Capítulo 40

El duque recibió la noticia de la muerte de Lord Grafton casi de inmediato. El presidente del Tribunal Supremo Kenyon le comunicó los hechos con obsequiosa rapidez en una carta entregada en mano por su criado personal. Después de leer atentamente el mensaje colmado de aduladoras frases de afecto, el duque mandó a buscar a Crighton. Quería un análisis pormenorizado de todos los detalles legales antes de insuflar falsas esperanzas a su familia.

– Con la muerte del conde ya no hay ningún obstáculo para que Lady Grafton se case -declaró Crighton, contento de ser el portador de tan buenas noticias.

Darley clavó la mirada a su abogado.

– ¿Está completamente seguro?

Crighton parecía afligido.

– Su ilustrísima, nunca le daría un consejo infundado. Le aseguro que la dama se ha liberado de cualquier traba. De hecho, es posible que sea la heredera de la parte correspondiente, como viuda por la muerte de su marido.

El duque agitó la mano con un gesto despectivo.

– No necesitamos el dinero de Grafton.

– La señora tal vez no esté de acuerdo, señor -muy poca gente contaba con una fortuna como la de los Westerlands.

– Claro, claro, entiendo. Es decisión de Elspeth, por supuesto. Entonces pues, ocupémonos de asuntos más agradables -se levantó de la silla y agarró fuerte la mano de Crighton para estrechársela enérgicamente.

– Muchas gracias por su trabajo. Espero volver a verle pronto con motivo del contrato matrimonial. Hoy es un muy, muy buen día, ¿verdad? -le dijo Darley con una sonrisa alegre.

Y luego el abogado transmitió la noticia a sus colegas. Cuando regresó al bufete Crighton, Addington and Morley, el duque le conmovió con un fuerte abrazo, una muestra de agradecimiento que había dejado el corazón del señor Crighton todavía palpitando, desbocado, por el honor. Como si aquel importante indicativo, tanto el aprecio del duque y su buen estado de ánimo, no fueran suficientes, el duque también le recompensó con una cartera que le dio en mano, con guineas suficientes en su interior como para comprar unas nuevas oficinas más espaciosas para su gabinete jurídico en el mejor distrito de la ciudad.

– No es que no entienda el júbilo del duque -explicó el señor Crighton-. Lord Darley parecía tener pocas probabilidades de casarse y el duque ya no es joven. Ver nacer a un nieto antes de morir le complacería, estoy seguro, así como también ver la continuidad del antiguo ducado.

Una valoración sucinta del estado de ánimo del duque.

Pero por otra parte Crighton había servido a Granville D'Abernon desde que asumió el título ducal.


A la conclusión de su reunión con Crighton, el duque caminó desde el despacho hasta el centro del magnífico salón de entrada, de mármol y motivos dorados, para levantar la voz con lo que sólo podría ser definido como un bramido, y convocar a toda la casa.

Todo el mundo entendió que algo excepcional había ocurrido.

El duque de Westerlands era un hombre más bien reservado.

La duquesa y Betsy estaban en el salón dándole vueltas una y otra vez a la lista de invitados para el té de bienvenida.

Darley y Elspeth seguían tumbados en la cama, como llevaban la mayor parte del día.

Will y Henry leían con detenimiento un folleto de Tattersall para una prometedora subasta de purasangres que se celebraría en breve, Malcolm anotaba sus elecciones en un pequeño libro.

Los criados, por un momento, se quedaron paralizados en sus puestos, conmocionados porque la voz del duque sonara a un volumen por encima de su habitual timbre moderado.

Un instante después, sin embargo, los residentes llegaron de todas las partes de la casa y se reunieron en el vestíbulo. Las expresiones iban de la simple expectación al miedo.

– Tengo excelentes, excelentes noticias -anunció el duque-. Excelentísimas -repitió con una amplia sonrisa a los congregados que esperaban debajo del abovedado techo alto adornado con diversas figuras mitológicas haciendo cabriolas por el Olimpo-. Todos los obstáculos para que se celebrara el matrimonio entre Julius y Elspeth han quedado anulados con la súbita muerte de Lord Grafton. Acabo de recibir la noticia de su defunción y Crighton me ha asegurado que no hay ningún impedimento para el matrimonio. Naturalmente, cualquier pérdida de una vida humana es lamentable, aunque en este caso quizá lo sea menos que otras -añadió después-. Habiendo dicho esto -una sonrisa repentina animó sus rasgos aguileños-, me permito sugerir que deberíamos escoger una fecha para el enlace.

– Esta noche -dijo Darley, sin mostrar compasión por Grafton.

– ¿Esta noche? -Elspeth se quedó sin aliento.

Darley arqueó ligeramente las cejas, y un destello de diversión brilló en sus ojos.

– Espero que no te estés echando atrás.

– Una pequeña ceremonia en la Sala Rembrandt sería preciosa -se interpuso la duquesa. Le resultó imposible abstenerse de dar su opinión cuando todos los desalentadores obstáculos que impedían el matrimonio habían dejado de serlo. Además, había conocido a la primera esposa de Grafton. Posiblemente nadie podría apenarse por la defunción de su esposo-. Di que sí, querida -engatusó la duquesa a Elspeth, con una sonrisa.

