Capítulo 1

ANNIE Torres estaba a punto de desmayarse. Todos los síntomas estaban presentes. Se quedó mirando fijamente su libreta de pedidos, intentando luchar contra el malestar.

«Aguanta sólo un minuto más, Annie. Tengo que conseguir llegar a la sala de descanso», se dijo a sí misma.

– Espere, espere -le dijo el cliente-. También quiero una ración de patatas fritas. ¿Me podrían poner salsa de queso azul con ellas?

El comedor comenzó a girar. Muy lentamente, pero giraba. Annie sentía un sudor frío en todo su cuerpo. Sabía que era cuestión de segundos. Cerró la libreta y se dispuso a ir hacia la sala de descanso lo antes posible.

– ¿Señorita? ¡Espere! Se me ha olvidado pedirle el postre. ¿Les queda tarta de melocotón?

Las palabras de la mujer llegaron a sus oídos como si salieran de un largo túnel. Resonaron en su cabeza mientras sentía un golpeteo incesante en sus oídos. Tenía que salir de allí. Intentó girar, pero fue demasiado tarde. Se estaba marchitando como una rosa bajo el implacable sol estival. Ya no había remedio.

– ¡Oye!

Abrió los ojos. Había caras por todas partes. Todas la miraban con una expresión de preocupación que resultaba casi cómica. Sentía ganas de reír, hasta que recordó que estaba en el suelo del Café de Millie y se le quitaron las ganas.

Cada cara tenía una boca que se movía. Pero no podía entender lo que le decían. Cerró los ojos, deseando que desaparecieran de allí. Tenía un fuerte dolor de cabeza.

– Yo me ocupo.

Una voz masculina y profunda sobresalió por encima del parloteo general. Y unas manos, fuertes y frescas, la comenzaron a tocar, intentando encontrar posibles lesiones y controlando sus reacciones.

– ¿Le duele algo? -le preguntó.

Annie negó con la cabeza, lo que intensificó aún más su cefalea. Era sólo un dolor de cabeza, no creía que fuese debido al golpe contra el suelo.

– Lo siento -murmuró ella intentando levantarse-. Será mejor que vuelva al trabajo.

– De eso nada -contestó el hombre mientras la levantaba del suelo y la sostenía en sus fuertes brazos.

– «¡En! -protestó ella, intentando zafarse de él y mirarlo a la cara.

– Relájese, cariño. Ya la tengo -comentó él con voz tranquilizadora.

– Pero no necesito que nadie me tenga -rezongó de nuevo intentando librarse de él.

– No intente hablar -dijo él mientras la acarreaba entre las mesas del lleno restaurante-. Obviamente está delirando.

Lo dijo con un toque de humor que hizo que Annie no lo tomara en serio. Parecía intentar que ella no se sintiera incómoda con la situación. Algo que Annie no necesitaba, al menos no mucho.

Tenía que admitir, no obstante, que era un placer sentirse entre sus brazos. Eran protectores, seguros y el hombre era bastante sexy, si su instinto no la engañaba. Y eso le decía que tenía que oponer resistencia. Le habría gustado que la dejara en el suelo para poder orientarse y valerse por sí misma.

El hombre sabía lo que hacía. La llevó a la sala de descanso y la dejó sobre el sofá.

– Muchas gracias, señoras -dijo él cuando alguien le acercó una toalla empapada y un vaso de agua-. Ahora déjenme un poco de espacio. Necesito examinarla. En pocos minutos estará como nueva.

«Así que encima es mandón. Pues por mí puede irse con sus órdenes a…», pensó Annie.

– De acuerdo, doctor -respondió alguien.

Annie creyó distinguir la voz de Millie. Seguía con los ojos cerrados. Habría, sido demasiado difícil abrirlos para mirar. El caso era que si Millie estaba de acuerdo con la situación, todo iba a ir bien. Millie era su jefa, la dueña del restaurante y una mujer que valía su peso en oro. Annie había llegado a la conclusión de que era muy difícil encontrar personas buenas como su jefa.

Además, ese hombre parecía ser médico, lo que consiguió relajarla. Se fiaba más de los médicos que de la mayoría de los hombres. Al fin y al cabo, los médicos estaban obligados a tomar el juramento hipocrático.

