Caldwell se vuelve y cierra la puerta tras de sí. Otro día, otro dólar. Está cansado pero no gime. Es tarde, más de las cinco. Se ha quedado en su aula poniendo al día las cuentas del equipo de baloncesto y tratando de aclarar lo de las entradas; falta un taco de entradas y, al revolver su cajón para buscarlo, encontró el informe de Zimmerman y lo volvió a leer. Su lectura le dejó muy deprimido. Estaba escrito en papel azul y mirarlo era como precipitarse hacia arriba, hacia el cielo. También ha corregido los exámenes que ha puesto hoy a los de cuarto. La pobre Judy no tiene talento. Se esfuerza demasiado, y quizá sea éste el problema que ha tenido él mismo toda su vida. Cuando camina hacia el hueco de la escalera, el dolor que siente en el cuerpo despierta y le envuelve como un ala plegada. Algunos tienen cinco talentos, otros tienen dos, y otros uno solo. Pero tanto si has trabajado en el viñedo todo el día como si sólo lo has hecho durante una hora, cuando te llamen la paga será la misma. Al recordar estas parábolas oye la voz de su padre, lo que le deprime todavía más.
– George.
Hay una sombra a su lado.
– ¿Eh? Ah. Tú. ¿Qué haces aquí tan tarde?
– Enredando. Eso es lo que hacemos siempre las solteronas. Enredar.
Hester Appleton está frente a la puerta de su aula, la 202, que está a su vez frente a la 204, con los brazos cruzados sobre los volantes de su blusa virginal.
– Harry me ha dicho que ayer fuiste a verle.
– Me avergüenza admitir que es así. ¿Te ha dicho algo más? Estamos esperando que llegue el resultado de la radiografía o no sé de qué maldito examen.
– No te preocupes.
Caldwell inclina su larga cabeza al oír que la voz de Hester, al decir estas palabras, ha dado un paso adelante.
– ¿Por qué no?
– No sirve de nada. Peter está muy preocupado, se lo he notado hoy en clase.
– Pobre chico, ayer noche apenas durmió. Se nos estropeó el coche en Alton.
Hester se recoge un mechón de pelo hacia atrás y con un elegante movimiento del dedo corazón empuja el lápiz introduciéndolo más profundamente en el moño. Bajo la media luz del pasillo su pelo es brillante y sin canas. Se la ve baja, tetuda, gruesa y, vista de frente, ancha de cintura. Pero, de lado, su cintura es sorprendentemente delgada debido a lo esforzado de su erguido porte; se diría que está siempre a punto de inspirar. Lleva en la blusa un broche de oro en forma de flecha.
Después de estudiar por enésima vez en su vida la cara del hombre que la mira desde lo alto de su estatura en la penumbra del pasillo, una extraña cara abollada que, en relación con ella, conserva siempre un permanente misterio, dice:
– No era el de siempre.
– Seguro que pillará un resfriado si sigo tratándolo así -dice Caldwell-. Lo sé, pero no puedo hacer nada por evitarlo. El pobre chico se va a poner enfermo y no soy capaz de impedirlo.
– No es un chico delicado, George. -Hester hace una pausa-. En cierto sentido es más fuerte que su padre.
Caldwell apenas se entera de esto, pero sí lo bastante como para hacerle cambiar un poquito lo que iba a decir.
– Cuando yo era un chico, en Passaic -dice-, no pillé un solo resfriado. Me limpiaba las narices con la manga, y si me escocía la garganta, tosía. La primera vez en mi vida que tuve que guardar cama fue cuando la epidemia de gripe de 1918. ¡Aquello sí fue un desastre! ¡Brrrr!
Hester siente el dolor de aquel hombre y aprieta los dedos contra la flecha de oro para acallar el desconcertante temblor que ha brotado en su pecho. Hace tantos años que tiene el aula contigua a la de ese hombre que, en el fondo de su corazón, es como si se hubiera acostado a menudo con él. Es como si de jóvenes hubieran sido amantes pero, desde hace mucho tiempo y por motivos que jamás llegaron a ser analizados detenidamente, hubieran dejado de serlo.
Caldwell lo nota en la medida en que, en presencia de ella, se siente ligeramente más cómodo que de ordinario. Los dos tienen exactamente cincuenta años, una casualidad curiosamente importante para ambos en su más profundo inconsciente. Caldwell no quiere dejarla y bajar las escaleras; en su cerebro luchan por encontrar una expresión articulada su enfermedad, su hijo, sus deudas, la preocupación por las tierras con que su esposa le ha cargado, y otros problemas. Hester le quiere; quiere que se lo diga todo. Y pugna con su actitud para proporcionarle la satisfacción de este deseo; y, como para vaciarse de sus décadas de cotidiana soledad, exhala, suspira. Y a continuación dice:
– Peter es como Cassie. Siempre se las arregla para conseguir lo que quiere.
– Hubiera debido ponerla a trabajar en los teatros de variedades, allí hubiera sido más feliz -dice Caldwell a la señorita Appleton en voz alta y con palabras apresuradas y serias-. Hubiera sido mejor que no me casara con ella, hubiera sido preferible convertirme solamente en su empresario. Pero me faltaron agallas. Me educaron de una forma que, en cuanto conocías a una mujer que te gustaba un poco, no podías hacer otra cosa que proponerle el matrimonio.
En otras palabras: Hubiera debido casarme con una mujer como tú. Contigo.
Aunque la propia Hester lo ha estado buscando, ahora que ha llegado le parece asqueroso y alarmante. La sombra del hombre parece estar a punto de dilatarse de ansiedad hasta abarcarla y abrazarla físicamente. Ya es demasiado tarde; ahora Hester no tiene la suficiente elasticidad. Se ríe como si lo que él ha dicho fuera una tontería. El sonido de su risa aflige la hilera de armarios verdes que van reduciendo su tamaño con la distancia hasta adquirir un aspecto aterrador. Las ranuras de ventilación dan a los armarios aspecto de caras horrorizadas por lo que ven en la pared de enfrente: fotografías enmarcadas de equipos de baloncesto y atletismo desaparecidos hace años.
Hester se vuelve a enderezar, inspira, vuelve a meter el lápiz en su moño, y pregunta:
– ¿Has pensado mucho en la educación de Peter?
– Nada. Lo único que pienso es que me costará más dinero del que tengo.
– ¿Irá a una academia de arte o a una facultad de humanidades?
– Esto lo decidirán él y su madre. Entre ellos suelen hablar de cosas de éstas; a mí me los pone de corbata sólo pensar en ello. Por lo que puedo ver, el chico tiene todavía menos idea de por dónde anda que yo cuando tenía sus años. Si estirase la pata ahora, su madre y él se quedarían sentados en casa tratando de comerse las flores del empapelado. No puedo permitirme el lujo de morir.
– Morir es un lujo -dice Hester.
El malhumor de los Appleton ha adquirido en ella la forma de una aspereza ocasional e inesperada, que en otras ocasiones se convierte en ironía. Vuelve a examinar el misterioso rostro que tiene delante de ella, frunce el ceño al oír que su pecho deja escapar un murmullo enfermizo, y empieza a volverse no tanto para alejarse de Caldwell como de su propio secreto.
– Hester.
– ¿Qué, George?
La cabeza de Hester, con su redondo y tirante peinado, ha quedado atrapada parcialmente por la luz que sale de su aula y parece una medialuna. Un observador objetivo, juzgando a partir de la sonrisa ligera, alegre y arrepentida que ella dirige a Caldwell, hubiera dicho que, tiempo atrás, Hester fue su amante.
– Gracias por permitirme delirar -dice Caldwell, que luego añade-: Quiero confesarte una cosa. Quizá mañana sea demasiado tarde. Durante los años que he pasado dando clases ha habido ocasiones en las que los chicos me han dejado tan aplastado que he venido aquí, junto a la fuente, sólo para poder oírte pronunciar el francés. Para mí ha sido mejor que un trago de agua. Cuando te oigo pronunciar el francés siempre me levantas el ánimo.
– ¿Estás deprimido ahora? -le pregunta ella delicadamente.
– Sí. Lo estoy. Estoy en el mismo infierno.
– ¿Quieres que pronuncie algo?
– La verdad, Hester, te estaría agradecidísimo si lo hicieras.
La cara de Hester adopta la expresión de sus clases de francés: las mejillas como manzanas, los labios como ciruelas. Y pronuncia, palabra por palabra, saboreando el diptongo inicial y la nasal terminal como dos licores:
– Dieu est très fin.
Se produce un segundo de silencio.
– Dilo otra vez -le pide Caldwell.
– Dieu-est-très-fin. Esta frase ha sido mi lema.
– ¿Crees que Dios es muy…, muy sutil?
– Oui. Muy sutil, muy elegante, muy delgado, muy exquisito. Dieu est très fin.
– Exacto. Lo es, ciertamente. Es un maravilloso y señorial anciano. No sé dónde diablos estaría sin Él.
Como si se hubieran puesto de acuerdo de palabra, los dos se vuelven para irse.
Caldwell se detiene justo a tiempo para retenerla.
– Como has tenido la bondad de hablar en francés para mí -dice-, me gustaría recitarte algo. Creo que hace treinta años que no se me ocurre una idea así. Es un poema que recitábamos en Passaic; me parece que todavía recordaré el comienzo. ¿Lo pruebo?
– Pruébalo.
– No sé por qué diablos estoy enredándote de esta manera. Como un colegial, Caldwell se cuadra, cierra sus puños a los lados, concentrándose, entorna los ojos intentando recordar y anuncia:
– Canción de los Passaic, por John Alleyne MacNab.
Se aclara la garganta.
Sabiamente planeó el gran Yahvé
todas las cosas de la Tierra, y las hizo grandes;
y, siguiendo el camino trazado por él, la naturaleza
según las divinas leyes tiende a servir sus fines.
Corren los ríos pero ninguno sabrá jamás
por cuánto tiempo fluirán sus aguas;
en los libros aprendemos cómo fue el pasado,
pero el tiempo nos oculta lo que nos guarda el futuro.
Caldwell piensa, se hunde y sonríe.
– Sólo llego hasta aquí. Creía que recordaría más.
– Muy pocos hombres hubieran recordado tantos versos. No es un poema muy alegre, ¿verdad?
– Para mí lo es. ¿A que es gracioso? Supongo que sólo resulta divertido para los que nos hemos criado al lado del río.
– Mmm. Imagino que las cosas son así. Te agradezco, George, que lo hayas recitado.
Y ahora ella se da la vuelta y entra en el aula. Por un instante parece que la flecha de oro de su blusa se clave contra su laringe y amenace ahogarla. Hester se pasa vagamente la mano por la frente, traga saliva, y la sensación se desvanece.
Aturdido de dolor Caldwell se dirige a la escalera. Peter. Su educación es un acertijo que, cualquiera que sea la forma en que lo plantee, sólo tiene una respuesta: dinero, y no hay suficiente. Y encima, el problema de su piel y el de su salud. Como se ha quedado a corregir los exámenes por la noche, mañana podrá dejar dormir diez minutos más al chico. Detesta tener que arrancar al chico de la cama. Esta noche no irán a casa hasta que termine el partido de baloncesto, llegarán pasadas las once, y esto, combinado con esa horrible noche en el hotelucho del día anterior, le pondrá a punto de coger un nuevo resfriado. Es como una máquina, un resfriado cada mes. Y dicen que lo de la piel no tiene nada que ver con esto, pero Caldwell no se lo cree. Todas las cosas están relacionadas entre sí. Hasta después de casarse con ella, nunca notó que Cassie tuviera esa alergia, sólo una mancha en el vientre, pero lo del chico fue una plaga desde el primer momento: tenía costras en los brazos, las piernas, el pecho, y hasta en la cara tenía más de las que él creía, trocitos de costras que parecían jabón reseco en las orejas, y el pobre chico ni se enteraba. La ignorancia es la felicidad. Durante los años de la Depresión, cuando llevaba a pasear al chico en el cochecito que él mismo le había hecho, Caldwell se asustó, creía haber llegado al límite, y cuando la carita de su hijo se volvió a mirarle con sus sólidas pecas bajo los ojos, le pareció que el mundo era sólido. Ahora, la cara de su hijo llena de manchas, de labios y pestañas femeninos, y delgada como un hacha, llena de ansiedad y sonriente, roe el corazón de Caldwell como un problema sin resolver.
Si hubiera tenido un poquito de carácter se hubiera puesto unos pantalones bombachos y se la hubiera llevado a los teatros de variedades. Pero las variedades se hundieron igual que la compañía de teléfonos. Todas las cosas se hunden. ¿A quién se le hubiera podido ocurrir que el Buick iba a fallar de aquella manera precisamente cuando lo necesitaban para volver a casa? Las cosas nunca dejan de fallar. En su propio lecho de muerte también falló la religión de su padre.
Las entradas de baloncesto que han desaparecido son las que van del número 18.001 al 18.145. No estaban ni en su armario, ni en sus cajones, ni entre sus papeles, y lo único que había encontrado era la hoja azul del informe de Zimmerman, una hoja de color azul cielo que hizo que el estómago se le doblara como un dedo atrapado por una puerta cerrada de golpe. Zas. Bum. Bueno, al menos él no había sepultado su talento bajo tierra, sino que había levantado su celemín y había mostrado a todo el mundo cuál es el aspecto de una vela apagada.
Un pensamiento que había pasado por su mente unos minutos antes le agradó. Pero ¿cuál era? A través de las pardas guijas de su cerebro busca el camino que le lleva a esta joya. Ahí está. Felicidad. La ignorancia es la felicidad.
Amén.
Los parteluces de acero de la ventana del rellano que se encuentra a mitad de la escalera, llenos de negras partículas de suciedad que han adquirido la solidez del acero, provocan en él una extraña sorpresa. Como si, al transformarse en una ventana, la pared le dijera en voz alta una palabra de un idioma extranjero. Desde que, hace cinco días, Caldwell se percató de la posibilidad de que podía morir, y se lo tomó como quien se traga una mariposa, en la esencia de las cosas había penetrado una gravedad curiosamente variable que hacía que ahora todas las superficies parecieran tristemente pesadas como el plomo para, al cabo de un instante, mostrarse inquietas e inconsecuentemente ligeras como pañuelos. A pesar de todo, a pesar de vivir entre superficies en proceso de desintegración, Caldwell intenta mantener inmutable su curso.
Éste es su programa
Hummel.
Telefonear a Cassie.
Ir al dentista.
Regresar para el partido de las 6.15
Recoger el coche y llevar a Peter a casa.
Empuja la puerta de cristal reforzado y baja por el vacío pasillo. Ver a Hummel, telefonear a Cassie. A mediodía Hummel no había encontrado todavía un eje de transmisión de segunda mano con el que poder sustituir el que se había roto en el pequeño terreno de forma irregular que hay entre la fábrica de pastillas para la tos y las vías del ferrocarril; había estado preguntando por teléfono a todos los chatarreros y talleres de Alton y West Alton. Según sus cálculos la factura ascendería a unos veinte o veinticinco dólares; se lo diría a Cassie y, de una u otra manera, ella quitaría importancia a esta cantidad, porque para ella apenas si sería otra gota más en el recipiente, una gota más o menos que echar a su ingrata tierra, en aquellas treinta y dos hectáreas que ahora pesaban sobre los hombros de Caldwell, simple tierra fría y muerta en la que, como si fuera lluvia, se iba hundiendo su sangre. Y el abuelo Kramer seguirá metiéndose de una sola vez en la boca una rebanada entera de pan de molde. Telefonear a Cassie. Estará preocupada. Caldwell puede prever cómo se entrelazarán sus preocupaciones cuando hablen por teléfono, como dos cables empalmados. ¿Está bien Peter? ¿Se ha caído ya por las escaleras el abuelo Kramer? ¿Qué se ve en la radiografía? Caldwell no lo sabe todavía. Se ha pasado el día entero pensando que tiene que llamar al doctor Appleton, pero hay algo en su interior que se resiste a darle esa satisfacción al viejo fanfarrón. La ignorancia es la felicidad. De todas formas tiene que ir al dentista. Cuando lo piensa se chupa la muela careada. Si revisa lentamente su cuerpo puede encontrar dolores de todas clases y colores: la aguja de sacarina de un dolor de muelas, la sorda y cómoda punzada de su garra, el incansable veneno que le hace trizas los intestinos, la remota molestia que le produce una uña del pie doblada hacia arriba y que roe el dedo oprimido contra ella por el zapato, el pequeño latido en la parte superior de la nariz debido a que ha forzado demasiado la vista durante la última hora, y el dolor, emparentado con este último pero diferente, que recorre la parte superior de su cráneo y que le recuerda la inflamación que le dejaba su viejo casco de cuero después de magullarse en una escaramuza cuando jugaba a rugby en el Lake Stadium. Cassie, Peter, el abuelo Kramer, Judy Lengel y Deifendorf, todos ellos, están en su pensamiento. Ver a Hummel, telefonear a Cassie, ir al dentista, estar aquí de vuelta a las seis y cuarto. Se imagina anticipadamente libre de tareas, purificado. En su vida había algo que sí le había gustado: cuando trabajaba de empalmador de cables disfrutaba al ver los hilos de cobre desnudos, puros, brillantes, abriéndose en abanico al despojarlos bruscamente de la sucia envoltura de caucho viejo. El núcleo conductor del cable. A Caldwell le asustaba sepultar algo tan vivo bajo tierra. La sombra del ala se tensa y los intestinos se le retuercen de dolor: los habita una araña. Brrr. En el confuso movimiento de sus pensamientos, la muerte siempre acaba dominando. Le arde la cara, se le licúan las piernas, y el corazón y la cabeza crecen de miedo hasta alcanzar enormes dimensiones. ¿Puede la muerte, esa blanca extensión, sobrevenirle? Tiene la cara empapada por el calor y el cuerpo dominado por cierta ceguera. Silenciosamente pide que aparezca en el aire una cara. En el largo pasillo barnizado, iluminado por globos espaciados de luz encerrada, brillan con tonos miel, ámbar, sebo. Le resulta tan familiar, tan familiar, que le sorprende que después de quince años sus pasos no hayan horadado un camino en las tablas; pero al mismo tiempo le parece extraño y nuevo, tan extraño como el día en que, cuando él era un joven recién casado y padre que conservaba todavía el gangueo y la pronunciación confusa de Nueva Jersey, vino una calurosa tarde de verano para celebrar su primera entrevista con Zimmerman. Aquel hombre le gustó. A Caldwell le gustó Zimmerman desde el primer instante. Su conversación pesada e inquietantemente alusiva le trajo a la memoria un enigmático amigo y compañero de habitación de su padre en sus años de seminario, un hombre que solía visitarles los domingos de vez en cuando y que siempre se acordaba de llevar una bolsita de bombones de licor para «el joven Caldwell». Bombones de licor para George y una cinta del pelo para Alma. Cada vez. De manera que, con el tiempo, ese pequeño estuche grabado que guardaba Alma en su mesa acabó rebosando de cintas para el pelo. A Caldwell le gustó Zimmerman y notó que también él le gustaba al director. Habían hecho un chiste sobre el abuelo Kramer. No consigue recordar cuál fue la broma pero sonríe al recordar que hubo una broma, hace quince años. Caldwell camina a zancadas cada vez más grandes. Como un imprevisible remolino del viento, aparece una ligera brisa que enfría sus mejillas con la idea de que un hombre que estuviera a punto de morir sería incapaz de caminar tan tieso.
