CAPITULO V

Volví otra vez a verme con Jean-Jacques. El parecía comprender mejor que nadie lo que me preocupaba. Pero yo no lo impulsaba a interpretar mis sueños. Tenía su vida, que a mí me pareció muy apropiada para él. Yo tenía la mía. Para mantenerme atento sobre su influencia, empecé un libro de notas donde recordaba algunos de nuestros encuentros y conversaciones. A continuación transcribo algunas anotaciones.

«21 de mayo. Es la vitalidad de Jean-Jacques lo que más me atrae de él. Me dijo: "Odio los argumentos que ilustran la muerte del amor, el fracaso del talento, la mediocridad de la sociedad". Este rechazo de la monotonía es admirable. ¿Por qué, por ejemplo, hay tantas novelas acerca de los padres, los gigantes de nuestra infancia, que mutilan nuestros pies y nos lanzan, cojeando, al mundo? El está en lo cierto: el escritor puede celebrar o reírse, no debe contemplar ni lamentarse. Estoy releyendo sus dos primeras novelas y me parecen muy buenas, aunque quizá excesivamente elaboradas. La que trata del boxeador es especialmente buena. Ha hecho algo sublime con las agonías en la lona.»

«23 de mayo. No me extraña que Jean-Jacques sea tan prolífico. Escribe cinco o seis horas cada día y reescribe muy poco; aquel estilo barroco, me dijo, se lo dictaba él mismo en su primer borrador. Pero, ¿por qué nunca utiliza sus aventuras nocturnas como tema para una novela? No es por prudencia. Nunca he conocido a nadie tan poco preocupado por su reputación… Creo que entiendo esta reticencia tan poco característica en él. Al separar el día de la noche, sus actos no son irreconciliables. Su vida no está fragmentada porque él ha encontrado la costura en la pieza de tela, y la descose detenidamente, por eso, todos sus actos me parecen misteriosos y naturales… Yo tampoco quería que mi vida estuviera fragmentada. Pero no pretendía separar el día de la noche. "Tú quieres unificar", me dijo Jean-Jacques. "Yo practico las artes de la disociación."»

«13 de julio. Soy metódico, reservado, honesto. Jean-Jacques es pródigo, indiscreto, deshonesto. Este contraste es la base de nuestra amistad.»

«4 de agosto. Estoy con Jean-Jacques; me molestó al decirme que yo no soy un escritor. Le respondí que nunca había creído serlo. Pero sus razones para pensar esto de mí no son razones obvias. Tú no puedes escribir, dice, porque has nacido especialista, el tipo de persona que sólo puede hacer una cosa. Escribir no es lo tuyo. ¿Es soñar?, pregunté burlonamente. El no responde, sólo sonríe.»

Estas son algunas de las anotaciones de aquel período. A pesar de que sabía que durante la ausencia de Frau Anders no debía descuidar mis necesidades sexuales, los placeres del espectador llegaron a ser más interesantes para mí que los de actor. Si antes sólo estaba con Jean-Jacques durante la tarde, empecé ahora a acompañarlo en sus paseos nocturnos. Fue una primavera cálida y un verano voluptuoso.

Nos encontrábamos en su café favorito a la hora del aperitivo. El acababa de emerger de su régimen de escritor y me saludaba siempre con una mirada fría y distraída. Pronto comprendí que esto significaba tan sólo el lento retorno de su atención, desde las nubes de su retiro literario. Después del segundo vermut estaría ya conversando alegremente sobre antigüedades o sobre ópera, o yo lo llevaría al centro de mi última reflexión acerca de mis sueños.

