Capítulo12

La tarde declinaba y no tuvieron más remedio que prestar atención a la campana de la torre de la iglesia, que tañía cada cuarto de hora. Acostados de espaldas, con los tobillos cruzados y una rodilla levantada, las plantas de los pies se tocaban. Rye tenía a Laura de la mano, y frotaba distraído el pulgar en la palma de ella.

– ¿Sabes lo que hice la noche antes de que zarparas? -preguntó Laura, sonriendo al recordar.

– ¿Qué hiciste?

– Puse un gato negro bajo una tina.

Rye estalló en carcajadas y apoyó la cabeza en la muñeca libre.

– ¡No me digas que crees en ese cuento de viejas!

– Ya no, ya no lo creo. Pero estaba tan desesperada que hubiese intentado cualquier cosa con tal de impedir que zarparas. Pero ni el gato bajo la tina provocó algo parecido, siquiera, a un fuerte viento de proa que retuviese al barco en el puerto al día siguiente, como se suponía que debía pasar.

El hombre giró para mirarla.

– ¿Me echaste tanto de menos como yo a ti?

– Fue… espantoso. Terrible.

Pasó un instante de grave evocación.

Cambiando el peso, Rye se puso de costado y le apoyó una mano en el vientre.

– Tu vientre está más redondo… y las caderas más anchas.

– Después de que te fuiste, di a luz a tu hijo.

– ¿Por qué no tuviste un hijo con Dan?

Se había roto el hechizo mágico. Laura se incorporó, curvando la espalda y abrazándose las rodillas.

– Te he dicho que no quiero hablar de él.

Rye se apoyó en un codo y contempló la espalda de la mujer.

– La otra noche no se lo dijiste, ¿verdad?

Dejando caer la frente sobre las rodillas, respondió:

– Yo… no pude. Lo intenté, pero no pude.

– ¿Eso significa que lo amas más que a mí, pues?

– ¡No… no! -Giró mostrando fuego en los ojos, y luego otra vez le dio la espalda-. Comparado contigo, es… oh, Rye, no me hagas decir cosas que nos harán sentir más culpables de lo que ya nos sentimos.

– Igual que a ti, no me gusta jugar sucio. Pero no soporto que duermas con él por las noches y conmigo de día, y que no le digas que todo ha terminado entre vosotros.

– Rye, ya sé que te lo prometí, pero… pero también hay que tener en cuenta los sentimientos de Josh.

Rye se incorporó, y arrancó distraído un puñado de hierbas.

– ¿Y qué me dices de lo que sientes por mí? ¿No tiene ningún valor? ¿Acaso quieres que yo, nosotros, nos conformemos con esto, con escabullimos a las colinas para hacer el amor una vez al mes, y que Dan siga recordándote que tienes una obligación hacia él y hacia el niño?

Arrojó la hierba lejos, con gesto colérico.

– No -respondió Laura con voz débil.

– Entonces, ¿qué?

No tenía la respuesta. Con la vista fija en el suelo, Rye comprendió que podía decirle la verdad a Dan y terminar con todo, y se enfadó consigo mismo por haberlo pensado, siquiera, porque Laura confiaba en que él no haría semejante cosa. Su mirada descendió por la espalda desnuda y luego por el brazo, que se estiraba para recoger la ropa.

– Laura, si seguimos así las cosas no harán más que empeorar. Yo te dejo ir a ti a tu casa, con él, y tú me mandas con mi padre, y todos somos desgraciados.

– Lo sé.

Mientras se ponía la primera prenda, las campanas tañeron otra vez. Rye también recogió sus pantalones. Al ponérselos, vio que Laura tomaba la camisa, se la ponía y empezaba a anudar las cintas. De pie tras ella, no pudo resistir la tentación de preguntarle:

– Laura, ¿te hace el amor con frecuencia?

No se volvió para mirarlo.

– No.

– ¿Y desde que yo regresé?

– Pocas veces.

Rye exhaló un suspiro tembloroso y se pasó una mano por el cabello.

– Perdón, no debería haberte preguntado -reconoció a regañadientes.

Con voz trémula, pero con la espalda aún hacia él, dijo:

– Rye, con él jamás ha sido como contigo… -Entonces sí giró para mirarlo-. ¡Jamás! -Tragó con dificultad-. Supongo que será porque… lo amo por gratitud, no por pasión, y existe un mundo de diferencia entre los dos.

– ¿Lo que quieres decir es que te quedarás con él por gratitud?

Ya las lágrimas pendían de las pestañas de Laura.

– Yo… yo…

Entonces, Rye Dalton pronunció las palabras más duras que había dicho jamás:

– No pienso soportar esto eternamente: tendrás que elegir. Y pronto, porque de lo contrario, me iré de la isla para siempre.

Laura había imaginado que algo así sucedería, pero, ¿cómo podía decírselo a Josh? ¿Cómo podía decírselo a Dan?

– ¡Promételo! -le ordenó Rye adoptando una postura firme frente a ella, con la intensidad impresa en cada músculo del cuerpo-. Prométeme que se lo dirás esta noche. Luego, iremos al continente y comenzaremos de inmediato el proceso de divorcio. -Al ver que vacilaba, sus palabras se hicieron más duras aún-. Mujer, me tientas en los sueños por la noche y durante cada hora del día. Para mí, sigues siendo mi esposa, y yo hice lo que me pediste: te di tiempo para que rompas con él. ¿Cuánto tiempo más crees que puedo tolerar que vivas con él?

Laura se abalanzó sobre él y se abrazaron.

– Se lo diré esta noche. Lo prometo por mi amor hacia ti. Siempre fuiste tú, siempre, desde que tuvimos edad suficiente para reconocer la diferencia entre muchachos y chicas. En el fondo de mi corazón, jamás quebré los votos entre los dos, Rye. Te amo. -Se echó atrás, le tomó las mejillas entre las manos y dijo, mirando esos ojos azul mar-: Te prometo que se lo diré esta noche, y mañana nos encontraremos en el embarcadero y haremos lo que dices. Iremos al continente e iniciaremos el divorcio.

