Capítulo IX

– Fantasmas -dijo Floro Bloom, examinando el cenicero con una vaga unción eucarística, como si sostuviera una patena-. Con los labios pintados. -Llevando en la otra mano una copa entró al almacén murmurando cosas con la cabeza baja y los faldones de la sotana moviéndose rumorosamente entre sus piernas, igual que si pasara a la sacristía después de decir misa. Dejó el cenicero y la copa sobre el escritorio y se frotó las manos con una envolvente suavidad eclesiástica-. Fantasmas -repitió, señalándome con un grave dedo índice las tres colillas manchadas de rojo. Sin afeitar y con la sotana desabrochada sobre el pecho parecía un sacristán licencioso-. Una mujer fantasma. Muy impaciente. Enciende muchos cigarrillos y los abandona a la mitad. Phantom Lady. ¿Has visto esa película? Copas en el fregadero. Dos. Fantasmas concienzudos.

– ¿Biralbo?

– Quién si no. El visitante de las sombras. -Floro Bloom vació el cenicero y se abrochó ceremoniosamente la sotana, paladeando luego un trago de whisky-. Eso es lo malo de los bares cuando llevan mucho tiempo abiertos. Se llenan de fantasmas. Uno entra al retrete y hay un fantasma lavándose las manos. Ánimas del Purgatorio.

– Volvió a beber, alzando su copa hacia la bandera de la República -. Ectoplasmas de gente.

– A lo mejor se asustan cuando te ven con la sotana.

– Paño de primera. -Floro Bloom levantó sin esfuerzo una gran caja de botellas y la llevó a la barra-. Sastrería eclesiástica y militar. ¿Sabes cuántos años hace que tengo esta sotana? Dieciocho. Confección a medida. Fue lo único que me llevé cuando me expulsaron del Seminario. Ideal para guardapolvo y bata de casa. ¿Tienes hora?

– Las ocho.

– Pues habrá que ir abriendo. -Floro se quitó la sotana con un suspiro de tristeza-. Me pregunto si el joven Biralbo vendrá a tocar esta noche.

– ¿A quién traería ayer?

– A una mujer fantasma y casta. -Floro Bloom levantó una cortina y me señaló el camastro que él o yo usábamos algunas veces-. No se acostó con ella. Por lo menos aquí. De modo que hay una sola posibilidad: la bella Lucrecia.

– Así que lo sabíais -dijo Biralbo: como a todo el que ha vivido absorto en una pasión excesiva le sorprendía descubrir que otros tuvieran noticia de lo que para él había sido un estado íntimo de su conciencia. Y era mayor la sorpresa porque le obligaba a modificar un recuerdo lejano-. Pero Floro no me dijo nada entonces.

– Se sentía dolido. «Desleales», me decía, «yo que les hice de tercero en los malos tiempos y ahora se ocultan de mí».

– No nos ocultábamos. -Biralbo hablaba como si el dolor todavía pudiera rozarlo-. Se ocultaba ella. Tampoco yo la veía.

– Pero hicisteis aquel viaje juntos.

– Yo no llegué a terminarlo. Tardé un año en ir a Lisboa.

Sigo escuchando la canción: como una historia que me han contado muchas veces agradezco cada pormenor, cada desgarradura y cada trampa que me tiende la música, distingo las voces simultáneas de la trompeta y del piano, casi las guío, porque a cada instante sé lo que en seguida va a sonar, como si yo mismo fuera inventando la canción y la historia a medida que la escucho, lenta y oblicua, como una conversación espiada desde otro lado de una puerta, como la memoria de aquel último invierno que pasé en San Sebastián. Es cierto, hay ciudades y rostros que uno sólo conoce para después perderlos, nada nos es devuelto nunca, ni lo que no tuvimos, ni lo que merecíamos.

