Capítulo8

Esa noche, a Rye le resultó imposible dormir. La ansiedad lo hacía revolverse constantemente hasta que, al fin, a las cuatro de la mañana, se puso un grueso suéter, encontró las botas en la oscuridad, junto a la nariz fría de Ship, que se despertó al oírlo, y se acercó a ver qué pasaba.

Juntos, se escabulleron fuera y se sentaron en el primer escalón, mientras Rye se calzaba las botas y susurraba:

– Muchacha, ¿qué te parece si trepamos a esa roca, como solíamos hacer?

La cola de Ship respondió por ella, y la lengua rosada quedó colgando, a un lado de la boca.

Rye le rascó el mentón, se puso de pie y le susurró:

– Vamos, amiga.

Juntos atravesaron el pueblo dormido, el bulto tibio del animal apretado contra la pierna de Rye. Los adoquines brillaban, húmedos, pero pronto los dejaron atrás para recorrer una calle arenosa que los llevó a los senderos de Shawkemo Hills, todavía envueltos en la bruma, y desde donde subieron hasta Altar Rock, el punto más elevado de la isla.

Treparon y se sentaron uno junto a otro, como habían hecho antes cientos de veces, el hombre alto y esbelto con las piernas flexionadas y las pantorrillas cruzadas, rodeándose las rodillas con los brazos, la perra al lado, sentada sobre los cuartos traseros. Inmóviles como monolitos, esperaron el espectáculo que tantas veces habían compartido y, al comenzar, el hombre apoyó una mano en el lomo del animal.

El verano se acercaba al solsticio, y reinaban la quietud y el silencio del amanecer. En esos últimos minutos purpúreos antes de que asomara el sol, la bahía parecía un espejo bajo las innúmeras hileras de velos de niebla de color lavanda. Entre esas capas de bruma, las ondulaciones de la isla se veían como montañas violáceas, apoyadas en la respiración del océano, nada más.

Entonces subió el sol para espiar sobre el borde del océano y echar sobre Nantucket su mirada roja, convirtiendo esos brazos de niebla en miembros lánguidos, rosados, que ora se estiraban, ora se flexionaban, se movían sin descanso bostezando, como bocas cada vez más grandes hasta que la mañana roja y dorada se derramó sobre todo.

El bosque de mástiles era la imagen de la quietud; cada navio dormía sobre la superficie satinada del agua.

Al menos por un instante, pareció que todas las criaturas de la tierra, del cielo y del mar, silenciosas y respetuosas, esperaban, como Rye y su perra, para rendir homenaje al espectáculo de luz y color que anunciaba el día.

Una por una, las negretas levantaron vuelo en pos de pequeños peces plateados, agitando los reflejos de mástiles, vergas y tirantes. Los moteados aguzanieves, en la primera carrera por la costa desierta, se detenían y se columpiaban como borrachos, como si el espectáculo de la mañana también los embriagase.

A continuación aparecieron las gaviotas, perezosas basureras que esperaban al primer barco que se moviese, y con ellas sus hermanos, los gaviotines, esperando lo mismo para seguirlas.

Abajo, en el pueblo que ceñía la bahía, tañó la campana de la torre de la iglesia Congregacionista, lanzando al aire su apacible toque de diana, y el primer falucho soltaba amarras, seguido por otros, avanzando hacia el sitio llamado «el cordón de la bahía», junto a la barra, donde a comienzos del verano se agrupaban los peces azules.

Rye se quedó holgazaneando todo lo que pudo, hasta que sintió la espalda rígida y el estómago de la perra gruñó al mismo tiempo que el suyo.

Se elevó el olor del humo desde la chimenea de la herrería del fabricante de velas, los almacenes y la panadería. Pronto resonó el martilleo metálico del herrero, y la fragancia de los bizcochos marineros cociéndose en hornos de barro le indicó a Rye que era hora de irse.

Se levantó, con desgana y, seguido por la perra emprendió el camino de regreso a través de los brezales, hacia el costado del embarcadero, donde las gastadas puertas de madera se abrían y las tiendas cobraban vida. Pasó ante la cordelería y oyó el retumbo de las ruedas de acero que rodaban hacia atrás sobre los rieles de la máquina que daba forma a las cuerdas, retorciendo hebras de Manila y con virtiéndolas en cuerdas. Desde el taller del tallador de barcos llegó el golpeteo sordo del martillo sobre el cincel, y más adelante, por la misma calle, Rye dio los buenos días con un cabeceo al empleado, que estaba clavando en la ventana un cartel: «Velas de esperma – Superiores a todas en belleza y fragancia cuando se extinguen – Doble duración que las de sebo».

