CAPITULO X

Imagina tú mismo, lector, que eres un asesino. ¿Qué es lo que te hace sentir asesino? ¿Es el arma, manchada de sangre, los arañazos con que la víctima ha señalado tu rostro, el corazón culpable, el inexorable inspector de policía, las pesadillas? No, no es necesariamente algo de esto. Todas estas condiciones pueden estar ausentes. El asesinato puede ser incoloro, incruento, inconsciente e impune. Todo lo que se necesita es que uno haya cometido el asesinato. No hay nada en el presente, sólo algo en el pasado que lo hace a uno asesino.

Sin embargo, yo buscaba las consecuencias, pues, ¿de qué otra manera podemos asegurarnos de la realidad del pasado? Al despertar, examiné si durante aquella noche había tenido algún sueño. Hojeé el diario de la mañana y encontré un párrafo, en la página once, que hablaba del incendio, pero no se mencionaba a Frau Anders y, por supuesto, no aparecía ninguna esquela. Pensé si alguien vendría a arrestarme. Nadie apareció.

No deben imaginar que me sentía culpable, ni que esperaba el castigo, pero me hubiera gustado alguna conmoción que registrara este acto en mi vida. Consideré la posibilidad de una confesión, pero me pareció que difícilmente podrían creerme. ¿Qué podía decir? ¿Que había matado a una mujer a la que había abandonado en la esclavitud dos años antes y que había regresado clandestinamente a la ciudad sin haber sido reconocida por nadie? ¿Cómo podía convencer a alguien de que Frau Anders había regresado? La única persona que tenía alguna prueba de su presencia era Mónica. Le diría: He incendiado la casa y, por consiguiente, a la mujer que te envió aquella carta. ¿Visitaríamos acaso las ruinas, para reírnos sobre las cenizas, para atizarlas nuevamente? ¿Mónica me pediría que me entregara a la policía? Quizás sólo me amonestara, diciendo que no había sido justo.

Cuando regresé a los brazos de Mónica, la noche siguiente, advertí que mi cara y mi mirada reflejaban preocupación. No sabía si estaba abrazando a mi confesor, a mi juez o a mi próxima víctima.

– ¿Acudiste a la cita? -preguntó fríamente.

– Sí.

– ¿Es muy importante para ti esa mujer? No me respondas, si no quieres.

– Ella es mi sombra, o mejor, yo soy la suya, no importa. En cualquier caso, uno de nosotros no existe realmente.

– ¿No crees que deberías enterarte de cuál de los dos es el que existe?

– Es exactamente lo que acabo de hacer -repliqué-. En este momento estás abrazando al vencedor.

– ¡Alabado sea Dios! -dijo sarcásticamente-. ¿Estás seguro?

– Me he asegurado bien.

Puse mis brazos alrededor de ella y la abracé con más fuerza. El deseo, mezclado con un oscuro resentimiento, me impulsaba. Mónica suspiró y permaneció inmóvil con la cabeza sobre mi pecho.

– ¿No quieres volver a verla? -murmuró.

– No.

– Entonces, podemos ser felices. Lo presiento; ¿tú no?

Asentí con la cabeza. De repente se irguió y me miró fijamente, tapándose luego la cara con las manos.

Di unas ligeras palmadas en su espalda y hablé lo más amablemente que pude.

– No sufras, querida. Todavía no puedo reunirme con la felicidad. Una fiera ironía me tiene apresado por el cuello. Invade mis sueños. Me conduce a actos terribles e inútiles. Hace que me tome demasiado seriamente a mí mismo y que termine previniéndome para no tomar en serio a los demás, excepto los cómplices y mentores de mis sueños.

– Aquella mujer -dijo entrecortadamente- ¿es una de tus… cómplices?

– Sí.

– Entonces yo soy aún menos real que ella, para ti -dijo llorando.

Sus ojos se dilataron, ciegos por las lágrimas. Vi cómo la triste mirada de la fantasía se adueñaba de sus facciones.

– ¿Y si busco un amante? ¿Y si te pongo celoso? -Ahora se había puesto de pie, y caminaba cerca de los pies de la cama-. Te odio -dijo finalmente, secando sus lágrimas-. Quiero que me dejes.

Obedientemente me levanté y me vestí. Nunca me había sentido tan cariñoso con mi joven amiga de enrojecidos ojos, más ansioso de complacerla; sin embargo, era incapaz de hacerlo. Cuando traté de abrazarla, me rechazó.

– Tal vez estés haciendo lo mejor -dije burlonamente-. ¿Te consolaría saber que el amante a quien rechazas es un asesino?

– No te creo, vete.

– ¿Cómo sabes que no lo soy? Sé que no puedo demostrártelo, pero te aseguro…

– ¿Cómo puedo saberlo? -Su mirada se endureció-. Si lo que quieres decir es que has matado mi amor hacia ti, estás en lo cierto…

– No, no es eso lo que quiero decir. Me refiero a un asesinato real. Lo opuesto a la procreación. La confluencia de dos personas que da como resultado que sólo quede una, y no tres.