Cuando sus energías ya habían retornado, dejábamos el café e íbamos a su hotel. Jean-Jacques estaba permanente y confortablemente instalado en una gran habitación, de amplias dimensiones, en el último piso. Durante un rato, solía sentarme en la cama y observarlo mientras se afeitaba y vestía. El era muy consciente del vestido, quizás porque se consideraba feo, enjuto y hasta un poco difícil de descubrir. «Tengo cara de accionista», le oí exclamar una vez ante su imagen reflejada en el espejo. La elección de su atuendo para la noche era tan meticulosamente considerada como si él fuera un actor maquillándose en su camerino, lo que en parte era cierto. A veces se sentía turbulento y se ponía un auténtico disfraz: el pañuelo rojo, la camisa rayada, y los ceñidos pantalones negros de un apache. Generalmente, la elección era más delicada: se trataba de la línea del pantalón; chaqueta de cuero o suéter con cuello de cisne, anillos, aire militar o dandy; las botas o zapatos puntiagudos.

Más tarde, cuando la fascinación de su vestimenta me era más familiar, acostumbraba a divertirme observando los objetos de su habitación. Jean-Jacques era coleccionista. En los estantes, en el suelo, debajo de la cama y en las esquinas de la habitación, tenía cajas con extraños tesoros. En una caja, había cientos de postales de fines de siglo, de bailarines de music-hall. Había archivos de recortes de diario sobre premios de boxeo y luchadores, fotos autografiadas de estrellas de cine e informes confidenciales de la policía (nunca pude saber cómo llegó a conseguirlos), sobre casos de robo a mano armada cometidos en la capital durante los últimos veinte años. En otras cajas se amontonaban corbatas postizas, abanicos, conchas marinas, plumas de adorno, joyería barata, piezas sueltas de ajedrez talladas en madera, pelucas… Me parecía que cada vez que iba a visitarlo, había instalado algo nuevo en su habitación -otro grabado de Epinal, un sombrero de boy-scout, un espejo art-nouveau en forma de serpiente, una lámpara con colgantes, una pieza de estatuaria fúnebre, un cartel de circo, una colección de marionetas representando a Barba Azul y sus ocho mujeres, una estera de lana blanca y verde con la forma y el dibujo de un billete de dólar americano. Cuando ya estaba harto de mirar y de tocar, él interpretaba viejas piezas para mí: el aria de una oscura ópera melodramática del siglo pasado, o una vieja java. Yo no compartía estos entusiasmos, ya que conocía el escrupuloso juicio que tenía Jean-Jacques para todas las artes; su amor por estos exagerados, triviales y vulgares artefactos era un misterio para mí. «Mi querido Hippolyte» me hubiera dicho, «nunca entenderás, pero cualquier día te lo explicaré, de todos modos.» No me considero una persona solemne, pero Jean-Jacques me ha hecho sentir así.

Cuando había terminado de vestirse, bajábamos a la calle. Al pasar frente al viejo y sordo conserje, éste nunca dejaba de soltar algún triste y obsceno improperio como cumplido a Jean-Jacques. Ya en la calle, Jean-Jacques caminaba recatado, pero firmemente, y yo lo seguía a distancia. En general no debíamos esperar más de media hora para que alguien, silenciosamente, se le uniera. Si hubiera estado preocupado únicamente por su propio placer, podría haber sido un conductor de camión, un inmaculado hombre de negocios italiano, un árabe o un estudiante; la primera condición que imponía era que su acompañante fuera evidentemente varonil, en apariencia y gustos. Para satisfacer este propósito, podía aventurarse por cualquier parte de la ciudad y permanecer con quienquiera que encontrara, durante toda la noche. Pero si salía a obtener dinero, se limitaba a ciertos barrios y cafés donde encontraba a los homosexuales conocidos, invariablemente hombres de mediana edad o mayores que él, frente a los que se presentaba como un tipo rudo, y al que estaban dispuestos a pagar por unos minutos de su viril compañía. El y su acompañante iban simplemente al muelle y desaparecían bajo un puente; si los pronósticos financieros eran más favorables, Jean-Jacques se llevaba al hombre a su propia habitación y no regresaba para continuar su itinerario hasta una o dos horas después.