Ah, Nantucket… aunque a veces se sintiese atrapado allí lo amaba. Había olvidado la belleza de los sonidos, olores y paisajes que se mezclaban, y que simbolizaban la estrecha relación entre todas las maneras que existían allí para ganarse la vida.

Se detuvo a comprar una rosquilla para el desayuno, y le ordenó a Ship que lo esperase fuera de la panadería hasta que salió, comiéndose un crujiente buñuelo. Le ofreció uno al animal, y llevó otro para Josiah, que acababa de levantarse, la pipa apagada ya metida entre los dientes, esperando el primer apisonado del día.

Se pusieron a trabajar juntos, colocando el aro a un barril mojado de unos cien litros de capacidad, cuyas duelas habían estado en remojo toda la noche. Trabajaron en buena compañía, pues el humor irritable que Rye tenía el día anterior se había evaporado, reemplazado por una ansiedad a duras penas contenida que Josiah no pudo entender hasta más avanzada la mañana, cuando el hijo subió saltando los peldaños hacia la vivienda de la planta alta y volvió, minutos después, silbando, con camisa y pantalones limpios y el cabello pulcramente peinado.

Comentó en tono indiferente:

– Veo que esas naranjas le embotaron el filo a tu lengua. Creo que iré todos los días a comprártelas.

– Sí, hazlo.

El viejo rió, sin quitarse la pipa de la boca.

Esa mañana volvió a sonreír al ver que Rye salía de la tonelería silbando otra vez, con paso ágil.

Tanto para Laura como para él era una sensación potente caminar hacia la plaza para encontrarse. El encuentro era inocente aunque ilícito, de inexpertos que sabían pues, aunque ya habían sido marido y mujer y compartido las más recónditas intimidades del matrimonio, ahí se veían empujados de vuelta al comienzo, como niños ignorantes. Se acercaban a la plaza desde direcciones opuestas, con espíritu inquieto, estirando el cuello para captar esa primera imagen del otro, con los corazones palpitantes y las manos húmedas.

Laura divisó a Rye con el agudo instinto de un pato cabezón buscando plancton. En cuanto distinguió la cabeza rubia que avanzaba hacia ella entre vendedores, mercancías y tenderos, contuvo el ansia de sonreír y agitar la mano, y el deseo mayor aún de correr hacia él.

Fue arduo contener la sonrisa que pugnaba por abrirse en su rostro al verlo avanzar, las mangas amplias ondeando en la brisa, la cabeza descubierta bajo el sol estival, el cabello que ya iba oscureciéndose en las raíces, y las cejas que también iban perdiendo la decoloración después de unas cuantas semanas en tierra firme. Y en su rostro bronceado ella leyó la ansiedad que, también él, trataba de controlar.

Ante su proximidad, el corazón de Laura se volvió ingrávido, agitado por la ansiedad, tan punzante ahora como en aquellos lejanos días en el almacén de los botes, cuando conocían juntos las primeras maravillas del amor.

– Hola -dijo Rye, como si no fuese el día más glorioso que existió jamás.

– Hola -respondió, pasando los dedos por un cajón de semillas de chirivía, como si tuviesen algún interés para ella.

– Me alegro de verte otra vez.

«¡Te amo! ¡Estás hermosa!»

– Y yo a ti.

«No puedo olvidarte. Yo siento lo mismo».

– Hola Rye.

Era Josh, mirando hacia arriba. El hombre se apoyó en una rodilla, y le presentó las golosinas.

– Hola, Joshua. ¿Viniste a oír otra vez al subastador?

Josh se puso radiante, y su mirada voló de inmediato de la cara de Rye a los dulces y luego otra vez al hombre, para responder, con acento marinero:

– Sí.

Rye rió con paternal entusiasmo.

– Sí, ¿no es cierto? Ayer lo decías de otro modo.

– Me gusta más así.

Complacido, entregó al niño las golosinas y le ordenó.

– Bueno, entonces vete. Yo cuidaré a tu madre.

Josh salió corriendo sin hacérselo repetir. Laura observó a Rye, que seguía apoyado sobre una rodilla, el codo apoyado en esta, la manga blanca y amplia cayendo sobre la pernera azul del pantalón.

En ese preciso instante, el joven levantó la vista hacia ella y se irguió cuan largo era, para poder contemplarla a su antojo y sorprender el brillo de los ojos castaños antes de que la mirada de Laura se posara otra vez sobre las semillas de chirivía.

– Te lo he traído -dijo Rye en voz baja, dando un vistazo a la plaza para cerciorarse de que nadie los escuchaba o los observaba.

– Ah, ¿sí?

Laura ladeó la cabeza, lo miró, y luego otra vez a las semillas. Como no preguntó en qué consistía el regalo, él se sintió obligado a dilatar la entrega.