Rye le atrapó la mano por el dorso y, con los ojos cerrados, besó con fiereza la palma.

– Te amo, Laura. Dios, cuánto te amo…

– Y yo te amo a ti, Rye.

– Nos encontraremos en el embarcadero.

Laura le dio un beso leve.

– En el embarcadero.


Con la promesa aún fresca en los labios, una hora después, Laura recorrió el camino de conchillas junto a Josh. En cuanto la casa apareció ante sus ojos notó que algo malo sucedía, porque en el umbral estaba sentado Jimmy Ryerson, el mejor amigo de Josh. Sin embargo, en vez de levantarse de un salto al ver a Laura y a Josh, Jimmy se quedó acurrucado, esperando que se acercaran.

– ¡Hola, Jimmy!

Josh rompió a correr, excitado.

– Hola. -Pero Jimmy, de seis años, con aire muy formal, declaró-: No podemos jugar, tengo que decirle algo a tu mamá y después tienes que venir a casa conmigo.

– ¿Qué hay, Jimmy? -preguntó Laura ya alarmada, agarrando el hombro del chico.

– No podían encontrarte, y dijeron que yo tenía que quedarme aquí sentado, y esperar que volvieras y decirte que vayas directamente a Straight Wharf.

Los ojos de Laura se volvieron hacia la bahía.

– ¿Quién?

Jimmy se alzó de hombros.

– Todos. Están allá abajo, también tu papá, Josh. Dijeron que el barco de tu abuelo volcó al acercarse a la barra y no pueden encontrarlo.

El corazón de Laura saltó dando golpes.

– ¿Que n-no pueden encontrarlo?

Jimmy negó con la cabeza.

– Oh, no -gimió en un susurro.

Se cubrió los labios con los dedos y volvió a mirar hacia la bahía. En rápida sucesión, surgieron las reacciones: debe de haber algún error… no es posible que Zachary Morgan haya volcado, conoce demasiado bien estas aguas… todos han estado buscándome… sabrán que Rye tampoco estaba… ¿dónde estará Dan?

– ¿Cuánto hace que están buscando?

– No lo sé. -Jimmy volvió a encogerse de hombros-. Hace mucho tiempo que estoy esperando aquí. Me dijeron que no debía…

Pero Laura lo interrumpió, oprimiéndole el hombro con más fuerza. Hizo volverse a los dos niños por el sendero y le ordenó a su hijo:

– Ve a la casa de Jimmy y quédate ahí, como dijeron. Y espera hasta que papá o yo vayamos a buscarte. Tengo que ir deprisa al muelle a encontrarlo.

Los ojos de Josh se agrandaron.

– ¿Qué-qué pasa, mamá? ¿Está bien el abuelo?

– No lo sé, querido. Eso espero.

Percibiendo la tragedia, Josh hizo un puchero.

– No quiero ir a la casa de Jimmy. Quiero ir contigo a buscar al abuelo y a papá.

Aunque cada segundo que pasaba le parecía una hora, Laura se apoyó en una rodilla y echó atrás el cabello del hijo, en gesto de consuelo:

– Sé que eso es lo que deseas, querido, pero… es mejor que vayas con Jimmy. Trataré de volver pronto a buscarte.

Le dio un abrazo, esforzándose por parecer tranquila en bien del niño, aunque sentía que cada músculo de su cuerpo estaba listo para correr.

Al fin, Jimmy acudió en ayuda de Laura.

– Vamos, Josh. Mi mamá ha hecho bizcochuelo, y dijo que cuando llegáramos a casa, podíamos comer un poco.

La mención de la torta puso en fuga la vacilación de Josh, y al fin se dio la vuelta por el camino en dirección a la casa de Jimmy. Por un momento, Laura se quedó mirándolos sin ver en realidad, sintiendo que de pronto se resistía a bajar la colina. Apretó una mano contra los labios, cerró los ojos y pensó: «¡No, no! ¡Este es un… el error de un niño!»

Sin embargo, tras un instante se alzó las faldas y voló como un velero impulsado por un ventarrón… bajando por el camino de conchillas, los callejones arenosos, los adoquines en los que resonaban sus pies como una señal de alarma cuando cruzó la calle Main, y siguió corriendo hacia el agua azul de la bahía, donde se albergaban los barcos por la noche. Cuanto más se acercaba a los muelles, mayor era su terror, pues veía a la muchedumbre reunida allí, todos los rostros vueltos hacia la barra, donde se extendían las redes, entre botes que se balanceaban. También advirtió que el viento había virado al Norte, empujando al océano. La barra, siempre traicionera, era más peligrosa cuando los vientos soplaban en esa dirección. Aún así, parecía imposible que hubiese provocado un desastre pues, desde ahí, las rompientes no daban la impresión de ser lo bastante altas para representar una amenaza.

Se abrió paso a través de la multitud. Tras ella oyó murmullos y sorprendió miradas que seguían su avance.

– Aquí está ella.

– La han encontrado.

Semblantes severos se volvían hacia ella que, sujetándose las faldas, iba bordeando hacia el final del embarcadero. Lanzaba miradas suplicantes a las personas ante las que pasaba, rígida, abriéndose paso, buscando un solo rostro que no augurase desastre. Después de la precipitada carrera, el aliento salía como en resuellos roncos y tenía los ojos agrandados, brillantes de temor.

– ¿D-dónde está Dan? ¿Qué pasó?

Una mano compasiva le tocó el brazo, pero, al parecer, todos se habían quedado mudos. ¡Laura sintió ganas de gritar, sacudir a alguien, obligar a que uno, al menos, hablara!

– Está buscando junto a los demás.

Fue el viejo capitán Silas el que respondió. Echó un vistazo al grupo apretado de personas que estaban en el extremo del muelle -la familia-, y Laura sintió que las rodillas se le licuaban y se resistía a acercarse a ellos.

