CAPITULO XI

Durante el tiempo que trabajé en la casa, Frau Anders y yo solíamos vernos una vez por semana, generalmente en el parque zoológico. Mi vieja amante se mostraba de un humor extremadamente mudable, a veces reprochadora, a veces muy alegre y encantadora. Los peores momentos venían después de grandes intervalos en nuestros encuentros, cuando no la había visto durante más de un mes, lo que quería decir que ella había estado en la clínica sufriendo alguna operación de cirugía plástica. La contemplación de los animales enjaulados, aún de los más peligrosos, siempre la calmaba.

– Me siento en paz con los animales -me dijo una tarde.

Advertí su preferencia por los animales grandes: el león, el elefante, los gorilas.

– Nunca los aprecié -continuó-, hasta… ya sabes.

¿Cómo podía responderle? Comprendí que se refería a su propia cautividad.

Mis sentimientos hacia ella eran tiernos, pero tímidos. Sospechaba de su afecto por mí; no comprendía por qué no estaba más enfadada. Temía este enfado, que siempre creía a punto de estallar. Sin embargo, lo hubiera preferido a su inexplicable suavidad y serenidad. Cuando los animales comían o retozaban, rascándose unos a otros, cuando eran alimentados desde las rejas, ella se sentía más emocionada que nunca.

Enlazaba su brazo bueno con el mío, y paseábamos en silencio frente a las jaulas. En esos momentos yo experimentaba una gran incomodidad, sentía -¿me atreveré a confesarlo?- que ella me estaba haciendo la corte.

Fue durante uno de esos paseos que traté de romper el silencio que me acercaba, cada vez con mayor fuerza, a Frau Anders, intentando decir algo que definiera nuestras relaciones. Su ánimo benevolente, su constante expectativa, me estrangulaban.

– Sabes que mi padre ha muerto -empecé.

– Lo sé.

– ¿Recuerdas que te prometí algo para después de su muerte?

– Estoy esperando -dijo.

– Bien, no puedo contarte todo lo que he planeado, porque quiero darte una sorpresa, pero te diré algo. Mi padre me ha dejado una espléndida casa, aquí en la ciudad, donde quiero que te instales una vez la haya terminado tal como la quiero para ti.

Esbozó una sonrisa forzada, pero no dijo nada.

– Es para reponer la casa que te quemé -añadí.

– Y algo más que esto, espero -dijo.

– Mucho más -repliqué afirmativamente. Estaba pensando en los maravillosos planes que había hecho para esta casa, que no sería una morada vulgar, sino un derroche de imaginación, un palacio de retiro y rehabilitación.

El trabajo en la casa iba a buen ritmo en la época de esta conversación. Estaba ubicada en un tranquilo vecindario junto al gran río que divide la ciudad; la casa era un viejo hộtel-particulier de tres pisos. Por un tiempo pensé derribar el edificio para construir algo totalmente nuevo en su lugar, pero, después de examinar detenidamente la casa, decidí que, con pocos cambios estructurales, podría mantenerse. Era esencial, en mi proyecto, que tuviera una marcada y muy especial unidad. Pero decidí que esta unidad no sería dada por una habitación dominante, como por ejemplo, una sala de baile o una biblioteca. Tampoco, ya que estaba trabajando con una vieja y compleja estructura, podía imponer mis predilecciones hacia un material concreto, como el ladrillo, el vidrio, la madera o el mármol. La casa debía ser unificada sólo por su intencionalidad. Esto era lo que yo debía aportar. ¿Qué querría Frau Anders con esta casa? Mi respuesta fue intimidad. Intimidad que la alejara de su vieja vida, para cicatrizar los estragos de la nueva. Intimidad de una vida de la que ya había escapado, intimidad de mí: su sombra, su juez, cómplice, maestro de ceremonias y víctima. Intimidad de su cuerpo, cruelmente maltratado, para educar su alma.