– Hoy te has puesto un sombrero encantador.

– Gracias.

– Y me gustan esos rizos que se asoman alrededor.

– Gracias.

– Y tienes la boca más bonita que he visto hoy.

Las comisuras de esa boca se elevaron, y en las mejillas florecieron rosas.

– Gracias.

– Y no me molestaría besarla otra vez lo antes posible.

– ¡Rye Dalton, basta de eso!

Ella también miró alrededor, alarmada.

Rye rió y le atrapó la mano, metida dentro del cajón de semillas.

– ¿Qué me has traído? -ya no pudo contener la pregunta.

Él sacó de la manga la ballena, que quedó a medias oculta bajo las semillas. Mientras la ocultaba en su propia manga, las mejillas de Laura se sonrojaron aún más. Supo que no podría leer lo que había escrito hasta que estuviese sola.

– ¡Oh, Rye una ballena tallada!

Levantó los párpados y se tocó la garganta con un dedo.

– ¿La usarás?

– Es… es muy…

– Personal -concluyó él.

– Sí.

Laura pareció observar las semillas con aire recatado.

– E íntimo.

– Sí.

La mano de Laura pasó al cajón de semillas de calabaza, mientras Rye continuaba:

– Como mis sentimientos por ti cuando la hice… como son ahora mis sentimientos.

Contempló la frente de la mujer, oscurecida por el sombrero, y deseó que ella lo mirase otra vez.

– Shh, Rye, alguien podría oírte.

– Sí, es muy probable, de modo que, o me aseguras que la usarás o gritaré para que me oigan en todo el mercado que la señora de Daniel Morgan tiene algo en la manga y que se trata de una ballena de corsé tallada por Rye Dalton.

Laura disfrutó del placer de estar con él y que la provocase de esa manera. Sonrió con ganas, y lo miró con unos ojos que también tenían un brillo provocativo.

– ¿Y qué fue lo que has escrito en ella?

– Lo que pensaba desde el momento en que me embarqué, alejándome de ti.

– ¿Me hará ruborizar?

– Eso espero.

Más tarde, cuando volvió a la casa, en efecto, se ruborizó. Leyó el poema, invadida por una extraña mezcla de culpa y excitación; a escondidas, cosió la ballena al corsé, donde quedaría en íntimo contacto entre sus pechos, a partir de ese momento. En verdad, el hecho de tener esas palabras apretadas contra la piel le daba conciencia del deseo de Rye de poseerla otra vez, y aunque fuese un pensamiento prohibido, se permitió ahondar en él. Era mujer, era carnal, y el contacto con la ballena era como si Rye la tocase, la tentara cada minuto del día.

– Estoy usándola -susurró cuando volvieron a encontrarse.

Los ojos de Rye se iluminaron con un brillo de placer, y demoró la mirada en el corpiño de Laura, mientras un nuevo hoyuelo se le formaba en la mejilla derecha.

– Muéstrame dónde.

Laura entrelazó los dedos, cruzó los brazos debajo de los pechos, y apoyó el mentón en los nudillos mientras, alrededor, los pescaderos vendían su mercancía.

– Aquí.

– ¿Falta mucho para que pueda quitártela? -preguntó, provocándole un sonrojo muy revelador.

– Rye Dalton, no has cambiado ni una pizca.

– ¡Gracias a Dios, no!

Rió, pero luego se puso serio e insistió:

– ¿Cuándo?

– Estás acosándome.

– Soy yo el que se siente acosado. Quiero llevarte allá, entre los arbustos de arrayán, y aplastar unos cuantos frutos mientras hago lo que escribí en esa talla… y algo más.

Su única recompensa fue comprobar la frustración de Laura, que se sonrojó y se dio la vuelta para comprar manteca.

A ese siguió una sucesión de días inundados de sol, en que los dos se encontraban del mismo modo, comunicándose con el corazón, el pensamiento y los ojos, antes aún de llegar al punto de cita en la plaza. Esos encuentros eran para ellos como un consuelo, y ninguno de los dos pensó a dónde los conducían. Jamás se tocaban: no podían. Y jamás se encontraron a solas… no se atrevían. Pero los ojos intercambiaban mensajes que no podían decir en voz alta, salvo en esos raros momentos en que recibían la bendición de unos pocos minutos a solas. Además, las breves intimidades que se decían los ponían en peligro de hacerlos ceder.