Apretó el brazo nervudo del capitán Silas.

– ¿Cu-cuánto hace que están buscando?

– Hace como dos horas. No debes preocuparte, muchacha. Lo único que puedes hacer es esperar, como todos nosotros.

– ¿Qué pa-pasó?

Silas clavó con fuerza los dientes en la boquilla de su pipa de cerezo, volvió los ojos turbios hacia las aguas de la barra, y respondió, sin rodeos:

– El mástil cayó hacia delante.

– ¿Cayó hacia delante? -repitió Laura, incrédula-. Pero, ¿cómo? ¿Iba solo?

– Como de costumbre, con Tom, el hermano. Pero Tom fue arrojado por la borda, y ahora, él también está buscando.

Los que buscaban atrajeron otra vez la mirada de Laura. ¿Tom también estaba buscando? ¿A su propio hermano, con el que habían pescado en esas aguas toda la vida?

– Pero, ¿cómo? -repitió Laura, mirando al capitán Silas con ojos suplicantes-. ¿Cómo es posible que haya sucedido algo así, si los dos conocen cada capricho de estas aguas?

– Llevaban sobrecarga en la proa -respondió el capitán, conciso.

Había sido ballenero durante cuarenta años, y luego trabajó como guardián de los muelles. Había visto todo lo que podría suceder a su vera. Con la sombría aceptación de una persona más vieja y sabia, comprendía que la vida y la muerte significaban poco para el mar. Si un hombre se ganaba la vida junto al mar, sabía que podía perderla. Perro caprichoso, el mar.

– Hoy hubo buena pesca -siguió, escudriñando el horizonte. Su voz era como el crujido de una lona vieja, incrustada de sal-. Se quedaron para obtener un par de barriles más, dijo Tom. Como sabían que la embarcación estaba guiñando, cambiaron parte del peso a la popa, antes de chocar con la barrera. Pero no bastó. La atrapó una ola y la sacudió de un lado a otro, como un payaso haciendo malabarisrnos. -Dio una chupada a la pipa-. Después, Tom fue el único que emergió.

Por sereno que fuese el día, había rompientes en la barra de Nantucket. Cuando el viento llegaba desde atrás, como en ese momento, las olas seconvertían en despeñaderos. Laura imaginó a Zach y a Tom enfilando hacia allí, contentos con la pesca del día, calculando mal la velocidad con que trepaban la ola; la proa, cayendo a plomo de cara a la ola, cuya cresta triunfal rascó el vientre de la embarcación y la volcó.

Y ahora, Tom Morgan estaba buscando a su hermano, y Dan, a su padre.

Al fin, Laura no pudo retrasarlo más: miró hacia el extremo del muelle. Allí estaba Hilda, la madre de Dan, con la vista fija en el mar y un chal negro que apretaba alrededor de los hombros como para no desintegrarse. Junto a Hilda estaba Dorothy, la esposa de Tom Morgan, en una actitud muy similar. Los hombros de las dos mujeres que miraban el mar casi se tocaban. ¿Qué les pasaría por la cabeza mientras contemplaban las aguas hambrientas donde un hermano buscaba al otro y un hijo al padre?

Laura dirigió la vista al punto que miraban las dos mujeres. Parecía que en la barra no sucedía nada más trascendente que unos pocos pescadores colocando redes para atrapar peces pequeños. Desde ahí, las siluetas de los que buscaban eran muy pequeñas, y no pudo distinguir la de Dan entre ellas. ¿En qué estaría pensando allá, en los botes, al ver que las redes salían vacías una y otra vez? ¡Por Dios, cuánto tiempo hace que están echándolas! ¿Dos horas, mientras Rye y yo yacíamos desnudos, en el prado, engañándolo? La primera oleada de culpa la inundó, y le dejó el estómago revuelto.

Contempló los hombros erguidos de las dos mujeres que estaban al final del muelle, pensó en su tarde con Rye y gritó para sus adentros: «¡Dios querido, qué he hecho!»

Advirtió de pronto que había demorado todo lo posible el momento de acercarse a Hilda, y se acercó a ella. Durante generaciones, las mujeres de Nantucket habían aprendido a esperar a sus hombres marineros con la espalda erguida y, al apoyar la mano en el hombro de Hilda, Laura sintió que era la encarnación de ese aprendizaje: la espalda de la mujer estaba rígida como una barba de ballena.

– Hilda, acabo de enterarme.

Hilda se volvió, manifestando el mismo estoicismo que el capitán Silas,

– Allá fuera está Dan, y también Tom, con los otros. Lo único que podemos hacer es esperar.

La dura espalda se volvió.

Laura imitó la postura de Hilda y de Dorothy, abrazándose a sí misma, y se estremeció mientras escudriñaba el agua esperando ver a Dan, atormentada por el recuerdo del momento en que recibió la noticia de la muerte de Rye. Oh, esa muerte sin cadáver. No, Dan no. Otra vez, no.

Tras ella sintió unos pies que se arrastraban, y al darse la vuelta se encontró con Ruth, la hermana mayor de Dan, con dos tazas de café humeante en las manos. Observando el vestido blanco y el sombrero de ala ancha de Laura, en cada músculo del rostro de Ruth estaba impresa la severidad. Tenía los ojos enrojecidos y la boca fruncida con una expresión que iba más allá de la angustia. Mirando a su cuñada con semblante ominoso, apretó más los labios y arqueó las cejas, como si supiera…

Pasó junto a Laura, entregó las tazas a su madre y a su tía, abriéndose paso con la actitud de alguien que quiere dejar bien claro que sería ella la que ofreciera el consuelo allí.

Laura retrocedió, pero Ruth se volvió y la miró, con ojos entrecerrados.

– Tratamos de encontrarte. Dan estaba fuera de sí.

Laura tragó saliva, más asqueada aún por la necesidad de mentir.

– Pasé la tarde en la casa de Jane.

Ruth no intentó disimular lo que opinaba de su vestido, completamente inapropiado para cruzar los páramos a pie. La mirada crítica la inspeccionó del cuello a los pies, y volvió hacia arriba.

