Un día recibí la visita del marido de Frau Anders. Para ser más exacto: de Herr Anders. Ahora que su esposa no estaba ya a su lado, este hombre merecía el reconocimiento de su propia identidad. Sin embargo, para mí seguía siendo su marido, aún ahora, ya que todo lo que sabía acerca de él (principalmente por Frau Anders) era que tenía un agudo olfato, que su hobby era la taxidermia y que sospechaba que él nunca le había sido infiel. Lucrecia, su hija, prescindía totalmente de su existencia.
Quedé atónito al ver quién estaba en mi puerta, puesto que supuse que recibiría una tormenta de reproches o, por lo menos, una historia de soledad y miseria. Si él la amaba realmente, ¿cómo podía demostrarle a Herr Anders que el desplazamiento de su mujer a la tierra de su deseo era tan beneficioso para él como para ella? Pero no parecía irritado, sólo incómodo. Le rogué que entrara.
Sin ceremonial alguno, puesto que tenía la apariencia de un hombre muy ocupado, me comunicó el motivo de su visita. Supe que creía que su esposa se había retirado a un convento de monjas; no tenía ninguna duda de que aquel santo deseo debía respetarse. Cuando le pregunté cómo había llegado a esta idea, me habló de una carta que había recibido seis meses después de su partida. Me dijo también -y parecía sorprendido de que yo no lo supiera- que en aquella carta Frau Anders hablaba de mí como su consejero en el mundo, el ejecutor, por así decirlo, de sus deseos terrenos, su intermediario. Aunque toda esta historia del convento me pareció un chiste algo malicioso de Frau Anders, me creí en el deber de cumplir sus deseos, y le pregunté cómo podía llevar a término mi misión.
Herr Anders tenía un mensaje que transmitir a su esposa, pero como él desconocía su paradero, me pidió que me comunicara con ella. Deseaba contraer nuevo matrimonio.
– Pero -repliqué algo desconcertado-, no sé exactamente dónde está. Han pasado varios años y…
– ¡Por favor! -se dirigió a mí implorando-. Sé que puedo divorciarme a causa de su deserción. Pero quiero que ella lo sepa, ¿comprende? No quiero casarme sin su consentimiento.
No entendía, y por tanto no sabía qué decir.
– Si Dios le ha dado una vida mejor -añadió lentamente-, yo no quiero inmiscuirme en su felicidad.
Se me ocurrió que Herr Anders pensaba estar adquiriendo mentalidad religiosa.
Guardé silencio por un momento. El marido de mi perdida amiga me miró extrañamente; una mirada de aprensión que se convirtió en animosidad apareció en su rostro.
– Me está escondiendo algo -dijo amargamente, y se apoyó contra la pared (no tenía sillas en la habitación y no me atreví a invitarlo a que se sentara en el suelo), y esperó mi respuesta.
Decidí contarle una parte de la verdad.
– Sí, estoy escondiendo algo. Por mi voluntad, le diría todo, pero estoy convencido de que su esposa no lo desea así. De lo contrario, ¿por qué no le ha dicho ella misma dónde está?
– Explíqueme -dijo.
– ¿Tiene la impresión -empecé con cautela- de que su esposa nunca demostró ninguno de los síntomas normales de vocación religiosa?
– ¿Por qué me pregunta esto? Debo creer que sí los tuvo, pero también que fui demasiado ciego para verlo. Posiblemente usted ignora que ella está en un convento y, a propósito, no quisiera que este hecho fuera divulgado. Sin duda estaba muy molesta y descontenta, especialmente en los últimos dos años de nuestra vida en común. Y éste es un signo de que estaba a punto de tomar una gran decisión. -Su mirada se hizo agresiva-. ¿Por qué? ¿Cree que uno puede ser devoto sin tener vocación para ello? ¿Sospecha que hay alguna insinceridad en la vida de mi mujer? ¿Es esto lo que trata de decirme?
– No -repliqué-. No creo que haya ninguna insinceridad, pero hablo de algunos gustos, ciertas inclinaciones e ideas que usted quizás no conoce…
– Tenga la bondad de hablar claramente -exclamó-. ¿Qué ha hecho ella? ¡No pienso responsabilizarme por ninguna de sus idioteces o extravagancias!
– No, no -dije, tajantemente-. No lo comprende. Pero, ¿cómo puede pensar eso? Sé que no me he expresado con claridad. Lo que quiero decir es que…
– Si no habla claro, le…
Estaba enrojeciendo y agarraba su sombrero con fuerza.
– ¿Le dijo a qué convento se ha retirado? -pregunté.
– No.
– ¿Y por qué se lo imagina? -pregunté cautelosamente.
– ¡No imagino nada! ¿Qué quiere usted de mí? -En su imaginación -proseguí-, ¿ve desnudas celdas encaladas, crucifijos, oraciones a las cinco de la madrugada, una superiora severa, una campana que suena en cuanto los visitantes piden ser recibidos? -Lanzó un rugido de rabia, de modo que terminé rápidamente-. Bien, pues no es así -dije-. Como usted sabe, Frau Anders no es particularmente católica. Si está en un convento, es un convento del Islam.