El verano llegó a su plenitud, tentándolos a vagar por el amado paisaje florecido de la isla, como lo hacían años atrás. En la aldea de Siasconset, la hiedra doméstica crecía y reverdecía sobre las pequeñas chozas plateadas de los terrenos angostos de Sconset y, al mismo tiempo, la hiedra venenosa trepaba por los troncos de los pinos silvestres. Arrayanes y brezos cubrían el pedregal y, en las marismas y tierras bajas, resplandecía las flores cerosas del mirto. Los delicados capullos de color lavanda del madroño rastrero, a los que los peregrinos bautizaron «flor de mayo», abrían paso a las perfumadas flores de las rosas silvestres. Las caléndulas del pantano se elevaban como gotas de sol que hubiesen caído a tierra, y en las lomas más altas brotaban los sellos de Santa María y los falsos nardos.

Entretanto, Laura y Rye oscilaban al borde de ceder a la invitación de las colinas que los seducían con una promesa de intimidad. Pero, antes de haber conquistado esa intimidad, Dan Morgan hizo una visita a la tonelería.

Rye, de espaldas a la puerta, colocaba las duelas de un barril en un aro, cuando oyó decir a Josiah:

– Bueno, hacía tiempo que no te veía, muchacho.

– Hola, Josiah. Supongo que has estado bien.

Pero, al decirlo, miraba a Rye, que seguía trabajando sin volverse.

– No me quejo. El negocio marcha bien, y ha habido poca niebla.

Dan volvió a mirar al viejo.

– ¿Están trabajando en el encargo para el próximo viaje del Omega?

– Así es -confirmó el anciano, y siguiendo la mirada del muchacho, decidió que convendría desaparecer con discreción.

Se hizo el silencio mientras Rye colocaba las dos últimas duelas en una banda de madera que las sujetaba en la base, mientras en la parte superior se abrían como los pétalos de una margarita.

– Rye, ¿podemos hablar un minuto? -preguntó Dan, tenso pero cortés.

El tonelero levantó la vista un instante y volvió a su trabajo. Ayudándose con un torno, enroscó la cuerda alrededor de los pétalos de duela.

– Sí, adelante.

Empezó a dar vueltas a la manivela del torno, sintiendo que Dan se acercaba a él por atrás, mientras las cuerdas iban cerrando los pétalos acompañándose con un chirrido.

– Sé que has estado viendo a Laura en la plaza, todos los días.

– Nos hemos encontrado un par de veces.

– ¿Un par de veces? No es así como me lo contaron.

– Ahora que lo pienso, deben haber sido algunas veces.

A cada vuelta de la manivela, las duelas quedaban más próximas, y la cuerda se tensaba como los músculos faciales del visitante.

– ¡Quiero que eso se termine! -ordenó Dan.

– Hemos conversado en la plaza, ante cientos de ojos atentos, y con el niño entre nosotros.

– Aún así, la gente habla… es un pueblo pequeño.

Las duelas ya estaban juntas, curvándose en el medio. Rye recogió un aro de metal, lo colocó alrededor, y lo calzó, golpeándolo con maza y broca.

– Sí, es verdad, y todos saben que ella es mi esposa.

– No, ya no lo es. Quiero que te apartes de ella.

Por fin, las manos de Rye se quedaron quietas y miró a Dan a los ojos.

– ¿Y ella qué opina al respecto?

Dan palideció y endureció la mandíbula.

– Lo que sucede entre nosotros no es asunto tuyo.

– Lo que hay entre vosotros es mi hijo, y ya lo creo que es asunto mío.

Ese era un hecho que Dan no podía negar, y que le hacía sentirse atravesado por el temor. Le tembló un poco la voz:

– ¿Lo has usado para alejarla a ella de mí?

Rye giró, furioso, y tiró las herramientas sobre un banco, donde cayeron con estrépito.

– Maldición, ¿por quién me tomas, Dan? El chico no tiene idea de que soy su padre. No tengo intenciones de volverlo en contra de ti, ni de hacerlo elegir entre nosotros dos. Lo único que pasó fue que Laura lo llevó a la plaza para que yo pudiese verlo un poco, conversar con él, conocernos.

– Me contó que le llevaste barras de caramelo y, el otro día, me mostró un diente de ballena que dice que tallaste para él.

– Sí, yo se lo di, no lo niego. Pero, si estuvieses en mi lugar, ¿podrías contenerte y no hacer lo mismo?