– Fue como despertar de pronto -dijo Biralbo-. Como cuando te has dormido a mediodía y despiertas al anochecer y no reconoces la luz ni sabes dónde estás, ni quién eres. Le ocurre a los enfermos en los hospitales, me lo contó Billy Swann en aquel sanatorio de Lisboa. Se despertó y creía que estaba muerto y que soñaba que vivía, que aún era Billy Swann. Como en aquella historia de los durmientes de Éfeso que tanto le gustaba a Floro Bloom, ¿te acuerdas? Cuando Lucrecia se marchó yo apagué las luces del Lady Bird y salí a la calle; y de pronto habían pasado tres años, justo entonces, en los cinco últimos minutos. Oía su voz diciéndomelo muchas veces seguidas mientras iba a mi casa: «Han pasado tres años.» Todavía puedo oírla si cierro los ojos.

Dijo que más que al dolor o a la soledad despertó a la sorpresa de un mundo y de un tiempo que carecían de resonancias, como si desde entonces debiera vivir para siempre en el interior de una casa acolchada: la ciudad, la música, su memoria, su vida, se habían entramado desde que conoció a Lucrecia en un juego de correspondencias o de símbolos que se sostenían tan delicadamente entre sí, me dijo, como los instrumentos de una banda de jazz. Billy Swann solía decirle que lo que importa en la música no es la maestría, sino la resonancia: en un espacio vacío, en un local lleno de voces y de humo, en el alma de alguien. ¿No es eso, una pura resonancia, un instinto de tiempo y de adivinación, lo que sucede en mí cuando escucho aquellas canciones que Billy Swann y Biralbo tocaron juntos, Burma o Lisboa?

Bruscamente le había sobrevenido el silencio: sintió que en él se desvanecían los últimos años de su vida como ruinas derrumbadas en el fondo del mar. De ahora en adelante el mundo ya no sería un sistema de símbolos que aludieran a Lucrecia. Cada gesto y deseo y cada canción que tocara se agotarían en sí mismos como una llama que se extingue sin dejar cenizas. En unos pocos días o semanas Biralbo se creyó autorizado a dar el nombre de renuncia o de serenidad a aquel desierto sin voces. El orgullo y el hábito de la soledad le ayudaban: porque cualquier gesto que hiciera inevitablemente contendría una súplica, no iba a buscar a Lucrecia, ni a escribirle, ni a beber en los bares próximos a su casa. Con inflexible puntualidad llegaba al colegio todas las mañanas y a las cinco de la tarde volvía a casa en el Topo leyendo el periódico o mirando en silencio los veloces paisajes de las afueras. Dejó de escuchar discos: cada canción que oía, las que más amaba, las que sabía tocar con los ojos cerrados, eran ya el testimonio de una estafa. Cuando bebía mucho imaginaba cartas larguísimas que nunca llegó a escribir y se quedaba mirando obstinadamente el teléfono. Recordó una noche de varios años atrás: acababa de conocer a Lucrecia y concebía livianamente la posibilidad de acostarse con ella, pero sólo habían conversado tres o cuatro veces, en el Lady Bird, en una mesa del Viena. Llamaron a la puerta, le extrañó, porque ya era muy tarde. Cuando abrió, Lucrecia estaba frente a él, del todo inesperada, disculpándose, ofreciéndole algo, un libro o un disco que al parecer le prometió y que Biralbo no recordaba.

Contra su voluntad se estremecía cada vez que sonaba el timbre del teléfono o el de la puerta y luego renegaba de sí mismo por haberse concedido la debilidad moral de suponer que tal vez era Lucrecia quien llamaba. Una noche fuimos a verlo Floro Bloom y yo. Cuando nos abrió noté en su mirada el estupor de quien ha pasado solo muchas horas. Mientras avanzábamos por el pasillo Floro Bloom alzó solemnemente entre las dos manos una botella de whisky irlandés imitando al mismo tiempo el sonido de una campanilla.

– Hoc est enim corpus meum -dijo, mientras servía las copas-. Hic est enim calix sanguinis mei. Pura malta, Biralbo, recién traído de la vieja Irlanda.

Biralbo puso música. Dijo que había estado enfermo. Con aire de alivio fue a la cocina para buscar hielo. Se movía en silencio, con hospitalidad inhábil, sonriendo únicamente con los labios a las bromas de Floro, que se había instalado en una mecedora exigiendo aperitivos y naipes de póquer.

– Lo sospechábamos, Biralbo -dijo-. Y como hoy tengo cerrado el bar decidimos venir a cultivar contigo algunas obras de misericordia: dar de beber al sediento, corregir al que yerra, visitar al enfermo, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester… ¿Has menester buen consejo, Biralbo?

