6

Mientras estaba tumbado en mi mecedora me visitaron diversas personas. Primero vino el señor Phillips, colega y amigo de mi padre cuyo pelo llevaba una marca en derredor en recuerdo de su gorra de jugador de béisbol. Levantó su mano para que le prestara atención y me hizo jugar a ese juego que en su opinión agilizaba la mente.

– Toma dos -dijo rápidamente-, añádele cuatro, multiplícalo por tres, réstale seis, divide por dos, añade cuatro: ¿Cuánto tienes?

– ¿Cinco? -dije, porque me había quedado fascinado por la agilidad de sus labios y había perdido la cuenta.

– Diez -dijo él con una pequeña sacudida de su inflexiblemente peinada cabeza, que pretendía ser una regañina.

Era un hombre pulcro en todas sus cosas y le molestaba toda señal de falta de coordinación.

– Toma seis -dijo-, divide por tres, añade diez, multiplica por tres, añade cuatro, y divide por cuatro. ¿Cuánto queda?

– No lo sé -dije lastimeramente. La camisa me abrasaba la piel.

– Diez -dijo él arrugando con tristeza sus labios de goma-. Vamos al grano -añadió. Era profesor de ciencias sociales-. Dime cuáles son los miembros del gobierno de Truman. Acuérdate de la mágica regla mnemotécnica: ST. WAPNICAL.

– Departamento de Estado [7], Dean Acheson -dije, pero ya no pude recordar ningún nombre más-. Pero, de verdad -grité-, dígame, señor Phillips, usted ha sido amigo suyo, ¿es posible? ¿Adónde pueden ir a parar los espíritus?

– T -dijo él-. Thanatos. Es Thanatos, el señor de la muerte, quien se lleva los muertos. Nos están ganando, chico; tranquilo, tranquilo.

Y dio un ágil paso hacia un lado, se agachó y recogió la pelota cuando caía después del corto bote. Se afirmó sobre sus pies, giró a cámara lenta, y la lanzó de volea. Era un lanzamiento magnífico y detrás de mí las cumbres de las montañas empezaron a gritar. Me esforcé por batear la pelota y devolverla, pero mis muñecas estaban encadenadas con hielo y latón. A la pelota le crecieron ojos y una melena de sedosas fibras de maíz como la que asoma por las orejas. La cara de Deifendorf se acercó tanto que pude oler su aliento seboso. Tenía las manos juntas de forma que se le formaba entre las palmas una pequeña grieta como de rombo.

– Lo que les gusta, entiendes -me dijo-, es tenerte ahí. Todas. Lo que quieren es eso, que te metas ahí y entres y salgas.

– Parece tan animal.

– Es asqueroso -dijo mostrándose de acuerdo conmigo-. Pero es así. Entrar y salir, entrar y salir; y nada más, Peter. Los besos, los abrazos o las palabras bonitas las dejan igual que antes. No tienes más remedio que hacerlo.

Cogió un lápiz, se lo metió en la boca, y me enseñó cómo se hacía, bajando la cara con el lápiz sujeto en la boca hasta hacerlo entrar, con la goma por delante, en el hueco que formaban sus palmas. Durante ese momento de delicada atención todo un mundo silencioso parecía estar conjurado en su aliento. Luego, se incorporó otra vez, separó sus manos, y se dio unos golpecitos en los dos bultos de su palma izquierda.

– Si tienen demasiada grasa aquí -dijo-, en la parte interior de los muslos, te quedas bloqueado, ¿entiendes?

– Me parece que sí -dije yo furioso porque el escozor de los brazos me daba unas ganas terribles de rascarme justo en el sitio donde mi camisa roja empezaba a clarear.

– De modo que no debes despreciar a las flacas -me advirtió Deifendorf, y la densa seriedad de su cara me resultó repulsiva porque sabía que aquellos rasgos habían conquistado a mi padre-. Por ejemplo, una cría flacucha como Gloria Davis, o una de esas grandes y fuertes como la señora Hummel, me entiendes, cuando te agarra una de éstas no te sientes tan perdido. ¡Eh, Peter!

– ¿Qué? ¿Qué?