Mi problema era cómo imponer este requerimiento de intimidad en un edificio que tenía ya ciertas estructuras tradicionales. La casa que había heredado era simétrica y tenía doscientos años de antigüedad. Constaba de un patio que daba a la calle, pero separado de ella por una verja de hierro; dos pequeñas alas, a derecha e izquierda, que habían sido oficinas y establos; la parte principal de la casa, detrás, y, alrededor, un pequeño jardín. El primer cambio lo efectué en el patio, que no quería que estuviera expuesto a la calle. En lugar de la verja de hierro hice construir un muro que unía las dos alas e incluía el patio, formando así una estructura enteramente regular. De modo que, desde la calle, la casa presentaría una apariencia totalmente convencional, como si este muro de ladrillo condujera a un grupo de habitaciones. Hice instalar postigos de madera allí donde los paseantes esperaban ver ventanas. La segunda modificación fue cortar el acceso, desde las dos alas, a la parte principal de la casa. Él sótano y la planta baja del corps de logis permanecieron intactos, con excepción de varias antecámaras y closets que convertí en habitaciones secretas, disimulando las puertas.

En la vieja casa había dos pisos más, pero hice derribar el segundo. El primero, cuyas alteraciones fueron mayores que las de la planta, estaba dividido en cuatro grandes habitaciones, cada una rodeada, por todos lados, de un corredor. Estas habitaciones del primer piso carecían de ventanas, y, para lograr la máxima intimidad, podía accederse a ellas a través de una escalera exterior desde el jardín trasero.

Cuando el trabajo de remodelación estuvo próximo a terminar (iba cada día a ver el trabajo que realizaba la compañía de construcción que se encargaba de las obras), presté atención al mobiliario. Esta era, en muchos aspectos, la tarea más importante, ya que una casa se unifica realmente no por su exterior, sino por lo que contiene. Pedí a Jean-Jacques que me ayudara, pues yo no soy coleccionista ni entiendo en delicadezas de este tipo. Recordarán que durante muchos años viví con los muebles indispensables. Naturalmente, no quise imponer mis propios gustos a Frau Anders, que había estado acostumbrada a una vida confortable antes de dejar la capital. Tampoco quise compartir con ella ninguna de las imágenes de vivienda que se me presentan en los sueños. Pero me preocupaba encontrar alguna similitud entre esta casa y la mansión del magnate del tabaco R. en mi «sueño del anciano patrón», pero no podía encontrarla, salvo en el tamaño y el lujo de ambas casas. Y uno de los propósitos que pretendía al servirme de la ayuda de Jean-Jacques, era asegurarme de que no habría dos habitaciones decoradas de la misma forma, como en mi primer sueño, «el sueño de las dos habitaciones».

Juntos, Jean-Jacques y yo, pasamos un mes haciendo compras. No dejamos de ver ni siquiera los más nuevos y vulgares almacenes de la ciudad. Pero encontré lo que buscaba en los almacenes de muebles usados y en los establecimientos del Marché au P…, nido de tesoros de vieja joyería, armería, muebles antiguos, cosas raras, vestidos anticuados e instrumentos musicales. En ellos, antes de comprar algo para la casa, Jean-Jacques hizo algunas compras para él: un anillo de tres rosas, hecho de coral sobre hojas de oro, y un uniforme de marinero.

Debo explicar cómo había pensado amueblar la casa, para que se pueda comprender que mis ideas sobre la rehabilitación de Frau Anders y el precioso y perverso gusto de Jean-Jacques podían, en este momento, coincidir.

Una habitación, que podría hacer a Frau Anders recordar su cautiverio, sería decorada en estilo árabe. En el suelo habría tierra, olor a excrementos de camello, una palmera, un retrato del Profeta, un diván y un juego de cartas.

Otra estaría enteramente recubierta de espejos, hasta en el techo, y no habría espejos en ningún otro lugar de la casa. Aquí Frau Anders podría cuidar las ruinas de su belleza. En esta habitación, amueblada con especial predilección por Jean-Jacques, habría un tocador, cosméticos, abanicos, un armario de elegantes vestidos, en fin, todos los requisitos de la vanidad. Era una habitación como imaginaba debía haberlas ocupado una de las disolutas damas de sociedad de las novelas dieciochescas, que son castigadas con la viruela por su libertinaje, y pasan el resto de sus vidas enclaustradas, purgando sus pecados.