– Márchate -dijo apesadumbrada. No tenía más alternativa que irme y regresar a mi apartamento. La noche siguiente, cuando llamé al timbre de Mónica, no quiso recibirme, pero deslizó una nota bajo la puerta, comunicándome que necesitábamos separarnos por un tiempo. Sólo podría volver con ella cuando hubiera cambiado. Esta propuesta no me dio ninguna esperanza, pues dudaba que pudiera ocurrir algún cambio en mí que no hubiera tenido ya lugar. Unos días antes yo no era un asesino, ahora sí. ¿A qué diferencia mayor en mí podría jamás aspirar?

Sin embargo, insistí. Durante varias semanas, visité diariamente a Mónica. A veces me dejaba entrar, pero nunca permitía que nuestras discusiones tuvieran su término natural, en el amor. A veces llegaba a perdonarme, pero con la misma indiferencia con la que me condenaba por mi falta de humanidad. Sé que no debería haber dejado que las cosas llegaran a ese extremo, pero estaba bajo la impresión de que el amor era necesario, y si no el amor, por lo menos algo que se le pareciera. Pues, ¿a qué se debía que todo el tiempo que pasaba con Mónica -o con otra mujer -tuviera que mirarla y ella a mí, y ninguno de los dos pudiéramos mirarnos a nosotros mismos? Ya que era así, nuestros ojos no estaban situados del lado de la pantalla en que se proyectaba desde nuestras frentes, para que pudiéramos mirar nuestras propias caras, sino que estaban situados en nuestras cabezas, o sea, condenados a mirar hacia afuera; de este hecho anatómico, deduje que los seres humanos estaban diseñados para amar. La única excepción de este diseño es el soñar. En un sueño nos miramos a nosotros mismos, nos proyectamos sobre nuestra propia pantalla; somos actor, director y espectador, todo al mismo tiempo. Pero de esta privilegiada excepción no informé a Mónica.

Quizás ésta fue la razón por la que nuestra relación fracasó y no llegamos a reconciliarnos. Nunca había soñado con Mónica ni tampoco le hablé jamás de mis sueños. Tampoco podía hablarle de aquel asesinato, que cada vez se parecía más intensamente a los sueños, todo él imagen palpitante sin ninguna consecuencia.


Este breve período de renovada soledad estuvo mezclado con variaciones del «sueño de la clase de piano», en el que a veces, para mi confusión y embarazo, no mataba a la superiora, sino que encontraba un nuevo interés en el juego del ajedrez. Traté de no indagar sobre los motivos por los que había desmantelado el sueño, actuando fuera de él.

Entonces pensé que ya sabía cuál era el sentido de mis sueños.

El problema de su interpretación había sido reemplazado por otro tema, porque estaba preocupado por ellos. Llegué a la conclusión de que mis sueños eran acaso un pretexto para mi atención. Muy bien, entonces. Cuanto más enigmático, mejor. Me interesé por la forma de mi atención y por la atención en sí misma.

¿Por qué no tomar los sueños como son, simplemente? Quizás no necesitara en definitiva «interpretar mis sueños». Tal como era obvio en el sueño, más reciente, en que, para aprovechar las instrucciones de la superiora, era mejor no haber aprendido nunca a tocar el piano; del mismo modo se me ocurrió que, en cuanto a mis sueños, era mejor no aprender a interpretarlos. Quería realizar mis sueños, no sólo observarlos, y esto fue lo que hice.

Una completa atención era todo lo que se requería. En estado de atención total no existen rincones oscuros, ni sensaciones, ni sombras que molesten, nada que parezca sucio. En un estado de total atención no hay lugar para interpretaciones ni para autojustificaciones, ni para propaganda a favor del yo y sus revoluciones.

En un estado de total atención no se necesita convencer a nadie de nada. No hay que compartir, disuadir ni reclamar. En un estado de total atención hay silencio y, a veces, asesinato.


Un día, Jean-Jacques me dijo: «Ser un individuo es la única tarea». Ahora no hay nadie en quien pueda confiar, ni en Jean-Jacques. A él, sólo puedo hablarle de mí en la forma más indirecta. Sin embargo, nuestras conversaciones mantenían un gran interés para mí.

– Ser un individuo -repetía-, pero, ¿sabes, Hippolyte, que hay dos formas totalmente opuestas de llegar a ser individuo?

Le pedí que se explicara mejor.

– Una manera -dijo- se logra mediante la concreción, composición, fabricación, creación. La otra -tu manera- se encuentra a través de la disolución, el desprendimiento, el entierro.

Creo que lo entendí.

– ¿Y tú crees que tu manera -dije- es la de un artista?

– Diría que sí, ¿no crees?

– Ser un individuo -repliqué- no me interesa. No estoy interesado en tu sentido, una vida distinguida o artística.

– Tampoco yo lo estoy -protestó-. ¿Qué te has creído que soy?

– Pierdes demasiado tiempo, Jean-Jacques -le dije, animándome con mi propio argumento-, protestando contra la banalidad. Tu vida es un museo de antibanalidades. Pero, ¿qué tiene de malo la banalidad?