– ¿Cómo, si está en un convento…? ¿Por qué habla de una manera tan cobarde? No tenga miedo de hablar. -Sacó su pañuelo-. ¡Islam! -Respiró pesadamente, hasta el fondo de sus pulmones, y se sentó en el suelo-. Es increíble. Horroroso. No me extraña que no se atreviera a decírmelo. ¿Le ha dicho usted esto a alguien?
– No.
– ¡Paganismo! ¡Dios mío! ¿Por qué no se conforma con el ateísmo? ¡Para cualquier otra persona es suficiente! ¡Hubiera podido seguir siendo judía perfectamente!
Mi descontento crecía ante su indignación. ¡Qué hombre tan aburrido! Sin embargo, me sentí inclinado a facilitarle el conocimiento de la verdad, si Frau Anders lo quería así.
– ¿Quiere que le dé su dirección? -dije poco después-. Tengo la dirección del último lugar donde la vi.
– No sé si ahora quiero saber… Sí, démela, tal vez le escriba. Parece poco importante, ya -continuó murmurando-. ¡Si supiera lo mucho que la he admirado!
A pesar de toda su pomposidad, parecía terriblemente afectado cuando se levantó y se puso el sombrero. Alcancé mi maleta, tomé la dirección del mercader y se la copié.
– Sólo una palabra -dije, mientras aguardaba en la puerta-. ¿Ha sido usted feliz sin ella? Puede hablar sinceramente conmigo.
– ¡Insolente! Ya sé lo que ha sido usted para ella -me miró desafiante y empezó a reír violentamente hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos-. Nunca he sido feliz. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
Después supe, por Lucrecia, que Herr Anders escribió a su esposa, a la dirección que le di, pidiendo la anulación de su matrimonio, y que ella le contestó concediéndosela. También supe, poco después, que él se había casado. A menudo me he puesto a pensar si ahora sería feliz, pues no creo que exista quien no pueda ser feliz de alguna manera. ¿Era feliz, Frau Anders? Me inclinaba a pensar que sí. Por lo menos estaba viva, sana y deseando estar donde estaba. Debo confesar que sin saber nada más de su suerte, la envidiaba. Había logrado su libertad, que coincidió con la satisfacción de su fantasía, mientras yo permanecía encadenado a la interpretación de la mía. Mientras Frau Anders estaba lejos, en el desierto, divirtiéndose con su amigo moro, yo estaba en mi habitación, con una oreja sobre la almohada, atento a mis sueños.
Frau Anders quería ser liberada, de modo que yo la había arrancado de su vieja vida, confinándola en la nueva. Yo también quería liberarme confinándome. Por eso disfrutaba con mi trabajo en el cine. Actuar en las películas me daba la sensación de estar absolutamente utilizado, desplegado, sabía que éste era el modelo de mi salvación. Pero mis necesidades eran tales que un cambio externo de vida -la elección de una mujer dominadora, o una vocación absorbente- no bastaba. La esclavitud debía ser interna. ¿Eran mis sueños, entonces, la autoridad que buscaba? Había tratado de obedecerlos, pero sus dictados eran muy contradictorios.
A mi alrededor veía a mis amigos expresando preferencias, eligiendo posibilidades. Hasta Herr Anders vio el final del juego y se protegió a sí mismo. Yo no estaba por encima de la elección de felicidad, por la que podía hasta sacrificar algunas de las peticiones de mis sueños.
Esta es la única manera de explicar una relación que inicié aquel año, con una inteligente joven llamada Mónica. Algunos amigos nos habían presentado con la esperanza de que llegaríamos a comprendernos, porque (aparte del trabajo en el cine, que mis amigos creían con razón que ejecutaba con espíritu amateur) tenía aún la injustificada reputación de ser un hombre de ideas, en pocas palabras, un escritor que, por las razones que fuera, no escribía. Y Mónica era una persona apreciativa y literaria. Creo que nuestros amigos pensaron también que Mónica ejercería una buena influencia sobre mí, pues tenía un carácter seguro y un sentido de la vida generoso y nada complicado. Provenía de una familia pobre y decente, con muchos hijos; su padre era funcionario del ministerio de finanzas, y su madre, maestra; había crecido en la capital y no conocía más vida que la de los largos bulevares, abarrotados apartamentos con olores de cocina, butacas de gallinero en el teatro, oficinas regidas por hombres malhumorados en mangas de camisa, sentados frente a sus máquinas de escribir, y empleados de gruesas medias que andaban de arriba para abajo, revolviendo archivos. Por profesión, tenía la de funcionaría de buenas causas. Había estado empleada durante varios años en un semanario de izquierdas de corto tiraje. Ahora trabajaba en una organización dedicada a la emancipación de los pueblos coloniales, para la que escribía artículos, organizaba la correspondencia y pronunciaba discursos. Pronto observé que las opiniones políticas radicales de Mónica no habían minado su fe en las instituciones oficiales. El matrimonio, el servicio social, las cortes, la prensa, las escuelas, el ejército, no la desilusionaban seriamente, nunca se le ocurrió que su pasión por la justicia no podría transmitirse mediante las líneas de comunicación establecidas y a través de las instituciones oficiales, que no consideraba malas, sino mal orientadas. Como recordará el lector, era una década en que el descontento político, entre los europeos, asumía frecuentemente formas de compromiso mucho más radicales que las que pretendían realmente; sin embargo, hay que señalar que Mónica, a pesar de su temperamento moralizante, no se afilió a ningún partido político donde, por lo menos durante un tiempo, hubiese sido mucho más feliz, es decir, mucho más racionalmente utilizada. Al principio me pareció encantadora la intransigencia de Mónica, pero pronto empecé a sospechar que su actitud respondía más a confusión que a integridad. Los mismos rasgos aparecían en sus hábitos personales, que eran una mezcla de conciencia burguesa y mal gusto proletario. Sus pasiones privadas eran los niños, la haute cuisine y las celebridades; y, aunque se resistía por todos los medios a la maternidad, sólo preparaba carne supercocida y unos pedazos de queso, cuando comía en su apartamento, y ninguna celebridad quería casarse con ella, estas aficiones permanecían inalterables.
