CAPITULO VI

«No», me dije a mí mismo un día. «Es muy claro, todavía no he terminado con Frau Anders. Estoy esperándola.»

Extrañamente irritable, Frau Anders regresó de acompañar a su marido en el viaje de negocios que por fin se convirtió en una vuelta al mundo y su segunda luna de miel. Nunca la había conocido bajo este aspecto. «Qué muerto está el mundo», gritó, «¡qué insípida es la gente! Yo tan alegre, tenía tantos deseos de vivir… Ahora apenas puedo levantar la cabeza de la almohada por las mañanas.» Insistí para que viviera conmigo, para que abandonara a su marido y su dinero, su hija y su salón.

Ella asintió, quizás debido a la intensa compañía de su marido, con quien había compartido muy poco tiempo en los últimos años. Frau Anders quería una última entrevista con él para acusarlo de conducirla, con su negligencia, a varios adulterios, pero evité el melodrama. Al principio fue difícil disuadirla, pero me hice fuerte en mi propósito, ya que, si debíamos vivir juntos, era necesario que afirmase mi autoridad desde el principio. Eventualmente, y no sin sorpresa para mí -ella era por naturaleza una mujer imperiosa-, también accedió en este aspecto.

Esperó a que su marido volviera a marcharse. Dijo a su hija que iba a visitar a un familiar en su país natal. Nuestra salida de la ciudad fue clandestina. Nadie, excepto Jean-Jacques, supo que yo la acompañaba.

Cuando empezamos a viajar, observé que mi compañera tenía una ilimitada capacidad de aburrimiento. Requería entretenimiento permanente y visitaba las ciudades como si se tratara de servilletas de papel que una vez usadas se tiran al cesto. Su apetito por lo exótico era insaciable, ya que su único propósito era devorar y seguir adelante. Hice cuanto estuvo a mi alcance para distraerla, y al mismo tiempo, trabajaba para remodelar su idea acerca de nuestras relaciones. Antes de su viaje, yo me había sentido, como dije, extremadamente frustrado. Frau Anders no entendió nuestro vínculo, ni tampoco mis sentimientos. Yo sabía que nuestras relaciones eran mucho más serias de lo que ella suponía -y lamenté no ser capaz de complacerla, cuando no me hubiera costado nada, sino la verdad, un fácil trofeo. Debió observar mi falta de interés romántico en ella, pero deseaba que advirtiera también cuan profunda, aunque impersonalmente, la apreciaba como encarnación de mi apasionada relación con mis sueños. A través de las voluntarias escenificaciones de mis sueños, ella me ha atraído sexualmente como antes ninguna otra, y como, posiblemente, ninguna podrá conseguirlo.

Después de algunos meses de agitado y costoso viaje, Frau Anders estaba suficientemente serena y confidente como para descansar por un tiempo. Nos afincamos en una pequeña isla, y pasaba los días junto a las barcas, hablando con los pescadores y los buscadores de esponjas y nadando en el cálido mar azul. Soy muy aficionado a los isleños, que poseen una dignidad que los habitantes de las ciudades han perdido, y un espíritu cosmopolita que los campesinos nunca podrán alcanzar. Hacia el atardecer regresaba a la casa que habíamos alquilado, para tomar el sol que caía con mi pareja. Al anochecer nos sentábamos junto al muelle, en uno de los tres cafés de la isla, bebiendo ajenjo y conversando con los otros residentes extranjeros sobre el esplendor de los yates visitantes. A veces un policía, abrigado con su capa y luciendo gorra de visera, se paseaba ostentosamente y la conversación de los extranjeros se detenía para admirar su vanidad. Mis sentidos se aguzaron sensiblemente en la isla con este flexible régimen de sol, agua, sexo y vacua conversación. Mi paladar, por ejemplo: la cena empapada en aceite de oliva y ajo trinchado llegó a tener un gusto y un olor exquisitamente variados. Y también mi oído. Cuando a las diez de la noche, la electricidad de la isla era cortada y se encendían las lámparas de queroseno, podía distinguir, a una distancia de muchas millas, los sonidos de diferentes campanas. Desde el pesado cascabel que llevaba el burro, hasta el estridente sonido del cencerro de la cabra. A medianoche, cuando el último toque de campana del monasterio situado en la colina, a espaldas de la ciudad, se dejaba oír, nos retirábamos.