– ¿Quieres saber cómo se averigua si son apasionadas?

– Sí, dímelo, sí.

Dio un golpecito en la yema de su pulgar y dijo:

– Se sabe por esto, por el monte de Venus. Cuanto más abultado, más lo son.

– ¿Más qué?

– No seas tonto -dijo dándome un golpe en las costillas que me hizo boquear-. Y otra cosa. ¿Por qué no te pones unos pantalones que no tengan una mancha amarilla en la bragueta?

Se rió y a mi espalda las montañas del Cáucaso rieron, golpeándose con sus toallas y sacudiendo sus plateados genitales.

Luego vino a visitarme el pueblo, maquillado con pinturas indias y con un rostro de expresión vaga de tanto frívolo llanto.

nos recuerdas -dije-, ¿recuerdas que íbamos a buscar el tranvía los dos, él primero, y yo siempre corriendo detrás, tratando de mantenerme a su altura?

– ¿Recordar? -Se tocó confundido la mejilla y se le pegaron a los dedos porciones de yeso húmedo-. Hay tantos…

– Caldwell -dije-, George y Peter. Él era profesor en el instituto, y cuando terminó la guerra hizo de Tío Sam y encabezó el desfile que salió del parque de bomberos y bajó por la carretera, allí donde estaban las vías de los tranvías.

– Recuerdo a alguien -dijo. Le temblaban los párpados al concentrarse, parecía un sonámbulo-, un hombre fornido…

– No, un hombre alto

– Todos os creéis -dijo repentinamente ofendido- que por haber estado aquí un año o dos, que yo…, que yo…, hay miles. Ha habido miles, habrá miles… Primero, los nativos. Luego, los galeses, los alemanes del valle de Tulpehocken…, y todos piensan que tengo que recordarles. De hecho -dijo-, tengo mala memoria.

Al hacer esta confesión se le iluminó la cara con una rápida sonrisa que, al arrugar su cara en sentido absolutamente contrapuesto a las marcas de pintura de colores térreos que la cubrían, hizo que durante un segundo le amara aun a pesar de su debilidad.

– Y cuanto más viejo me hago -continuó-, más me estiran. Alargan las calles Shale Hill arriba, han hecho una nueva zona urbanizada por el lado de Alton…, no sé, cada vez me importan menos cosas.

– Estaba con los Lions -dije de repente-. Pero no llegaron nunca a nombrarle presidente. Pertenecía al comité que quería que se creara un parque municipal. Siempre hacía buenas obras. Le gustaba caminar por los callejones y pasaba mucho tiempo en el taller de Hummel, allá en la esquina.

Tenía ahora los ojos cerrados y, siguiendo el diseño de sus párpados toda su cara parecía membranosa y distendida, y estaba cruzada por finas venas, y tenía la expresión ensimismada que tienen las mascarillas mortuorias. En los puntos en los que no estaba seca, la pintura brillaba.

– ¿Cuándo arreglaron el callejón de Hummel? -murmuró para sí-. Allí había antes un taller de ebanistería, y el hombre aquel en su pequeña barraca, que se había quedado ciego por el gas cuando estaba en la trinchera, y ahora veo a un hombre que entra en el callejón… Lleva el bolsillo superior de la chaqueta lleno de plumas viejas que no escriben…

– ¡Ése es mi padre! -grité.

Él sacudió la cabeza fastidiado y levantó lentamente los párpados:

– No -me dijo-, no es nadie. Es la sombra de un árbol.

Sonrió y se sacó del bolsillo una semilla de arce que partió diestramente con la uña del pulgar y se la pegó a la nariz, como solíamos hacer cuando éramos niños; parecía un pequeño cuerno verde de rinoceronte. De repente, la combinación del cuerno con la pintura ocre le dio una expresión malévola, y por primera vez me miró directamente, con unos ojos tan negros como el petróleo o la marga.

– Sabes -dijo claramente-, lo malo es que os fuisteis. No hubierais debido hacerlo.

