Capítulo 18

Cuando Rye Dalton entró de nuevo, McColl no estaba por ningún lado. Laura había encendido el fuego y estaba calentando el agua para el té. Se detuvo en la penumbra, cerca de la puerta, y al oírlo entrar ella levantó la vista, con la tetera en la mano. Mientras estuvo preocupado por Dan, Rye no tuvo tiempo de advertir cómo iba vestida. Pero en ese momento advirtió que llevaba puesta una bata de suave franela rosada, abotonada con recato desde el borde hasta el cuello alto, y con un cinturón que disimulaba sus contornos. En los pies llevaba gruesos calcetines grises. El fuego bailoteaba y parpadeaba, destacando el contorno de su cabellera, que estaba sujeta en una trenza floja y con mechones sueltos alrededor del rostro. En las puntas, relucían chispas de fuego cuando se volvió para mirarlo.

El hombre se estremeció y metió los dedos dentro de la cintura de los pantalones, para calentárselos contra el vientre, pero en ese instante Laura se movió, las miradas se encontraron y el recuerdo lo hizo temblar. Era la primera vez que se veía expuesto ante ella, ante la Laura que recordaba moviéndose por la casa en la realización de las tareas domésticas, vestida para andar por casa. Casi como si adivinase sus pensamientos, dejó la tetera sobre la mesa y se volvió hacia el fuego otra vez, haciendo bailotear la trenza entre los omóplatos cuando se inclinó adelante.

Con un profundo suspiro, Rye obligó a sus pensamientos vagabundos a volver al problema que tenían entre manos: no era momento apropiado para perderse en recuerdos ni deseos.

Atravesó la sala pero, al pasar ante la alcoba, distinguió a Josh que estaba acostado, con los ojos muy abiertos en la penumbra, mirándolo. Con las manos todavía metidas dentro del pantalón, se detuvo y miró a los ojos azules del chico con expresión franca. Dentro de la alcoba entraba suficiente luz para poder detectar el miedo y las dudas en la expresión del pequeño. Se ladeó desde la cadera y pasó con suavidad un dedo por el borde de la manta que lo cubría.

– Tu pa… -Pero el niño ya lo sabía y no tenía sentido ocultárselo. En voz baja pero extrañamente áspera, empezó otra vez-: Dan va a mejorarse, te lo aseguro, hijo. Tu madre y yo nos ocuparemos de ello.

La barbilla pequeña tembló y, de repente, en las pestañas rubias brillaron las lágrimas, aunque trataba de contener el llanto. La voz infantil, trémula, dijo:

– Ti-tiene que mejorarse, porque me… me prometió enseñarme a es-esquiar.

Por primera vez, Rye también tuvo ganas de llorar, y se le oprimió el pecho. Sintió el corazón henchido. Apoyándose en una rodilla, acomodó las sábanas bajo la barbilla del niño y dejó la mano sobre el pequeño pecho. A través de la manta, sentía la respiración temblorosa, apenas contenida. Sintió que lo inundaba una oleada de amor, y se inclinó para hacer lo que tantas veces había soñado con hacer: depositó un beso tierno sobre la frente de su hijo.

– Te lo prometo, Joshua -aseguró, con la boca contra la piel tibia que olía diferente de cualquier ser humano que hubiese tenido cerca: era una fragancia infantil, lechosa, suave, con un toque de laurel que permanecía en la casa-. Pero, entretanto, está bien que llores -susurró-. Te hará sentirte mejor y te ayudará a dormirte. -En cuanto terminó de pronunciar las palabras, las lágrimas de Josh comenzaron a brotar y el primer sollozo le cortó el aliento. Comprendiendo que debía sentirse avergonzado por haber cedido, Rye agregó en secreto-: Yo mismo he llorado muchas veces.

– ¿De ve-verdad?

Josh tiró de las mantas para secarse los ojos.

– Sí. Lloré cuando me enteré de que había muerto mi madre mientras yo estaba en el mar. Y lloré cuando… bueno, muchísimas veces. Ahora mismo, hace un rato, casi lloro pero pensé que se me congelarían las lágrimas y me vería en un aprieto.