Elspeth miró a su hermano, que le devolvió una amplia sonrisa y le dijo:

– ¿Por qué esperar?

No encontró una respuesta razonable a una pregunta tan sencilla. La muerte de Grafton no afectaba a su decisión. Sólo sintió un gran alivio porque él y su crueldad habían desaparecido de su vida.

– Depende de ti, amor -murmuró Darley, gentilmente, cuando él habría preferido traer a un pastor antes de que pasara otro minuto. La besó ligeramente en la mejilla-. Tú decides.

Sus ojos resplandecían, mientras su amor por él era infinito. Y sin duda, su bebé merecía una madre menos indecisa.

– La Sala Rembrandt suena muy bien -le dijo Elspeth.

– ¡Bravo, querida mía! -exclamó la duquesa, zanjando cualquier otra incertidumbre-. Ahora, si me excusáis… -hizo un gesto a su marido e hija- a todos -añadió con una sonrisa-. Venid, todos -añadió, abarcando a todo el servicio con un gesto de la mano-. Hay mucho por hacer. -Justo antes de salir del vestíbulo se volvió-. ¿Qué os parece a las diez?

– Las ocho -replicó su hijo, Elspeth se retiraba a dormir más temprano desde el embarazo.

– ¡Entonces a las ocho! -gorjeó la duquesa, y salió apresurada, seguida de una multitud de sirvientes.

– Creo que les gustas -le dijo Darley con una sonrisa.

– Creo, más bien, que estaban desesperados porque no ibas a casarte nunca y no quieren correr riesgos.

– Siempre que tú corras ese riesgo conmigo -le dijo, estirándola hacia él-. Estoy contento.

– Cómo no voy a aceptar, si estoy tan profundamente enamorada que no puedo vivir sin ti.

– Ni yo sin ti. Un fenómeno asombroso, diría. Hace que uno se cuestione si no existen también las hadas y los duendes, puesto que el amor era algo igual de fantástico hasta hace bien poco.

– Sintiéndome en un verdadero cuento de hadas ahora mismo, estoy dispuesta a creerme cualquier cosa.

– Créetelo. Nos vamos a casar.

– La gente comentará, ¿verdad? Sobre la premura inapropiada, tan poco tiempo después de la muerte de… -Elspeth no se atrevía a pronunciar el nombre de Grafton.

– No importa lo que diga la gente. -Aunque algunos de sus amigos iban a perder una buena suma. El consenso general en el registro de apuestas del Brook era que no se casaría en, al menos, otros cinco años.

– La gente hará sus cuentas, supongo.

– Déjales.

Elspeth dibujó una gran sonrisa.

– Haces que todo parezca tan fácil.

– Lo será, amor -le dijo. Las prerrogativas de generaciones de ancestros ducales y su fortuna fomentaba su seguridad-. Te lo prometo.

Se casaron esa misma noche gracias a un permiso especial, con la sola asistencia de la familia. Las sensacionales noticias causaron más agitación que el último ataque de locura del rey.

Todos los periódicos de la ciudad se disputaron el titular más provocador: «El matrimonio fugitivo», «La novia afortunada», «Darley cazado», «Déjale y vuela conmigo (la muerte toma parte)», «La viudez más breve».

Naturalmente, con el aroma del escándalo flotando en el aire, todo el mundo, alegando el más mínimo parentesco con Westerlands House, llamó al día siguiente, sólo para volver por donde habían venido. La familia se retiró al campo por un período de tiempo indefinido.

En los meses siguientes, la joven pareja permaneció recluida en una de las varias propiedades que poseía el duque o el marqués, eligiendo finalmente Oak Hill en Lincolnshire, donde la marquesa dio a luz a un niño en febrero.

La familia pasó el verano en el campo, donde creció el recién nacido, como creció el amor hacia él y entre los dos. Cuando el Parlamento abrió sus puertas en otoño, volvieron a la ciudad y el té de bienvenida, largamente aplazado, se celebró con la asistencia de los reyes.

La marquesa de Darley estaba más bella que nunca. Todo el mundo coincidía en eso. Se rumoreaba que de nuevo esperaba un hijo, aunque la observación más atenta no pudo confirmar el rumor. Pero lo que estaba seguro era el afecto permanente de su marido. No se apartó del lado de ella en toda la tarde, un cariño mutuo bastante infrecuente, opinó la alta sociedad.

Pero Darley siempre había vivido su vida libre de los dogmas de la sociedad y así continuó, inmune a los chismes y a la censura.

Con el tiempo, su familia creció en número con dos hijos y dos hijas, su cuadra de carreras se convirtió en la mejor del país y el nombre de Darley fue sinónimo de los purasangres ganadores de la mejor línea de sangre berberisca.

Fue una vida de satisfacción y alegría.

Nada podía estropear aquella perfección.

Hasta que, unas décadas más tarde, después de la batalla de Waterloo, Lord Darley hijo volvió a casa cambiado.

Estuvo en el grueso de la batalla en Quatre Bras, lo habían herido dos veces y dado por muerto.

Sus padres se desesperaron al principio por su salud mental. Hasta que un día conoció a una actriz.

Era un partido inapropiado, por supuesto. O eso dirían algunos.

Pero ella le hizo sonreír, cuando llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

Su nombre era Annabelle Foster.

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