– Bueno, podrías haberle dicho a Dan a dónde ibas.

– Yo… creí que él lo sabía. Josh tenía ganas de salir y de pasar la tarde con los primos.

Pero la expresión de Ruth le indicó que no creía una palabra. ¿Habrán mandado a alguien a la casa de Jane, a buscarme? ¿Jane habrá intentado cubrirme?

Sin añadir palabra, la mujer se apartó, acercándose a su madre con gesto protector y, al mismo tiempo, manteniendo a distancia a su cuñada.

¡Lo sabe! ¡Lo sabe! Y si ella lo sabe, poco faltará para que lo sepa toda la isla. Ruth se encargará de eso.

Por primera vez, observó las caras de las personas que había en el muelle: ahí estaba DeLaine Hussey, Ezra Merrill, y… ¡hasta Charles, el primo de Rye! ¡Todo el pueblo era testigo de que había tardado en llegar! Sintió por dentro un temblor incontrolable. Se sentía sacudida, no sólo por el acto de esa tarde, sino también porque en ese momento estaba más preocupada por ser descubierta que con la tragedia que estaban viviendo.

«No, no es verdad -se dijo-. Te importan estas personas. Sus penas son tuyas».

Aún así, Ruth Morgan había dado en el blanco, Laura se sentía manchada, apartada, sumida en el remordimiento. Se mantuvo lejos de las tres mujeres, contemplando el lamentable espectáculo que se desarrollaba en el agua. Allá, cerca de la barra, los que buscaban habían echado las redes, izaron el ancla, y enfilaban las proas hacia la costa.

De la garganta de Hilda Morgan brotó un sonido ahogado. Se tapó la boca y miró hacia los botes que entraban y lloró, apoyada en el hombro de Dorothy Morgan.

Detrás de ellas, Laura se sintió impotente. Quiso extender la mano para consolar a Hilda, pero estaba flanqueada por Ruth y Dorothy. Hilda, Hilda, lo siento. ¿Fui yo la causa de todo esto? No fue mi intención. Se mordió los labios para no llorar, viendo que los botes se acercaban cada vez más. «Que esté vivo», rogó, aunque por la expresión de los hombres que se acercaban supo que no habían encontrado al padre de Dan ni vivo ni muerto. Tenía los ojos secos cuando distinguió la cara de Dan entre los otros. ¿Qué responderé cuando me pregunte dónde estaba? ¿Más mentiras?

Como si tuviese un sexto sentido, Ruth se dio la vuelta y la atravesó con una mirada que condenaba y sentenciaba. Un instante después, esos ojos con expresión de reproche trasladaron su mirada a un punto detrás de su hombro, donde se clavó, hasta que la propia Laura se dio la vuelta y vio qué era lo que miraba la cuñada.

Ahí, a un par de metros tras ella estaba Rye, todavía vestido con la ropa que había usado esa tarde. Con expresión sombría, miró a Laura, y luego al bote que se acercaba.

Descubrió a Dan entre los que se acercaban, y volvió a mirar a Laura. Ya sabía en qué dirección marchaban los pensamientos de la mujer, y tuvo que contenerse para no correr a su encuentro y decirle: «Laura, Laura, habría sucedido de todos modos. Nosotros no tenemos la culpa».

Advirtiendo que Ruth observaba el diálogo mudo, apartó la vista de Rye. Pero, cuando se volvía hacia los botes de búsqueda, la mirada de reproche de Ruth siguió fija, fría y condenatoria, haciéndola sentirse transparente.

Los botes de fondo plano llegaron a la costa, y Laura volvió a ver el rostro atribulado de Dan, los ojos hundidos y vacíos, la piel mortalmente pálida. Todavía llevaba el traje de lana que se había puesto esa mañana para ir al trabajo, y al verlo entre los hombres vestidos con ropas toscas, el sentimiento de culpa de Laura creció. Vio que tenía las mangas mojadas en el codo, los pantalones arrugados y estropeados, y lo imaginó sentado en el banco alto, ante el escritorio. Imaginó que levantaba la vista cuando alguien se le acercaba con la espantosa noticia, que corría a la casa de ambos para contárselo a ella, y no la encontraba. ¿Habría paseado desesperado por la habitación, preguntándose dónde estaría? ¿Se habría sumado a la partida de búsqueda, doblemente preocupado por la ausencia de su esposa cuando la necesitaba? ¿Habría estado echando esas redes toda la noche, sumándose a su pena las sospechas acerca de Laura y Rye?

Los hombres, abatidos, se agruparon en el muelle para enfrentarse a la siguiente tarea angustiosa: consolar a las mujeres acongojadas por el duelo. Dan se precipitó sobre su madre, estrechándola en los brazos, apoyando la mejilla en su pelo, mientras la mujer lloraba abrazada a su hijo. Laura vio cómo la madre buscaba fuerzas en él, el hijo concebido con el hombre que el mar le había arrebatado: un padre, un esposo, perdido para ellos en el ciclo inexorable de la vida.

Vaciló, apesadumbrada e insegura, esperando que Dan la viera. Cuando la vio, pasó a su madre a los brazos del tío, la tía y la hermana, y se acercó a su esposa. Laura se dio cuenta de que echaba una rápida mirada a Rye, que estaba detrás de ella, y luego la apretó contra su pecho. Ella lo abrazó con fuerza, abrumada por las emociones: pena, vergüenza, culpa y amor. Se aferró a él, oyendo flotar el horrible sonido del llanto de Hilda y de Tom Dalton, y advirtió que Dan no emitía sonido, no hacía otra cosa que tragar con movimientos convulsivos junto a su sien. Se aferró a ella, atrapándola en un abrazo aplastante, bajo la mirada de todo el pueblo y de Rye Dalton.

Por fin, dijo con voz ahogada:

– Ha n-navegado… junto a esa b-barra toda su vida… -como si no pudiese aceptar que una cosa semejante pudiese suceder.