En la pared de delante de la vitrina con los cientos de trofeos, aunque no exactamente enfrente, está, cerrada, la puerta de Zimmerman. En el momento en que Caldwell pasa por delante, se abre de golpe y aparece, como una línea oblicua bajo su nariz, la señora Herzog. Ella queda tan desconcertada como él; bajo su sombrero con plumas de pavo real, que lleva torcido como si acabara de recibir una conmoción, se le agrandan los ojos detrás de sus estúpidas gafas de concha color crema. Ella es, para la edad de Caldwell, una mujer joven; su hijo mayor acaba de llegar a séptimo curso. Pero ya empieza a extenderse por el claustro de profesores agitadas ondas protectoras en torno a ese niño. A fin de garantizar personalmente la educación de sus hijos, la señora Herzog consiguió que la eligieran miembro de la Junta del instituto. Con toda su alma profesional, Caldwell desprecia a estas madres entrometidas. No tienen ni idea de qué es la educación: una selva, una maldita confusión. Sus labios, con el carmín corrido, se niegan arrogantemente a dibujar una sonrisa y confesar así la sorpresa, y prefieren quedarse abiertos en una actitud de declarado asombro, como una abertura de buzón atascada.
Caldwell rompe el silencio. Un descaro de pilluelo, que la olvidada sensación de estar a punto de recibir un golpe en la nariz ha hecho emerger desde lo más profundo de su infancia, hace asomar unos hoyuelos en la cara de Caldwell al decir, nada menos que a la señora Herzog, miembro de la junta del instituto:
– ¡Chico, ha salido de esa puerta como el cuco de un reloj!
Ante este saludo, el aire de dignidad interrumpida de la señora, ridículo en una persona que todavía no ha cumplido los cuarenta y que apoya su peso sobre el tirador de la puerta, se congela y endurece más aún. Con los ojos vidriosos, Caldwell reanuda su camino hacia el fondo del pasillo. Sólo cuando abre la doble puerta de cristal reforzado y empieza a bajar las escaleras junto a la pared amarilla en la que alguien ha borrado la palabra JODER, se hunde el puño en su estómago. Su suerte está echada. ¿Qué diablos podía estar haciendo aquella puta intrigante allá dentro? Caldwell había notado detrás de ella la presencia de Zimmerman en su oficina: un nubarrón; Caldwell era capaz de notar el ambiente que creaba Zimmerman a través de un agujero de cerradura. La señora Herzog había abierto la puerta de golpe, como quien demuestra algo al que se queda dentro, sin siquiera imaginarse que alguien podía verla. En su actual situación Caldwell no puede permitirse ni un solo enemigo más. Ha perdido las entradas que van del 18.001 al 18.145; el informe de Zimmerman, letras negras sobre papel azul, afirma que ha pegado a un chico en clase; y ahora esto: tropezar con Mim Herzog con el carmín corrido. Una burbuja se hincha en su garganta y, al salir al aire libre, toma aire fresco con una boqueada tan intensa como un sollozo. Unas nubes de perfil borroso y rizado han descendido poco a poco hasta cobijarse tangencialmente sobre los techos de pizarra del pueblo. Los techos parecen grasientamente lustrosos de sombría sabiduría interior. La atmósfera está repleta de un destino que se apresura a caer. Al levantar su cabeza y olfatear, Caldwell experimenta una intensa necesidad de caminar más aprisa, de trotar más allá del taller de Hummel, de retozar y relinchar y entrar por la puerta principal de cualquier casa de Olinger que se interponga en su camino para salir por la puerta trasera y galopar cuesta arriba por la ladera cubierta de maleza parda quemada por el invierno de Shale Hill y seguir galopando, galopando por colinas que la distancia hace parecer más redondeadas y azules, y continuar al galope en dirección sudeste, cortando en diagonal carreteras y ríos congelados tan sólidos como carreteras, hasta caer por fin y morir con la cabeza mirando en dirección a Baltimore.
La manada ha abandonado el bar de Minor. Sólo quedan en él tres personas: el propio Minor, Johnny Dedman, y ese increíble egoísta que se llama Peter Caldwell, el hijo del profesor de ciencias. A esta hora, aparte de los inútiles y los que carecen de hogar, todo el mundo está en su casa. Son las seis menos veinte. La oficina de correos que está al lado del bar ha cerrado. La señora Passify, que camina lentamente sobre sus gastadas piernas, baja las rejas de las ventanillas y cierra sin dar golpes los cajones llenos de los colores de los sellos, y coloca el dinero que ya ha contado en la caja de caudales que, más que imitar, se burla del estilo corintio. A su espalda, la habitación trasera parece un hospital de campaña en el que yacen inconscientes las grises sacas de correos empapadas de una anestesia de sombras, postradas y amorfas ahora que les han sacado las entrañas. La señora Passify suspira y se acerca a la ventana. Para alguien que pasara por aquella acera su gran cara redonda hubiera podido parecer la cara de un niño grotescamente hinchado, luchando por asomarse a un diminuto ojo de buey, la O de pan de oro situada en el cenit del arco de letras que dicen CORREOS.
A su lado, Minor retuerce metódicamente su burdo trapo blanco dentro de la vaporosa garganta de cada vaso de Coca-Cola antes de ponerlo sobre la toalla que ha extendido junto al fregadero. Lamidos por el aire frío, los vasos desprenden todavía algunas espirales de vapor. A través de la ventana del bar, que empieza a empañarse, se ve la carretera llena de coches que se apresuran en el viaje de vuelta a casa: una rama cargada de brillantes frutos. Detrás de Minor, el bar está prácticamente vacío, como un escenario. En las tablas ha habido una discusión. Por dentro, Minor es un caldero de furia; las peludas cavidades de su nariz parecen agujeros hirvientes.
– Minor -grita Peter desde su reservado-, estás atrasado. No hay nada malo en el comunismo. Dentro de veinte años este país será comunista y tú vivirás más feliz que una almeja.
Minor se vuelve junto a la ventana: su cabeza lanza destellos, su cerebro irradia ira.
– Ya lo sería si el viejo FDR [11] hubiera vivido más -dice, y a continuación suelta una furiosa carcajada que hace que se le abran los orificios nasales como ensanchados por un estallido-. Pero se mató, o murió de sífilis; castigo de Dios: fíjate en lo que digo.
– Eso no te lo crees ni tú, Minor. Ninguna persona cuerda creería eso.
– Yo lo creo -dice Minor-. De no haber estado chalado cuando fue a Yalta, no estaríamos ahora en este aprieto.
– ¿Qué aprieto? ¿Qué aprieto, Minor? Este país domina el mundo. Tenemos la bomba atómica y los grandes bombarderos.
– Aghh.
Minor le vuelve la espalda.
– ¿Qué aprieto? ¿Qué aprieto, Minor? ¿Qué aprieto?
Minor vuelve a mirarle y dice:
– Antes de que termine este año, los rusos ya estarán en Francia e Italia.
– ¿Y qué? ¿Y qué, Minor? El comunismo tiene que venir, sea como sea; no hay otro modo de combatir la pobreza.
Johnny Dedman fuma en otro reservado su octavo Camel de la última hora y trata de hacer que un anillo de humo pase a través de otro. Ahora, sin previo aviso, grita:
– ¡Guerra! -y con su dedo hace rat-rat-rat contra el gran botón pardo situado al extremo de la cuerda del interruptor de la luz que se encuentra sobre su cabeza.
Minor avanza unos pasos por el estrecho pasillo que hay detrás del mostrador para acercarse a los chicos, que permanecen sentados en la penumbra de sus reservados.
– Hubiéramos debido seguir avanzando cuando llegamos al Elba y tomar Moscú cuando se nos presentó la oportunidad. Ellos estaban abatidos y preparados para la derrota. El soldado ruso es el más cobarde del mundo. Los campesinos hubieran salido a darnos la bienvenida. Eso es lo que quería que hiciésemos el viejo Churchill, y tenía razón. Era un bandido, pero también listo, muy listo. A él no le gustaba el Viejo Joe [12]. El Viejo Joe no gustaba a nadie. Sólo al Rey Franklyn.
– Minor -dice Peter-, estás verdaderamente loco. ¿Y Leningrado? Entonces no fueron cobardes.
– No fueron ellos los que ganaron. No fueron ellos. Quien ganó en Leningrado fue nuestro material de guerra. Nuestros tanques. Nuestros cañones. Todo enviado por correo, con los portes pagados, por tu buen amigo FDR; él robó al pueblo de Estados Unidos para salvar a los rusos, que después han cambiado de parecer y están ahora mismo a punto de marchar sobre toda Europa, cruzar los Alpes y llegar a Italia.
– Pero Roosevelt trataba de derrotar a Hitler, Minor. ¿No te acuerdas de él? Adolf H-I-T-L-E-R.
– Adoro a Hitler -anuncia Johnny Dedman-. Vive en Argentina.
– También Minor le adoraba -dice Peter con un timbre agudo de furia y con todos los miembros acalorados-. ¿Verdad, Minor? ¿Verdad que pensabas que Hitler era un hombre agradable?
– No es cierto -dice Minor-. Pero te diré una cosa, preferiría que Hitler siguiera vivo a que lo esté el viejo Joe Stalin. Es la encarnación del diablo. Fíjate en lo que te digo.
– Minor, ¿qué tienes en contra del comunismo? Ellos no te harían trabajar. Eres demasiado viejo. Estás demasiado enfermo.
– Bam, bam -grita Johnny Dedman-. Hubiéramos tenido que tirar una bomba atómica en Moscú, Berlín, París, Francia, Italia, Ciudad de México y África. Bum. Me encanta esa nube en forma de seta.
– Minor -dice Peter-. Minor. ¿Por qué explotas tan despiadadamente a los pobres menores de edad? ¿Por qué eres tan brutal? Has puesto la máquina del millón tan inclinada que el único que consigue sacar partidas gratis es Dedman, y él las saca porque es un genio.
– Soy un genio -dice Dedman.
– Ni siquiera creen en la existencia del Creador -afirma Minor.
– De acuerdo, Dios mío, pero, ¿quién cree en Él? -exclama Peter, sonrojándose por lo que acaba de decir pero incapaz de callar, tanta es la ansiedad con que trata de convencer a este hombre que con su negra estupidez republicana y su testarudo vigor animal encarna en este mundo todo lo que está matando al padre de Peter; tiene que impedir que Minor le vuelva la espalda, tiene que mantener abierto el mundo-. Tú no crees. Yo tampoco. En realidad nadie cree.
Pero, después de haberla dicho, esta baladronada se convierte para Peter en una enorme traición contra su padre. Imagina que éste, desconcertado, cae en un pozo. Espera -con tanta ansiedad que le da la sensación de tener los labios abrasados- la réplica de Minor, sea cual sea, para poder encontrar en los giros y meandros de la discusión una manera de retractarse de lo dicho. Tal es la magnitud de la energía gastada por Peter en su deseo de retractarse de lo dicho.
– Te creo -dice simplemente Minor, volviéndose.
La salida ha quedado bloqueada.
– Dentro de un par de años -calcula Dedman- habrá una guerra. Yo seré comandante. Minor será sargento primero. Peter estará pelando patatas en la cocina, detrás de los bidones de basura.
Sopla suavemente un anillo de humo que se ensancha gradualmente en el aire y, a continuación, el milagro: pone los labios de forma que deja solamente un agujero pequeño y tenso como el ojo de una cerradura y sopla un anillo más pequeño que, dando rápidas vueltas, atraviesa el grande. En el momento de la penetración ambos anillos se confunden y una nube amorfa de humo se estira como un brazo que tratara de alcanzar el cordón de la luz. Dedman, creador aburrido, suspira.
– En Yalta estaba chalado -grita Minor desde el otro extremo del mostrador-. Y en Potsdam, Truman se portó como un auténtico tonto. Ese hombre era tan tonto que se le hundió el negocio de camisería. Y al cabo de un momento ya estaba al frente de los Estados Unidos de América.
La puerta se abre de golpe, y la oscuridad del umbral se materializa en un cuerpo duro con un gorro en forma de bala.
– ¿Está Peter aquí? -pregunta.
– Señor Caldwell -dice Minor con el timbre grave que reserva para sus relaciones con los adultos-. Sí, está aquí. Ahora mismo me decía que es un comunista ateo.
– Lo dice en broma. Usted lo sabe perfectamente. Es usted la persona que más admira de todo el pueblo. Para este muchacho es usted como un padre, y no crea que su madre y yo no sabemos apreciar esto en lo que vale.
– Eh, papá -dice Peter, que siente vergüenza por él.
Caldwell se vuelve hacia los reservados, parpadeando; parece incapaz de localizar a su hijo. Se detiene junto a la mesa de Dedman.
– ¿Quién hay aquí? Oh, Dedman. ¿Todavía no has podido terminar tus estudios?
– Hola, George -dice Dedman.
Caldwell no espera gran cosa de sus alumnos, pero sí espera que se le conceda la dignidad de que le hablen de usted. Naturalmente, los alumnos se dan cuenta de esto. La bondad engendra imbéciles, la crueldad tipos listos.
– He oído decir que tu equipo de nadadores ha vuelto a perder. ¿Cuántas veces van? ¿Ochenta seguidas?
– Hicieron todo lo posible -le dice Caldwell-. Si no te vienen las cartas, no puedes fabricarlas.
– Eh, yo tengo buenas cartas -dice Dedman con las mejillas resplandecientes y sus largas pestañas rizadas-. Mira qué cartas tengo, George.
Dedman cruza el brazo delante del pecho para coger la baraja pornográfica del bolsillo de su camisa verde bosque.
– No las saques -grita Minor desde el otro extremo de su pasillo. La luz eléctrica tiñe su calva de color blanco y hace saltar chispas de los vasos de Coca-Cola secos.
Caldwell parece no haber oído nada. Camina hacia el reservado donde está su hijo fumando un Kool. Sin dar señales de haber visto el cigarrillo, se desliza en el banco que hay frente al que ocupa Peter, y dice:
– Cristo, me acaba de ocurrir algo muy gracioso.
– ¿Qué? ¿Cómo está el coche?
– El coche, aunque no te lo creas, ya está arreglado. No sé cómo se las arregla Hummel; es lo que podríamos llamar un maestro en su oficio. Siempre me ha tratado magníficamente bien. -Una nueva idea le aguijonea y vuelve la cabeza-. ¿Dedman? ¿Estás todavía ahí?
Dedman ha puesto las cartas en su regazo y ha estado barajándolas. Ahora levanta la mirada; sus ojos brillan:
– ¿Qué?
– ¿Por qué no dejas el instituto y te pones a trabajar con Hummel? Si no recuerdo mal, eres un mecánico nato.
El muchacho se encoge incómodamente de hombros ante esta inesperada muestra de preocupación por su futuro.
– Estoy esperando que venga la guerra -dice.
– Pues te quedarás esperando hasta el Día del Juicio, chico -le grita el profesor-. No sepultes tu talento bajo tierra. Deja que brille tu luz. Si yo hubiera tenido tanto talento para la mecánica como tú, a estas horas este pobre chico estaría comiendo caviar.
– Estoy fichado por la policía.
– Como Bing Crosby. Como san Pablo. Pero ninguno de los dos permitió que este hecho fuera un impedimento. No lo uses de muleta. Habla con Al Hummel. Es el mejor amigo que tengo en este pueblo, y yo estaba en una situación mucho peor que la tuya. No tienes más que dieciocho años; yo tenía treinta y cinco.
Nervioso, Peter aspira una bocanada de humo que la presencia de su padre estropea, y apaga su Kool a medio fumar. Ansía apartar a su padre de esta conversación porque sabe que cuando Dedman lo cuente, se convertirá en un chiste.
– Papá, ¿qué es eso tan gracioso que te ha pasado?
El humo empapa sus pulmones con su suave veneno y Peter se siente barrido por una ola de aversión por el mediocre, infructuoso y empalagoso interés que muestra su padre por el joven. En alguna parte debe de haber una ciudad donde Peter sabe que será libre.
Su padre habla en voz baja para que sólo él pueda oírle:
– Hace diez minutos, cuando cruzaba el pasillo, se ha abierto de golpe la puerta de Zimmerman y ha salido nada menos que la señora Herzog.
– ¿Y qué tiene de gracioso? Ella está en la junta del instituto.
– No sé si tendría que decirte esto, pero supongo que ya eres bastante mayor; la señora Herzog tenía la cara de quien le han estado haciendo el amor.
– ¿El amor? -dice Peter sonriendo de sorpresa. Vuelve a reír y lamenta haber apagado el cigarrillo; ahora le parece algo afectado.
– A las mujeres se les nota. En la cara. A ella se le notaba, al menos hasta que me vio.
– Pero ¿qué es lo que has notado? ¿Iba completamente vestida?
– Claro, pero llevaba el sombrero torcido. Y se le había corrido el carmín.
– Uf, oh.
– Sí, oh. Pero hubiera sido mejor que yo no lo hubiera visto.
– Bueno, no es culpa tuya. Tú no hacías más que cruzar el pasillo.
– No tiene importancia que fuera o no culpa mía. Si lo único que contara fuera eso, nunca habría nadie culpable de nada. Mira, chico, lo cierto es que yo estaba allí, justo delante del nido de amor, y de los problemas. Zimmerman lleva quince años jugando conmigo al gato y el ratón, y ésta será la gota que colme el vaso.
– Papá, ¡qué imaginación! Seguramente ella habla ido a consultarle algo, ya sabes que Zimmerman cita a la gente en su despacho a cualquier hora.
– No has visto cómo se le pusieron los ojos cuando me vio.
– ¿Y tú qué hiciste?
– Sonreírle con simpatía y seguir mi camino. Pero el secreto ha sido descubierto y ella lo sabe.
– Papá, seamos sensatos. ¿Sería capaz la señora Herzog de hacer algo con Zimmerman? Es una mujer madura, ¿no?
Peter se pregunta el porqué de la sonrisa de su padre.
– Tiene cierta fama en el pueblo -dice Caldwell-. Es unos diez años más joven que su marido. No se casó con él hasta que él se hizo rico.
– Pero, papá, tiene un hijo en séptimo.
Peter se exaspera ante la incapacidad de su padre para ver lo evidente: que las mujeres que llegan a entrar en la junta del instituto están más allá del sexo, que el sexo es cosa de adolescentes. No sabe cómo decírselo de forma delicada. De hecho, la yuxtaposición de su padre y un tema como éste le crea tal tensión que se le paraliza la lengua.