Yo, por lo tanto, no puedo hablar con demasiado conocimiento de lo que Jean-Jacques hacía para su propio placer; en estas excursiones iba, por supuesto, completamente solo. Pero en las sucesivas noches que, a lo largo de la semana, dedicaba al negocio, lo acompañaba durante toda la velada. Mientras él permanecía con un cliente, yo lo esperaba en diversos cafés, que eran el terreno especializado para la prostitución masculina, llenos de muchachos de facciones delicadas, de rudos y rufianes como Jean-Jacques, o de travestís. Gradualmente empecé a ser conocido y a sentarme en las mesas de la expectante y murmuradora congregación de «hermanas», los rubios oxigenados y cargados de anillos, amigos de mi amigo. No conversaban mucho conmigo, pero me miraban siempre amistosamente; una educada conversación en aquel círculo, una conversación que no versara acerca de su vocación, era impensable. Sus frases eran categóricas, nunca expositivas. No tenían opiniones, conocían tan sólo dos emociones: los celos y el amor, y su conversación, a menudo rencorosa, no salía de los límites de la belleza. Folies de nuit, mujeres locas de la noche, se llamaban jocosamente a sí mismos. La genuina prostitución es rara, la mayoría son hombres de negocios que aman realmente a sus clientes. Han ido demasiado lejos para demostrar su amor hacia los cuerpos de su propio sexo, como para sentir el distanciamiento que una prostituta acostumbra a sentir hacia el hombre. Estaban tan orgullosos de su habilidad para proporcionar placer que no llegaban a sentirse desgraciados cuando, tras el amor, sus clientes se dedicaban torvamente a injuriarles.

Cuando no estaba sentado en estos cafés, durante las noches de aquel verano, también yo recorría las calles -observando más detalladamente cómo se emplean los hombres entre sí para su placer. Frecuenté las otras estaciones públicas de esta concupiscencia pasajera, donde aprendí a reconocer a los más ocultos homosexuales que se citaban en los urinarios y en las últimas filas de butacas de los cines. No puedo imaginar una forma mejor de entendimiento sin palabras que estos impecables encuentros. No cruzaban ni una sola palabra, sino que alguna misteriosa atracción química los impulsaba a reunirse para estrecharse unos a otros en lugares públicos -nunca parecían cometer una equivocación- y actuaban con tal prontitud como si cada hombre trabajara individualmente en soledad, mientras el otro parecía asistir invisible.

En cierta ocasión, presencié una de estas escenas, ya iniciada, entre algunos hombres reunidos en un pis-soir. Reinaba un perfecto silencio. Un árabe de buena estatura, con un traje azul, inadecuado para su tamaño, había tomado la iniciativa. Ninguno de aquellos hombres parecía afeminado, todos actuaban como respondiendo a una señal previa. Era como un sueño en que lo extraño se había hecho fácil, y lo deseado, simplemente necesario. Y después, con igual velocidad, la hilera se deshizo, y los bailarines abandonaron su ritmo; se había terminado.

Otra vez, en un lavabo del Metro, presencié la escena desde el principio. Empezó con bromas y la lucha entre un africano y un negro, bien vestido; todo por un insulto que no llegué a oír. Comenzaron a luchar entre sí, y los demás, animándolos, se colocaron cerca de los primeros, hasta que la lucha -que pronto comprendí era un delicado pretexto-, se extendió también a los espectadores, y cada hombre empujaba y agarraba a su vecino, lanzando obscenos insultos. Uno de ellos gritó

«¡No te atreverás!» y otro, «¡Te desafío a que lo repitas fuera!» y otro aún, «Déjame salir de aquí», pero ninguno salió. El manoseo de los participantes continuaba al mismo nivel -el africano y el hombre de negocios estaban ya de rodillas- y me uní al grupo, cuidando de no superar ni estar por debajo de la vehemencia de mis vecinos. Me pregunté por qué el griterío continuaba, si era tan reiterado, y ellos parecían cada vez menos enojados. Entonces se arrodilló otro hombre, y después, otros. Ahora, el espíritu de grupo lo abarcaba todo y expulsaba las oscuras e inciertas muestras de personalidad de cada hombre. El silencio llegó a cada uno, como por turno, parecido a una serie de velas extinguiéndose.

