Capítulo X

Conducía excitado por el miedo y la velocidad: ya no era, como otras veces, el abandono de los taxis, la inmovilidad frente al bourbon, la pasiva sensación de viajar en un tren arrojado a la noche, la vida inerte de los últimos años. Él mismo regía el ariete del tiempo, como cuando tocaba el piano y los otros músicos y quienes lo escuchaban eran impelidos hacia el porvenir y el vacío por el coraje de su imaginación y la disciplina y el vértigo con que sus manos se movían al pulsar el teclado, no domando la música ni conteniendo su brío, entregándose a él, como un jinete que tensa las riendas al mismo tiempo que hinca los talones en los ijares de un caballo. Conducía el automóvil de Floro Bloom con la serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo, en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora. Agradecía cada instante que los alejaba de San Sebastián como si la distancia los desprendiera del pasado salvándolos de su maleficio, únicamente a él y a Lucrecia, fugitivos de una ciudad condenada, ya invisible tras las colinas y la niebla para que ninguno de los dos pudiera rendirse a la tentación de volver los ojos hacia ella. La trémula aguja iluminada del salpicadero no medía el impulso de la velocidad sino la audacia de su alma, las varillas del limpiaparabrisas barrían metódicamente la lluvia para mostrarle la carretera hacia Lisboa. Si alzaba los ojos hacia el retrovisor veía de frente la cara de Lucrecia: se volvía ligeramente para mirarla de perfil cuando ella le ponía en los labios un cigarrillo encendido, miraba de soslayo sus manos que manejaban la radio o subían el volumen de la música cuando sonaba una de aquellas canciones que otra vez eran verdad, porque habían encontrado en el automóvil de Floro -también es posible que él las dejara premeditadamente allí- antiguas cintas grabadas en el Lady Bird de los mejores tiempos, cuando aún no se conocían, cuando tocaron juntos Billy Swann y Biralbo y ella se acercó al final y le dijo que nunca había oído a nadie que tocara el piano como él. Quiero imaginar que también oyeron la cinta que fue grabada la noche en que Malcolm me presentó a Lucrecia y que en el ruido de fondo de las copas chocadas y las conversaciones sobre el que se levantó la aguda trompeta de Billy Swann quedaba un rastro de mi voz.

Oían la música mientras viajaban hacia el oeste por la carretera de la costa dejando siempre a su derecha los acantilados y el mar, reconocían los secretos himnos que los habían confabulado desde antes de que se conocieran, porque más tarde, cuando los escuchaban juntos, les parecieron atributos de la simetría de sus dos vidas anteriores, augurios de un azar que lo dispuso todo para que se encontraran, incluso la música de ciertas baladas de los años treinta: Fly me to the moon, le había dicho Lucrecia cuando el automóvil dejó atrás las últimas calles de San Sebastián, «llévame a la Luna, a Lisboa».

Hacia las seis de la tarde, cuando ya anochecía, se detuvieron junto a un motel un poco alejado de la carretera: desde ella sólo se veían ventanas iluminadas tras los árboles. Mientras cerraba el automóvil Biralbo oyó muy cerca el lento estrépito de la bajamar. Con su bolso de viaje al hombro y las manos en los bolsillos de un largo abrigo a cuadros Lucrecia ya lo esperaba ante la luz del vestíbulo. De nuevo el sentido cotidiano del tiempo se le desvanecía a Biralbo: le era preciso encontrar otra manera de medirlo cuando estaba con ella. La noche anterior, su encuentro con Floro Bloom y conmigo, todas las cosas que habían sucedido antes de que Lucrecia lo llamara, pertenecían a un pasado remoto. Llevaba cinco o seis horas conduciendo cuando se detuvo en el motel: las recordaba con la inconsistencia de unos pocos minutos, le parecía improbable que aquella misma mañana él estuviera en San Sebastián, que la ciudad siguiera existiendo, tan lejos, en la oscuridad.

Aún existíamos. Me gusta verificar pasados simultáneos: acaso al mismo tiempo que Biralbo pedía una habitación yo le preguntaba por él a Floro Bloom. Abrochándose los botones de la sotana me miró con la mansa tristeza de quien no ha sabido evitar un desastre.

