Capítulo14

A la mañana siguiente, cuando Dan Morgan despertó, se encontró con Laura acostada junto a él, todavía con el corsé de ballenas puesto. Recordando, lanzó un gemido y rodó hacia un lado de la cama, apretándose la cabeza y hundiendo los talones de las manos en las órbitas oculares. Se enderezó con presteza, sujetándose el estómago y estirando poco a poco los músculos. Cuando se puso de pie, la fuerza del puño de Rye Dalton se hizo sentir en todo su torso.

El gemido ahogado de Dan despertó a Laura, que se incorporó sobre un codo y preguntó, soñolienta:

– Dan, ¿estás bien?

Tras las insinuaciones públicas qué había hecho el día anterior, le daba vergüenza de mirarla. Mirando sobre el hombro, se sintió peor aún, al ver que no había tenido ni la sobriedad suficiente para ayudarla a quitarse el corsé, y que ella tuvo que dormir como una momia recién envuelta.

Se dejó caer en el borde de la cama, apretándose otra vez la cabeza, y fijando la vista en el suelo, entre los pies descalzos.

– Laura, lo siento.

La mujer le tocó el hombro:

– Dan, tienes que terminar con la bebida, no solucionarás nada bebiendo.

– Lo sé -murmuró, apesadumbrado-. Lo sé.

El cabello de Dan, en la parte posterior de la cabeza, estaba aplastado y revuelto, y Laura lo tocó, en gesto tranquilizador.

– Prométeme que esta noche volverás a casa a cenar.

La cabeza de Dan cayó más y se frotó la nuca, apartándole la mano. Luego alzó los hombros y suspiró hondo:

– Te lo prometo.

Lentamente se puso de pie estirando el torso, respirando con cautela, y luego salió del cuarto con pasos torpes dispuesto a empezar a prepararse para el trabajo. Hablaron poco y, cuando estuvo listo para salir hacia la contaduría, con la banda de luto en la manga izquierda, Laura salió detrás de él, y le apoyó la mano en el hombro:

– No olvides que lo has prometido.

Todo el día, mientras trabajaba en los libros de contabilidad, las cifras se entrelazaban ante sus ojos adoptando las formas de Rye y de Laura, y cuando salió del trabajo, al final de la jornada, ya estaba convencido de que no podía regresar a la casa sin fortalecerse.

Por eso volvió a la calle Water y entró en el Blue Anchor Pub. El local estaba adornado con tablas de cubiertas con los nombres de antiguos navios, el más importante de los cuales era uno desaparecido hacía mucho que se llamaba The Blue Lady. De las paredes y de las vigas del techo colgaban elementos utilizados en la pesca de ballenas: arpones, cuchillos de desollar, redes de nudos y herramientas de tallar. Lo mejor de todo eran los barriles de cerveza apoyados en sus soportes. Detrás colgaban las jarras personales de los clientes habituales, pero como no había ninguno con el hombre de Dan, el tabernero le dio la suya, ofreciéndole sus condolencias por medio de una ronda gratuita de flip, una fuerte mezcla de sidra de manzanas y ron. Cuando, al fin, Dan se marchó, estaba oscuro y había pasado hacía rato la hora de la cena.

Cuando entró en la sala, Laura levantó la vista y no necesitó más que una mirada para saber la causa de su demora: con movimientos lentos y deliberados colgó el sombrero de castor, y al fin se volvió hacia la mesa, donde sólo había un plato puesto.

– Lo siento, Laura -dijo con lengua estropajosa, tambaleándose un poco, pero sin avanzar hacia la mesa.

Ella se puso de pie, detrás de una silla de respaldo en escalera, y aferró el peldaño superior:

– Dan, estaba muy preocupada.

– ¿En serio? -Se hizo un silencio pesado mientras la miraba con ojos inyectados en sangre-. ¿Lo estabas? -insistió en voz más baja.

– Claro que sí. Esta mañana, me prometiste…

Dan agitó una mano como si quisiera ahuyentar a una mosca, metió dos dedos en el bolsillo del reloj, alzó la vista al techo, y se balanceó en silencio.

– Dan, tienes que comer algo.