Su padre entrelaza sus manos salpicadas de manchas pardas con tanta fuerza que los nudillos se le ponen amarillos. Luego dice:
– Cuando estaba frente a esa puerta notaba la presencia de Zimmerman, sentado dentro de su despacho como una gran nube tormentosa; ahora mismo puedo notar su presencia en mi pecho.
– Papá -interrumpe Peter-. Eres ridículo. ¿Por qué haces una montaña de nada? El Zimmerman que tú ves ni siquiera existe. No es más que un viejo imbécil escurridizo que disfruta manoseando a las chicas.
Sorprendido, su padre levanta la vista. Le cuelgan las mejillas:
– Me gustaría tener tanta confianza en mí mismo como tú. Si tuviera tanta confianza en mí mismo me hubiera llevado a tu madre a trabajar en los teatros de variedades y tú ni siquiera hubieras nacido.
Esta frase fue lo más parecido a una censura de su hijo que jamás llegó a pronunciar Caldwell. Las mejillas del chico arden.
– Será mejor que la llame -dice Caldwell deslizándose fuera del reservado-. No consigo sacarme de la cabeza la idea de que el abuelo Kramer se caerá cualquier día por esa escalera. Si continúo con vida estoy dispuesto a poner una barandilla.
Peter le sigue hasta la entrada del bar.
– Minor -dice Caldwell-, ¿te destrozaría el corazón si te pido que me cambies diez dólares?
Mientras Minor toma el billete, Caldwell le pregunta:
– ¿Cuándo calculas que llegarán a Olinger los rusos? Seguramente deben de estar cogiendo el tranvía en Ely en este momento.
– De tal padre, tal hijo, ¿eh, Minor? -grita Johnny Dedman desde su reservado.
– ¿Lo quiere de alguna forma especial? -pregunta Minor algo molesto.
– Un billete de cinco, cuatro de uno, tres monedas de veinticinco, dos de diez y una de cinco. Espero que vengan -continúa Caldwell-. Sería lo mejor que le podría ocurrir al pueblo desde que los indios se fueron. Nos alinearían frente a la pared de correos y nuestras miserias, las de los viejos como tú y yo, se acabarían de golpe.
Minor no quiere oírle. Suelta un bufido tan iracundo que, cuando vuelve a hablarle, Caldwell pregunta con una voz más aguda, afligida, cautelosa:
– Bien, ¿cuál crees tú que es la solución? Somos demasiado estúpidos para morir por nuestra cuenta.
Como de ordinario, no recibe ninguna contestación. Acepta el cambio silenciosamente y da a Peter el billete de cinco dólares.
– ¿Para qué es esto?
– Para que comas. El hombre es un mamífero que tiene que comer. No podemos pedirle a Minor que te alimente gratis, aunque sea lo bastante caballero como para hacerlo. Lo sé perfectamente.
– Pero, ¿de dónde lo has sacado?
– No te preocupes.
Esta frase permite a Peter comprender que su padre ha vuelto a tomar prestado dinero de los fondos de atletismo del instituto, pues este dinero ha sido confiado a sus manos. Peter no entiende absolutamente nada de los enredos económicos de su padre. Sólo sabe que son confusos y peligrosos. Cuando era un niño, hace cuatro años, una vez tuvo un sueño en el que su padre era convocado para que rindiera cuentas. Con la cara cenicienta, su padre, cubierto únicamente por una caja de cartón bajo la que aparecían, amarillentas y delgaduchas, sus piernas desnudas, bajó a tropezones las escaleras del Ayuntamiento rodeado por una muchedumbre de ciudadanos que le maldecían a carcajadas y tiraban oscuros objetos pulposos que producían, al golpear la caja, un ruido amortiguado. Y, como ocurre en los sueños, en los que somos a la vez autor y personaje, Dios y Adán, Peter comprendió que dentro del ayuntamiento se había celebrado un juicio. Su padre había sido considerado culpable, le habían quitado todo cuanto poseía y había sido azotado, para ser finalmente devuelto al mundo en una situación por debajo de la de los vagabundos. La palidez de su rostro bastaba para saber que aquella desgracia supondría la muerte para él. En sueños, Peter gritó:
– ¡No! ¡Ustedes no lo comprenden! ¡Esperen!
Las palabras fueron pronunciadas con voz infantil. Peter trató de explicar a los iracundos ciudadanos que su padre era inocente, que trabajaba demasiado, que era un hombre lleno de preocupaciones y ansiedades, que era una persona concienzuda; pero las piernas de la multitud le apartaron a empujones, ahogaron sus gritos y no consiguió que nadie oyera su voz. Al despertar todo seguía sin explicación. Ahora, en el bar, tiene la impresión de haber aceptado una tira de la flagelada piel de su padre y haberla metido en su cartera para obtener a cambio hamburguesas, limonadas, partidas de millón, y cacahuetes de chocolate Reese, que tan perjudiciales son para su psoriasis.
El teléfono público está pegado a la pared detrás del estante de los tebeos. Caldwell pone una moneda de cinco centavos y otra de diez y llama a Firetown.
– ¿Cassie? Estamos en el bar… Está arreglado. Era el eje de transmisión… Dice que serán unos veinte dólares, todavía no había calculado la mano de obra. Dile al abuelo que Al ha preguntado por él. ¿No se habrá caído por la escalera, verdad…? Sabes que no quiero decir eso, espero que tampoco él lo entienda mal… No, no he podido, no he tenido ni un segundo, tengo que estar en el dentista dentro de cinco minutos… Sinceramente, Cassie, tengo miedo de lo que pueda decirme… Ya lo sé… Ya lo sé… Supongo que alrededor de las once. ¿Os habéis quedado sin pan? Ayer noche te compré un emparedado italiano, pero todavía está en el asiento del coche… ¿Eh? Tiene buen aspecto. Acabo de darle cinco dólares para que coma… Ahora se pondrá.
Caldwell adelanta el auricular a Peter.
– Tu madre quiere hablar contigo.
A Peter le molesta que su madre invada de esta forma el bar que para él es el centro de su vida cuando está separado de ella. La voz que oye por el aparato suena pequeña y firme, como si la compañía telefónica hubiera herido sus sentimientos al embutirla en aquella caja metálica. A través de los cables se transmite la atracción magnética que ella ejerce sobre Peter, y también él se siente empequeñecido.
– Hola -dice Peter.
– ¿Cómo se encuentra, Peter?
– ¿Quién?
– ¿Quién? Pues papá. ¿Quién, si no?
– Cansado y excitado, no sé. Ya sabes que es como un acertijo.
– ¿Y tú, estás tan preocupado como yo?
– Supongo que sí, claro.
– ¿Por qué no ha vuelto a llamar al doctor Appleton?
– Quizá cree que no han revelado todavía las radiografías.
Peter mira a su padre esperando una confirmación. Pero él está dando complicadas explicaciones a Minor:
– … No pretendía ser sarcástico cuando hablaba de los comunistas hace un rato, les odio tanto como tú, Minor…
La voz del teléfono ha oído algo y pregunta:
– ¿Con quién habla?
– Con Minor Kretz.
– Esta clase de gente le fascina, ¿verdad? -comenta amargamente al oído de Peter la voz femenina en miniatura.
– Están hablando de los rusos.
Algo parecido a una tos suena en el auricular, y Peter sabe que su madre ha empezado a llorar. Se le hunde el estómago. Mira a su alrededor buscando algo que decir, y, como una mosca, su ojo aterriza en una de las cagarrutas de yeso pintado que hay entre las novedades que vende Minor.
– ¿Cómo está Lady? -pregunta.
La respiración de su madre lucha por dominarse. En los intervalos entre el llanto sale una voz extrañamente controlada y pétrea:
– Se ha pasado toda la mañana en casa y después de comer la he dejado salir. Cuando volvió, noté que había estado persiguiendo otra mofeta. El abuelo está tan enfadado conmigo que no quiere salir de su habitación. Como nos hemos quedado sin pan, se está poniendo de mal humor.
– ¿Crees que Lady ha matado a la mofeta?
– Creo que sí. Se reía.
– Dice papá que va a ir al dentista.
– Sí. Ahora que es demasiado tarde.
Otra ola de lágrimas silenciosas penetra el oído de Peter; tiene el cerebro inundado por la imagen que seguramente tienen los ojos de su madre en ese momento: los bordes enrojecidos y llenos de lágrimas. Un ligero olor a grano, de hierba o maíz, afecta la nariz de Peter.
– No creo que sea necesariamente demasiado tarde -dice.
La frase ha sonado pomposa e insincera, pero se siente forzado a decir algo. Los números de teléfono que los adolescentes han escrito con lápiz en la pared empiezan a bailar delante de sus ojos.
– Sí, supongo que sí -suspira su madre-. Peter.
– ¿Qué?
– Cuida de tu padre.
– Lo intentaré. Aunque es difícil.
– Sí, ¿verdad? Pero te quiere mucho.
– De acuerdo, lo intentaré. ¿Quieres que le haga regresar?
– No. -La madre de Peter hace una pausa y luego, con ese talento teatral que le permite dominar el escenario y que quizá sea el único ápice de sentido común que tiene la fantasía de su padre cuando habla de hacerla actuar en un teatro de vodevil, repite con una trémula voz-: No.
– De acuerdo, entonces nos veremos alrededor de las once.
Desprovista de su reconfortante cuerpo, la voz de su madre le resulta agotadora. Ella se da cuenta y, cuando vuelve a hablar, parece incluso más ofendida, más distante, más pequeña y pétrea.
– Dice el hombre del tiempo que nevará.
– Sí, se nota en el aire.
– Muy bien. Muy bien, Peter. Dile adiós a tu pobre madre. Eres un buen muchacho. No te preocupes por nada.
– De acuerdo, ni tú tampoco. Eres una buena mujer.
¡Menuda frase para decírsela a la madre de uno! Peter cuelga, asombrado de sí mismo. Cuando habla con ella por teléfono, su madre se convierte, incestuosamente, en una simple voz femenina con la que ha compartido secretos, y la sensación es tan especial que hace que aumente la comezón de sus costras.
– ¿Parecía preocupada? -le pregunta su padre.
– Un poco. Me parece que el abuelo se está poniendo de mal humor y el ambiente está un poco enrarecido.
– Ese viejo es perfectamente capaz.
Caldwell se vuelve y le explica a Minor:
– Es mi suegro. Tiene ochenta y cuatro años, y es capaz de incordiar de una manera que te saca de quicio. Este viejo tiene más fuerza en su dedo meñique que nosotros dos en nuestros cuatro brazos juntos.
– Aaag -gruñe suavemente Minor poniendo sobre el mostrador un vaso de leche con la superficie llena de espuma. Caldwell se lo bebe en dos tragos, lo deja, hace una mueca de dolor, se pone ligeramente más pálido, y se traga un eructo.
– Chico -dice-, esta leche se ha equivocado de camino en algún recoveco de aquí dentro.
Todavía pronuncia la palabra «leche» con acento de Nueva Jersey. Caldwell se pasa la lengua por los dientes, como para limpiarlos.
– Ahora me voy a ver al doctor Sacamuelas.
– ¿Te acompaño? -pregunta Peter.
En realidad, el dentista se llama Kenneth Schreuer. Y su consulta está dos manzanas más abajo siguiendo la carretera, pasado el instituto y enfrente de las pistas de tenis. Schreuer siempre tiene la radio puesta con un serial, de las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Desde comienzos de primavera hasta mediados de otoño, todos los miércoles y domingos se pone un calzón corto blanco, cruza las vías del tranvía y se convierte en uno de los mejores jugadores de tenis del condado. Es mejor jugador de tenis que dentista. Su madre trabaja en la cafetería del instituto.
– No, diablos -dice Caldwell-. ¿Qué podrías hacer, Peter? El daño ya está hecho. No te preocupes por este montón de chatarra. Quédate aquí, hay amigos y se está caliente.
De forma que, para llevar a cabo la orden de su madre de cuidar a su padre, lo primero es contemplar a aquel hombre dolorido, disfrazado con su chaquetón desabrochado y demasiado corto y su gorro de punto embutido por encima de las orejas, salir solitario por la oscura puerta para hacer frente una vez más al destino.
Desde su mesa, Johnny le dice en tono sincero:
– Eh, Peter. Hace un momento, cuando estabais tú y tu padre de pie contra la luz, ha habido un instante en que no hubiera sabido decir quién era el padre y quién el hijo.
– Él es más alto -dice Peter secamente.
El Dedman que le interesa no es precisamente este chico bueno y sincero. Peter siente que, con la llegada de la noche, han madurado en su interior enormes cantidades de dulce maldad. Se da la vuelta, utilizando como eje el peso de los cinco dólares que lleva en su cadera, y le dice triunfalmente a Minor:
– Dos hamburguesas. Sin ketchup. Y un vaso de esa leche aguada que vendes, y cinco monedas para esa máquina del millón con que nos robas el dinero.
Regresa a su reservado y vuelve a encender el Kool que había apagado a medio fumar. Un frío polar estremece su orgullosa garganta; en el vacío escenario que es ahora el bar de Minor, Peter se acicala convencido de que todos los ojos del mundo le están mirando. El lapso de tiempo necesariamente ocioso que tiene por delante, un auténtico sueño de libertad para un muchacho, exalta tanto su corazón que se duplica la velocidad de sus latidos y amenaza estallar y teñir de color rosa la penumbra. Perdóname.
– Cariño. ¿Me espero?
– ¿Mmm?
– ¿No hay ningún sitio mejor que tu despacho?
– En invierno, no.
– Pero nos han visto.
– Te han visto a ti.
– Pero él se ha dado cuenta. Por la cara que ha puesto, sé que se ha dado cuenta. Estaba tan asustado como yo.
– Caldwell se ha dado cuenta y no se ha dado cuenta.
– Pero ¿confías en él?
– Nunca se ha planteado entre nosotros la cuestión de la confianza.
– ¿Y en este caso?
– Confío en él.
– No deberías confiar. ¿No podríamos despedirle?
Él suelta una carcajada que la desconcierta. Siempre tarda en darse cuenta de su propio humor.
– Exageras mi omnipotencia -dice él-. Este hombre lleva dando clases desde hace quince años. Tiene amigos. La cátedra es suya.
– Pero es un incompetente, ¿no?
Al abrazarla le molesta que ella se ponga a discutir y a preguntar. La estupidez femenina tiene siempre un renovado poder de decepcionarle.
– ¿Incompetente? No es tan fácil de definir la competencia. Como mínimo sabe estar en clase con ellos, que es lo más importante. Además, me es fiel. Muy fiel.
– ¿Por qué le defiendes? Ahora mismo podría destruirnos a los dos.
– Anda, anda, pajarillo -vuelve a reír él-. No es tan fácil destruir a un ser humano.
Aunque a veces le resulten desagradables los momentos de ansiedad de aquella mujer, su presencia física le relaja completamente, y en este estado de profundo descanso las palabras brotan de sus labios sin necesidad de pensar, del mismo modo que el líquido tiende a bajar naturalmente por las pendientes y el gas a dar vueltas en el vacío.
Ahora, ella adopta una actitud vehemente y angulosa entre sus brazos:
– Ese hombre no me gusta. No me gustan sus sonrisas infantiles.
– Es su aspecto lo que te hace sentir culpable.
Este sorprendente comentario aligera la ansiedad de la mujer.
– ¿Deberíamos sentirnos culpables?
La pregunta ha sido verdaderamente tímida.
– Desde luego. Después.
Esto hace que ella sonría, y al hacerlo sus labios se ablandan, y cuando la besa tiene la sensación de haber conseguido por fin un pequeño sorbo tras un interminable período de sed. El hecho de que los besos no sacien la sed sino que la estimulen, de manera que cada beso exige que le siga otro más intenso arrastrándole de esta forma en una vertiginosa carrera de apetitos cada vez más intensos y amplios, no le parece muestra de la crueldad, sino más bien de la generosa y determinante providencia de la naturaleza.
Un árbol de dolor arraiga en su mandíbula. ¡Espera, espera! Kenny hubiera debido esperar algunos minutos más para que la novocaína hiciera efecto. Pero el día está terminando, y el muchacho está cansado y tiene prisa. Kenny fue uno de los primeros alumnos de Caldwell, allá en los treinta. Ahora, este mismo muchacho que ya se está quedando bastante calvo, apoya una rodilla contra el brazo de la silla para hacer palanca con más fuerza en las tenazas que rechinan contra la muela y la desmenuzan como si fuera tiza, mientras tratan de arrancarla. Caldwell teme que la muela se parta y que quede como un nervio desnudo y arañado. Lo cierto es que nunca ha sentido un dolor igual: un árbol completo lleno de flor en el que cada flor vierte en el lívido aire azul una serie de chispas de brillante verde amarillento. Abre los ojos negándose a creer que aquello pueda continuar indefinidamente, y el oscuro rosa de la resuelta boca del dentista, que huele a clavo de especia y tiene los labios apretados y un poco torcidos -una boca débil- llena su horizonte. El muchacho quiso llegar a ser doctor en medicina, pero como carecía del grado necesario de coeficiente intelectual, se había conformado con ser un carnicero. Caldwell admite que el dolor que extiende sus ramas dentro de su cabeza es consecuencia de algún fallo en sus propias dotes de maestro, cierta incapacidad de inculcar a esta alma consideración y paciencia; y lo acepta como tal. El árbol llega a ser idealmente denso; sus ramas y flores se funden en una única pluma, un cono, una columna plateada de dolor, una columna cuya altura trepa hacia el cielo desde una base en la que está clavado el cráneo de Caldwell. Es de plata pura, sin un ápice, hálito, lunar o pizca de aleación.
– Ya está.
Kenneth Schreuer suspira aliviado. Sus manos tiemblan, su espalda está húmeda. Ahora le muestra entre las tenazas lo que estaban buscando. Como si emergiera de un sueño pesado, Caldwell enfoca su mirada con dificultad. No es más que una corona de marfil con motas pardas y negras montada sobre unas suaves y arqueadas piernas de color rosa. Ahora parece ridículamente trivial que se haya resistido con tanta furia a ser arrancada.
– Escupa -dice el dentista.
Obedientemente, Caldwell inclina su cara hacia la pila amarillenta, y un borbotón de sangre se une a la leve espiral de agua clara que da vueltas en el fondo. La sangre sale anaranjada y mezclada con saliva. Su cabeza ha dejado de ser plata pura y ahora lo que siente es un ligero vértigo. El miedo y la presión se escapan a través del agujero de su encía. De repente se siente absurdamente agradecido por la creación entera, por el limpio, brillante y redondeado labio de la pila circular de loza, el brillante tubito doblado que arroja agua en ella, la pequeña mancha de óxido en forma de cola de cometa que esta Caribdis en miniatura ha producido con el tiempo en el vértice en que su ímpetu expira; se siente agradecido por los delicados olores dentales, por los sonidos que hace Kenny al volver a colocar sus instrumentos en el baño esterilizador, por la radio que desde el estante filtra un estremecimiento de música de órgano por encima de las interferencias. El locutor entona:
– «¡Me gustan los misterios!» -y el órgano vuelve a dar vueltas en el aire, en pleno éxtasis.