Las miradas de ambos se encontraron, Rye, con expresión defensiva, Dan, colérica. Y sin embargo, un ramalazo de culpa azotó a Dan, seguido por la comprensión de lo que sería si a él se le exigiese que renunciara al papel de padre. Pero siguió, en tono severo:

– Desde el día en que nació, vi crecer a Josh. Estuve ahí, junto a Laura, el día que zarpaste, cuando te suplicó que no te marcharas. Estuve cuando lo bautizaron, y cuando enfermó por primera vez y la madre necesitaba apoyo moral, a alguien a quien contarle sus miedos. Después de que nos casamos, me turné con ella para pasearlo por la noche, cuando contrajo tos ferina, cuando le salían los dientes, cuando le dolían los oídos, y… ¡y los cientos de veces que llora un recién nacido! Estuve cuando cumplió el primer año, y cada cumpleaños después de ese, mientras tú estabas ausente… ¡cazando ballenas!. -Se dio la vuelta-. Y jamás sentí que lo amara menos porque fuera tuyo. Tal vez, por eso mismo, lo amé más, quizá traté de compensarlo por el hecho de que te… hubiese perdido a ti.

Rye fijó la mirada seria en los hombros de Dan.

– ¿Y ahora, qué quieres? ¿Que te dé las gracias? Bueno, las tienes, pero eso no te da derecho a impedirme que lo vea.

Dan se dio la vuelta otra vez, furioso.

– ¿Y a ella junto con él?

Las miradas chocaron cuando se enfrentaron, uno a cada lado del barril a medio hacer hasta que, de repente, Rye se puso a trabajar otra vez, volviendo el barril para colocar el aro del otro extremo.

– Yo esperaba que tú lucharas por ella; ¿acaso tú esperabas menos de mí? Confórmate con que no haya ido a reclamar esa cama donde te acuestas con ella… sabes que también me pertenece.

El cruel comentario dio en el blanco y Dan se apresuró a tomar revancha.

– Y yo creo que es para lo único que la quieres, a juzgar por lo que recuerdo.

– ¡Maldición, hombre, vas demasiado lejos! -vociferó Rye Dalton, apretando los puños y dando un paso adelante con aire amenazador, con el mazo aún en la derecha.

– ¿Ah, sí? ¿Acaso me consideras tan ignorante para no saber lo que hacíais cada vez que huíais solos, cuando teníamos dieciséis años? ¿Crees que no sufría, deseándola mientras veía cómo corría tras de ti como si yo no estuviese vivo siquiera? Si crees que la dejaré hacerlo otra vez, estás muy equivocado, Dalton. Ahora es mía, y ya esperé bastante a tenerla para mí.

Rye sintió que bullían dentro de él la ira y la violencia pues, a semejanza de casi todos los que robaban besos, jamás sospechó que otros hubiesen adivinado.

– La amo -dijo, sin rodeos.

– La dejaste.

– Ya he regresado. ¿Y si dejamos que ella decida?

– Yo soy la alternativa legal, y estoy dispuesto a ocuparme de que esos encuentros se acaben.

Ya casi como de pasada, Rye tomó una azuela y se puso a igualar el contorno irregular de una duela.

– Tienes derecho a intentarlo -reconoció-. Te deseo buena suerte.

Dan cedió, admitiendo que no esperaba lograr más de lo que logró, irritado porque Rye no negaba nada y presentaba pelea franca, irritado aún más por el temor de que este rival pudiese ganar. Giró sobre los talones y salió con pasos coléricos, rozándose con Josiah que, con aire indolente, estaba sentado junto a la puerta, sobre un barril.

Cuando entró, se encontró con Rye blandiendo la azuela con furia, ya disipada toda apariencia de desinterés. El viejo chupó la pipa y se quedó mirándolo sin hablar, alertado por las arrugas que crispaban el ceño del hijo.

Pero eso no fue nada comparado con la rabia que más tarde provocó la visita de Ezra Merrill, quien apareció ante la puerta doble y entró con timidez.

– Buenos días, Josiah.

Parecía nervioso.

– Ezra -saludó el encanecido tonelero. Entornó los ojos y vio que Ezra buscaba a Rye, que estaba trabajando en el fondo de la tonelería-. ¿En qué puedo ayudarte?

– En realidad, vengo a ver a tu hijo.

– Bueno, ahí está.

Ezra carraspeó y avanzó hacia Rye, que dejó de golpear el fondo de un barril que estaba ajusfando, y miró sobre el hombro.

– Hola, Ezra. -Se volvió sin soltar el martillo-. ¿Necesitas que te haga algo?

El visitante volvió a carraspear.

– En realidad, n-no… He venido en misión oficial. Me ha contratado Dan… eh, quiero decir, Daniel Morgan, o sea que actúo en su nombre.

Fue evidente cómo se crispó la mano en el mango del martillo. Ezra fijó la vista en ella y luego la levantó de nuevo.

– ¿Y ahora, qué diablos se propone?

– ¿Es usted el propietario de la casa que se encuentra al final del callejón comúnmente llamado Crooked Record?

Rye echó una mirada al padre, y luego volvió otra vez la vista al abogado, con las cejas fruncidas.

– Bueno, por el amor de Dios, Ezra, sabes tan bien como yo que soy dueño de esa casa. Todos los habitantes de la isla lo saben.