El aludido hizo un gesto vago en dirección a la mesa.

– No te molestes en servirme la cena. Iré a…

No pudo terminar la frase, y suspiró. Dejó caer la barbilla sobre el pecho, como si se hubiese quedado dormido de pie.

«¡Dios querido! ¿qué le he hecho?», se preguntó Laura.

Los días que siguieron respondieron a su pregunta con dolorosa claridad, pues Dan Morgan se convirtió en un hombre infeliz y desgarrado y, aunque había prometido atenerse a la sobriedad, pronto su jarra personal colgó de los ganchos fijos a la pared, detrás de los barriles del Blue Anchor. No pasó mucho tiempo hasta que su esposa, esperándolo en la casa iluminada por velas de Crooked Record Lane, abandonó el corsé armado con ballenas pues, como la mayor parte de las noches no había quién la ayudara a quitárselo, volvió a la libertad y soltura de la camisa.


El verano tocaba a su fin, y Laura llenaba sus días con las innumerables preparaciones para el invierno. Los frutos de las palmeras salvajes de la isla estaban maduros, y se llevó a Josh a recoger la fruta en cestos hechos con barbas de ballena; luego los acarrearon a la casa y preparó conservas y la tradicional mezcla de pasas, manzanas y especias, a la que a veces se le agregaba carne. Y cuando volvía deprisa después de haber pasado parte del día en los brezales, estaba poblada de recuerdos de Rye, y llegaba para encontrarse con la mesa vacía y la casa solitaria, porque Dan seguía trasnochando en el Blue Anchor.

Luego, Josh le pidió que fuesen a recoger uvas y, si bien Laura sabía que colgaban, purpúreas y espléndidas en el mejor embarcadero de la isla, se resistía a ir por temor a toparse con punzantes recuerdos. Pero, como las uvas eran una fuente disponible de materia prima para fabricar jalea, zumo, y las confituras preferidas de Josh que se hacían secando la fruta y azucarándola, al fin cedió y fue. Al ver el embarcadero, sintió otra oleada de añoranza por Rye, a la que siguió la culpa que siempre le dejaba, hasta el punto de que ya le resultaba familiar. Esa culpa se acentuó la noche que Dan regresó a la hora de la cena, se quedó en la casa y dedicó tiempo a Josh. El ánimo de Laura se aligeró al ver que él se mantenía puntual y sobrio durante varios días. Apartó de su mente a Rye y se dedicó a convertir otra vez al hogar en el lugar feliz que había sido.

Pero una mañana, cuando Dan abrió un cajón del ropero buscando una camisa limpia, algo cayó al suelo: el corsé de Laura. Se inclinó para recogerlo y lo sostuvo levantado con unas manos que, últimamente, siempre temblaban un poco. Contemplándolo con aire desolado, pasó el pulgar por uno de los refuerzos y, cerrando un instante los ojos, se preguntó qué había sido de su matrimonio. Cuando los abrió, vio que una parte de una ballena sobresalía de su funda de algodón. Vacilante, tocó el extremo pulido y redondeado, y sólo entonces comprendió que no era un refuerzo común sino una ballena tallada. Con creciente miedo, fue sacándola hasta dejar al descubierto la talla, palabra por palabra.

Permaneció largo rato con la cabeza gacha y los hombros caídos, leyendo y releyendo el poema grabado que asomaba bajo su pulgar. Pasaron unos minutos y, tragando con dificultad, se tambaleó sobre los pies como si otra vez le hubiese acertado el puño de Rye Dalton. Se imaginó a sí mismo ajustando los cordones que, al apretar, imprimían las palabras de amor de Rye sobre la piel de Laura, y sufrió de nuevo la verdad de la derrota: Laura nunca había dejado de amar a Rye. Él siempre había sido su preferido, y siempre lo sería.

– Dan, tienes el desayuno preparado -anunció Laura a sus espaldas.

Dejó caer el corsé, cerró la puerta del ropero y giró sobre los talones.

– Dan, ¿qué pasa?

Parecía sacudido y algo descompuesto. Bajando la vista, Laura vio lo que tenía en la mano, que sólo era una camisa limpia y, mientras se la ponía, Dan insistió en que no pasaba nada malo.