Tengo un recuerdo inexacto de aquella noche: me sentía incómodo, me emborraché en seguida, perdí al póquer, hacia medianoche sonó el teléfono en la habitación llena de humo. Floro Bloom me miró de soslayo, la cara encendida por el whisky. Cuando bebía tanto parecían más pequeños y más azules sus ojos. Biralbo tardó un poco en contestar: por un momento nos miramos los tres como si hubiéramos estado esperando la llamada.

– Hagamos tres tiendas -dijo Floro mientras Biralbo iba hacia el teléfono. Me pareció que llevaba mucho tiempo sonando y que estaba a punto de callar-. Una para Elías, otra para Moisés…

– Soy yo -dijo Biralbo, mirándonos con recelo, asintiendo a algo que no quería que supiéramos-. Sí. Ahora mismo. Iré en un taxi. Tardo quince minutos.

– Es inútil -dijo Floro. Biralbo había colgado el teléfono y encendía un

cigarrillo-. No consigo recordar para quién era la otra tienda…

– Tengo que irme. -Biralbo buscó dinero en sus bolsillos, guardó el tabaco, no le importaba que estuviéramos allí-. Vosotros quedaos si os apetece, hay cerveza en la cocina. A lo mejor vuelvo tarde.

– Malattia d'amore… -dijo Floro Bloom de manera que sólo yo pudiese oírlo. Biralbo ya se había puesto la chaqueta y se peinaba apresuradamente ante el espejo del pasillo. Oímos que cerraba con violencia la puerta y luego el ruido del ascensor. No había pasado ni un minuto desde que sonó el teléfono y Floro Bloom y yo estábamos solos y de pronto éramos intrusos en la casa y en la vida de otro-. Dar posada al peregrino. -Melancólicamente Floro dejaba gotear sobre su copa la botella vacía-. Míralo: lo llama y acude como un perro. Se peina antes de salir. Abandona a sus mejores amigos…

Desde una ventana vi salir a Biralbo y caminar como una sombra que huyera entre la llovizna hacia el lugar donde se alineaban las luces verdes de los taxis. «Ven. Ven cuanto antes», le había suplicado Lucrecia con una voz que él no conocía, quebrada por el llanto o el miedo, como extraviada en una oscuridad letal, en la ciudad lejana y sitiada por el invierno, tras alguna de las ventanas y de las luces insomnes que yo seguía mirando desde la casa de Biralbo mientras él avanzaba alojado de nuevo en la penumbra de un taxi, comprendiendo tal vez que un impulso más fuerte que el amor y del todo ajeno a la ternura, pero no al deseo ni a la soledad, seguía uniéndolo a Lucrecia, a pesar de ellos mismos, contra su voluntad y su razón, contra cualquier clase de esperanza.

Al bajar del taxi vio una sola luz encendida en lo más alto de la fachada oscura. Alguien estaba en la ventana y se apartó de ella cuando Biralbo quedó solo bajo las luces de la calle. Subió a saltos por una escalera interminable. Estaba jadeando y le temblaban las manos cuando pulsó el timbre de la puerta. Nadie le vino a abrir, tardó un poco en darse cuenta de que sólo estaba entornada. Llamando en voz baja a Lucrecia la empujó. Al fondo del pasillo brillaba una luz tras cristales opacos. Olía intensamente a humo de cigarro y a un perfume de mujer que no era de Lucrecia. Cuando Biralbo abrió la puerta de la habitación iluminada sonó como un disparo el timbre del teléfono. Estaba en el suelo, junto a la máquina de escribir, entre un desorden de libros y de papeles manchados por las huellas de unos zapatos muy grandes. Siguió sonando con una especie de obstinada crueldad mientras Biralbo examinaba el dormitorio vacío, todavía cálido y con la cama deshecha, el cuarto de baño, donde vio el albornoz azul de Lucrecia, la lívida cocina llena de vasos sin fregar. Volvió al comedor: durante un segundo creyó que el teléfono ya no seguiría sonando, se estremeció al oír un nuevo timbrazo más largo y más agudo. Al inclinarse para cogerlo advirtió que uno de aquellos papeles sucios de pisadas era una carta que él había escrito a Lucrecia. Oyó su voz. Le pareció que hablaba tapando con la mano el auricular.