– Es una pena -dice Kenny- que la corona de sus dientes no sea tan fuerte como las raíces.
– Así es todo en mi vida -dice Caldwell-. Mucho pie y poca cabeza.
Al hablar, su lengua se encuentra una blanda espumosidad. Vuelve a escupir. Aunque parezca extraño, la visión de su propia sangre le anima.
Con un instrumento de acero, Kenny revisa la muela arrancada que ahora ha quedado separada para siempre de la tierra y parece, sostenida a esa distancia del suelo, una estrella. Kenny extrae un fragmento negro de empaste, se lo acerca a la nariz y huele:
– Mmm -dice-, sí. No tenía salvación. Seguramente debía de causarle bastante dolor.
– Sólo cuando lo notaba.
En la radio, el locutor explica:
– «En el último capítulo dejamos a Doc y Reggie atrapados en la gran metrópoli subterránea de los simios (ruido de unos monos parloteando, gritando y arrullándose tristemente) y ahora Doc se vuelve hacia Reggie (la voz empieza a desvanecerse) y dice…
»Doc: ¡Tenemos que salir de aquí! ¡La Princesa nos espera!
»Chipi chip. Birrap, birruuu».
Kenny le da a Caldwell un envoltorio de celofán con dos pastillas de Anacín.
– Es posible que sienta algunas molestias -dice- cuando cese el efecto de la novocaína.
Ni siquiera empezó, piensa Caldwell. Disponiéndose a partir, escupe por última vez en la escudilla. El fluir de la sangre por la herida ha empezado a decrecer. Toca tímidamente con la lengua el sitio en el que ahora hay un resbaladizo cráter. Le aflige un vago y amortiguado sentimiento de pérdida. Otro día, otra muela. (Debería dedicarse a hacer versos.)
¡Ahí viene Heller por el pasillo anexo! ¡¡Chuing, fuit, chuing, pat!! ¡¡¡Cómo le gusta su gran escobón!!!
Pasa frente al lavabo de las chicas esparciendo por el suelo roja cera y frotándolo hasta dejarlo reluciente. Pasa delante del aula 113, en la que la señorita Schrack sostiene en alto el Arte, ese espejo visible de la invisible gloria divina; de la 111, en la que están los bulbos de las máquinas de escribir bajo sus negras fundas agrietadas de las que, aquí y allá, emerge la misteriosa mano plateada de un espaciador; de la 109, con su gran y delicado mapa en el que están marcadas las antiguas rutas comerciales por las que atravesaban la Europa carolingia las especias, el ámbar, las pieles y los esclavos; de la 107, que huele a dióxido de azufre y ácido sulfúrico; de la 105 y la 103, que tienen las puertas de cristal esmerilado cerradas frente a los armarios verdes cuyos tamaños van reduciéndose hasta una enloquecedora y total anulación. Heller prosigue su camino recogiendo bajo el metódico avance de su escobón, botones, pelusa, céntimos, hilas, papel de estaño, pinzas para el pelo, celofán, pelos, pepitas de mandarina, dientes de peine, costras de la psoriasis de Peter Caldwell, y todos los indignos fragmentos, motas, escamas, partículas y cosas indefinidas que forman el polvo y, en conjunto, todo un universo: ésta es su cosecha. Mientras trabaja tararea una vieja melodía que sólo él puede oír. Está contento. El instituto es suyo. Al unísono, los relojes repartidos a lo largo y ancho de todos aquellos metros cuadrados de piso de madera hacen tictac y marcan las seis y diez. En su mansión subterránea, una de las grandes calderas toma una decisión irrevocable y se traga de un bocado un cuarto de tonelada de duro carbón: antracita de Pennsylvania, viejos lepidodendros, puro tiempo comprimido. El corazón del horno arde con un calor blanco que sólo se puede mirar a través de un ojo de buey con cristal de mica.
Heller abraza contra su oxidado corazón los sótanos de este instituto. Cuando fue ascendido de cargo, y dejó de ser miembro del personal encargado del cuidado del edificio de enseñanza primaria en el que los pequeños, con sus barrigas cosquillosas como ovejas, dejaban diariamente uno o dos charcos de rancios vómitos que luego había que limpiar y perfumar con sales amoniacales, para convertirse en bedel del instituto, Heller dio el mayor paso adelante de su vida. Aquí no tenía que hacer tareas tan indignas, aparte de borrar las palabras que aparecían en las paredes y, de vez en cuando, limpiar alguna maligna suciedad excrementicia de los lavabos de los chicos.
El recuerdo de la gente y de la ropa de la gente da a los pasillos un suave perfume. Las fuentes esperan que llegue el momento de soltar su chorro. Los radiadores ronronean. Se cierra de golpe la puerta lateral; un miembro del equipo juvenil de baloncesto ha entrado con su bolsa deportiva y ha bajado a los vestuarios. En la entrada principal, el señor Caldwell y el señor Phillips se encuentran en las escaleras y, alto el primero y bajo el segundo, hacen la vieja pantomima del «usted primero». Heller se agacha y mete en su ancho recogedor la montaña gris de polvo y pelusa animada por los toques de color de los trozos de papel. Traslada esta basura a la gran caja de cartón que aguarda en esta esquina y luego, colocándose detrás del escobón, vuelve a empujarla y desaparece, chuing, pat, a la vuelta de la esquina.
¡¡¡Allá va!!!
– George, he oído decir que no te encuentras muy bien -dice Phillips al otro profesor.
A la luz del pasillo, frente a la vitrina de los trofeos, se muestra sobresaltado al notar que un hilillo de sangre se escurre por una comisura de la boca de Caldwell. Casi siempre encuentra en este hombre alguna imperfección u olvido en el cuidado personal que le trastorna secretamente.
– Unos días mejor, otros peor -dice Caldwell-. Phil, estoy preocupado por un taco de entradas de baloncesto que no encuentro por ningún lado. Van del número 18.001 al 18.145.
Phillips piensa y mientras -siguiendo su costumbre- da un salto de lado, como el jugador de béisbol que alisa la superficie de su base.
– Bah, no es más que papel -dice.
– Igual que el dinero -dice Caldwell.
Cuando lo dice tiene un aspecto tan enfermizo que Phillips le pregunta:
– ¿Estás tomando algo?
Caldwell aprieta los labios adoptando su expresión de hombre estoico:
– Todo se arreglará, Phil. Ayer fui al médico y me hizo una radiografía.
Phillips da un salto hacia el otro lado.
– ¿Te ha encontrado algo? -pregunta mirándose los zapatos, como para comprobar si los lleva bien anudados.
Como si tratara de ahogar las implicaciones del extraordinariamente suave tono de voz con que ha hablado Phillips, Caldwell, prácticamente bramando, dice:
– Todavía no lo sé. No he tenido tiempo de llamarle.
– George, ¿puedo decirte algo como amigo?
– Por supuesto, siempre me has hablado así.
– Hay una cosa que nunca has llegado a aprender: nunca has sabido cuidar de ti mismo. Sabes que ya no somos tan jóvenes como antes de la guerra. Ya no podemos actuar como si fuéramos jovencillos.
– Phil, yo sólo sé comportarme como lo hago. Tendré que seguir actuando como un joven hasta que me cierren los ojos.
La risa de Phillips es ligeramente nerviosa. Llevaba ya un año en el claustro cuando ingresó Caldwell, y aunque han vivido juntos muchas cosas, Phillips nunca ha llegado a quitarse de encima la idea de que es más veterano que su colega y, por tanto, su guía. Al mismo tiempo es incapaz de librarse de la oscura impresión de que Caldwell, pese a sus recursos tan caóticos y maliciosos, acabará por hacer algo que maravillará a todo el mundo, o dirá esa extraña frase que alguien tenía que decir.
– ¿Has oído hablar de lo de Ache? -(pronunciado Ockey).
Era un brillante, respetable, atlético y guapo estudiante de finales de los años treinta, de los que hacen sentirse feliz a un maestro, un chico de un estilo que antes abundaba muchísimo en Olinger pero que, ahora, con la decadencia universal de la virtud, era infrecuente.
– Sé que ha muerto -dice Caldwell-. Pero no acabo de entender cómo ha sido.
– Estaba en Nevada -le dice Phillips cambiando su carga de papeles y libros al otro brazo-. Era instructor de vuelo. Su alumno cometió una equivocación. Murieron los dos.
– ¿No es gracioso? Hacer toda la guerra sin un rasguño y morir en tiempo de paz.
Los ojos de Phillips -ya se sabe que los hombres bajitos son más susceptibles a las emociones- tenían la malsana capacidad de enrojecer a mitad de la conversación si el tema era, aunque sólo fuera remotamente, melancólico.
– Detesto que mueran jóvenes -dice Phillips.
Es un hombre que ama profundamente a sus mejores alumnos, como si fueran hijos suyos, quizá porque su verdadero hijo es torpe y tozudo.
Caldwell se interesa. Repentinamente piensa que la cima de cabello pulcramente peinado hacia los lados parece la tapadera de un estuche que quizá contiene el grano de información que tanto necesita.
– ¿Crees que la edad importa? -pregunta ansiosamente-. ¿Piensas que los jóvenes no están bien preparados para morir? ¿Lo estás tú?
Phillips trata de centrar sus pensamientos en la pregunta, pero le resulta tan difícil como mantener unidos los polos positivos de dos imanes: se rechazan.
– No lo sé -admite-. Dicen que hay un momento para cada cosa -añade.
– Para mí no -dice Caldwell-. Yo no me siento dispuesto y morir me aterra. ¿Cuál es la solución?
Mientras Heller pasa a su lado con el escobón, los dos hombres permanecen en silencio. El bedel saluda con la cabeza, sonríe y prosigue.
Una vez más Phillips se siente incapaz de hacer frente a la pregunta, yéndose por las ramas. Mira fijamente en el centro del pecho de Caldwell como si se estuviera produciendo una curiosa transmutación.
– ¿Has hablado con Zimmerman? -pregunta-. Quizá la solución sería pedir un año sabático.
– No me lo puedo permitir. ¿Qué haría el chico? Ni siquiera podría terminar el bachillerato superior. Tendría que ir a una escuela rural con una sarta de patanes en el autobús.
– Sobreviviría, George.
– Lo dudo muchísimo. Para poder continuar adelante me necesita a su lado. El pobre chico aún no tiene idea de lo que es la vida. No puedo desaparecer antes de que sepa qué es la vida. Tú tienes suerte, el tuyo ya sabe de qué va.
Phillips sacude la cabeza ante este triste halago. El borde de sus ojos adquiere un tono más oscuro. Ronnie Phillips, que acaba de ingresar en la universidad del estado de Pennsylvania, es un brillante alumno de electrónica. Pero, desde que cursaba el bachillerato superior, siempre ha ridiculizado abiertamente la pasión de su padre por el béisbol. Le fastidiaba pensar en las excesivas horas que había desperdiciado durante su infancia jugando a correr y preparar jugadas de ese deporte a instancias de su padre.
– Ronnie parece saber qué es lo que quiere -dice Phillips.
– Mejor para él -exclama Caldwell-. En cambio, mi chico, lo único que quiere es el mundo entero metido en una caja de bombones.
– Tenía entendido que quería pintar.
– Oooh -gruñe Caldwell; el veneno ha penetrado otro centímetro en sus intestinos. Para estos dos hombres el tema de los hijos es indigesto.
Caldwell cambia de tema:
– Cuando hoy salía de mi aula he tenido una revelación o algo parecido. He tenido que enseñar quince años seguidos para verlo.
– ¿Ver qué? -pregunta rápidamente Phillips, ansioso por enterarse. Le han tomado el pelo muchísimas veces.
– La ignorancia es la felicidad -declara Caldwell.
Como no ve asomar en los ojos de la arrugada y esperanzada cara de su amigo ninguna luz que indique que ha abrazado aquella verdad, Caldwell repite otra vez, y más fuerte, de forma que su voz es repetida en eco por el alargado pasillo:
– La ignorancia es la felicidad. Ésta es la lección que la vida me ha enseñado.
– Dios mío, quizá tengas razón -exclama nerviosamente Phillips, que hace ademán de irse a su aula.
Sin embargo, los dos profesores se quedan todavía un minuto más en el pasillo, pues ambos encuentran cierta tranquilidad al encontrarse en compañía de una persona que les resulta familiar, y también un ambiguo calor por el hecho de haberse sentido decepcionados mutuamente sin que ninguno de los dos haya echado la culpa al otro. Como dos corceles que, encerrados en el mismo establo, se pegan el uno junto al otro cuando hay tormenta. Si los hombres fueran caballos, Caldwell hubiera sido de esos de piel moteada, muy trabajadores, un poco pero no necesariamente de raza, de los que llaman «rucios»; Phillips, por su parte, hubiera sido un pequeño y gallardo Morgan de color castaño con una cola remilgada y unos cascos relucientes, prácticamente un pony.
A Caldwell se le ocurre una última idea.
– Mi padre murió antes de llegar a la edad que tengo yo ahora -dice-, y yo no quería traicionar así a mi propio hijo.
Y de un tirón que hace traquetear las patas, separa de la pared una pequeña mesa de roble roída en múltiples puntos; las entradas para el partido de baloncesto se venderán desde esta mesa.
Un grito espeluznante llena el pabellón, levantando polvo hasta en las más alejadas aulas del gran instituto cuando todavía fluye una corriente de gente que acaba de pagar su entrada y, al entrar, queda deslumbrada por los focos. Adolescentes tan variados y feos como gárgolas, con el lóbulo de las orejas rojo de frío, los ojos desorbitados y los labios temblorosos, se apretujan bajo los brillantes globos que cuelgan del techo. Muchachas de sonrosadas mejillas, alegres, variopintas y, generalmente, tan mal hechas como vasijas manufacturadas por un ceramista preocupado, se ven arrastradas y envueltas por el acalorado empujón. Amenazadora, olorosa y ciega, la masa deja oír el apagado estruendo de los pies que se arrastran por el suelo acompañado por un parpadeante tintineo articulado: las voces de los jóvenes.
– Y yo le dije, pues mala suerte, chico.
– Te oigo llamar y no puedes entrar.
– Era muy chulo.
– La muy puta se dio la vuelta y, en serio, va y dice: «Otra vez».
– Utiliza el sentido común. ¿Cómo va a haber un infinito mayor que otro?
– Lo que me gustaría saber es quién dice que lo dijo.
– A ella se le nota enseguida porque se le pone colorada esa pequeña señal de nacimiento que tiene en el cuello.
– Si quieres saber mi opinión, él sólo se ama a sí mismo.
– Comida preparada, qué asco.
– Digámoslo así: el infinito es igual al infinito. ¿De acuerdo?
– Entonces le oí decir a ella, y así se lo conté a él: «Supongo que no sé lo que pasa».
– Si no es capaz de impedir que siga adelante, no haber empezado.
– Y se le quedó la boca abierta de par en par.
– ¿Cuándo pasó todo eso, hace siglos, no?
– Pero si sumas todos los números impares que existen, el resultado también será infinito, ¿verdad? ¿Me sigues hasta aquí?
– ¿Esto pasó en el de Pottsville?
– Voy en camisón, y es muy delgadito.
– «¿Mala suerte?», dijo él, y yo le dije: «Sí, chico, has tenido mala suerte».
– Por fin -le grita Peter a Penny cuando ella baja por el pasillo del pabellón y él la localiza.
Su corazón da vueltas en torno a unos pensamientos así de sencillos: ella está sola; tengo novia; ella está sola; mi novia ha venido donde él porque ha querido.
– Te he guardado un sitio -le grita Peter.
Está sentado a mitad de una fila; el asiento que le ha guardado está lleno de abrigos y bufandas de otros estudiantes. Como una heroína, Penny cruza a nado el estrecho que les separa, frunciendo sus complacientes labios entre la dificultad del avance, haciendo que los otros se levanten para dejarla pasar, riendo cuando está a punto de caerse al tropezar con un pie extendido. Como Peter se ha levantado parcialmente de su asiento y los demás van cogiendo sus cosas del que había reservado para Penny, cuando ella llega los otros les aprietan y se quedan con las rodillas entrecruzadas. En broma, Peter sopla y el pelo que cae sobre la oreja de Penny se eleva. Al ver la piel de la cara y la garganta de Penny, una luminosa quietud en medio de la barahúnda y los porrazos, Peter piensa que es deliciosa, comestible, suculenta. Es su pequeñez lo que la hace suculenta. Es lo bastante pequeña como para que él pueda levantarla en brazos; este pensamiento hace que él se levante, en secreto. Alguien retira el último abrigo y los dos se sientan en el alegre y caluroso caos, uno junto al otro.
Los jugadores, exultantes en el amplio espacio que se les reserva, galopan de un lado para otro por su llanura de tablas barnizadas. La pelota describe un arco muy elevado, aunque no tanto como las bombillas enjauladas en el techo del pabellón. Se oye un silbato. El reloj se detiene. Las animadoras saltan adelante y las O de color castaño que llevan en sus jerseys, forman una locomotora. Estas siete descaradas sirenas, que forman un solo pistón con sus antebrazos enlazados, gritan:
– O.
– Ooo -gime Eco, pulsadas sus cuerdas por el grito.
– ELE.
– Dale -responde el coro, siguiendo una tradición del instituto [13].
– I.
– Iiii -suena el grito desde las profundidades.
A Peter se le enfría el cuero cabelludo y, encubierto por cierto éxtasis real, se agarra al brazo de su novia.
– Hola -dice ella, complacida. Todavía tiene la piel helada por el frío que hacía fuera.
– ENE.
La respuesta surge más rápidamente:
– Ene.
Y, cada vez más de prisa, los gritos giran más y más rápidos, un remolino entre los espectadores y las animadoras, hasta que al llegar a su apogeo parece como si se hubiese tragado a todos hacia otro reino:
– ¡Olinger! ¡Olinger! ¡OLINGER!
Las chicas vuelven a sus puestos, empieza el partido y el pabellón, a pesar de lo grande que es, se transforma en una sala de estar en la que todo el mundo se conoce. Peter y Penny charlan.
– Me alegra que hayas venido -dice él-. Me ha sorprendido, estoy contentísimo.
– ¿Sí? Gracias -dice secamente Penny-. ¿Cómo está tu padre?
– Frenético. Anoche no pudimos volver a casa. El coche se estropeó.
– Pobre Peter.
– Qué va, me divertí mucho.
– Oye, ¿tú te afeitas?
– No. ¿Crees que tendría que afeitarme?
– No; pero tienes algo en la oreja que parece un trocito reseco de crema de afeitar.
– ¿Sabes qué es eso?
– ¿Qué es? ¿Es algo?
– Es mi secreto. No sabías que tenía un secreto, ¿verdad?
– Todo el mundo tiene secretos.
– Pero el mío es muy especial.
– ¿De qué se trata?
– Es algo que no puedo decir. Tendré que enseñártelo.