Sin embargo, después de eso, esa noche volvió más tarde que nunca.


Llegó el otoño. Como pronto se abriría una escuela privada dirigida por señoras, varias madres planearon la última excursión a la playa para un grupo de niños. Y si bien faltaba un año para que Josh comenzara las clases, fue incluido en la diversión, y se sumó entusiasta con Jimmy.

Cuando terminaron el almuerzo al aire libre y los juegos, los dos niños se alejaron solos. Arrodillados, cavaron frenéticos en busca de cangrejos que podían enterrarse en la arena a mayor velocidad de la que los chicos podían cavar. Riendo, hacían volar la arena tras ellos, sabiendo que sus esfuerzos eran inútiles, y gozando de la caza por sí misma. Por fin, Jimmy se dio por vencido, se sentó, y dijo:

– En el funeral de tu abuelo, oí algo que estoy seguro que no sabes.

– ¿Qué?

Josh siguió cavando.

– Se supone que no tengo que decírtelo, porque cuando mamá me sorprendió escuchando lo que hablaban las mujeres, me hizo prometer que no te lo diría y me hizo apartarme, así que ya no escuché nada más.

Eso captó de inmediato el interés de Josh y, volviéndose hacia su amigo, encendido de curiosidad, le preguntó:

– ¿Sí? ¿Qué dijo?

Jimmy fingió estar entretenido cerniendo arena entre los dedos para encontrar conchillas.

– No iba a decírtelo, pero… -Miró de soslayo al amigo más pequeño, dudando de la prudencia de revelarle el secreto, pero al fin continuó-: Bueno, he estado pensando que, si es verdad lo que dijeron, bueno, tú y yo seríamos primos.

– ¿Primos? -Los ojos de Josh se pusieron redondos como platos-. ¿Como somos yo y los hijos de la tía Jane?

– Ahá.

– ¿Le oíste decir eso a tu mamá?

– Bueno, no exactamente. Hablando con mi tía Elspeth, decían que tu verdadero padre no es… bueno, el que tienes sino ese otro tipo, Rye Dalton.

Por un momento, Josh guardó silencio, y luego dijo, escéptico:

– No lo dijeron.

– ¡Sí que lo dijeron! Dijeron que tu verdadero papá es Rye Dalton y, si es así, entonces eres mi primo, porque…

– ¡Él no es mi papá! -Ya estaba de pie-. No puede ser que sea mi papá y que mi mamá no lo sepa.

– ¡Lo es!

– ¡Eres un mentiroso!

– ¿Por qué te pones tan furioso? ¡Jesús… creí que te gustaría ser mi primo!

A Josh le costaba esfuerzo contener el llanto.

– No es cierto, tú… tú… -Buscaba la peor palabra que pudiese conocer-. ¡Mentiroso! ¡Estúpido! ¡Infeliz!

– No soy ningún mentiroso. El señor Dalton es primo de mi padre, y por eso se llama Rye, porque ese es nuestro apellido… ¡por si no me crees!

– ¡Mentiroso!

Recogió un puñado de arena y lo tiró a la cara de Jimmy, se dio la vuelta y salió corriendo.

– ¡Josh Morgan, le diré a tu mamá que me has dicho infeliz! ¡Y además, no quiero ser tu estúpido primo mayor!

Después de la excursión, Laura notó que Josh estaba retraído y lo atribuyó al comienzo de las clases, que lo alejaba de su mejor amigo, Jimmy. Sabía que, además, echaba de menos la compañía de Dan por las noches, y si bien trataba de compensarlo por su ausencia, no ponía en ello el corazón y no podía levantarle el ánimo a su hijo. Permanecía retraído, distante, en ocasiones hasta enfadado. Intentó despertarle el entusiasmo por ayudarla a realizar algunas de sus tareas preferidas, pero no lo logró. Cuando, al fin, lo invitó a ir a recoger bayas de enebro y también se negó, la preocupación de Laura se hizo más grande. Una noche, esperó a Dan deseando que llegara lo bastante sobrio para conversar el problema, y ver si podían resolverlo juntos.