– Lo sé, lo sé -fue lo único que se le ocurrió a Laura. La meció atrás y adelante, y los ojos de la mujer se desbordaron de lágrimas.

– ¿Dónde estabas? Te busqué por todas partes.

La pregunta fue como una espina que le atravesaba el corazón, y no tuvo otra alternativa que responder con una verdad a medias:

– Llevé a Josh a la casa de Jane.

– Yo estaba tan… -Se interrumpió tragando saliva, y Laura lo sintió temblar-. Te necesitaba.

Tenía los ojos bien cerrados y la mejilla apoyada en su cabeza.

– Aquí estoy, aquí estoy -lo tranquilizó, aunque la mitad de su corazón iba hacia el hombre que estaba a unos pasos de ella.

Al abrir los ojos, Dan vio que Rye los miraba. Pero la amistad no muere con tanta facilidad como los pescadores de Nantucket… y las miradas de los dos se encontraron, enlazadas por las alegrías de miles de días felices, que llegaban desde el pasado en esa jornada de tristeza. Los dos sintieron la necesidad de consolar y de ser consolados por los seres más conocidos, que querían desde hacía más tiempo. Fueron impulsados por fuerzas que escapaban a su control.

Dan soltó a Laura. El corazón le palpitaba con fuerza, pesado en el pecho, contemplando los ojos de Rye Dalton cargados de una honda tristeza. Cara a cara, tensos y expectantes, fue Rye el que dio el primer paso.

Se toparon pecho a pecho, corazón a corazón, desgarrados por la misma silenciosa agonía, olvidada por unos momentos la competencia por la mujer que los contemplaba, barrida por la gravedad inmensamente mayor de la muerte. Estrechando con fuerza a Dan, Rye se vio invadido por una confusión de sentimientos que no había experimentado jamás: amor y pena por ese hombre, la necesidad de consolarlo y la culpa por lo que habían hecho él y Laura.

– Dan -dijo con voz ronca.

– Rye, me alegra que estés aquí.

Se separaron, y Rye apoyó la mano ancha sobre el hombro del amigo, sintiendo la humedad de la chaqueta de lana.

– Esperaré contigo, si quieres. Él… fue bueno conmigo… un buen hombre.

Dan apretó el antebrazo de Rye con una mano, apretando un instante con más fuerza la mano consoladora contra su hombro.

– Sí, por favor. Pienso que a mi madre le hará bien que te quedes… y… y Laura también.

Los mirones removieron los pies e intercambiaron miradas, algo incómodos. Pasaban la vista de Rye a Dan, y de este a la mujer que estaba entre los dos. El semblante de Laura Dalton era un desfile de angustias, y tenía las manos apretadas contra los pechos. Presenciando el intercambio de emociones, en sus párpados titilaban las lágrimas, que luego rodaban por sus mejillas.

Al fin se separaron, Dan para acercarse a Laura, Rye a Hilda. Cuando la abrazó, la madre de Dan lloró, apoyada en él:

– R-rye…

– Hilda -fue lo único que pudo pronunciar.

Apoyó una mano extendida en el nudo de cabellos grises que llevaba Hilda en la nuca y la abrazó con firmeza, dejándola llorar en silencio.

Regresaron los días en que Rye era un niño, que salía y entraba corriendo en la casa de Hilda, pegado a los talones de Dan. Iba a pescar con Zachary, ofrecía a Hilda los pescados frescos y se quedaba a cenar cuando ella los preparaba. Luego, la mujer les ordenaba a Dan y a él que fuesen a buscar agua para lavar la vajilla, y recibían las reprimendas por igual si la derramaban sobre el suelo limpio. En aquella época, Rye no llegaba más que al hombro de Hilda; ahora, ella casi no alcanzaba al de él. Rye tragó saliva y la abrazó con fuerza.

Contemplándolos, Laura sintió que se le formaba un tremendo nudo en la garganta. Por lo que sabía, era la primera vez que Rye hablaba con Hilda desde su regreso. Recordó que su suegra le había ofrecido consuelo cuando recibió la noticia de que Rye se había ahogado sin dejar rastro. Qué ironía que ahora fuese él mismo el que la consolara cuando su esposo había corrido la misma suerte.

Lanzó una mirada a Dan y lo sorprendió mirando a Rye y a su madre con ojos húmedos, y notó los movimientos convulsos de su garganta.

Al fin, Hilda se soltó de Rye, y la voz del capitán Silas fue la única que logró un efecto calmante, tal vez porque ya había vivido escenas semejantes y había aprendido a aceptarlas.

– Más o menos en un par de horas subirá la marea. Hasta entonces, pueden irse a sus casas. No tiene sentido que se queden aquí. Vayan a sus casas a cenar.

El grupo se separó, dejando paso a Tom y a Dorothy Morgan, que se dispusieron a hacer caso a la sugerencia de Silas. Los siguieron Ruth e Hilda. Detrás iba Dan, flanqueado por Rye y por Laura. El resto de la gente se dispersó, pero cuando los tres llegaron a los gastados bancos que había a cada lado de la puerta de la cabaña de las carnadas, Dan le preguntó al capitán Silas:

– ¿Le molesta si esperamos aquí? Preferiría hacerlo así.

Sentándose en uno de los bancos, el capitán Silas señaló el otro con la boquilla de la pipa.

– Siéntense.

Los tres, Rye, Dan y Laura se sentaron en el banco, en ese orden. A Laura le pareció que había cierta forma de justicia en el hecho de que, ese mismo día, cuando habían traicionado a Dan, quedaran al final uno a cada lado de él, ofreciéndole apoyo y consuelo, juntos. Laura sostenía la mano de Dan y apoyaba la cabeza contra las tablas plateadas de la cabaña, aturdida y asqueada por la culpa. Si Zachary estaba muerto, sin duda se debería al largo brazo de la justicia, que se extendía para castigar y darle a ella una lección. Oprimió con más fuerza la mano de su esposo, y esperó a que volviese la marea.

