CAPITULO IV

En el sueño, yo permanecía de pie en el patio empedrado de un edificio. Era mediodía, y el sol, ardiente. Dos hombres, vistiendo pantalón largo y desnudos hasta la cintura, estaban violentamente unidos entre sí. Por momentos parecía que estuvieran peleando; otras veces, aquello parecía un combate de lucha libre. Deseaba que fuera un combate, a pesar de que no había más espectadores que yo. Y me sentí animado a creerlo así por el hecho de que los dos hombres poseían igual fuerza; ninguno podía derribar al otro.

Para asegurar que se trataba de deporte y no de violencias personales, me decidí a apostar un poco de dinero por uno de los luchadores, el que me hacía recordar a mi hermano. Pero no pude encontrar una taquilla donde depositar mi apuesta. Entonces, repentinamente, ambos cayeron. Me atemoricé. Sospeché que había sido una lucha personal, incluso una lucha a muerte. Ahora había varios espectadores. Uno de ellos, una niña, tocó con un bastón al hombre que estaba postrado. Golpeó con su bastón la cara del que se parecía a mi hermano. Ambos hombres, pálidos e inmóviles, tenían los ojos cerrados.

Comprendí que yo conocía un secreto que los otros espectadores ignoraban, y traté de componer mi cara para no demostrar que lo conocía. El esfuerzo me hizo ruborizar y decidí que me ofendía a mí mismo con tanta discreción. Quise comunicar mi secreto a otra persona y busqué a algún conocido. Reconocí al hombre del bañador negro y me pareció que él era mi amigo. Convencido de ello, le sonreí haciéndole señas. El se me acercó sin hacer ningún gesto de saludo. Pretendía no conocerme.

– El resultado está bastante claro -le susurré al oído.

Me sentí como si fuéramos cómplices en una conspiración. Aunque él mantenía la cabeza dirigida hacia otro lado, yo estaba seguro de que me escuchaba.

– Es porque están muertos -dijo.

– El combate no ha sido limpio -protesté, y había una idea que estaba luchando por expresar-. Por lo menos uno de ellos tiene que estar vivo. El otro puede haber muerto o no, según prefiera. Se volvió y acercó su cara a la mía.

– Un momento -gritó-, voy a disponer de sus cuerpos.

– No grite -respondí con osadía-. Con gritos nunca he podido entender nada.

El bostezó sobre mi cara. Comprendí que no tenía derecho a pedir cortesía a este hombre, y que debería estar agradecido porque no había abusado de mí.

Tenía a su lado algo que parecía un gran tambor. Rajó su piel con una navaja. Entonces levantó a los luchadores, uno después de otro, los metió dentro de su tambor, lo cargó sobre sus espaldas y lo llevó fuera del patio. Observé sus esfuerzos, y vi que la carga era demasiado pesada para un hombre, además, cojo. Pero decidí dejar que hiciera solo su trabajo, ya que él no quería reconocerme.

Cuando se hubo marchado, lamenté no haberle ofrecido mi ayuda. Sentí que me había comportado ruda y rencorosamente. La falta creció hasta alcanzar el tamaño de un pecado y quise ser absuelto de él. Aún no había terminado de formular este pensamiento, cuando me vi entrando en un pequeño edificio, con puertas de bronce y techo bajo. Me sorprendí de la facilidad con que se podía encontrar una iglesia. En su interior, busqué al hombre del bañador negro, para presentarle mis disculpas. No pude encontrarlo.

Fui hasta un altar lateral con la intención de encender una vela. En el altar había una imagen de la Virgen y más arriba, o mejor, apoyándose en los hombros de la Virgen, estaba sentado un cura, asintiendo gravemente y bendiciendo a cuantos pasaban por el corredor lateral, con una flor rosada que sostenía en una mano. Me detuve particularmente en la flor, porque desde que había entrado en el recinto advertí un fuerte perfume dulzón, y ahora supuse que el olor provenía de la flor. Después vi que esto no era posible, pues la flor era artificial, hecha de alabastro. Con más curiosidad que nunca, abandoné el altar y comencé a buscar, sin éxito, a los monaguillos que mecen los incensarios. Se me ocurrió entonces que el olor no estaba destinado al placer de los fieles, sino a disimular un hedor que aún no había podido descubrir. Decidí permanecer en la iglesia hasta saber de dónde procedía el olor. Me hubiera gustado sentarme tranquilamente en un banco, pero pensé que sería más útil que recorriese la iglesia, familiarizándome con los monumentos y las estatuas, ya que vagamente recordé que era un antiguo edificio y contenía muchas cosas que cualquiera hubiera querido ver -yo mismo, por ejemplo, aunque tuviera poco interés por la arquitectura.