Durante la conversación, en algún momento el llanto cesó. Rye rozó el cabello rubio en la frente del hijo,

– Buenas noches, hijo.

– Buenas noches.

Cuando se incorporó y se volvió, vio que Laura había estado observándolos. Tenía las manos fuertemente apretadas, y se mordía el labio inferior. Ella también contenía a duras penas las emociones, pues en su rostro se reflejaban tanto la ternura como el dolor. Rye dirigió la vista hacia la puerta del dormitorio, desde donde McColl los observaba. La mirada de Laura siguió la misma dirección.

Incómoda al descubrir a McColl observando algo que no era asunto suyo, Laura procuró distraerlo. Fue a buscar tres pequeños jarros que colgaban de unos ganchos fijos a la pared, y los depositó sobre la mesa.

En ese momento, a espaldas de Rye sonó otra vez la voz de Josh.

– ¿Dónde está Ship?

Rye giró.

– Está aquí, sobre la alfombra que está junto a la puerta.

– ¿Puede venir aquí, a mi lado?

Sin dudarlo, Rye ordenó en voz baja:

– Aquí, muchacha -y la perra cruzó el suelo haciendo resonar las uñas sobre la madera-. Abajo -le ordenó, y la perra, obediente, se echó sobre la barriga.

Rye advirtió que la situación no le gustaba mucho a Laura, y se apresuró a intervenir.

– Está educada para saber que su lugar está junto a la cama, no encima, Josh. Pero se quedará aquí y te hará compañía.

– ¿Estará aquí cuando yo me despierte?

Los ojos azules de Rye se encontraron con la mirada de los ojos castaños de Laura por encima de la habitación iluminada por el fuego. Después, se volvieron otra vez hacia el hijo.

– Sí, estará aquí.

Una vez más, advirtieron la incómoda presencia del boticario, que no perdía una palabra. Pero entonces, McColl carraspeó y anunció:

– Necesito un poco de agua hirviendo.

Laura llenó la tetera y luego le entregó el cazo.

– Si necesita más, volveré a llenarla.

El boticario respondió con una especie de gruñido, y desapareció otra vez dentro de la habitación. Laura y Rye se sentaron uno frente a otro a la mesa, y la mujer sirvió el té en dos tazas. El fuego restallaba y el viento aullaba fuera, y desde el dormitorio llegaba ruido de agua que era vertida.

Rye se había llevado la taza a la boca por segunda vez cuando un sexto sentido lo puso alerta. Se levantó con tanta brusquedad que empujó el banco hacia atrás y se encaminó, decidido, hacia la puerta del dormitorio, donde se detuvo con los puños apretados.

– McColl, ¿qué diablos cree que está haciendo?

Su ira rivalizó con la ventisca que soplaba fuera y, en un instante, Laura estuvo junto a él. Horrorizada, vio la taza de vidrio caliente que McColl había colocado boca abajo sobre el pecho desnudo de Dan.

– Tenemos que restablecer la circulación…

McColl estaba sacando con unas tenazas una segunda taza del cazo cuando tanto el vaso como la tenaza volaron de su mano hacia el otro extremo de la habitación.

– ¡Salga de aquí inmediatamente, McColl -rugió Rye-, y llévese sus malditas ventosas!

Enseguida giró hacia la cama, buscando algo que deslizar bajo la boca redonda de la ventosa y así romper la succión. Vio el punzón y, sin dudar, metió la punta bajo el grueso vaso en forma de cúpula, que tenía el tamaño aproximado de una nuez, y carecía de asa. Con el paño manchado de coñac, sacó la taza de la piel de Dan y, cuando lo hizo, una pequeña vaharada salió de abajo. Al ver la quemadura que había dejado, exclamó:

– ¡Maldito sea, tonto!

