Capítulo 11

Elspeth se dio la vuelta en la ventana del vestidor, con una pequeña arruga surcándole la frente.

– Ayúdame a pensar una excusa para librarme de la cena. No estoy de humor para soportar otra tarde de groserías de Grafton.

Sophie sacudió la cabeza y sacó un vestido del armario.

– No le gustan las excusas. Ya lo sabe. Intente pensar en otra cosa durante la cena. Dudo de que se dé cuenta de cómo esté usted, él prefiere deleitarse con el sonido de su propia voz. Ahora venga, póngase este vestido.

Elspeth suspiró.

– Sólo llevo seis meses de matrimonio y me parece que son seiscientos.

– Por la manera que el conde abusa de la bebida no le queda mucho, cielo.

– No sé si debería rezar para que eso ocurra o reprenderme por ser tan insensible con otro ser humano -respondió Elspeth, acercándose a Sophie.

– Eres más amable de lo que se merece y, por si le sirve de consuelo, todos los criados opinan lo mismo. La anterior esposa sólo tardó un mes en encerrarse en sus aposentos y tomó láudano hasta que una mañana no se despertó. Al menos usted conserva la cordura. Mire la parte positiva, querida.

Tal vez esta noche se exceda con la bebida y caiga dormido en los postres.

– Intentaré mirar el lado bueno -le contestó Elspeth con un pequeño suspiro. Aunque después de una tarde de placer glorioso, una noche en compañía de Grafton parecía casi insoportable.

– Eso es, buena chica. Le recordaré a Georgie que procure tener la copa del viejo siempre llena.

– Y yo estaré contando los minutos para que se acabe la cena. -Decirse a sí misma que había muchas otras mujeres que se encontraban en una situación peor que la suya no le producía el mismo efecto tranquilizador que en el pasado. Una vez catada la copa de la felicidad, había descubierto que su vida cotidiana era todavía más sombría. Aun así se vistió y bajó las escaleras como es debido, como era su obligación. Sin embargo, no podía obligarse a que le gustara.

Sólo poner un pie en el comedor, Grafton le anunció que asistirían a una soirée en el Jockey Club… Aquella información le causó una reacción a medio camino entre la alegría y el disgusto.

La posibilidad de volver a ver a Darley la llenó de euforia.

Por otra parte, estaría obligada a pasar una larga noche con Grafton. No era un pensamiento muy agradable, teniendo en cuenta que esperaba cenar rápido y escaparse a sus aposentos.

– Quiero estar en el Jockey Club a las nueve -comentó Grafton, con brusquedad. Chasqueó los dedos para indicar a los lacayos que comenzaran a servir antes incluso de que ella llegara a la mesa-. Y te cambiarás ese vestido de colegiala. Lo detesto. Ponte el nuevo azul, con el bordado de perlas. Siéntate, maldita sea, no tenemos demasiado tiempo.

Tuvo que hacer acopio de todo el tacto que poseía para mostrarse conforme, cuando en realidad hubiera preferido tirarle los platos que había sobre la mesa. Recordó todas las máximas de cortesía que le habían enseñado, recordó asimismo las razones que la habían llevado a casarse con aquel hombre rudo y grosero al que llamaba marido, y entonces se sentó. No sería siempre así, pensó Elspeth. No puede serlo… o ella acabaría volviéndose loca.


Poco después de las diez, Julius y Charles entraron en la pequeña sala de actos del Jockey Club y, desde la entrada, de pie, examinaron al gentío. Había una multitud agolpada. Además de los asiduos a las carreras, se habían dado cita otras personas llegadas desde la ciudad para el partido que se celebraría el día siguiente entre el caballo negro del Príncipe de Gales y el ruano ganador de Burlingame.

– No la veo -comentó Charles, buscándola con la mirada entre la gente.

– No estoy seguro que estés lo bastante sobrio para ver a nadie.

– ¿Desde cuándo te has vuelto presbiteriano? Siempre bebemos la semana de las carreras. Oh, me olvidé -apuntó el vizconde con una mirada lasciva y descarada-. Ha estado en la cama con una doncella virginal que prefería hacer otra cosa que beber.