– Qué gracioso eres, Peter.
– ¿Preferirías que no lo fuese? ¿Estás asustada?
– No. Tú no me asustas.
– Bien. Pues tampoco me asustas tú.
– A ti no te asusta nadie -dice ella riendo.
– En esto sí que te equivocas. A mí me asusta todo el mundo.
– ¿Hasta tu padre?
– Oh, él me asusta mucho.
– ¿Cuándo me enseñarás tu secreto?
– Quizá no te lo enseñe. Es demasiado horrible.
– Por favor, Peter, enséñamelo. Por favor.
– Oye una cosa.
– ¿Qué?
– Me gustas.
No puede decir que la ama, porque podría no ser exacto.
– Tú me gustas a mí.
– Pero después no te gustaré.
– Me gustarás. Qué, ¿te haces el tonto ahora?
– En parte. Te lo enseñaré en el descanso. Si todavía me atrevo.
– Ahora sí que me asustas.
– No lo permitas. Eh, tienes una piel preciosa.
– Siempre dices lo mismo. ¿Por qué? No es más que piel.
Peter no puede contestar y ella aparta el brazo de las caricias.
– Veamos el partido -dice ella-. ¿Quién gana?
Peter levanta la mirada hacia el nuevo reloj combinado con un marcador eléctrico, regalo del curso en que terminó sus estudios el año 1946, y dice:
– Ellos.
– ¡Ánimo! -grita, con los labios pintados, Penny, convertida repentinamente en una auténtica furia.
Los jugadores, cinco de ellos vestidos con el uniforme marrón y oro de Olinger y cinco con el azul y blanco de West Alton, parecían a la vez deslumbrados y atentos, sujetos por las suelas de sus zapatillas a invertidos ecos de sí mismos en el brillante piso. Todo, los cordones de las zapatillas, cada uno de los cabellos, cada mueca de concentración, parece anormalmente definido, como los detalles de unos animales disecados contenidos en una gran caja muy iluminada. De hecho, un cristal psicológico separa la pista de baloncesto de las gradas del público; aunque un jugador puede levantar la mirada e identificar entre la muchedumbre a la chica con la que se acostó la noche anterior (los gemidos de la chica, la sensación de tener la boca reseca luego), ella permanece a una distancia infinita y lo que ocurrió ayer en el coche aparcado parece solamente imaginado. Mark Youngerman se limpia con el brazo peludo el sudor de sus cejas, ve volar el balón hacia él, levanta las manos con las palmas abiertas, acolcha aquel globo de tensas costuras contra el pecho, hace un amago con la cabeza, deja atrás a un defensa de West Alton, y en un momento extático salta y lanza la pelota. Con los dos puntos, su equipo ha empatado. Asciende hacia el techo tal grito que parece que cada uno de los presentes esté al borde del terror.
Caldwell está arreglando los billetes cuando Phillips se acerca de puntillas a él y le dice:
– George, dijiste que faltaba un taco de entradas.
– Del uno ocho cero cero al uno ocho uno cuatro cinco.
– Creo que he averiguado dónde está.
– Menudo peso me sacarías de encima si fuera cierto.
– Creo que los tiene Louis.
– ¿Zimmerman? ¿Para qué diablos roba entradas?
– Shh.
Phillips mira hacia la oficina del director haciendo un elocuente gesto con la boca. En él, la conspiración es algo muy elegante.
– Ya sabes que es profesor de los chicos mayores de la escuela municipal de la Iglesia Reformada.
– Claro. Allí es un dios.
– ¿No te has fijado que esta noche ha venido el reverendo March?
– Sí, le he dejado pasar sin entrada. No podía aceptarle dinero.
– Has hecho bien. Pues está aquí porque alrededor de cuarenta muchachos de la Escuela Dominical obtuvieron entradas gratuitamente y han venido en grupo a ver el partido. Yo he ido a verle y le he dicho que viniera a sentarse en el estrado, pero él me ha dicho que prefería quedarse de pie detrás del público para vigilar. La mitad de los chicos aproximadamente viene de Ely, donde no hay Iglesia Reformada.
Vera Hummel, hola, entra. Su largo abrigo amarillo, desabrochado, se balancea a sus costados, y su pelirroja melena escapa en parte a la sujeción de las pinzas; ¿ha estado corriendo? Sonríe a Caldwell y saluda con la cabeza a Phillips; Phillips es un tipo gris que nunca le ha parecido atractivo. Caldwell es otra cosa. Caldwell despierta lo que a Vera le parece debe de ser su instinto maternal. Todos los hombres altos le resultan simpáticos al momento; así es de sencilla; por la misma razón, los hombres más bajos que ella le resultan ofensivos. Caldwell la saluda levantando amablemente una de sus manos llenas de verrugas; verla no le molesta. Cuando la señora Hummel está en el edificio tiene la impresión de que el instituto no está completamente en manos de animales. Vera tiene un tipo de mujer hombruna: pechos poco abultados, piernas largas, y unos brazos y muñecas delgados y pecosos, expresivos e incluso ansiosos. De las formas voluminosas de la mujer primitiva sólo queda en ella la masa de sus caderas y sus muslos; estos muslos que se mecen, óvalos de alabastro, en sus pantalones azules de gimnasia, aventajan de largo a los de sus alumnas. Después de la primera floración aparece otra, y luego otra. Hasta cierto punto, la biología humana no es nada impaciente. Todavía no tiene hijos. La pequeña frente triangular enmarcada por dos alas cobrizas se muestra enojada; tiene la nariz ligeramente larga y algo afilada; su cara se parece un poco a la del hurón, y cuando sonríe muestra sus atractivas encías.
– ¿Habéis tenido partido hoy? -le dice Caldwell. Ella es entrenadora del equipo femenino de baloncesto.
– Justo ahora volvemos -dice Vera sin detenerse del todo-. Nos han humillado. Acabo de dar la cena a Al y he venido a ver qué hacían los chicos.
Vera sigue avanzando por el pasillo y se va hacia la parte trasera del pabellón.
– A esta mujer le apasiona el baloncesto -dice Caldwell.
– Al trabaja demasiadas horas -dice Phillips, en tono más sombrío-. Vera se aburre.
– Pero siempre tiene un aspecto animoso, y eso es lo único que importa cuando se está en mi situación.
– George, tu salud me preocupa.
– Al Señor le gustan los cadáveres optimistas -dice Caldwell con tono rudamente exuberante, luego pregunta osadamente-: Cuéntame el secreto de esas entradas desaparecidas.
– De hecho no es un secreto. El reverendo March me ha dicho que Louis sugirió que, como incentivo para la asistencia a la Escuela Dominical, quería dar un premio a todos los chicos que no hubieran faltado un solo domingo desde el comienzo del curso hasta primero de año.
– Y entonces es cuando entra disimuladamente y me roba las entradas de baloncesto.
– No grites tanto. Esas entradas no son tuyas, George. Son del instituto.
– Pero yo soy el pobre tonto que tiene que dar cuenta de ellas.
– Míralo de otra manera, en el fondo no es más que papel. Cuando hagas las cuentas pon: «donación benéfica». Si alguna vez llegan a pedirte responsabilidades, yo te respaldaré.
– ¿Le has preguntado también a Zimmerman qué ha pasado con las otras cien? Has dicho que han venido cuarenta niños. Como regale las otras cien, vamos a tener a todos los niños del jardín de infancia de la Iglesia Reformada colándose gratis en nuestros partidos.
– George, ya sé que esto te ha trastornado. Pero no ganarás nada exagerando. No he hablado con él y me parece que no serviría de nada hacerlo. Haz una nota diciendo que han sido utilizadas para una obra de caridad, y asunto concluido. Ya sé que Zimmerman suele ser arbitrario; pero esta vez lo ha hecho por una buena causa.
Convencido de que lo mejor es seguir el prudente consejo de su amigo, Caldwell se permite la última réplica verbal:
– Esas entradas representan noventa dólares en dinero teórico; me jode muchísimo dárselos a la Escuela Dominical de la Iglesia Reformada.
Lo dice en serio. Aparte de la presencia de unas pocas sectas marginales como los Testigos de Jehová, los baptistas y los católicos, Olinger está dividida en una amistosa rivalidad entre luteranos y reformados; los luteranos cuentan con más feligreses, y los reformados con más dinero. Aunque nació presbiteriano, durante la Depresión Caldwell se hizo luterano como su esposa y, pese a lo sorprendente que pueda parecer en una persona tan tolerante, siente una sincera desconfianza por los reformados, a los que relaciona con Zimmerman y Calvino, a quienes relaciona a su vez con todo lo turbio, opresivo y arbitrario que hay en el mundo.
Vera entra en el pabellón por una de las anchas puertas, y casi la arranca de sus tranquilos goznes de bronce abriéndola de una patada que le propina con su pie calzado con zapatillas de goma. Ve al reverendo March, que se encuentra junto a un rincón, apoyado contra el montón de sillas plegables que, cuando se celebran reuniones, representaciones de teatro y sesiones de la Asociación de Padres y Maestros, se disponen en la zona llana que en este momento es la pista de baloncesto. Varios muchachos están sentados encima del montón de sillas, y por toda esa zona se ven hombres y chicos, y una o dos chicas que se ponen de puntillas para ver por encima de los hombros de los que tienen delante, o que se han subido a unas sillas situadas entre las puertas. Dos veinteañeros saludan tímidamente a Vera echándose a un lado para dejarle paso. Ellos la conocen pero ella ya no les recuerda. Son antiguos ases deportivos, de esos que una vez terminados sus estudios siguen regresando durante muchos años al instituto para ver los partidos, hasta que una esposa o la embriaguez ritual o un empleo en algún lugar alejado se los lleva, y rondan el edificio como perros atormentados por un rincón en el que imaginan haber enterrado algo de gran valor. Cada vez más envejecidos y descuidados, su presencia persiste sin embargo, conjurada -dentro y fuera del edificio, cada otoño, cada invierno y cada primavera- por esa fantasmal procesión de atletas cada vez más jóvenes y desconocidos que, de forma imperceptible, pasan al poco tiempo a engrosar las filas de los que, como ellos, se limitan a mirar. Su actitud, callada y dolida, está en marcado contraste con la de los estudiantes que se agolpan en las gradas; allí se entrelazan las pieles y los cabellos y las cintas y la ropa chillona para formar un único tejido, una bandera humana ondeante y centelleante. Vera entorna los ojos y la muchedumbre se transforma en una masa de oscilantes átomos de color. Aparentemente polarizados por el movido espectáculo que tienen ante los ojos, estos puntos no se mueven de hecho hacia delante, sino hacia los lados, los unos hacia los otros, impulsados por secretas semillas en forma de flecha. Al notarlo, Vera se siente orgullosa, serena y competente. Pasa mucho tiempo antes de que intente mirar en dirección al lugar donde se encuentra el reverendo March, quien, por su parte, está extasiado por la contemplación de los pequeños fragmentos cobrizos y dorados del cabello de Vera, que brillan a través del amasijo de cuerpos que les separan.
Este ministro es un hombre alto y guapo, cuyo rostro huesudo y pardo está cruzado por un bigote moreno pulcramente recortado. Un hombre que se formó en la guerra. En el año 1939 era todavía un joven inmaduro y de huesos pequeños que aún no había cumplido los veinticinco y acababa de terminar sus estudios en el seminario de la región de las minas de carbón. Se sentía afeminado y corroído por las dudas. La teología le había permitido dar forma y profundidad a sus dudas. Visto desde su perspectiva actual, el espíritu religioso que años atrás le había conducido al seminario, si es que no fue simplemente la voluntad de su madre lo que le llevó a ingresar en él, le parecía una enfermiza fosforescencia fruto de su incertidumbre sexual. Su voz aflautada se burlaba con sus chillidos de sus sermones llenos de sofismas. Temía a sus diáconos y despreciaba el mensaje que tenía que transmitir. Hasta que, en 1941, le salvó la guerra. Se alistó, pero no como capellán, sino como soldado, con la esperanza de poder evitar de esta manera las preguntas que era incapaz de responder. Y así fue. Después de cruzar el océano comprobó que las furias se habían quedado atrás. Le nombraron teniente. En el norte de África consiguió salvar la vida propia y la de otros cinco que se encontraron aislados con él, racionando durante siete días las tres únicas cantimploras de agua que tenían. En Anzio una granada abrió un cráter de dos metros y medio de ancho en el punto que había abandonado treinta segundos antes. En las colinas romanas le nombraron capitán. Cuando llegó la paz no tenía ni un arañazo. Menos la voz, todo él se había templado. Y, lo que es más absurdo, regresó a su antigua y apacible vocación. ¿Fue en realidad absurdo? ¡No! Después de limpiar los escombros descubrió la fe de su madre, una fe que el calor había cocido hasta dotarla de una resistente dureza, una fe extraña pero innegable, como una salpicadura, ya iría, de escoria. Comprobó que estaba vivo. La vida es un infierno, pero es un infierno glorioso, y decidió ofrecer esta gloria a Dios. Aunque la voz de March sigue sin ser potente, sus silencios son grandiosos. Sus ojos negros como el carbón están enmarcados por afilados pómulos pardos; lleva un bigote que es como una cicatriz de la barba que se había dejado cuando hacía la guerra. Su gusto por los uniformes le hace conservar el uso del alzacuellos siempre que aparece en público. Para Vera, que se acerca secretamente hacia él por el pasillo, la imagen del alzacuellos visto desde detrás es tan romántica que le corta el aliento: un cuchillo de blanco puro, una rebanada de absoluto peligrosamente apoyada contra la garganta del sacerdote.
– Esta tarde se olvidó de rezar por mí -susurra, sin aliento.
– ¡Hola! ¿Han perdido sus chicas?
– Mm.
Vera finge estar aburrida; en realidad lo está un poco. Mira el partido, y al meterse las manos en los bolsillos giran las hojas doradas de su chaquetón.
– ¿Viene siempre a los partidos de los chicos?
– ¿Por qué no? Siempre se aprenden cosas. ¿Había jugado usted a baloncesto?
– No, de adolescente era demasiado inepto. Cuando se formaban los equipos yo era el último en ser elegido.
– No es fácil de creer.
– Siempre pasa con las grandes verdades.
Al oír este toque evangelizador ella se encoge y suelta un profundo suspiro, y a continuación, como si quisiera responder a una impaciente insistencia de él, explica:
– Lo cierto es que en cuanto empiezas a dar clases aquí, acabas pasándote el día en este edificio. Es una deformación profesional. En cuanto ves encendidas las luces del instituto te vienes a dar una vuelta.
– Además, usted vive muy cerca.
– Mm.
La voz del padre March le resulta decepcionante. Se pregunta si se debe a una ley natural que las voces de los hombres altos sean así. Se pregunta si siempre va a tener que sentirse decepcionada en todos sus encuentros, aunque sólo sea en una pequeña faceta de cada uno de ellos. Para vengarse, le dice:
– Pues ya no es usted aquel al que nadie quería para su equipo.
Él suelta una risa seca que desnuda, aunque sólo un instante, sus dientes sucios de tabaco, como si temiera que una risa más prolongada pudiese traicionar su posición: una risa de capitán.
– Los últimos serán los primeros -dice él.
Esto la desconcierta un poco, pues aunque no comprende la alusión, ha podido ver en la satisfecha tensión de los cincelados labios oscuros del sacerdote que aquella frase es una alusión. Vera mira por encima del hombro de él y, como siempre que se siente amenazada por la posibilidad de tener que reconocer que es tonta, deja que sus ojos se desenfoquen, a sabiendas de que esto hace más profunda la negra intensidad de su belleza.
– ¿Por qué…? -Vera se interrumpe-. No lo preguntaré.
– ¿Qué?
– No importa. Olvidé con quién estaba hablando.
– Por favor. Preguntad, y se os responderá.
El padre March confía que derramando la sal de la blasfemia sobre ella podrá retener a su lado a esta paloma dorada, este rojizo gorrión. Imagina que ella estaba a punto de preguntarle por qué no se había casado. Difícil pregunta; a veces ha tratado de hallar la respuesta. Quizá sea porque la guerra muestra a las mujeres sin atractivo alguno. Su precio baja, y se descubre que son capaces de venderse a cualquier precio: por un caramelo, por una noche de descanso. Ellas mismas ignoran lo que valen, son los hombres los que les ponen precio. Cuando alguien se ha visto obligado a captar esta realidad, a la hora de comprar no tiene ninguna prisa. Pero esta respuesta no es de las que puedan decirse en voz alta.
Efectivamente, ésta era la pregunta que ella quería hacer. Quería saber si era un poco marica. Vera desconfía de todos los sacerdotes y de todos los hombres que van demasiado acicalados. Y él entra en ambas categorías.
– ¿Cómo es que ha venido hoy? -pregunta Vera-. Es la primera vez que le veo en un partido. Las únicas veces que aparece por aquí es para dar una bendición.
– He venido -responde él- a cuidar de un rebaño de cuarenta brutos paganos de mi Escuela Dominical. Por un motivo que no he llegado a comprender, el domingo pasado Zimmerman tiró a los chicos las entradas de baloncesto como si fuera maná.
– ¿Por qué? -ríe ella.
Cualquier cosa que vaya contra Zimmerman hace rebosar su corazón de agradecimiento.
– ¿Por qué?
Las negras cejas del padre March se elevan como dos arcos sobre sus ojos redondos, cuyos iris, totalmente expuestos a la luz, no son negros, sino de un gris oscuro salpicado de motas, como si la sustancia gelatinosa que los forma fuera un velo corrido sobre un montón de pólvora. Esta sensación de peligro, la idea de que esos ojos han visto cosas horribles, la excita. Le da la sensación de que sus pechos flotan calurosamente sobre sus costillas; y tiene que reprimirse el impulso de tocárselos con las manos. Sus húmedos labios están preparados para dibujar una sonrisa antes incluso de que él abra los suyos para decir una broma o hacer una de sus indignadas preguntas.
– Me gustaría saber por qué razón tienen que ocurrirme a mí cosas de éstas -dice él con los ojos un poco saltones-. Me gustaría saber por qué todas las señoras de mi parroquia se dedican a hacer pasteles una vez al mes para luego vendérselos las unas a las otras. Me gustaría saber por qué razón tienen que telefonearme siempre los borrachos del pueblo. Y por qué se empeña toda esa gente en venir los domingos con sus sombreros de fantasía sólo para oírme parlotear acerca de lo que dice un libro muy antiguo.
El padre March ha conseguido mucho mayor éxito de lo que esperaba y, estimulado por la cálida agitación de la sonrisa de Vera, sigue hablando en este mismo tono al igual que un temerario sioux pura sangre bailaba su danza de guerra en torno al punto donde había la señal que indicaba la presencia de una mina enterrada. Aunque su fe está intacta y es inquebrantable como el metal, participa también de otra característica del metal: está muerta. Aunque puede tomarla y sopesarla en todo momento, carece de brazos y no puede sujetarle. March puede burlarse de ella.