– No fue culpa mía. Mi madre…

Sonó la campanilla. Era hora de comer, pero nadie me trajo comida. Yo estaba sentado frente a Johnny Dedman y nos acompañaban otros dos. Johnny dio las cartas. Como yo no podía coger las mías, me las enseñó levantándolas delante de mi cara de una en una, y vi que no eran cartas corrientes. En lugar de los puntos, tenían en el centro una fotografía borrosa.

A ◊: mujer, blanca, madura, sonriente, sentada en una silla, desnuda, con las piernas abiertas.

J ♡: mujer blanca y hombre negro haciendo ese acto de adoración mutua generalmente conocido con el nombre de 69.

10 ♣: cuatro personas, dispuestas en rectángulo, hombres y mujeres, alternados, una negra, tres blancas, haciendo el cunnilingus y la fellatio alternativamente, y todas ellas bastante borrosas debido a la considerable reducción realizada por un procedimiento de grabado muy barato, de forma que algunos detalles no se veían con la claridad que yo ansiaba. Para encubrir mi turbación pregunté fríamente:

– ¿Dónde las conseguiste?

– En una tienda de cigarrillos de Alton -dijo Johnny-. Pero tienes que conocer al dueño.

– ¿Hay cincuenta y dos diferentes? Es fantástico.

– Todas menos ésta -dijo mostrándome el as de picas. Era simplemente el as de picas.

– Qué decepcionante.

– Pero si la miras del revés, cambia -dijo; volvió la carta y se veía una manzana con un grueso tallo negro. No entendí.

– Déjame ver las otras cartas -le rogué.

Johnny me miró con su cara fanfarrona, sus vellosas mejillas ligeramente encendidas.

– No tan deprisa, mi pequeño profesorcito -dijo-. Tendrás que pagar. Yo he pagado.

– No tengo dinero. Ayer noche tuvimos que dormir en un hotel y mi padre tuvo que pagar con un cheque.

– Tienes un dólar. Se lo escondiste al viejo bastardo. Tienes un dólar en la cartera que llevas en el bolsillo de atrás del pantalón.

– Pero tengo los brazos sujetos, no puedo cogerlo.

– De acuerdo entonces -dijo-. Si quieres, cómprate una baraja, gilipollas.

Y se puso la suya en el bolsillo de la camisa, que era de color verde bosque, de un precioso tejido basto, y que llevaba con el cuello vuelto hacia arriba, de forma que el borde tocaba el extremo de su húmedo y peinado pelo.

Intenté alcanzar mi cartera; noté en los músculos de los hombros el dolor que producía mi intento de mover las heladas articulaciones; era como si tuviera la espalda soldada a las rocas. Penny -era ella quien estaba detrás de mí y soltaba un ligero perfume de aguileña- hociqueó mi cuello mientras me ayudaba a alcanzar la cartera.

– Déjalo, Penny -le dije-. No importa. Necesito el dinero porque esta noche tendremos que cenar en el pueblo. Hay partido de baloncesto.

– ¿Por qué os fuisteis a vivir al campo? -me preguntó Penny-. Fíjate cuántos inconvenientes tiene.

– Es cierto -dije-. Pero también me da la oportunidad de tenerte.

– Pero nunca la aprovechas -dijo.

– Una vez sí -dije, enrojeciendo, en defensa propia.

– Oh, mierda, Peter -gimió Johnny-. No dirás que no te he hecho nunca ningún favor.

Barajó las cartas y volvió a enseñarme la J de corazones. Era preciosa, un círculo completo, una simetría, un sombrío torbellino de carne, con las caras ocultas tras los blancos muslos y el pelo suelto de la mujer. Pero su misma belleza, como cuando se frota un lápiz negro sobre un papel para que salgan a la luz las iniciales enterradas y las inscripciones grabadas con una navaja hace muchos años en la superficie de una mesa de despacho, volvió a despertar mi tristeza y el temor que sentía por mi padre.

– ¿Cuál crees tú que será el resultado de la radiografía? -pregunté, aparentando decirlo casualmente.

Él se encogió ligeramente de hombros, y tras un pequeño murmullo durante el cual parecía estar pensando, me dijo:

– Hay tantas posibilidades de que salga bien como de todo lo contrario. Podría resultar bueno o malo.