– ¡Tonto! -El indignado boticario miró a Dalton con expresión airada-. ¿Usted me llama tonto a mí? -La aplicación de ventosas era tan frecuente como las pildoras, porque existía el convencimiento de que el vacío creado por las ventosas calientes tenía el poder de hacer manar la sangre mala de las incisiones y de curar las dolencias respiratorias estimulando la piel y atrayendo la sangre hacia la superficie. Por eso la voz de McColl tenía un tono de desdeñosa superioridad cuando continuó-: Las personas como usted creen saber más que los hombres que han estudiado medicina, Dalton. Bueno, en lo que a mí se refiere…

– ¡Hombres que han estudiado medicina! ¡Lo ha quemado, hombre! ¡Lo ha quemado sin necesidad!

El semblante de Rye ya era una máscara de furia, y la fuerza de su voz sacudió las vigas del tejado.

– Yo no inventé la cura, Dalton. Me limito a aplicarla.

– ¡Y bien que la disfruta!

La cólera de Rye se renovó, pues supo que si no se le hubiese ocurrido asomarse a la habitación cuando lo hizo, seguramente McColl habría cubierto todo el pecho de Dan con esas dolorosas «curalotodo». Si el individuo hubiese manifestado la menor señal de compasión hacia el paciente, tal vez su cólera se hubiese aplacado.

En cambio, McColl fue a recuperar la taza del suelo, valiéndose del pañuelo para sujetarla, y fue hacia donde estaba Dan para recoger su bolso.

– Las quemaduras son un infortunado efecto secundario pero, a la larga, es por el bien del paciente -afirmó con superioridad el boticario.

La profunda estupidez y lo lamentable de esas ideas fue más de lo que Rye podía tolerar. Cuando McColl pasaba, se volvió rápidamente y le apretó la taza caliente contra la mejilla.

El hombre se apartó de un salto, acariciándose el sitio con las yemas de los dedos mientras iba enrojeciéndose cada vez más. Dirigió a Rye una mirada de odio.

– Usted está loco, Dalton -gruñó-. Primero me llama pidiendo ayuda, y luego aplica sus extraños métodos y me impide a mí efectuar los tratamientos aceptados, ¡pero me ocuparé de que reciba un castigo por este… por este insulto!

– ¿Cuántos otros métodos pensaba aplicarle para torturarlo? ¡No soy yo el que está loco, McColl, sino usted! ¡Usted y los de su clase, que practican semejantes atrocidades en nombre de la medicina! ¡Y yo no mandé a buscar a usted sino al doctor Foulger, aunque no sé si sus métodos son menos funestos que los de usted! ¿Qué sintió, eh, McColl? ¿Le ha gustado que lo quemara? ¿Acaso cree que a Dan le gustó más que a usted? -A cada acusación daba otro paso adelante, hasta que el boticario se vio junto a la puerta de la habitación. Ahí, le dijo entre dientes-: ¡Y ahora, llévese su elegante maletín, vayase de aquí y no aparezca nunca más!

– ¡Pe-pero… mis ventosas!

Los ojos dilatados de McColl dirigieron su mirada hacia el cazo que todavía estaba sobre la cómoda.

– ¡Se quedarán exactamente donde están! -concluyó Rye-. ¡Fuera!

Con un dedo tembloroso, le indicó la salida. McColl recogió su capa, se volvió y salió corriendo. Laura, con los ojos muy abiertos y el rostro ceniciento, se inclinaba sobre Dan, acongojada por la herida innecesaria inferida a un hombre que no estaba en condiciones de defenderse de semejante tratamiento.

Cuando Rye se volvió hacia ella, notó de inmediato que la quemadura circular había tomado un intenso color rojo y ya comenzaba a ampollarse.

– Oh, Cristo, mira lo que ha hecho ese maldito imbécil.

Sin detenerse, salió de la habitación y volvió instantes después con un puñado de nieve, que puso sobre la quemadura.

La nieve se derritió al instante, y Laura encontró el paño con las manchas de coñac, y con él enjugó los regueros que se habían formado.

– Oh, Rye, ¿cómo es posible que McColl haya hecho algo así?

Tenía lágrimas en los ojos. La mano con nieve tembló de ira.

– ¡Ese hombre es un idiota! Él y todos los de su raza. Lo que van a conseguir con todos esos métodos criminales -las sanguijuelas, las ventosas, las espuelas- es que se los someta a ellos a sus propias curas, y así pronto se convencerán de no hacer sufrir a otros con ellas.

