Capítulo XII

Había imaginado una ciudad tan brumosa como San Sebastián o París. Lo sorprendió la transparencia del aire, la exactitud del rosa y del ocre en las fachadas de las casas, el unánime color rojizo de los tejados, la estática luz dorada que perduraba en las colinas de la ciudad con un esplendor como de lluvia reciente. Desde la ventana de su habitación, en un hotel de pasillos sombríos donde todo el mundo hablaba en voz baja, veía una plaza de balcones iguales y el perfil de la estatua de un rey a caballo que enfáticamente señalaba hacia el sur. Comprobó que si le hablaban rápido el portugués era tan indescifrable como el sueco. También que a los demás les resultaba muy fácil entenderlo a él: le dijeron que el lugar a donde quería ir estaba muy cerca de Lisboa. En una estación vasta y antigua subió a un tren que en seguida se internó en un túnel muy largo: cuando salió de él ya estaba anocheciendo. Vio barrios de altos edificios en los que empezaban a encenderse las luces y estaciones casi desiertas donde hombres de piel oscura miraban el tren como si llevaran mucho tiempo esperándolo y luego no subían a él. A veces pasaba junto a su ventanilla la ráfaga de luz de otros trenes que iban hacia Lisboa. Exaltado por la soledad y el silencio miraba rostros desconocidos y lugares extraños como si contemplara esos fogonazos amarillos que aparecen en la oscuridad cuando se cierran los ojos. Si cerraba los suyos él no estaba en Lisboa: viajaba en Metro por el subsuelo de París o en uno de esos trenes que cruzan bosques de abedules oscuros por el norte de Europa.

Después de cada parada el tren iba quedándose un poco más vacío. Cuando estuvo solo en el vagón Biralbo temió haberse extraviado. Sentía el mismo desaliento y recelo de quien viaja en Metro a última hora de la noche y no escucha ni ve a nadie y teme que ese tren no vaya a donde estaba anunciado o que esté vacía la cabina del conductor. Al fin bajó en una sucia estación con muros de azulejos. Una mujer que caminaba por el andén haciendo oscilar una linterna de señales -Biralbo pensó que se parecía a esas grandes linternas submarinas que llevaban hace un siglo los buzos- le indicó el modo de llegar al sanatorio. Era una noche húmeda y sin luna, y al salir de la estación Biralbo notó el poderoso olor de la tierra mojada y de las cortezas de los pinos. Exactamente así olía en San Sebastián ciertas noches de invierno, en la espesura del monte Urgull.

Avanzaba por la carretera mal iluminada y tras el miedo a que Billy Swann estuviera ya muerto había una inconfesada sensación de peligro y de memoria estremecida que convertía en símbolos las luces de las casas aisladas, el olor a bosque de la noche, el ruido del agua que goteaba y corría en alguna parte, muy cerca, entre los árboles. Dejó de ver la estación y le pareció que la carretera y la noche se iban cerrando a sus espaldas, no estaba seguro de haber entendido lo que le dijo la mujer de la linterna. Entonces dobló una curva y vio la alta sombra de una montaña punteada de luces y una aldea cuyos edificios se agrupaban en torno a un palacio o castillo de altas columnas y arcos y extrañas torres o chimeneas cónicas alumbradas desde abajo, exageradas por una luz como de antorchas.