Dan se sorprendió al encontrarla levantada cuando volvió. Laura ya llevaba puestos el camisón y la bata, y se le acercó de inmediato retorciéndose las manos, con expresión triste y angustiada. La imagen de la mujer vaciló, luego se aclaró, y a través de la niebla alcohólica, Dan pensó: «Morgan, ¿por qué no la dejas libre? ¿Por qué no la mandas con Rye y terminas con esto de una vez?». Al mirarla a los ojos, tuvo la respuesta: porque la amaba de un modo que ella jamás imaginaría, y cederla equivaldría a entregar su razón de vivir.

– Déjame ayudarte.

Laura se acercó y trató de ayudarlo a quitarse la chaqueta, pero él le apartó las manos.

– Puedo hacerlo.

– Déjame…

– ¡Quitáme tus malditas manos de encima! -gritó retrocediendo a punto de caerse.

Laura se puso rígida como si la hubiese abofeteado. Entreabrió los labios dejando escapar una exhalación de sorpresa, y en sus ojos brillaron las lágrimas. Retorciendo las manos, dio unos pasos atrás.

– Dan, por favor…

– ¡No lo digas! No digas nada, déjame en paz. Estoy borracho. Lo único que quiero es irme a la cama. Lo único…

Con las rodillas tensas, balanceándose como un álamo sacudido por el viento del verano, fijó la vista en el suelo, a sus pies.

Horrorizada, Laura pensó que se echaría a llorar pero de repente, la atrajo a sus brazos y la estrechó con fuerza, sujetándola por la parte posterior de la cabeza mientras intentaba mantener el equilibrio.

– Oh, Dios, cuánto te amo. -Con los ojos apretados y la voz quebrada por la emoción, prosiguió-: Que Dios me ayude, Laura, pero ojalá Rye hubiese estado en ese barco que se hundió.

– Dan, no sabes lo que dices.

El abrazo era inquebrantable, y ella no pudo hacer otra cosa que quedarse donde estaba.

– Sí, lo sé. Estoy borracho, pero no tanto que no sepa lo que he estado pensando durante semanas. ¿Por qué tuvo que volver? ¿Por qué?

El grito se convirtió en llanto, y Laura lo recordó en el extremo del muelle, volviéndose hacia Rye en busca de fuerza y consuelo y comprendió bien la tortura que expresaban sus palabras.

– Vete a la cama, Dan. Yo apagaré las velas y estaré contigo dentro de un momento.

La soltó y la obedeció yendo hacia el dormitorio, desbordando de vergüenza por haber expresado un deseo tan herético.

Como todas las noches, Laura fue a dar un vistazo a Josh por última vez antes de acostarse. Cuando el niño vio por las puertas entreabiertas de su alcoba, la luz titilante que se acercaba, cerró los ojos y se fingió dormido. Sin embargo, cuando su madre se fue, se quedó tendido en la oscuridad, pensando en lo que acababa de saber, recordando la primera vez que vio a Rye Dalton abrazando a mamá. Rye había dicho que se llamaba así porque el apellido de soltera de su madre era Ryerson, y Jimmy había dicho lo mismo. ¿Era posible, pues, que Jimmy estuviese en lo cierto? Recordó cómo Rye le pegó a papá… lo recordó abrazando a mamá… haciéndola sonreír, allá en la colina junto al molino del señor Pond. Volvió a evocar las palabras que había dicho su padre hacía un instante: ¡papá deseó que Rye estuviese muerto! Muerto… como el abuelo. Trató de coordinar las cosas, pero nada coincidía. Lo único que Josh sabía era que, desde la llegada de Rye, nada había sido igual. Papá ya no regresaba nunca a la casa, mamá estaba siempre triste, y… y…

Josh no entendía nada de todo eso. Lloró hasta que se durmió.


Un día tibio, de comienzos de la primavera, Laura propuso a Josh colaborar con ella en medir y mezclar los ingredientes de un popurrí, cuyos elementos recogieron y secaron con cuidado durante el verano.

Josh echó una mirada melancólica a los pétalos de rosa, las peladuras de cítricos y las especias, pero hundió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza.

Oh, Josh, Josh, ¿qué pasa, querido?