– No levantes la voz -masculló Julius. No era que él le hubiera contado a Charles su encuentro. Amanda no pudo evitar revelarle la noticia cuando el vizconde se había pasado por casa.

– Mis labios están sellados. -Charles hizo un movimiento amplio, descuidado y entrecruzado por encima de la boca, casi golpeando a Julius en el proceso.

– ¿Por qué no te buscas un sitio en la sala de juego y nos reunimos más tarde?

– Hijo mío, no podrás montarla aquí aunque te la encuentres. Hay demasiada gente.

– Muchas gracias por la observación -comentó Julius, secamente-. Allí está Newcastle -añadió con un gesto de la cabeza hacia la sala de juego-. Apuesta fuerte incluso para ti.

– No tiene sentido jugar por dos peniques -dijo Charles, sin rodeos-. Maldita pérdida de tiempo.

Julius guió a Charles entre la multitud y lo sentó en la mesa de Newcastle, intercambió saludos con toda la mesa en general y, tras excusarse diciendo que tenía que ver a algunos amigos de su hermana, se retiró rápidamente.

– ¿Amigos de su hermana? ¿Desde cuándo? -dijo Newcastle con las cejas enarcadas en señal de escepticismo.

– Desde que conoció a una joven dama cuyo nombre debe permanecer en secreto. -Charles golpeó ligeramente el tapete verde del tablero-. Dame carta.

– Si Darley juega con ella, no conservará el anonimato por mucho tiempo -apuntó uno de los hombres-. No con su reputación. Los periódicos siguen todas sus hazañas.

– De todos modos, para cuando su identidad sea conocida, habrá llegado el turno de la siguiente. -El hombre que había dicho eso sonreía-. ¡Que le vaya bonito!

– Dijo la sartén al cazo: retírate que me tiznas, ¿eh, Durham?

– Ellas pueden negarse si quieren -el conde de Durham inclinó ligeramente la cabeza-. Y espero que la dama de Darley esté dispuesta como las demás. De hecho, me pregunto si ha intentado que esta nueva chica…

– Darley no necesita ayuda para su vida sexual -le interrumpió Charles, apartando dos cartas-. Sin embargo yo sí que necesito unos naipes decentes. Deme dos más, Newcastle… que sean buenos esta vez.

La conversación tomó otros derroteros, quién estaba en racha, o mejor dicho, qué apuestas estarían dispuestos a hacer en la siguiente ronda, y así la nueva conquista de Darley cayó en el olvido.

Mientras tanto, esa nueva conquista se erguía rígidamente al lado de la silla de ruedas de su marido, medio oculta por una vitrina de trofeos de carreras. Tenía un dolor de cabeza atroz a causa de reprimir infinidad de réplicas, que no podía pronunciar en voz alta, mientras su marido la amonestaba por todo, por estar demasiado arrimada o no sonreír lo suficiente. La sonrisa de Elspeth era tan rígida que sentía que la cara iba a resquebrajársele si escuchaba al conde lamentarse de no haber visto a Lady Bloodworth, cuando ella le había asegurado que estaría allí esa noche.

– ¡Maldita sea, ve y encuéntrala! -le dijo bruscamente, apartando a Elspeth de un empujón-. ¡Y date prisa!

Elspeth se alejó de allí, furiosa y frustrada. Obligada a servir de alcahueta a su marido, se ofendió de lo lindo. ¿Acaso su humillación no conocería fin? ¿Qué elevado precio se suponía que debía pagar por el futuro de Will?

Sintiendo aquel dolor de cabeza martilleándole el cerebro tan insistentemente, los ojos se llenaron de lágrimas. Se abrió camino con inercia entre la multitud, sin importarle ni ser consciente de lo que le rodeaba, sólo deseando encontrar un rincón apartado donde esconderse.

– Perdone -murmuró sin levantar la mirada, apartándose de quienquiera con que hubiera chocado, sintiendo una desesperada necesidad de escapar.