– Realmente…

– Mira -dije-: ¿Aceptas que el arte no consiste en primer término en creación, sino en destrucción?

– Si es así, ¿entonces…?

– Entonces, mi arte es el mayor, tengo la más intensa individualidad, ya que estoy aprendiendo no lo que debo coleccionar, sino lo que voy a destruir.

– ¿Y qué va a quedar de ti? -sonrió.

– Tu sonrisa -dije-. Si es que ya no te he ofendido.

– No, ¡por supuesto que no, mon vieux!

– Tu sonrisa y mi paz.

Sonrió nuevamente.

– Déjame que te diga una cosa -dije, un poco aturdido al recordar el incidente, pero animado por su seriedad-. Me has preguntado antes qué había hecho durante esta semana. Te lo diré. He estado asistiendo al campeonato nacional de ajedrez que se está jugando en el Palais de… Allí vi al mayor artista de nuestro país, un muchacho de dieciséis años. Su juego fue una revelación para mí. Juega tan implacablemente, que su juego parece -no, es- completamente mecánico y desprovisto de pensamiento. Mueve los peones sobre el tablero, el caballo salta al ataque, el alfil se cierra formando una garra, sus torres se mueven como tractores, la reina es una déspota sedienta de sangre.

– ¿Qué decidiste sobre tu despótica reina? -preguntó Jean-Jacques.

– No estoy hablando de Frau Anders -repliqué con frialdad-. No estoy hablando del deseo de justicia, sino del mecanismo de una jugada perfecta. Hablo del juego de un campeón.

Mi amigo permitió que su curiosidad fuera desplazada.

– Su juego te deslumbra porque tú no juegas al ajedrez tan bien como él -dijo Jean-Jacques.

– No -exclamé-. Esto no es lo importante, puesto que comprendo el secreto de su juego, aunque no pueda anticipar sus movimientos. El secreto de su juego está en que él es completamente destructor. Cada día fui a observarlo a él y sólo a él.

– Mañana iré contigo -dijo Jean-Jacques.

– No, mañana no voy a ir.

– ¿Por qué?

– Porque hoy me ha mirado. Cada día me sentaba en la tribuna de espectadores y observaba su rostro, pálido y relajado. Nunca mira hacia arriba, pero hoy lo hizo -y me miró directamente. Traté de mantener mi mirada para responder a la suya. Pero no pude. Su mirada era demasiado destructiva y, avergonzado, bajé mis ojos.

¿Qué leí en los ojos de aquel muchacho? Desprecio e indiferencia, perfecta atención, una energía que quemaba todas las palabras. Había encontrado a mi maestro en crímenes. Pero esto hubiera sido excesivamente difícil de explicar a Jean-Jacques, quien quería explicar mi fascinación por el jugador de ajedrez como un impulso de atracción sexual.

– No lo digas -pedí a Jean-Jacques secamente.

– No lo haré.

Estaba aturdido, porque era él quien ofrecía su mente para ser leída.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿No era concupiscencia lo que sentías por este… campeón?

– No -dije-. La concupiscencia y el miedo son incompatibles. Sólo puedo desear lo que soy capaz de imaginar en mi poder, o por lo menos, imaginar poseible.

– ¿Sabes qué descubriste en tu jugador de ajedrez, Hippolyte? -Jean-Jacques se sentó echándose hacia atrás en su silla-. Otra alma opaca, o mejor dicho, un espejo de tu propia opacidad.

– Y ayer el espejo miró hacia atrás- musité sombríamente.

– Precisamente. Y esto va contra las reglas del juego.

Me miró un momento, como entendiendo algo que yo no le hubiera dicho. Fue una mirada larga e inquisidora, matizada de incredulidad. Entonces meneó la cabeza y me sonrió como antes.

– Pero vamos, estoy cooperando demasiado. No me necesitas para explicarte a ti mismo. Juguemos nosotros al ajedrez, o si no, podemos recoger a una chica para que te diviertas con ella, a menos que continúes fiel a aquella extraña señora, agitadora de tus espíritus. ¡Ya sé! ¿Has visto aquella divertida película norteamericana sobre el hombre-mono que están pasando en el boulevard? Debes verla.

Jean-Jacques se volvió de pronto tan infantil y alegre con sus pequeños proyectos de diversión, que no podía rechazarlo. Lo prefería como compañero de juego a como mentor, de modo que salimos a pasear durante una hora, durante la que Jean-Jacques se detuvo a cada instante para saludar a sus conocidos y divertirme, después, con brutales comentarios acerca de ellos, tan pronto se habían alejado. Finalmente, fuimos a ver la película.


Un día recibí una carta de mi padre, diciendo que su salud había disminuido y que le gustaría verme mientras estuviera en plena posesión de sus facultades. Me puse en camino hacia casa, inmediatamente, contento de haber hallado una excusa para dejar la ciudad. Había esperado la ocasión de huir, pero nadie me perseguía. Ser llamado a un lugar lejano me permitía desplegar cierta actividad. Me marché sin comunicárselo a mi portera, ni a Jean-Jacques ni a Mónica, para poder disfrutar con el parecido a un vuelo.