– ¿Por qué has tardado tanto?

– Vine en cuanto pude. ¿Dónde estás?

– ¿Te ha visto alguien subir?

– Desde abajo me pareció que había alguien en la ventana.

– ¿Estás seguro?

– Creo que sí. Hay papeles y libros por el suelo.

– Sal de ahí en seguida. Estarán vigilando.

– Dime qué ocurre, Lucrecia.

– Estoy en un sitio de la Parte Vieja. Hostal Cubana, junto a la plaza de la Trinidad.

– Iré ahora mismo.

– Da un rodeo. No te acerques mientras no estés seguro de que no te siguen.

Biralbo iba a preguntarle algo cuando ella colgó. Se quedó un instante oyendo absurdamente el pitido del teléfono. Miró la carta manchada de barro: tenía una fecha de octubre de dos años atrás. Con un tenue sentimiento de lealtad hacia sí mismo la guardó sin leerla y apagó la luz. Se asomó a la ventana: creyó que alguien se escondía en la sombra de un portal, que había visto la brasa de un cigarrillo. Los faros de un automóvil lo tranquilizaron: en el portal no había nadie. Cerró muy despacio la puerta y bajó las escaleras procurando que no sonaran sus pisadas. En el último rellano el rumor de una conversación lo detuvo. Sonó brevemente una música, como si alguien hubiera abierto y cerrado una puerta, y luego una risa de mujer. Inmóvil en la oscuridad Biralbo esperó a que volviera el silencio para seguir bajando. Con receloso alivio caminó hacia la franja de luz que venía de la calle, pálida y fría como la de la luna. Una sombra se interpuso súbitamente en ella. En un momento la sucia luz del portal aturdió a Biralbo: vio ante él, tan cerca que habría podido tocarlo, el rostro oscuro y sonriente de un hombre, vio unos ojos vacunos y una mano muy grande que se le tendía con lentitud extraña, oyó como desde muy lejos una voz que pronunciaba su nombre, «mi queguido Bigalbo», y cuando empujó aquel cuerpo con una violencia que a él mismo le sorprendió y echó a correr hacia la calle vio como en un relámpago una melena rubia y una mano que sostenía una pistola.

Le dolía el hombro: recordó la pesada sonoridad de un cuerpo que se derrumbaba y un obsceno juramento en francés. Corría buscando los callejones de la Parte Vieja: el viento salado y frío del mar le golpeó la cara y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Oía resonar sus pasos en el pavimento mojado: el eco se los devolvía en las calles desiertas, o tal vez eran los pasos del hombre que estaba persiguiéndolo. Con desusada claridad vio en su imaginación la cara de Lucrecia. Le faltaba el aire y seguía corriendo, cruzó una plaza iluminada en la que había un palacio y un reloj, percibió el olor a tierra húmeda y a helechos de la ladera del monte Urgull, sintió que era invulnerable y que si no paraba de correr iba a perder el conocimiento, pasó junto a un zaguán del que salía una luz roja y una mujer que fumaba se lo quedó mirando. Como si emergiera de las aguas de un pozo se apoyó contra una pared con la boca muy abierta y los ojos cerrados, sintiendo en la espalda el frío de la piedra lisa. Abrió los ojos: lo cegaba la lluvia, tenía el pelo empapado. Estaba junto a la iglesia de Santa María del Mar. No vio a nadie en las calles que desembocaban frente a ella. Sobre su cabeza, más arriba de los campanarios y de los tejados, en la bruma amarilla y gris de la que descendía quietamente la lluvia, aleteaban gaviotas invisibles. Al fondo de las calles oscuras resplandecían los altos edificios de los bulevares como alumbrados por reflectores nocturnos. Biralbo tembló de fatiga y de frío y salió de la oscuridad, caminando muy cerca de las paredes, de los postigos de los bares cerrados. De vez en cuando se volvía: era como si esa noche únicamente él anduviera por una ciudad abandonada.