– Pero el año pasado me ayudaste y nos divertimos mucho.

– Saldré a jugar.

– Si no me ayudas, este invierno las polillas harán agujeros en nuestra ropa.

Pero el intento de convencerlo fracasó, pues el chico se limitó a encogerse de hombros y posó la mano en el pestillo.

Después de que saliera, Laura se quedó mirando la puerta largo rato, pensando cómo sacarlo de esa indiferencia tan impropia de él. Volvió la vista al fragante montón que había sobre la mesa y le pareció que los pétalos flotaban ante sus ojos. Luchó contra las lágrimas apretándose los nudillos sobre los ojos. Como solía sucederle en momentos así, acudió Rye a su mente y deseó poder hablar con él acerca de Josh. Ver las rizadas mondaduras de naranja y de limón y oler ese perfume punzante le trajo a la memoria que, en aquella época, todos los años, tenía la costumbre de ir hasta la tonelería a buscar un saco de fragantes astillas de cedro para agregar al popurrí, pero ese año tendría que arreglárselas sin ellas.

Fuera, Josh se acuclillaba al sol, golpeteando a desgana las conchillas del sendero, deseando entrar a colaborar con la madre porque preparar esa mezcla era muy divertido… mucho más que raspar mondaduras, separar pétalos, y todas las tareas pesadas que habían hecho durante el verano. Volvió la vista en dirección a la bahía, y los labios infantiles se apretaron. Allá abajo, en algún lado estaba Rye y, de no ser por él, en ese momento Josh estaría dentro, compartiendo con su madre una de sus tareas preferidas.


Rye estaba enseñándole a su primo, el aprendiz, cómo igualar los listones que formaban un cubo, cuando una figura pequeña se detuvo en la entrada de la tonelería: ¡Josh! Rye volvió su atención a lo que estaba haciendo, seguro de que pronto aparecería Laura pero, después de un minuto, nadie llegó tras el niño. Josh se quedó en la entrada observando el interior de la tonelería y, en particular, al propio Rye. Este sentía que los ojos del niño seguían todos sus movimientos y, al alzar la vista, vio que su boca estaba apretada y que una expresión beligerante rodeaba los ojos azules.

– Hola, Josh -lo saludó al fin. Como no hubo respuesta, preguntó-: ¿Has venido solo?

Josh no respondió ni se movió, y siguió como estaba: la imagen misma de la hostilidad. Rye se acercó a la puerta, haciendo como que comparaba dos duelas que había recogido. Cuando se acercó a Josh, el muchacho retrocedió. Rye se asomó, miró en ambas direcciones, y no vio a Laura por ningún lado.

– ¿Tu madre sabe que estás aquí, solo?

– No le importa.

– Ah, no, muchacho, en eso te equivocas. Es conveniente que vuelvas a tu casa, o tu madre se preocupará.

El mentón pequeño adoptó un gesto más desafiante aún:

– No puedes decirme lo que tengo que hacer. No… no eres mi papá. -Antes de que Rye pudiese hacer el menor movimiento, Josh se precipitó hacia él, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Golpeándolo con los puños infantiles, gritó-: ¡No eres mi papá! ¡No! ¡Mi papá es mi papá, y no tú!

Y antes de que el hombre pudiese recuperarse de la sorpresa, Josh giró sobre los talones y salió corriendo calle arriba.

– ¡Joshua! -lo llamó Rye, pero el chico ya no estaba-. ¡Maldición! -exclamó.

Entró en la tonelería y arrojó con rabia las duelas. Le palpitaba el corazón y se le formó en las manos una capa de sudor mientras, de pie ante el banco de trabajo, pensaba qué hacer: Josh estaba tan enfadado, tan herido… Sin duda, había descubierto la verdad, pero si se lo hubiese dicho Laura, estaba seguro de que lo habría hecho de un modo tal que no dejara al niño en ese estado. ¿Y si no regresaba a la casa? En ese momento estaba perturbado y desilusionado, y Laura tenía que saberlo, aunque el último lugar de la isla al que podía acudir era a la casa. De repente, se dio la vuelta.

– Chad, quiero que hagas un encargo para mí.

– Sí, señor.