El crepúsculo se derramó sobre la isla y la bahía. Llegaron los aguzanieves a anidar, acompañados por los fúnebres silbidos de los frailecillos. Al fin, se acalló el incesante quejido de las gaviotas cuando se acomodaron para pernoctar sobre pilotes y vigas del muelle, bien alimentadas y satisfechas. Desapareció el viento, y los lengüetazos blandos del agua bajo el muelle parecían los únicos sonidos del mundo hasta que se oyeron las solemnes notas de las vísperas, lanzadas por las campanas de la iglesia.

Pronto volvería la marea pero, ya, trajese el cuerpo o no, sería funesta.

Los párpados de Laura se cerraron, y revivió el horror del momento en que llegó a la isla la noticia de la muerte de Rye, de los días posteriores. Sintió el roce de la manga de Dan en el brazo. Estaba completamente inmóvil, resignado. Ahora sería ella quien lo consolara, como antes él la había consolado a ella. Abrió los ojos y contempló la melancólica postura, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y, al hacerlo, también vio a Rye. Cerró otra vez los ojos y se resignó a seguir siendo la esposa de Dan.

Cuando abrió los ojos, sintió la mirada de Rye sobre ella y, al volverse, vio que tenía la cabeza apoyada contra la pared, y el rostro vuelto hacia ella. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los pies apoyados en el suelo, las rodillas bien separadas, y los ojos azules la observaban, fijos. En esos ojos leyó los recuerdos de esa tarde, que volvían envueltos en una belleza hechicera. Sin embargo, en esa expresión pesarosa y amorosa a la vez también había desesperanza, y durante largo rato no pudo apartar la vista. Luego, como si se hubiesen puesto de acuerdo, los dos volvieron otra vez la cara hacia la bahía.

En ese momento, Dan suspiró. Alzó los hombros, luego los dejó caer y fijó la vista en las tablas del suelo. Laura le apoyó la mano en la espalda, y los ojos de Rye captaron el gesto. Dan miró a la mujer sobre el hombro, luego de nuevo al embarcadero y, como si buscara la seguridad de que la vida seguía, preguntó:

– ¿Dónde está Josh?

Mientras respondía, Laura sintió que la mirada de Rye la seguía.

– Está en la casa de Jimmy.

– ¿Se divirtió en la casa de Jane?

Lo único que pudo responder, fue:

– Sí… sí, le encanta ir allí.

– ¿Qué hicieron hoy?

Laura se escarbó el cerebro, tratando de rescatar aunque fuese una hilacha del parloteo de Josh cuando volvían a la casa, y que casi no había retenido. Notó que Rye contenía el aliento esperando su respuesta y, de pronto, recordó algo de lo que le había dicho Josh:

– Hicieron tortitas de barro con agua salada.

Vio por el rabillo del ojo que los hombros de Rye se aflojaban, aliviados, y bajaba los párpados, y sintió una nueva tortura: comprobar que ella y Rye se comportaban con doblez. Para su horror, Dan se estiró, se frotó la nuca y comentó:

– No sé si es por la mención de comida o qué, pero sigo sintiendo olor a naranja.

Rye casi saltó del banco y a Laura le ardió la cara, pero Dan no se volvió.

– Dan, ¿tienes hambre? -preguntó Rye.

– No, creo que no podría comer aunque me esforzase.

De todos modos, Rye se alejó y volvió con café, para sentarse otra vez alejado de Dan, y manteniendo con esfuerzo la vista alejada de Laura. Llegó el crepúsculo. Terminaron el café. Alguien llevó emparedados, pero nadie comió. Dan suspiró de nuevo, se levantó del banco y caminó sin rumbo por el muelle, clavando la vista en el agua, de espaldas a Rye y a Laura, de los que sólo lo separaba el ancho de sus hombros.

Pronto volvió, se sentó otra vez entre ellos, se echó atrás, fatigado, y empezó a hablar en voz queda:

– Me acuerdo cuando llegó la noticia de que tú estabas muerto, Rye. ¿Laura te contó alguna vez lo que le pasa a la viuda de un marino?

– Sí, un poco. Dijo que tú la acompañaste en ese trance.

La garganta de Dan dejó escapar una especie de risa apesadumbrada, y sacudió la cabeza como si quisiera refrescar el recuerdo. Luego se inclinó adelante, presentando otra vez a los dos que estaban tras él la curva de los hombros que expresaba abatimiento, y continuó hablando en tono pesado que parecía brotar de las profundidades de su desesperación:

– Yo fui el que se encargó de ir a… a tu casa a decirle a Laura que el barco en que viajabas se había hundido. Me mandaron a mí porque la noticia llegó a la oficina, y yo estaba allí, trabajando. Claro, sabían que éramos… que éramos muy amigos. Nunca olvidaré el aspecto que tenía ella cuando abrió la puerta.

Hizo una pausa, dejó caer la barbilla sobre el pecho un instante y luego la levantó otra vez y miró, sin ver, hacia el embarcadero.

Laura deseaba que Dan se echara atrás y le obstruyese la visión de Rye, pero no lo hizo. Rye estaba sentado, tenso, mirando con expresión seria la nuca de su amigo.

– ¿Sabes lo que hizo Laura cuando yo le di la noticia? -Como Rye permaneció en silencio, Dan echó una mirada sobre el hombro y luego la dejó perder otra vez en la lejanía-. Se rió -dijo en tono triste-. Se rió y dijo: «No seas tonto, Dan. Rye no puede estar muerto. Me prometió que volvería». Habría sido mucho más fácil si se hubiese quebrado y llorado en ese mismo momento, pero no fue así, hasta que pasaron unos meses. Supongo que era la reacción lógica -me refiero a la negación-, sobre todo teniendo en cuenta que no había un cadáver para demostrarlo.

