir el verdadero motivo.

Cuando apenas les separaba medio metro, Nathan extendió el brazo y tomó la mano de Victoria, cuyos ojos se dilataron ligeramente, aunque no hizo ademán de detenerle. Por el contrario, se humedeció los labios con la punta de la lengua, sin duda en un gesto inconsciente, aunque bastó para lanzar un torrente de calor líquido a la entrepierna del médico. Demonios, pocas posibilidades tenía Nathan de ser inmune al beso de Victoria si ella conseguía provocar en él tan dolorosa excitación antes incluso de que los labios de ambos se hubieran unido.

– ¿Cuál es el verdadero motivo? -susurró Victoria.

– ¿Está segura de que desea saberlo? -Y, al verla asentir, dijo-: Siento curiosidad por saber si el beso que compartimos en su momento resultaría tan delicioso en una segunda ocasión. -Colocó entonces la mano de ella sobre su pecho, justo sobre el punto donde su corazón palpitaba como si acabara de correr en una carrera, la tomó suavemente de la cintura y la atrajo lentamente hacia él. Cuando entre ambos hubo apenas unos centímetros, preguntó-: ¿Está dispuesta a admitir que desea lo mismo?

Nathan se quedó totalmente inmóvil, esperando una respuesta, preguntándose si Victoria haría alarde del mismo valor que ya había mostrado la noche anterior o si, por el contrario, se ocultaría tras una falsa cortina de reserva remilgada y doncellesca. Victoria se apoyó contra él, levantó la cabeza y susurró:

– Deseo lo mismo.

«Gracias a Dios.» Nathan logró a duras penas reprimir el deseo primitivo y casi abrumador de atraerla bruscamente hacia él y devorarla, y se limitó a inclinar lentamente la cabeza hacia esos labios tentadores que tanto le habían atormentado durante incontables horas. Por fin descubriría si simplemente había imaginado lo maravilloso que había sido el beso compartido en un pasado ya remoto.

Rozó con suavidad los labios de Victoria con los suyos en una tentadora y susurrante caricia. Ella dejó escapar un jadeo ahogado y Nathan volvió a acariciarle los labios con los suyos, tentador, buscando, saboreando. Recorrió el carnoso labio inferior con la punta de la lengua, una invitación que ella aceptó abriendo ligeramente la boca. Con un gemido que no logró contener, la estrechó con fuerza contra él y pegó su boca a la de Victoria. Supo sin dilación lo que había pasado por la cabeza del príncipe del cuento de la Cenicienta cuando por fin dio con el pie que encajaba en la zapatilla de cristal: «Ya era hora, demonios».

El deseo le abrasó con la intensidad de una llamarada y, como la última vez que había estrechado a esa mujer en sus brazos y la había besado, perdió toda noción del tiempo y del espacio. No había nada más que ella, el apetitoso sabor de esa boca sedosa, el erótico roce de sus labios, el satén de sus cabellos deslizándose entre sus dedos, el delicado aroma a rosas que desprendía su piel, el lujurioso contacto de sus femeninas curvas pegándose a él, la excitante sensación de sus manos deslizándose arriba y abajo por su espalda.

Maldición, Nathan se sentía liberado. Desesperado. En cierto modo, eso le habría horrorizado si hubiera tenido algún control sobre su reacción ante ella. La última vez que la había tenido entre sus brazos, había sido perfectamente consciente de que su hermano y la tía de Victoria estaban en la habitación contigua. Pero en aquel momento allí no había nadie más…

Tirando de ella hacia él, retrocedió unos pasos hasta que sus hombros golpearon contra la pared. Con un profundo gemido, separó las piernas, plantó firmemente las botas en la arena y la encajó contra el ángulo de sus muslos.

Perdido… Nathan estaba total, absolutamente perdido. No había conocido a ninguna mujer que le hiciera sentirse de ese modo, en la que encontrar un sabor semejante. Aun así, no se trataba únicamente de cómo Victoria encajaba perfectamente en sus brazos ni de su delicioso sabor lo que le afectaba de forma tan intensa. Era también la ardiente respuesta de ella a su beso, a su contacto. No pudo sino poner en duda sus posibilidades de resistirse a los encantos de Victoria bajo ningún concepto, pero ante el hecho de que ella le besara y le tocara con un fervor comparable al suyo no pudo por menos que caer de rodillas a sus pies.