– Bueno, llámame si necesitas algo -añadió Millie.

– Muy bien.

Annie consiguió por fin abrir los ojos y ver a Millie salir de la sala. El hombre que la atendía era alto y fuerte. Mientras la examinaba murmuró algo que hizo que el resto de los presentes abandonaran la habitación. Aquello la agradó, porque no le gustaba ser el centro de atención y ya estaba cansada de tener a todo el mundo alrededor.

Pero, por otro lado, eso significaba que la dejaban sola con ese hombre. Sentía la necesidad de recobrar parte del control, así que intentó incorporarse y sentarse.

Él no protestó, sino que aprovechó para colocarle la toalla en la frente, ofrecerle un poco de agua y tomarle el pulso. Poco a poco su cabeza comenzó a despejarse y fue capaz de ver de nuevo.

Lo miró, aunque la cabeza seguía molestándole y aún estaba algo mareada. No estaba nada mal. Era guapo, con la típica belleza masculina de los hombres a los que les gusta la vida en el campo y al aire libre. Su oscuro pelo parecía haberse secado al aire, como si acabara de estar cortando leña o cazando osos. Sus ojos eran azules y destacaban mucho más contra su piel bronceada por el sol. Le resultaba familiar. Estaba segura de haberlo visto antes en el restaurante. Pero sólo hacía un mes que había vuelto a la localidad texana de Chivaree y, después de pasar unos diez años fuera de allí, había perdido la pista a muchos de sus habitantes.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó mientras la estudiaba con la frialdad de quien mira a un paciente.

– Mareada.

Él asintió y la observó con los ojos entrecerrados.

– ¿Le pasa esto a menudo?

– ¿El qué? -repuso ella, intentando recobrar sus fuerzas-. ¿Conocer a hombres desmayándome en sus brazos? Pues no. Usted es el primero.

– Está embarazada.

Lo dijo de forma calmada, pero a los oídos de Annie sonó como una acusación. Lo suficiente para conseguir irritarla. Le ocurría muy a menudo, sobre todo desde que se había quedado embarazada y soltera.

– ¿En serio? -contestó enderezando la espalda y preparándose para la batalla-. Y ¿cómo lo ha adivinado?

Él levantó la mirada y sus ojos se clavaron en los de ella, con tal intensidad que parecía capaz de poder ver en su interior. Intentó enmascarar el estremecimiento que le produjo esa mirada. Eran los ojos más azules que había visto en su vida.

Pero había más. Algo en él hacía que se sintiera insegura y tímida. Parecía uno de esos hombres que decían siempre lo primero que se les pasaba por la cabeza, sin mucho tacto. Sabía que si había algo en ella que le gustara o le disgustara se lo diría sin paños calientes. Su siguiente comentario le demostró que no se había equivocado al juzgarlo así.

– Y también es una listilla -le dijo con sequedad.

Annie le sostuvo la mirada. Sentía la necesidad de demostrar a los hombres como él que no la podían intimidar. Había tenido demasiadas experiencias recientes de ese tipo para darse cuenta de que tenía que protegerse, aunque para ello tuviese que ser borde o antipática.

– Gracias, pero si quisiera que me analizaran la personalidad, ya habría ido a un psicólogo.

Él movió los labios ligeramente, sin que Annie pudiera adivinar si estaba irritado o divertido por su respuesta. De una forma u otra, lo único que quería dejarle claro era que no iba a aguantar tonterías, de él ni de ningún otro hombre.

– ¿Por qué iba a pagar a un psicólogo cuando yo puedo hacerlo gratis? -le dijo mientras la miraba con fingida atención-. Veamos si acierto… Es testaruda y obstinada, cree que siempre está en posesión de la verdad y trabaja muy duro.

No podía aguantar más sus comentarios, estaban sacándola de quicio.

– ¡Eso lo será su padre! -le espetó.

Él reaccionó con una gran sonrisa. Toda su cara se iluminó. Tenía unos dientes perfectos y blancos, realmente impresionantes.

– No tenía ni idea de que lo conociera -dijo él.