El rostro de Ezra Merrill estaba rojo como una manzana de otoño.

– He sido autorizado por Daniel Morgan para hacerle una oferta de setecientos dólares por la compra de la casa, sin ninguno de los muebles o enseres que estén dentro desde hace cinco años o más, y que está en libertad de llevarse.

Dio la impresión de que el tonelero crepitaba, como en medio del silencio que precede a la tormenta.

– ¿Qué? -refunfuñó Rye, dando un paso hacia Ezra y apretando la cabeza del martillo contra la palma de la mano.

– He sido autorizado para hacerle una oferta…

– ¡La casa no está en venta! -vociferó.

– El señor Morgan me ha dado instrucciones de…

– ¡Vuelva y dígale a Dan Morgan que mi casa no está en venta, como tampoco lo está mi esposa! -estalló, avanzando hacia Ezra, que retrocedía con los labios apretados y los ojos parpadeando asustados.

– Entonces, ¿usted… yo… debo decirle a… eh, al señor Morgan que rechaza su oferta?

A medida que Rye hacía retroceder al tembloroso letrado hacia la puerta, haciendo temblar el techo, literalmente, iba subrayando cada palabra con pequeños empujones del martillo en el pecho de Merrill.

– Dígale a Dan Morgan que la maldita casa no está en venta y no lo estará jamás, mientras me quede aliento. ¿Está claro?

Rye vio cómo el abogado se escabullía por la calle, sujetando el sombrero en la cabeza calva. El joven apretaba el martillo con tanta fuerza que el mango de nogal pareció comprimirse. Josiah no hizo más que chupar la pipa. Ship retrocedió y se metió en la sombra bajo el banco de herramientas, lanzó un gemido, apoyó la cabeza en las patas, y siguió al amo con ojo vigilante.


Laura jamás había visto tan enfadado a Dan como esa noche, después del enfrentamiento con Rye. Esperó a que Josh se acostara, y entonces dijo sin preámbulos:

– Todo el pueblo sabe que has estado encontrándote con Rye en la plaza, con toda desvergüenza.

– ¿Encontrándome? No se podría calificar de encuentros a un intercambio de saludos.

– Hoy lo vi, y él no lo negó.

– ¿Lo viste… dónde?

– En la tonelería. ¡Tuve que tragarme el orgullo y presentarme allí para exigirle que dejara de cortejar a mi esposa bajo las miradas curiosas de todo el pueblo y, ya de paso, hacerme pasar por tonto!

Laura enrojeció y se dio la vuelta.

– Dan, estás exagerando.

– ¿Ah, sí? -le espetó.

– Claro que sí. Josh y yo hemos conversado con él cuando fuimos de compras, pero nada más… te lo aseguro. -Lo miró, aduladora, y en voz más suave, intentó hacerle entender-: Josh es su hijo, Dan. ¿Cómo puedo impedirle…?

– ¡No mientas más! -gritó Dan-. Y deja de ocultarte detrás del chico. No lo permitiré, ¿me oyes? ¡No quiero que se convierta en un peón mientras que vosotros dos provocáis un escándalo público!

– ¿Escándalo? ¿Quién lo llama escándalo…? ¡No hemos hecho nada malo!

Ansiaba creerle, pero las dudas lo carcomían, fortalecidas por lo que sabía desde el pasado.

– Has estado… haciendo algo malo con él desde… -Entrecerró los ojos, con aire acusador-. ¿Desde cuándo, Laura? -El tono se volviósedoso-. ¿Cuándo empezó todo entre tú y Rye? ¿Cuando tenías quince? ¿Dieciséis? ¿O antes, aún?

El rostro de Laura se quedó exangüe y no supo qué contestar ni qué hacer: permaneció ahí con expresión culpable bajo las acusaciones. Pensar que él lo supo todos esos años y nunca había dicho nada hasta entonces, la dejó atónita.

– No… -suplicó, con voz tenue.

– ¿Que no? -repitió, en tono duro-. ¿Que no te recuerde las veces que dejaste a tu… a tu sombra, creyendo que él no veía las manchas de moras que tenías en la espalda cuando bajabais de las colinas con la boca todavía fruncida, y tus mejillas estaban irritadas por sus patillas, antes de que hubiese aprendido a afeitarse?

Laura se volvió, con la barbilla sobre el pecho.

– Lamento que lo supieras. Nunca tuvimos intenciones de herirte, pero no tiene nada que ver con el presente.