Cuando comencé a acompañar a mi amigo, el escritor, yo no tenía opinión sobre sus actividades e incluso de haberme sentido autorizado a presionarlo para abandonar una vida perversa y promiscua, me hubiera contenido. Jean-Jacques, sin embargo, no admitía mi silencio. A pesar de que yo no le atacaba, él era activo e ingenioso en su propia defensa, o, mejor, en la defensa de los placeres ocultos, secretos, tramposos y de ser-lo-que-uno-no-es.

Varias veces, aquel verano, trató de derrumbar mis calladas objeciones. «No seas tan solemne. Hippolyte, eres peor que un moralista.» Entretanto yo no podía dejar de observar ese mundo de lujuria ilícita como un sueño, hábil pero a la vez pesado y peligroso; él lo veía simplemente como un teatro. «¿Por qué no podemos cambiarnos nuestras máscaras una vez cada noche, una vez cada mes, una vez cada año?», dijo. «Las máscaras del propio trabajo, de la propia clase, nacionalidad, de las opiniones. Las máscaras de marido y mujer, padre e hijo, amo y esclavo. Hasta las máscaras del cuerpo -macho y hembra, feo y hermoso, viejo y joven-. Muchos hombres se las ponen sin resistencia para llevarlas durante toda su vida, pero no los hombres que nos rodean en este café. La homosexualidad, como puedes ver, es la principal forma del juego de máscaras. Pruébalo, y verás cómo produce un grato alejamiento de uno mismo.»

Pero yo no quiero alejarme de mí mismo, sino más bien en mí mismo.

– ¿Qué es, en nuestro tiempo, un acto revolucionario? -me preguntó retóricamente, en otra ocasión-. Derribar una convención es como responder a una pregunta. El que pregunta ya excluye mucho de lo que contendría la respuesta. Por lo menos, separa una zona y la excluye, la zona de las respuestas legítimas a la pregunta. ¿Comprendes?

– Sí, lo comprendo, pero no entiendo su aplicación. -Mira, Hippolyte, ya sabes la poca audacia que se requiere hoy día para no ser convencional. Las convenciones sexuales y sociales de nuestro tiempo prescriben la parodia homosexual.

– Se necesita coraje para parodiar la normalidad -dije-. Coraje y una gran capacidad de culpa. No encuentro humor en tus procedimientos, amigo mío. Sería más fácil para ellos -te excluyo a ti, Jean-Jacques, porque tú no eres como los otros- si las cosas fueran como dices.

– Estás equivocado -replicó-. El precio no es tan exagerado como crees.

– ¿Acaso el travestido que deambula por las calles no añora a su familia, a la que ya no podrá mirar de frente, porque se ha pintado los ojos?

– Hippolyte -dijo, en un tono exasperado-. Estoy muy disgustado porque hablas de ellos y me excluyes. ¡Y de este modo tratas de complacerme!

– Pero tú no eres como ellos, Jean-Jacques. Tú eliges. Ellos son obsesos.

– Tanto peor para mí -dijo-. No -continuó-. Pretender algo es sólo no pretender otras cosas. Pero estar obsesionado es no pretender nada en absoluto.

El sol no juega a levantarse cada mañana. ¿Sabes por qué? Porque el sol está obsesionado con su trabajo. Todo lo que admiramos en la naturaleza bajo el nombre de orden, y la confianza fundamental que depositamos en sus movimientos regulares, es obsesión.

La idea me pareció correcta.

– La obsesión, entonces, no la virtud, es el único terreno posible para la confianza.

– Correcto -dijo-. Y es por eso que yo confío en ti.

En ese momento descubrí que era esta misma razón la que me impedía confiar en ti, Jean-Jacques. Pero eso no te lo dije.

Aun sin confiar en Jean-Jacques, lo respetaba y admiraba como guía y compañero en la búsqueda de mi propio yo. Pero muchos gustos y rasgos de carácter nos separaban. Porque estaba completamente dedicado a su trabajo, escribir, podía permitirse el lujo de ser indigno de confianza en cualquier otro aspecto y adornar su vida con juegos, estrategias y simulacros. Estos extraños ritos que practicaba consigo mismo, no eran adecuados para mí.