Por su parte, Vera está encantada de haber provocado todo esto; es como una secuencia acelerada de las que salían en las películas mudas: la iglesia aparece en la descripción del reverendo March como una casa vacía a la que la gente va de visita y hace saludos ceremoniosos y dice «gracias» como si hubiera un anfitrión. Las burbujas saltan del estómago de Vera a sus pulmones y estallan, iridiscentes, en su alegre garganta; ciertamente, esto es todo lo que les pide a los hombres, todo lo que necesita: que sean capaces de hacerla reír. Porque en la risa renacen su mocedad y su virginidad. Sus labios, perfilados por el borde cereza de barra de labios que todavía no se ha estropeado, se ensanchan para manifestar su alegría; aparecen a la vista sus encías, y su rostro, sonrojado, adquiere una vitalidad desbordante, se convierte en una cabeza de Gorgona de la belleza, de la vida. Un chico vestido con pantalones tejanos que se encuentra sentado sobre el montón de sillas, cabalgando sobre esta frágil balsa que navega sobre el oceánico tumulto, se asoma para ver el origen de este nuevo ruido. Debajo de él ve una cabeza pelirroja que parece un monstruoso pez anaranjado que se hunde retorciéndose como un brillante rizo contra las líneas horizontales de la madera manchada. Debilitada por la risa, Vera se tambalea y apoya hacia atrás su peso. Los ojos del ministro se funden y sus crujientes y secos labios se fruncen tímidamente, desconcertados. Él también se apoya en las sillas para ponerse al lado de ella; una silla mal colocada de la pila forma un saliente en el que, con un resto de la gallardía de sus tiempos de capitán, apoya los codos. De esta forma, su cuerpo queda convertido en un escudo que protege a Vera de la muchedumbre; como un emparrado.
…y a menudo él se recuesta sobre tu regazo, conquistado por la herida eterna del amor; y apoyando su contorneada nuca (tereti cervice) en ti y levantando la mirada de amor sus codiciosos ojos, contemplándote melancólicamente (inhians in te, dea), mientras, recostado, suspende su aliento en tus labios.
El partido de juveniles ha terminado. Aunque la cara de Mark Youngerman está enrojecida y su jadeo es doloroso y su cuerpo parece tan viscoso como el de un anfibio, Olinger ha perdido. El zumbido de la muchedumbre cambia de tono. Muchos abandonan sus asientos. Los que salen fuera descubren que está nevando. Este descubrimiento resulta siempre sorprendente porque no es fácil entender la razón de tanta condescendencia por parte del cielo. La nieve nos pone con Júpiter Pluvius entre las nubes. ¡Qué muchedumbre! ¡Qué muchedumbre de diminutos copos cae en el amarillento campo de luz que hay frente a la puerta de entrada! Átomos, átomos, átomos y átomos. Un centímetro de nieve alfombra ya los escalones. Los coches que circulan por la carretera lo hacen más despacio que de costumbre, con el limpiaparabrisas en marcha y las luces delanteras disminuidas y salpicadas de lentejuelas en incesante agitación. Parece que la nieve sólo exista en los lugares iluminados. El tranvía que se desliza en dirección a Alton parece arrastrar en pos de sí un cortejo de luciérnagas que caen lentamente. ¡Qué silencio tan elocuente en todas partes! Bajo la enorme cúpula violeta del cielo tormentoso de esta noche, Olinger parece otro Belén. El niño Dios chilla tras una ventana resplandeciente. Todo ha salido de la nada. Los cristales de la ventana, teñidos de amarillo por la paja del pesebre, acallan el llanto. El mundo sigue su curso sin prestar atención. El pueblo, con sus tejados blancos, parece un grupo de templos abandonados que, con la distancia, se agrupan, se agrisan y se funden. Shale Hill es invisible. El cielo está bajo, amarillento, triste. Por el oeste trepa hacia lo alto la luz rojiza de Alton. Del cenit cuelga una luminosidad de color espliego, como si el brillo de la luna y las estrellas se hubiera fundido en un solo rayo lanzado ahora hacia la tierra a bajo voltaje. El efecto producido -un peso tenue, una amenaza- es estimulante. El aire oprime la tierra con un silbido átono, una nota de pedal, el do más grave de la tormenta universal. Las farolas que se alinean a lo largo de la carretera son un brillante proscenio en el que la nevada, comprimida y expandida por una brisa ligerísima, se mueve como un actor haciendo pausas, precipitándose. Las corrientes de viento ascendentes suspenden los copos que luego, con las prisas del amor, vuelan hacia abajo sometidos al abrazo de la gravedad; la alternancia de densidades variables dan la impresión de piernas que caminan a zancadas. La tormenta camina con unas piernas gigantescas que se extienden hasta el infinito. La tormenta camina. Camina, pero no cambia de sitio.
Los que permanecen en el interior del instituto ignoran que se ha puesto a nevar, pero, como unos peces arrastrados por una corriente oceánica, notan que algo ha cambiado. El ambiente del pabellón se hace más animado. Las cosas, en lugar de dejarse ver, se lanzan contra la mirada. Las voces llegan más lejos. Los corazones se vuelven más osados. Peter conduce a Penny por el pasillo y la lleva hasta el vestíbulo. En su cabeza late la promesa que ha hecho antes, pero ella no parece acordarse. Peter es demasiado joven para conocer esos puntos, esas intersecciones invisibles de la cara de una mujer en donde puede identificarse la expectación y la autorización. Le compra una Coca-Cola y pide para él una limonada en el puesto que ha montado el Consejo de los Estudiantes en el vestíbulo principal. Como la gente se amontona en torno al puesto, la pareja se ve empujada contra una pared en la que cuelgan fotografías de equipos de atletismo desaparecidos hace muchos años, dispuestas en una larga fila cronológica. Después de tomar un sorbo de su botella, Penny la tapa con el dedo meñique y se lame los labios y le mira con unos ojos cuyo verde parece recién acuñado.
La secreta conciencia de las manchas de su piel obsesiona a Peter; ¿tendría que decírselo a Penny? Piensa que si se lo dice, al hacerla copartícipe de tal conocimiento, quizá queden inextricablemente unidos y ella, por el cautiverio de la compasión, se convierta en su esclava. Pero también se pregunta si, siendo tan joven, puede permitirse tener una esclava. Acuciado por estos cálculos crueles, vuelve su roja espalda a la gente, abriéndose camino a empujones. Cuando una mano férrea agarra su brazo por encima del codo y ejerce una brutal presión, Peter piensa que podría ser la de cualquiera de los cien idiotas que deben de estar allí junto al puesto de refrescos.
Pero es la del señor Zimmerman, el director, que, simultáneamente ha cogido el brazo de Penny y ahora, sin soltarles, permanece entre los dos.
– Dos magníficos estudiantes -dice como si se refiriese a dos pájaros que acabase de cazar-. Este chico se empieza a parecer a su padre -le dice Zimmerman a Penny.
Peter se siente horrorizado cuando ve que Penny responde con una sonrisa a la del director. Zimmerman es más bajo que Peter pero más alto que Penny. Vista de tan cerca, su asimétrica cabeza semicalva parece enorme. Tiene una nariz abultada, unos ojos acuosos. El muchacho rebosa de ira contra este necio.
– Señor Zimmerman -dice Peter-, hace tiempo que quería hacerle una pregunta.
– Siempre tiene que hacer preguntas, como su padre -le dice Zimmerman a Penny soltando el brazo de Peter, pero reteniendo el de ella.
Penny lleva un jersey de angora rosa de cuyas cortísimas mangas salen, como las piernas de unas bragas, sus brazos desnudos. Los anchos dedos de aquel hombre penetran en la fría grasa; el pulgar recorre unos centímetros de carne.
– Quería preguntarle -dice Peter- cuáles son los valores humanísticos que se encuentran implícitos en las ciencias.
Penny sonríe disimuladamente, nerviosa. Su expresión es de absoluta estupidez.
– ¿Dónde has oído esta frase? -pregunta Zimmerman.
Peter ha ido demasiado lejos. Se sonroja, consciente de haberse traicionado, pero, llevado por el orgullo, no puede callar.
– La he visto en el informe que escribió usted sobre mi padre.
– ¿Es que te los enseña? ¿Te parece que hace bien?
– No lo sé. Lo que le afecta a él me afecta a mí.
– Posiblemente esté cargando sobre tus hombros una responsabilidad excesiva. Peter, creo que tu padre es un hombre valiosísimo. Pero encuentro que tiene, como tú mismo habrás podido comprobar (pues eres muy inteligente), una exagerada tendencia a la irresponsabilidad.
De todas las posibles acusaciones, ninguna le parece a Peter menos apropiada que ésta. ¡Llamar irresponsable a su padre, ese pobre hombre lívido y ciego que baja tropezando las escaleras metido en una caja de cartón!…
– Y esto hace que los que le rodean tengan que cargar con demasiadas responsabilidades -continúa Zimmerman suavemente.
– Pues yo creo que es un hombre responsabilísimo -dice Peter hipnotizado por las meditativas caricias del pulgar de Zimmerman en el brazo de Penny. Ella se deja hacer: para Peter esto constituye una revelación. Y pensar que estaba a punto de confiar a esa puta, a esa muñeca, el secreto de sus preciosas manchas.
– Naturalmente -dice Zimmerman con una sonrisa más amplia incluso-, tú le ves desde un ángulo que no coincide con el mío. Yo también pensaba de mi padre lo que tú del tuyo.
El hombre y el muchacho ven muchas cosas de la misma manera; para los dos, el resto de la gente no es más que una serie de campos en los que ejercer su agresividad. Comparten cierto parentesco que les permite ir del brazo. Peter lo nota, nota una camaradería mezcla de antagonismo, confianza y miedo. Al tratar de intimar con él, el director ha dado un patinazo; la distancia y el silencio son siempre más poderosos. Peter le mira a la cara y, tras un breve instante de grosería, aparta su vista. Nota que, como a su madre, se le enrojece un lado del cuello.
– Es una persona responsabilísima -dice de su padre-. Acaban de verle el estómago por la pantalla de rayos X, pero lo que más le preocupa es un taco de entradas de baloncesto que ha desaparecido.
– ¿Entradas? -pregunta repentinamente Zimmerman.
Peter queda sorprendido porque este golpe ha dado de lleno en un punto débil. Las sombras de las arrugas del director se han hecho más profundas al cambiar la inclinación de su rostro. Parece viejo. Triunfalmente, Peter desciende hacia él convertido en vengador de su padre; tiene sobre su adversario una clara ventaja: le quedan más años de vida. Aunque aquí y ahora sea ignorante e impotente, en lo que respecta al futuro Peter es poderosísimo. Zimmerman murmura, parece como si sus pensamientos andaran tropezando:
– Tendré que hablar de esto con él -dice, más para sí mismo que para Peter.
El muchacho piensa que se ha aventurado demasiado. La posibilidad de cometer una traición verdaderamente desastrosa hace que su estómago se le caiga a los pies igual que cuando era niño y llegaba tarde a la escuela.
– ¿Sí? -Su voz se hace más aflautada por la súplica, más infantil-. Quiero decir que no me gustaría haber metido a mi padre en ningún lío.
Nuevamente la fuerza cambia de lugar. La mano de Zimmerman suelta el brazo de Penny y, con un dedo apoyado en el pulgar para chasquear, se acerca a los ojos de Peter. Es un segundo de pesadilla; Peter parpadea; tiene la cabeza en blanco. Siente que le roban el aliento. La mano se desliza un poco más, deja atrás su cara, y los dedos producen un chasquido al llegar a una cara de la foto enmarcada que cuelga de la pared junto al hombro de Peter.
– Éste soy yo -dice Zimmerman.
Es una fotografía del equipo de atletismo del instituto del año 1919. Todos los chicos llevan unas anticuadas camisetas negras, y el entrenador, pantalón corto blanco y un sombrero de paja. Hasta los árboles del fondo -que son los árboles de la calle del asilo, sólo que no tan grandes como ahora- parecen pasados de moda, como las flores dentro de los libros. Sobre la superficie de la fotografía hay un tono ocre irregularmente desparramado. El dedo de Zimmerman, que con su esmaltada uña y su arrugado nudillo aparece sólido y luminoso en el presente, se mantiene firme bajo una diminuta cara perteneciente al ayer. Peter y Penny tienen que mirar. Aunque cuando era atleta estaba más delgado y tenía la cabeza completamente cubierta de pelo negro, Zimmerman resulta curiosamente reconocible. La gran nariz dispuesta en un extraño ángulo en relación con la boca un poco torcida y cuyo plano no es estrictamente paralelo a la línea de las cejas, daba a un rostro juvenil ese aire de mórbido volumen, de insondable expectación y crueldad contenida que en su madurez le ha convertido en un hombre cuya capacidad de imponer la disciplina resulta irresistible, incluso para quienes se creen capaces de desafiarle y burlarse de él.
– Es usted -dice con voz débil Peter.
– Nunca perdimos ninguna competición.
El dedo, densamente vivo, omnipresente, baja y desaparece. Sin dirigir ni una palabra más a la joven pareja, Zimmerman se aleja por el pasillo; tiene unas espaldas enormes. Los estudiantes se empujan para abrirle paso.
El vestíbulo se va vaciando; empieza el partido de los universitarios. La presión de los dedos de Zimmerman ha dejado unos óvalos amarillos en el desnudo brazo de Penny. Ella se lo frota enérgicamente y hace una mueca de asco.
– Tengo ganas de bañarme -dice.
Peter comprende que la quiere de verdad. Los dos estaban igualmente desamparados bajo la garra de Zimmerman. Peter se la lleva por el pasillo en dirección al pabellón. Pero al llegar al final empuja la puerta doble y la conduce escaleras arriba. Está prohibido. Cuando hay partidos o reuniones nocturnas suelen colocar un candado para cerrar esas puertas, pero esta vez los bedeles se han olvidado. Peter mira nervioso hacia atrás. La escalera está a oscuras. Pero todos los que habrían podido gritar «¡Alto!» se han apresurado a ver empezar el partido.
Al alcanzar el primer rellano, desaparecen del campo de posibles miradas. La bombilla que está encendida sobre la puerta de entrada de las chicas, situada justo bajo la ventana con reía metálica que tienen al lado, proyecta hacia ellos unos distorsionados romboides de luz que bastan para verse. Tiene que haber suficiente luz para que ella lo vea. Los desnudos brazos de Penny parecen de plata, negros sus rojos labios. La camisa de Peter también parece negra.
Peter se desabrocha una manga y dice:
– Es un secreto muy triste. Pero tienes que conocerlo porque te amo.
– Espera.
– ¿Qué?
Peter escucha para comprobar si ella ha oído acercarse a alguien.
– ¿Sabes lo que dices? ¿Qué es lo que te gusta de mí?
El estruendo de la muchedumbre penetra en el silencio del rellano y les rodea como un océano. Peter se siente seco y frío. Tiembla, temeroso de lo que ha empezado a hacer.
– Te amo -le dice a Penny- porque en el sueño que te conté, cuando tú te convertiste en árbol, yo sentí ganas de llorar y rezar.
– Quizá sólo me amas en sueños.
– ¿Y eso cuándo es?
Peter toca la cara de Penny. Plata. Tiene los labios y los ojos negros y fijos, tan terribles como los orificios de una máscara.
– Siempre crees que soy tonta -le dice ella.
– Antes lo pensaba. Ahora ya no.
– No soy guapa.
– Ahora lo eres.
– No me beses. Se correrá el carmín.
– Te besaré la mano.
Lo hace y, luego, mete la mano de Penny por la manga de su propia camisa.
– ¿Notas algo raro en mi brazo?
– Lo noto caliente.
– No. Fíjate en las rugosidades que hay de vez en cuando.
– Sí… un poco. ¿Qué es?
– Es esto.
Peter se arremanga la camisa y muestra a Penny la parte inferior de su brazo; bajo la fría luz difusa las costras parecen azuladas. No hay tantas como él esperaba.
– ¿Qué es? -pregunta Penny-. ¿Urticaria?
– Se llama psoriasis. Lo tengo desde que nací. Es horrible. Odioso.
– ¡Peter!
Las manos de Penny levantan la cabeza de Peter, que la había inclinado como si fuera a sollozar. Sus ojos están secos, el gesto significó algo verdadero.
– Lo tengo en los brazos y las piernas, y donde hay más es en el pecho. ¿Quieres ver lo del pecho?
– No tengo especial interés.
– Ahora me odias, ¿verdad? Te da asco. Soy peor que Zimmerman cuando te cogía el brazo.
– Peter, no te dediques a decir cosas para que yo te contradiga. Enséñame el pecho.
– ¿Tengo que enseñártelo?
– Sí. Venga. Siento curiosidad.
Peter se levanta la camisa y la camiseta que lleva debajo y se queda medio desnudo a la luz. Tiene la sensación de ser un esclavo a punto de ser azotado, o la estatua del cautivo agonizante que Miguel Ángel no llegó a terminar. Penny se inclina para mirar y frota con sus dedos la helada piel de Peter.
– ¡Qué curioso! -dice Penny-. Salen en grupos.
– En verano se va casi del todo -le dice Peter bajándose la camiseta y la camisa-. Cuando sea mayor me iré a pasar los veranos a Florida y así no me saldrá.
– ¿Era ése tu secreto?
– Sí. Lo siento.
– Esperaba algo mucho peor.
– ¿Cómo podría haber algo peor? Visto a plena luz es feísimo, y lo más grande es que no puedo hacer nada al respecto, como no sea decir que lo siento.
Ella ríe, y como un destello plateado resuena en sus oídos:
– Qué tonto eres. Ya sabía que tenías algo en la piel. Se te nota en la cara.
– Dios mío, ¿sí? ¿Mucho?
– No, casi nada.
Peter sabe que miente, pero no trata de hacerle decir la verdad. En lugar de eso, pregunta:
– ¿No te importa?
– Claro que no. No puedes hacer nada. Es parte de ti.
– ¿De verdad que eso es lo que sientes?
– Si supieras qué es el amor, ni lo preguntarías.
– Qué buena eres.
Aceptando el perdón de Penny, Peter se hunde de rodillas en un rincón del rellano, y aprieta su cara contra la ropa que cubre el vientre de la muchacha. Al cabo de un minuto le duelen las rodillas; al moverse para aliviarlas en parte del peso, su cara se hunde un poco más. Y sus manos, por su cuenta, se deslizan hacia arriba por las piernas plateadas de Penny y confirman lo que su cara ha descubierto a través de la falda, un hecho monstruoso y adorable: en el vértice donde se encuentran las piernas de Penny no hay nada. Nada más que seda y una ligera humedad y una curva. Éste es pues el secreto que está en el centro del mundo, esta inocencia, esta ausencia, esta íntima curva sutilmente esponjosa guardada por su estuche de seda. Peter besa a través de la lana de la falda sus propios dedos.
– No, por favor -dice Penny tratando de tirar de él por el pelo.