– A las ocho de la mañana se presentó en mi casa. A quién se le ocurre, con la resaca que yo tenía. Me levanto, casi me caigo, voy por el pasillo maldiciendo en latín y el timbre de la puerta no para de sonar, como uno de esos despertadores sin escrúpulos. Abro: Biralbo. Con los ojos así de grandes, como de no haber dormido, con esa cara de turco que se le pone cuando no se afeita. Al principio no me enteraba de lo que me decía. Le dije: «Maestro, ¿has velado y orado toda la noche, mientras nosotros dormíamos?» Pero nada, ni caso, no tenía tiempo para perderlo con bromas, me hizo meter la cabeza en agua fría y ni siquiera me dejó preparar un café. Quería que yo fuera a su casa. Me enseñó un papel: la lista de las cosas que debía traerle. La documentación, el talonario de cheques, camisas limpias, yo qué sé. Ah: y un paquete de cartas que estarían guardadas en la mesa de noche. Imagina de quién. Hasta se puso misterioso, a esas horas, como si yo tuviera el cuerpo para misterios: «Floro, no me preguntes nada, porque no te puedo contestar.» Salgo a la calle, oigo que me llama, se me acerca corriendo: había olvidado darme las llaves. Cuando volví me recibió como si yo fuera el correo del Zar. Se había bebido como medio litro de café y parecía que pudiera fumar dos cigarrillos al mismo tiempo. Se puso muy serio, dijo que debía pedirme un último favor. «Para eso están los amigos», le dije yo, «para abusar de uno y no contarle nada». Quería que le dejara mi coche. «¿A dónde vas?» Otra vez se puso misterioso: «Te lo diré en cuanto pueda.» Le doy las llaves y le digo, «que escribas», pero ni me escuchó, ya se había ido…

La habitación que les dieron no estaba frente al mar. Era grande y no del todo hospitalaria o propicia, de un lujo malogrado por una incierta sugestión de adulterio. Mientras se acercaban a ella Biralbo sentía que lo iba abandonando una quebradiza felicidad, que tenía miedo. Para vencerlo pensó: «Me está ocurriendo lo que deseé siempre, estoy en un hotel con Lucrecia y no se marchará dentro de una hora, cuando mañana me despierte ella estará conmigo, vamos a Lisboa.» Cerró la puerta con llave y se volvió hacia ella y la besó buscando su delgada cintura bajo la tela del abrigo. Había demasiada luz, Lucrecia sólo dejó encendida la lámpara de una mesa de noche. Se comportaban con una vaga cortesía, con ligera frialdad, como eludiendo el hecho de que por primera vez en tres años iban a acostarse juntos.

Camuflado bajo una especie de severo tocador encontraron un frigorífico lleno de bebidas. Como invitados a una fiesta en la que no conocieran a nadie se sentaron en la cama uno al lado del otro, fumando, las copas entre las rodillas. Cada movimiento que hacían era un vaticinio de algo que no llegaba a suceden Lucrecia se recostó en la almohada, miró su copa, las aristas doradas de la luz en el hielo, luego miró en silencio a Biralbo, y en sus ojos velados por la fatiga y la incredulidad él reconoció el fervor de otro tiempo, no la inocencia, pero no le importaba, la prefería así, más sabia, rescatada del miedo, vulnerable, hipnótica como la estatua de una diosa. Nadie podría encontrarlos: estaban perdidos del mundo, en un motel, en mitad de la noche y de la tormenta que azotaba los cristales, ahora él guardaba el revólver y sabría defenderla. Cautelosamente se inclinaba hacia ella cuando la vio erguirse como si la despertara un golpe, mirando a la ventana. Oyeron el motor de un automóvil, un ruido de neumáticos sobre la grava del camino.

– No pueden habernos seguido -dijo Biralbo-. Ésta no es la carretera principal.

– Me siguieron a mí hasta San Sebastián. -Lucrecia se asomó a la ventana. Había otro coche ante el vestíbulo del motel, abajo, entre los árboles.

– Espérame aquí. -Comprobando el seguro del revólver Biralbo salió de la habitación. No temía el peligro: lo inquietaba que el miedo volviera de nuevo extraña a Lucrecia.