Era la primera vez que regresaba a casa, desde que partí para residir en la capital, diez años antes. Mi padre no estaba en cama, sino confinado en una silla de ruedas, sobre la que se movía por la casa aún muy enérgicamente. Advertí que su carácter había cambiado desde su jubilación forzosa. Lo recuerdo como un hombre robusto, jovial y decidido; ahora era quisquilloso y fácilmente irritable. Su enfermedad me conmovió y estuve de acuerdo en prolongar mi visita. Mi hermano, ocupado con las nuevas responsabilidades de dirigir personalmente la fábrica, estaba contento de no tener que pasar mucho tiempo con el viejo y rendirle continuas cuentas. Su esposa, Amélie, estaba exasperada con el cuidado del inválido y prefería ocuparse de los niños. Todos estuvieron encantados de entregarme su custodia.

Al principio, encontré tediosa la compañía del enfermo. Simpatizaba poco con su miedo a la muerte, y no comprendía cómo había llegado a tenerlo. Mis deberes eran simples. Durante varias horas diarias leía para él, con los límites de su gusto altamente especializado, ya que le gustaban únicamente las novelas cuya acción se desarrollaba en el futuro. Debo haberle leído una docena. Imagino que debían proporcionarle cierto sentido de inmortalidad y, al mismo tiempo, lo compensaban con sus extravagantes pronósticos: no sería mala cosa perderse el futuro que se describía en las novelas.

Un día, después de la comida, mientras le leía una novela sobre la vida en el siglo treinta, época donde, según el autor, las ciudades estarán construidas en cristal y la gente modelada como las plantas, por sacerdotes artesanos, me interrumpió.

– Muchacho -dijo, blandiendo el bastón que sostenía sobre las rodillas-, ¿qué te gustaría heredar de mí?

La pregunta resultaba penosa, no porque encontrara insoportable la idea de perder a mi padre, sino porque temía una derivación de la conversación hacia el tema de la muerte, que parecía inevitable.

– Si sigues dándome la ayuda que hasta ahora me has dado, padre -respondí-, estaré más que contento.

– Dispongo de algunas propiedades en la capital, ¿sabes? Casas.

No respondí.

Entonces me preguntó cómo utilizaba mis ingresos y de qué manera justificaba esta ayuda. Decidí no embellecer mi vida en la capital con un falso aparato de actividades y expliqué las modestas preocupaciones que llenaban mi vida.

– ¿Y mujeres? -dijo, azuzándome con su bastón.

– Hay una joven que ahora se niega a verme porque no quise asegurarle que íbamos a ser felices.

– Déjala.

– Ella me ha dejado a mí, padre.

– Entonces, recupérala cuando regreses a la ciudad, y después, déjala.

– No puedo, padre. No tengo malicia y traicionarla no me causaría satisfacción.

No respondió a mi argumento y me animó a seguir leyendo. Después de algunas páginas que explicaban cómo el dictador de Nueva Europa ordena que todos los niños comprendidos entre los doce y los catorce años sean tatuados y enviados a colonizar un continente abandonado, fui yo quien interrumpió el relato.

– Padre, ¿cuál es tu opinión sobre el asesinato?

– Depende de quién sea la víctima -dijo-. Yo no sé qué sería mejor, ser asesinado o, simplemente, que envejeciera, enfermara y muriera. Lo mejor sería ser asesinado cuando estuviera muriendo.

– ¿Y si el asesinato se produce cuando ya estás muerto? -inquirí cautelosamente, esperando que no pidiera explicaciones.

– Es absurdo -dijo-. Sigue leyendo. Me gusta el momento en que la luna se detiene y Europa está sumergida en el agua.

Seguí leyendo mucho más allá del límite de resistencia de mi voz, pues insistió en que terminara el libro. Entonces le acompañé a dar una vuelta por la casa, en su silla de ruedas, como todos los días, a la misma hora, solía hacer. El jardín ya no era descuidado y salvaje como lo recuerdo durante mi infancia. Estaba pulcramente arreglado, de modo que él pudiera comprobar diariamente la seriedad de la administración del jardinero. «Me gusta el orden, muchacho», me dijo el primer día que salimos a pasear. «Me gusta poner orden en todo lo que concierne a la casa, pero no me dejan. Sin embargo, fuera, en el jardín, el amo soy yo. Ya verás lo que he hecho con esta jungla.» En efecto, lo vi. El año anterior, cuando enfermó por primera vez, el jardín entero fue renovado bajo sus instrucciones. Para él, se trataba ahora de un jardín alfabético; aunque, para mí, todavía era la cronología de mi perdida infancia. Junto a la casa crecían las anémonas, más adelante las begonias, después los crisantemos; desde allí había espiado a la criada y al mayordomo, mientras se abrazaban en la cocina. Alrededor de los corredores laterales, crecían la misma cantidad de hileras de dalias, eglantinas, fucsias y gardenias. Después venían las hortensias y los iris orientales, cortados por la pagoda donde solía disponer mis soldados de plomo. Más allá, los jazmines y los knotweeds. Había lotos en el viejo estanque, y, al otro lado, estaban las magnolias. En el pequeño lago donde yo jugaba con mis barcos, había algunos narcisos. Después venían las orquídeas y un pequeño parterre de petunias. «Tuve que detenerme aquí», susurró. «Ninguna flor empieza por la letra Q.» Creo que entonces mis ojos se llenaron de lágrimas. No recuerdo si lloré por el fracaso del absurdo proyecto de mi padre, por la falta de flores para completar el alfabeto o por los recuerdos de mi infancia en compañía de mi infantil padre.