– Prepararé un poco de ungüento para curarlo. ¿Cómo están los dedos de Dan?

La pregunta de Laura distrajo la atención de Rye, y sus nervios se apaciguaron. Revisó los dedos, que empezaban a calentarse y a sangrar. Levantó la vista hacia la mujer, y en la profundidad de los ojos azules había dolor.

– No voy a mentirte, amor. Antes de que esto termine, sentirá mucho dolor.

Los dos contemplaron al hombre que yacía en la cama, y luego se miraron otra vez entre sí.

– Lo sé. Pero nosotros estaremos aquí para ayudarle a soportarlo. Los dos.

La luz tenue de las velas acentuaba las largas líneas de fatiga a los lados de la boca de Rye. Y, desde donde estaba, Laura pudo distinguir cada una de las marcas de viruela en el rostro, como sombras redondas.

– Sí, los dos.

Se hizo un silencio trémulo en el cual la promesa pareció cobrar gravedad, hasta que la mujer se dio la vuelta en silencio y salió del cuarto.

Vendaron las manos de Dan con tiras de hilo y las cubrieron con un par de mitones, después le aplicaron ungüento de hamamelis a la quemadura, la cubrieron con un cuadrado de franela suave, y luego lo arroparon con un edredón de plumas y volvieron a la sala, a esperar.

Laura fue hacia el hogar a recalentar el té, pero miró sobre el hombro al oír que Rye le decía en voz queda:

– Mira.

Estaba de pie junto a la cama de Josh, escudriñando en las sombras de la alcoba. Laura se acercó hasta la espalda ancha, y mirando por el costado, vio a Ship profundamente dormida a los pies de la cama, acurrucada sobre los pies de Josh, y que este también dormía del mismo modo. Rye miró a la mujer que estaba junto a él. Laura alzó el rostro y, por un instante, el hombre vio que ahí había paz. Vio que los ojos de color café recorrían sus facciones deteniéndose en el cabello, los ojos, los labios, las patillas, para posarse por fin en los ojos. Afuera, el viento sacudía las persianas, y a espaldas de Laura, se quebró un tronco y cayó contra la reja con un suave siseo. Lo que más quería Rye en el mundo era rodearla con sus brazos, apoyar la mejilla sobre su cabeza, cerrar un momento los ojos y sentir la cara de Laura apretada contra su pecho. Pero no lo hizo. Mantuvo los dedos metidos en la cintura del pantalón, inventando banalidades para sortear la peligrosa situación.

– Lo siento, Laura. Recuerdo que no te gustaba que los perros se subieran a las camas. ¿Quieres que la haga bajar?

– No. Josh la necesita tanto como… -Se contuvo antes de decir, «como yo a ti». Pero la mirada perspicaz de Rye le dio la certeza de que había entendido las palabras aunque no las pronunciara. Otra vez, sintió que tenía que decir algo-: Gracias por venir, Rye.

– No tienes que agradecerme nada, lo sabes. Nada me impedirá venir cuando tú o Dan me necesitéis. -Reflexionó un momento, y luego su boca esbozó una media sonrisa-. Curioso, ¿no? Todos los isleños saben eso. Fui el primero al que se les ocurrió acudir cuando encontraron a Dan así como acudieron a él cuando creyeron que yo me había ahogado.

Guardaron silencio un minuto, y volvieron a reflexionar sobre cómo se habían invertido los papeles de los dos hombres en la vida de Laura hasta que ella admitió:

– No sé qué hubiera hecho sin ti. No me hubiese podido enfrentar a McColl como tú lo hiciste, ni sabido qué era lo mejor para Dan.

Rye suspiró y echó una mirada hacia la puerta del dormitorio:

– Ojalá hayamos hecho lo mejor para él. -Y posando la vista sobre el cabello de Laura, le preguntó-: ¿Ya está listo el té?

Ella lo precedió hacia el hogar, y Rye se dejó caer sobre uno de los bancos, junto a la mesa, mientras la mujer colocaba dos jarras calientes y se sentaba enfrente de él.