– Venga por aquí.

Aquella voz era grave y familiar. Un brazo le rodeó el hombro, protegiéndola de la multitud que la empujaba, y, en cuanto alzó la mirada y vio la sonrisa de Darley, se sintió súbitamente confortada.

– La estaba buscando -musitó él, mientras la guiaba hacia el vestíbulo adyacente-. Se ha estado escondiendo.

Ella hizo una mueca.

– Ojalá pudiera.

– Permita que haga algo al respecto -le dijo con un guiño-. Sólo deme la orden.

Ella se rió, y aquel sonido alegre mitigaba la frialdad de su alma.

– ¿Puede buscar un rincón tranquilo… para pasar cinco minutos ¿No puedo ausentarme mucho rato.

– ¿Ha ido a buscarle otra bebida? -le preguntó conduciéndola escaleras abajo, en dirección al vestíbulo. El ruido de la fiesta se apagaba a sus espaldas.

– Tengo instrucciones de encontrar a Lady Bloodworth. Grafton piensa que ella lo está esperando para verse aquí, esta noche.

– No es así, pero no tenemos por qué decírselo todavía. Aprovechemos primero sus cinco minutos -Darley abrió una puerta y le hizo un gesto con la mano para que pasara dentro.

– ¿Sabe dónde está?-le preguntó Elspeth mientras inspeccionaba la pequeña oficina.

– Lejos de la multitud -le sonrió-, y con el tiempo muy justo.

– Con mi marido en la habitación contigua, no hay tiempo -le dijo, sofocada.

– Hay tiempo para un beso.

Darley sonrió muy próximo a ella.

– No me tiente.

– Es lo más justo. Usted me está tentando endemoniadamente.

El escote de su vestido era generoso, sus pechos quedaban expuestos a la vista, tal como estaba de moda, y el deseo de sacar aquellos montículos, mullidos y suaves, del vestido de seda azul era casi incontenible. Le acarició suavemente las curvas satinadas, visibles por encima de su escote con volantes, deslizó la punta del dedo por la hendidura del escote y sintió el contacto con su carne cálida.

– Nadie puede saber si los beso -dijo él-. No le alborotaré el pelo, ni le haré un moretón en los labios, ni dejaré cualquier otra prueba.

– No empiece, Darley -pero la imagen que él había evocado estaba causando estragos en su pulso-. De verdad -Elspeth le empujó la barbilla-, es imposible.

Ella tenía las manos ligeramente colocadas sobre el pecho de él, la probabilidad de que realmente pudiera moverlo con la delicada presión que ella estaba ejerciendo era insignificante. Un detalle que el marqués no había pasado por alto.

– No se verá nada de lo que está debajo del vestido… incluso si a sus pezones les gustan mis besos -le musitó, tomando las manos de ella entre las suyas, llevándolas hacia abajo, sujetándolas a los lados-. Esta caída de encaje… -le echó un rápido vistazo al corpiño- lo tapa todo.

– Darley, por favor… no puedo dejarte… ahora no.

Pero la voz de Elspeth era queda, las palabras ambiguas, como si la oportunidad del momento fuera una carga muy irresistible… se contoneó hacia él como si se tratara de una invitación. Al menos él así lo creyó.

Darley le soltó las manos, le rodeó los hombros con las manos y le bajó las mangas, dejando al descubierto la suave turgencia de sus pechos, dos esferas perfectas encumbradas no por artificio o un corsé sino por su robusta naturaleza.

– Pare… por favor, por favor, por favor -susurró ella.

Y si sus caderas no se estuvieran contoneando contra su erección en flagrante señal de negación y súplica podrían hacer el amor allí mismo.

– No llevará mucho tiempo.

La profunda y sonora autoridad del tono de Darley y la negativa explícita, aunque entre murmullos, que Elspeth le había dado, hicieron que el centro palpitante del cuerpo de ésta vibrara y se estremeciera.

Su erección se irguió más.