El Hostal Cubana era casi tan inmundo como su nombre prometía. Sus pasillos olían a sábanas ligeramente sudadas y a paredes húmedas, al aire encerrado de los armarios. Tras el mostrador de recepción un jorobado pedaleaba en una bicicleta estática. Con una toalla sucia se limpió el sudor de la cara mientras estudiaba con lento recelo a Biralbo.

– La señorita está esperándolo -le dijo-. Habitación veintiuno, al fondo del pasillo.

Se caló las gafas que le agrandaban los ojos y señaló una esquina turbia de penumbra. Biralbo observó un leve temblor en sus manos hinchadas, casi azules.

– Oiga. -El hombre lo llamó cuando él ya se internaba en el pasillo-. No crea que permitimos siempre estas cosas.

Tras las puertas cerradas se oían rumores de cuerpos y ronquidos de borrachos. La irrealidad se había adueñado otra vez de Biralbo: cuando llamó con los nudillos a la habitación número veintiuno dudó que verdaderamente fuera a abrirle Lucrecia. Dio tres cautelosos golpes, como si obedeciera una contraseña. Al principio nada sucedió: pensó que también esta vez empujaría la puerta y no habría nadie al otro lado: que se había perdido, que nunca iba a encontrar a Lucrecia.

Oyó los muelles de una cama, pasos de pies descalzos sobre baldosas desiguales: muy cerca alguien tosía y era descorrido un cerrojo. Olió otra vez a sudor antiguo y a paredes húmedas y no supo vincular esa sensación a la invulnerable delicia de estar mirando al cabo de tantos días los ojos pardos de Lucrecia. El pelo suelto, el pantalón oscuro y la ceñida camiseta malva la hacían parecer más delgada y más alta. Cerró la puerta, apoyándose en ella abrazó largamente a Biralbo sin soltar el revólver. El miedo o el frío la hacían temblar como si la conmoviera el deseo. Mirando la indecente pobreza de la cama y de la mesa de noche sobre la que había una lámpara de pantalla bordada Biralbo se acordó en un arrebato de lucidez y de piedad de los hoteles de lujo que ella había amado siempre. Es mentira, pensaba, no estamos aquí, Lucrecia no está abrazándome, no ha vuelto.

– ¿Te han seguido? -Ni siquiera su rostro se parecía al de otro tiempo: los años o la soledad lo habían maltratado, tal vez ya no era hermoso, pero a quién le importaba, no a Biralbo.

– Salí corriendo. No me pudieron alcanzar.

– Dame un cigarrillo. No he fumado desde que me encerré aquí.

– Dime por qué te busca Toussaints Morton.

– ¿Lo has visto?

– Lo tiré al suelo de un empujón. Pero antes ya había notado el perfume de su secretaria.

– Poison. Nunca usa otro. Se lo compra él.

Lucrecia se había tendido en la cama, temblaba aún, tragando ávidamente el humo del cigarrillo. En sus pies descalzos advirtió Biralbo con perpetua ternura las señales rojizas de los tacones que ella no estaba acostumbrada a usar. Inclinándose la besó levemente en los pómulos. Había huido, igual que él, tenía el pelo húmedo y las manos heladas.

Habló muy despacio, con los ojos cerrados, apretando a veces los labios para que Biralbo no oyera el ruido seco de los dientes cuando un largo escalofrío los hacía chocar entre sí. Entonces asía contra su pecho la mano de Biralbo, hincándole las pálidas uñas en los nudillos, como si temiera que él fuera a marcharse o que si la soltaba se hundiría en el miedo. Cuando temblaba perdía el curso de sus propias palabras, borradas por una exaltación muy semejante a la fiebre, se erguía en la cama, se quedaba inmóvil mientras él ponía un cigarrillo en sus labios, ya no rosados, como en otro tiempo, ásperos y resumidos en una doble línea de obstinación y soledad que se desvanecía a veces en la forma de su antigua sonrisa, la que Biralbo ya casi había olvidado, porque era así como le sonreía Lucrecia cuando estaba a punto de besarlo, tantos años atrás. Pensó que esa sonrisa no estaba destinada a él, que era como esos gestos infantiles que repetimos en sueños.