– Tú y yo somos muy parecidos -me explicó otra noche de aquel agitado verano.

Demostré gran sorpresa.

– La diferencia -continuó-, es que tú no tendrás éxito y yo sí. Yo estoy preparado para llevar mi carácter hasta sus últimas consecuencias.

– Yo también lo estoy -interrumpí.

– Estoy preparado para llevar mi carácter al extremo, lo que es una modificación del carácter. Tú no sabes nada acerca de tu propia modificación. Deseas tu carácter concentrado y claro, pero encontrarás que, después de haber evaporado el agua, has quedado reducido a un ácido demasiado fuerte para tu propio olfato, por no decir el del mundo. Te quemarás, mientras yo me renuevo en una continua destilación.

Por supuesto, protesté.

– Ya sé -continuó diciendo-que tú piensas que mi vida es aventurera. ¡Qué poco sabes sobre el riesgo! Tú eres el aventurero, el que se arriesga, porque no sabes claramente cuál es el territorio que estás inspeccionando, si tu cuerpo o tu mente. Si confundes uno con otro, tropezarás.

Escuché atentamente. Aunque no soy una persona vanidosa, disfruto oyendo a mis amigos cuando hablan de mí.

– Mi vida es extravagante pero admisible -prosiguió-. La tuya es demasiado decidida y llena de peligros… Está bien ser serio, pero no entender la seriedad como una exigencia.

– Si lo que quieres decir es -repliqué-, que yo no tengo tu catolicidad de gustos, es cierto.

– Hay muchas exigencias -dijo-. La seriedad es sólo una de ellas. Pero me gustas, Hippolyte -añadió, sonriendo, mientras me pasaba un brazo por los hombros-. Tienes carácter, como una templada región americana o la gran catedral inacabada de Barcelona. Todo lo que haces eres tú. No puedes ser de otra manera. Es por esa razón que yo… te colecciono.

Aunque yo lo quisiera, no podía esperar que Jean-Jacques me encontrase precisamente divertido. Supongo que ésta fue la primera vez que me molesté con sus palabras.

Quiero ser yo mismo, más que cualquier otra persona en el mundo -declaré firmemente.

– Y esto es lo que eres, querido Hippolyte -dijo sonriente, acompañándome hacia la puerta del atiborrado café en el que nos sentamos aquella tarde de agosto.

Y sólo para demostrarme que era capaz de actuar fuera de carácter, que podía sorprenderme como yo jamás podría sorprenderle a él, aquella noche me llevó a su habitación.

Este imprevisto «encuentro» no modificó nuestras relaciones. Nos despedimos amistosamente. Pero aunque el experimento no se repitió, me consternó la ligereza de Jean-Jacques, e hice la solemne promesa de mantenerme en guardia contra él. Nunca sentí la tentación de discutir sobre Frau Anders con mi amigo, porque era naturalmente discreto. Jean-Jacques, en cambio, era muy indiscreto. Siempre tenía una nueva historia que contarme acerca de su última conquista o su último entusiasmo, discutía sus escapadas sexuales -como su pobre infancia, su carrera de boxeador, sus robos, cualquier cosa menos sus libros- pródigamente, sin reservas, y supe, con gran sorpresa de mi parte, que a menudo era impotente. A través de estas confidencias, yo aumentaba mis elementos de juicio acerca de sus gustos poco naturales y su vida desarreglada, pero aunque disentía de la curiosa teoría de Jean-Jacques sobre la homosexualidad, según la cual esa práctica tenía tanto de culpa como de humor, de rebelión como de convención, nunca estuvo en mi ánimo interferir con la felicidad de los otros. Esta, como recordarán, fue una de las máximas que había decidido en primer lugar, durante mis aventuras intelectuales. Y Jean-Jacques me pareció un hombre feliz.