En ella Peter se esconde de ella, encajando mejor aún su cara contra la tranquila concavidad; pero incluso así, con la cara apretada junto a la parte más íntima, reaparece la idea de la muerte de su padre. De esta forma traiciona Peter a Penny. Cuando Penny, que casi ha perdido el equilibrio, repite: «Por favor», el honesto temor de su voz hace que Peter encuentre una excusa para ceder. Levantándose, dirige una mirada hacia la ventana que está a su lado y observa, maravillado por segunda vez en poquísimo tiempo:
– Está nevando.
En el lavabo, Caldwell queda sorprendido al ver la palabra PODER escrita en mayúsculas con una navaja en la pared de encima del urinario. Al mirar de más cerca, comprueba que esta palabra ha sido superpuesta a otra. La J ha sido enmendada hasta formar una P. Deseoso de aprender, aun en el último instante antes de caer aniquilado, Caldwell asimila el hecho, totalmente nuevo para él, de la posibilidad de convertir la palabra joder en poder. Pero ¿a quién se le puede haber ocurrido tal cosa? La psicología del chico (tenía que haber sido un chico) que cambió la palabra original, que profanó la profanación, resulta muy misteriosa para Caldwell. El misterio le deprime; al salir del lavabo trata de penetrar en esa mente, trata de imaginar esa mano, y cuando avanza por el pasillo todavía tiene la sensación de llevar sobre su corazón un tremendo peso descargado sobre él por la inimaginable mano de ese chico. Se pregunta si ha podido hacerlo su hijo.
Aparentemente, Zimmerman le ha estado esperando. El vestíbulo está lleno; Zimmerman se acerca cautelosamente al pabellón.
– George.
Se ha enterado.
– George, creo que estabas preocupado por unas entradas.
– No estoy preocupado, ya me han dicho lo que pasó. He indicado en los libros de cuentas que fueron donadas como obras de caridad.
– Yo creía que ya te lo había dicho. Al parecer no fue así.
– No hubieras debido darle importancia. Es lo que la gente llama confusión mental.
– He tenido una interesante conversación con tu hijo Peter.
– ¿Sí? ¿Qué te ha dicho el chico?
Sabe que sé lo de Mim Herzog, mi suerte está echada, ahora ya se sabe y es irreparable. Jamás se podrá arreglar. Estamos en una calle de dirección única, ha ignorancia es la felicidad. El alto profesor nota que una blancura llena su cuerpo de pies a cabeza. Se siente embargado por una sensación de cansancio, vacío e inutilidad que va más allá de cuanto haya experimentado antes. Una película demasiado espesa para ser sudor moja sus manos y su frente, como si su piel tratara de rechazar esta sensación.
– No quería crearme problemas. El pobre chico está en babia -le dice Caldwell al director.
Hasta el mismo dolor, el dolor incansable, parece estar agotado.
Como a través de una grieta abierta en las nubes, Zimmerman ve que en el fondo del miedo que siente Caldwell está su encuentro con la señora Herzog, y sus pensamientos se alegran y hasta bailan porque está seguro de dominar la situación y de ser capaz de maniobrar. Como una mariposa que vuela por un campo, Zimmerman pasa rozando la superficie del miedo de la cara reseca que tiene ante él.
– Me sorprendió -dice con voz vacilante- la preocupación que siente Peter por ti. Creo que en su opinión la enseñanza te provoca demasiadas tensiones y va mal para tu salud.
Ahora caerá la espada, bendito sea Dios por sus pequeñas bendiciones: como mínimo, ha terminado la incertidumbre.
Caldwell se pregunta si la nota de despido será amarilla, como la de la compañía telefónica.
– Así que el chico piensa eso, ¿eh?
– Quizá tenga razón. Es un muchacho sensible.
– Le viene de su madre. Ojalá hubiera heredado mi pobre cabeza y el hermoso cuerpo de su madre.
– George, me gustaría hablar tranquilamente contigo.
– Habla. En eso consiste tu trabajo.
Una ola de vértigo coincidente con una inmensa inquietud abruma al profesor; Caldwell desearía mover los brazos, rodar, caerse al suelo y hacer la siesta, cualquier cosa menos permanecer allí y oírlo, oírselo decir a este presumido bastardo que lo sabe todo.
Zimmerman ha asumido su aire más profesional y dominante. Su simpatía, su fluctuante tacto, su amplia consideración, son exquisitas. Su cuerpo exuda casi aromáticamente su derecho y su capacidad de dirigir la institución.
– Si en algún momento -dice con sílabas amablemente medidas- te sintieras incapaz de continuar, hazme el favor de venir a verme y decírmelo. Si continuaras, te harías un mal servicio a ti mismo y también a los alumnos. No sería nada difícil darte un año sabático. Para ti eso sería una catástrofe, pero no lo es. Es muy corriente que un profesor se retire a mitad de su carrera a pensar y estudiar durante un año. Recuerda que sólo tienes cincuenta años. El instituto sobreviviría; ahora que están aquí todos esos veteranos de la guerra ya no existe la escasez de profesorado de los últimos años.
A través de la grieta abierta por este último y sutil pinchazo se filtran el polvo, las hilachas, los esputos y toda la porquería de las cloacas, toda la basura y el caos que produce el mundo.
– El único sitio adonde puedo ir a parar si dejo este instituto -dice Caldwell- es a un vertedero. No sirvo para nada más. Nunca he servido. No he estudiado nunca. No he pensado nunca. Siempre me ha dado miedo hacerlo. Mi padre estudió y pensó y al final perdió su fe en el momento de morir.
Zimmerman levanta la palma de su mano en un ademán benevolente.
– Si lo que te preocupa es mi último informe, recuerda que tengo el deber de decir la verdad. Pero, por decirlo con una expresión de san Pablo, digo la verdad con amor.
– Lo sé. Te has portado muy bien conmigo en todos estos años; no tengo idea de por qué me has cuidado como a un niño, pero lo has hecho.
Caldwell se muerde los labios para no decir una mentira, para no decir que no ha visto salir de su oficina a Mim Herzog bastante desarreglada. Pero sería una tontería mentir porque, efectivamente, la vio. Humillarse ahora sería como aceptar la maldición de Dios. Lo menos que podía hacer es ir andando por su propio pie hasta el paredón.
– No se te han hecho favores -dice Zimmerman-. Eres un buen maestro.
Y tras pronunciar tan asombrosa afirmación, Zimmerman se da media vuelta y se va sin decir nada referente a Mim ni a su presunto despido. Caldwell no puede dar crédito a sus oídos. Piensa que quizá se le ha escapado algo de lo que ha dicho Zimmerman. Piensa que posiblemente la espada ha caído ya, pero que estaba tan afilada que no ha notado nada, que las balas le han atravesado como si no fuera más que un fantasma. Y trata de adivinar qué es lo que había realmente detrás de las palabras de Zimmerman.
Ahora el director se vuelve.
– Por cierto, George.
Ya está aquí. Como el gato y el ratón.
– En cuanto a lo de las entradas.
– Sí.
– No hace falta que se lo digas a Phillips -dice Zimmerman haciéndole un pícaro guiño-. Ya sabes los jaleos que es capaz de organizar por cualquier tontería.
– De acuerdo. Entendido.
La puerta de la oficina de Zimmerman se cierra; el cristal esmerilado es opaco. Caldwell no sabe a ciencia cierta si lo que hace temblar sus rótulas y deja sus manos insensibles es señal de alivio o síntoma de la enfermedad. Ha llegado el momento de volver a utilizar las piernas, pero éstas se muestran remisas a obedecerle. Su torso flota por el pasillo. A la vuelta de una esquina, el profesor sorprende a Gloria Davis, esa puta siempre a punto, que, apoyada contra la pared, deja al joven Kegerise que frote su rodilla entre sus piernas. Kegerise tiene un coeficiente intelectual lo bastante elevado como para no dar estos patinazos. Caldwell les ignora y al entrar al pabellón pasa junto a los ex alumnos del instituto que están en la puerta. Uno es Jackson; no recuerda el nombre del otro. Los dos están mirando el partido con la boca abierta: cadáveres vivientes que no supieron permanecer alejados del instituto cuando terminaron sus estudios allí. Recuerda que Jackson siempre iba a verle después de clase para gemir por lo difíciles que eran los trabajos que tenía que hacer, y decirle que adoraba la astronomía y que se estaba haciendo un telescopio él solo con tubos de cartón de los que se usan en correos y lentes de aumento, y ahora el pobre diablo no era más que aprendiz de fontanero y ganaba 75 centavos por hora, que luego se bebía en los bares. ¿Qué demonios se supone que hay que hacer para evitar que acaben de esta manera? Evita, asustado, la presencia de aquellos ex alumnos cuyos hombros cargados le recuerdan los grandes cuerpos de animales despellejados que había en el congelador de un gran hotel de Atlantic City para el que había trabajado hacía muchos años. Carne muerta. Al girar y alejarse, Caldwell se encuentra cara a cara con el viejo Kenny Kagle, el vigilante que, con su bien cepillado pelo cano y sus asombrados ojos pálidos y su tierna sonrisa de abuela, solemne en el uniforme azul que le han puesto, se gana cinco dólares cada noche por rondar el edificio. Kagle está al lado de un extintor de incendios de bronce igual que él: en una situación de emergencia los dos se rendirían probablemente. La mujer de Kagle le dejó dos años atrás y el pobre hombre jamás se enteraba de nada. Ni siquiera tenía el sentido común de caerse muerto allí mismo.
Basura, podredumbre, vacío, ruido, hedor, muerte. Cuando Caldwell huye de los múltiples rostros de ese mismo núcleo, tropieza, por gracia de Dios, con una mujer que está apoyada contra la pila de sillas plegables: Vera Hummel, acompañada, de espaldas a él, por el reverendo March vestido con su sotana y su anticuado alzacuello.
– No sé si me conoce -dice Caldwell al sacerdote-. Me llamo George Caldwell y soy profesor de ciencias en el instituto.
March tiene que dejar de reír con Vera para estrechar la mano que le han ofrecido y decir con una sonrisa paciente bajo el recortado bigote:
– Creo que no habíamos charlado nunca, pero naturalmente había oído hablar de usted y le conocía de vista.
– Soy luterano, o sea que no pertenezco a su rebaño -explica Caldwell-. Confío no haberles interrumpido. La verdad es que me encuentro bastante preocupado.
Lanzando una mirada nerviosa a Vera, que ha vuelto la cabeza y podría escapársele, March pregunta a Caldwell:
– ¿Sí? ¿Por qué?
– Por todo. Mi trabajo. No encuentro solución y le agradecería que me diera su opinión.
Ahora la mirada de March se fija en todas partes menos en la cara que tiene enfrente, buscando en el público alguien que lo libre de este loco alto y desgreñado.
– Esencialmente tenemos la misma opinión que la Iglesia luterana -dice-. Espero que algún día vuelvan a unirse todos los hijos de la Reforma.
– Corríjame si me equivoco, reverendo -dice Caldwell-, pero en mi opinión la diferencia radica en que mientras que los luteranos afirman que Jesucristo es la única respuesta, los calvinistas dicen que todo lo que te ocurre es lo que te ocurre, y ésa es la respuesta.
Ansioso, iracundo y azorado, March da un paso a un lado y casi se agarra a Vera para retenerla consigo durante esta ridícula interrupción.
– Es absurdo -dice-. El calvinismo ortodoxo, y yo me considero más bien ortodoxo, está tan centrado en Cristo como la doctrina luterana. Y hasta más aún, porque nosotros excluimos tanto a los santos como toda posible transformación eucarística substancial.
– Soy hijo de un pastor protestante -explica Caldwell-. Mi padre era presbiteriano y él me explicó que unos son los elegidos y otros los no elegidos, los que poseen la gracia, y los que no, y estos últimos jamás la poseerán. Pero lo que nunca he podido entender es por qué razón fueron creados los que no la tienen. La única razón que se me ocurre es que Dios necesitaba que alguien se tostase en el infierno.
El equipo de baloncesto del Instituto de Olinger se adelanta en el marcador y, para hacerse oír, March tiene que levantar furiosamente la voz:
– No se puede entender la doctrina de la predestinación -vocifera- sin tener en cuenta su estrecha vinculación con la doctrina de la infinita compasión divina.
El ruido de la muchedumbre baja de volumen.
– Supongo que para mí el problema radica en esto -dice Caldwell-. Si nunca cambia nada, no entiendo cómo puede ser infinita. Tal vez es infinita, pero a una distancia infinita. Así es como yo lo veo.
Los ojos grises de March estallan de dolor y rabia a medida que aumenta el peligro de que Vera le deje.
– ¡Es grotesco! -grita March-. Un partido de baloncesto no es el lugar más adecuado para hablar de estas cuestiones. ¿Por qué no viene a mi estudio para estudiar todo esto, señor…?
– Caldwell. George Caldwell. Vera me conoce.
Vera se vuelve con una amplia sonrisa:
– ¿Alguien ha invocado mi nombre? Yo no entiendo absolutamente nada de teología.
– Acabamos de terminar nuestra discusión sobre este tema -le dice el reverendo March-. Su amigo, el señor Caldwell, tiene algunas ideas muy curiosas en contra del pobre y vilipendiado Juan Calvino.
– No sé absolutamente nada de él -protesta Caldwell en un tono de voz quejumbroso, elevado y desagradable-. Sólo trato de aprender.
– Me encontrará en mi estudio todas las mañanas menos los miércoles -le dice March-. Le prestaré algunos libros excelentes.
March devuelve firmemente su atención a Vera, presentando a Caldwell un perfil tan bello y definitivo como si estuviera grabado en una moneda imperial.
Al lado de estos aristócratas de pueblo, Nerón era un cordero, piensa Caldwell retirándose. Bajo el peso de la idea de su propia muerte, que le produce una sensación de vértigo, lenta y diáfana como un predador transparente que arrastrara sus tentáculos venenosos a través de diamantinas profundidades oceánicas, recorre el hueco que queda detrás de las espaldas de los espectadores buscando entre la muchedumbre la imagen de su hijo. Al final localiza la estrecha cabeza de Peter en una fila de la derecha, cerca de la pista. Pobre chico, necesita que le corten el pelo. Caldwell ha terminado por hoy todo su trabajo y quiere bajar a buscar a Peter e irse a casa. La humanidad, que durante tanto tiempo le ha extasiado, le resulta asquerosa ahora que la ve convertida en un montón de gérmenes entremezclados en este sofocante pabellón. En contraste, hasta las vacías tierras de Cassie le parecerían agradables. Además, la nieve va amontonándose en el exterior. Y al chico le iría bien dormir.
Pero junto a la cabeza de Peter hay una mata de pelo pequeño y redonda. Caldwell reconoce a la hija de los Fogleman, alumna de noveno. Su hermano fue alumno suyo hace dos años. Los Fogleman son de esos que se te comerían el corazón y tirarían el resto a la cloaca. Alemanes brutales, brrr. Caldwell cae en la cuenta ahora de que no están sentados juntos por casualidad. ¿Cómo es posible, con lo inteligente que es Peter? Ahora Caldwell recuerda haber visto a Peter y a Penny emparejados de vez en cuando por los pasillos, sonriendo junto a la fuente, entregados a la meditación junto a los armarios del anexo, fundidos en una sola silueta contra la luz lechosa de un lejano portal. Caldwell lo había visto todo pero sólo ahora comprende. Y brota la tristeza del abandono. Por todo el pabellón se alza un gran grito porque Olinger aumenta su ventaja, y el tremendo pánico del grito lame con sus cuatrocientas lenguas las paredes cansadas de las entrañas del profesor.
Gana Olinger.
Peter no aparta sus ojos del partido, pero prácticamente no lo ve porque su ojo interior sigue poseído por el recuerdo del momento en que hundió su cara contra la patética ausencia que había entre los muslos de Penny. ¿Quién hubiera pensado que iba a serle concedido, tan joven, un acceso directo a ese secreto, aunque sólo fuera por un instante? ¿Quién iba a pensar que en ese momento no iba a estallar el trueno ni se despertarían tampoco para azotarle los espíritus vengadores? ¿Quién de todos los que se apretujaban en el iluminado pabellón podía llegar a soñar siquiera la desbordante oscuridad que él había besado, lamido, sorbido? El recuerdo que conserva es el de una cálida máscara que cubre su cara, y Peter teme volver su cara hacia la amada por temor a que Penny se vea en ella, como una barba fantasmal, y grite, abiertos todos los poros de su nariz, víctima del horror y la vergüenza.
Y cuando él y su padre dejan, por fin, el instituto y entran en la nieve, la multitud de copos es para Peter la consecuencia de su profanación. Mientras caen cubriéndolo todo, una corriente de aire arroja de vez en cuando un puñado de tintineante hielo contra su cara caliente. Peter ya no recordaba lo que era la nieve. Un inmenso susurro producido por una garganta que parece estar unas veces aquí, otras allá. Mira el cielo que responde a sus ojos con un malva, un lila y un apagado y amarillento tono perla. La caída de la nieve sólo se materializa visualmente para él al cabo de unos momentos de observar; como si primero surgiera el borde de un ala y sólo después todo el resto, un ala formada por plumas infinitesimales que se va ensanchando, hasta que finalmente Peter comprende que el ala les rodea por todas partes y llena el aire hasta los cuatro ocultos horizontes e incluso más allá. Adondequiera que mire, ahora que sus ojos han sintonizado esta frecuencia, por todas partes aparece esta misma vibración; el pueblo y todas sus casas está sitiado por una multitud susurrante.
Peter hace una pausa bajo la alta farola que vigila el rincón del aparcamiento más cercano. Lo que ve a sus pies le desconcierta. En la blancura de la nieve que ya ha caído se mueven unas manchitas negras que parecen un enjambre de mosquitos. Las manchas avanzan hacia un lado, hacia otro, y luego desaparecen. Parece que lo hagan todas en torno a un mismo centro. Mientras sus ojos miran hacia fuera ve que las manchas corren hacia ese centro; su velocidad aumenta a medida que se acercan a él. Peter sigue a algunas, pero desaparecen. Es un fenómeno de apariencia fantasmal. Luego, la constricción que padecía su corazón desaparece al comprender que todo puede ser explicado racionalmente: son las sombras que proyectan los copos alcanzados por la luz que está encima de él. La oscilante cascada de partículas, directamente expuesta a la luz, se proyecta en forma de oscilaciones disparatadas, pero en los puntos alejados del centro, como los rayos tocan los copos oblicuamente, la proyección aumenta parabólicamente la velocidad de la sombra que corre a unirse con su copo. Las sombras se alejan en una corriente dirigida hacia el infinito en un lento movimiento, y cada uno de sus puntos desaparece en el último instante, cuando el copo besa el plano blanco. Aquello le fascina; el universo, en toda su plástica e infinitamente variable belleza, es clavado, estirado y crucificado ante sus ojos como una mariposa en un marco de invariable verdad geométrica. Cuando la hipotenusa se acerca a la vertical, la pierna lateral se reduce, siempre, a una velocidad decreciente. Las ajetreadas sombras de los copos parecen hormigas que corren a toda prisa por las paredes de un alto castillo de piedra. Peter asume un espíritu científico e intenta desapasionadamente encontrar en la cosmología que su padre le ha enseñado una analogía entre el fenómeno que ha observado y el «desplazamiento hacia el rojo», según el cual las estrellas parecen estar alejándose de nosotros a una velocidad proporcional a la distancia que las separa de la Tierra. Es posible que haya cierto parentesco entre ambas ilusiones, es posible -Peter pugna por imaginarlo- que las estrellas estén de hecho cayendo suavemente por un cono de observación cuyo ápice son nuestros telescopios. Lo cierto es que todo cuelga como el polvo lanzado desde un remoto último piso de un alto edificio. Dando unos pasos hacia delante hasta encontrarse en la zona donde la luz de la farola se funde con la movediza penumbra que reina en el resto del mundo, Peter tiene la sensación de haber llegado a una especie de límite en el que la velocidad de las sombras es infinita, y que termina y a la vez no termina aquel pequeño universo. Empiezan a dolerle los pies de frío y humedad y las ideas cósmicas giran vertiginosamente en su cabeza. Como si saliera de una habitación minúscula, vuelve a enfocar sus ojos acomodándolos a la amplitud del pueblo, donde grandes remolinos viajeros avanzan oscilantes desde el cielo dotados de algo parecido a una salud insuperable.
