Capítulo VI

Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreal: que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»

Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que lo eximía de atender a quienes no le importaban. Durante un par de meses, hasta principios de septiembre, Santiago Biralbo volvió a tocar el piano en el Lady Bird gozando de un ilimitado crédito en botellas de bourbon. La timidez o el presentimiento del fracaso me han vedado siempre los bares vacíos: aquel verano también yo volví al Lady Bird. Elegía una esquina apartada de la barra, bebía solo, hablaba de la Ley de Cultos de la República con Floro Bloom. Cuando Biralbo terminaba de tocar tomábamos juntos la penúltima copa. De madrugada caminábamos hacia la ciudad siguiendo la curva de luces de la bahía. Una noche, cuando adquirí mi sitio y mi copa en el Lady Bird, Floro Bloom se me acercó y limpió la barra mirando a un punto indeterminado del aire.

– Vuélvete y mira a la rubia -me dijo-. No podrás olvidarla.

Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido. Había en la piel de sus sienes una transparencia azulada. Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia. Posadas sobre sus largos muslos se movían las manos siguiendo el ritmo de la canción que tocaba Biralbo, pero la música no llegaba a interesarle, ni la mirada de Floro Bloom, ni la mía, ni la existencia de nadie. Estaba sentada contemplando a Biralbo como una estatua puede contemplar el mar y de vez en cuando bebía de su copa, o contestaba algo al hombre que tenía junto a ella, trivial como la explicación de un grabado.

– No faltan desde hace dos o tres noches -me informó Floro Bloom-. Se sientan, piden sus copas y miran a Biralbo. Pero él no se fija. Está enajenado. Quiere irse a Estocolmo con Billy Swann, no piensa más que en la música.

– Y en Lucrecia -dije yo, a uno nunca le falta clarividencia para juzgar las vidas de los otros.

– Cualquiera sabe -dijo Floro Bloom-. Pero mira a la rubia, mira a ese tipo que viene con ella.

Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro. Siempre sonreía, no demasiado, lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta. Bebían mucho y se marchaban al final de la música y él siempre dejaba sobre la mesa propinas desmedidas. Una noche vino a la barra para pedir algo y se quedó junto a mí. Entre los dientes sostenía un cigarro, por un instante me envolvió el olor del humo que expulsaba enérgicamente por la nariz. En una mesa del fondo, recostada en la pared, lo esperaba la rubia, perdida en el tedio y en la soledad. Se me quedó mirando con sus dos copas en la mano y dijo que me conocía. Un amigo común le había hablado de mí. «Malcolm», dijo, y luego mascó el cigarro y dejó las copas en la barra como para darme tiempo a que recordara. «Bruce Malcolm», repitió con el acento más extraño que yo haya escuchado nunca, y se apartó de un manotazo el humo de la cara. «Pero me parece que aquí le llamaban el americano.»

Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés. Hablaba exactamente igual que los negros de las películas y decía ameguicano y me paguece y nos sonreía a Floro Bloom y a mí como si hubiera mantenido con nosotros una amistad más antigua que nuestros recuerdos. Nos preguntó quién tocaba el piano y cuando se lo dijimos repitió admirativamente: Bigalbo. Llevaba una chaqueta de cuero. La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado. Tenía el pelo crespo y gris y nunca cesaba de aprobar lo que veían sus grandes ojos vacunos. Moviendo mucho la cabeza nos pidió perdón y recobró sus copas: con notorio orgullo, con humildad, nos dijo que su secretaria lo estaba esperando. Sin duda es un hecho milagroso que sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse de la boca el cigarro depositara una tarjeta en la barra. Floro Bloom y yo la examinamos al mismo tiempo: Toussaints Morton, decía, cuadros y libros antiguos, Berlín.

– Has conocido a todo el mundo -me dijo Biralbo, en Madrid-. A Malcolm, a Lucrecia. Incluso a Toussaints Morton.

– No tiene mérito -dije yo: no me importaba que Biralbo se burlara de mí, con aquella sonrisa de quien lo sabe todo-. Vivíamos en la misma ciudad, íbamos a los mismos bares.

– Conocíamos a las mismas mujeres. ¿Te acuerdas de la secretaria?