Una de las habitaciones del primer piso sería una capilla, que planeaba consagrar. Además del habitual altar y crucifijo, sería decorada con varias pinturas de santos mártires: el muchacho traspasado por las flechas, la mujer que lleva sus senos en una bandeja, el hombre (el patrón de la capital) con su propia cabeza en la mano. El olor a incienso de esta habitación sería un apreciado contraste con el olor a desierto de la habitación árabe.

También había una habitación en este piso para la expresión de emociones fuertes. Esta habitación contenía fotografías del marido de Frau Anders, su hija y yo; dardos; una lanza; una caja de herramientas con martillos, sierras, tijeras y objetos por el estilo; un cesto con monedas falsas, y una gran cantidad de muebles ornamentales de los que, imaginé, sería un placer abusar.

Otra de las habitaciones superiores estaba destinada a actividades sexuales. Instalé una bañera, hundida en el centro de la habitación, un confortable balancín, una estera de piel, velas, cadenas en las paredes, libros y grabados obscenos y un metrónomo.

Otra habitación de la planta era un salón al estilo de hace dos siglos, decorado con el gusto que faltaba en la casa de Frau Anders. Su antiguo recibidor estaba desfigurado con pinturas abstractas, luz indirecta y un teléfono blanco. Esta habitación tenía elegantes sillas, tapices, cajas decorativas y candelabros. Había otras dos o tres habitaciones en la planta, que decoré a mi capricho… Sé que la casa era grande para una sola persona y que no aparecía ninguna afinidad entre las habitaciones. Pero entonces creía que una casa es, o una habitación, o un número indefinido de habitaciones. Es una simple célula o uno de aquellos organismos a los que se pueden añadir partes iguales, indefinidamente, siempre que uno tenga qué poner en ellas, por ejemplo, un burdel o un museo. La casa de Frau Anders iba a tener este carácter. Sería un museo de su pasado y el burdel del que seleccionaría los placeres de su futuro.

Al amueblar las habitaciones de este modo, traté, siempre que fuera posible, de combinar lo imaginativo con lo obvio, para adecuarlo a la limitada concepción de Frau Anders. Había decidido no decirle para qué servía cada habitación, esperando que descubriera por sí misma la utilidad de cada una. Sin embargo, a pesar de estos quehaceres, estaba preocupado por permitir una excesiva libertad a mi capricho. Después de todo, no tenía acceso a los sueños de Frau Anders; tampoco podía imaginarla capaz de considerarlos seriamente. (Sus fantasías, sus sueños diurnos, sí; pero no las desgraciadas, humillantes escenas que se lanzaban sobre ella en un sueño indefenso.)

Esperaba, ya que Frau Anders se consideraba a sí misma una lady de la escuela moderna, que aceptaría mi selección, aparte de la gratitud por confiar en que su gusto fuera tan avanzado, pero no podía estar completamente seguro. Por lo que sabía de ella, podía muy bien disgustarse con lo que había hecho, y yo temía aún el estallido de su violento temperamento. De modo que no estaba muy seguro, cuando le describí el progreso de la casa, un día que nos encontramos en una apartada esquina del jardín zoológico, y ella contestó que esperaba quedar satisfecha de todo lo que yo hiciera.

A principios de noviembre, no mucho después de lo previsto, la casa estaba más o menos acabada. Envié una invitación a Frau Anders, requiriendo su presencia para visitarla, al día siguiente.

Aquella tarde busqué a Jean-Jacques en los cafés y en los quais, pero, como sucedía a veces, mi búsqueda no tuvo éxito. De todas formas me alegró no encontrarlo. Había intentado hablarle de la visita de Frau Anders, e invitarlo a él también. Pero aunque Jean-Jacques había manifestado gran interés por ver otra vez a Frau Anders, y observar su primera reacción ante la casa, yo no tenía mucho entusiasmo por presenciar su encuentro. No era que intentara negar a mi compañero su parte de mérito. Pero me asustaba que Frau Anders, en su poco afortunada condición actual, no comprendiera el estilo de constante pensamiento e ironía de Jean-Jacques, y se creyera burlada.

A la mañana siguiente llegó Frau Anders, en un coche con chofer, acompañada por una jovencita pelirroja, que inmediatamente reconocí. Era la famosa actriz de music-hall, Geneviéve. Mi antigua amante vestía con sobriedad, completamente de negro, pero mucho mejor que el resto de ocasiones en que la vi, después de su regreso.