No quiero parecer paternalista cuando hablo de Mónica, pues no lo era ni tenía derecho a serlo. La extraordinaria capacidad de conservar sus pasiones y convicciones intactas, a pesar de su situación objetiva en el mundo, ¿no era curiosamente parecida a la mía?
Durante esa época, me sentía bastante solo y lleno de concesiones a mí mismo. A pesar de la aparente seguridad acerca de mis juicios y gustos y la confianza en el tortuoso modo de vida que había elegido, sucumbía ante momentos de duda, y en otros llegaba hasta a compadecerme a mí mismo, por la condición de exilado de las tareas ordinarias de la comunidad. Así me encontraba, después de una década de vida adulta, habiéndome educado a mí mismo y sostenido conversaciones con mucha gente interesante; habiendo tenido una amante y aprendido cómo hacerla feliz, aun al precio de perderla para mí; habiendo emprendido una carrera. Sin embargo, sabía que realmente no me había entregado a ninguna de estas actividades, que sólo una, que no podía compartir con nadie -mi dudosa búsqueda de la sabiduría a través de los sueños- realmente me importaba. Experimentaba los dilemas y los conflictos del autodidacta. (Esto, por lo menos, compartía con el artista -en el sentido opuesto al de profesor, de político, de general, de burócrata, de esposa.) Nadie me obligó a dedicarme a los sueños y debía cargar con mis propias dudas sobre el valor de mi vocación, además de la desaprobación de mis parientes y amigos, que me juzgaban como un libertino excéntrico. ¿Estaba cualificado para ello?, me preguntaba a menudo. ¿Estaba perdiendo mi tiempo? ¿No le proporcionaba placer a nadie, ni siquiera a mí?
Mónica, querida Mónica, Mónica, Mónica, de largas manos y despejadas sienes, restableció una parte de la confianza en mí mismo, aunque sabía que no era ésta su intención, ya que discrepábamos con frecuencia e intensidad. Ella criticaba mi forma de vivir, la desnudez de mi habitación, mi falta de interés por la política, mis distantes relaciones con la familia. A través de sus críticas, tan ingenuas y formales que podía considerarlas seriamente sin llegar a ofenderme, empecé a discernir entre lo necesario para mi vocación de autoconocimiento y lo superfluo o exagerado. También descubrí varias incongruencias importantes, que hasta ahora había mantenido conmigo mismo. Por ejemplo, siempre me había vestido cuidadosa, impecablemente, con trajes cortados por un buen sastre que mi padre me había recomendado al trasladarme a la capital. ¿Cómo podía conciliar mi gusto por los trajes grises, limpios y recién planchados, calcetines grises, zapatos negros, pañuelo y sombrero (en lugar de suéters, pantalones viejos, botas y un equipo por el estilo), con la parquedad de mi mobiliario y la austeridad de mi dieta? Supuse que la dieta y la desnuda habitación eran un simple capricho, y permití que Mónica me persuadiera de trasladarme a un apartamento amueblado próximo al suyo, y también que contratara una sirvienta que venía a limpiarlo dos veces por semana. Yo, a cambio, convencí a Mónica de que no podía admirar los buenos alimentos y elogiar las glorias de la cocina nacional si no hacía un esfuerzo en su propia casa. Juntos, conseguimos varios libros de cocina y pasamos muchas horas agradables comprando hierbas y estudiando recetas de las especialidades provinciales en su cocina, que ella saboreaba sólo con un poco más de gusto que yo… Mis intentos, comienzos, titubeos -y, ¿puedo añadir?, anhelos- e una vida más normal, ahora me parecen patéticos. Pero yo creía en ellos sinceramente, y demuestran la falta de arrogancia, si no de inteligencia, con que seguía mi búsqueda. Me gustaba mi nuevo apartamento, y comprendí que no estaba hecho para vivir en una sola habitación. Encontraba placer, y también un paso adelante en mi autoelucidación, en la persona de Mónica. Pero nunca supe seguro por qué Mónica se vinculó a mí. ¿Me quería por mí mismo, o por las personalidades que yo conocía en el mundo del cine o en cualquier otro medio? Me presentó a su antiguo amante, un fornido revolucionario africano en exilio, llamado Tububu, y los tres pasamos muchas noches discutiendo sobre la posibilidad de una revolución justa y de la transformación de la sociedad por vías políticas. En cambio, yo le presenté a Jean-Jacques, cuyos libros se estaban haciendo famosos; lo tachó de reaccionario y egoísta y él se mostró muy divertido con ella. También la llevé a conocer a Larsen, el director escandinavo, y observé que me hubiera cambiado por él, si él hubiera demostrado algún interés.