Por primera vez habló de su vida en Berlín: del frío, de la incertidumbre, de habitaciones alquiladas más sórdidas que el Hostal Cubana, de Malcolm, que por alguna razón que ella nunca supo había perdido la protección de sus antiguos jefes y el empleo en aquella dudosa revista de arte que nadie llegó a ver; dijo que después de varios meses en los que se vio obligada a cuidar niños y a limpiar oficinas y casas de indescifrables alemanes, Malcolm volvió un día con algo de dinero, sonriendo mucho, oliendo a alcohol, anunciándole que muy pronto terminaría su mala racha: una o dos semanas después se mudaron a otro apartamento y aparecieron Toussaints Morton y su secretaria, Daphne.

– Te juro que no sé de qué vivíamos -dijo Lucrecia-, pero no me importaba. Al menos ya no veía cucarachas corriendo por el fregadero cuando encendía la luz. Era como si Malcolm y Toussaints se conocieran de siempre, bromeaban mucho, reían a carcajadas, se encerraban con la secretaria para hablar de negocios, como ellos decían, se iban de viaje y tardaban una semana en volver, y entonces Malcolm me mostraba un fajo de dólares o de francos suizos y me decía: «Te lo prometí, Lucrecia, te prometí que tu marido haría algo grande…» De pronto Toussaints y Daphne desaparecieron. Malcolm se puso muy nervioso, tuvimos que dejar el apartamento y nos fuimos al norte de Italia, a Milán, para cambiar de aires, decía él…

– ¿Los buscaba la policía?

– Volvimos a los cuartos con cucarachas. Malcolm se pasaba el día tendido en la cama y maldecía a Toussaints Morton, juraba que iba a acordarse de él si lograba atraparlo. Un día recogió una carta en la lista de correos. Llegó con una botella de champaña y me dijo que volvíamos a Berlín. Eso fue en octubre del año pasado. Toussaints Morton era otra vez su mejor amigo, ni se acordaba ya de todas las injurias que había pensado decirle. De nuevo sacaba fajos de billetes del bolsillo de su pantalón, no le gustaban los cheques ni las cuentas bancarias, antes de acostarse contaba el dinero y lo dejaba luego en el cajón de la mesa de noche poniéndole encima el revólver…

Lucrecia se detuvo; durante unos segundos Biralbo sólo escuchó el ruido discontinuo de su respiración, notando el brusco estremecimiento del pecho bajo su mano extendida. Mordiéndose los labios Lucrecia intentaba contener un escalofrío tan intenso como las convulsiones de la fiebre. Volvió los ojos hacia la mesa de noche, hacia el revólver que brillaba bajo la breve luz de la lámpara. Luego miró a Biralbo con la expresión de lejanía y de gratitud con que mira un enfermo a quien ha ido a visitarlo.