– Floro Bloom estaba en lo cierto. Uno la veía y ya no había modo de olvidarla. Pero era una especie de estatua de hielo. Se le notaban las venas azules bajo la piel.

– Era una hija de puta -dijo bruscamente Biralbo. No solía usar esa clase de palabras-. ¿Te acuerdas de su mirada en el Lady Bird? Me miró igual que cuando su jefe y Malcolm estaban a punto de matarme. No hace ni un año, en Lisboa.

En seguida pareció arrepentirse de lo que acababa de decir. En él eso era una estrategia o un hábito: decía algo y luego sonreía mirando hacia otra parte, como si la sonrisa o la mirada lo autorizaran a uno a no creer lo que había oído. Adoptaba entonces la misma expresión que tenía mientras estaba tocando en el Metropolitano, un aire como de somnolencia o desdén, una tranquila frialdad de testigo de su propia música o de sus palabras, tan indudables y fugaces como una melodía recién ejecutada. Pero tardó algún tiempo en volver a hablarme de Toussaints Morton y de su secretaria rubia. Cuando lo hizo, la última noche que nos vimos, en su habitación del hotel, tenía un revólver en la mano y vigilaba algo tras las cortinas del balcón. No parecía tener miedo: sólo esperaba, inmóvil, contemplando la calle, la esquina populosa de la Telefónica, tan absorto en la espera como cuando contaba los días que iban pasando desde la última carta de Lucrecia.

Él no lo sabía entonces, pero la llegada de Billy Swann fue el primer vaticinio del regreso. Unas semanas después de que se marchara apareció Toussaints Morton: también él venía de Berlín, de aquella inconcebible región del mundo donde Lucrecia seguía siendo una criatura real.

En mi memoria aquel verano se resume en unos pocos atardeceres de indolencia, de cielos púrpura y rosa sobre la lejanía del mar, de prolongadas noches en las que el alcohol tenía la misma tibieza que la llovizna del amanecer. Con bolsos de playa y sandalias de verano, con el leve vello de los muslos manchado de salitre, con la piel tenuemente enrojecida, delgadas extranjeras rubias acudían al Lady Bird a la caída de la tarde. Desde la barra, mientras servía sus copas, Floro Bloom las consideraba en silencio con ternura de fauno, elegía imaginariamente, me señalaba el perfil o la mirada de alguna, tal vez signos propicios. Ahora las recuerdo a todas, incluso a las que una o dos noches se quedaron con Floro Bloom y conmigo cuando cerró el Lady Bird, como borradores inexactos de un modelo que contenía las perfecciones dispersas en cada una de ellas: la impasible, la alta y helada secretaria de Toussaints Morton.

Al principio Biralbo no reparó en ella, entonces no se fijaba mucho en las mujeres, y cuando Floro o yo le decíamos que observara a alguna que nos atraía particularmente él se complacía en señalarle imperfecciones menores: que tenía las manos cortas, por ejemplo, o que sus tobillos eran demasiado gruesos. La tercera o la cuarta noche -ella y Toussaints Morton llegaban siempre a la misma hora y ocupaban la misma mesa próxima al escenario-, mientras recorría los rostros de los bebedores usuales, le sorprendió descubrir en aquella desconocida un gesto que le recordaba a Lucrecia, y eso hizo que la mirase varias veces, buscando una expresión que no volvió a repetirse, que acaso no había llegado a suceder, porque era una pervivencia del tiempo en que buscaba en todas las mujeres algún indicio de los rasgos, de la mirada o del andar de Lucrecia.

Aquel verano, me explicó dos años después, había empezado a darse cuenta de que la música ha de ser una pasión fría y absoluta. Tocaba de nuevo regularmente, casi siempre solo y en el Lady Bird, notaba en los dedos la fluidez de la música como una corriente tan infinita y serena como el transcurso del tiempo: se abandonaba a ella como a la velocidad de un automóvil, avanzando más rápido a cada instante, entregado a un objetivo impulso de oscuridad y distancia únicamente regido por la inteligencia, por el instinto de alejarse y huir sin conocer más espacio que el que los faros alumbran, era igual que conducir solo a medianoche por una carretera desconocida. Hasta entonces su música había sido una confesión siempre destinada a alguien, a Lucrecia, a él mismo. Ahora intuía que se le iba convirtiendo en un método de adivinación, casi había perdido el instinto automático de preguntarse mientras tocaba qué pensaría Lucrecia si pudiera escucharlo. Lentamente la soledad se le despoblaba de fantasmas: a veces, un rato después de despertarse, lo asombraba comprobar que había vivido unos minutos sin acordarse de ella. Ni siquiera en sueños la veía, sólo de espaldas, a contraluz, de modo que su rostro se le negaba siempre o era el de otra mujer. Con frecuencia deambulaba en sueños por un Berlín arbitrario y nocturno de iluminados rascacielos y faros rojos y azules sobre las aceras bruñidas de escarcha, una ciudad de nadie en la que tampoco estaba Lucrecia.