Censurándose por poco tiempo por responder de una manera tan bárbara a su inocente deseo, consideró fugazmente hacer lo que ella le pedía. Muy fugazmente. Pero su pene hinchado estaba duro como una roca y contra esa certeza brutal, las consideraciones éticas no tenían cabida. Escurrió los dedos entre el encaje que rodeaba aquel atrevido escote y los exuberantes senos, deslizó las manos por debajo de los pechos y con destreza veloz los liberó de la opresiva seda azul. Equilibrando el peso opulento de los pechos entre sus palmas, los levantó un poco, forzándolos hacia arriba en esferas enormes y curvilíneas, viendo cómo los pezones cambiaban ante sus ojos del rosa pálido al rosa profundo.

– Desean ser besados -susurró.

Elspeth cerró los ojos, meneó la cabeza, de manera infantil, como si pudiera ignorar aquel torrente de deseo.

– Mírelos -murmuró, su voz era tan suave como el terciopelo-. Tiene los pezones firmes y duros. Están pidiendo ser lamidos.

Volvió a negar con la cabeza, los ojos aún cerrados, pero ella jadeaba palabras sordas que dejaban claro que él estaba en lo cierto y ella equivocada. Y si el tiempo no fuera un problema, él podría haberla empujado a admitir la verdad. Pero la posibilidad de que alguien entrara era real y más importante aún, él tenía planes más allá de ese momento pasajero. La dama podría satisfacer sus apetitos carnales en un lugar más cómodo.

Mañana… en su casa de campo, cuando no sólo la lujuria de ella, sino también la suya, podría ser saciada de manera apropiada.

Entre tanto estaba más que dispuesto a obligar a la dama a reconocer su deseo e, inclinando la cabeza, se llevó un pezón lentamente a la boca.

Ella no opuso resistencia, pero en ese momento él estaba seguro de que no lo haría, y la lamió con una dulzura y delicadeza infinita en deferencia a sus miedos. Pero cuando después de un breve rato, ella hundió los dedos en su pelo y empujó su cabeza más cerca, entendió que ya no requería dulzura. Chupó más fuerte, tirando de la punta más tensa, mordisqueó suavemente, y justo cuando iba a ocuparse del otro seno, sus jadeos entrecortados se convirtieron en un gemido contenido, y antes incluso de que pudiera desplegar todo su repertorio, ella tuvo un orgasmo.

¡Cómo ha podido, cómo ha podido, cómo ha podido, gritó en silencio la mente de Darley, mientras el sonido de los violines que previamente no había oído flotaba por la habitación, con la posibilidad de que los descubrieran en cualquier momento, con la posibilidad real de que la descubrieran en pleno orgasmo!

¡Las rodillas de Elspeth flaquearon ante todos los posibles desastres que ella había pasado por alto!

Darley la tomó entre sus brazos, la llevó hasta una silla de madera mientras ésta temblaba de miedo.

– Alguien puede entrar -susurró ella.

– La puerta está cerrada -le mintió. No es que ignorara que podría aparecer un intruso. Pero, a diferencia de la dama, sexualmente excitada o no, él nunca perdía la cabeza-. Nadie puede entrar -le dijo, sentándose y meciéndola sobre sus rodillas. Y si alguien entraba, estaba relativamente seguro de que lo podría intimidar.

Abandonándose a sus reconfortantes garantías, Elspeth se apoyó sobre su pecho y, lanzando unos ligeros suspiros de placer, se deleitó con aquella sensación de bienestar que le había proporcionado el orgasmo.

Aquel hombre, que había perfeccionado la gratificación personal hasta las cotas del arte, se encontró experimentando también un grado de placer insólito… como si fuera suficiente con ofrecerle desinteresadamente el placer último. Sintió una curiosa satisfacción bastante distinta a la liberación del orgasmo y se preguntó si la hija de un vicario ejercía un tipo de embrujo especial diferente a la lujuria.

– Me mimará demasiado para lo que es el mundo real -le susurró ella, levantando lo suficiente las pestañas como para toparse con su mirada-. No voy a querer perder este sentimiento.