– Casi todos los días Toussaints y Daphne iban a comer con nosotros. Llevaban vinos muy caros, caviar, falso, supongo, salmón ahumado, cosas así. Toussaints se ataba la servilleta al cuello y proponía siempre brindis, decía que nosotros cuatro éramos una gran familia… Los domingos, si hacía buen tiempo, íbamos todos al campo, a Malcolm y a Toussaints les hacía felices levantarse temprano para preparar la comida, cargaban el maletero del coche de cestas con manteles y cajas de botellas, pero antes de salir ya estaban borrachos, por lo menos Malcolm, yo creo que el otro no se emborrachaba nunca, aunque hablara y se riera tanto, parecía que estuvieran siempre fingiendo que éramos como esos matrimonios muy unidos, y a Daphne le daba igual, sonreía, me hablaba muy poco, me vigilaba siempre, no se fiaba de mí, pero disimulaba, con ese aire que tenía como de estar mirando la televisión y de aburrirse mucho, a veces hasta sacaba agujas y un ovillo de lana y se ponía a tejer… Ellos estaban aparte, bebiendo, partiendo la leña para el fuego, gastándose bromas que les hacían mucha gracia a los dos, contando chistes sucios en voz baja, para que no los oyéramos. En Navidad vinieron diciendo que habían alquilado una cabaña junto a un lago, en un bosque, iríamos a pasar allí la Nochevieja, una fiesta íntima, con unos pocos invitados, pero al final sólo apareció uno, le llamaban el Portugués, pero parecía belga o alemán, muy alto, con tatuajes en los brazos, un borracho de cerveza, cuando terminaba una lata la estrujaba entre los dedos y la tiraba a cualquier parte. Me acuerdo de que aquel día, el treinta y uno por la mañana, él había estado bebiendo y se acercó a Daphne, yo creo que la tocó, y entonces ella, que hacía punto, empuñó una aguja y se la puso en el cuello, él se quedó quieto y muy pálido y se marchó de la habitación y ya no volvió a mirarnos a Daphne ni a mí, sólo nos miró después, por la noche, cuando Toussaints lo estaba estrangulando en el mismo sofá donde se tendía para beber cerveza, todavía recuerdo lo grandes que se le pusieron los ojos, y la cara morada y azul, y las manos… Malcolm me había dicho que iban a hacer con el Portugués el mayor negocio de sus vidas, ganarían tanto dinero que después de aquello todos nosotros podríamos retiramos a la Riviera, algo relacionado con un cuadro, estuvieron toda la mañana paseando los tres por la orilla del lago, aunque nevaba mucho, yo los veía pararse de vez en cuando y gesticular como si discutieran, luego se encerraron en otra habitación mientras Daphne y yo preparábamos la comida, gritaban, pero yo no podía entenderlos, porque Daphne subió el volumen de la radio. Salieron muy tarde, la comida ya estaba fría, y no hablaron nada, estaban muy serios los tres, Toussaints miraba de vez en cuando a Daphne, de soslayo, y le sonreía, le hacía señas, miraba a Malcolm sin decir nada, y el Portugués mientras tanto comía haciendo mucho ruido y no hablaba con nadie, iba en camiseta, a pesar del frío, tenía aspecto de haber sido atleta o algo parecido antes de volverse alcohólico, entonces le vi aquellos tatuajes en los brazos y pensé que habría sido legionario en Indochina o en África, porque tenía la piel muy quemada por el sol. Afuera estaba nevando mucho y ya anochecía, había un silencio muy raro, un silencio de nieve, y yo notaba que iba a ocurrir algo y me ardía la cara, había bebido mucho vino, así que me puse el chaquetón y salí, anduve un rato por el bosque, hacia el lago, pero de pronto parecía que estuviera muy lejos y que fuera a perderme, me hundía en la nieve sin poder avanzar y los pies se me estaban helando, ya era de noche, volví a la cabaña guiándome por la luz de la ventana, y cuando me acerqué a ella vi lo que hacían con el Portugués, estaba enfrente de mí, mirándome, al otro lado del cristal, pero el silencio hacía que todo pareciera muy lejano, o que fuera mentira, uno de esos simulacros que le gustan a Toussaints, como si jugaran a estrangular a alguien, pero era cierto, el Portugués tenía la cara azul y sus ojos me miraban, Toussaints estaba detrás de él, en pie, inclinado sobre su hombro, como diciéndole algo al oído, y Malcolm le retorcía un brazo a la espalda y con la otra mano le hincaba su pistola en el centro del pecho, hundiéndola en la camiseta blanca, y en el cuello del Portugués se señalaban las venas y lo ceñía una cosa muy fina que brillaba, un hilo de nilón, me acordé de que algunas veces yo lo había visto en las manos de Toussaints, que jugaba con él enredándoselo entre los dedos, igual que cuando se limpia las uñas con ese mondadientes tan largo… Daphne también estaba allí, pero me daba la espalda, tan quieta como cuanto tejía o miraba la televisión, y el Portugués pataleaba un poco, eran más bien espasmos, recuerdo que llevaba un pantalón vaquero y botas militares, pero yo no oía sus golpes en el suelo de madera, y la nieve me cegaba los ojos, entonces Toussaints y Malcolm me miraron, yo no me moví, Daphne también se volvió hacia la ventana, y los ojos del Portugués seguían fijos en mí, pero ya no me veía, le temblaban un poco las piernas, luego dejaron de moverse y Malcolm le quitó la pistola del pecho, y el Portugués aún me miraba…

»No huyó: cuando Malcolm salió a buscarla estaba temblando, inmóvil, aletargada por el frío. Recordaba lo que ocurrió después como si lo hubiera visto tras un cristal empañado de vaho. Malcolm la empujó suavemente hacia el interior de la cabaña, le quitó el chaquetón mojado, luego ella estaba sentada en el sofá y tenía ante sí una copa de brandy, y Malcolm la trataba con la atenta vileza de un marido culpable.