Hacer el amor con Mónica era atlético, prosaico y falto de fantasía. Aunque no sentía ningún deseo de informarla sobre el cine o mi vida privada, me encariñé con ella. Parte de mi emoción era ternura fraternal, nacida de nuestro mutuo esfuerzo por superarnos; otra parte, era un sentimiento de amante más mercurial. Experimenté inconfundibles síntomas de celos en presencia de Tububu, a quien, sin embargo, apreciaba, y también cuando observé que ella deseaba un romance con el biencasado Larsen. Pero yo no podía reprochar a Mónica su infidelidad emocional hacia mí. El amor de los famosos, como todas las fuertes pasiones, es bastante abstracto. Su intensidad puede medirse matemáticamente y es independiente de las personas. Mónica no me rechazaba como tal. Sólo que yo no había llegado tan arriba como otros en el escalafón de la fama. Nuestra conversación con Tububu clarificó mis ideas sobre los actos revolucionarios, que habían empezado a tener forma durante las entrevistas con Jean-Jacques. Como ya dije, a veces he soñado en ser agente de una revolución todavía no nombrada y estaba ansioso por contrastar mis ideas no políticas con cualquier idea política.
– Están acabados, ustedes, los blancos -exclamó Tububu-. No tienen capacidad para la violencia inconsciente, ni para el cambio.
Yo no podía dejar de mirar las profundas cicatrices simétricas que surcaban sus negras mejillas, como si esto probara que él sabía algo que yo no sabría jamás. Mónica protestó con amabilidad. -Sé que las reivindicaciones de tu pueblo son justas -dijo-, pero seguramente el país que hizo nacer las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no puede seguir siendo un país opresor.
Quizás Tububu estuviera en lo cierto. Sin duda, Mónica era ingenua. En los países negros la justicia puede asegurarse por la violencia común; cuando el opresor es un extranjero, la violencia es, por lo menos, plausible. Pero otras cosas, además de la justicia política, han sido ya abolidas en Europa, y aquí la violencia es una forma de suicidio ineficaz. Observen la historia de mi país en los últimos dos siglos. Primero hubo una revolución que destronó a la Iglesia e inventó un nuevo culto, el culto a la Razón, personificado por una deidad. Desde entonces, ha habido otras revoluciones. Sólo en el último año, se firmaron centenares de peticiones, se confiscaron varios periódicos y se efectuó un llamamiento a la huelga general. Los estudiantes pintaron consignas en las paredes, la policía marchó sobre el parlamento vociferando consignas antisemitas. Dos ministros del gabinete se refugiaron en embajadas extranjeras. Llegaron los paracaidistas del sur. Y ya hemos visto qué poco resultó de esta conmoción. Se editaron nuevos libros de texto para los escuelas, aparecieron caras nuevas en los periódicos. Varios cafés, los lugares de reunión de los elementos subversivos, han sido cerrados. Los controles de identidad por parte de la policía, en plena calle, son mucho más frecuentes. Aparte de eso, todo sigue igual, bastante igual.
En Europa, estas insurrecciones públicas ya no cambian nada. Sin embargo, la opción revolucionaria en sus formas políticas puede todavía cuajar entre los pueblos negros. Nosotros debemos prever un futuro de revoluciones más apropiadas y peligrosas que las políticas. Quizá las revoluciones en el futuro serán revoluciones de personas solas, ejemplificando no el culto a la razón sino el culto a la vida privada, cuya adoración se personifica en un monigote… Es obvio que no podía convertir a Mónica a mis ideas. Los actos privados no le parecían importantes, salvo cuando podía medirlos con standards públicos -hasta el encanto personal necesitaba la confirmación pública de la fama, para afectarla.
Un incidente que narraré demuestra nuestras diferencias. Una tarde íbamos caminando hacia su apartamento: alguien escupió desde una ventana, y un esputo aterrizó en la acera, a un paso de nuestros pies. Nuestras reacciones contrastaron profundamente.
– ¿Cómo puede la gente hacer cosas así? -exclamó Mónica.
– Gracias -dije yo, dirigiéndome hacia arriba.
– ¿Qué significa esto? -dijo ella, indignada-. Ese hombre no tiene ninguna consideración con los demás, y ésa es la fuente de todos los males.
– No digas tonterías -dije-. Sólo ha distribuido una pequeña parte de la mismísima sustancia de su cuerpo, y por consiguiente ha reorganizado, aunque trivialmente, el orden del universo. Ha hecho que algo suceda con la máxima economía y los medios disponibles más reducidos. Ante este acto modelo, debemos estar agradecidos y no mostrarnos tan escrupulosos.
– Sigo pensando que es desagradable.
Mónica nunca escuchaba realmente.
– Este es el problema con las revoluciones que tú y tus colegas estáis fomentando. El derroche de medios, muy profuso, pero completamente pobre el efecto.
Mis opiniones se confirmaron cuando, poco después de este incidente, Mónica quedó embarazada. La animé a tener el niño, y le aseguré que dispondría de mi ayuda para mantenerlo. Tan gran resultado -un nuevo hombre caminando sobre esta tierra- de un acto tan pequeño como nuestras higiénicas uniones parecía algo apropiado. Pero Mónica quería continuar dedicándose a mayores empresas, y con un gesto muy severo rechazó mi propuesta.