– Me alegra ver que estás prosperando- me aventuré a decir después de las presentaciones.

– Esta amable señora es mi amiga -dijo Frau Anders, solemnemente. En aquel momento la actriz se volvió para hacer un comentario sobre cierto aspecto de la casa, y Frau Anders me dirigió una amplia y lasciva mirada. Estaba tan sorprendido que, involuntariamente, me llevé el índice a los labios.

– Siempre tengo necesidad de protegés -continuó diciendo Frau Anders, sin advertir mi señal, ni la mirada de su nueva amiga-. Por lo menos, en ausencia de alguien que me proteja. -Bajé la cabeza ante este suave y bien merecido reproche-. La estoy beneficiando con mis incomparables y edificantes experiencias sobre la malevolencia de los hombres y la brevedad de la belleza -concluyó.

– ¿Pasamos a ver la casa? -propuse.

Las dos mujeres me siguieron durante una hora, mientras las guiaba a través de todas las habitaciones y explicaba algo acerca del origen y el significado de mis adquisiciones. «Qué magnífico regalo», exclamó varias veces Geneviéve. Parecía encantada con la casa y me felicitó profundamente, pero la reacción de Frau Anders durante la visita fue menos explícita de lo que yo esperaba.

– Muy imaginativo, Hippolyte -dijo finalmente Frau Anders, mientras permanecíamos en la gran cocina del sótano, la última etapa de nuestra gira-. Me halaga que pienses que apreciaré la utilidad de…

– De tan honesto y articulado edificio -dije, terminando su frase.

– Bien, sí. Pero por qué has imaginado que yo aceptaría…

De nuevo interrumpí.

– La reparación es un asunto delicado -dije-, por consiguiente, es un imperativo que no pienses en esta casa, y creo que puedo hablar libremente delante de tu amiga, como reparación por el daño que yo te hice. Es simplemente un regalo, o mejor dicho, un acto de homenaje a tu buena naturaleza y a tu propia indestructibilidad. No me atrevo a esperar que de este modo se salde ninguna deuda entre nosotros. Todo queda pendiente, tanto si vives en esta casa como si no.

– Seguro que lo está -replicó Frau Anders, con un poco más de malicia en su voz de la que las circunstancias requerían.

– ¿Aceptas la casa? -pregunté, preparándome para su posible negativa.

– Tómala -dijo Geneviéve alegremente-. No necesitas utilizar todas las habitaciones, querida. Invitaré a Bernard, a Jean-Marc y a todos los del teatro y tendrás fiestas maravillosas.

– Eso me gustará -murmuró Frau Anders.

– No la desprecies -dije, esperanzadamente.

Frau Anders nos miró a ambos. Pude sentir la dura y agresiva expresión, aun a través de su pesado velo.

– No creo que me guste vivir aquí sola -contestó.

– ¿Sola? -dije-. Pero si tú no vas a estar sola. Tienes nuevas amistades, además de mademoiselle Geneviéve y yo. Tendrás constantes visitas. ¿Te he dicho ya que Jean-Jacques quería ofrecerte sus respetos? Hubiese venido hoy, de haberlo encontrado a tiempo para comunicarle tu llegada.

– No me refiero a los visitantes -continuó Frau Anders con obstinación-. Me refiero a un marido. Quiero casarme nuevamente.

Ni Geneviéve ni yo respondimos.

Frau Anders continuó, observando nuestras caras:

– Ya no soy joven, pero tengo mucho que ofrecer. Soy amable, perdonadora, alegre. -Se detuvo esperando una respuesta-. No soy tan impulsiva ni ingenua como solía ser… No vaciles, Hippolyte, y mira -dijo, apartando su velo-. No sólo he pasado por la cima de la belleza, sino también por la cumbre de la fealdad.

Era cierto. Los tratamientos y operaciones que Frau Anders había sufrido el año anterior, habían hecho maravillas en su rostro. La gran quemadura rectangular en su mejilla izquierda era casi invisible, sólo quedaba una pequeña sombra, los músculos que rodeaban su ojo izquierdo y su boca se habían tensado, restando sólo una imperceptible asimetría.