Laura tenía las palmas húmedas y el estómago revuelto. Quería levantarse de un salto y escapar, pero estaba obligada a quedarse y a escuchar lo que Dan decía:

– Después, cada vez que se avistaba una vela corría a los muelles a esperar, convencida de que era el barco que te traía de regreso, de que todo había sido una equivocación. Me parece verla, todavía, corriendo por la plaza con esa espantosa sonrisa exagerada pegada a la cara, mientras yo me preguntaba qué haría falta para que admitiese la verdad y, después, pudiera seguir viviendo. Recuerdo una noche en que no se veía ninguna vela y, por primera vez, la sorprendí merodeando por el embarcadero vacío, como si quisiera forzarte a aparecer. Le dije que no había ninguna vela, que se engañaba a sí misma, que tú ya no volverías nunca, que la gente empezaba a sacudir la cabeza compadeciendo a la pobre Laura Dalton, que vagaba por los muelles esperando al fantasma de su marido. Me abofeteó… fuerte. Pero después estalló en lágrimas… por primera vez.

¡Basta, Dan, basta!, rogó Laura para sus adentros. ¿Por qué haces esto? ¿Para castigarnos?

Pero Dan siguió:

– Estaba ahí, parada con expresión desafiante, las lágrimas corriéndole por la cara, y me decía: «Pero, ¿no entiendes, Dan? Tiene que volver, porque… porque estoy embarazada de su hijo». En ese momento comprendí por qué había seguido negando tu muerte tanto tiempo.

Ahora era Laura la que miraba hacia el embarcadero con los ojos secos, evocando las horas de vigilia que pasó ahí, exigiendo al mar que le devolviese a Rye. Y la había complacido… pero demasiado tarde. Ahora lo tenía allí cerca, a un cuerpo de distancia, pero separado por un abismo ancho y hondo como el infierno. Y el soliloquio continuó:

– Un día la seguí… creo que era otoño, y se acercaba una tormenta que venía del Noreste. Cuando la alcancé, estaba de pie sobre los acantilados observando el océano, como de costumbre. Esa vez, supe que ya estaba resignada. Por Dios, qué aspecto tan lamentable tenía, con la lluvia corriéndole por la cara, y ella que no se movía como si no supiera o no le importase mojarse. Ella… -Hizo ruido al tragar-. Ya empezaba a redondearse su vientre, y cuando le dije que no debía estar ahí, expuesta al viento y a la lluvia, que tenía que pensar en el niño, me contestó que le importaba un comino el niño.

Ninguno de los tres movió un músculo. Se hubiera dicho que la espalda de Dan estaba tallada en piedra, y las miradas de Rye y de Laura estaban clavadas en ella. La voz se hizo más baja aún, hasta ser apenas un murmullo.

– Esa vez, yo la abofeteé a ella. No sabéis cuánto me dolió hacerlo. Yo… me decía que ella había estado allí, pensando en… en matarse, y junto con ella, al niño. -Ocultó la cara entre las manos-. Oh, Dios -musitó, y se hizo un silencio pesado hasta que al fin levantó la cara, exhaló un profundo suspiro, y continuó-: Habían pasado semanas desde que supimos de tu muerte, pero era la primera vez que Laura lloraba, quiero decir, en serio; se había quebrado y lloraba de un modo que hasta entonces no había podido hacer. Lo que me dijo fue exactamente esto: «Mi corazón se ahogó con Rye…», pero al menos admitía que te habías ahogado.

»Entonces sí accedió a que celebrásemos un funeral. -Por fin, apoyó los hombros y la cabeza en la pared. Cerró los ojos e hizo rodar la cabeza a un lado y otro, con gesto de fatiga-. No quisiera volver a pasar por algo así nunca más. Y aquí estamos, rogando para que… para que…

Ya no pudo continuar.

Tras una larga pausa, se aclaró la voz.

– Un funeral como ese es duro para una mujer. No quiero que mi madre tenga que sufrirlo.

De repente se levantó, recorrió el muelle poblado de ecos y se puso a observar la bahía de Nantucket, mientras los otros dos se preguntaban por qué habría hecho tan dolorosa evocación.

Por momentos, pareció que estuviese preparándose para entregarle a Laura a Rye, para admitir que, con el solo hecho de estar ausente, la había ganado. En otros dio la impresión contraria: de que estaba afirmando su derecho, tanto sobre ella como sobre Josh.

Rye Dalton entrelazó los dedos y los apoyó sobre su estómago. Adentro, las vividas imágenes evocadas por Dan le habían dejado todo revuelto. Y si bien posaba la vista en la apesadumbrada figura que tenía delante, en ningún momento dejó de ser consciente de la presencia de Laura. Quería zanjar el espacio que los separaba y tomarla en sus brazos, besarle los párpados, consolarla por todo lo que había sufrido a causa de él. Tenía necesidad de tocarla como una afirmación de la vida, mientras seguían ahí, esperando la confirmación de la muerte. La amaba, y añoraba compartir con ella esos momentos trágicos. Y, sin embargo, no podía hacer otra cosa que permanecer sentado, con las manos apretadas contra el estómago, para impedir que se tendieran hacia ella.


Se formó la neblina; fantasmagóricos dedos de niebla que daban un extraño cariz a la escena, a la vez que los habitantes del pueblo volvían al muelle. Era el tiempo de la marea muerta, ese momento del mes lunar en que la diferencia entre la marea alta y la baja es mínima. ¿Significaba eso que había más probabilidades de que apareciera el cuerpo? Eso fue lo que Laura pensó. Qué extraño que no supiera la respuesta, después de haber vivido toda la vida en la isla. Después de estar cuatro o cinco horas en el agua, ¿un cuerpo se hincharía? Al ver regresar a Hilda con los demás, revivió el terror que había sufrido antes, al imaginar el cuerpo de Rye en poder del mar alimentando a los peces. Quiso acercarse a ella, consolarla, pero no había modo de aliviar esa angustia. Si no sufría la incertidumbre de una muerte sin cadáver, entonces a la esposa le tocaba la pesadilla de ver el cuerpo deformado, repugnante o, peor aún, si los peces estaban hambrientos, sólo una parte del cuerpo.