Un día Mónica me anunció que había recibido una carta.
– Una carta muy extraña y muy abstracta -dijo fríamente-. Es de una mujer que dice que tú estás en deuda con ella y que también ella te debe algo a ti.
– Déjame ver el matasellos -le pedí, algo nervioso.
– ¿Por qué? Es de aquí, de la ciudad -replicó-. ¿Quién es ella? -Como no le respondiera, se puso a sollozar-. Es otra mujer. Estás jugando con mis sentimientos. Esto no es justo.
No había razón para explicárselo a Mónica, si la mujer era quien yo pensaba. Le pedí que me mostrara la carta, que decía lo siguiente:
«Mi querida joven», empezaba. «Usted está en este momento en íntima relación con un joven amigo y protegé mío, quien está considerablemente en deuda por mi amistad y mi amor. Pero también yo le estoy en deuda, lo cual él comprenderá cuando le hable de esta carta. Debe comprender que yo no le escriba directamente, pues no quiero interferir en el amor que siente hacia usted. El amor es todo lo que las mujeres poseemos. Pero le ruego que interceda ante él, para que podamos vernos durante una hora. Tengo algo que mostrarle.» Después seguía una dirección de la ciudad y una hora para la cita, a la noche siguiente, y la firma, «un fantasma».
Temblé, debo confesarlo, ante la misiva y la visión de aquella familiar, aunque deformada, caligrafía; era una señal inequívoca, como la mirada de inquietud en un rostro empolvado, con rouge y máscara; la misma caligrafía de la carta a Lucrecia. No puedo soportar escenas o reproches, pero me consoló que la carta estuviera escrita en un tono tan suave y, poco a poco, me fui preparando para acudir a la cita.
Al siguiente día, cerca de medianoche, me presenté en la dirección que decía la carta, una desvencijada casa de madera junto a la estación del ferrocarril, en las afueras de la ciudad. Una mujer abrió la puerta vistiendo una holgada túnica árabe gris, que la cubría por completo, excepto los familiares ojos marrones, de expresión alternativamente dócil o imperiosa.
– Entra, mi caballero de la triste figura -dijo.
– No te burles -contesté con resentimiento- Dime cómo estás y qué puedo hacer por ti.
– ¿Te gustaría verme? -preguntó.
– Sabes que siempre me ha gustado -repliqué con deseo de complacerla, sacando el máximo partido de mi habitual candor.
Me dio la espalda, caminando hacia el otro lado de la habitación, hizo algo en su túnica, y descubrió ante mi asombro un deformado brazo lleno de cicatrices.
– ¿Te fijaste en mi caligrafía?
Asentí en silencio.
– Pues todavía hay más -dijo, y entreabrió su bata para dejarme ver brevemente las cicatrices y señales que cubrían su torso-. Y más.
Entonces se sacó la capucha y vi que la mitad de su cara estaba sesgada en una dolorosa mueca burlona.
– ¿Qué puedo decir? -murmuré-. ¿No estabas contenta antes de que te sucediesen estas calamidades?
– Sí, ¡claro! -replicó, componiendo su vestido-. Era feliz. El hombre a quien me abandonaste era un gentil amante. Solía visitarme tres veces por semana, entre las dos y las cuatro de la tarde, antes de ir a la mezquita. Estaba confinada en una pequeña habitación, y no podía hablar con nadie en la casa. Le tenía un miedo terrible. Pero por fin, cuando mi miedo cedió al placer, se cansó de mí y me vendió a un mercader que me llevó al desierto. Fue allí donde fui castigada tan visiblemente por mi falta de cooperación y de habilidad para vivir.
– Dime qué debo hacer -dije-. Ahora te toca a ti mandar y a mí obedecer.
– ¿Por qué? Haz conmigo lo que quieras -sollozó amargamente-. Recuerda sólo que soy tuya, para que tú dispongas de mí. Te advierto que seré algo difícil de manejar. Las mujeres son bastante durables, ya lo sabes.
– ¿Qué será lo justo? -dije como para mí mismo.
– ¿Justo? -exclamó-. ¡Nunca te había oído hablar así!
Le expliqué que quizás fuera la influencia de la joven que en ese momento era mi amiga, y que gentilmente, de un modo coaccionador, me estaba guiando hacia la normalidad.
– No creo que tú puedas hacer algo que sea justo -dijo-. Eso ya lo sé. Pero espero que hagas algo poético, maravilloso, mi Hippolyte. Sorpréndeme, confúndeme, revuelve mis sentidos.
La mirada seductora de sus ojos me alarmó y pensé en el rostro que me ocultaba.
– No puedo pensar tan rápidamente -dije al fin-. Dame cuarenta y ocho horas y te comunicaré mi decisión.
Intentó entretenerme para que me quedara, pero yo no la escuchaba.
– Acuérdate de mí -dijo tristemente, cuando ya me iba.
No volví a casa de Mónica, pues sabía que ella no sería de ninguna utilidad para mi problema. Regresé a mi apartamento y pasé aquella noche en vela; al mediodía siguiente busqué a Jean-Jacques en su café habitual.