En un momento posterior de mi sueño, descubrí que el olor procedía del santuario central, donde, yacente y visible, se hallaba el cuerpo de un hombre barbudo, llevando una corona de oro. La gente circulaba alrededor del ataúd, inclinándose para besar las narinas del rey. Esta era la razón por la que nadie observaba a los luchadores, pensé. Me aproximé respetuosamente al ataúd y traté de imitar a los demás. Pero al inclinarme me desplomé, sintiendo un gran peso sobre mi cuerpo. Mientras giraba y me revolvía en el suelo, incapaz de levantarme, un anciano me amonestó severamente. «Hay una habitación para este tipo de cosas» dijo. Consultó brevemente con los otros. «Ponlo en la habitación», dijo otro, «antes de que lo haga aquí.» Pensé que querían llevarme al confesionario.

Alguien añadió, «Ponlo en la silla». Me asieron fuertemente y me sentaron en una silla eléctrica negra, como las que yo había visto en las películas norteamericanas de gangsters. Comprendí con horror que aquello no era para confesarse. Pero mientras aguardaba, temblando, que lanzasen la descarga, la silla parecía elevarse conmigo. Me atreví a mirar hacia abajo y vi que la silla permanecía aún sujeta al suelo. Era yo sólo el que ascendía, elevándome cada vez más, en lo que era ahora una inmensa catedral con cristales rosas y azules. Me elevaba hacia una abertura en la bóveda, mucho más alta todavía, flotando hacia arriba a través de una sustancia densa y húmeda que me lamía el rostro.

«Es sólo un sueño», dije a los que estaban por debajo de mí, convertidos en diminutas figuras negras sobre un gran suelo de piedra cruciforme. «Estoy teniendo un sueño religioso.» Seguí ascendiendo hasta que, cuando acababa de horadar el techo, desperté.

Este sueño, que tuve mientras reposaba de mi calculada felicidad con Frau Anders, me informó de que no tendría descanso en mis tareas de investigación. En cierto sentido, el sueño me pareció enigmático. Este nuevo sueño, tal vez por ser el más reciente, parecía ofrecer algunos aspectos más sugestivos que los tormentos y las delicias que había interpretado como mis sueños eróticos del año anterior. ¿No estaban presentes en mi primer sueño, «el sueño de las dos habitaciones», las dos especies de amor y dominación, en estilos masculino y femenino? ¿Y no me proporcionó el segundo, «el sueño de la fiesta original», una guía para mi vida erótica, en la persona de Frau Anders? Pero ¿qué era lo que este tercer sueño -los luchadores, mi viejo amigo el bañista, el rey, la catedral, la ascensión- me dictaba?

Ciertamente, este sueño no era menos enigmático que los precedentes, a pesar del raro hecho de haber elaborado en el sueño, por así decirlo, una interpretación antes de despedirme. Esta no podía ser la significación verdadera del sueño, pero debía interpretarse junto con cualquier otro elemento de los descritos dentro del paréntesis del sueño.

De todos modos, no podía negarse al comentario una cierta situación privilegiada en el orden de los pensamientos del sueño. Sin prescindir de que era, tan claramente, «un sueño religioso», el sueño de una persona devota, plena de culpa, pendiente de la absolución.

No quiero negar un obvio sentido erótico a todos los sueños. Pero en éste, lo sexual se ocultaba tras propósitos más abstractos de unión y penetración. Lo sexual se representó en las escenas de muerte y en palpables imágenes de excremento -¿de qué otro modo podía interpretarse el escondido olor, y aquella repulsiva sustancia que me envolvía al final del sueño? Una desagradable conjunción, ¡lo admito! Pero mientras trato de poner orden en todo esto, para ahorrar al lector cualquier rubor indebido, es necesario escribir sincera y detalladamente.