– Dios mío -gritó Penny acercando con un movimiento muy rápido las puntas de los dedos a sus labios-. ¡Me olvidé de rezar por él!

– No importa -dije-. No pienses más en eso. Olvida que te lo pedí. Dame un mordisco de tu hamburguesa. Sólo un mordisquito.

El humo de los cigarrillos me molestaba en la cara; cuando abrí la boca me pareció que tragaba azufre.

– Tranquilo -dijo Penny-, es todo lo que tengo para comer.

– Eres muy amable conmigo -dije-. ¿Por qué?

En realidad no era una pregunta, quería simplemente sonsacarla.

– ¿Qué clase tienes luego? -preguntó Kegerise con su voz fea y desafinada. Era la cuarta persona presente.

– Latín. Y no he hecho nada de ese trabajo de mierda. Me ha sido imposible porque me he pasado toda la noche yendo de un lado para otro por Alton con mi padre.

– A la señorita Appleton le encantará enterarse de eso -dijo Kegerise. Yo sabía que Kegerise envidiaba mi cerebro.

– Me parece que a Caldwell se lo perdona todo -dijo Penny. Tenía un aire socarrón que yo detestaba; no era muy lista y no le estaba bien.

– Eso suena raro -le dije-. ¿Qué quiere decir?

– ¿No te has fijado? -Sus ojos verdes describieron un círculo completo-. ¿No te has fijado cuando tu padre y Hester se ponen a charlar por los pasillos? Tu padre le gusta mucho.

– Estás loca -dije-. Eres una maníaca sexual.

Me sorprendió que mi frase, que yo quería que sonase ingeniosa, sólo consiguiera ofenderla.

– Tú no te enteras de nada, ¿verdad, Peter? Vives envuelto en tu propia piel y no te enteras de lo que sienten los demás.

La palabra «piel» fue un golpe, pero yo estaba seguro de que ella no sabía nada de lo de mi piel. No tenía marcas en la cara y tampoco en las manos, y eso era lo único que ella había visto. Esto era para mí un problema y hacía que su amor me asustara, porque si ella me amaba, tarde o temprano haríamos el amor y llegaría el dolorosísimo momento en que tendría que mostrarle mi carne… Perdóname, empezó a murmurar repentinamente mi cerebro, perdóname, perdóname.

Johnny Dedman, que se enfadó al quedar fuera de la conversación -al fin y al cabo él era de los mayores y nosotros íbamos a segundo, por lo cual su compañía era una considerable concesión-, barajó sus sucias cartas y sonrió con ostentación.

– La carta más increíble -dijo-: el chocho de diamantes [8]. Quiero decir, el cuatro de corazones. Es un toro que se tira a una mujer.

Minor se abalanzó sobre nuestra mesa. La ira brillaba en su calva cúpula y humeaba por las narices.

– Qué pasa aquí -dijo con un bufido-. Retira esa baraja. Y que no te vuelva a ver con nada de esto.

Dedman le lanzó una mirada con un benigno parpadeo de sus largas pestañas rizadas, que daban a sus ojos un tono de candorosa interrogación. Luego, sin mover apenas los labios, le dijo:

– Vete a freír espárragos.

La señorita Appleton parecía bastante aturdida y jadeante, debido probablemente a la larga escalada.

– Traduce, Peter -dijo, leyendo a continuación en voz alta y marcando impecablemente los acentos:


Dixit, et avertens rosea cervice refulsit,

ambrosiaeque comae divinum vertice odorem

spiravere, pedes vestís defluxit ad irnos,

et vera incessu patuit dea.


Al hacer sonar estas palabras ponía su cara de latín: los extremos de los labios profundamente inclinados hacia abajo, las cejas rígidamente levantadas y las mejillas grises de gravedad. En la clase de francés ponía una cara completamente diferente: las mejillas como manzanas, las cejas bailonas, la boca fríamente fruncida, las comisuras de los labios traviesamente tensas.

– Ella dijo -dije.

– Ella habló. Entonces habló -dijo la señorita Appleton.

– Ella habló, y…, y…, brilló.