A principios de junio le escribió una carta, la última. Un mes más tarde, cuando abrió el buzón, encontró lo que no había visto desde hacía mucho tiempo, lo que ya sólo esperaba por una costumbre más arraigada que su voluntad: un largo sobre con los filos listados en el que estaban escritos el nombre y la dirección de Lucrecia. Sólo cuando ya lo había rasgado ávidamente se dio cuenta de que era la misma carta que unas semanas antes escribió él. Tenía una tachadura o una firma en lápiz rojo y cruzaba su reverso una frase escrita en alemán. Alguien en el Lady Bird se la tradujo: Desconocido en esta dirección.

Volvió a leer su propia carta, que había viajado tan lejos para regresar a él. Pensó sin amargura que llevaba casi tres años escribiéndose a sí mismo, que ya era tiempo de vivir otra vida. Por primera vez desde que conoció a Lucrecia se atrevió a imaginar cómo sería el mundo si ella no existiera, si no la hubiera encontrado nunca. Pero sólo bebiendo una ginebra o un whisky y subiendo luego a tocar el piano del Lady Bird ingresaba indudablemente en el olvido, en su vacía exaltación. Cierta noche de julio un rostro se precisó ante él: un gesto fortuito que actuó en su memoria como esa mano que al posarse sobre una cicatriz revive involuntariamente el dolor crudo de la herida.

La secretaria de Toussaints Morton lo miraba como si tuviera ante sí una pared o un paisaje inmóvil. Volvió a verla unas horas más tarde, aquella misma noche, en la estación del Topo. Era un lugar sucio y mal iluminado, con ese aire de devastación que tienen siempre los vestíbulos de las estaciones antes del amanecer, pero la rubia estaba sentada en un banco como en el diván de un salón de baile, intocada y serena, con un bolso de piel y una carpeta sobre las rodillas. Junto a ella Toussaints Morton mascaba un cigarro y sonreía a las paredes sucias de la estación, a Biralbo, que no recordaba haberlo visto en el Lady Bird. Aquella sonrisa era tal vez un saludo que él prefirió ignorar, le desagradaba la simpatía de los desconocidos. Compró un billete y esperó junto al andén oyendo que el hombre y la mujer hablaban muy quedamente a sus espaldas en una fluida mezcla de francés y de inglés que le resultaba indescifrable. De vez en cuando una poderosa carcajada masculina rompía el murmullo como de corredor de hospital y resonaba en la estación desierta. Con algo de aprensión Biralbo sospechó que el hombre se reía de él, pero no llegó a volverse. Hubo un silencio más largo: supo que lo miraban. No se movieron cuando llegó el tren. Ya en él, Biralbo los miró abiertamente desde su ventanilla y encontró la sonrisa obscena de Toussaints Morton, que movía la cabeza como diciéndole adiós. Los vio levantarse cuando el Topo abandonaba muy lentamente la estación. Debieron de subir a él dos o tres vagones más atrás del que ocupaba Biralbo, porque ya no volvió a verlos aquella noche. Pensó que tal vez continuarían el viaje hasta la frontera de Irún: antes de abrir la puerta de su casa ya se había olvidado de ellos.