Annie se dio cuenta de que se acercaba a una zona de alto riesgo. Estaba sucediendo algo que debía evitar a toda costa. Le gustaba ese hombre, parecía una buena persona. Algo aún más peligroso que su innegable atractivo sexual. Se había hecho cargo de la situación con naturalidad, con esa actitud un poco machista que tienen muchos hombres. No le pasó desapercibido su musculoso torso, imposible de esconder bajo su polo. La manera en la que estaba colocado frente a ella, con una rodilla en el suelo, le recordó la imagen de un caballero medieval esperando a que su amada le entregara un pañuelo en prenda antes de partir hacia la batalla.

Sacudió la cabeza, intentando controlar su alocada imaginación y enfadada consigo misma por dejarse llevar tan fácilmente por ella. Sentía que se estaba portando como una niña. Durante su infancia, había sustituido la realidad que la rodeaba por una fantasía en la que ella era una princesa perdida. Pero eso era sólo un sueño infantil en el que no podía volver a caer. Demasiada fantasía sólo la haría perder el sentido de la realidad y caer en una zona de peligro. Al fin y al cabo, era una mujer adulta y estaba a punto de ser madre. Había llegado la hora de abandonar todos los sueños. La vida era muy dura y tenía que ser fuerte para sobrevivir.

Aun así, iba a tenerlo difícil con un hombre tan atractivo y elegante frente a ella. Llevaba un polo azul, unos pantalones vaqueros de última moda y una chaqueta de ante. Todo le sentaba de maravilla y dejaba adivinar la perfección de su anatomía. Su porte contrastaba con su verde uniforme de camarera como la noche y el día. También dejaba claro, de un solo vistazo, su muy distinta situación económica y social. Él tenía todo el aspecto de comprar en las mejores tiendas de ropa. Ella, en cambio, parecía llevar años sin ir de compras. Lo menos parecido a una princesa de verdad.

Apartó la mirada de él, consciente de pronto de que estaban solos en la habitación. No se sentía cómoda y, además, tenía que volver al trabajo. No podía permitirse perder el empleo. Sabía que.no encontraría a mucha gente dispuesta a contratar a una mujer embarazada de siete meses.

– ¿Puedo irme ya? -le preguntó.

– Pues no, no puede -le contestó él con voz serena-. Aún está pálida y no me gusta nada su pulso.

– Hay algunas cosas de usted que tampoco me gustan, pero tengo la suficiente educación como para no nombrarlas -le replicó Annie.

– Imposible -contestó él con un gesto divertido.

– ¿El qué es imposible? -preguntó ella algo nerviosa.

– Que haya algo que no le guste de mí -explicó con una sonrisa fulminante-. Soy un tipo estupendo, todo el mundo lo dice.

Era lo último que le faltaba a Annie. No sólo era guapísimo y elegante, sino que además era popular.

– Pues no sé a quién habrá encargado esa encuesta, pero no todo el mundo opinaría igual, señor -dijo ella con algo de fanfarronería típicamente texana.

– Doctor -la corrigió él algo sorprendido.

– ¿Doctor qué?

– Doctor Allman. Pero tú puedes llamarme Matt Allman.

Annie sacudió la cabeza. Estaba empezando a ser molesto y tenía que saber lo que pensaba de él. No sabía si estaba intentando reírse de ella. Creía que no, pero estaba claro que estaba disfrutando tomándole el pelo. Era como si se sintiese atraído por ella. Pero Annie descartó rápidamente esa idea de su cabeza. No creía que ningún hombre como él se pudiera sentir atraído por una mujer embarazada de otro y vestida de camarera. Tendría que controlar mejor su fantasiosa imaginación.

– Me tenía que haber imaginado que era un Allman. Ahora lo entiendo todo.

– ¿El qué?

Annie se sonrojó, sin saber qué contestar. Los Allman eran una de las familias fundadoras del pueblo. Pero recordaba que cuando era pequeña y vivía allí, esa familia no tenía muy buena reputación. Se les consideraba casi como forajidos, aunque lo más seguro fuera que se hubiera tratado sólo de los cotilleos malintencionados de algunas gentes. El caso era que siempre había considerado que esa familia era de algún modo peligrosa.

– Explica el hecho de que tenga más aspecto de rebelde sin causa que de médico.

– ¿Rebelde? -repitió él saboreando la palabra y entrecerrando los ojos-. Me gusta la idea.