Era igual que perderse en el paisaje de un sueño avanzando hacia esa única luz que tiembla en la oscuridad: a la izquierda de la carretera encontró el camino del que le había hablado la mujer y el indicador del sanatorio. El camino ascendía sinuosamente entre los árboles, mal alumbrado por bajas farolas amarillas ocultas en la maleza. Recordó algo que le había dicho alguna vez Lucrecia: que llegar a Lisboa sería como llegar al fin del mundo. Recordó que la noche anterior había soñado con ella: un sueño corto y cruzado de rencor en el que vio su cara tal como era muchos años atrás, cuando se conocieron, con tanta exactitud que sólo al despertarse la reconoció. Pensó que era el olor del bosque lo que le hacía acordarse de ella: rompiendo el firme hábito del olvido regresaba a San Sebastián, luego a otro lugar más lejano, desconocido todavía, como a una estación cuyo nombre aún no hubiera podido leer desde la ventanilla del tren. Era, me explicó en Madrid, como si desde que llegó a Lisboa se hubieran ido desvaneciendo los límites del tiempo, su voluntaria afiliación al presente y al olvido, fruto exclusivo de la disciplina y de la voluntad, como su sabiduría en la música: era como si en el camino que cruzaba aquel bosque estuviera invisiblemente trazada la frontera entre dos países enemigos y él en alguna parte la hubiera cruzado. Eso entendió y temió al llegar a la entrada del sanatorio, cuando vio las luces del vestíbulo y los automóviles alineados frente a él: no había estado recordando una caminata por San Sebastián junto a las laderas del monte Urgull, no era ése el olor ni la sensación de niebla y humedad que le devolvían la pesadumbre de haber perdido a Lucrecia en otra edad de su vida y del mundo. Era otro lugar y otra noche lo que estaba recordando, las luces de un hotel, el brillo de un automóvil escondido entre los pinos y los altos helechos, un viaje interrumpido a Lisboa, la última vez que estuvo con Lucrecia.

Una monja con un tocado que se desplegaba como alas blancas en torno a su cabeza le dijo que ya no era hora de visitas. Explicó que había venido de muy lejos únicamente para ver a Billy Swann, que temía encontrarlo muerto si se retrasaba una hora o un día. Con la cabeza baja la monja por primera vez le sonrió. Era joven y tenía los ojos azules y hablaba apaciblemente en inglés. «Mister Swann no morirá. No por ahora.» Moviendo ante él su rígido tocado blanco, caminando sobre las baldosas frías de los corredores como si separase muy poco los pies, condujo a Biralbo hacia la habitación de Billy Swann. De las altas arcadas colgaban globos de luz sucios de polvo, como en los cines antiguos, y en cada recodo de los pasillos y en los rellanos de las escalinatas dormitaban ujieres de uniforme gris sobre mesas que parecían rescatadas de viejas oficinas. Sentado en un banco, frente a una puerta cerrada, estaba Oscar, el contrabajista, con los poderosos brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho, como si acabara de dormirse.

– No se ha movido de aquí desde que trajeron a mister Swann.

La monja habló en un susurro, pero Oscar se incorporó, frotándose los ojos, sonriendo a Biralbo con fatigada gratitud y sorpresa.

– Se ha recuperado -dijo-. Hoy está mucho mejor. Temía que se hubiera pasado el día del concierto.

– ¿Cuándo ibais a tocar?

– La semana que viene. Él está convencido de que lo haremos.

– Mister Swann se ha vuelto loco. -La monja movió la cabeza y las alas de su tocado agitaron el aire.

– Tocaréis -dijo Biralbo-. Billy Swann es inmortal.

– Difícil. -Oscar aún se frotaba los ojos con sus grandes dedos de yemas

blancas-. El pianista y el batería se marcharon.

– Yo tocaré con vosotros.

– El viejo estaba dolido porque no quisiste venir a Lisboa -dijo Oscar-. Al principio, cuando lo trajimos aquí, no quería que te avisara. Pero cuando deliraba decía tu nombre.

– Pueden entrar -dijo la monja desde la puerta entornada-. Mister Swann está despierto.