– Tengo un problema -le dije.
– ¡Imposible! -respondió sarcásticamente-. No es posible que tú tengas problemas, Hippolyte. Todo lo que haces, crees que estás destinado a hacerlo, porque extraes los motivos de tus sueños.
– Ponte serio -respondí-. Supón que tienes un amigo…
– Un amigo -repitió de nuevo.
– ¡Escúchame! -dije exasperado-. Un amigo que tiene la posibilidad de vivir varias vidas. Consecutivamente quiero decir, no codo a codo, de día o de noche, como tú.
– Un amigo -repitió todavía.
– Y este amigo -proseguí, decidido a ignorar sus miradas- te pide que inaugures una nueva vida para él, porque has acabado con su vieja vida. ¿Lo harías? ¿O considerarías que ha muerto?
– Ten cuidado con Frau Anders -dijo Jean-Jacques-. Tendrás dificultades relacionándote con ella.
– ¿Es todo lo que tienes que decirme? -repliqué disgustado-. Deliberadamente, no mencioné su nombre. No porque deseara esconderte su identidad, sino porque deseaba que tú trataras mi problema seriamente, de un modo general.
– Te he dicho sólo aquello que tú no sabes, que es el único consejo que tiene valor.
– ¿Qué es lo que no sé?
– Que no te librarás de ella -exclamó.
Hubo un momento de silencio. Insistí:
– Alguien grita en mis sueños. Y le he dicho que a gritos nunca comprendo nada.
Naturalmente, aquel día no nos separamos como amigos. Supe que me encontraba verdaderamente solo ante este problema. Solo, a excepción del consejo de mis sueños. En esta ciudad, ¿qué vida podía vivir Frau Anders, con su cuerpo maltrecho y su pasado terminado? Sin embargo, no me sentía capaz de ordenarle que volviera con los árabes a sufrir más.
Afortunadamente, aquella noche un sueño vino en mi ayuda. Pues deben saber que, entonces, había aprendido ya a depositar una gran confianza en mis sueños.
Caminaba a través de una llanura nevada, en compañía de un monje barbudo. Le pedí que me enseñara a sobrellevar el frío sin sentirlo.
– No es ningún arte -replicó-. Eres tú el que debes aprender por ti mismo a sobrellevar el frío sin sentirlo.
Me tocó obscenamente con la mano. Lo rechacé indignado y le dije que eran mis pies los que estaban fríos.
– ¿Es esto lo que sientes? -me preguntó.
Yo comprendí que no tenía la menor intención de ayudarme y le pedí que me condujera ante el superior del monasterio. Mi acompañante llevaba unas botas blancas. Pensé que esto explicaba porque no había sido capaz de enseñarme a no sentir frío en los pies. Pero al mirar mejor, vi que no eran botas, sino un grueso vendaje. Me sorprendí, entonces, de que no cojeara.
Me llevó a la entrada de un edificio construido con bloques de nieve, como las habitaciones de los esquimales. Había una mujer vestida enteramente de blanco, a quien él se dirigió como a la superiora.
Me pareció que me habían llevado a una habitación de mi propiedad, pues me trajeron la comida servida en una bandeja. Recuerdo también que pensé que debía empezar inmediatamente a meditar, pero no podía dejar de mirar, con deseo de marcharme, a través de la alta ventana que se abría en una pared de la habitación.
Ahora me encontraba en una especie de parque, detrás de la casa. Era cálido y muy soleado. La superiora estaba allí, sentada delante de un gran piano, bajo un ciprés. Dirigía una clase de música. Cada uno de nosotros debía acercarse al piano y tocar un rato. Confesé no saber cómo tocarlo y otros hicieron igual. Pero ella insistió en que eso no importaba. Alguien se adelantó, al llegar su turno, con gran repugnancia y embarazo, y arrancó el himno nacional, con el índice de su mano derecha. Un segundo voluntario tocó vergonzosamente un himno hecho de acordes. Pensé que estas representaciones eran singularmente ineptas, pero empezaba a entender que aquí la ineptitud era una muestra de talento. Entonces llegó mi turno. Sabía que no podría tocar una marcha o un himno, ni siquiera una tonadilla, por lo que me limité a situarme ante el piano, golpeando varios grupos de teclas con los puños. Después de haber golpeado el piano, giré, inclinándome para saludar, y volví a mi sitio en la hierba, donde había estado sentado.
– Ahora -dijo la superiora, señalándome de una manera que me desconcertó- has aprendido la primera lección. ¿Cuál es?
– ¿Que todo es bueno? -murmuré.
– Correcto -dijo.
En la siguiente parte del sueño, yo estaba solo en el parque. La nieve había empezado a caer sobre el césped verde. Me pareció peculiar y traté de recordar si estábamos en invierno o en verano. Esperaba encontrar de nuevo allí a la superiora, porque estaba descontento con mi actuación y preocupado por no haber expresado mis sentimientos reales. Sabía que no había faltado conscientemente a la sinceridad. Creía lo que impulsivamente declaré, pero ahora ya no lo creía. La afirmación «todo es bueno», no me parecía correcta. Ensayé: «nada es bueno». Esta parecía algo mejor, pero no satisfactoria aún. Entonces pensé «algunas cosas son buenas», pero ésta era peor aún, de hecho, imposible.