¿He dicho que había encontrado cambiado su carácter? Tal vez parezca que he simplificado el asunto. Descubrí con placer que mi padre se había vuelto excéntrico y caprichoso en su enfermedad y vejez. Agitaba el bastón que siempre tenía sobre las rodillas en dirección a sus nietos, como si intentara golpearlos. Gritaba a mi hermano y a su mujer que iba a desheredarlos, despreciaba los alimentos que le servían y despedía cada domingo a todos los criados, cuando ellos regresaban de misa. Pero a mí me trataba afectuosamente. Su conducta, cuando yo era niño, había sido tolerablemente severa. Ahora era real afecto lo que recibía de él, y no sólo por ser su hijo, sino porque realmente le gustaba. Si mi hermano mayor había satisfecho sus esperanzas de la madurez, siendo un joven sano y activo, yo era el heredero de mi padre en su vejez. Ahora teníamos mucho en común.

Mi padre había tenido sólo dos hijos. ¡Era encantador sentirse el hijo único del propio padre, aunque con tanto retraso!

Estuve tres meses con mi padre, durante los cuales sus condiciones físicas se mantuvieron inalterables. Su enfermedad parecía detenida y los médicos dijeron que podía vivir mucho tiempo aún, pero él estaba seguro de morir antes de que el año terminara.

– Vete -me dijo-. No quiero que me veas morir.

– Te leeré más novelas -repliqué.

– No quiero oír ni una más.

– Iré a la Biblioteca Nacional y buscaré una flor que empiece por Q. Haré que traigan las semillas, por lejos que haya que ir a buscarlas.

– No importa -dijo-. Vuelve con tu mujer y trata de ser feliz.

Le ofrecí una dolorosa y tierna despedida y regresé a la capital. Tan pronto como deshice las maletas, fui al apartamento de Mónica, ansioso por saber qué había pasado tras nuestra larga separación. Era un día laborable, antes de media tarde, de modo que la supuse en su trabajo, pero estaba dispuesto a esperarla y llevarla a cenar. Entré con mi llave, y la descubrí con un hombre en calzoncillos, inclinado sobre una máquina de escribir.

Estaba muy tranquila, mucho más tranquila que yo; y el hombre, todavía más sereno que ella. El permaneció sentado en la misma posición durante nuestra vacilante y dolorosa conversación, manoseando las teclas de la máquina. De vez en cuando pulsaba imprevistamente una tecla. Entonces soltaba el carro, abría el cajón de la mesa, sacaba una goma y pulcramente borraba la letra equivocada de la primera página y de cada una de las copias. Parecía estar ansioso por continuar escribiendo lo que yo había interrumpido. Mónica lo ignoraba, poseída por una vergüenza que no intenté disminuir. Yo, yo no sentía ninguna vergüenza por mi intrusión, pero sí un poco de malestar.

¿Lo he dicho con suficiente claridad? Mónica se había casado. El mecanógrafo de los calzoncillos era traductor de un oscuro idioma eslavo y poseía los más admirables sentimientos políticos. Juntos pensaban traducir el mundo entero en su saludable y esperanzador idioma. Los felicité. Mónica me besó en la boca. Su joven marido se levantó gravemente y me ofreció la mano. Abandoné silenciosamente el apartamento y esperé en el rellano siguiente hasta oír otra vez el tecleo de la máquina. No tuve que esperar mucho.


Volví a mi soledad y a mis sueños. Pobre Hippolyte, he sido rechazado en las circunstancias en que más hiere el rechazo; creía que sería yo quien rechazara, falto incluso de las distracciones de un espontáneo y consolador amor. Por primera vez en la vida, me sentí dolorosamente solo. Lo que tenía que hacer era lo que había juzgado imposible para Frau Anders: empezar una vida nueva. No era tan fácil. Por otra parte, mi caso era diferente. Después de todo, me encontraba sano y robusto. Apenas rebasaba los treinta años. Si no se podía empezar de nuevo a mi edad, ¿cuándo podía hacerse?

Continuaba soñando todavía el sueño de «la clase de piano». Continuaba soñando con una mujer superior ordenando mi vida y un hombre en bañador negro, instigándome a que saltara. Había matado a la mujer. Había saltado. Pero como en el sueño, al caer, mis sentimientos se hicieron más intensos.