En el vestíbulo un viajante bromeaba con el recepcionista. Callaron cuando él apareció, sin duda hablaban de mujeres. Dejando el revólver en la guantera del automóvil condujo hasta un restaurante próximo donde un letrero de neón anunciaba comidas rápidas y bocadillos. Al volver, las luces de una gasolinera le parecieron memorables, dotadas de esa cualidad de símbolos que tienen las primeras imágenes de un país desconocido al que uno llega de noche, estaciones aisladas, oscuras ciudades de postigos cerrados. Escondió el coche entre los árboles, oyendo un largo crujido de helechos húmedos bajo los neumáticos. Cuando caminaba hacia el motel miró la luz de las ventanas: tras una de ellas Lucrecia estaba esperándolo. Borrosamente se acordó sin dolor de todas las cosas que había abandonado: San Sebastián, la antigua vida, el colegio, el Lady Bird, que ya tendría encendidas las luces.

Cuando entró en el vestíbulo del motel el recepcionista le dijo algo en voz baja al viajante y los dos lo miraron. Pidió su llave. Le pareció que el viajante estaba un poco borracho. El recepcionista, un hombre flaco y muy pálido, le sonrió ampliamente al entregarle la llave y le deseó buenas noches. Oyó una risa ahogada cuando se alejaba hacia el ascensor. Estaba inquieto y no se atrevía a reconocerlo ante sí mismo, necesitaba uno de aquellos contundentes vasos de bourbon que Floro Bloom guardaba para sus mejores amigos en la alacena más secreta del Lady Bird. Mientras introducía la llave en la puerta de la habitación pensó: «Alguna vez yo sabré que en este gesto se cifraba mi vida.»

– Víveres para resistir un largo asedio -dijo, mostrando a Lucrecia la bolsa de los bocadillos. Aún no la había mirado. Estaba sentada en la cama, en sujetador, el embozo la cubría hasta la cintura. Leía una de las cartas que le había escrito a Biralbo desde Berlín. Sobres vacíos y hojas manuscritas estaban dispersos junto a sus rodillas flexionadas o en la mesa de noche. Lo recogió todo y saltó ágilmente de la cama para buscar cervezas y vasos de papel. Una prenda leve y oscura que brillaba como seda le ceñía el pubis y trazaba una delgada línea sobre sus caderas. A los dos lados de su cara oscilaba el pelo perfumado y liso. Abrió dos latas de cerveza y la espuma se le derramó en las manos. Encontró una bandeja, puso en ella los vasos y los bocadillos, no parecía advertir la inmovilidad y el deseo de Biralbo. Bebió un trago de cerveza y le sonrió con los labios húmedos, apartándose el pelo de la cara.

– Qué raro leer esas cartas de hace tanto tiempo.

– ¿Por qué querías que las trajera?

– Para saber cómo era yo entonces.

– Pero en ellas nunca me contabas la verdad.

– Ésa era la única verdad: lo que yo te contaba. Mi vida real era mentira. Me salvaba escribiéndote.

– Era a mí a quien salvabas. Yo sólo vivía para esperar tus cartas. Dejé de existir cuando ya no vinieron.

– Mira qué vida hemos tenido. -Lucrecia cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío o se abrazara a sí misma-. Escribiendo cartas o esperándolas, viviendo de palabras, tanto tiempo, tan lejos.

– Tú siempre estabas a mi lado, aunque yo no te viera. Iba por la calle y te contaba lo que veía, me emocionaba escuchando una canción en la radio y pensaba: «Seguro que a Lucrecia también le gustaría si pudiera oírla.» Pero no quiero acordarme de nada. Ahora estamos aquí. La otra noche, en el Lady Bird, tú tenías razón: recordar es mentira, no estamos repitiendo lo que ocurrió hace tres años.

– Tengo miedo. -Lucrecia cogió un cigarrillo y esperó a que él se lo encendiera-. A lo mejor ya es tarde.

– Hemos sobrevivido a todo. No vamos a perdernos ahora.