Desde antes de verlo, desde que notó en el aire el olor de la enfermedad y de las medicinas, Biralbo se sintió poseído por un impulso insondable de lealtad y de ternura, también de culpa y de piedad, de alivio, porque no había querido ir con Billy Swann a Lisboa y en castigo había estado a punto de no volver a verlo. Qué sucia traición, lo oí decir una vez, que incluso cuando uno ya no está enamorado es capaz de preferir el amor a sus amigos: entró en la habitación y todavía no pudo ver a Billy Swann, estaba muy oscuro, había un ventanal y un sofá tapizado de plástico, y sobre él estaba el estuche negro de la trompeta, y luego, a la derecha, una cama alta y blanca y una lámpara que alumbraba oblicuamente los duros rasgos de simio, el cuerpo liviano bajo las mantas y la colcha, casi inexistente, el absurdo pijama a rayas de Billy Swann. Con los brazos rectos junto a los costados y la cabeza reclinada sobre los almohadones Billy Swann yacía tan inmóvil como si posara para una estatua funeral. Al oír voces revivió y tanteó en la mesa de noche en busca de sus gafas.

– Hijo de perra -dijo, señalando a Oscar con la uña larga y amarilla de su dedo índice-. Te había prohibido que lo llamaras. Te dije que no quería verlo en Lisboa. Pensabas que iba a morirme, ¿no es cierto? Invitabas a los viejos amigos al entierro de Billy Swann…

Le temblaban ligeramente las manos, más descarnadas que nunca, modeladas por la pura forma de los huesos, igual que sus pómulos y sus sienes y sus tensas quijadas de cadáver, de osamenta transfigurada en parodia del hombre vivo a quien sostuvo. Sólo nervaduras y piel cruzada por venas de alcohólico: parecía que la armadura negra de las gafas formara parte de sus huesos, de lo que quedaría de él cuando llevara muerto mucho tiempo. Pero en sus ojos incrustados como en una ingrata máscara de cartón y en la línea agria de su boca permanecían intactos el orgullo y la burla, la potestad sagrada para la blasfemia y la reprobación, más legítima ahora que nunca, porque miraba la muerte con el mismo desdén con que en otro tiempo había mirado el fracaso.

– De modo que has venido -le dijo a Biralbo, y al abrazarlo se apoyó en él como un boxeador tramposo-. No quisiste tocar conmigo en Lisboa, pero has venido para verme morir.

– Vengo a pedirte trabajo, Billy -dijo Biralbo-. Me ha dicho Oscar que no tienes pianista.

– Lengua de Judas. -Sin quitarse las gafas Billy Swann hundió de nuevo la cabeza entre los almohadones-. Ni batería ni pianista. Nadie quiere tocar con un muerto. ¿Qué hacías en París?

– Leer novelas en la cama. Tú no estás muerto, Billy. Estás más vivo que nosotros.

– Explícale eso a Oscar y a la monja y al médico. Cuando entran aquí se empinan un poco para mirarme, como si ya me vieran en el ataúd.

– Tocaremos juntos el día doce, Billy. Como en Copenhague, como en los viejos tiempos.

– Qué sabes tú de los viejos tiempos, muchacho. Ocurrieron mucho antes de que tú nacieras. Otros murieron en el momento justo y llevan treinta años tocando en el Infierno o dondequiera que mande Dios a la gente como nosotros. Mírame, yo soy una sombra, yo soy un desterrado. No de mi país, sino de aquel tiempo. Los que quedamos fingimos que no hemos muerto, pero es mentira, somos impostores.

– Tú nunca mientes cuando tocas.

– Pero tampoco digo la verdad…

Cuando Billy Swann se echó a reír su cara se contrajo como en un espasmo de dolor. Biralbo recordó las fotografías de sus primeros discos, su perfil de pistolero o de héroe canalla con un mechón reluciente de brillantina entre los ojos. Eso era lo que el tiempo había hecho con su rostro: lo había contraído, hundiéndole la frente sobre la que todavía quedaba un resto de aquel mechón temerario, uniendo en una sola mueca como de cabeza reducida la nariz y la boca y el hendido mentón que casi desaparecía cuando Billy Swann tocaba la trompeta. Pensó que tal vez estaba muerto, pero que nadie lo había doblegado, nadie ni nada, nunca, ni siquiera el alcohol o el olvido.