– Pasaré a recogerla mañana temprano -le dijo con una sonrisa-. Tendremos todo el día para satisfacer sus inclinaciones amorosas.

– ¿A qué hora se marchará mi marido?

– A las nueve. -Ella había tomado una decisión, pensó él, ya que esa tarde había estado indecisa… aunque un orgasmo era la mejor de las persuasiones.

– Bueno, entonces no quisiera que se enfadara. Será mejor que me vaya -se puso derecha y se colocó bien el corpiño.

– Estaré esperándola temprano -le dijo simplemente, después la ayudó a arreglarse el vestido antes de ponerse en pie-. Aunque desearía que pudiera pasar la noche conmigo.

– ¿No sería maravilloso? -murmuró ella, la visión de la erección de Darley cuando éste estiró la fina lana de sus bombachos le incitaron un nuevo latido entre las piernas. Retrocediendo rápidamente antes de hacer algo escandalosamente estúpido, le miró fijamente a la cara-. Le agradecería que se quedara aquí hasta que yo esté bien lejos. No puedo permitirme tener ningún problema -añadió, nerviosa.

Bien porque él había notado que le había mirado a la entrepierna o bien por una inclinación más bien práctica, le dijo, sereno:

– Saldré por la puerta trasera y me iré a casa. De todas formas, sólo vine para verla.

Con un halago como aquel cualquier dama podía perder la cabeza, pensó Elspeth, espantando el vertiginoso encantamiento que le calentaba los sentidos, diciéndose que con Darley sólo era eso, sexo, y que valía la pena que se atuviera a la dura realidad. Sin embargo, a la altura de la puerta se giró, porque incluso si el sexo sólo era sexo para él, también es cierto que le había revelado todo un mundo de opulentos placeres y le estaba agradecida.

– Recordaré esta velada con mucho cariño.

– Mañana podrá agradecérmelo, cuando haya más motivo -le dijo, poniéndose en pie y exhibiendo una sonrisa, pícaro.

Cerró rápidamente la puerta y se alejó, con la certeza de que si Darley se hubiera acercado más, se habría lanzado a sus brazos, y lo habría olvidado todo, excepto su ardiente deseo.

El marqués dio vueltas alrededor de la pequeña estancia varias veces después de que ella se fuera, como deferencia a sus deseos de no ser vista con él, presa de una agitación nerviosa. Quedaban todavía muchas horas hasta el amanecer… horas terriblemente largas hasta poder apaciguar su lujuria. Aunque algo además de la lujuria estaba también en juego. Algo más complicado que la sensación febril y los orgasmos explosivos. Algo que no estaba seguro que quisiera conocer, teniendo en cuenta su vida libertina y licenciosa.

Acababa de conocerla, se dijo el marqués, como si la novedad, y nada más que la novedad, fuera la explicación a aquellos sentimientos insólitos. O quizá sólo estaba reaccionando de manera exagerada ante su poco común inocencia y su naturaleza altamente sensual.

Esa combinación así no llamaba a su puerta todos los días.

Eso es.

Una explicación acertada a sus ansias más voraces.

Una razón lógica para no escapar.

Pero con algo de tiempo, podría saciarse.

Siempre lo hacía.

Y el Spring Meeting sólo duraba una semana.


Elspeth tenía miedo de que cualquiera que la mirara en el salón de actos adivinara que había sido indiscreta. Y si no con una mirada, sí con el olfato: sentía en las ventanas de su nariz el aroma aún intenso de la excitación… el húmedo perfume carnal la envolvía como una deshonra vaporosa. Teniendo cuidado de no arrimarse demasiado a su marido, se detuvo a una distancia suficiente para que su olor se mezclara con el de la concurrencia.

– No he logrado encontrar a Lady Bloodworth -le informó, y añadió la información que le había dado Darley-. Uno de sus amigos me ha dicho que esta noche se quedará en casa con su tía.