Tal vez, yo hubiera podido imaginar que su cínica virilidad era en parte fingida: había algo en sus pequeños ojos y ancha frente, un indicio de mala salud -pero no, esto era falso-. Estaba en perfecto estado de salud. Yo, por el contrario, aparentaba la buena salud que proviene de una infancia bien nutrida y mi cuerpo confirmaba la apariencia. El lector puede imaginar acaso que yo no experimento dificultades del tipo de las de Jean-Jacques. A pesar de lo extravagante de la situación, no me sorprendería saber que pierdo ciertas cimas de satisfacción en el curso de mi tranquila potencia.

Nunca sufrí, durante los períodos de abstinencia sexual. En ausencia de Frau Anders, me ocupé de la lectura y la correspondencia, con ocasionales participaciones en la vida nocturna de Jean-Jacques, y en constante meditación sobre mis sueños.

Hice inventario de mis posesiones. Tenía un modesto y aceptable guardarropa -nada para tirar-. Pensé vender mis libros. Pero no me había librado del hábito de leer un fragmento cada día. Con los muebles era diferente. Todo, excepto lo más necesario, una cama, una consola, estanterías para libros, lo di a mis compañeros de estudio. Hasta la silla, ya que podía sentarme en la cama. También dispuse de las pocas pinturas que poseía y de la flauta que había comprado después del primer sueño. Más tarde me deshice también de la cama, y dormía sobre una esterilla que enrollaba cada mañana y metía en el armario durante el día. Me preocupaba también por el mantenimiento adecuado de mi cuerpo, que nunca descuido ni estoy tentado de olvidar. Durante aquella época me gustaba dar largos paseos y me pareció que cualquier cambio de escenario reanimaba mis energías demasiado fáciles de disipar. Para suplir mis paseos, Jean-Jacques sugirió un programa de ejercicios como los que se practican en Oriente, que podría hacer en mi propia habitación. El propósito de estos ejercicios no tenía nada que ver con el vanidoso deseo de fortalecer el cuerpo. No guardaban relación con él, su objetivo era alcanzar un perfecto control sobre él. Pretendían, por medio del cuerpo y dirigidos a la mente, producir un estado de vigilia sin contenido, un estado de vaga levedad. Pero fue sobre todo la idea de los ejercicios lo que me atrajo; quizá por eso no llegué a alcanzar un buen grado de aprovechamiento. Nunca tuve éxito en el control de mi digestión, ni de mi esfínter anal, de modo que pudiera vomitar, excretar o ingerir voluntariamente. Aun después de haber abandonado los ejercicios, con frecuencia me imaginaba a mí mismo haciéndolos, llevando un ajustado bañador de lana negra.

Practicaba regularmente un ejercicio menos agotador, de mi invención, y lo realizaba con un invisible instrumento electrónico. Me sentaba, muy quieto, tratando de encontrar la postura correcta, la exacta disposición de mis piernas y brazos, a fin de tocar todos los nódulos invisibles e impulsar la corriente. A veces no era un instrumento electrónico el que yo tocaba, sino un impalpable instrumento de viento, como una flauta. Entonces debía descubrir dónde iba a poner la boca, dónde estaban los agujeros y la partitura.

Tuve menos éxito, en mi preocupación por el cuerpo, ensayando regímenes dietéticos. Sabía que algunas sectas religiosas prohíben a sus miembros ingerir comidas sazonadas, picantes y toda clase de carnes y bebidas tóxicas. Decidí comprobar si estas leyes me eran aplicables. Durante algunas semanas no comía más que arroz y fruta, mientras que en otros períodos comía únicamente los alimentos prohibidos. En ningún caso observé cambios significativos en las sensaciones de mi cuerpo.

Un día se me ocurrió que no había razón para reprocharme a mí mismo por no cumplir todos los ejercicios. Después de todo, ¿cuáles son sus funciones? Los ejercicios son un método para eliminar el pensamiento, para dedicarse a lo más vacuo, pero ¿no era éste el propósito de la meditación sobre mis sueños?

La sustitución se confirmó, mediante la recomendación del libro de ejercicios que Jean-Jacques me había dejado: una vez logrado el dominio del cuerpo, estar totalmente quieto, seleccionar un punto y concentrarse en él. Este acto de concentración es el clímax real de los ejercicios. Concentrarse sobre un punto en particular es algo que despeja o elimina cualquier otro pensamiento.