Lejos de la ingeniosa conversación con sus huéspedes de la ciudad, y descubriendo (resistidamente) mi propia necesidad de soledad, Frau Anders se aburría abiertamente. Sugerí que tratara de meditar, ahora que había silencio. La idea pareció reanimar su espíritu. Pero, pocos días después, me confesó que sus esfuerzos no le proporcionaban ningún fruto y me pidió que la dejara escribir. De mala gana, accedí. Digo de mala gana, porque tenía poca confianza en la mente de Frau Anders y consideraba que sus mejores cualidades -su dulzura e insistencia -florecían únicamente porque habían escapado a su propio conocimiento. Temí que el esfuerzo de asumir la identidad de escritor pudiera privarla del escaso realismo del que disponía. «Poesía no», dije, firmemente. «Por supuesto que no», replicó, ofendida por mi insinuación. «Sólo la filosofía despierta mi interés.» Se decidió a comunicar sus intimidades al mundo en forma de cartas a su hija, que, a nuestra partida, había abandonado al anciano director de orquesta por el nada más que maduro doctor.

«Querida Lucrecia», suspiraba en la terraza, mientras tomábamos baños de sol. Esta era la señal de que sus esfuerzos epistolares estaban a punto de reanudarse. Entraba en la casa y tomaba su perfumado papel de carta y su pluma con tinta roja y llenaba varias páginas con sus reflexiones. Al terminar, volvía afuera conmigo y me leía en voz alta la carta. Generalmente solía rechazar todos mis sinceros esfuerzos por mejorarla.

«Querida Lucrecia», recuerdo que empezaba una carta. «¿Has considerado alguna vez que los hombres se sienten obligados a probar que son hombres, mientras las mujeres no tienen que afirmar su feminidad para ser consideradas como tales? ¿Sabes a qué se debe esto? Deja que con mi sabiduría de madre y de mujer te instruya. Ser mujer es ser lo que los seres humanos están destinados a ser, plenos de amor y serenidad» -en este punto, ella acariciaba mi tupido cabello, consolándome-«mientras que ser hombre es intentar algo antinatural, algo que la naturaleza nunca ha intentado. La labor de ser hombre fuerza la máquina» -pido al lector que observe su confusión en cuanto a las metáforas naturales y mecánicas- «lo que comporta continuas averías. La violencia y la rudeza, todas las pretensiones patéticas con que el hombre persiste en su vano intento de probarse a sí mismo, son conocidas y apreciadas como actos de hombría. Sin ellas no se es hombre. ¡Por supuesto que no!»

Admito que si debo ser encomiado como hombre, preferiría serlo por Jean-Jacques, cuya arrogancia estaba al menos compensada por el hábito de la ironía, que es la segunda naturaleza de todos los que juegan con su identidad sexual. Sin embargo, ¿cómo podía estar irritado con Frau Anders? Su imprudencia era tan ingenua, su habilidad para hacerse querer tan divertida… y aunque hubiera estado irritado, habría pensado que no tenía derecho a juzgar a aquella mujer sin haber conocido a mi propia madre.

«Querida Lucrecia, el dinero entorpece el espíritu. Los falsos valores empiezan con la adoración de las cosas. Lo mismo ocurre con la reputación. ¿Podemos pedir algo más que indiferencia a nuestra sociedad, algo más que libertad para obtener nuestros placeres?» Este era el tema de otra carta, que me gustó por el intento de emular mi indiferencia hacia las posesiones y la reputación, sentimiento que durante esa época demostré a menudo a Frau Anders.

«No te asustes por tu cuerpo, querida Lucrecia, el cuerpo más encantador del mundo. Procura apartar todas las mojigaterías y goza tus placeres como te aconseja tu sabia madre. ¡Ojalá todas las madres instruyesen así a sus hijas! El mundo sería un jardín, en este caso, un paraíso. No dejes que la mano muerta de la realidad inhiba tus sensaciones. Toma y te será dado. ¡Aparta de tu alrededor a todos aquellos que se miden por el ahorro y el gasto! Atrévete a pedir más.»