– Claro que le gusta. Es un Allman.

Él se quedó pensando. La miraba como si estuviera intentando formarse una opinión sobre ella. Annie le sostuvo la mirada, decidida a no ceder en nada. Pero por dentro estaba hecha un flan y se preguntaba qué pensaría de ella. Seguramente que era una camarera bocazas y no muy agradecida por lo que estaba haciendo por ella. O quizá que era una pesada. O, peor aún, una desheredada con el pelo enmarañado.

Ninguna de las opciones era muy agradable y deseó saber cómo actuar para dejar de ser tan desagradable. A veces se lamentaba por lo extremista de su personalidad. Parecía que sólo había dos opciones: o estaba completamente loca por alguien o se comportaba de manera totalmente hostil. Escarmentada como estaba, se había prometido no dejarse llevar nunca más por la pasión ni enamorarse de nadie. Así que sólo le quedaba la opción de la hostilidad y se mostraba siempre fría, dura y antipática.

Aunque quizá no fuera una mala decisión, porque eso le procuraba una especie de armadura para protegerse y no caer en errores del pasado. Como el que la había dejado sola y embarazada. Pensaba que era bueno para ella que hombres como ese doctor, atractivo y sexy, supieran que no se iba a dejar impresionar por ellos. Estaba dispuesta a mostrarse maleducada y cínica si con ello la dejaban tranquila. Era mejor que supieran de antemano cómo era y ella no debía olvidar nunca a qué situación le podía conducir la vida si se dejaba llevar de nuevo por un romanticismo estúpido y sin sentido.

– Pues sí, soy un Allman. Y eso, ¿qué significa para usted?

– ¿De verdad lo quiere saber?

– Sí.

– Muy bien -dijo ella suspirando-. Yo me crié aquí y siempre he tenido una imagen de los Allman como los vaqueros del lugar, siempre demasiado cerca del lado peligroso e ilegal de la vida. Recuerdo que siempre estaban metidos en peleas y causando problemas. Sobre todo a los McLaughlin.

Él se rió, lo que trajo el rubor a las mejillas de Annie, insegura ante la reacción de él. No era posible que supiera la relación que ella tenía con los McLaughlin, nadie lo sabía. Así que no podía tratarse de eso.

– Vuelvo al pueblo y me entero de que los Allman son ahora los nuevos reyes del mambo. ¿Qué ha pasado?

Las cosas habían cambiado mucho en Chivaree. Los Allman, antes unos muertos de hambre, dirigían una empresa de mucho éxito. Los McLaughlin, en cambio, habían pasado de ser una familia muy poderosa a atravesar tiempos muy duros, lo que debía de haber sido muy complicado para ellos.

Annie tenía trece años cuando su madre le dijo la verdad. Le contó que su padre era William McLaughlin, en cuya familia ella había estado trabajando. Esa familia era tan importante en el pueblo que nunca se decidió a contar su secreto a nadie, aunque se sentía orgullosa de ello. Cada vez que volvía a Chivaree y veía a algún McLaughlin sentía una conexión con ellos que no podía contar a nadie.

Ahora que se encontraba sola y a punto de ser madre, su instinto la había conducido de vuelta a Chivaree, donde vivía su familia paterna. Estaba decidida a averiguar unas cuantas cosas sobre ellos. Necesitaba saber si era verdad lo que su madre le había contado y si ellos estarían dispuestos a aceptarla o si se negarían a acogerla.

Aún no había decidido qué iba a hacer. No sabía con qué miembro de la familia sería mejor hablar ni qué le iba a contar. Su padre había muerto unos años antes, con lo que había perdido la oportunidad de llegar a conocerlo. Pero él había tenido otros tres hijos, todos varones. Se preguntaba cómo la recibirían si apareciera de repente en la puerta de su casa.

Poco después de volver al pueblo le surgió la oportunidad de introducirse en la familia. Vio un anuncio en el que solicitaban una asistenta que acudiera una vez por semana al rancho de los McLaughlin. Se presentó al empleo sin pensarlo dos veces. Sólo trabajaba en el restaurante de Millie a tiempo parcial, lo que le daba tiempo de sobra para cumplir con su trabajo en el rancho. El hecho de que estuviera ocupando el lugar que un día dejara su madre era bastante duro, pero no podía permitirse el lujo de ser exigente. Era un primer paso y tenía que actuar deprisa, porque no le quedaba mucho tiempo antes de que naciera el bebé.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó él, devolviéndola a la realidad.