La partida de búsqueda se reunió hablando en voces quedas, respetuosas. Llevaban linternas que consumían el precioso aceite de ballena… era una ocasión que lo merecía. Los halos nebulosos de las luces que se refractaban en el espeso aire salino parecían confirmar que los habitantes de Nantucket vivían y morían por las ballenas.

El capitán Silas los distribuyó en grupos de dos y de tres para peinar toda la zona interna del embarcadero. Una vez más, Laura, Dan y Rye se movieron juntos en sentido paralelo a las olas, igual que lo habían hecho infinitas veces en el pasado. La corriente estival del golfo había entibiado las aguas hasta llegar a una agradable temperatura de veintidós grados centígrados y, sin embargo, Rye se sentía helado de temor mientras cumplía la fúnebre tarea, vadeando descalzo los bajíos, preguntándose cuándo chocarían sus pies con un bulto blando e inerte. Dan y Laura arrastraban los pies por la arena mojada de la resaca que dejaba la marea.

Rye llevaba la linterna, y los tres iban avanzando centímetro a centímetro, más lentamente que los otros buscadores por temor a ser los que tropezasen con el cuerpo. La linterna iluminó una silueta oscura delante de ellos y se detuvieron, buscándose instintivamente con la mirada. Al resplandor del aceite de ballena que ardía, rodeados por la neblina, los rostros eran meros reflejos.

– Yo iré a ver -dijo Rye, apretando la mandíbula y avanzando. Cuando la luz temblorosa dio sobre la masa oscura, lanzó un suspiro de alivio y se volvió hacia Dan y Laura-. Es sólo un tronco.

Avanzaron de nuevo en medio de la noche brumosa, los dos hombres y la mujer que, por tradición, parecía ser de los dos. Durante las horas de búsqueda, la compartieron por igual, y ella a los dos, sin pensar en posesiones ni en pertenencias. Por el momento, toda enemistad quedó suspendida, borrada, desplazada por la necesidad de permanecer unidos, de apoyarse entre sí y darse fuerzas para lo que los esperaba.


Poco después de la medianoche fue hallado el cuerpo, varado en la costa después de que se retirara la marea. La campana de la iglesia transmitió el mensaje. Tres cabezas se irguieron al oír su tañido ahogado por la distancia. Nadie se movió. Rye aún tenía los pies en el agua. Laura, todavía con el vestido blanco, con el borde sucio y arruinado, parecía un fantasma junto a Dan, con su traje oscuro empapado.

Rye rompió el silencio.

– Deben haberlo encontrado. Será mejor que vayamos.

Sin embargo, se resistían a volver. Las olas rompían blandamente contra los tobillos de Rye. El aire de la noche era denso y envolvente. El tañido fantasmal de la campana les provocó escalofríos en la espalda.

Por fin, Rye se acercó á Dan y, al apoyarle la mano, sintió que se estremecía.

– ¿Estás bien?

Dan no miraba a nada en particular.

– Esperemos que el mar haya devuelto el cuerpo completo.

Rye pasó la mano por el cuello del amigo, y le transmitió de ese modo un mensaje demasiado doloroso para decirlo en palabras. Se dio la vuelta, con la linterna balanceándose y haciendo chirriar los goznes y, como impulsados por alguna señal muda, Rye y Laura se pusieron a los lados de Dan para emprender juntos el camino de regreso, avanzando con dificultad en la niebla mientras los hombros se tocaban con frecuencia.

El mar fue generoso: devolvió entero y sin deformidades, a Zachary Morgan. Los que sí se sentían desgarrados por los sucesos del día y de la noche eran los vivos, pues en el preciso momento de separarse, Dan, con los ojos vacíos de expresión, balanceándose como si estuviese a punto de derrumbarse, tendió la mano a Rye para darle las gracias. Cuando las manos se tocaron y se apretaron, se abrazaron una vez más, y Laura, sumida en las nieblas danzarinas, los observaba.

Separándose de Dan, Rye se volvió hacia ella y le ordenó con suavidad:

– Llévalo a la cama. Necesita dormir.

Cuando habló, sintió como si él también estuviese ahogándose. Al mirar a Rye, los ojos de Laura tenían una expresión de increíble fatiga. El rastro de las lágrimas le pintaba líneas incoloras en las mejillas, donde se reflejaba la luz de la linterna. De repente, se aproximó, girando en torno de Rye como la misma niebla, aliviando por un momento con su abrazo el dolor de él, y apoyando la mejilla contra la suya.

– Gracias, Rye.

Rye vio sobre el hombro que Dan los miraba, y una sola palabra ronca salió de su garganta:

– Sí.

Tocó el dorso de la mano pequeña de Laura por un breve instante, y luego ella y Dan se fueron como tragados por la niebla que lo dejó aislado, solo.

Arrastrando las piernas cansadas por los peldaños del desván, en la planta alta de la tonelería, imaginó a Laura y a Dan yéndose juntos a la cama, reconfortándose mutuamente. Se derrumbó sobre su lecho con un suspiro de agotamiento, cerrando los ojos, y anhelando que unos brazos también lo reconfortasen a él.

Como en una bruma, los hechos del día pasaron ante él y giró sobre sí mismo, acurrucándose de cara a la pared.

Entonces, sin aviso previo, Rye Dalton lloró con angustiados sollozos de desesperanza y pena, algo que no sucedía desde que era niño. Ship lo oyó y se acercó atravesando la oscuridad del desván para detenerse vacilante junto al camastro, con un penoso gemido de compasión. Dilatando las narices, la perra giró, interrogante, hacia el sitio donde dormía el viejo pero no obtuvo respuesta. Gimió otra vez, pero los sonidos que provenían del camastro continuaron, y ninguna mano cariñosa se estiró para tranquilizarla. Entonces, apoyó la trompa en la espalda tibia y gimió, sintiendo los estremecimientos que sacudían las costillas del amo, hasta que al fin se durmió exhausto.

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