Mientras me leía estas líneas, recordé a la plácida muchacha rubia que su madre imaginaba como una gran cortesana. Sentí pena por Lucrecia, y enfado hacia su madre, por continuar jugando a distancia con sus desvelos, puramente teóricos. Años después tuve que corregir este rápido juicio, ya que supe que Lucrecia nunca había sido una chica inocente, corrompida por una madre mundana. Quizás fue al revés, como Lucrecia me explicó luego: fue la libertina adolescencia de la hija que incidió sobre la carrera de libre erotismo de la madre, mucho más inocente y afectiva. Durante la época a la que me refiero, sin embargo, veía a Lucrecia sólo a través de los ojos de los turbios consejos de su madre, como antes la había visto con los ojos del deseo del anciano director. La juzgaba como víctima de ambos.

«Hay sólo una comunicación, querida Lucrecia, la del instinto. Durante dos mil años, el instinto ha trabajado bajo los pretenciosos dictados del espíritu, pero observo que emerge una nueva desnudez, que nos liberará a todos de las cadenas de la legalidad y de los convencionalismos. Nuestros sentidos están adormecidos por el peso abrumador de la civilización. Los pueblos negros conocen esta verdad; nuestra raza blanca está acabada. El hombre con sus máquinas, su inteligencia, su ciencia, su tecnología, dará paso a la intuición de la mujer, al poder sensual y a la crueldad del hombre negro.»

Con esto basta, pues no debo cansar más al lector. Y no quiero dar la impresión de que mis sentimientos hacia Frau Anders estaban totalmente consumidos por vivir en árida proximidad. En la intimidad del lecho, conocí sus teorías, y la encontré más complaciente que nunca. Yo era un amante vigoroso (pese a mi piel blanca); no obstante, ya lo he dicho, sus ardores me parecían demasiado fáciles de satisfacer. Había en la isla un joven pescador que seguía a mi compañera como un perro perdido y le demostré muy claramente mi total ausencia de celos. Una vez que hubo empezado a dudar de su capacidad de atracción sobre mí, dobló su solicitud y yo me vi sumergido en la paz de la carne, si no en la del espíritu.

Después del primer invierno en la isla, le propuse continuar viaje a otra parte. Pronto nos encaminamos hacia el Sur, rumbo a las tierras exóticas que decía admirar. Durante el camino hicimos muchas compras de «objetos nativos», pero yo quería viajar, en la medida de lo posible, sin tener que preocuparme por el equipaje, y sugerí que lo enviáramos todo a mi hotel en la ciudad. Yo mismo llevé los paquetes, cuidadosamente preparados por Frau Anders, a la oficina de correos, y los envié a una dirección inexistente.

Un día llegamos a una ciudad de árabes y, tras mi invitación, nos dispusimos a instalarnos allí por un tiempo largo. Visitamos el barrio nativo con un muchacho de catorce años que se había acercado a nosotros en las proximidades del hotel. Aquel era el mes anual de abstinencia, establecido por su religión, durante el que los creyentes están obligados a la continencia sexual y a ayunar entre sol y sol. El muchacho nos miraba inexpresivamente mientras bebíamos vasos de delicioso té con menta en el palacio de un sultán (abierto ahora a los turistas) y comíamos los alargados pastelillos de miel que vendían en el mercado. Frau Anders trató, sin éxito, de hacer que el muchacho los comiera con nosotros. Para distraer su atención de aquella impiedad, le sugerí que consiguiera del muchacho un placer prohibido, ya que él no lo aceptaba de nosotros. Le preguntó dónde podíamos conseguir algunos de los narcóticos que hacían famosa a la ciudad. El muchacho pareció satisfecho por nuestro interés, ya que habíamos establecido un vínculo con él, y nos llevó hasta el equivalente árabe de una farmacia, donde compramos dos pipas de barro y cinco paquetes de un grueso polvo verde, que llevamos al hotel y probamos más tarde. No apruebo los narcóticos -o por lo menos nunca he sentido su necesidad, ni he creído que mis sentidos estuviesen agotados- pero tenía curiosidad por saber qué efectos producirían en mi pareja. De pronto se desperezó sobre la cama y empezó a sonreír. La invitación sexual era inconfundible. Pero yo quería ver algo nuevo y, tomándola del brazo, le dije que debíamos marcharnos, que la ciudad sería esta noche su amante, que se nos aparecería dilatada, en un lento movimiento, más sensual que cualquier otra ciudad que ella hubiera podido conocer. Me permitió que la levantase de la cama. Después de ponerse su mejor vestido y de arreglar mi corbata, fue lentamente hacia el ascensor, apoyándose en mí para no caer.