La creciente clasificación temática de mis sueños me hundió en una nueva melancolía. La tarea que había emprendido era, ahora lo sé, enorme. Compréndase que mi desánimo no provenía del mero reconocimiento del papel de oprimido actor principal que yo jugaba en mis propios sueños. No buscaba en los sueños una interpretación de mi vida, sino, en mi vida, una interpretación de mis sueños. Pero entonces me di cuenta de que era una tarea mucho más agobiante de lo que había imaginado. En mis sueños he actuado bien y adecuadamente. Pero la simple ejecución de las imágenes de los sueños, el proceso mediante el cual las inscribía en mi vida, no era suficiente. Tal vez, pensé, los sueños no sólo me enseñaban a hacer algo, seducir a una mujer, sino también a no hacer nada, excepto concentrarme en purgar alguna impureza, que pueden contener los sueños mismos. No podía seguir aislando lo erótico en mi interpretación y representación de los sueños.

Para ello, se me daba la clave en el marco del último sueño. ¿En qué momento de la historia el hombre fue investido con indescriptibles ansiedades y anhelos? Con seguridad no fue en la comunión de los cuerpos, sino en la exaltación de los espíritus. Sin duda, los primeros hombres religiosos estuvieron tan perplejos como yo, ya que carecían de un nombre que dar a lo que experimentaban.

Fue así como llegué a adquirir el sentimiento de que mis sueños habían marcado y definido mi vida diurna. Llegué a la conclusión de que, siendo mis sueños susceptibles de muchas interpretaciones, no lo eran menos de una interpretación religiosa: a saber, que algo que uno puede, a falta de un nombre mejor, llamar religioso, había irrumpido en mi interior. Esto, en sí mismo, no me proporcionaba placer, ya que no soy una persona crédula ni dada a postergar mi felicidad para otra vida. Tampoco reclamo el dudoso prestigio de la palabra «religión» para volver respetables ante mis ojos los esfuerzos espirituales. Sin embargo, sé que soy una persona capaz de devoción. Sí, definitivamente, diría que, en ciertas circunstancias, no disfruto más que siendo devoto.

He dicho que la primera reacción ante mi sueño fue la melancolía. Posteriores reflexiones la convirtieron rápidamente en meditación, y experimenté una maravillosa calma. Una de mis reflexiones era acerca de mis propios pensamientos; advertí que nunca había pensado realmente, sino cuando escribía o hablaba. Decidí aumentar mi silencio, sin hacerme moroso. Esto era mucho más fácil en ausencia de Frau Anders; tenía el hábito de interrumpir mis silencios para preguntarme en qué estaba pensando. Siendo a ratos una persona sociable, seguí frecuentando el café y asistiendo a algunas fiestas, pero ciertos amigos, herederos de las solicitudes de Frau Anders, subrayaban la diferencia y juzgaban que yo era nuevamente infeliz.

Uno de mis amigos, el sacerdote que dirigía el programa radiofónico, se propuso curar mi melancolía invitándome a dar largos paseos por los famosos bosques que se extienden en las afueras de la ciudad. Era un hombre amable, despierto y de una conversación que yo estimaba, pues para ser un clérigo de mi país, era mucho más cultivado de lo habitual. (Siempre hay algo conmovedor en los esfuerzos tardíos hacia la autosuperación que hace una institución o un sentimiento en decadencia.) Aceptaba sus consejos con interés, debido al reciente giro de mis pensamientos hacia esquemas religiosos. Lo que me dijo después de una serie de conversaciones fue que mis sueños representaban la rebelión de mi conciencia contra una vocación religiosa que yo había abortado.

– No quiero decir -dijo el buen Padre Trissotin- que yo crea que debas aspirar al sacerdocio.

Me sonrojé y le aseguré que tomaría sus palabras en el sentido que él les daba.

– Lo que quiero decir -continuó, naturalmente animado-, es que tú deberías ir a confesarte. Nuestras conversaciones sólo son una preparación para este paso, que ya en tus sueños estabas anhelando. Es en la confesión donde lograrás tu purificación.

