Capítulo 7

Elspeth pasó casi toda la noche en un duermevela, diciéndose infinidad de veces que lo más probable es que no pudiera llevar a cabo un plan tan peligroso, recordando que no sólo era su futuro lo que estaba en juego, sino también el de Will. Y no importaba lo mucho que deseara tener una relación con el atractivo marqués: hacerlo podría acarrear consecuencias desastrosas.

El día anterior, por suerte, les habían interrumpido antes de alcanzar un acuerdo firme para una cita, y ahora, a la fría luz del día, sentía un gran alivio por no haberse comprometido con Darley para reunirse con él en algún sitio. Las intrigas amorosas, en realidad, no estaban hechas para ella. Se sentía más cómoda con una vida tranquila, sensata.

Y aunque tenía que soportar la cólera de su marido, él pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de sus amigachos.

Cuando Sophie entró en la habitación para llevarle el chocolate y abrir de par en par las cortinas y las ventanas a fin de dejar entrar la luz del día, Elspeth acertó a exclamar con la convincente sensación de haber tomado la decisión correcta:

– ¡Qué mañana más encantadora!

– Eso depende… -murmuró la criada-, dado como tiene el conde la casa de alborotada. Yo misma tuve que prepararle el chocolate. Se está acicalando y está llamando, a voz en grito, a su ayuda de cámara, al cochero y al lacayo que le empuja la silla. Se marcha a las carreras… bien temprano esta mañana.

La gloriosa imagen de Darley se coló al instante en la mente de Elspeth, el pulso empezó a acelerársele y la idea de una vida tranquila y sensata se esfumó como vapor ante un viento huracanado. Miró el reloj que reposaba sobre el mantel. Un millar de atractivas posibilidades se daban empujones en su cabeza para copar el mejor puesto.

– Es temprano -le dijo Sophie, percatándose de la mirada de Elspeth-. Bébase el chocolate mientras le preparo el baño. El conde no tardará en marcharse.

¡El marqués lo había logrado! ¿Acaso era posible?

– ¿Estás segura de que Lord Grafton se va a las carreras? -Elspeth había crecido alejada de la esfera de riquezas y privilegios donde, por lo visto, todos los deseos podían cumplirse.

– Ayer llegó una nota… estaba perfumada, según el mayordomo, y desde entonces el viejo bastardo no habla de otra cosa. Se marcha a las carreras… no cabe la menor duda.

– ¿Han dejado alguna nota para mí…? Quiero decir… Pensé que…

– No ha recibido ningún mensaje -Sophie murmuró, huraña-. Y si quiere mi consejo, que no lo querrá, pero la advierto por su propio bien… manténgase apartada de ese apuesto crápula.

No hacía falta preguntar de quién estaba hablando.

– Lo sé -murmuró Elspeth, arrepentida, aunque no del todo convencida ante el día repleto de libertad que se le abría en el horizonte.

– Parece que no se da cuenta de cuál es la causa de que tenga las mejillas rojas como tomates. Podría decirle lo que está pasando por su cabeza.

Elspeth intentó cortar de raíz aquellos pensamientos.

– Para tu información, no pegué ojo en toda la noche, pensando lo que debería o no hacer. Al final, decidí ser sensata.

– Su padre estaría orgulloso.

– No estoy tan segura. El matrimonio de papá y mamá fue por amor.

– El marqués no tiene planes de matrimonio, cielo -replicó Sophie, brusca-. Y el amor no paga las cuentas, como descubrió tu madre, que Dios la tenga en su Gloria.

La madre de Elspeth había muerto cuando ésta tenía doce años… Sophie estaba en lo cierto, su madre era una santa… siempre haciendo equilibrios para hacer alcanzar el dinero cuando nunca había suficiente. La economía del día a día había recaído sobre las espaldas de Elspeth tras la muerte de la madre. La visión del dinero que tenía el vicario era de una despreocupación bondadosa.

– Y aquí estamos -Elspeth esbozó una sonrisa forzada-, pagando las cuentas todavía.

– No debería haber sido una carga para usted, pero su papá siempre andaba enfrascado en los libros, en lugar de sonreír al viejo duque, que era quien le daba el sustento. Es injusto, pero ha hecho lo que debía. Y Dios la recompensará algún día.

– Tal vez hoy mismo -dijo Elspeth, con calma. Hablar de recompensas había conducido sus pensamientos a otros caminos para obtener una gratificación de un modo más inmediato-. Creo que iré a dar un paseo cuando el conde haya salido.

– No se haga ilusiones. Los hombres como Darley son un problema -le advirtió Sophie como si realmente pudiera leerle el pensamiento a Elspeth-. Y ya tiene problemas más que suficientes con su desagradable marido. Otro problema más, así es como yo lo veo.