Hay hombres inmunes al ridículo y a la verdad que parecen resueltamente consagrados a la encarnación de una parodia. Por aquel tiempo yo pensaba que Toussaints Morton era uno de ellos: muy alto, exageraba su estatura con botas de tacón y usaba chaquetas de cuero y camisas rosadas con amplios cuellos picudos que casi le llegaban a los hombros. Anillos de muy dudosa pedrería y cadenas doradas relumbraban en su piel oscura y en el vello de su pecho. Mascando un cigarro hediondo agrandaba su sonrisa, y llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta un largo mondadientes de oro con el que solía limpiarse las uñas, y se las olía luego discretamente, como quien aspira rapé. Un impreciso olor manifestaba su presencia antes de que uno pudiera verlo o cuando acababa, de marcharse: era la mezcla del humo de su tabaco cimarrón y del perfume que envolvía a su secretaria como una, pálida y fría emanación de su melena lisa, de su inmovilidad, de su piel rosada y translúcida.

Ahora, al cabo de casi dos años, yo he vuelto a reconocer ese olor, que ya será para siempre el del pasado y el miedo. Santiago Biralbo lo percibió por primera vez una tarde de verano, en San Sebastián, en el vestíbulo del edificio donde vivía entonces. Se había levantado muy tarde, había comido en un bar cercano y no pensaba ir al centro, porque aquella noche, era miércoles, estaría cerrado el Lady Bird. Caminaba hacia el ascensor sosteniendo todavía la llave del buzón -seguía mirándolo varias veces al día, por si acaso se retrasaba el cartero- cuando una sensación de lejana familiaridad y extrañeza le hizo erguirse y mirar en torno suyo: un segundo antes de identificar el olor vio a Toussaints Morton y a su secretaria felizmente instalados en el sofá del vestíbulo. Sobre las rodillas juntas y desnudas de la secretaria permanecían el mismo bolso y la misma carpeta que llevaba dos o tres noches antes en la estación del Topo. Toussaints Morton abrazaba una gran bolsa de papel de la que sobresalía el cuello de una botella de whisky. Sonreía casi fieramente apretando el cigarro a un lado de la boca, sólo se lo quitó cuando se puso en pie para tenderle una de sus grandes manos a Biralbo: tenía el tacto de la madera bruñida por el uso. La secretaria, Biralbo supo luego que se llamaba Daphne, hizo un gesto casi humano cuando se levantó: echando a un lado la cabeza se apartó el pelo de la cara, le sonrió a Biralbo, únicamente con los labios.

Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias. Ni la gramática ni la decencia entorpecieron nunca su felicidad, y cuando no encontraba una palabra se mordía los labios, decía miegda y se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso. Pidió disculpas a Biralbo por su intgomisión: se declaró devoto del jazz, de Art Tatum, de Billy Swann, de las tranquilas veladas en el Lady Bird: dijo que prefería la intimidad de los recintos pequeños a la evidente bobería de la muchedumbre -el jazz, como el flamenco, era una pasión de minorías-: dijo su nombre y el de su secretaria, aseguró que regentaba en Berlín un discreto y floreciente negocio de antigüedades, más bien clandestino, sugirió, si uno abre una tienda e instala un rótulo luminoso los impuestos rápidamente lo decapitan. Señaló vagamente la carpeta de su secretaria, la bolsa de papel que él mismo sostenía: en Berlín, en Londres, en Nueva York -sin duda Biralbo había oído hablar de la Nathan Levy Gallery-, Toussaints Morton era alguien en el negocio de los grabados y los libros antiguos.

Daphne sonreía con la placidez de quien escucha el ruido de la lluvia. Biralbo ya había abierto la puerta del ascensor y se disponía a subir solo al piso octavo, un poco aturdido, siempre le ocurría eso cuando hablaba con alguien después de estar solo durante muchas horas. Entonces Toussaints Morton retuvo ostensiblemente la puerta del ascensor apoyando en ella la rodilla y dijo, sonriendo, sin quitarse el cigarro de la boca:

– Lucrecia me habló mucho de usted allá en Berlín. Fuimos grandes amigos. Decía siempre: «Cuando no me quede nadie, todavía me quedará Santiago Biralbo.»