Debo decir que siempre he respetado a la Iglesia que me bautizó, y que sólo un millón y medio de ciudadanos de mi país desaprueban hasta el extremo de pertenecer a otra comunidad religiosa. No hay duda de que la Iglesia ha hecho mucho bien, e incluso hoy, cuando veo correr a los sacerdotes jóvenes en sus motocicletas a través de la ciudad, con sus negras sotanas ondeando en el viento, generalmente me detengo a observarlos. No pueden dañar a las almas afligidas sobre las que ejercen su ministerio: los moribundos, las piadosas amas de casa, las muchachas preñadas, abandonadas y llenas de remordimientos, los criminales, los dementes, los intolerantes. Tengo una susceptibilidad congénita, que alguien podría llamar debilidad, hacia los que profesan la cura de almas.

Estéticamente, también disfruto la religión. Tal como mi sueño indica, me siento atraído por las solemnes ceremonias de la catedral. No me son indiferentes el incienso, las vidrieras, la genuflexión. Me gusta cómo los españoles besan su dedo gordo, después de hacer la señal de la cruz. En pocas palabras, me gustan los gestos repetidos. Supongo que uno de los motivos que tuve para intrigarme acerca de mis sueños fue que cada sueño era un sueño repetido. De este modo, todo gesto en el sueño alcanzaba el grado de ritual.

Pero no veo cómo un gesto puede suprimir a otro. Y no quería ser fácilmente consolado.

– Confesarse, mejor que expresarse, hijo mío.

La rosada cara del Padre Trissotin parecía preocupada.

Ya dije que estaba dispuesto a admitir que algo religioso había surgido en mi interior. Pero no me gustó la bienintencionada suposición del Padre Trissotin de que mis sueños eran algo de lo que yo quería necesariamente librarme. No obstante, pensé que sería mejor guardarme esta objeción para mí, y decidí aceptar el reto de mi amigo sobre la conveniencia y la eficacia de la confesión.

– ¿Piensa realmente -dije por fin- que una confesión me librará de mis sueños?

No intentaba discutir con él acerca del valor de mis sueños. Pero pareció adivinar mi reserva interior.

– Yo creo -dijo, sin aparentar ninguna presunción- que tú estás poseído, si no por Dios, sí por el diablo. Has admitido libremente los perversos y arbitrarios impulsos que últimamente te han gobernado y los atribuyes a tus sueños. Pero, simplemente, no puedes hacerte responsable de tus sueños. ¿Y si te han sido enviados por el diablo? Es tu deber combatirlos y no abandonarte a ellos.

Como yo no le respondí inmediatamente, advertí que tomaba mi silencio como un buen presagio del éxito de su consejo.

– Todos los sueños -añadió amablemente- son mensajes espirituales.

– Quizás estos sueños son un mensaje -dije-, y así lo he pensado más de una vez. Pero creo que son un mensaje de una de mis partes hacia otra.

El Padre Trissotin movió su cabeza con un gesto desaprobatorio. Continué:

– ¿Cómo puedo atreverme a no contestar al remitente de estos mensajes con mi propio cuerpo? Digo con mi cuerpo, dado que los sueños están grosera, indecentemente preocupados por la suerte de mi cuerpo. ¿Cómo puedo atreverme a sustituirlo por un intermediario? Especialmente el que usted propone, un sacerdote, una persona educada en el arte de menospreciar el cuerpo.

– No creas en tu propia claridad -dijo-. El cuerpo es más misterioso de lo que tú piensas.

Volví a guardar silencio. Hubiera sido poco afortunado discutir con el Padre Trissotin acerca de estos temas; el desprecio vocacional de su propio cuerpo le inmunizaba contra compañías embarazosas. Aunque proselitizara en círculos íntimos y libertinos, como el de Frau Anders, o en la radio a la masa de compatriotas (la mayoría de los cuales se preocupaban mucho más por el resultado de la carrera anual de bicicletas que por la salvación de sus almas) nunca arriesgaba nada. Siempre hablaba a través del infranqueable foso de su propia castidad.

– Te ha sido enviado un mensaje que no puedes comprender -continuó, con maravillosa confidencia-. Si fueras analfabeto, no dudarías en buscar un escriba que llevase tu correspondencia.

– Ah -respondí-, en tal caso, aún sería yo quien dictara las cartas. Pero cuando acepto el consejo de los sacerdotes, acepto una carta hecha. Y mientras admito que mis sueños pueden no ser tan originales como me parecen, no puedo desprenderme de la idea de que una respuesta diferente, sólo mía, se espera de mí.