– Pero el marqués es increíblemente guapo -afirmó Elspeth entre suspiros-, y tan absolutamente fascinante…

– Y, por lo que he oído decir, desparrama ese encanto de cama en cama. La cocinera conoce a su ayuda de cámara y, según cuenta, Darley nunca duerme solo. Así que no caiga en su hechizo. Sólo le romperá el corazón -Sophie sabía que el amor sólo era una vía más de diversión para la aristocracia, pero Elspeth no pertenecía a ese círculo. El nombre de Darley era sinónimo de vicio.

– Tiene razón, por supuesto -pero la voz de Elspeth reflejaba una convicción débil.

– Algún día, cielo, las cosas mejorarán. El viejo bastardo no vivirá eternamente. Y todos los ángeles del cielo saben lo que ha hecho por su hermano. Tendrá su oportunidad para ser feliz… espere y verá.

«Cuando llegue el momento, espero no ser demasiado vieja para disfrutarlo», pensó Elspeth con ironía. Tomó la taza de chocolate que le había acercado Sophie, sonrió obediente y dijo:

– Te agradezco el consejo y tu amistad. Estoy decidida a llevar este asunto de una manera responsable.

– Como siempre, cielo. Usted es un ángel, así es.

Mientras Sophie se apresuraba al vestidor para llenarle la bañera de cobre de agua caliente, Elspeth bebió a sorbos el chocolate y soñó despierta en un futuro feliz, pero difícil de alcanzar, un futuro en el que pudiera hacer todo lo que le apeteciera. Tal vez era el deseo de toda mujer, pensó Elspeth, el papel de la mujer en la sociedad estaba muy limitado… a pesar de que varias facciones defendían, de vez en cuando, la libertad de la mujer. Pero, vamos, no es que el Parlamento prestara oídos en lo más mínimo, ni los jueces, ni ningún árbitro de la autoridad…

Y tras pensar en eso unos instantes, se resignó a su destino.

Si esa mañana no conseguía esa igualdad que reinaba en el mundo masculino, al menos gozaría de un estupendo día de soledad, lejos de su despreciable marido.

Así es, pensó Elspeth, los pequeños placeres estaban a tocar de mano, aunque los más espectaculares, como las enardecidas aventuras con espléndidos marqueses, estuvieran fuera de su alcance.

Dejó a un lado la taza vacía y se acurrucó contra las almohadas, cerró los ojos y casi deseó tener el coraje de hacer lo que en realidad quería hacer. Si fuera valiente, montaría hasta el Pabellón de Caza de Darley, llamaría a su puerta y entraría sin esperar a ser invitada. Si fuera audaz, aprovecharía la ausencia de su marido, mandaría la prudencia a paseo, ignoraría las advertencias de Sophie y no dejaría escapar el placer que Darley le prometía.

El sonido de la puerta del dormitorio abriéndose y cerrándose interrumpió aquellas ensoñaciones placenteras.

«Una criada con el desayuno», pensó Elspeth, y levantó las pestañas con pereza, dibujando una media sonrisa de bienvenida en los labios.

– ¿Ha dormido bien?

Se incorporó de golpe con los ojos muy abiertos. Medio aturdida, pero también deseando creer en los milagros, miró fijamente al intruso.

Darley, haciendo gala de su increíble belleza, se recostó contra la puerta. Si los sueños se hacían realidad, éste era un auténtico ejemplo de ello. No se sintió asustada ni fue presa del pánico, como era previsible, sino que, por el contrario, reaccionó como si estuviera recibiendo un regalo.

– He dormido… apenas nada -le dijo, pensando que tal vez debería pellizcarse para ver si sólo era un producto de su imaginación-. ¿Y usted?

– He estado despierto toda la noche.

– Cómo lo ha hecho, es decir… cómo ha podido…

– Él está a punto de irse. He subido por las escaleras traseras -dijo Julius, como si pudiera adivinarle el pensamiento.

Quizás eso era algo normal en los sueños, pensó.

– No debería estar aquí -le dijo, sin mostrar miedo, sólo corroborando un hecho.

– No podía esperar -exhibió una sonrisa-, como es lógico.

– Debería pedirle que se marchara. -Una concesión a las convenciones.

– No serviría de nada.

Era el turno de Elspeth para regalarle una sonrisa.

– En ese caso, no lo haré.

Julius señaló el vestidor con un gesto de cabeza, desde donde llegaba el sonido del agua.

– Podría tomar un baño en mi casa y nos marchamos ahora.

Ella se tocó el camisón.

– ¿De esta guisa? -preguntó, en lugar de decir algo diferente… del tipo: «No, de ninguna manera».

– El carruaje con el que he venido está cubierto, protegido de las miradas ajenas. Sophie podría prepararte algo de ropa para llevar.