– ¿Por qué sigues llevando este velo, querida? -exclamé, feliz por su sorprendente recuperación.

– Mi marido deberá desvelarme -dijo.

Esta urgencia de domesticidad me desanimó un poco. No era lo que había previsto para Frau Anders en la casa que acababa de amueblar para su rehabilitación, como tampoco había previsto fiestas con sus nuevos amigos del teatro. Pero nada podía objetar. Lo único importante era que aceptara la casa, y no malograr y volver inútil todo el esfuerzo que le había dedicado. Estaba convencido de que sus ventajas y múltiples y apropiados usos le serían revelados después de un tiempo de vivir en la casa.

– ¿Aceptarás la casa? -repetí.

Subimos, dirigiéndonos al coche.

– Lo intentaré -dijo simplemente.

Ofrecieron llevarme donde quisiera, pero preferí dejarlas solas, con la esperanza de que Geneviéve pudiera desvanecer los temores de Frau Anders acerca de la casa.

– Te veré mañana, a las cuatro, junto a la jaula del gorila -dijo después de abrazarnos y cuando Geneviéve ya se había introducido en el coche.

– Puedes esperar un marido en la casa -le dije, cuando el coche partía.

Fui a relatar a Jean-Jacques los resultados de esta entrevista inconclusa. No me sentía decepcionado. Ni siquiera después de que Jean-Jacques dijera:

– No imaginé que le gustara. ¿Esperabas tú otro resultado?

– Esperaba otro resultado -protesté-. Puedo haberme equivocado al amueblar la casa antes de que hubiera aprendido a conocer su utilidad. Quizás, por el momento, habría bastado con etiquetar las habitaciones y ofrecer una lista pormenorizada de sus contenidos posibles. Las habitaciones con su mobiliario real no permiten que Frau Anders ejercite su propia imaginación.

– Amigo mío -replicó Jean-Jacques-. Frau Anders nunca hubiera imaginado esta casa, si tú no se la hubieras terminado completamente. Nuestra antigua anfitriona es una mujer de fuerte apetito y voluntad, pero también es obstinada, incapaz de imaginar nada. Esta gente sólo puede ser sacudida, lo cual es una estúpida sustitución de los placeres de la imaginación.

Dije a Jean-Jacques que me parecía que menospreciaba la capacidad de Frau Anders. Pero, por otra parte, su respuesta me agradó. Trataría de no enfadarme demasiado si Frau Anders se negaba a ocupar la casa. No tenía deseos de forzarla a nada. Al día siguiente, nos encontramos en la jaula del gorila.

– Esperaré en tu casa durante un tiempo -dijo gravemente-. No me creas desagradecida, si espero algo más.

– Oh, mi querida amiga -sollocé, profundamente conmovido, y cogí sus manos temblorosas.

– ¡No me falles! -dijo llorando.

– Siempre te serviré y te honraré -repliqué.

Poco después, Frau Anders se trasladó a la casa. Cuando le hice la primera visita, parecía contenta. Mientras me reprochaba los gastos que hice al remodelar y amueblar la casa, pude observar que no estaba disgustada con mi extravagancia, ya que, como muchos ricos venidos a menos, pensaba que el capricho y el despilfarro eran ornamentos necesarios de la riqueza.

Puedes estar seguro, lector, que no olvidaba las restantes exigencias de Frau Anders. Traté de no pensar en ellas, pero gradualmente fui perdiendo aquel poder de alejamiento. No había regalo que pudiera ofrecerle para reparar las injurias que le había ocasionado, excepto ofrecerme yo mismo, lo cual, a pesar de lo mucho que deseaba llevar a cabo esta reparación, no quería. Las razones por las que ella me quería, no puedo decirlas. Pero sus objetivos eran inconfundibles, su persistencia -cada vez que iba a visitarla-, inquebrantable.

Por último, decidí que había una sola manera de poner fin a las embarazosas esperanzas de Frau Anders. Mi táctica era casarme lo antes posible. Creo que esta idea se me hubiera ocurrido aun sin la urgencia a que Frau Anders me inducía, ya que amueblar una casa -incluso para una mujer que presumí viviría sola- me hizo pensar en aquellos que habitualmente las ocupan: las familias, el santificado orden de las relaciones domésticas. Pensé también en mi hermano, a quien siempre había respetado por haberse casado rápida y decididamente. Mucha gente permanece soltera esperando la pareja idónea. Pero yo permanecía soltero por apatía. Decidí esforzarme y contraer matrimonio.