– Annie Torres.

Su nombre estaba bordado en el uniforme, pero no el apellido. Se preguntó si le sería familiar al doctor. Aunque lo más seguro era que no lo recordara. ¿Quién iba a recordar el apellido de la asistenta que los McLaughlin tuvieron años atrás? Ni siquiera la propia familia la recordaba.

– Bueno, encantado de conocerte, Annie -dijo él de forma relajada-. Espero que pronto te des cuenta de que los McLaughlin no somos tan malos.

– Pero eso no significa que ahora seáis los buenos -espetó ella-. Sólo porque ahora tenéis dinero y todo eso…

– ¿Por qué no?

– Leopardos y cebras -dijo ella encogiéndose de hombros.

– ¿Qué? -preguntó él, sin estar seguro de haberla oído bien.

– Ni las manchas de unos ni las rayas de las otras cambian con el tiempo.

– ¡Ah! ¡Ya! Crees que somos lobos con piel de cordero, ¿no?

– Eso es -repuso ella mirándolo con escepticismo-. Puede que sólo estéis intentando colarnos gato por liebre.

– ¿Siempre has tenido este talento para las metáforas, zoológicas? -preguntó él con un quejido.

Annie se sintió satisfecha. Parecía que estaba consiguiendo ganarle la partida, después de todo.

– No siempre. También se me dan bien las analogías deportivas.

– Fenomenal, porque estás a punto de ser transferida a otro equipo.

– ¿Qué? -contestó ella.

Estaba tan confundida por su comentario que, sumisamente, dejó que le tomara la mano y la ayudara a ponerse en pie.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó mirándola a los ojos.

Annie respiró hondo. Seguía sosteniendo su mano. Quizá fuera para que no se mareara de nuevo. Pero se sentía incómoda, así que apartó su mano y se frotó la falda con ella. De manera instintiva, intentaba borrar la agradable sensación que el contacto había dejado en su piel.

– Estoy bien -dijo con firmeza-. Pero tengo que volver al trabajo.

– De eso nada. Te llevo ahora mismo a mi clínica. Quiero hacerte un chequeo más exhaustivo.

– Y yo quiero mantener mi empleo -dijo ella intentando dirigirse hacia la puerta sin éxito.

– Vas a dejar este trabajo -repuso él mirándola intensamente-. Son órdenes médicas.

Annie no entendía nada, era una locura. Una cosa era que le dijera que no trabajara mucho, intentara descansar, elevara las piernas cuando pudiera y todas esas cosas. Pero el caso era que necesitaba ganarse la vida. Levantó la cabeza y lo miró desafiante.

– Los médicos pueden dar todas las órdenes que consideren oportunas, pero los pacientes tenemos que ganarnos el pan de alguna manera.

Se dirigió a la puerta, pero él se interpuso. Annie levantó la vista, sorprendida por la altura del doctor. Sus hombros parecían más anchos aún. Desprendía seguridad por los cuatro costados.

– No te va a faltar el pan. Tengo otro trabajo para ti. Uno en el que no tendrás que estar de pie todo el día.

Annie estaba atónita. Ese hombre asumía que iba a dejar que tomara decisiones por ella.

– ¿De qué se trata?

– De trabajo de despacho. Mi recepcionista me ha dejado. Se ha vuelto a Nueva York para ayudar a su prometido con unas oposiciones. Necesito alguien que ocupe su puesto hasta que ella vuelva.

Sonaba muy bien. Un trabajo de despacho con aire acondicionado, una cómoda silla, horas fijas. Era todo lo que su cuerpo deseaba. Pero el sueldo no podría compararse con lo que recibía como camarera y con las generosas propinas.

– ¿Durante cuanto tiempo sería? -preguntó por curiosidad.

– Al menos tres meses -contestó él con una encantadora media sonrisa-. Creo que su prometido necesita bastante ayuda y ella es una mujer muy exigente.