En las calles sonaban disparos. Alquilamos un carruaje para que nos llevara a un desvencijado edificio de madera cercano al puerto, que albergaba un bar donde los marineros y los turistas menos respetables se reunían. El camarero, un alto y fornido árabe, me estrechó la mano cuando pagué nuestra primera ronda. Los músicos tocaban javas, flamenco, polcas; nos sentamos a una mesa y observamos a los bailarines. Una hora después el barman se acercó y nos presentó a su mujer. La mujer, árabe y pelirroja, rodeó con su brazo el desnudo hombro de Frau Anders y susurró algo a su oído. Noté la mirada, levemente embarazosa, con que mi compañera miró a la mujer, seguida de otra, vaga y complacida, que dirigió hacia mí.

– Nos han invitado a tomar unas copas con ellos cuando hayan cerrado el bar, querido Hippolyte. En su apartamento, encima de aquí. ¿No es encantador?

Contesté que lo era.

De modo que, una vez finalizado el ruido, y pagadas o anotadas las últimas sumas escritas con tiza sobre el mostrador, nos retiramos a las oscuras habitaciones del piso superior. Nos ofrecieron más bebida, que yo rechacé. Fue muy fácil. Todo lo que hice fue dar mi consentimiento en el momento crucial en que mi compañera me hizo señas. El hombre y yo nos sentamos en la sala, y él me recitó algunas poesías acompañándose con una guitarra. No pude prestar toda mi atención a su recital, puesto que tenía el oído constantemente distraído con los sonidos que creí provenían de la habitación contigua. Después de todo, yo era algo celoso.

A la mañana siguiente -o mejor dicho, al mediodía- Frau Anders atribuía a su aventura una satisfacción que me pareció algo menos que sincera. Como siempre, en los momentos en que aspiraba a una emoción que no experimentaba por completo, pensaba en su hija. «Querida Lucrecia», empezó a escribir en la estrecha mesa del hotel. «El amor rebasa todas las fronteras. Te he animado frecuentemente a descubrir esto por ti misma, pues el amor entre dos personas de edades muy diferentes no es una barrera para las mutuas satisfacciones. Deja que añada a este consejo, querida mía, que el amor no conoce tampoco barreras de sexo. ¿Qué más bello que el amor entre dos hombres varoniles, o el amor de una refinada mujer de nuestros climas nórdicos hacia una esbelta muchacha del mundo pagano? Todos tienen mucho que enseñarse recíprocamente. No te asustes ante estas experiencias cuando las encuentres genuinamente en tu corazón.»

Quemé esta carta al día siguiente, mientras Frau Anders hacía las compras. Escribí a Jean-Jacques una carta llena de aburridas disquisiciones sobre el carácter de mi compañera. Pero lo pensé mejor y la rompí. Carta por carta. Me arrepentí de mis aires de censor a los que todavía estaba sujeto, a pesar de mis buenas intenciones. Una vez más traté de pensar qué podía haber de beneficioso en la naturaleza de Frau Anders, tanto para ella como para mí.

Que ella hacía progresos, era indudable. Hasta llegó a parecerme más atractiva. Para una mujer de cuarenta años (nunca quiso decirme su edad exacta) resultaba, en todas las ocasiones, de muy agradable presencia. Ahora florecía bajo el sol meridional y del corazón de sus fantasías narcóticas surgió la despreocupación por su vestido, permitiéndome verla sin cosméticos. No por esto la deseé más, pues cualquier complicidad con un capricho mío me fatigaba. Pero, a medida que mi pasión se diluía, sentí una atracción mucho mayor hacia ella.

Pensé dar una última oportunidad a mi pasión, haciendo a Frau Anders cómplice de mis sueños. Escuchó en un perezoso silencio y, cuando le hube contado varios de mis secretos, me arrepentí de lo que había hecho.

– Mi querido Hippolyte -exclamó-, son adorables. Tú eres un poeta del sexo. ¿Lo sabías? Todos tus sueños son místicamente sexuales.

– Yo creo -dije tétricamente- que todos son sueños vergonzosos.

– Pero tú no tienes de qué avergonzarte, querido.

– Algunas veces me avergüenzo de tener estos sueños -repliqué-. Por otro lado, no hay nada en mí vida de lo que pueda avergonzarme.