La mente se abre y la luz brilla en su interior. Según el libro de ejercicios, el punto de concentración puede ser tanto una pequeña parte, situada en cualquier lugar del propio cuerpo, como un pequeño objeto de la habitación. Pero ¿no era esto lo que había estado haciendo? Yo tenía algo mejor que mi nariz o mi ombligo o que un paisaje en la pared. Tenía mis sueños.

Me volví ahora hacia mis sueños con una nueva exigencia. Si tenía que concentrarme en mis sueños como sustitución de los ejercicios o del ayuno, quería que se presentasen desnudos, y taciturnos. Pero fui desobedecido; no eran lacónicos, sino llenos de conversaciones. Pensé qué podía hacer para contener la locuacidad de mis sueños.

Me atreví a esperar que alguno de mis sueños fuera totalmente silencioso, tal como Jean-Jacques había sugerido. Pero para esta gran superación, sentí que necesitaba modelos. Encontré un modelo en una de mis diversiones favoritas, el templo de los sueños públicos, el cine. Las películas ya eran habladas en aquel tiempo, pero en las salas más atrasadas todavía podían verse viejas películas, afortunadamente mudas. La lectura de libros de medicina me brindó un nuevo modelo, en los capítulos sobre afasia. Yo quería emular a los que oían la voz, el sonido de la conversación, pero no las palabras. Para un afásico, las palabras no se pronuncian ellas mismas. A pesar de que estaba aún muy lejos de poner en práctica todo esto en mis sueños, llegué a entender que las palabras coartan los sentimientos que intentan encarnar. Las palabras no son el vehículo apropiado para una elevación general que destruye la vieja acumulación de sentimientos.

Supongo que se me podrá considerar una persona terca. Pero mi terquedad no es superficial o pretenciosa. Yace en lo profundo y se comporta con deferencia y humildad. Por lo menos, yo no era de mente estrecha, la causa más corriente de la terquedad. De haberlo sido, no hubiera continuado hablando con mis amigos.

– Querido Hippolyte -me dijo Jean-Jacques una tarde, mientras paseábamos a lo largo del bulevar-, has hecho el voto de ser absurdo y no un solo voto, sino muchos. Haces votos como un pobre ansioso comprando arriesgadamente en un gran almacén. Cada vez estás más y más en deuda contigo mismo, has llegado a la bancarrota. ¿Qué sentido tiene encumbrarse a sí mismo de esta manera?

Le expliqué a Jean-Jacques que su metáfora era equivocada.

– No estoy interesado en comprar o poseer nada -dije-. Estoy interesado solamente en las posturas.

– En ese caso, te aconsejo que rompas con tu postura y bailes. Te contemplas demasiado a ti mismo. Este es el principio de todo el absurdo. Mira a tu alrededor. El mundo es un lugar interesante.

Le repliqué que esperaba que alguien interpretase mis sueños.

– No hay explicaciones -dijo él-, del mismo modo que no debería haber votos ni promesas. Explicar una cosa es hacer otra cosa, con lo que sólo conseguiremos desordenar más el mundo. ¡Qué ciegamente inútiles serán tus explicaciones cuando finalmente te aposentes sobre ellas!

– Pero tú, Jean-Jacques, tienes tu vida llena de inútiles pasiones y placeres contradictorios.

– No es lo mismo -dijo-. Déjame que te cuente una historia que lo aclarará. Conozco a dos pacifistas: uno es un hombre que cree que la violencia es incorrecta y actúa de acuerdo con sus creencias. Se ha confirmado a sí mismo como pacifista y esto es lo que es. Actúa como pacifista porque lo es.

– ¿Y el otro?

– El otro hombre reniega de la violencia en cualquier situación y, por consiguiente, sabe que es un pacifista. Este es pacifista porque cree que actúa como tal. ¿Ves la diferencia?

– No la veo y nunca ha sido mi costumbre pretender entender más de lo que entiendo.