Mientras buscaba alguien con quien hacerlo, traté de eliminar de mi mente cualquier idea preconcebida acerca de la persona que pudiera llegar a gustarme, tanto en lo concerniente a edad, como a estado, o apariencia personal. No me importaría si era mayor o menor que yo; si fea o hermosa, de acuerdo con los standards oficiales; si virgen o dos veces viuda; si prostituta o aristócrata, patrona o dependienta. El único requisito era que la mujer con quien me casara debería provocarme una emoción fuerte y positiva, y que yo debería despertarle un sentimiento similar.

¿Cómo reconocer ese sentimiento? Ya que no quería perder tiempo eligiendo mujer, era importante que tuviera alguna noción de lo que debería experimentar al verla. En otras palabras, debía decidir previamente qué sentimientos serían suficientes en el primer encuentro para indicar que aquella mujer merecía ser considerada como esposa. Revisé los distintos sentimientos que había experimentado con mujeres, y decidí que la atracción sexual no era la decisiva, pues me había sentido atraído sexualmente hacia muchas mujeres. Por la misma razón, descarté el atractivo intelectual: me habían atraído varias mujeres, a lo largo de la vida, por su arte en la conversación y en la discusión, la última, muy especialmente, Lucrecia, la hija de Frau Anders. El sentimiento que buscaba debería ser uno que no hubiera experimentado nunca, y esto era completamente lógico, ya que antes nunca había pensado en casarme.

Con este propósito, renové mis relaciones con varias compañeras de mis días de estudiante, con la esperanza de que tuvieran hermanas dignas de elección. Entretanto, me pareció muy interesante conocer los éxitos y fracasos de mis ambiciosos compañeros de hacía diez años, y no pude encontrar en estos círculos ninguna mujer que despertara el mágico sentimiento que estaba esperando. Al mismo tiempo, no quise desatender a la hija del carnicero de la esquina, a la sobrina del portero, a cada una de mis vecinas solteras, por muy ásperas que fueran sus voces. Pero en todos estos encuentros, no sentí nada que se diferenciara especialmente.

Después de varios meses, empecé a temer que, procediendo sobre estas bases, no iba a encontrar una esposa. Desanimado, empecé a deslizarme de nuevo hacia mis hábitos insociables de licenciado. Había abandonado casi este ambicioso proyecto, cuando, una noche, algo sucedió que aceleró mi búsqueda. Había pasado la tarde con una antigua compañera de colegio; algo desinteresado, continuaba mi búsqueda, porque esta amiga tenía una prima divorciada. Subí las escaleras meditabundo, pensando en lo difícil que resultaba hacer una cosa, cuando vi una oscura figura, una mujer con una bufanda negra cubriendo su cabeza, sentada en la esterilla que había delante de mi puerta. Sólo una mujer podía ser tan silenciosa, tan persistente; de modo que me dirigí a ella por su nombre.

– Sí, soy yo -replicó Frau Anders-. ¿Puedo visitarte en tu casa?

– No hay nada, aquí -dije, mientras abría la puerta invitándola a pasar.

– Tengo un proyecto para ti. No, para nosotros. Resolverá el problema que te planteé el año pasado, cuando regresé a la ciudad, el problema que tú me resolviste de aquella manera tan ruda y desafortunada.

– ¿Tu asesinato? -pregunté.

– Sí. Mi querido Hippolyte, te has demostrado a ti mismo como un inepto para el crimen. Tus talentos no son adecuados ni para esclavizar ni para asesinar.

Asentí con la cabeza. Es suficientemente malo ser acusado por la propia conciencia, pero imaginen lo desairado que resulta ser disculpado por la frustrada víctima.

– ¿Para qué crees que sirvo? -le pregunté.

– Puedes servir para marido.

– Oh, querida mía -repliqué tristemente-, es extraño que tú me hables de esto. Desde que construí aquella casa para ti, mis pensamientos se dirigen fuertemente a la vida doméstica. Pero a juzgar por los resultados de mis intentos de encontrar una esposa, creo que tendré menos éxito como marido que como negrero o asesino.