– ¿Qué brilló? No brilló ella. Lo que brilla es cervice [9].

– Ella habló, y, volviendo su rosada raja…

Los demás se rieron. Yo enrojecí.

¡No! Cervice, cervice. Cuello. Habrás oído la palabra cerviz. Seguramente has oído hablar de las vértebras cervicales.

– Ella habló, y, volviéndose…

– Al volverse.

– Al volverse, su rosado cuello se sonrojó.

– Muy bien.

– Y, y coma, coma… ¿Sueño?

– Cabello, Peter, cabello. Es posible que hayas oído la palabra comose [10].

– Ah, mmm, volviéndose otra vez…

– No, no, muchacho. No. Aquí el nombre es vertice, vertex, verticis. Vórtice. Un vórtice, un remolino, se refiere a una corona de cabello, ¿de qué clase de cabello? ¿Qué palabra concuerda?

– Ambrosíaco.

– Exactamente, aunque aquí ambrosía significa más bien inmortal. La palabra se refiere comúnmente a la comida de los dioses, y de ahí los derivados de dulce, delicioso, meloso. Pero los dioses utilizaban también la ambrosía como ungüento y perfume.

Cuando hablaba de los dioses, la señorita Appleton lo hacía con un tono de auténtica autoridad.

– Y su remolino, su maraña…

Corona, Peter. El cabello de los dioses no está nunca enmarañado.

– Y su corona de cabello almibarado despedía un olor divino.

– Sí, bien. Digamos fragancia. Lo de olor hace pensar más en fontaneros que en dioses.

– … una fragancia divina, su vestido, su túnica…

– Sí, un manto ondeante. Menos Diana, todas las diosas llevaban ondeantes mantos. Diana, la cazadora celestial, llevaba, naturalmente, una túnica, quizá con perneras, de una tela que seguramente sería castaño verde o marrón, como el vestido que llevo yo. Su manto ondeaba…

– No entiendo la expresión ad imos.

Imus es una palabra bastante arcaica. Es el superlativo de inferus, debajo, abajo de todo. Ad imos, hasta la más baja extremidad. Aquí, literalmente, hasta la más baja extremidad de sus pies, que así no suena muy literario. Aquí se utiliza la expresión para dar fuerza; el poeta está impresionadísimo. Podría utilizarse como equivalente aproximado una traducción como: «caído el manto, oh, hasta los mismos pies». El sentido es el de «hasta abajo». Ella estaba completamente desnuda. Por favor, continúa, Peter. Te está costando demasiado.

– Hasta los pies, y verdaderamente abrió…

Fue abierta, fue expuesta, se manifestó como vera. Vera dea.

– Como una verdadera diosa.

– Exacto. ¿Qué papel juega incessu en la frase?

– No lo sé.

– La verdad, Peter, que es decepcionante. ¡Un futuro universitario como tú! Incessu, su forma de caminar, su porte. Tenía un porte de auténtica diosa. Porte en el sentido de forma de moverse, en sentido de movimiento físico; la divinidad tiene un estilo propio. Son unos versos desbordantes de ese sentimiento de brillantez que acaba de aparecer ante los ojos de Eneas, ignorante de todo hasta este momento. Ille ubi matrem agnovit; él reconoció a su madre. Venus, Venus, la mujer que tenía aquella fragancia de ambrosía, el pelo ondulado, el manto ondulado, la piel rosada. Pero él la ve solamente en el momento en que ella está avertens, cuando se está girando y dándole la espalda. El sentido de este pasaje es que sólo cuando ella se vuelve para dejarle, llega él a percibirla en todo su esplendor, sólo entonces averigua cuánto vale aquella mujer y cuáles son los vínculos que les unen. Así ocurre a menudo en la vida. Amamos cuando ya es demasiado tarde. En los siguientes versos, mientras ella desaparece, él le grita estas conmovedoras palabras: «¡Oh!, ¿por qué, por qué nuestras manos no podrán jamás unirse, o escucharnos y contestarnos sinceramente?».