Victoria dejó escapar un gemido y se movió inquieta contra él, y las manos de Nathan deambularon por su espalda hasta cubrir la tentadora curva de sus nalgas. La colocó entonces con mayor firmeza contra él y despacio se frotó contra ella. La erección que sintió le hizo saber entonces que corría un peligro real de perder el control. Desesperado por calmar el ritmo de las cosas antes de desprestigiarse como no lo había hecho desde que era un chiquillo, aunque a la vez incapaz de poner freno a esa locura, logró encontrar la fortaleza para abandonar las delicias sedosas de la boca de Victoria y deslizar los labios por su suave mejilla primero, y por la línea del mentón después.

Sin embargo, no encontró en ello ningún alivio, pues la piel de lady Victoria embotó sus sentidos con la esquiva fragancia de las rosas. Pasó la punta de la lengua por la delicada concha de la oreja de la joven, absorbiendo su brusco jadeo, que no tardó en fundirse en un ronco gemido cuando los dientes del doctor le mordisquearon el lóbulo con suavidad. Le rozó la piel sensible oculta tras la oreja, y Victoria arqueó el cuello para permitirle mejor acceso al tiempo que sus manos se posaban sobre sus hombros y sobre su pecho. Nathan rozó con la lengua el palpitante hueco situado en la base del cuello, absorbiendo el frenético palpitar.

Basta… Tenía que detenerse… pero todo pensamiento desganadamente racional que hubiera podido albergar se desvaneció cuando ella cerró los puños alrededor de sus cabellos y tiró de su cabeza hacia arriba.

– Otra vez -susurró contra su boca. Más que una súplica fue una orden, pero una orden preñada de impaciencia. Si Nathan hubiera sido capaz de ello, se habría reído ante una orden tan autocrática como aquella, que era la misma que Victoria había empleado tres años antes. En aquel entonces, Nathan no se había negado a cumplirla, y estaba plenamente seguro de que tampoco podría negarse en ese momento.

Las bocas de ambos se fundieron en un beso profundo y exuberante, al tiempo que la lengua de él acariciaba en clara imitación del acto que su cuerpo anhelaba compartir con ella. Una avidez salvaje, comparable a nada de lo que había experimentado hasta entonces, le recorrió sus venas. Sus manos se deslizaron por la espalda de Victoria para cubrirle luego los pechos. El turgente pezón le rozó la mano a través de la tela del vestido de montar… una tela que sin duda tenía que desaparecer. Nathan le quitó el volado de encaje y deslizó entonces los dedos por los satinados promontorios de sus inflamados pechos. Maldición, qué suavidad. La cálida piel de Victoria tembló bajo sus manos, y sus dedos se introdujeron bajo el borde del cuerpo del vestido.

Victoria se retiró hacia atrás, interrumpiendo el beso.

– ¿Qué… hace? -jadeó contra sus labios.

¿Preguntas? ¿Esperaba que fuera capaz de responder sus preguntas? Los dedos de Nathan le acariciaron el pezón y dejó escapar un gemido.

– ¿Qué hace?

Nathan tuvo que tragar saliva para encontrarse la voz.

– Me parece obvio.

Por toda respuesta, Victoria le propinó un empujón, se deshizo de su abrazo y retrocedió varios pasos. Jadeante, con el cabello revuelto y el corpiño torcido, arrebolada y con los labios húmedos e hinchados, parecía excitada como si acabara de separarse de los brazos de su amante. Hasta que miró a Nathan a los ojos. Entonces fue la personificación de la centelleante Furia a punto de fulminarle allí mismo con el poder del rayo.

– Sí, es obvio -dijo con unos ojos que escupían rabia al tiempo que se sujetaba el corpiño-. Está buscando su carta.

Загрузка...