Se arrastra hasta el interior de la cueva que es el coche, donde ya está su padre, y se descalza sus empapados mocasines y enrosca sus húmedos pies en el asiento y se sienta encima. Con prisas, su padre sale en retroceso del aparcamiento y se dirige hacia el callejón que conduce a Buchanan Road. Al principio acelera más de la cuenta, y los neumáticos patinan al llegar a la primera rampa, a pesar de ser muy suave.
– Chico -dice Caldwell-, esto está hecho un pastel.
Las revelaciones han dejado a Peter con los nervios a flor de piel. Está muy irritable.
– ¿Y por qué no nos hemos ido a casa hace dos horas? -pregunta-. No conseguiremos subir Coughdrop Hill. ¿Por qué has tenido que quedarte tanto rato en el partido después de recoger las entradas?
– Esta noche he hablado con Zimmerman -dice lentamente Caldwell a su hijo tratando de hablar de manera que no parezca que le está regañando-. Me ha dicho que había tenido una conversación contigo.
La culpa hace que la voz de Peter sea estridente:
– Tuve que hacerlo. Me ha pillado en el vestíbulo.
– Le has hablado de las entradas que he echado a faltar.
– Sólo lo he mencionado. No le he dicho nada.
– ¡Por Dios, chico!, no quiero coartar tu libertad, pero hubiera preferido que no le hubieses dicho nada.
– ¿Qué daño he hecho? Es la verdad. ¿No me dices siempre que diga la verdad? ¿Quieres que me pase toda la vida diciendo mentiras?
– Le has dicho…, ahora ya no importa, pero ¿le has dicho que he visto salir de su oficina a la señora Herzog?
– Claro que no. Ya no me acordaba de nada de eso. Aparte de ti, ya nadie lo recuerda. Parece que creas que todo el mundo está conspirando.
– Supongo que lo que me pasa es que nunca he conseguido saber qué piensa en el fondo Zimmerman.
– ¡No hay fondo que valga! No es más que una vieja sanguijuela borracha que no tiene ni idea de qué es lo que tiene entre manos. Todo el mundo se ha dado cuenta, todo el mundo menos tú. Papá, ¿por qué eres… -Peter iba a decir «estúpido», pero un vestigio del cuarto mandamiento frena su lengua-… tan supersticioso? Das a todo un sentido que no tiene. ¿Por qué? ¿Por qué no te tranquilizas? ¡Eres agotador!
Furioso, el chico da una patada contra el salpicadero y hace sonar la guantera. La cabeza de su padre es una sombra pensativa pellizcada por el gorro que para Peter es la esencia de cuanto de servil y absurdo, descuidado y terco hay en su padre.
Caldwell suspira y dice:
– No sé, Peter. Supongo que en parte es hereditario, y en parte el ambiente.
Por lo cansado de su voz se diría que es éste su último intento de dar una explicación.
Estoy matando a mi padre, piensa asombrado Peter.
La nieve se espesa a su alrededor. Los copos que caen en la zona iluminada por sus focos brillan como una salpicadura de chispas, se elevan hacia arriba, desaparecen, y son sustituidos por otro grupo de chispas. La nevada es uniformemente abundante. Ahora encuentran unos pocos coches que también circulan por la carretera. Las luces de las casas, cada vez menos numerosas a partir del asilo, se difuminan en la tormenta. La calefacción empieza a funcionar y el calor aumenta su sensación de aislamiento. El arco de los limpiaparabrisas se reduce a cada nuevo movimiento hasta que al cabo de poco tiempo se ven forzados a mirar la nevada a través de dos estrechas ranuras. El zumbido del motor les arrastra a una trampa final.
Cuando bajan por la colina que hay frente al cementerio judío donde Abe Cohn, el famoso gánster de Alton, en la época de la Prohibición, está enterrado, el coche patina. Caldwell lucha con el volante mientras el coche se desliza. Sin que pase nada grave, llegan hasta el pie de la colina, donde termina Buchaman Road y empieza la Carretera 122. A la derecha de la colina, Coughdrop Hill se pierde en la altura. Un camión cruza rápidamente como una casa sobre ruedas en dirección a Alton. El ruido de sus cadenas parece un grito de pánico. Cuando sus luces traseras parpadean y desaparecen de la carretera, se quedan completamente solos.
La pendiente de la carretera empieza a aumentar en dirección a la cumbre. Caldwell pone la primera y sigue avanzando con esa marcha hasta que las ruedas se ponen a patinar, y entonces pone la segunda. El coche se abre paso como un arado varias docenas de metros más; cuando las ruedas vuelven a patinar, pone desesperadamente la tercera. El motor se ahoga. Caldwell da un fuerte tirón del freno de mano para no perder terreno. Están a más de la mitad de camino de la cuesta. La tormenta se hunde gimiendo en el silencio del motor. El motor vuelve a ponerse en marcha, pero los neumáticos de atrás no consiguen aferrarse a la nieve; el pesado Buick tiende más bien a deslizarse hacia atrás en dirección a la baja valla de alambre que hay al borde del terraplén de la carretera. Al final Caldwell no puede hacer otra cosa que abrir la puerta y, asomando el cuerpo y utilizando para ver el camino la pobre iluminación que le proporcionan sus luces de posición traseras, dejarse caer hacia atrás hasta el final de la cuesta. Baja hasta más allá del cruce de Olinger para situarse en la recta llana que hay entre Coughdrop Hill y la siguiente cuesta de la carretera de Alton.
Sin embargo, a pesar de que la velocidad que han tomado les lleva rápidamente hacia la parte baja de la cuesta, quedan atascados debido a un nuevo patinazo algo antes de llegar al punto donde se quedaron parados antes. Bajo los focos del coche, las huellas dejadas en su ascensión son profundas roderas oscuras.
De repente, las sombras de sus cabezas caen hacia delante. Detrás de ellos aparece un coche que se acerca a la colina. Sus luces se dilatan, brillan como un grito, y se ensanchan a su alrededor; es un Dodge verde del 47. Gracias a sus cadenas les deja atrás, sube la parte más pronunciada de la cuesta y, más veloz cada vez, desaparece tras la cresta. Los faros parados de su propio coche captan los eslabones dibujados en la nieve por las ruedas del otro coche. El chisporroteo de la nevada mantiene la misma intensidad de siempre.
– Tendremos que poner las cadenas -dice Peter a su padre-. Si consiguiéramos subir aunque sólo fueran veinte metros más, seguro que llegaríamos al camino de casa. Fire Hill no es tan pendiente.
– ¿Te has fijado que ese bastardo ni siquiera se paró a ofrecerse a darnos un empujón?
– ¿Cómo puedes pretender que parase? Si apenas podía subir él solo.
– De estar en su piel, yo me hubiera parado.
– Pero no hay nadie como tú, papá. Eres un caso único en el mundo.
Peter grita porque su padre ha aferrado sus manos al volante y ha bajado la cabeza hasta apoyarla en los dorsos de las manos. A Peter le asusta ver desaparecer el perfil de su padre. Quiere hacerle volver en sí, pero la sílaba que hubiera tenido que pronunciar se le atasca en la garganta; nunca sabrá cuál era. Por fin pregunta tímidamente:
– ¿Tenemos cadenas?
Su padre se endereza y dice:
– Pero no podemos ponerlas aquí. El coche se iría hacia atrás al levantarlo con el gato. Tenemos que bajar hasta el llano.
Abre pues, por segunda vez, su puerta y se asoma y conduce el coche hacia atrás cuesta abajo. La nieve queda teñida de rosa por las luces traseras. Algunos copos se cuelan por la puerta abierta y punzan a Peter en la cara y las manos. Se mete las manos en los bolsillos del chaquetón.
Cuando llegan al final de la cuesta bajan los dos. Abren el portamaletas y tratan de levantar con el gato la parte trasera del coche. No tienen linterna, y eso empeora las cosas. La nieve que se amontona a los lados de la carretera tiene un espesor de unos quince centímetros; al tratar de elevar los neumáticos por encima de su superficie, el coche acaba por venirse hacia un lado lanzando, con sorprendente fuerza, el gato al centro de la carretera.
– Joder -dice Caldwell-, nos vamos a matar.
No hace ningún movimiento por recuperar el gato, por lo que Peter se adelanta a cogerlo. Con la barra dentada en una mano busca en la cuneta una piedra para frenar las ruedas delanteras, pero la nieve lo cubre todo.
Su padre está mirando las copas de los pinos, que, agitadas por la tormenta, planean como ángeles oscuros. A Peter le da la sensación de que los pensamientos de su padre describen anchos círculos, como un ratonero al acecho, en el opaco malva que les cubre. Ahora vuelve a pensar en el problema que les retiene allí y, juntos, padre e hijo colocan el gato bajo el parachoques y esta vez se aguanta. Entonces descubren que no pueden sujetar las cadenas porque no saben cómo se hace. Y es demasiado tarde, y hace demasiado frío y no hay suficiente luz como para ponerse a aprender ahora. Durante muchos minutos Peter contempla a su padre que, agachado, se mueve en torno al neumático. No pasa ningún coche en todo ese rato. Por la Carretera 122 ya no hay tránsito. Hay un momento en que parece que su padre ha conseguido sujetar la cadena, pero luego se le escapa y fracasa. Tras soltar un sollozo o una maldición que el ruido de la tormenta impide captar claramente, Caldwell se pone en pie y lanza con las dos manos el revuelto amasijo de la cadena a la suave nieve. Al caer abre un agujero que hace pensar en un pájaro caído de un nido.
– Tendrías que sujetar primero el cierre por la parte de dentro de la rueda -dice Peter.
Recoge la cadena del agujero, se arrodilla, y luego repta por debajo del coche. Imagina que su padre le dirá a su madre:
– Yo ya no sabía qué hacer y entonces el chico ha cogido las cadenas, se ha metido debajo del coche y las ha colocado perfectamente. No sé de dónde le viene esta habilidad para las cosas mecánicas.
La rueda resbala. Envuelve varias veces el neumático con el complicado amasijo de cadenas, y cada vez el neumático gira perezosamente y se sacude de encima su cota de malla como si fuera una chica desnudándose. Mientras su padre sostiene la rueda para que no gire, Peter prueba otra vez. En el submundo de debajo del coche, el amortiguado hedor a caucho y los olores resecos del óxido, la gasolina y la grasa parecen sílabas amenazadoras. Peter se acuerda de cómo el coche se cayó del gato e imagina que los muelles y el eje le aplastarían el cráneo si volviera a ocurrir. El único consuelo que tiene es que ahí abajo no sopla viento ni cae nieve.
La clave del problema de la sujeción es un pequeño pasador. Lo encuentra y, leyéndolo con las yemas de los dedos, deduce cómo funciona. Y casi consigue cerrarlo. Para lograrlo completamente tiene que apretar un poco más la cadena en torno al neumático. Hace tanta fuerza que todo su cuerpo tiembla. Un dulce dolor punza sus riñones. El metal se le clava en la carne de los dedos. Peter reza; y queda abrumado al descubrir que, aunque una pequeña concesión milimétrica no supondría alterar ningún principio, la materia es terca. El pasador no se cierra y Peter, descorazonado, grita:
– ¡No!
– Al diablo con las cadenas -dice su padre-. Sal de debajo.
Peter obedece, se pone en pie y se sacude la nieve del chaquetón. Él y su padre se miran con incredulidad.
– No puedo -dice Peter, como si alguien pudiera decir lo contrario.
– Has tenido mejor vista que yo -dice su padre-. Métete en el coche. Pasaremos la noche en Alton. El que pierde una vez, pierde dos veces.
Ponen las cadenas en el portamaletas y tratan de bajar el coche, que sigue elevado por el gato. Pero incluso la retirada parece imposible. La palanquita cuya misión consiste en hacer que la rueda dentada del gato gire en dirección contraria y baje no funciona. En lugar de bajarlo, cada nuevo golpe de manivela sube el coche un poco más. Los remolinos de nieve les molestan en la cara; el silbido del viento daña sus oídos; el peso que su ánimo tiene que soportar excede todos los límites de lo tolerable. El inquieto susurro de la nevada parece colgar de este pequeño fallo mecánico.
– Ya le arreglaré las cuentas a este bastardo -anuncia Caldwell-. Aparta, chico.
Sube al coche, pone el motor en marcha, y arranca hacia delante. Por un momento el gato adquiere una tensión de un arco y Peter espera verlo volar de un momento a otro como una flecha. Pero en este primer instante de tensión el metal del parachoques cede primero y enseguida el coche cae sobre sus muelles haciendo un ruido similar al de unos carámbanos al ser partidos. Una muesca en forma de labio que recorre el borde inferior del parachoques quedará siempre como recuerdo de esta noche. Peter recoge el gato y lo tira al portamaletas y luego entra en el coche y se sienta junto a su padre.
Ayudado por la tendencia a patinar de las ruedas traseras, Caldwell hace dar la vuelta al Buick y lo coloca en dirección a Alton. Pero durante la hora transcurrida desde que han pasado por esta misma carretera han caído otros dos centímetros de nieve mientras que, por otro lado, la acción apisonadora del tránsito ha cesado. La pequeña cuesta en que finaliza la carretera de la depresión que hay en la base de Coughdrop Hill, una cuesta tan ligera que los días corrientes se desliza bajo las ruedas sin que se note, resulta ahora demasiado empinada. Los neumáticos traseros patinan continuamente. Las ranuras del parabrisas por las que tratan de ver se van cerrando cada vez más; el arcón celestial del que cae la nieve ha reventado. Por tres veces, el Buick sube un poquito pero siempre para quedar detenido. La tercera vez Caldwell aprieta el acelerador hasta el fondo y los gimoteantes neumáticos traseros arrastran el coche hasta la nieve virgen de los bordes de la carretera. Han caído en una pequeña depresión, y Caldwell pone la primera y trata de salir, pero la nieve les retiene con su garra fantasmal. Los labios de Caldwell producen una rápida burbuja plateada. Enloquecido, pone marcha atrás y el coche queda totalmente atascado. Por fin, apaga el motor.
Por un momento reina la paz en aquella desesperada situación. Una delicada fricción, como si alguien estuviera barriendo arena muy fina, avanza por el techo del coche. El motor, que se ha calentado mucho, hace unos ruiditos secos bajo el capó.
– Tendremos que caminar -dice Caldwell-. Podemos volver a Olinger y pasar la noche en casa de los Hummel. Está a poco más de cuatro kilómetros. ¿Podrás?
– Qué remedio -dice Peter.
– ¿No tienes chanclos ni nada?
– No. Ni tú tampoco.
– Sí, pero yo ya no tengo arreglo. -Después de una pausa, añade-: No podemos quedarnos aquí.
– Maldita sea -dice Peter-. Ya lo sé. Ya lo sé, deja de decírmelo. Deja de decirme cosas todo el rato. Vámonos.
– Un padre como tiene que ser hubiera conseguido subir esa colina.
– Y entonces nos hubiéramos atascado en cualquier otro sitio. No es culpa tuya. No es culpa de nadie; es culpa de Dios. Por favor. No hablemos más.
Peter sale del coche y, por una vez, él es quien guía a su padre y va delante. Caminan por las roderas que ellos mismos han hecho antes en dirección a la colina del cementerio judío. A Peter le cuesta poner un pie justo delante del otro, como se dice que hacían los indios. El viento hace perder el equilibrio. Ahora están junto a una cortina de dos y, aunque el viento no sopla muy fuerte, tiene una insistencia que penetra el pelo de su cabeza hasta tocar los huesos del cráneo. Las tierras del cementerio están separadas de la carretera por un muro de contención hecho de piedra gris; cada una de las piedras que sobresalen tiene una barba blanca. En algún rincón oculto de aquel lugar envuelto en humo opaco yace abrigado, bajo las columnas de su mausoleo, Abe Cohn. Saberlo consuela a Peter, que entrevé una analogía entre la situación del gángster y su propio yo, cobijado también bajo la cúpula mineral de su cráneo.
En el llano que hay después del cementerio desaparecen los pinos y el viento sopla como si tuviera intención de atravesar limpia y completamente su cuerpo. Peter es ahora transparente: un esqueleto de pensamientos. Distante y divertido, contempla sus pies que parecen reses ciegas que avanzan dócilmente por la nieve; la disparidad entre sus cortos pasos y la distancia que les separa de Olinger es tan grande que tiene la sensación de encontrarse frente a algo parecido a una especie de infinito, y en este infinito Peter disfruta de cierto descanso que aprovecha para meditar en los fenómenos que acompañan a las situaciones de incomodidad física extrema. Una de sus características es su sencillez para eliminar. En primer lugar, elimina todos los pensamientos que puedan referirse al pasado o al futuro. Y, en segundo lugar, toda idea de extensión de uno mismo por medio de los sentidos en el mundo de la creación. Después aparece un nuevo lastre: las extremidades -pies, piernas, dedos- dejan de contar. Si la incomodidad continúa, si todavía se conserva un resto de recuerdo de la posibilidad de hallarse en una situación más agradable, deja de tenerse en cuenta la punta de la nariz, el mentón y hasta el cuero cabelludo, no tanto porque hayan sido anestesiados sino porque son deportados en cierto sentido a un mundo ajeno a las limitadísimas preocupaciones de un punto irreductible -notablemente compacto y distante- que es lo único que queda de los reinos -antes amplísimos y ambiciosos- del yo. Cuando su padre, que ahora camina a su lado y utiliza su cuerpo para escudar del viento a su hijo, coloca en la helada cabeza de Peter el gorro de punto que acaba de sacarse de la suya, a Peter le parece que las sensaciones le llegan de muy lejos, de algo que está muy alejado de su propio yo.