La nieve había adquirido tal altura que mi pie se hundía hasta el tobillo. Los otros se habían refugiado bajo el alero de la casa y yo decidí entrar. Pasé por encima, dando saltos para rehuir la humedad de sus ropas. Aquello parecía una danza. Pude advertir también cierto olor, además del ácido tufillo que desprendía la lana mojada, un olor que parecía una mezcla de antiséptico y desinfectante, similar al que flota en los corredores de los hospitales públicos. En medio del desorden, la superiora reagrupó ahora la clase y llamó al siguiente concertista. Me correspondía un nuevo turno, aunque ya había tocado antes. Para parecerme más a mis compañeros bailarines-estudiantes, incliné mi cuerpo hacia adelante, giré sobre mí mismo e hice movimientos mímicos mientras llegaba al piano. Pero una vez allí no supe qué hacer, de modo que trepé sobre el piano, quité el soporte que mantenía levantada la tapa y me encerré dentro.
– Estamos ahora en condiciones de usar todos los recursos del piano -oí decir entonces a la superiora, mientras yo me movía en la oscuridad, buscando una posición cómoda entre las cuerdas y los martinetes. Oí que daba instrucciones a alguien, ordenándole usar la derecha, la izquierda y el centro del piano simultáneamente. Su voz se fue acallando mientras iba arrastrándome hacia el interior del piano. Entonces vi, agazapado en una esquina, a un pálido joven de pequeños bigotes, que me preguntó qué día era. Cuando le dije que era domingo, se puso a llorar.
– Bueno, puede ser el día que quieras -le dije.
Y tratando de consolarlo, como hubiera hecho con un niño, le mostré un agujero en el suelo de la caja y le animé a explorarlo juntos.
Me dijo que estaba demasiado asustado. Se oyó un horrible estrépito a nuestro alrededor: todos los alumnos se habían encaramado sobre el piano y lo atacaban a puntapiés. Temeroso, intenté echarlo por el agujero, pero él no podía moverse; no hacía sino lloriquear y golpearme por cualquier cosa que yo hiciera.
Se oyeron varios saltos más y el crujido de la madera rompiéndose. No podía creer que la superiora permitiera eso, pero cuando vi aparecer sobre mi cabeza el filo de un hacha, no tuve ninguna duda acerca del ataque de que era objeto mi refugio. Furioso, decidí presentar combate, en lugar de esconderme en el agujero. Revólver en mano, me situé en una esquina y esperé la aparición de la primera silueta.
Los saltos y los crujidos de la madera continuaron, pero el piano no cedía. Este margen de tiempo me hizo pensar que podía construir algunas defensas. De un manotazo arranqué las cuerdas del piano y las puse sobre mi cuerpo, a modo de armadura. Podía erguirme casi sobre la caja. Decidí hacer un disparo avisando que iba a defenderme. El disparo del revólver sonó sordo y bajo como el de un cañón.
– ¡Bravo! -oí exclamar entonces a la superiora-. Cinco tonos más bajos que la nota más baja del teclado. El más bello sonido.
Entonces se hizo el silencio.
En unos momentos, me encontré fuera del piano. Ella estaba enojada.
– ¿Dónde está? -preguntó-. Se está escondiendo, debe ser castigado.
Pretendí ignorar a quién se refería, por temor a que intentara enviarme otra vez dentro del piano, para recuperar a mi compañero. Pero ya había dado órdenes a la sirvienta para que el piano fuera precintado.
– Ahora no se escapará -dijo en tono desabrido.
Sentí pena por mi atemorizado compañero, que con seguridad iba a ahogarse. Pero a pesar de mis protestas, el piano fue precintado y retirado del lugar. Empecé a correr tras él, cuando se me ocurrió una idea. Mataría a aquella despótica mujer. Ella estaba de pie, dándome la espalda mientras hablaba con algunos estudiantes. Sujetando el revólver con ambas manos, por miedo a que se me escapara, apunté con precisión sobre su espalda y apreté el gatillo.
– Bravo -dijo uno de los estudiantes, sonriéndome con aprobación.
Le disparé también. Apretar el gatillo era tan fácil, que disparé sobre todos los presentes. Como sabía que todos estaban de su parte, me felicité a mí mismo por mi perspicacia y me pregunté cómo no se me había ocurrido antes aquella solución.
Lo siguiente que recuerdo es mi estancia en un árbol. No estoy seguro de si estaba escondiéndome o celebrando mis audaces crímenes; o, quizás, esta parte del sueño no guardaba relación con la anterior.
– Baja -decía el hombre del bañador de lana negro.
El estaba en el suelo y me cogió el brazo sin tirar de él.
Protesté, porque estaba muy alto, pero insistió en que yo tenía que saltar. Cuando le dije que iba a hacerme daño, me ordenó una vez más que saliera.
– De acuerdo, de acuerdo -cedí-, pero no me fuerces.
Comprendí que no me quedaba otro remedio que saltar, pero quería hacerlo por mí mismo. No quería en modo alguno ser coaccionado.
– Salta -gritó furioso.
– Deja que yo lo haga a mi manera -supliqué-. Mira, estoy a punto de saltar.
– ¡Salta!