– ¿Ves, querido? -dijo ella apasionadamente.

– Pruébame que puedo estar orgulloso de mis sueños.

– ¿Cómo?

– Te diré algo -fue mi serena respuesta-. ¿Qué pensarías si te dijera que cada vez que te abrazo no me preocupa tu placer, ni el mío, sino tan sólo los sueños?

– La fantasía es perfectamente normal -dijo, tratando de aliviar su herida.

– ¿Y si te dijera que mi participación en la fantasía no es ya suficiente, que necesito tu cooperación consciente en mis sueños para seguir amándote?

Ella accedió a hacer lo que le pedía -¿acaso esperaba yo otra cosa?- y le mostré cómo interpretar sucesivamente las escenas de mis sueños. Ella representó al hombre del bañador, a la mujer de la segunda habitación, a sí misma como la anfitriona de mi «fiesta original», al bailarín de ballet, al cura, a la estatua de la Virgen, al rey muerto -todos los papeles de mis sueños. Nuestra vida amorosa se convirtió en un ensayo de sueños, en lugar de ser un generador de sueños. Pero a pesar de mis cuidadosas instrucciones, y de su deseo de complacerme, algo no andaba bien. Era este gran deseo de complacerme, creo. Yo necesitaba un contrincante más que un cómplice y Frau Anders no me correspondía siempre con la convicción que requerían los sueños. Este teatro de dormitorio no me llegó a satisfacer porque, mientras mi amante me prestaba su cuerpo para jugar sobre él los variados papeles de mi fantasía, ella había dejado de saber cómo apoyarme.

Pero, ¿puede realmente una persona participar en los sueños de otra? Seguramente éste fue un proyecto infantil y delirante, y no puedo culpar a Frau Anders de su fracaso. Reflexionando sobre estos hechos, pienso que, de algún modo, mi preocupación por ella había aumentado. Es cierto que sufría por esto -sabiéndose amada no como mujer sino como persona- y sin embargo no se defendió haciéndome sentir ridículo. Había llegado a amarme mucho. Y el hecho de que no me mostrara afectado por el ridículo no disminuye la gratitud que le debo por trascender su almacén de clichés para aceptarme, o tal vez comprenderme. Afortunadamente, no soy la clase de hombre que teme el ridículo, y aún menos lejos de mis misteriosos sueños; pero conozco suficientemente el mundo como para poderlo reconocer.

Desde que ella consintió en considerar seriamente mis sueños, pensé que sería justo agradecérselo con mi amabilidad. Pero debo confesar que no pude igualar su ingenua seriedad.

Mis propios esfuerzos para convertir sus fantasías en actos llegaban a hacerme reír. No puedo excusar la mórbida ligereza que entonces me poseía. Debe comprenderse que yo no intentaba en modo alguno ser cruel, aunque mis actos pudieran ser interpretados de ese modo.

Por iniciativa de Frau Anders, en gran parte, comenzamos a pasar los atardeceres en el barrio nativo. Había llegado el verano y ni siquiera las horas que dejábamos transcurrir en las amplias y hermosas playas nos mantenían frescos durante el resto del día. Por la prodigalidad con que mi compañera gastaba el dinero, éramos bien recibidos en todas partes. Continuó ocupando sus días con el ejercicio de la buena disposición erótica que le proporcionaba el kiffi, y con sus exuberantes cartas a Lucrecia, que en aquel entonces tenía un affaire con el bailarín negro y presidía el salón de su madre con un éxito que ella sugería sólo modestamente en sus cartas. Frau Anders no estaba tan fuera de la realidad como para no sentirse afectada por las noticias, intranquila y, ocasionalmente, irritada.

Decidí que sería bueno para ella conocer más intensamente las pasiones exóticas de las que hablaba con tanto entusiasmo. Una noche, cuando regresaba al hotel con provisiones, se me acercó un comerciante.

– ¿Y la señora, monsieur? -dijo al principio-. Mi hijo la admira en gran manera. No probará bocado si no la hace su mujer.

– La señora estará encantada -dije, algo nervioso. El candor del hombre -una cualidad que admiro por encima de todas las demás- me desarmó, pero esta falta absoluta de ceremonial me anunciaba una inusitada impaciencia, que hubiera podido convertirse en violencia, de no haber complacido su deseo.

– ¿Cuánto? -dijo.