– ¿Ah, no? -La aferró del brazo, obligándola a mirarlo-. Entonces, ¿por qué te vuelves y te sonrojas? ¿Qué pasó entre vosotros en el huerto, la noche de la fiesta en la casa de Joseph Starbuck? ¿Por qué os ausentasteis tanto tiempo sin dejar rastro? ¿Por qué no respondiste cuando te llamé? ¿Cómo crees que me sentí cuando entré a buscarte y supe que todavía no habías vuelto?

– ¡No pasó nada… nada! ¿Por qué no me crees?

– ¡Creerte! ¡Pero si voy por la calle y la gente se ríe entre dientes a mis espaldas!

– Lo lamento, Dan, nosotros… yo…

Se le ahogó la voz.

Dan le clavó la mirada con expresión colérica, y vio que hacía ingentes esfuerzos para no llorar.

– Sí, querida esposa… nosotros… yo… ¿qué?

– No pensé en lo que les parecería a los demás vernos juntos. Yo… te aseguro que no volveré a verlo.

Dan se arrepintió enseguida de haberla hecho darse la vuelta con tanta rudeza. Jamás la había tocado de otro modo que con ternura, ni le dio motivos para que asomara el temor a sus ojos. Con esfuerzo, apartó de su mente la imagen de Rye y estrechó a Laura con fuerza contra el pecho, sintiendo que la perdía incluso cuando le prometía serle fiel. Ocultó la cara en el cuello de la mujer, percibiendo el miedo y la pasión que lo recorrían por dentro. Con todo, Josh era hijo de Laura y de Rye, y lo abrumaba la culpa de negarle el hijo al otro.

– Oh, Dios, ¿para qué volvió? -dijo con voz grave, apretando a Laura con tanta fuerza que parecía querer estrujarla.

– Dan, ¿qué estás diciendo? -exclamó, forcejeando para librarse del abrazo-. Es… era tu amigo, y tú lo querías. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¿Acaso desearías que hubiese muerto?

– No quise decir que le deseaba la muerte, Laura… no, muerto no. -Con expresión horrorizada, se sentó pesadamente y ocultó la cara entre las manos-. Oh, Dios -gimió desdichado, sacudiendo la cabeza.

Viéndolo, ella también sufrió. Comprendía el conflicto de emociones que hacía cambiar a Dan, que lo hacía sentirse disgustado consigo mismo. El mismo conflicto a veces se debatía dentro de ella porque amaba a dos hombres, a cada uno de manera distinta, pero con la suficiente intensidad para no querer herir a ninguno de los dos.

– Dan -dijo con tristeza, apoyándole las manos en los hombros caídos-, yo también estoy muy confundida.

Dan alzó hacia ella su rostro torturado y vio que lágrimas no vertidas le brillaban en los ojos. Deseó que no expresara sus sentimientos, pero, con un matiz de pesadumbre en cada palabra, y mientras se dirigía al extremo opuesto de la habitación, Laura siguió:

– Sería una mentirosa si te dijese que no siento nada por él. Lo que existe entre Rye y yo viene desde la infancia. No puedo hacerlo desaparecer ni fingir que jamás existió. Lo único que puedo hacer es reflexionar y tratar de adoptar la decisión correcta para… para cuatro personas.

Dan podría haber pronunciado las mismas palabras, con la misma sinceridad… lo que existía entre Rye y él también venía desde la infancia, pero saberlo complicaba más todavía la situación. Oyéndolo, comprendió que su lugar de esposo de Laura, en el mejor de los casos, era incierto pues setecientos dólares y la escritura de la casa no necesariamente serían una escritura sobre el corazón de la mujer.

La contempló desde el otro lado de la habitación en penumbras. Tenía las manos crispadas, y el rostro era una máscara de emociones en conflicto. De pronto, supo que no podía afrontar la verdad y fue hacia la puerta, tomando la chaqueta de un tirón y poniéndosela.

– Salgo un rato.

La puerta se cerró de un golpe, dejando una ausencia tan profunda que Laura sintió que la devoraba. Le llevó unos minutos creer que de verdad se había ido, porque nunca salía por la noche salvo para llevar a Josh a dar un paseo o a visitar a sus padres. Pero esa noche era diferente. Esa noche, Dan escapaba.

Estuvo ausente dos horas, y lo esperó levantada. Cuando entró, se detuvo de golpe.

– ¡Todavía estás levantada! -exclamó sorprendido, y una chispa de esperanza le hizo levantar las cejas.

– Necesitaba que me ayudaras con los cordones -le explicó.

La esperanza se esfumó. Se volvió, colgó la chaqueta del perchero y dejó las manos sobre el poste unos segundos, como si necesitara tiempo para serenarse.

Por fin se volvió, aún sin alejarse de la puerta.

– Yo… lamento que te hayas quedado levantada.

– Oh, Dan, ¿adónde fuiste? -le preguntó, con expresión afligida.