Rye buscó con la vista un papel y, como no encontró, apoderándose de lo primero que tenía a mano usó una corteza plana y limpia de cedro del cubo en el que había estado trabajando, y escribió con un trozo de carbón: «Josh lo sabe», y firmó, sencillamente, «R».

– ¿Sabes cuál es la casa de Dan Morgan, en Crooked Record Lane? -Chad asintió-. Quiero que vayas corriendo allá y le des esto a la señora Morgan. A ninguna otra persona, ¿entendido? -insistió muy serio.

– Sí señor -repuso Chad con vivacidad.

– Bien, ahora, vete.

Rye lo vio irse, y el ceño se profundizó. Recordó el día que se encontró con Laura y Josh que bajaban de la colina. Me gustas, volvió a oír en la voz infantil. Dejó vagar la vista por el espacio, oyendo las palabras y frotándose el estómago donde Josh le había pegado, debatiéndose contra la verdad. Dejó caer la cabeza y exhaló un hondo suspiro. ¿La vida volvería a ser simple, alguna vez? Era tan poco lo que pedía… La esposa que amaba, el hijo que había perdido, la casa de la colina. Sólo quería lo que le pertenecía.

Josiah observó la actitud abatida de su hijo y, acercándose por detrás le dio una palmada en la espalda.

– El chico aún no tiene cinco años. Es demasiado pequeño para razonar las cosas. Cuando pueda hacerlo, te juzgará por ti mismo y no como al hombre que le quitó a su padre. Yo diría que ha sido una impresión fuerte para él. Dale tiempo.

Rye no solía abrumar a su padre con sus problemas pero, en ese momento, se sentía sacudido y muy deprimido. Todavía de cara hacia la puerta, con la mano posada sobre el estómago, dijo:

– Hay días en que desearía no haber sido desembarcado del Massachusetts.

Josiah oprimió el sólido hombro del hijo.

– No, hijo, no digas eso.

Rye lo miró y se sacudió la apatía.

– Tienes razón. Lo lamento. Olvida que lo dije.

Volvió al trabajo, exhibiendo una alegría que no sentía.


Cuando Josh irrumpió en la casa, Laura ignoraba que se había ido del patio. El portazo la sobresaltó, y vio que el niño atravesaba corriendo la habitación y se arrojaba, boca abajo, sobre la cama. Laura se levantó de inmediato esparciendo livianos pétalos de rosa para ir a sentarse en el borde de la cama y acariciar el cabello de su hijo.

– Querido, ¿qué pasa?

Por única respuesta, él se hundió más en la almohada y lloró más fuerte. Cuando Laura intentó hacerlo girar, la apartó.

– Josh, ¿es algo que yo hice? Por favor, dile a mamá qué es lo que te ha hecho tan desdichado.

Desde la almohada llegó una respuesta ahogada, y los hombros de Josh se sacudieron.

Laura se inclinó hacia él.

– ¿Qué? Vamos, mi cielo, date la vuelta.

Josh levantó la cabeza y sollozó:

– ¡Lo o…odio a Jimmy!

– Pero si es tu mejor amigo.

– Igual lo o…odio. ¡Dijo… dijo un montón de men… mentiras!

– Dime qué dijo Ji…

En ese preciso instante, la interrumpió el golpe de Chad. Frunciendo el ceño, echó una mirada a la puerta, acarició los hombros del hijo y fue a abrir. En cuanto abrió la puerta, Chad le espetó:

– Su pequeño estaba en la tonelería, señora. El señor Dalton dice que le dé esto.

Antes de que Laura pudiese darle las gracias, Chad le había dejado el trozo de cedro en la mano y se había marchado. Leyó rápidamente el mensaje y lo apretó contra el corazón, echando una mirada a Josh, que seguía llorando sobre la cama. «Oh, Josh, de modo que es esto lo que estaba molestándote».

Releyó el mensaje y se llevó el trozo de madera a la nariz, buscando las palabras adecuadas. Cerró los ojos, intentando serenarse. La madera olía como Rye, con ese limpio aroma que siempre trascendía de él, y Laura sintió que flotaba hacia ella como un mensaje de apoyo, y que su corazón palpitaba, incierto.