– ¡Por todos los infiernos! -Grafton frunció el ceño, las cejas descuidadas le rozaban con el puente de su nariz bulbosa, la barbilla le temblaba de frustración-. Ha sido una maldita pérdida de tiempo venir aquí. Tú -agitó con fuerza su pulgar en dirección a Elspeth-. Espera en el carruaje. Puede que juegue una partida de cartas o dos, ya que me he molestado en venir.

Aquella noche la descortesía de su marido no le encrespó los nervios. Todo el cuerpo de Elspeth se sentía inmune a la injuria colectiva del mundo en su estado de dicha actual, con la mente repleta de los placeres pasados y los que estaban por venir. Gracias al marqués de Darley. Gracias, en especial, a su boca y lengua experta, pensó sonriéndose para sus adentros, y aún más al acceso sin restricciones a su cuerpo viril que tendría al día siguiente.

– ¿Por qué diablos sonríes? -gruñó su marido.

Quizás incluso cuando se sonreía por dentro, no podía evitar que se reflejara en el exterior, cuando uno se sentía en la gloria.

– Por la melodía tan encantadora que está tocando la orquesta -dijo con tono agradable, haciéndose la mosquita muerta, en consonancia con su estado de ánimo de placer saciado.

– Un maldito ruido estruendoso, si me lo preguntas -se quejó el conde. Chasqueó los dedos e hizo una señal con la cabeza al lacayo hacia la sala de juego.

Mientras el lacayo conducía al conde en su silla de ruedas, el joven Tom Scott echó un vistazo al hombro de Elspeth, inclinó un poco la cabeza y le dijo:

– En el carruaje hay un chal, señora… para el frescor de la noche.

Elspeth bajó la mirada y contuvo la respiración. Un pelo negro reposaba sobre su hombro, enredado en el encaje del escote. Tiró de él rápidamente y lo guardó cerrando el puño.

Debería tirarlo. Una prueba como ésa podría ser irrefutable.

Pero, en su lugar, se lo guardó en el escote… como recuerdo entrañable.

Por lo que respecta a Tom, era el preferido de Sophie.

Era de fiar.

Y también muy servicial. Se cubrió con el chal y la capa, y tapó el olor a sexo ilícito en el carruaje de vuelta a casa.


La única cosa que podía ser útil para Darley en ese momento era un orgasmo. Tan pronto como pusiera un pie en su mansión se masturbaría. Estaba muy bien sacrificarse y comportarse como es debido en momentos muy concretos.

En el intervalo de tiempo entre el que había venido y se había marchado, estuvo a punto de estallar.

En cuanto entró en su vestíbulo, se dirigió a grandes pasos hacia la librería, entró, cerró la puerta y cruzó la habitación hasta alcanzar el diván donde hacía poco había hecho el amor con la incomparable Elspeth. Sin quitarse siquiera las botas, se sentó en el sofá, se desabotonó los bombachos y la ropa de fino lino, que se había puesto esa noche porque la ligera tela de lana de sus trajes de noche le marcaba más que aquellos utilitarios bombachos. Impaciente después del encuentro dificultoso con Elspeth en el Jockey Club, sus dedos se movieron velozmente para extraer su ansioso miembro, y cerró la mano alrededor del mango erguido. Apenas había apretado con su mano alrededor de su miembro para acometer la primera embestida cuando eyaculó a la primera de cambio, como un adolescente cachondo de tres al cuarto, y disparó la espuma de su corrida, que salió catapultada contra la alfombra.

Ahora, si hubiera logrado sofocar su lascivia con aquel clímax efímero, podría no haber sentido el impulso de lanzar la primera cosa que tenía a mano -un libro nuevo sobre caballos de raza- por la ventana.

Por suerte, los parteluces de hierro resistieron el embate de su furia, y el libro cayó sobre el asiento que estaba bajo la ventana.

Lanzó una mirada sombría al reloj, blasfemando.

Maldita sea, quedaban diez horas y todavía estaba caliente a más no poder.

Joder.

Y alcanzó la licorera de brandy.


* * *
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