La primera vez que Frau Anders había ordenado mi vida, me sentí liberado de un gran peso. Ahora había sólo espacio, un espacio agrandado por la ausencia de mi bienintencionada Mónica. Si esto fuera un sueño, pensaba, haría volver a Frau Anders. Le explicaría por qué la había matado. Hasta pediría su permiso. ¿Un fracaso temperamental? Quizá. Pero todo esto era innecesario. El asesinato de Frau Anders no era un sueño, aunque para otros propósitos muy bien pudo serlo, ya que un día ella, sencillamente, apareció. Fue un monótono día de primavera, con el frío aún del invierno. Yo estaba sentado en un café, dentro y en la parte trasera, donde más se notaba el calor, sosteniendo entre mis dedos una copa de coñac. Entonces vi la cara, pegada contra el cristal. Yo acababa de cambiar algunas palabras con el camarero, que se había ido. Y entonces apareció ese rostro. Una extrañísima cara que me pareció un confuso borrón, debido al panel de vidrio y al empañado salón del café que nos separaba. Era una cara que recordaba, y éstas son siempre las caras que observan, escudriñan y juzgan. Tomé el periódico y lo interpuse entre nosotros. Después miré otra vez. La cara permanecía aún en el mismo lugar. Sonreía o gesticulaba con sombría expresión, pero no estaba muy bien definida o me parecía poco lograda. Entonces una mano se elevó para desempañar el cristal, donde el aliento de la cara lo había manchado. La cara se hizo así más clara, pero no del todo visible.

Cuando alguien quiere determinar si una persona está muerta o no, se pone un espejo o un trozo de vidrio en la boca para ver si el vidrio recoge un halo de humedad de la respiración. Respirar sobre vidrio es un signo de vida en el dominio de la muerte. Entonces lo supe. Era una resurrección. Era Frau Anders.

Entró en el café y se dirigió directamente a mi mesa. Por un momento sentí el impulso de llamar al camarero o de esconderme bajo la mesa.

– No corras -dijo severamente, mientras se sentaba-. Quiero hablar contigo.

– Es un sueño -murmuré.

– No seas estúpido, Hippolyte, no hay nadie más real que yo.

– Es cierto -dije con la mayor extrañeza-. ¡Qué indestructible eres!

– ¡No gracias a ti! Sospeché que harías algo por el estilo. Te estuve observando todo el tiempo y escapé por la puerta trasera, saltando por encima de tus asquerosos trapos empapados de queroseno, mientras tú te ocupabas de encender la cerilla delante de la casa. Querido mío, no eres mejor como asesino que como tratante de blancas.

– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -murmuré.

– No voy a contestar a ninguna de tus preguntas. Estoy aquí simplemente para inspirarte remordimiento, pero tú sí puedes decirme lo que estás haciendo. Por ejemplo, ¿qué estabas haciendo en el momento en que te vi?

– Estoy esperando que se muera mi padre -dije tristemente.

– Espero que no estés ayudándole en este último proyecto -dijo en tono muy severo.

– ¿Por quién me tomas? ¿Por un parricida? -repliqué, indignado, y le expliqué brevemente mi vida durante los tres meses que pasé cuidando a mi padre.

– Bien -dijo ella-. Yo no te voy a pedir que seas mi enfermero. Las cosas me van perfectamente, gracias.

– Pero, ¿y tus heridas? -exclamé.

– Preocúpate de las tuyas. Yo puedo cuidar de las mías.

– ¿Y dónde vives? -pregunté humildemente. Hizo una pausa, en silencio, y miró mi cara-. No te pregunto la dirección -añadí rápidamente.

– Si quieres saberlo, alquilé una parte del apartamento de una mujer arruinada. Tengo la sala de baile y varias antecámaras. Hay muchos espejos en estas habitaciones, pero no me importa, estoy aprendiendo a ser valiente.

– ¿Ves a otras personas?

– ¿Por qué me haces tantas preguntas? ¿No has preguntado suficiente?… Principalmente, visito médicos. Voy a una clínica donde estoy recuperando el uso de mi brazo derecho.

– Y a Lucrecia, ¿la ves?

– ¿A aquella frívola muchacha? ¡Nunca! Me despreciaría.

– No te asustes -dije amablemente-. Te ayudaré. Lo prometo. Me dedicaré por completo a tu bienestar, sin imponerte nada. -Me miró con suspicacia-. Esto deberá planearse, pero cuando haya acabado te ofreceré una gran sorpresa. -Se me había ocurrido una maravillosa idea. Empecé a hablar con mayor rapidez- Antes de un año, después que hayan ocurrido algunas cosas que me permitirán dedicarme a tu bienestar y que me ofrecerán los medios para hacerlo, seré capaz de brindarte algo que podrás tener durante toda tu vida. Una vida -concluí- que haré cuanto pueda para prolongar hasta el máximo posible.

– ¿Vas a darme algo?

– Sí.

– ¿Algo que yo quiero? ¿Algo que tendré a mi lado, que podré conservar toda mi vida?

– Sí. Lo guardarás y te guardará.