– Ella no aprueba que lo vea a usted. -Ahí. Por fin. Un argumento contra sus deseos traicioneros-. Cree que me romperá el corazón.

– Se equivoca -le dijo con dulzura-. Es más probable que usted rompa el mío.

Ella se sorprendió ante la respuesta.

También él lo estaba; nunca antes había identificado el corazón con el amor. En particular el suyo propio.

Se hizo un breve silencio.

Su camisón de lino era revelador, a pesar de tener el cuello abotonado y las mangas largas. Sus pezones túrgidos despuntaban bajo la ligera tela. Cualquier ambigüedad acerca de corazones y amoríos era fácilmente desechable con objetivos más importantes a la vista.

– Hoy preferiría no perder el tiempo. La última carrera es a las cuatro. -Inclinó la cabeza y sonrió-. Si no le importa.

– ¿Y si me importa?

– Tendré que persuadirla para que cambie de idea.

– Qué seguridad… -murmuró, sin estar segura de estar diciendo sí o no, o hablando con evasivas.

Él negó con la cabeza.

– No es seguridad, mi señora, sólo mi más ferviente deseo.

El sonido de las ruedas sobre la gravilla y el chasquido del látigo se colaron por la ventana abierta y el marqués se apartó a un lado de la puerta.

– Es su carroza, se va.

Elspeth se maravilló del enorme atractivo de Darley, podía hablar tan tranquilo de su marido y ella no sentía vergüenza alguna. Tal vez sus maneras prosaicas mitigaban cualquier atisbo de culpa. Quizás había esperado durante tanto tiempo la liberación, que él se le antojaba como su salvador en lugar del hombre que le traería la desgracia. Quizás el culto a la sensibilidad tan de moda en los últimos tiempos fuera auténtica y las mujeres eran, sencillamente, víctimas de emociones incontenibles. O tal vez su belleza a secas le exoneraba de cualquier culpa.

– ¿Se quedará mi marido hasta la última carrera?-le preguntó, como si él tuviera respuesta a todas las preguntas, como si controlase el mundo a modo de una deidad mítica. O tal vez Ovidio estaba en lo cierto y de vez en cuando era conveniente creer en los dioses.

– Le garantizo que Amanda lo retendrá hasta la última carrera -le dijo con una sonrisa.

– ¿Está usted seguro?

«Con la suculenta suma de dinero que le estoy pagando a Amanda, más le vale», pensó Julius.

– Uno de mis criados los acompaña -apuntó cortesmente-. Nos avisarán si se marchan antes de tiempo.

– Ha pensado en todo, ¿verdad?

Una sonrisa le iluminó el rostro.

– He estado despierto toda la noche.

– Mi noche en vela no ha sido tan productiva. No paraba de agitarme, nerviosa, sin poder evitarlo.

– No hay motivo para inquietarse -le dijo en tono agradable-. Iremos a mi casa y veremos mis caballos. Montaremos, si le apetece. No haremos nada que no sea totalmente inofensivo. -Le hablaba como si fueran viejos amigos, montaran juntos a diario, como si en realidad no fueran unos perfectos desconocidos.

– ¿Inofensivo? -suspiró ella.

– Totalmente -le dijo en voz baja, acercándose a ella-. Podemos tomar un té, si lo prefiere, dar un paseo por el jardín. Haremos lo que usted desee.

Julius se detuvo al pie de la cama, la fragancia de su perfume le llegaba a Elspeth flotando por el aire, su cabello oscuro resplandecía por el sol de la mañana, su sonrisa le ofrecía todo lo que ella anhelaba.

– ¿Tiene jardín? -le preguntó, en lugar de la docena de preguntas más personales que deseaba hacerle.

– Mis jardineros tienen el jardín muy cuidado -la informó Julius esbozando una sonrisa-. Las rosas y las lilas son su especialidad. -Se calló que en todas sus posesiones tenía jardines a los que a duras penas les echaba un vistazo porque sonaría pretencioso y descortés, teniendo en cuenta que ella se había visto forzada a casarse con un anciano vil por su falta de recursos.

– Permítame que le enseñe las flores. ¿Quiere que le ordene a la criada que le empaquete las cosas o prefiere decírselo usted misma? -añadió Julius. Podría aplacar sus dudas y, con algo de suerte, sus deseos, con mayor comodidad en su mansión.

– Se lo diré yo -replicó Elspeth rápido, pero permaneció inmóvil.

Julius le dirigió una sonrisa.

– ¿Hoy?

Él iba vestido informal, con unos bombachos y una camisa; había escogido las botas más sencillas, como si quisiera hacerse pasar por un criado. Sin embargo era todo un noble… más aún… un verdadero príncipe entre los hombres y ella ya no podía resistirse a la tentación.