«Impasiblemente contempló lo que hacían: Toussaints volvió del garaje limpiándose la nieve de los hombros y traía un basto lienzo de lona y una soga, se arrodilló ante el Portugués, hablándole como a un enfermo que no ha vuelto de la anestesia, le estiró las piernas mientras Malcolm lo levantaba por los hombros y Daphne extendía la lona en el suelo, junto a los pies de Lucrecia. El cuerpo pesaba mucho, las tablas retumbaron cuando cayó sobre ellas, las manos juntas en el vientre, muy nudosas, muy grandes, los tatuajes de los brazos, la cara vuelta de una manera extraña, como contraída sobre el hombro izquierdo, los ojos ahora cerrados, porque Toussaints le había pasado una mano sobre los párpados. Como enfermeros bruscos y eficaces se movían alrededor del muerto, lo envolvieron en la lona, Malcolm levantó su cabeza para que la soga se ajustara al cuello y luego la dejó caer secamente, le anudaron los pies, la cintura, ciñendo la lona a algo que ya no era un cuerpo, sino un fardo, una forma vaga y pesada que les hizo jadear y maldecir cuando la levantaron, cuando salieron chocando con las puertas y las esquinas de los muebles, precedidos por Daphne, que se había puesto las botas de agua y un impermeable rosa y alzaba en la mano derecha una lámpara de carburo encendida, porque afuera, en el camino hacia el lago, los copos de nieve fosforecían en una oscuridad como de sótano cerrado. En ella los vio desvanecerse Lucrecia desde el umbral de la cabaña, sintiéndose tan extraviada y tan débil como si hubiera perdido mucha sangre, oía voces amortiguadas por la nieve, las blasfemias de Toussaints, el inglés nasal y entrecortado de Malcolm, casi el ruido de las respiraciones, y luego golpes, hachazos, porque la superficie del lago estaba helada, por fin un chapoteo como de una piedra muy grande que se hundiera en el agua, después nada, el silencio, voces que el viento dispersaba entre los árboles.

»A la mañana siguiente volvieron a la ciudad. El hielo había vuelto a cerrarse sobre la lisura inmutable del lago. Durante varios días Lucrecia estuvo como muerta en un sueño de narcóticos. Malcolm la cuidaba, le traía regalos, grandes ramos de flores, le hablaba en voz baja, sin nombrar nunca a Toussaints Morton ni a Daphne, que habían vuelto a desaparecer. Le anunció que muy pronto se mudarían a un apartamento más grande. En cuanto pudo levantarse, Lucrecia huyó: aún seguía huyendo, casi un año después, no era capaz de imaginar que alguna vez terminara la huida.

– Y mientras tanto yo aquí -dijo Biralbo, anegado en un sentimiento de banalidad y de culpa, él acudiendo a clase todas las mañanas, aceptando apaciblemente la postergación, la sospecha del fracaso, esperando como un adolescente desdeñado cartas que no venían, ajeno a Lucrecia, infiel, inútil en su espera, en la docilidad de su dolor, en su ignorancia de la verdadera vida y de la crueldad. Se inclinó sobre Lucrecia, le acarició los agudos pómulos que surgían de la penumbra como el rostro de una mujer ahogada, y al hacerlo notó en las yemas de los dedos una humedad de lágrimas, y luego, cuando le rozaba la barbilla, el inicio leve de un temblor que muy pronto la sacudiría entera como la onda de una piedra en el agua. Sin abrir los ojos Lucrecia lo atrajo hacia sí, abrazándolo, asiéndose a su cintura y a sus muslos, hincándole en la nuca las uñas, muerta de espanto y frío, como aquella noche en que su aliento empañó el cristal de la ventana tras la que lentamente era estrangulado un hombre. «Me hiciste una promesa», dijo, con la cara hundida en el pecho de Biralbo, incorporándose sobre los codos para apresarle el vientre bajo las duras aristas de sus caderas y alcanzar su boca, como si temiera perderlo: «Llévame a Lisboa.»

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