Como era natural, sus mentes retrocedieron cinco años en el tiempo, a la última vez que habían compartido esa mesa. Al levantar la vista, Laura se encontró con la mirada de Rye contemplándola mientras se llevaba la taza a los labios. Sorbió, y la arruga que tenía entre los ojos se ahondó. Clavó la vista en la taza.

– Miel… te has acordado.

Los ojos azules otra vez se clavaron en los de ella, por encima de la taza.

– Pues claro que me he acordado. Debo haberte preparado té con miel y nuez moscada cientos de veces.

El aromático brebaje caliente evocó muchos recuerdos, aunque los dos sabían que era peligroso revivirlos.

– Cuando estaba en el barco y había tormentas de nieve en noches muy parecidas a esta, pensaba en sentarme contigo de este modo, junto al fuego, y entonces hubiese cedido todas mis ganancias por tener una taza de té.

– Y yo hubiese dado otro tanto por poder preparártela -concluyó ella, con sencillez.

Era la primera vez que Rye expresaba arrepentimiento por la decisión que había tomado. Ella trató de fijar la vista en cualquier cosa que no fuese él pero, al parecer, sus ojos no estaban dispuestos a obedecerla, y una y otra vez las miradas de los dos se enredaron. Alzaron las tazas, bebieron hasta que, de pronto, Rye estiró las largas piernas y chocó con la rodilla de Laura. Entonces, ella la retiró a lugar seguro y, al mismo tiempo, él se sentó más erguido.

Por primera vez, Rye se percató del punzante aroma a laurel que llenaba la habitación. Miró hacia el hogar, a las piedras que había en un lado, y descubrió los moldes de las velas, los cestos con bayas, uno de los cuales se había volcado, y el cazo de mango largo para extraer la cera derretida. Se dio la vuelta lentamente para mirarla.

– Has estado haciendo velas con bayas de laurel.

La mujer asintió, alzó la vista y volvió a bajarla rápidamente. Rye cerró los párpados, inhaló una gran bocanada de aire con fragancia a laurel, y dejó caer un poco la cabeza.

– Ahhh… -El sonido retumbó en su garganta, con prolongado deleite, y luego la miró otra vez-. Qué recuerdos me evoca este perfume.

Era como si el perfume de las bayas envolviera su cabeza como un rico incienso, trayéndole recuerdos de él y de Laura, más jóvenes, buscando intimidad entre los arbustos de laurel. Y después, ya casados, cuando llegaba la época en que ella fabricaba velas, una noche, en una orgía de exageración, encendieron seis perfumados cirios, los colocaron alrededor de la cama y se deleitaron mutuamente dentro del círculo de dorada luz parpadeante, sintiendo que la esencia les perfumaba la piel.

Ahora, sentados en ese cuarto que también llenaba la misma fragancia, tenían aguda conciencia del otro como hombre y como mujer, igual que les había pasado toda la vida. Las llamas danzarinas proyectaban luces cambiantes en los rostros de los dos, y daba a la manga de la bata de Laura un intenso color de melón. Había recurrido tan a menudo a su taza que ya estaba vacía, y se decía que debía ir a buscar más agua para romper el encanto. Pero antes de que pudiese hacerlo, Rye apoyó la mano derecha sobre la mesa, entre los dos, con la palma hacia arriba. Laura miró los dedos largos y después los ojos del color del mar azul, que seguían fijos en los de ella. Le dio un vuelco el corazón, y aferró el asa de la jarra bajando otra vez la mirada hacia la mano callosa que la esperaba.

– No te preocupes -dijo él, en voz baja y ronca-. No le haría eso a Dan mientras está tendido inconsciente. Es que necesito tocarte.

Laura movió la mano lentamente hasta apoyarla en la suya, y entonces los dedos de Rye se cerraron con suavidad sobre los de ella, y la muchacha pensó en algo apropiado para decir, pero todo lo que se le ocurría era íntimo.