– ¿Podemos marcharnos de aquí sin que nadie nos vea? No puedo permitirme tener problemas.

– Nadie nos verá -le dijo con una seguridad que la reconfortó.

Apartó las sábanas a un lado y se deslizó de la cama.

– Espere aquí.


Julius pudo escuchar sus voces exaltadas o, más bien, el estridente tono de voz de la vieja criada y las respuestas, más suaves, de Elspeth. A veces las palabras se amortiguaban, las frases más conflictivas las oía claramente, así que captó con nitidez lo esencial de la conversación.

Para Sophie, por lo visto, él no era un hombre de fiar en cuestiones sentimentales.

Una suposición justa, la verdad sea dicha.

Pero ¿quién de sus contemporáneos masculinos lo era?


Un rato después, Elspeth salió del vestidor ataviada con un moderno traje de montar, estampado de varios colores, uno de esos que hacían furor entonces, con toda la gama del verde al negro. No iba tocada con sombrero. En su lugar se había recogido el cabello en un moño que, gracias a los revoltosos rizos que le enmarcaban la cara, tenía un aire menos serio. El rubor le encendía la cara.

– Supongo que lo ha oído -le dijo esbozando una pequeña mueca de disgusto-. Lo siento.

– No he oído nada -le dijo, cometiendo perjurio sin el menor reparo, mientras ella le pasaba una pequeña cartera dándole a entender que planeaba pasar junto a él algo más de diez minutos.

– Me he puesto algo a toda prisa. Puede que tenga que cambiarme -le explicó ella con voz seca, la furia aún era evidente en su tono-. Iré yo primera por si nos encontramos a un criado en la escalera.

Quizás el contratiempo con la criada había servido de ayuda, pensó él, le había insuflado un aire más decidido. Al entrar en el vestidor, no parecía tan segura.

– La seguiré, sí señora -murmuró él, señalando hacia la puerta. Los criados no le importaban lo más mínimo, pero no serviría de nada expresar esa opinión. No se tropezaron con nadie en la escalera de servicio. Sin duda los criados aprovechaban la ausencia del amo para tomarse el día de fiesta.

– Por aquí -le dijo Julius, en el momento que salieron de la casa, y, guiándola a través del huerto, cruzaron un pequeño jardín hasta alcanzar el carruaje que aguardaba en el sendero.

Después de ayudarla a acomodarse en el interior, Julius le hizo una señal con la cabeza al cochero, entró de un salto, lanzó la cartera en el asiento de al lado y cerró la puerta.

– Nunca he hecho algo parecido -le confesó Elspeth.

Después de ajustar bien el pestillo, Julius se dio la vuelta y sonrió.

– Ni yo tampoco -curioso pero cierto; no tenía experiencia en materia de mujeres vírgenes-. Ambos estamos en territorio desconocido. Pero usted es la que manda. Usted marca el ritmo.

Ella se rió.

– Qué fácil lo hace todo.

– ¿Y por qué no? Deseo complacerla.

– Ya lo hace.

– Bien. -Julius estiró las piernas y las puso sobre el asiento de al lado, adoptando una postura poco elegante-. Dígame, pues, qué le gustaría hacer.

– Disfrutar de mi libertad.

Él le lanzó una mirada por debajo de las pestañas.

– ¿Y eso qué significa…?

Ella le regaló una amplia sonrisa.

– Para serle franca, no lo sé. Soy una completa principiante.

– ¿Le gustaría echar un vistazo a mis caballerizas? -le ofreció cortésmente. No quería darle la impresión de ser un depredador, además ella había reconocido que, de hecho, era una principiante-. Son excelentes.

– Quizá más tarde.

– Muy bien -le dijo con dulzura, a duras penas refrenando sus impulsos obscenos-. Más tarde.

– Cuénteme algo de usted -le comentó Elspeth-. Le conozco tan poco…

Todas las mujeres le hacían esa pregunta, pero si bien en el pasado habría dado una respuesta coqueta, en ese momento contestó con un mínimo de hechos importantes acerca de su vida. Él mismo se sorprendió ante el raudal de información que le estaba revelando, aunque tal vez su inocencia requería esa letanía balsámica de las personas, los lugares y las cosas para personalizar su relación.

– Ahora es su turno, hábleme de usted -le preguntó nada más acabar. Quizá de verdad quería saberlo, pero lo más probable es que quisiera pasar el rato hasta llegar a Newmarket, a su mansión. Estaba claro que no era del tipo de mujer a la que se pudiera seducir en un carruaje.

Estaría más cómoda en una cama su primera vez, se imagino él.

– ¿Y su hermano? -le preguntó con educación- ¿Ha recibido noticias suyas últimamente?


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