Ella sonrió.

– Creo que sé lo que es.

– ¿Lo sabes? No sé cómo puedes saberlo. Se me acaba de ocurrir.

– Las mujeres somos muy intuitivas -dijo sutilmente-. ¿Cuánto debo esperar?

– ¡Oh! Puede ser un año o más. En parte, depende de que consiga cierta cantidad de dinero.

– Yo tengo dinero -añadió rápidamente-. Eso no debe interponerse en nuestro camino.

– No -repliqué firmemente-. Debe ser mi dinero. Tú crees que las mujeres tienen el monopolio de la intuición. Seguramente aceptarás el mismo orgullo convencional que sienten los hombres por administrar el dinero. -Parpadeó-. ¿Esperarás?

Asintió. Entonces añadió:

– Estoy muy asustada por ti.

– Y yo por ti -dije-. Pero en este encuentro de temores también te amo.

– ¡Qué extraño! -murmuró-. Cuando llegué a la puerta de este café te odiaba. No. Era peor que odio. Sentía compasión por ti, y ahora, tu imperturbabilidad casi me seduce. Creo que me amas en tu propia e imposible forma.

– Para ser enteramente sincero -repliqué-, puedo estar simplemente confundiendo el miedo con el amor. Este es un error que cometo a menudo en mis sueños.

– ¿Por qué habrías de estar asustado de mí?

– Porque estás allá -respondí brevemente.


Debes imaginar, lector, el regalo que pienso hacer a Frau Anders. Es éste. Mientras estuvo sentada frente a mí, en el café, comprendí que, dos veces, la había dejado sin casa. Primero, al ser el causante de que abandonara a su marido e hija; la segunda, por haber quemado la pobre casa en que vivía. ¿Qué mejor recompensa podía ofrecerle que una casa donde pudiera vivir sin ser molestada por mí ni por nadie? Todo lo que necesitaba eran los medios, que adquiriría con la muerte de mi padre.

La dolorosa noticia llegó en enero, cuando acababa de cumplir treinta y un años: mi padre murió y yo heredé. No deseando envanecerme con las cosas que podía estar tentado a comprar, planeé la utilización del dinero y de las acciones. Los abogados de mi padre tenían instrucciones de dividir la suma entre dos personas que no debían conocer la identidad del donante. La mitad, debía ser para Jean-Jacques; la otra mitad, para un joven poeta que acababa de hacer el servicio militar y cuyo primer libro yo había leído y admirado mucho. ¿Por qué di el dinero anónimamente? Porque no quería que mi amistad con Jean-Jacques se desfigurara por la gratitud ni por el resentimiento, y al exsoldado, a quien nunca había visto, porque me pareció impropio empezar una relación con un acto de beneficencia.

Deben comprender que la entrega de mi herencia no supuso un gran sacrificio. Disponía aún de la paga mensual, y de la participación en el negocio de mi familia, que costearon mis gastos desde mi ida de casa. Lo más importante de mi herencia era la casa que mi padre había mencionado y prometido. La había adquirido hacía algunos años, con la intención, nunca realizada, de tener una residencia en la capital para pasar algunos meses allí cada año.

No instalé inmediatamente a Frau Anders en la casa, porque pensaba remodelarla y amueblarla para su uso. Siempre me ha interesado que la arquitectura exprese los sentimientos más íntimos de los que se acogen bajo ella. Mientras hacía esfuerzos por mantener mis caprichos dentro de ciertos límites, no podía resistir un sentimiento de anticipación casi voluptuoso, al decidirme por este proyecto. Tales eran los placeres de mi ociosa vida y la facilidad con que calmaba mi culpa.

Recuerdo otro proyecto de edificación que me había dado ya el mayor placer, aunque no tenía ninguna participación en él. En la isla donde Frau Anders y yo habíamos pasado el invierno de nuestro viaje al sur, vivía una solterona inglesa. Tenía una pequeña e inmaculada casa blanca en las afueras del pueblo, sobre el mar. Un día, mientras ella paseaba por la carretera empedrada, vio a un leñador castigando ferozmente a su caballo, que yacía postrado en el suelo. La anciana lo atacó con la sombrilla de seda que siempre llevaba consigo. Imagina su horror cuando supo que los golpes eran previos a la muerte del caballo. El caballo, en una caída, se había roto las dos piernas delanteras. La señora, que ni bajo esta forma quería consentir con la crueldad habitual de los isleños para tratar a los animales, se ofreció inmediatamente a comprar el caballo. Demasiado aturdido por el absurdo de aquella transacción como para alargar excesivamente la operación de compra, el leñador fijó rápidamente un precio, que era el doble de lo que había pagado por el caballo, y se fue, arrastrando él mismo el carro, a emborracharse en el puerto y a contar la historia a sus amigos.

La anciana hizo que llevaran al caballo hasta su casa. Mandó buscar al veterinario del pueblo, que vendó las patas del animal con unas tablillas y recetó medicamentos para su fiebre. No satisfecha con estas soluciones, llamó a un veterinario del continente, quien pronosticó al animal una cojera inevitable.