– Mira -dijo-. Yo soy un escritor, ¿no es cierto? Sabes que escribo cada día. Sin embargo, mañana puedo no escribir, o no escribir nunca más a partir de mañana. Soy un escritor porque escribo. No escribo porque sea un escritor.

Pensé que lo había comprendido, y me sentí descorazonado por la distancia que Jean-Jacques ponía entre nosotros.

– Pero me has dicho que ibas a explicar una historia -dije, dejando de lado mis pensamientos melancólicos-. Hasta ahora sólo has introducido dos personajes.

– La historia es que el hombre que era pacifista porque actuaba como tal mató ayer a su mujer. Esta mañana estuve en el juzgado, cuando se le tomaba declaración.

– ¿Y el otro?

Rió.

– El otro todavía es un pacifista.

– ¿Y tú ves alguna… belleza… en el asesino que violó sus principios?

Otra vez me sentí vencido.

– Belleza no. Sólo vida. ¿Acaso no comprendes que aquel hombre nunca actuó fuera de sus principios? El no había formulado ningún voto, tampoco lo he hecho yo. Por lo tanto, nada de lo que haga es inútil o contradictorio, como pensabas hace un momento. Eres tú quien está fragmentado, dividido.

– El lenguaje actúa así sobre mí -murmuré, como hablándome a mí mismo-. Mis sueños son demasiado conversadores. Tal vez si yo no hablara…

– No, no, no te investigues como has estado haciendo. Es mucho más simple. Todo lo que tienes que hacer es hablar sin tratar de prolongar la vida de tus palabras. Por cada palabra dicha, otra debe morir.

– Entonces, debo aprender a destruir.

– Tampoco destruir. -Empezaba a exasperarse conmigo-. La vida ya se ocupará, si no está diluida por un exceso de vida.

– Quiero mejorar la mezcla, pero tú dices que estoy fermentando un ácido.

– Exactamente -dijo-. Pero sabes, no es bueno decirte estas cosas. ¡Ah! Podría contarte muchas cosas… Escucha, si te digo algo, ¿prometerás no aferrarte a ello como si fuera un nuevo elemento que puedes introducir en tu condenado juego de reglas para gobernarte a ti mismo? Promete, por favor.

Lo prometí.

– Uno debe estar siempre sumergido. Pero nunca en una sola cosa. -Hizo una pausa-. Dime, ¿esto no parece una regla?

Reconocí que era así.

– Pero no lo es, no necesita serlo. Imagínate que la inmersión no es una regla o un voto para actuar, obligándote a diversificar tus gustos y diversiones, sino algo que descubres cada día sobre ti mismo. Cada día, tú -mejor dicho, yo-, descubro que estoy absorto, sumergido en algo o en alguien.

– Pero, ¿no piensas nunca lo que puedes hacer con tus descubrimientos? ¿No te sucede que uno supera a los demás y hace que quieras cambiar tu vida?

– ¿Por qué iba yo a querer cambiar mi vida? -dijo- ¿Porque no puedo tener todo lo que quiero? ¿Ves -sonrió picaramente- cómo las abejas van directamente a la miel?

¿Era ésta otra escena de seducción? Mejor cambiar el tema.

– Creo, con todo -dije lenta y solemnemente- que uno debe estar siempre sumergido. Como tú, Jean-Jacques. Pero el resto no puede decidirse. Mi temperamento es mucho más serio que el tuyo, y pienso que estamos de acuerdo, pero no me caricaturices como un hombre que decide todo sin sentir nada. Te aseguro que soy un hombre de sentimientos.

Pensé tiernamente en Frau Anders.

– No, pequeño Hippolyte, tú no decides nada. Tú persistes atrozmente en tus sueños. Dejas que influyan en tus actos, sólo porque has decidido ser el-hombre-que-sueña. Eres como el hombre que descubre un tronco en su camino y, en lugar de apartarlo, llama a una compañía constructora para que ensanche el camino. Vas a tropezar -dijo a mis espaldas, mientras me alejaba.

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