«Nuestro hijo», pensó, tratando de aflojar el nudo de amor que se le había formado en la garganta. Avanzó lentamente hacia la cama del niño cuyos sollozos llenaban la alcoba.

– Joshua… -Le alisó los mechones rubios de la cabeza, tratando de imaginar lo que habría sucedido en la tonelería, deseando más que nunca que Rye estuviese presente en ese momento-. Querido, lo siento. Por favor… -Lo hizo darse la vuelta aferrándolo de los hombros pequeños, y aunque Josh hizo fuerza para quedarse boca abajo, logró hacerlo girar, y entonces el niño le echó los brazos alrededor y se aferró a ella. Laura lo estrechó con fuerza y le apoyó la barbilla sobre la cabeza-. Oh, Josh, no llores.

– Pe…pero Jimmy dice que mi papá no es m…mi verdadero papá.

– Hablaremos de eso, querido. ¿Por eso has estado tan callado e inquieto últimamente?

La única respuesta de Josh fue seguir sollozando, porque ya no sabía con quién debía de estar enfadado.

– ¡Pe…pero Jimmy dice que R…Rye es mi verdadero papá, y no es cierto!

Se echó atrás e intentó adoptar una expresión desafiante, pero le tembló el mentón y las lágrimas fluyeron como un torrente.

Laura buscó los ojos anegados en lágrimas, mientras pensaba cuál sería el modo menos doloroso de hacerle entender y creer la verdad.

– ¿Fuiste a la tonelería a preguntárselo?

– N…no.

– ¿Y para qué, pues?

Josh dejó caer el mentón y se alzó de hombros.

Buscando en el bolsillo del delantal, Laura dejó allí el trozo de cedro y sacó un pañuelo para enjugarle los ojos al lloroso niño.

– Te diré por qué Jimmy dijo eso, pero tendrás que prometerme recordar que yo te amo, y también Dan. ¿Me lo prometes?

Le rozó la barbilla trémula.

Josh hizo un titubeante gesto de asentimiento, y se dejó abrazar otra vez contra el pecho de su madre, sintiéndose reconfortado por su voz.

– ¿Recuerdas el primer día que viste a Rye? ¿Cuando entraste a cenar y lo sorprendiste besándome? Bueno, eso fue… no sé cómo explicarte lo importante que fue ese momento para mí. Durante mucho tiempo, yo creí que Rye estaba muerto y, como era mi… mi amigo desde que yo era una niña no mucho mayor que tú, me sentí muy, muy feliz de descubrir que estaba vivo, ¿sabes? Ya sabes que los tres: tu papá, Rye y yo éramos amigos desde niños. Fuimos juntos a la escuela y pronto fuimos… oh, tres niños pequeños jugando a seguir al líder. A donde fuese uno de nosotros, los otros dos lo seguían. Como pasa con Jimmy y tú.

Laura se echó atrás, dirigió al hijo una breve sonrisa tranquilizadora y luego lo acurrucó otra vez en la posición anterior.

– Bueno, yo tenía unos quince años cuando descubrí que Rye me gustaba de una manera diferente que Dan. Y cuando tuve dieciséis, comprendí que amaba a Rye y que él sentía lo mismo por mí. Nos casamos en cuanto tuvimos edad suficiente y, poco después, Rye decidió salir a la caza de ballenas. Yo… yo me puse muy triste cuando se fue, pero él tenía que ganar dinero para los dos, y habíamos resuelto que, cuando volviese a casa, no saldría más a navegar. Entonces el barco en el que viajaba se hundió; la noticia llegó a Nantucket, y todos nos convencimos de que él se había ahogado junto con los otros hombres del barco.

Josh se echó atrás y miró a la madre con ojos grandes y resplandecientes.

– ¿Ahogado? ¿Como… como el abuelo?

Laura asintió con aire grave.

– Sí, con la diferencia de que creímos que Rye había sido sepultado en el mar. Dan y yo estábamos muy tristes, porque los dos… bueno, los dos lo echábamos mucho de menos.

Josh no perdía una sílaba de lo que decía la madre, y ella prosiguió, en tono suave.