– Rye, recibí el mensaje que me enviaste sobre Josh. Pensaba darte las gracias por enviármelo aquel día que yo fui a la tonelería a encargar la tapa, pero me dejé llevar por la cólera, y…

– Yo lamento lo que dije aquel día, y por no bajar el día que fuiste a buscar la tapa. Yo sabía que estabas ahí, en la planta baja, y te oí decirle al viejo que querías hablar conmigo.

– Oh, no, Rye, yo soy la que debo disculparme por lo que dije aquel día con respecto a DeLaine Hussey. Después comprendí lo injusta que fui al pretender imponerte restricciones mientras yo… bueno… -Dejó la idea inconclusa, y preguntó-: ¿Cómo descubriste que Josh sabía que tú eras su padre?

– Vino a la tonelería a negarlo, me dio un puñetazo en el estómago y se fue, llorando.

Sin advertirlo, Laura cubrió la mano de Rye con la que tenía libre.

– Oh, no, Rye.

Su mirada se notó triste y los labios esbozaron un gesto de compasión.

– Me di cuenta de que estaba muy perturbado, y después de eso me preocupaba por él día y noche, pensando qué pasaría por su mente y por la tuya. Entonces, cuando fuiste a la tonelería, yo… no me molesté siquiera en averiguar cómo lo había descubierto y cómo lo tomaba.

– Jimmy se lo dijo…

Le relató lo sucedido aquel día y, cuando terminó, Rye fijaba la vista en las manos unidas y le acariciaba los nudillos con el pulgar.

– ¿Le contaste lo nuestro? ¿Cómo comenzó?

– Lo hice. Traté de explicarle todo de manera que pudiese entenderlo, le hablé de nuestra infancia, por qué te fuiste de viaje y cómo me sentí cuando creí que estabas muerto, hasta el momento en que regresaste.

– ¿Cómo reaccionó?

– Quiso saber si estaba casada con los dos, y si los dos…

Pero resolvió que era preferible no terminar la frase. Rye le lanzó una mirada penetrante, y Laura comprendió que lo sabía, aunque no se lo hubiese dicho. De manera intuitiva, supo lo que él buscaba: la tranquilidad de que Josh iba haciéndose a la idea de su paternidad. En la frente de Laura se formaron líneas de preocupación.

– Oh, Rye, sus certezas se han visto sacudidas hasta los cimientos. A medida que pasa el tiempo veo cómo cambia, y creo que está empezando a aceptar la verdad, pero no puedo saber con certeza cuáles son sus sentimientos. Creo que esta situación lo confunde mucho.

Rye suspiró, con la vista fija en el jarro, mientras lo movía sobre la mesa en círculos.

Laura se soltó la mano y fue a buscar agua otra vez. Cuando se sentó otra vez frente a Rye, sostuvo la jarra con ambas manos y, mirando las volutas de vapor afirmó en voz baja:

– De modo que has estado viendo a DeLaine Hussey.

Levantó la vista: el rostro de Rye estaba sombrío y la miraba como dudando cómo responderle. Al fin, se enderezó.

– Sí, la he visto… un par de veces.

Laura bajó la vista hacia la mesa, donde estaba la mano de Rye. La fijó en el dorso donde sobresalían dos venas abultadas en medio de la firme piel tostada.

– Me dolió cuando lo supe -admitió, en tono apagado.

– No lo hice para herirte sino porque me sentía solo.

– Lo sé.

– Ella aparecía continuamente por la tonelería…

– No tienes por qué explicármelo, Rye. Eres libre de…

– No me siento libre. Nunca me sentiré libre de ti.

El corazón de Laura desbordó de renovados sentimientos, y aunque había dicho que no se necesitaban explicaciones, no pudo menos que preguntarle:

– ¿Lo pasaste bien con ella?

– Al principio, no, pero… oh, bueno, diablos, olvídalo, Laura. -Rye apartó la vista-. No significa nada para mí, nada en absoluto. Cuando la besé, yo…

– ¡La besaste!

La mirada alarmada de Laura voló hacia él, y sintió que se le estrujaba el corazón.

– No me has dejado terminar. Cuando la besé, descubrí que estaba comparándola contigo, y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, de pronto me sentí… No sé qué fue… supongo que me sentí desleal, vacío.