– ¿Qué sucedió con aquella buena chica a quien veías cuando regresé?

– Se casó.

– ¿Y las otras que has considerado?

– No siento nada.

– Bien -dijo-. Tengo una candidata para ti, una mujer mayor que tú, en condiciones físicas algo deterioradas. Pero, dejando aparte estos pormenores, ella está dispuesta hacia ti por lazos de larga amistad, por alguna aventura espiritual y por un tenaz afecto.

– ¡Mi querida amiga!

– ¿Qué obstáculos podrían impedir nuestra feliz unión? -continuó-. Mi marido se ha vuelto a casar. Mi hija no se preocupa en absoluto por mí, ni pienso aparecer a su lado para perturbar su búsqueda de la felicidad, con mi ruinoso aspecto y mis aspiraciones insaciables.

– Mi querida amiga -dije con mayor firmeza-, lo que propones está enteramente fuera de lugar. Los dos nos conocemos demasiado bien. Ninguno podría proporcionar felicidad al otro.

– Yo pensaba que… -murmuró.

– Lo sé, lo sé. Pero sólo puedo ser quien soy.

Llevé a Frau Anders a su casa en taxi. Estaba contento porque el tema se había discutido abiertamente y porque fui claro con ella. Pero tenía razones para suponer que Frau Anders no cedería tan fácilmente. Redoblé mis esfuerzos de sociabilidad y casi nunca estaba en casa.

Una semana después, tenía que pasar las primeras horas de la noche con mi antigua amiga, había estado en otra recepción inútil y llegué a casa sintiéndome desanimado. Frau Anders vino a la puerta. Tenía un aspecto mucho mejor, más saludable, y se lo dije. No respondió a mis gentilezas, y me precedió en silencio por la casa. Supuse que algo me ocultaba, cuando no se dirigió al salón, donde generalmente nos sentábamos, sino que me condujo escaleras arriba, hacia la habitación de las pinturas, herramientas y juegos que yo había proyectado para la expresión de ciertas emociones.

– Será mejor que no entre aquí esta noche -dije-. Estoy cansado, he tenido un día agotador.

– Pues será mejor que entres -contestó-. Tengo una gran emoción que expresarte, e intento expresarla con los medios que tú me has proporcionado. ¿Tienes derecho a negarme esto?

– No -murmuré-. Sólo el deseo.

– Es insuficiente -dijo-. Pasa.

Entramos en la habitación que aparentaba haber sido muy utilizada. Advertí un signo ominoso: mi fotografía yacía en pedazos por el suelo.

– Bien -dijo, sentándose en un columpio que colgaba del techo. Empezó a balancearse en él-. Quiero decirte que te odio. Has destrozado mi vida, igual que una niña traviesa tira un reloj al suelo y no puede repararlo.

¿Qué podía responder a estas palabras? Aguardé un momento.

– Repárame -dijo imperiosamente. Como no me moviera, repitió su orden. Tenía que hacer algo, de modo que fui a la mesa de las herramientas y tomé un martillo, una sierra y clavos, y avancé hacia ella. Pero no me podía acercar lo suficiente por temor a que me hiriera con el columpio o con sus pies, que repetidamente acercaba y apartaba de mi cara.

– Así no -rió, mientras pasaba velozmente junto a mi rostro.

Entonces detuvo el columpio y quedó de pie. -Así. Pon tus brazos alrededor de mí. Me rodeó con sus brazos. Yo solté la sierra estrepitosamente, pero seguía sosteniendo en mi mano izquierda el martillo.

– Suelta el martillo -me dijo. Obedecí, no sé si por miedo o por indiferencia. Entonces ella apartó su velo y susurró. -Bésame.

No supe qué fuerzas me dominaron entonces. Era víctima de un furor erótico como nunca había experimentado. La habitación se desvanecía ante mis ojos. Aferré el vestido de Frau Anders. Parecía haber tantas capas de ropas que casi pensé que no iba a encontrar ningún cuerpo debajo de ellas. Una tras otra fui arrancando túnica tras túnica y arrojé al suelo todo su ropaje, hasta dejarla desnuda y más apetecible a mis ojos que nunca.