Sigue ahora la parte de la historia que más me gusta. El caballo fue instalado en un pequeño cobertizo de madera, detrás de la casa. La anciana lo alimentaba personalmente cada día, le daba masajes en las patas, le administraba sus medicamentos. Gradualmente la fiebre fue disminuyendo y el caballo intentaba algún movimiento, pero inútilmente. La anciana no había pensado competir con el diagnóstico del veterinario. Estaba orgullosa de que el caballo evolucionara, y dispuso que se construyera una residencia permanente para su compañero. El desnudo cobertizo rectangular donde había vivido no parecía un lugar demasiado apropiado para un caballo que estaría privado para siempre de los placeres del paseo, del galope y del ejercicio de arrastrar el carro del leñador. «A los caballos les agradan los bellos paisajes», dijo a la gente del pueblo, incapacitada para responder a una afirmación tan singular. Contrató albañiles y peones y construyó una pequeña torre de unos seis metros de alto al otro lado del jardín. Junto a la torre, una rampa espiral conducía a una habitación de confortable tamaño en la parte superior. El caballo fue a vivir en esta habitación. Por las mañanas, lo ayudaba a bajar para atarlo a la valla; con el calor del sol de mediodía, volvía a conducirlo a la torre; a la hora del té, bajaba otra vez y permanecía junto a su protectora, que descansaba tendida en una hamaca. Pronto los movimientos del caballo ganaron seguridad y fuerza, de modo que pudo ingeniarse por sí solo para bajar la rampa. Subía y bajaba a todas horas de su torre sin salirse de las propiedades de la mujer.

Después de varios meses de vida en la torre mirando el mar azul, el paso lastimoso del caballo podía describirse como de paseo, aunque con una severa cojera; la anciana empezó a llevarlo cogido de las bridas de un lado a otro de la ciudad, cuando iba al mercado. Todo el mundo reía de su simpática locura, y nadie advertía que la cojera del caballo disminuía apreciablemente. Un día, una ocasión que tuve la fortuna de poder contemplar, la señora apareció en la población montada en su caballo. El caballo la llevaba tranquilamente, a través de las calles del pueblo, sin ningún síntoma de cojera. Fuera por la hermosa vista del mar, auténtico privilegio, o por agradecimiento hacia la vieja dama, la verdad es que el caballo estaba enteramente curado. Tanto los forasteros como los isleños dijeron que sus piernas nunca habían sido tan finas y rectas, cuando su existencia transcurría tirando del carro del leñador. Tales son los poderes curativos de una buena morada con una arquitectura adecuada.

Pensé mucho en esta historia antes de empezar a trabajar en el proyecto arquitectónico para Frau Anders. Creo que comencé a construir la casa con el mismo espíritu de la anciana solterona al construir la torre para su caballo. Pensé cómo la casa podía abrir nuevos paisajes a Frau Anders. Podía recuperar plenamente su salud, encontrar amor y felicidad, olvidar sus deseos de belleza, prosperidad y éxito, y revivir bajo una nueva arquitectura. Así, mucho más vivamente que cuando maquiné asesinarla, experimentaba la sensación de poder -igual que un mago cuando empieza su exorcismo, un médico al comenzar una delicada operación o un pintor al enfrentarse a una tela desnuda-. Imaginaba la casa protegiendo a Frau Anders, transformándola y permitiéndole llevar a cabo sus ilusiones secretas, fueran las que fueran.

Era mi debilidad, mi vicio de aquel período (lo confieso abiertamente): no podía dejar de querer ayudar a los demás. Pero sabía que esto podía interpretarse como una intromisión descarada en sus vidas. Otros lo vieron con mayor claridad que yo. Recuerdo, por ejemplo, la reacción de Jean-Jacques cuando le conté este proyecto, sin hablarle de la doble injuria que había causado a Frau Anders, de la cual, la casa era un mero gesto de restitución. Le dije, sin embargo, que Frau Anders no se encontraba bien y que tenía la esperanza de que la casa le proporcionara ánimo o quizá llegara a curarla, o por lo menos, la amparara. También le conté la historia de la solterona, la torre y el caballo. Al principio, se sonrió, creí que con un tono de aprobación, pero más tarde dijo:

– Hippolyte, estás trabajando bajo la más amistosa, pero menos plausible de todas las decepciones: que todos son como tú.

– No -repliqué firmemente. -Ahora comprendo -prosiguió-. Por eso no sufres.

No recuerdo mi respuesta, pero sé que pensé: No es cierto, no considero que haya alguien igual a mí, ni tan sólo tú, Jean-Jacques, ni Frau Anders. ni mi padre, ni mi hermano, ni tampoco Mónica. Quiero dejar que ellos sean como quieren ser. ¿Cómo puede Jean-Jacques estar en lo cierto? ¿Por qué? Si yo ni me creo parecido a mí mismo, mucho menos puedo pensar que otros sean como yo. Sin embargo, trato de ser yo, ésta es la razón por la que presto tanta atención a mis sueños.

Загрузка...