– Quién sabe si ya nos hemos perdido. Conocía ese gesto de las comisuras de los labios, esa expresión de serena piedad y renuncia que el tiempo había depurado en la mirada de Lucrecia. Pero aprendió que ya no era, como en años atrás, el indicio de un desaliento pasajero, sino un hábito definitivo de su alma.

Involuntariamente cumplían los pasos de una conmemoración: también aquella noche, como la primera, más indeleble en la consciencia de Biralbo que sus actos presentes, Lucrecia apagó la luz antes de deslizarse entre las sábanas. Igual que entonces él acabó en la oscuridad el cigarrillo y la copa, se tendió junto a ella, desnudándose a tientas, apresurado y torpe, con una vana voluntad de sigilo que se prolongó en sus primeras caricias. Algo no había sabido nunca recordar: el gusto de su boca, el delicado y largo relámpago de los muslos de Lucrecia, el desvanecimiento de felicidad y deseo en que sintió que se perdía cuando se enredaron con los suyos.

Pero me dijo que una parte de su consciencia permanecía ajena a la fiebre, intocada por los besos, lúcida de desconfianza y de soledad, como si él mismo, quieto en la sombra de la habitación, mantuviera encendida la brasa insomne de su cigarrillo y pudiera verse abrazando a Lucrecia y se murmurara al oído que no era cierto lo que sucedía, que no estaba recobrando los dones de una plenitud tanto tiempo perdida, sino queriendo urdir y sostener con los ojos cerrados y el cuerpo ciegamente adherido a los muslos fríos de Lucrecia un simulacro de cierta noche irrepetible, imaginaria, olvidada.

Notaba el encono mutuo de los besos, la soledad de su deseo, el alivio de la oscuridad. Indagaba en ella la cercanía un poco hostil del otro cuerpo no queriendo aceptar aún lo que sus manos percibían, la obstinada quietud, esa cautela retráctil con que se repudia el fuego. Seguía oyendo esa voz que le avisaba al oído, volvía a verse parado en una esquina de la habitación, indiferente espía que observara fumando el ruido inútil de los cuerpos, el desasosiego de las dos sombras que respiraban como escarbando la tierra.

Luego encendió la luz y buscó cigarrillos. Sin levantar la cara de la almohada Lucrecia le pidió que apagara. Antes de hacerlo Biralbo miró el brillo de sus ojos entre el pelo en desorden. Con ese aire de liviandad que tenía cuando andaba descalza fue hacia el cuarto de baño. Biralbo oyó como una injuria el ruido de los grifos y del agua girando en los sumideros. Al salir ella dejó encendida aquella luz tan pálida como la de un frigorífico. La vio venir desnuda y ligeramente inclinada y entrar tiritando en la cama, y abrazarse a él, con la cara todavía mojada y la barbilla trémula. Pero esas señales de ternura ya no alentaban a Biralbo: definitivamente era otra, lo había sido desde que volvió, tal vez desde mucho antes, cuando aún no se había marchado, no era mentira la distancia, sí la temeridad de suponer que uno habría podido vencerla, la simulación de conversar y encender cigarrillos como si no supieran que cualquier palabra ya era inútil.

Biralbo no recordaba luego si logró dormir. Sabía que durante muchas horas la siguió abrazando en la penumbra oblicuamente iluminada por la luz del cuarto de baño y que en ningún instante se mitigó su deseo. Algunas veces Lucrecia lo acariciaba dormida y sonreía diciendo cosas que él no pudo entender. Tuvo una pesadilla: se despertó temblando y él debió sujetarle las manos que buscaban su cara para hincarle las uñas. Lucrecia encendió la luz como para estar segura de que había despertado. La calefacción excesiva agravaba el insomnio. Biralbo volvió a disgregarse en la turbia proximidad de los sueños: seguía viendo la habitación, la ventana, los muebles, incluso sus ropas en el suelo, pero estaba en San Sebastián o no tenía a su lado a Lucrecia, o era otra mujer la que tan tenazmente abrazaba.