No respondí, pero sabiendo que debía obedecer, estaba preparándome para el salto. Poco después, él tiró del brazo que me tenía asido, y me estrelló contra el suelo. Hubiera saltado por mí mismo. Mis sentimientos se sublevaron al encontrarme en el suelo.
El día siguiente a cada nuevo sueño, se había convertido para mí como en una especie de fiesta que cancelaba todas mis obligaciones regulares, para permitirme una total reflexión sobre mi reciente adquisición.
Qué bien recibido fue aquel descanso que sucedió «al sueño de la clase de piano», cuando me hallaba enfrentado a mis agobiantes problemas personales, a los que se añadía tener que disponer de Frau Anders. Mi vieja amiga me estaría esperando en menos de veinticuatro horas.
Me llevó algún tiempo comprender el sentido de este sueño. Al principio, me preocupó lo que tenía de común con los demás. Otra vez el confinamiento, alguien que intentaba enseñarme algo. Otra vez la presencia del hombre del bañador negro y nuevamente las emociones familiares. La sorpresa, el sentimiento de humillación y el deseo de complacer, son tres emociones que continuamente se manifiestan en mis sueños; mientras que en mi vida privada soy mucho más independiente. Con gran estupor, me descubrí resignándome a las opiniones ajenas. Me refiero al momento en que dije a la superiora «todo es bueno».
Sin embargo, este sueño no era sencillo como los otros. Pensé si la lección de piano podía interpretarse como una glosa de las antiguas herejías expuestas por el profesor Bulgaraux. Decir que todo es bueno es una forma de liberar al espíritu de todo lo que le pesa. Tal vez tomo demasiado seriamente las expresiones en los sueños. La doctrina «todo es bueno» puede poseer un cierto valor terapéutico, pero no mayor que la doctrina «nada es bueno». Todos los actos de descarga son equivalentes, incluso los sueños mismos.
Más tarde, aquella mañana, comprendí que había subestimado la rebelión que aparecía en mi sueño. Cierto que yo había cedido ante la superiora, pero después la maté, los maté a todos. Si alguien cree que «todo es bueno», esto debe entenderse también como bueno.
Debo añadir que aquella superiora tenía cierto parecido, en tamaño y color, con Frau Anders, aunque la figura de mi sueño carecía de las tristes desfiguraciones de mi vieja amiga. Pero, como correspondía a su estado, y como había visto el día anterior en Frau Anders, estaba totalmente cubierta de ropas. Y, ¿acaso Herr Anders no había creído que su esposa se encontraba asimismo en un convento? Llegué a la conclusión de que se trataba de un sueño sobre Frau Anders, y sobre el destino que debía proporcionarle.
Pero deben comprender que durante los sucesos de las veinticuatro horas siguientes, aunque haya actuado según mi sueño, no me encontraba bajo el mismo estado de ánimo. No experimentaba resentimiento ni me sentía oprimido. Fue una decisión ratificada por el pensamiento, aunque impulsada por lo que el sueño me había enseñado. Me lo planteé en estos términos: Frau Anders quería una nueva vida -igual que yo, en mi reciente unión con Mónica, buscaba una nueva vida. Por alguna razón perversa, había venido a mí como a su arbitro. Yo era en los hechos, como Herr Anders había dicho, aunque en aquel momento no lo entendí, su tutor en el mundo y ejecutor de sus deseos terrenales. Bien, que así sea. Yo no eludiría mi responsabilidad, aunque hubiera deseado que simplemente me dejara solo. Actué, tenía que hacerlo por haber actuado antes -habiéndola vendido en esclavitud- y estaba siendo presa de las desconocidas consecuencias de ese acto. La demanda de Frau Anders era la imprevisible consecuencia que ahora debía afrontar. Sabía que iba a tener que ser audaz. ¿Una nueva vida? ¿Qué vida puede llegar a vivir Frau Anders con su maltrecho cuerpo? Parecía haber una única solución: acabar una vida que ya había acabado y que deseaba inútilmente prolongar.
Aquella tarde estuve muy ocupado con preparativos minuciosos. Compré varios litros de queroseno y algunos trapos viejos. A medianoche, exactamente cuarenta y ocho horas después de haber visto a Frau Anders, llegué otra vez a su casa. ¡Suponía que estaría aguardando mi llegada, porque conocía mi puntualidad y sabía que yo la exigía a mi vez. A lo largo del zócalo de la pequeña vivienda, dispuse una gruesa masa de trapos, que más tarde empapé con queroseno y encendí en un punto; las llamas se extendieron y rodearon de fuego la casa. Desde cierta distancia, yo vi correr a los vecinos por la calle y vi cómo llegaban los bomberos. El edificio fue asaltado varias veces por los bomberos, después de haber preguntado a los vecinos y curiosos, y también a mí, si quedaba alguien dentro de la casa. Una extraña mujer que dijo ser la dueña de aquella propiedad informó que una mujer extranjera se había instalado en la casa, pocas semanas antes, y que la nueva inquilina raramente salía, y había recibido, dos días antes, su única visita. Que ella había reparado en aquella visita, sin observar, no obstante, nada. No hubo ni caras angustiadas ni llantos, ni pánico ni emociones por el estilo. Los bomberos no pudieron hallar ningún superviviente antes de que el edificio se derrumbara. Volví a casa con la seguridad de que Frau Anders había muerto entre las llamas.