– La casa te ha curado -exclamé, ilusionado. No era sólo su cara, cuya notable recuperación ya había observado, y que no se debía a los efectos de la casa, ni a mí. Su cuerpo, como en aquel momento lo veía, estaba intacto, sin señal alguna. El mismo suave cuerpo que había conocido antes, antes de que nos separaran mis inexplicables crímenes. Creí recordar que ella había dicho algo acerca del maquillaje, cosméticos, como un truco para ganar mi consuelo. ¿Es posible? Desde luego, yo no estaba en mis cabales, y recuerdo que me volví extremadamente incoherente. «Mi caballo», la llamé acariciando sus muslos. «Mi caballito cojo.» La llamé mi cisne, mi reina, mi ángel, la musa de mis sueños. En un momento, escapó de mis brazos -rodábamos y nos estrechábamos en el suelo- y corrió hacia el pasillo. La seguí, llamándola «mi reina» y «eterna moradora de mi corazón», y la vi desaparecer en la habitación que yo había pensado y dispuesto para entretenimientos sexuales. Me lancé sobre la puerta y la encontré cerrada.

– Cásate conmigo -dijo desde el interior, riendo.

Golpeé la puerta con furia.

– Estoy en la bañera, Hippolyte. Esperándote -decía.

Golpeé la puerta con mayor violencia y le grité que abriera.

– No -exclamó-. Estoy en la pared, ¿recuerdas tus sueños? Tengo las muñecas encadenadas y el metrónomo marca el ritmo de mi deseo por ti.

– No puedo -gemí-. No puedo casarme contigo, reina mía.

– En la capilla -respondió-. Puedes casarte conmigo en la capilla, abajo, en el hall.

Yo había olvidado la capilla. ¿Por qué instalé una capilla?

– No tenemos aquí ningún cura -protesté.

Hubo un silencio. Apoyé la cabeza contra la pared; los ojos se me llenaron de lágrimas de rabia y frustración. Entonces ella abrió la puerta y salió.

– ¿ Estás preparado, querido? -dijo dulcemente.

Asentí, atontado. Apareció vistiendo un albornoz blanco, y tomó mi brazo. Fuimos hasta la capilla y nos arrodillamos ante el altar. Pronunció algunas palabras para sí misma y después me dijo:

– Ante los ojos de Dios, tú has sido siempre mío. Desde la primera vez que te vi, un tímido estudiante con la cabeza llena de libros y de sueños…

– Los sueños vinieron después -interrumpí. -Oh, aquellos sueños. ¿Pero no empezaron después de conocerme y desearme? -preguntó triunfalmente. -No -respondí-, los sueños no tienen nada que ver contigo. Nunca debí haberte hablado de ellos.

El recuerdo de mis sueños me reanimó, y creí que me devolvían la confianza en mí. ¿Qué estaba haciendo con esta mujer insaciable, arrodillada en el suelo ante un altar? Temí que sus sufrimientos hubieran dañado su mente. Cierto, sólo unos momentos antes, me habían afectado a mí, cuando sentía la ilusión de desearla.

– Debes perdonarme -dije, mientras me levantaba-. No puedo casarme contigo. Te lo he dicho ya antes. Estoy decidido a casarme con otra persona, cualquiera que sea.

– Pero yo te he esperado siempre -sollozó-. La casa y yo estamos esperando. Tú nos has hecho como somos. Sin ti estamos vacías.

– No, no -grité, alejándome-. Debes estar en paz. No debes perseguirme más. No puedo ayudarte.

– No te vayas -dijo.

Era extraño que no hubiera pensado hasta entonces en irme, que no me hubiera considerado capaz de hacerlo. En aquel momento, me di cuenta de que podía marcharme, de que era libre, libre para moverme, siempre y cuando reconociera ante mí mismo que estaba huyendo.

¿Sólo nos movemos cuando alguien nos persigue? ¿Todo movimiento es una huida? Cuando abandoné la casa que había regalado a Frau Anders, y a la enojada mujer que permanecía dentro, me pareció que antes nunca había corrido, que nunca en mi vida, hasta ese momento, había dado un paseo.

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