Supo que se había dormido cuando lo sobresaltó la certeza de que alguien se movía en la habitación: una mujer, de espaldas, vestida con una extraña bata roja, Lucrecia. Prefirió que aún creyera que él estaba dormido. La vio abrir cautelosamente el frigorífico y servirse una copa, cerró los ojos cuando ella se inclinó sobre la mesa de noche para coger un cigarrillo. La lumbre del mechero le iluminó la cara. Se sentó frente a la ventana como disponiéndose a esperar la llegada del amanecer. Dejó la copa en el suelo e inclinó la cabeza: parecía que quisiera distinguir algo tras el cristal.

– No sabes fingir -dijo cuando él se le acercó-. Me he dado cuenta de que no dormías.

– Tampoco sabes tú.

– ¿Lo hubieras preferido?

– Lo noté en seguida. La primera vez que te toqué. Pero no quería estar seguro.

– Me parecía que no estábamos solos. Cuando apagué la luz todo se llenó de rostros, los de la gente que habrá dormido aquí otras noches, el tuyo, no el de ahora, el de hace tres años, el de Malcolm; cuando se tendía sobre mí y yo no me negaba.

– De modo que Malcolm sigue vigilándonos.

– Sentía como si estuviera muy cerca de nosotros, en la habitación de al lado, escuchando. He soñado con él.

– Querías arañarme la cara.

– Reconocerte me salvó. Ya no seguí soñando esas cosas.

– Pero te has vuelto a despertar.

– Tú no sabes que casi nunca duermo. En Ginebra, cuando conseguía un poco de dinero, compraba Valium y tabaco, comía con lo que me sobraba.

– No me has dicho que viviste en Ginebra.

– Tres meses, cuando me fui de Berlín. Me moría de hambre. Pero allí no pasan hambre ni los perros. No tener dinero en Ginebra es peor que ser un perro o una cucaracha. Vi cientos de ellas, en todas partes, hasta en las mesas de noche de aquellos hoteles para negros. Te escribía y tiraba las cartas. Me miraba al espejo y me preguntaba qué pensarías si pudieras verme. Tú no conoces la cara que se ve en el espejo cuando hay que acostarse sin haber comido. Tenía miedo de morirme en una de aquellas habitaciones o en mitad de la calle y de que me enterraran sin saber quién era.

– ¿Conociste allí al hombre de la fotografía?

– No sé de quién me hablas.

– Sí lo sabes. El que te abrazaba en el bosque.

– Todavía no te he perdonado que me registraras el bolso.

– Ya sé: eso hacía Malcolm. ¿Quién era?

– Estás celoso.

– Sí. ¿Te acostabas con él?

– Tenía un negocio de fotocopias. Me dio trabajo. Casi me desmayé en su puerta.

– Te acostabas con él.

– Pero qué importa eso.

– Me importa a mí. ¿Con él no veías rostros en la oscuridad?

– No entiendes nada. Yo estaba sola. Estaba huyendo. Me buscaban para matarme. En él había bondad, eso que ni tú ni yo tenemos. Fue amable y generoso y nunca me hizo preguntas, ni cuando vio tu foto en mi cartera, aquel recorte del periódico que me mandaste. Tampoco preguntó nada cuando le pedí que me pagara la clínica. Hizo como si creyera que la causa era él.

Lucrecia esperó en silencio una pregunta que Biralbo no hizo. Tenía seca la boca y le dolían los pulmones, pero continuaba fumando con una saña del todo ajena al placer. Estaba amaneciendo al otro lado de los árboles, en un cielo liso y gris sobre el que todavía perduraba la noche, rasgada por jirones púrpura. Hacía horas que no escuchaban el mar. Muy pronto la primera luz levantaría niebla entre los árboles. De pie ante la ventana Lucrecia siguió hablando sin mirar a Biralbo. Tal vez no para que supiera o compartiera, sino para que también él alcanzara su parte de castigo, la dosis justa de indignidad y de vergüenza.