Ante esto, el Padre Trissotin me miró con pena, y dijo:

– Eres un ingenuo. El campesino analfabeto nunca sabe si el escriba realmente escribe las palabras tal como le son dictadas. A menudo ocurre que el escriba piensa que él sabe mejor que su cliente lo que debe poner. Después de todo, él tiene mayor experiencia en anticipar las reacciones de los que leen las cartas. -Y continuó-: Tú eres precisamente ese analfabeto en transacciones espirituales, y el sacerdote el escriba con experiencia. Todas las cartas son cartas acabadas, ¿no es cierto? Cartas de esperanza, de amor, de desesperación, de hipócrita solicitud… ¿Por qué no buscar la forma acabada más conveniente que tu mensaje pueda tomar, ya que tu propósito no es sólo ser entendido sino también tener o producir un cierto efecto en la persona que recibe tu carta?

– Quizás -repliqué-, yo no quiero producir ninguna clase de efecto. -No pude contenerme a mí mismo, no pude dejar de contárselo-. Usted supone, Padre, que yo deseo librarme a mí mismo de mis sueños, y me recomienda para eso que acuda al confesionario. Pero, ¡no! Lo que yo quiero, si es que quiero algo, es librar a mis sueños de mí.

Parecía casi derrotado por mi obstinación, ya que dejó caer, con acento turbado, una respuesta muy impersonal:

– Dios te ha dado tu alma para que la salves.

Yo no iba a permitirle esta evasión.

– Padre, déjeme continuar con mi explicación -dije, dirigiendo mis pasos hacia un banco próximo a la fuente. Nos sentamos en lúgubre silencio, a modo de tregua, y observamos cómo jugaban los niños. Entonces me levanté y dije-: Lo que quiero decir es esto. Veo la confesión como un dudoso medio de responder a un mensaje que viene de mí mismo. Es emprender el camino más largo, como salir por la puerta principal hacia la carretera para alcanzar la puerta trasera. O ir al aeropuerto, y alquilar un avión para viajar del ático al sótano. -Parecía disgustado, pero yo continué-: No es la distancia, compréndame, lo que objeto a estas maniobras. Ya que en una casa raramente proyectada la puerta delantera puede estar muy lejos de la trasera, el ático del sótano. ¿Pero por qué salir fuera de la casa?

Escuchando mis propias palabras, dudé de mi habilidad para convencer al Padre Trissotin, pues he observado que el camino más directo para una persona, parece intolerablemente complicado a otra.

– Elegir a un sacerdote para responder a mi propio mensaje, me parece… -me detuve, temiendo ser poco delicado-, me recuerda, si me permite la franqueza, Padre, me recuerda las poco racionales convenciones sobre la sexualidad. Quiero decir -concluí secamente- que no puedo realmente comprender la razón por la que haya que recurrir a una mujer para obtener un placer tan intenso y puro como el que puedo lograr por mí mismo.

Con mi última reflexión, quedó visiblemente impresionado y sugirió una entrevista con su obispo o con alguien de la radio, no recuerdo bien. La tarde casi había transcurrido, pero me quedé un tiempo más sentado en el parque, pensando en nuestra conversación.

Quizás debería explicar algunos de mis anteriores encuentros en el parque con el Padre Trissotin, pero éste me parece el más interesante porque es el menos doctrinal. En las primeras sesiones, el Padre Trissotin suponía que yo necesitaba instrucción teológica y había expuesto las penas y las glorias de la Iglesia. Hasta me había dado un rosario, que yo siempre llevaba conmigo cuando teníamos una cita, pero que en otras circunstancias guardaba en un cajón con mis gemelos. A pesar de mi buena voluntad, no había conseguido escuchar con toda mi paciencia al Padre Trissotin. Yo no creía en su «forma acabada» ni podía entender cómo podía él creer en ella. ¿Qué forma? La proliferación de religiones a lo ancho y largo de la tierra me irrita. ¿Cómo puede uno venerar a la divinidad en tantas posturas? Mientras Buda se apoya sobre su codo, Cristo extiende sus brazos en la cruz. Se anulan uno a otro.