Llamaron a la puerta. Oscar, que había permanecido junto a ella como un silencioso guardián, la abrió un poco para mirar quién era: en el resquicio apareció la cabeza móvil y alada de la monja, que examinó la habitación como si buscara whisky clandestino. Dijo que era muy tarde, que ya iba siendo hora de que dejasen dormir a mister Swann.

– Yo no duermo nunca, hermana -dijo Billy Swann-. Tráigame un frasco de vino consagrado o pídale al Dios de los católicos que me cure el insomnio.

– Vendré mañana a verte. -Biralbo, que guardaba el miedo infantil a las tocas blancas de las monjas, acató en seguida la obligación de marcharse-. Llámame si necesitas algo. A la hora que sea. Oscar tiene el teléfono de mi hotel.

– No quiero que vengas mañana. -Los ojos de Billy Swann parecían más grandes tras los cristales de las gafas-. Vete de Lisboa, mañana mismo, esta noche. No quiero que te quedes a esperar que me muera. Que se vaya Oscar contigo.

– Tocaremos juntos, Billy. El día doce.

– No querías venir a Lisboa, ¿te acuerdas? -Billy Swann se incorporó, apoyándose en Oscar, sin mirar a Biralbo, como un ciego-. Yo sé que te daba miedo y que por eso me contaste esa mentira de que ibas a tocar en París. No te arrepientas ahora. Sigues teniendo miedo. Hazme caso y márchate y no vuelvas la cabeza.

Pero era Billy Swann quien tenía miedo aquella noche, me dijo Biralbo, miedo a morir o a que alguien viera cómo se moría o a no estar solo en las horas finales de la consumación: miedo no sólo por sí mismo, sino también por Biralbo, quién sabe si únicamente por él, que no debía ver algo que Billy Swann ya había vislumbrado en la habitación de aquel sanatorio en el confín del mundo. Como para salvarlo de un naufragio o de la contaminación de la muerte le exigió que se fuera, y luego cayó sobre la almohada y la monja le subió el embozo y apagó la luz.

Cuando Biralbo llegó a la estación le sorprendió descubrir que sólo eran las nueve de la noche. Pensó que aquellos lugares, el sanatorio, el bosque, la aldea, el castillo de torres cónicas y muros ocultos por la hiedra, eran exclusivamente nocturnos, que nunca llegaba a ellos el amanecer o que se desvanecían como la niebla con la luz del sol. En la cantina bebió un aguardiente de color de ópalo y fumó un cigarrillo mientras esperaba la salida del tren. Con un poco de felicidad y de espanto se sintió perdido y extranjero, más que en Estocolmo o en París, porque los nombres de esas ciudades al menos existen en los mapas. Con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño apuró otra copa de aguardiente y subió al tren, sabiendo el estado justo de consciencia que le otorgarían el alcohol, la soledad y el viaje. Dijo Lisboa cuando vio acercarse las luces de la ciudad como se dice el nombre de una mujer a la que uno está besando y que no le conmueve. En una estación que parecía abandonada el tren se detuvo junto a otro que avanzaba en dirección contraria. Sonó el silbato y los dos comenzaron a moverse muy lentamente, con un ruido de metales que chocaban sin ritmo. Biralbo, empujado hacia delante, miró las ventanillas del otro tren, rostros precisos y lejanos que no volvería a ver nunca, que lo miraban a él con una especie de simétrica melancolía. Sola en el último vagón, antes de las luces rojas y de la regresada oscuridad, una mujer fumaba con la cabeza baja, tan absorta en sí misma que ni siquiera había alzado los ojos para mirar hacia afuera cuando su tren se puso en marcha. Llevaba un chaquetón azul oscuro con las solapas levantadas y tenía el pelo muy corto. «Fue por el pelo», me dijo luego Biralbo, «por eso al principio no la reconocí». Inútilmente se puso en pie e hizo señales con la mano al vacío, porque su tren había ingresado vertiginosamente en un túnel cuando se dio cuenta de que durante un segundo había visto a Lucrecia.

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