– Pero, ¿por qué crees que yo sería capaz de hacer ese tipo de trabajo?

– Te he visto trabajar aquí durante las últimas semanas. Pareces una persona muy competente, ¿no lo sabías?

Estaba siendo muy amable, pero Annie no iba a ceder fácilmente.

– No puedo dejar este trabajo -dijo mientras colocaba la mano sobre su abultado vientre-. Dependo de este sueldo para vivir y tengo que ahorrar para poder sobrevivir sin trabajar unas semanas después del parto.

– No tienes marido -dijo él.

Lo dijo con gran delicadeza, ausente de cualquier tono de acusación o reprobación. Algo que ella agradeció mucho. Desde que se quedara embarazada, había tenido que soportar las miradas, comentarios y críticas de muchos. Pero nadie era tan duro como ella misma. No podía creer que hubiera sido tan estúpida como para llegar a la situación en la que se encontraba. No necesitaba que nadie más le recordara lo que ya sabía. Levantó la barbilla y lo miró con firmeza.

– No, no estoy casada.

– ¿No tienes familia? -preguntó con calidez.

– No -dijo sacudiendo la cabeza-. Mi madre murió hace un año.

– ¿Y tu padre?

– No tengo padre.

– Todos tenemos padre -insistió él.

– Bueno, quizá sea así en el sentido biológico, pero nada más.

Él no se quedó satisfecho con la respuesta, pero decidió dejar el tema.

– ¿Cuánto ganas aquí?

Annie le contestó. No era ningún secreto de estado. Aunque no le comentó que tenía otro trabajo, no era asunto suyo.

– Conmigo ganarías más. Y tendrías seguro médico. Lo necesitarás cuando nazca el niño.

La cifra que le dio consiguió atraer la atención de Annie.

– Todos los gastos del parto los tengo pagados -dijo ella, parándose insegura antes de proseguir-. Estoy pensando en dar al bebé en adopción y el abogado se encargará de todos los gastos.

Sus palabras dejaron la habitación en el más absoluto de los silencios. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido. El se quedó frío ante la confesión, pero sus ojos reflejaban algo más. Estaban en llamas.

– ¿Qué? -preguntó finalmente con suavidad. Annie se humedeció los labios. Esperaba sorpresa o aturdimiento, pero no esa reacción.

– Me has oído de sobra. No estoy casada. ¿Por qué estás tan asombrado?

Odiaba tener que dar explicaciones. Vivía desde hacía semanas con el dolor que le producía esa decisión. Levantó las manos hacia él, pidiendo comprensión quizás.

– Quiero lo mejor para mi bebé. Y la adopción puede ser algo maravilloso. Una buena pareja que no pueda tener hijos será mucho mejor para este niño que cualquier cosa que yo pueda ofrecerle.

Odiaba tener que defender sus decisiones ante nadie.

Él seguía mirándola fijamente. Mantenía la mandíbula apretada, como si estuviera en tensión. No entendía qué le pasaba. Annie se sorprendió de que el hecho de que ella diera a su hijo en adopción hubiera provocado esa reacción en él. Debía de haber algo más. Algo estaba pasando en su interior. Sus palabras habían tocado algo muy doloroso de su pasado. Ella lo miró curiosa y vio cómo los ojos de él descendían hasta su barriga. Sus ojos seguían helados e impenetrables. Su rostro, completamente inexpresivo, no reflejaba lo que estaba sintiendo.

– Vámonos -dijo él de repente, colocando su mano en la espalda de Annie para ayudarla a salir.

Ella se resistió. Le gustaba demasiado sentir su mano en la espalda, pero odiaba sentir que la estaban controlando.

– ¡Eh! ¡Espera! Me estás presionando y no me gusta.

– ¿Necesitas tiempo para pensar en ello? -le preguntó él.

– Sí, así es.

– Muy bien. Tendrás tiempo de sobra para pensar mientras vamos en coche hasta la clínica.

– Pero…

– ¿Qué quieres? -la interrumpió él-. ¿Que te lleve en brazos de nuevo?

Annie inhaló con fuerza y se mordió el labio.

– No -contestó de mala gana mientras dejaba que la condujera fuera de la habitación. Parecía que no tenía otra opción.

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