Mientras en mi mente luchaban estos pensamientos, observaba a una niña jugar con una gran pelota de goma. Desde que dejé de ser niño he disfrutado siempre de su compañía. Sentía como si hablar con un niño me reanimase, y ya que ésta era la que tenía más cerca, empecé a observar sus movimientos con mayor atención. Cuando la pelota de la niña rodó alejándose un buen trecho de su niñera y la niña corrió tras ella, me levanté y la seguí. Espero no insultar la sensibilidad de mi lector al reafirmar la pureza de mis intenciones, ya que de hecho no sabía ni lo que le iba a decir ni lo que pensaba hacer con ella.

Era una hermosa niña, con vestido rosa, de unos cuatro años de edad. Anduve tras ella para poder observar cómo corría. Cuando alcanzó la pelota, la estrechó en sus brazos y le habló. Pero otra vez se deslizó de sus pequeños brazos y siguió rodando. Esta vez me adelanté y cogí yo la pelota.

– ¡Es mía!

– Ya lo sé -repliqué-. ¿Qué piensas que voy a hacer con ella?

– ¿Devolvérmela? -dijo, dudando.

– No llores, pequeña. Por supuesto que te la devolveré. ¿Pero qué supones que voy a hacer antes?

– Comértela.

– ¿Y después?

Se sonrió. Yo estaba encantado. Me hubiera gustado lanzar al aire, de manera que llegaran hasta ella, como una pelota, todas mis fantasías y oírlas rebotar otra vez en mí, con su acento infantil. Pero no quería que ella me quitase de las manos la pelota, como estaba intentando.

– No, no. Todavía no. -La mantuve fuera de su alcance-. Dime pequeña, ¿qué es lo primero que recuerdas?

– Quiero mi pelota.

– ¿Recuerdas algo?

– Una vez fui al zoo.

– ¿Algo más?

– Recuerdo mi nombre. ¿Quieres saber cuál es?

– ¿Recuerdas a tu madre?

Rió abiertamente.

– ¡Tonto! ¿Cómo puedo recordarla? ¡Ella está en casa!

– Yo tampoco recuerdo a mi madre -dije.

– ¿Está en casa?

– No. Está muerta.

– Yo conozco mucha, mucha gente muerta -replicó la niña-. Millones, millones y millones. Millones de muertos.

– ¿Dónde están?

– Mi padre los guarda en su oficina. Va todos los días a hablar con ellos.

– ¿Es médico tu padre?

– No, él gana dinero. Esto es lo que hace.

– Tu madre, ¿a veces te pega?

– No. Sólo mi niñera. Me pega cuando me alejo del banco.

– ¿Quieres que te devuelva la pelota?

– ¿No te la comes? ¿Es demasiado grande?

Quería contentar a la niña, de modo que le dije:

– No, yo desayuno cada día cosas mayores que esta pelota. Como tigres y acróbatas y picaportes. Esta mañana me comí una silla negra.

Verla reír era mejor que cualquier confesión.

– ¿De verdad? No te creo. Estás mintiendo.

– No. Te lo juro. Es cierto. ¿De verdad te gustaría que me comiera tu pelota?

– ¿Entonces me la devuelves?

– Tal vez. Mira.

Saqué mi navaja e hice una pequeña incisión en la carnosa goma de la pelota. La pelota se arrugó en mis manos. Llevé la goma a mi boca y simulé que masticaba.

– ¡Oh, lo hiciste! Lo has hecho. Vamos a decírselo a la niñera.

– No. Ahora debes marcharte. Me volví de modo que no pudiese verme y escupí la goma en mi mano.

– Yo también quiero comerme la pelota.

– No, tienes que comprarte otra.

– ¿Se ha muerto, la pelota? ¿La has matado con tu cuchillo?

– No, la pelota la tengo dentro. Y tardará bastante tiempo en salir, de modo que, entretanto, debes comprarte otra. Pero tengo un regalo para ti.

Vi a la niñera, mirando ansiosamente hacia un lado y otro del camino.

– ¡Quiero verlo!

– Sí, es un rosario. Un buen cura me lo dio. Y ahora tú puedes rezar por tu pelota.

Lo puse en sus manos. Ella lo cogió, dudando, y después de mirarlo de cerca, sonrió.

– Creo que será como tener mi pelota.

– Adiós, pequeña.

– El rosario es negro -dijo en un tono enigmático.

– Adiós, pequeña.

Y la dejé, en medio del sendero, corriendo entre las flores.

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