– Dieciséis mil francos -dije, sin tener idea de una cifra aproximada. El lector debe pensar en el valor del franco hace treinta años.

– Oh, no, monsieur -replicó, dando un paso atrás y gesticulando bruscamente-. Eso es demasiado, demasiado, demasiado. Ustedes, los europeos, ponen demasiado alto el valor de sus mujeres, y además, no he precisado el tiempo que mi hijo desea disfrutar de la compañía de esta mujer.

Decidí que sería mejor adoptar el tono más firme, ya que era inútil no regatear con esta gente.

– Debo decirte -contesté- que exactamente en una semana pienso dejar esta ciudad y regresar a mi país. Si he de marchar sin la mujer, debo contar con los ocho mil francos que me entregarás cuando esta noche ella y yo visitemos tu casa, como un adelanto sobre los ocho mil restantes, que deberás pagarme dentro de una semana.

Me hizo entrar en un portal blanco. -Cinco mil ahora, y tal vez, si todo va bien, los otros cinco mil dentro de una semana.

– Siete mil ahora y lo mismo, si todo va bien -repliqué, soltando mi brazo de la presión de su mano.

Lo dejamos en siete mil aquella noche y seis mil una semana después. Me parecía justo que una semana, o menos, con mi amiga, fuera más caro, siendo menos fatigoso, que la compra indefinida de su persona. Sin embargo, protesté galantemente diciendo que su valor era mucho mayor que esta insignificante suma.

– Asegúrame que tu hijo prometerá no hacerle daño.

– Lo prometo -dijo solemnemente.

Desde aquel momento me pareció evidente que no existía ningún hijo por el que el árabe estuviera mediando. Mi amigo, el comerciante, se limitaba a ser galante consigo mismo; viendo a mi atractiva pero madura amiga en compañía de un joven bien parecido, deseaba asegurarme que ella no estaría haciendo un desfavorable cambio. Yo, sin embargo, pensé que era poco probable que un joven árabe deseara a una mujer europea, entrada en su madurez, por muy vehementemente que su piel quisiera triunfar sobre la blanca. Supuse, entonces, que el fornido y cano mercader la quería para él. ¿A qué se debía mi seguridad? Habiendo terminado el mes de abstinencia, quién sabe qué extrañas fantasías se producían. Sabía perfectamente que no existen gustos establecidos de antemano: ¿No había querido yo a Frau Anders para mí? ¿No había resultado atraída por una persona poco agraciada, como la esposa del barman? De modo que, durante mi regreso en barco, decidí que había sido un viril joven árabe, de blanca dentadura, quien había deseado a Frau Anders, y ella había consentido con alegría, contenta de sacarse de encima al pesado Hippolyte, con sus sueños e insatisfacciones. Por lo menos, esto era lo que yo esperaba. Me desagradaba pensar que hubiera habido violencia, terror, violación y mutilación de aquel cuerpo bienhechor.

Como no regresara inmediatamente a la ciudad, tras mi propio regreso, me agradó pensar que ella estaba satisfecha -más tarde pude comprobarlo- y que aprendía la verdad sobre los sentimientos temerarios de sus cartas a Lucrecia. Pues nada de lo que describía era incierto. Pero Frau Anders tenía la habilidad de hacer de las verdades mentiras cuando las decía. Sus cartas eran retóricas; yo la había capacitado para actuar.

Perfumada e ignorante de su destino, la dejé en la puerta del mercader. Entró antes que yo, y la puerta se cerró silenciosamente detrás suyo. Pensé si esto le serviría de prueba acerca del verdadero valor de las cortesías ceremoniales hacia las mujeres, que falsifican las relaciones entre hombres y mujeres europeos. Si los hombres precedieran a las mujeres al franquear las puertas, o si no existiera un orden de preferencia, no hubiera sido tan simple.

Esperé en la calle empedrada, frente a la casa. Media hora más tarde, el mercader apareció con un discreto sobre que contenía los siete mil francos y me besó en ambas mejillas. Me demoré un momento aún, después de ver desaparecer al comerciante. No se escuchaba un solo ruido.

Aparentemente, todo estaba bien. Una semana después, mi amigo estaba en el puerto con otro sobre, más besos, garantías sobre la salud y el bienestar de Frau Anders y poéticas alabanzas hacia su persona.

Me embarqué directamente para casa.

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