Él la miró distraído unos segundos hasta que respondió, en tono bajo y herido:

– ¿Acaso te importa?

El dolor oscureció los ojos de Laura.

– Claro que me importa. Hasta ahora, nunca te habías ido así. Así… enfadado.

Dan se tiró del borde del chaleco y fue hasta la mitad de la habitación.

– Pero estoy enfadado -dijo sin rastros de emoción-. ¿Tendría que haberme quedado así? ¿Hubieses preferido eso?

– Oh, Dan, dejemos…

Pero no sabía cómo terminar. ¿Dejemos qué? ¿Vayamos a la cama y olvidémoslo? ¿Finjamos que todo sigue igual? ¿Que Rye Dalton no existe?

Observándose mutuamente, los dos sabían por qué Laura dejó la frase inconclusa: era imposible fingir. Rye estaba entre ellos a cada hora, de día y de noche.

Dan suspiró, fatigado.

– Ven -dijo-. Es tarde. Te ayudaré a desvestirte; así podremos dormir.

Dejó caer los hombros y fue hasta donde estaba Laura, la tomó del codo y la condujo hacia el dormitorio.

Junto a la cama, la mujer le dio la espalda, y cuando se paró detrás de ella percibió el olor a coñac en el aliento de Dan. ¡Pero si él no era hombre de beber! La culpa la invadió mientras los dedos del esposo recorrían la hilera de ganchos en la espalda. Cuando el vestido estuvo suelto, Laura se lo quitó y esperó. Se produjo un largo silencio tenso, quieto, y supo que la vista de Dan estaba clavada en su espalda desnuda. Por fin, le desató los cordeles del corsé y los aflojó, pero cuando ella se inclinó para salir del aro de ballenas rígidas, chocó de espaldas con él y así supo que no se había movido. Se incorporó y, de repente, los brazos de él le rodearon el torso y la abrazó con gesto posesivo. La boca se abatió, dura, contra el costado de su cuello y la lengua le dejó una pincelada de coñac en la piel.

– Oh, Laura, no me dejes -le suplicó, apretándole los pechos, reteniéndola junto a su cuerpo.

A través de la tela delgada de los calzones, Laura sintió la erección. El aliento de Dan le provocaba deseos de apartarse, pero no lo hizo. Cubrió las manos de él con las suyas y echó la cabeza atrás, sobre el hombro de él.

– Dan, no te dejo. Estoy aquí.

Dan bajó la mano por el cuerpo de Laura, ahuecándola sobre el monte de su feminidad con un apretón fuerte y desesperado que casi la levantó del suelo.

– Laura, te amo… siempre te he amado… nunca supiste cuánto… te necesito… no me dejes.

La letanía siguió, desesperada, hecha de súplicas que tenían intenciones de enardecerla y, más bien, le provocaban compasión. Le desabotonó la cintura y deslizó la mano sobre el vientre desnudo, y ella obligó a su cuerpo a responder. Pero sólo sintió sequedad, y se crispó cuando la caricia se hizo más íntima. Esa brusquedad no era propia de Dan y le hizo comprender el alcance de su desesperación. Trató de convencerse de que tenía que tranquilizarlo y, aún así, cuando la hizo volverse entre sus brazos y la besó, el gusto del coñac le revolvió el estómago.

– Tócame -le suplicó, y Laura lo hizo, pero el gesto le recordó lo diferente que era el cuerpo de Rye.

El latigazo de la culpa fue inmediato, y la forzó a poner en sus caricias y sus besos más de lo que sentía. Con todo, pensar en Rye provocó la primera y débil sensación entre sus piernas y por eso siguió pensando en él, para facilitar las cosas, incluso mientras Dan se arrancaba la ropa, apagaba la vela, y la hacía acostarse. Mientras el cuerpo del hombre se movía sobre el suyo, Laura evocó el gajo de naranja -dulce, luminoso, jugoso-, resbalando entre los labios de Rye, dejando sabrosas gotas en la boca sonriente. Imaginó la lengua de Rye que recogía las gotas, aunque era la de Dan la que se deslizaba por sus labios. Pero, al fin, su cuerpo se volvió receptivo, y las caderas de Dan se movieron sobre las suyas un instante antes de embestirla con fuerza y temblar. Para él terminó cuando para Laura casi no había empezado.

Sintiendo el peso de su cuerpo sobre ella, Laura recordó el desván de la caseta de botes del viejo Hardesty, recordando aquellas veces con Rye, y sintió ganas de llorar. «Oh, Rye, Rye, si estuvieses junto a mí…»

Sin embargo, cuando Dan se durmió, Laura se sintió avergonzada de haber usado el recuerdo de otro hombre para excitarse.

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