– ¿Sin embargo, después volviste a verla?

– Oh, Laura, ¿por qué preguntas esas cosas?

– Porque hace años que DeLaine Hussey te echó el ojo.

– Te repito que no tengo intenciones con respecto a ella, aunque ella me lo ha propuesto…

Se interrumpió de golpe y bebió un gran sorbo de té.

– ¿Qué te propuso?

Rye apretó los labios, frunció el entrecejo y se maldijo por haber hablado más de la cuenta. Laura en cambio abrió la boca como si su té estuviese demasiado caliente, pero cuando Rye la miró, vio que tenía el rostro contraído en una mueca de repudio.

– ¿Qué fue lo que te propuso, Rye?

– ¡Oh, bueno, está bien! ¡Que me casara con ella! -admitió, irritado.

En ese instante, Laura experimentó la amargura que pretendía que él se tragara cada vez que la veía con Dan, o que se los imaginaba juntos. Lo que sintió fueron celos, teñidos de enfado ante la idea de que otra mujer pudiese alardear de tener derecho sobre el hombre que había considerado suyo casi toda su vida. Se le oprimió el estómago y enrojeció.

– Ya te he dicho que ella no significa nada para mí.

– ¿Por eso has estado pensando en irte de Nantucket y empezar de nuevo en la frontera, con ella… porque ella no significa nada para ti?

No hacía más que dar manotazos a ciegas, pero mientras tanto observaba la reacción de Rye y, al ver que no lo negaba, sintió la cabeza vacía y embarullada.

Lo que hizo fue vaciar la jarra, pasarse el dorso de la mano por los labios y ponerse de pie.

– Estás cansada, Laura. ¿Por qué no intentas dormir un poco, mientras yo cuido a Dan? Si sucede cualquier cosa, te despertaré.

De repente, sintió frío, como si no tuviese sangre, cuando Rye dio la vuelta a la mesa, la sujetó por el codo y la hizo levantarse. «Dime que me equivoco. Oh, Rye, no pienses, siquiera, en algo así».

Sin embargo, sabía que estaba pensándolo, y no necesitaban seguir hablando para que ella supiese por qué. Jane se lo había dicho sin rodeos: la isla no era lo bastante grande para los tres. Y, finalmente, era Rye el que tenía que tomar la iniciativa para que los tres tuviesen más espacio.

Alzó la vista hacia él, los dos de pie en medio de la habitación fragante por las bayas de laurel, mientras el fuego extendía lánguidos dedos de color anaranjado. El viento abofeteaba la casa y la nieve siseaba deslizándose por la pendiente del tejado.

Pero aunque seguía esperando que lo negara, Rye se limitó a sugerir:

– ¿Por qué no te acuestas junto a Josh un rato? Me parece que hay sitio para uno más.

En la casa no había ningún otro lugar donde pudiera acostarse y, aunque no quería dormir, tampoco quería pensar. Y, en realidad, no quería enfrentarse a la verdad que veía en los ojos azules de Rye. Por eso, cuando la hizo darse la vuelta hacia la alcoba, empujándola por la parte baja de la espalda, sólo se resistió a medias y susurró:

– Pero tú también estás cansado.

– Si me da sueño, te despertaré para que vigiles.

Obediente, Laura se subió a la cama, apartó las mantas y se metió, acurrucándose contra el pequeño cuerpo tibio de su hijo. El peso de la perra se apretaba contra sus pies, pero le bastó con alzar las rodillas y ponerse de cara a la pared, sin importarle ni tener en cuenta lo atestado que estaba el lugar. Se abrazó a Josh y sintió, tras ella, que Rye llevaba una silla al dormitorio. Oyó que golpeaba un poco el suelo, y luego, un largo y hondo suspiro.

Trató de no pensar en que DeLaine Hussey le proponía matrimonio a Rye, y de no imaginarse a este hablando con un desconocido de apellido Throckmorton. Pero tras los párpados cerrados aparecieron esas imágenes, mezclándose con la extraña visión de Rye sentado en una silla a la cabecera de Dan, cuya vida estaba ahora en sus manos.

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