Biralbo no dijo nada. Subieron juntos en el ascensor, manteniendo un difícil silencio únicamente mitigado por la sonrisa irrompible de Toussaints Morton, por la fijeza de las pupilas azules de su secretaria, que miraba la rápida sucesión de los números iluminados como vislumbrando el paisaje creciente de la ciudad y su serena lejanía. Biralbo no les dijo que entraran: se internaron en el corredor de su casa con el complacido interés de quien visita un museo de provincias, examinando aprobadoramente los cuadros, las lámparas, el sofá donde en seguida se sentaron. De pronto Biralbo estaba parado ante ellos y no sabía qué decirles, era como si al entrar en su casa los hubiera encontrado conversando en el sofá del comedor y no acertara a expulsarlos ni a preguntar por qué estaban allí. Cuando pasaba muchas horas solo su sentido de la realidad se le volvía particularmente quebradizo: tuvo una breve sensación de extravío muy semejante a la de algunos sueños, y se vio a sí mismo parado ante dos desconocidos que ocupaban su sofá, intrigado no por el motivo de su presencia sino por los caracteres de la inscripción que había en la medalla de oro que llevaba al cuello Toussaints Morton. Les ofreció una copa: recordó que no tenía nada de beber. Gozosamente Toussaints Morton descubrió la mitad de la botella que traía y señaló la marca con su ancho dedo índice. Biralbo pensó que tenía dedos de contrabajista.

– Lucrecia siempre lo decía: «Mi amigo Biralbo sólo bebe el mejor bourbon.» Me pregunto si éste será lo bastante bueno para usted. Daphne lo encontró y me dijo: «Toussaints, es algo caro, pero ni en Tennessee lo encontrarás mejor.» Y la cuestión es que Daphne no bebe. Tampoco fuma, y no come más que verduras y pescado hervido. Díselo tú, Daphne, el señor habla inglés. Pero ella es muy tímida. Me dice: «Toussaints, ¿cómo puedes hablar tanto en tantos idiomas?» «¡Porque tengo que decir todo lo que no dices tú!», le contesto… ¿Lucrecia no le habla de mí?

Como si el impulso de su carcajada lo empujara hacia atrás Toussaints Morton apoyó la espalda en el sofá, posando una mano grande y oscura en las rodillas blancas de Daphne, que sonrió un poco, serena y vertical.

– Me gusta esta casa. -Toussaints Morton paseó una mirada ávida y feliz por el comedor casi vacío, como agradeciendo una hospitalidad largamente apetecida-. Los discos, los muebles, ese piano. De niño mi madre quería que yo aprendiera a tocar el piano. «Toussaints», me decía, «alguna vez me lo agradecerás». Pero yo no aprendí. Lucrecia siempre me hablaba de esta casa. Buen gusto, sobriedad. En cuanto lo vi a usted la otra noche se lo dije a Daphne: «Él y Lucrecia son almas gemelas.» Conozco a un hombre mirándolo una sola vez a los ojos. A las mujeres no. Hace cuatro años que Daphne es mi secretaria, ¿y cree usted que la conozco? No más que al presidente de los Estados Unidos…

«Pero Lucrecia nunca ha estado aquí», pensó lejanamente Biralbo: la risa y las incesantes palabras de Toussaints Morton actuaban como un somnífero sobre su conciencia. Aún estaba de pie. Dijo que iría a buscar vasos y un poco de hielo. Cuando les preguntó si querían agua, Toussaints Morton se tapó la boca como fingiendo que no podía detener la risa.

– Por supuesto que queremos agua. Daphne y yo pedimos siempre whisky con agua en los bares. El agua es para ella, el whisky para mí.

Cuando Biralbo volvió de la cocina Toussaints Morton estaba de pie junto al piano y hojeaba un libro, lo cerró de golpe, sonriendo, ahora fingía una expresión de disculpa. Por un instante Biralbo advirtió en sus ojos una inquisidora frialdad que no formaba parte de la simulación: ojos grandes y muertos, con un cerco rojizo en torno a las pupilas. Daphne, la secretaria, tenía las manos juntas y extendidas ante sí, con las palmas hacia abajo, y se miraba las uñas. Las tenía largas y sonrosadas, sin esmalte, de un rosa un poco más pálido que el de su piel.

– Permítame -dijo Toussaints Morton. Le quitó a Biralbo la bandeja de las manos y llenó dos vasos de bourbon, hizo como si al inclinar la botella sobre el vaso de Daphne recordara de pronto que ella no bebía. Dejó el suyo sobre la mesa del teléfono después de paladear ruidosamente el primer trago. Se hundió más en el sofá, confortado, casi hospitalario, prendiendo con amplia felicidad su cigarro apagado.