La sustituyó Iris Osgood, que estaba llorando. Las lágrimas fluían por sus mejillas suaves y blandas como los flancos de una vaca de Guernsey, y no fue lo bastante lista para secárselas. Era una de esas chicas tontas y simples que no le caen bien a ninguno de sus compañeros de clase y por la que, sin embargo, sentía cierto cosquilleo en mi interior. La gordura semiamorfa de su tipo estimulaba secretamente mis instintos libidinosos; yo solía mostrarlo hablando demasiado deprisa y tartamudeando al verla. Pero aquel día me sentía cansado y lo único que quería era apoyar mi cabeza en la almohada de su bajo coeficiente intelectual.

– ¿A qué vienen esas lágrimas, Iris?

En medio de un sollozo me llegó a decir:

– Mi blusa. La ha roto él. Ahora está estropeada. ¿Qué puedo decirle a mi madre?

Y entonces advertí que, efectivamente, la alicaída plata de un pecho quedaba expuesta a las miradas hasta el borde mismo del rojizo bultito en forma de moneda; tenía un aspecto tan vulnerable que no conseguí apartar mi mirada.

– No te preocupes -le dije yo con gallardía-. Fíjate en . Tengo la camisa completamente destrozada.

Y era cierto; mi pecho no estaba cubierto más que por puntos e hilachas rojas. Mi psoriasis estaba al descubierto. Habían hecho cola y, una por una, desfilaron delante de mí Betty Jean Shilling, Fats Frymoyer, Gloria Davis aguantándose la risa, Billy Schupp la diabética, y las restantes compañeras de mi curso. Era evidente que habían venido juntas en autobús. Cada una de ellas estudió un momento mis costras, y luego, en silencio, cedió el sitio a la siguiente. Algunas movieron tristemente la cabeza; una de las chicas apretó los labios y cerró los ojos; algunos ojos estaban enrojecidos de lágrimas. El viento y las cumbres de las montañas, a mi espalda, habían callado. Tenía la impresión de que mi mecedora estaba acolchada y se notaba un olor picante de origen químico que el perfume artificial de las flores no conseguía disipar.

El último en venir fue Arnie Werner, presidente del Consejo Estudiantil y capitán de los equipos de rugby y béisbol, un muchacho de ojos hundidos, garganta de dios y unos hombros inclinados, todo él reluciente de la ducha. Se inclinó desde lejos, me miró las costras del pecho y luego tocó una con su dedo índice dando muestras de sentir asco.

– Joder, chico -dijo-, ¿qué has cogido? ¿La sífilis?

Yo traté de explicárselo:

– No, es una alergia. No es contagioso, no te asustes.

– ¿Te lo ha visto algún médico?

– Quizá te resulte difícil de creer, pero el propio médico…

– ¿Te sangra? -preguntó.

– Sólo si me lo rasco demasiado fuerte -le dije, desesperado con el deseo de congraciarme con él, de ganarme su perdón-. De hecho, me relaja mucho cuando leo, por ejemplo, o en el cine…

– Muchacho -dijo-. Es lo más desagradable que he visto en mi vida. -Se chupó el índice con el ceño fruncido y añadió-: Ahora lo he tocado y se me pegará. ¿Dónde está la mercromina?

– Te lo digo de verdad, no es contagioso…

– Francamente -dijo, y por la forma estúpidamente solemne con que pronunció esa palabra comprendí que seguramente valía mucho como presidente del Consejo Estudiantil-, me sorprende que te permitan entrar en el instituto con algo así. Si es sífilis, los wáteres…

– ¡Quiero que venga mi padre! -grité.

Él se presentó ante mí y escribió en la pizarra:


C6HI206 + 602 = 6C02 + 6H20 + E


Era la última clase del día, la séptima. Estábamos cansados. Trazó un círculo alrededor de la E y dijo:

– Energía. La energía es la vida. Esa E de más es la vida. Ingerimos y quemamos azúcares y oxígeno, del mismo modo que quemamos periódicos viejos en un bidón de basura, y desprendemos dióxido de carbono, agua y energía. Cuando este proceso se detiene -dijo cruzando con una X la ecuación-, también cesa esto -y tachó la E con la X-, y entonces nos convertimos en lo que suele llamarse un muerto. Nos convertimos en un inútil montón de viejas sustancias químicas.