– Después de haber pensado que Rye estaba muerto, supe que iba a tener un hijo… que eras tú, claro. -Laura sujetó con ternura la mano de Josh, y le acarició el dorso de los dedos. Mientras hablaba miraba los ojos azules, tan parecidos a los del padre-. Sí, querido, Rye es tu verdadero papá. Pero él se fue sin saber que tú ibas a nacer, porque aún estabas dentro de mi vientre. Cuando creí que estaba muerto, me puse triste porque pensé que nunca te conocería y que tú nunca lo conocerías a él.

Josh la miraba fijo, sin reaccionar aún. Laura le apretó una mano entre las suyas, acariciándola con amor.

– Jimmy te dijo la verdad. Rye es tu verdadero papá, pero es sólo uno de ellos, porque Dan siempre estuvo presente cuidándonos a ti y a mí desde el momento en que naciste. Él decidió ser tu papá, Josh, no debes olvidarlo. Él sabía que necesitabas un padre… y como Rye no estaba para cuidarnos a ti y a mí, tuvimos… tuvimos muy buena suerte de tener a Dan, ¿no crees? -Laura ladeó la cabeza y le tocó la mejilla, pero Josh bajó la vista, confundido-. Nada puede cambiar el gran amor que Dan siente por ti, ¿entiendes, mi cielo? Eso es lo más importante. Fue el único padre que tuviste hasta el día en que Rye regresó y descubrimos que no estaba muerto. Pero todos pensamos que, si te lo decíamos, te sentirías confundido y dolido, y por eso preferimos esperar un tiempo… Yo… lamento haberlo demorado. Tendrías que haberlo sabido por mí, y no por Jimmy. Tampoco debes culpar a Jimmy por esto, querido.

Josh alzó la vista, con expresión culpable.

– Yo… le dije mentiroso y… infeliz.

Laura contuvo una sonrisa trémula.

– Debías de estar muy furioso con él. Pero no tienes que olvidarte de decirle a Jimmy que lo sientes. No está bien insultar a los demás.

– ¿Así que… tengo dos papas? -preguntó Josh, esforzándose por entender.

– Yo diría que sí. Y los dos te quieren.

Josh digirió la novedosa idea un momento, clavando la vista en su rodilla, y luego levantó la vista.

– ¿También te aman a ti?

A duras penas pudo evitar que le temblara la voz.

– Sí, Josh, me aman.

– ¿Y estás casada con los dos?

– No, sólo con Dan.

Desde el bolsillo del delantal le llegó hasta las narices el perfume del cedro, y tuvo que combatir las emociones que había despertado el relato en ella.

– Ah. -Josh se puso a pensar otra vez, y luego preguntó-. ¿Rye sabía que papá nos ayudó a ti y a mí mientras él no estaba?

– Sí, se enteró el día que regresó, cuando tú lo viste.

– Entonces, no tendría que haberle pegado a papá -declaró, como quien llega a una firme decisión.

Laura suspiró, sin saber cómo aclarar los pensamientos errados que albergaba la mente joven de su hijo, que prosiguió:

– Y además, después de que Rye volvió, papá empezó a no volver por las noches a casa. Ojalá… ojalá viniera a cenar a casa, como hacía antes.

Sin poder contener las lágrimas, Laura lo estrechó otra vez contra sí, para que el niño no viese su llanto.

– Lo sé. Yo también lo deseo. Pero tenemos que tener paciencia con él, y… y ser muy amables. ¿Recuerdas lo que dijo Rye? Que papá necesita mucho que le demos ánimo, porque este es un mal momento para él, y nosotros… tenemos que comprenderlo, eso es todo.

Le pareció que era algo demasiado largo para un niño de cuatro años. ¿Cómo podía esperar que entendiera si, a veces, ni ella misma entendía?

Sin embargo, ahora que Josh sabía la verdad, sintió una nueva paz en su interior. Después, mientras los dos medían y mezclaban con esmero el popurrí, sacó el trozo del cedro del bolsillo, lo cortó en pequeños trozos y lo añadió a la receta. Parecía un mensaje de esperanza enviado por Rye y permanecería en los cajones de la cómoda durante el largo invierno qué los esperaba.

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