– …Aquella noche en la cabaña. No te lo conté todo. Me dieron somníferos y coñac, iba cayéndome cuando Malcolm me llevó a la cama. Lo miraba y veía sobre sus hombros la cabeza del Portugués con los ojos abiertos y la lengua morada que se le derramaba de la boca. Me desnudó como a un niño dormido, luego entraron Toussaints y Daphne, sonriendo, ya sabes, como esos padres que entran a dar las buenas noches. O a lo mejor eso ocurrió antes. Toussaints hablaba siempre acercándose mucho, se le olía el aliento. Me dijo: «Si la niña buena no calla papá Toussaints corta lengua.» Lo dijo en español, y me sonó muy raro, yo llevaba meses hablando y hasta soñando en alemán o en inglés. Incluso tú me hablabas en alemán cuando soñaba contigo. Luego se fueron. Me quedé sola con Malcolm, lo veía moverse por la habitación, pero estaba dormida, se desnudó y me di cuenta de lo que iba a hacer, pero no podía evitarlo, como cuando te persiguen en sueños y no puedes correr. Pesaba mucho y se movía sobre mí, estaba gimiendo, con los ojos cerrados, me mordía la boca y el cuello y seguía moviéndose y yo sólo deseaba que aquello terminara muy pronto para poder dormirme, Malcolm gemía como si estuviera muriéndose, con la boca abierta, me manchó la cara de saliva. Ya no se movía, pero pesaba como un muerto, entonces entendí lo que significa eso: pesaba como el Portugués cuando lo llevaban cogido de la cabeza y de las piernas y lo soltaron sobre aquella lona. Luego, en Ginebra, empecé a desmayarme y me daban vómitos cuando me levantaba, pero no era de hambre, y me acordé de Malcolm y de aquella noche. De la saliva. Del modo en que gemía contra mi boca.

Ya había amanecido. Biralbo se vistió y dijo que iría a buscar dos tazas de café. Cuando volvió con ellas Lucrecia todavía estaba mirando por la ventana, pero ahora la luz afilaba sus rasgos y hacía más pálida su piel contra la seda roja en la que se envolvía, una vestidura muy amplia, ceñida a la cintura, de un vago aire chino o medieval. Pensó con remordimiento y rencor que se la habría regalado el hombre de la foto. Cuando Lucrecia se sentó en la cama para beber el café sus rodillas y sus muslos surgieron de la tela roja. Nunca la había deseado tanto. Supo que debía marcharse solo: que debía decirlo antes de que se lo pidiera ella.

– Te llevaré a Lisboa -dijo-. No haré preguntas. Estoy enamorado de ti.

– Vas a volver a San Sebastián. Le devolverás el coche a Floro Bloom. Dile que no lo he olvidado.

– No me importa nadie más que tú. No te pediré nada, ni que seas mi amante.

– Vete con Billy Swann, toma un avión mañana mismo. Vas a ser el mejor pianista negro del mundo.

– Eso no valdrá nada si tú no estás conmigo. Haré lo que tú quieras. Haré que te enamores otra vez de mí.

– Sigues sin entender que yo lo daría todo porque ocurriera eso. Pero lo único que de verdad deseo es morirme. Siempre, ahora, aquí mismo.

Nunca, ni cuando se conocieron, había vislumbrado Biralbo en sus ojos una ternura así: pensó con dolor y orgullo y desesperación que nunca volvería a encontrarla en los ojos de nadie. Al apartarse, Lucrecia lo besó entreabriendo los labios. Dejó que la bata de seda roja se deslizara hacia el suelo y entró desnuda en el cuarto de baño.

Biralbo se acercó a la puerta cerrada. Con la mano inmóvil en el pomo escuchó el rumor del agua. Luego se puso la chaqueta, guardó las llaves, el revólver, tras un instante de duda resuelto por la visión de la sonrisa de Toussaints Morton. La cartera le abultaba desusadamente en el bolsillo: recordó que antes de salir de San Sebastián había retirado del banco todo su dinero. Apartó unos pocos billetes y dejó el resto en la mesa de noche, entre las páginas de un libro. Se volvió cuando ya abría la puerta silenciosamente: había olvidado recoger las cartas de Lucrecia. Un sol horizontal y amarillo relumbraba en los cristales del vestíbulo. Olió a tierra húmeda y a espesura de helechos cuando caminaba hacia el automóvil. Sólo al ponerlo en marcha y aceptar que irremediablemente se iba entendió las últimas palabras que le había dicho Lucrecia y la serenidad con que las pronunció: ahora también él deseaba morir de esa manera apasionada, vengativa y fría en que uno sólo desea lo que es únicamente suyo, lo que sabe que ha merecido siempre.

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