– Pero ¿no es posible invertir el proceso? -pregunté.

– Te agradezco la pregunta, Peter. Sí. Si leemos la ecuación al revés obtenemos la fotosíntesis, la vida de las plantas verdes. Las plantas ingieren humedad y el dióxido de carbono que nosotros espiramos y la energía de la luz del sol, y con ello producen azúcar y oxígeno, y entonces nos comemos las plantas y volvemos a ingerir azúcar, y es así como da vueltas el mundo -dijo trazando un torbellino en el aire con sus dedos-. Gira y gira y nadie sabe dónde se parará.

– Pero ¿de dónde sacan las plantas la energía? -pregunté.

– Buena pregunta -dijo mi padre-. Tienes el mismo cerebro que tu madre. Espero que no heredes mi fea cara. La energía necesaria para que se produzca la fotosíntesis proviene de la energía atómica del Sol. Cada vez que pensamos, nos movemos, o respiramos, utilizamos un poquito de luz solar. Cuando se acabe, dentro de cinco mil millones de años más o menos, ya podremos todos tumbarnos a descansar.

– Pero ¿por qué quieres descansar?

La sangre se había retirado de su cara; una membrana se había interpuesto entre nosotros; era como si mi padre hubiera quedado aplastado contra otro plano y yo forcé mi voz tratando de que me oyera. Él se volvió lentamente, lentísimamente, y su frente osciló y se alargó por la refracción. Movió sus labios y al cabo de unos segundos me llegó el sonido.

– ¿Eh?

No me miraba, y parecía incapaz de localizarme.

– ¡No descanses! -le grité, alegre de ver que brotaban las lágrimas, alegre de notar que mi voz rompía las púas del dolor; arrojé mis palabras casi triunfalmente, embriagado por la sensación que me producían las lágrimas que azotaban suavemente mi rostro como los cabos rotos de viejas cuerdas.

– ¡No descanses, papá! ¿Qué harías? ¿No podrías perdonarnos y continuar?

Debido a alguna deformación del plano en el que estaba atrapado, su mitad superior se doblaba; su corbata y la pechera de la camisa, y las solapas del chaquetón se doblaban hacia arriba siguiendo esa curva, y su cabeza, al final del arco, quedaba embutida en el ángulo formado por la pared y el techo de encima de la pizarra, un rincón lleno de telarañas al que jamás había llegado el plumero. Desde allá arriba su cara distorsionada me miraba con tristeza, con preocupación. Pero una microscópica punzada de interés que percibí en sus ojos me hizo seguir gritando:

¡Espera! ¿No puedes esperarme?

– ¿Eh? ¿Voy demasiado deprisa?

– ¡Tengo que decirte algo!

– ¿Eh?

Su voz llegaba tan amortiguada y lejana que, deseando estar más cerca de él, me encontré nadando hacia arriba, con expertas brazadas que se levantaban al máximo mientras mis pies temblaban como las aletas de un pez. Me excitaron tanto las sensaciones que estuve a punto de olvidarme de hablar. Cuando llegué jadeando a su lado, le dije:

– Tengo esperanzas.

– ¿Sí? Me siento muy orgulloso de oírtelo decir, Peter. Yo no he tenido nunca. Debe de venirte de tu madre, es una auténtica femme.

– Me viene de ti -dije.

– No te preocupes por mí, Peter. Cincuenta años es mucho tiempo; si uno no aprende nada en cincuenta años, es que nunca aprenderá. Mi viejo no se enteró jamás de lo que le pasaba; no nos dejó más que una Biblia y un montón de deudas.

– Cincuenta años no es mucho tiempo -le dije-. No es suficiente.

– Es cierto que tienes esperanzas, ¿verdad?

Yo cerré los ojos; entre el mudo «yo» y el tembloroso plano de oscuridad que ocupaban mi cabeza, había una distancia indeterminada que, ciertamente, no excedía un centímetro. Y la franqueé con una pequeña mesa.

– Sí -dije-. Y ahora deja de hacer el tonto.

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