– Yo lo sabía -dijo-. Sabía cómo era usted antes de verlo. Pregúntele a Daphne. Le decía siempre: «Daphne, Malcolm no es el hombre adecuado para Lucrecia, no mientras viva ese pianista que se quedó en España.» Allá en Berlín Lucrecia nos hablaba tanto de usted… Cuando no estaba Malcolm, desde luego. Daphne y yo fuimos como una familia para ella cuando se separaron. Daphne se lo puede decir: en mi casa Lucrecia tenía siempre a su disposición una cama y un plato de comida, no fueron buenos tiempos para ella.

– ¿Cuándo se separó de Malcolm? -dijo Biralbo. Toussaints Morton lo miró entonces con la misma expresión que lo había inquietado cuando volvió al comedor con los vasos y el hielo, e inmediatamente rompió a reír.

– ¿Te das cuenta, Daphne? El señor se hace de nuevas. No necesario, amigo, ustedes ya no tienen que esconderse, no delante de mí. ¿Sabe que algunas veces fui yo quien echó al correo las cartas que le escribía Lucrecia? Yo, Toussaints Morton. Malcolm la quería, él era mi amigo, pero yo me daba cuenta de que ella estaba loca por usted. Daphne y yo conversábamos mucho sobre eso, y yo le decía, «Daphne, Malcolm es mi amigo y mi socio pero esa chica tiene derecho a enamorarse de quien quiera». Eso es lo que pensaba yo, pregúntele a Daphne, no tengo secretos para ella.

A Biralbo las palabras de Toussaints Morton comenzaban a producirle un efecto de irrealidad muy semejante al del bourbon: sin que él se diera cuenta habían bebido ya más de la mitad de la botella, porque Toussaints Morton no cesaba de volcarla con brusquedad sobre los dos vasos, manchando la bandeja, la mesa, limpiándolas en seguida con un pañuelo de colores tan largo como el de un ilusionista. Biralbo, que desde el principio sospechó que mentía, empezaba a escucharlo con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada.

– No sé nada de Lucrecia -dijo-. No la he visto desde hace tres años.

– Desconfía. -Toussaints Morton movió melancólicamente la cabeza mirando a su secretaria como si buscara en ella un alivio para la ingratitud-. ¿Te das cuenta, Daphne? Igual que Lucrecia. No me sorprende, señor -se volvió digno y serio hacia Biralbo, pero en sus ojos había la misma mirada indiferente al juego y a la

simulación-. También ella desconfió de nosotros. Díselo, Daphne. Dile que se marchó de Berlín sin decirnos nada.

– ¿Ya no vive en Berlín?

Pero Toussaints Morton no le contestó. Se puso en pie muy trabajosamente, apoyándose en el respaldo del sofá, jadeando con el cigarro en la boca entreabierta. La secretaria lo imitó con un gesto automático, la carpeta como acunada entre los brazos, el bolso al hombro. Cuando se movía, su perfume se dilataba en el aire: había en él una sugerencia de ceniza y de humo.

– Está bien, señor -dijo Toussaints Morton, herido, casi triste. Al verlo de pie recordó Biralbo lo alto que era-. Lo entiendo. Entiendo que Lucrecia no quiera saber nada de nosotros. Hoy en día no significan nada los viejos amigos. Pero dígale que Toussaints Morton estuvo aquí y deseaba verla. Dígaselo.

Impulsado por una absurda voluntad de disculpa Biralbo repitió que no sabía nada de Lucrecia: que no estaba en San Sebastián, que tal vez no había regresado a España. Los tranquilos y ebrios ojos de Toussaints Morton permanecían fijos en él como en la evidencia de una mentira, de una innecesaria deslealtad. Antes de entrar en el ascensor, cuando ya se marchaban, le tendió a Biralbo una tarjeta: aún no pensaban regresar a Berlín, le dijo, se quedarían unas semanas en España, si Lucrecia cambiaba de opinión y quería verlos ahí le dejaban un teléfono de Madrid. Biralbo se quedó solo en el pasillo y cuando entró de nuevo en su casa cerró con llave la puerta. Ya no se escuchaba el ruido del ascensor, pero el humo de los cigarrillos de Toussaints Morton y el perfume de su secretaria aún permanecían casi sólidamente en el aire.

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