PRIMERA PARTE

1

Londres, Inglaterra, 1913


El lugar donde se acurrucó estaba oscuro, pero la pequeña hizo como le ordenaron. La dama le había dicho que aguardara, que aún no estaba a salvo, tenía que estarse tan quieta como los ratones de una alacena. La niña supo que era un juego, como el escondite.

Detrás de los barriles de madera, la niña escuchaba. Evocó una imagen en su mente, tal como su padre le había enseñado. Muy cerca, unos hombres, que supuso eran marineros, gritaban a otros más lejos. Voces fuertes y toscas, llenas del mar y su sal. En la distancia las sirenas de los barcos, los silbatos, los remos al chocar contra el agua; y más allá, el grito de las grises gaviotas de alas extendidas para absorber los rayos del sol.

La dama regresaría, eso había dicho, pero la pequeña deseaba que fuera pronto. Había estado esperando largo tiempo, tanto que el sol había recorrido el cielo y ahora calentaba sus rodillas bajo su vestido nuevo. Prestó atención, esperando oír el ruido de las enaguas de la dama siseando contra los tablones del muelle. El taconeo de sus zapatos, apresurados, siempre apresurados, como nunca habían sonado los de su madre. La pequeña se preguntaba, de esa forma vaga y despreocupada de los niños que son muy queridos, dónde estaba su mamá. Cuándo regresaría. Y también se preguntaba acerca de la dama. Sabía quién era, había escuchado a la abuela hablar de ella. La dama se llamaba la Autora y vivía en una pequeña casa en los límites de la propiedad, más allá del laberinto. Se suponía que la pequeña no lo sabía. Se le había prohibido jugar en el laberinto de setos espinosos. Mamá y la abuela le habían dicho que era peligroso aproximarse al acantilado. Pero a veces, cuando nadie la observaba, a la pequeña le gustaba hacer cosas prohibidas.

Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en el haz de luz solar que se filtraba entre los dos barriles. La pequeña sonrió y entonces la dama, el acantilado, el laberinto y su madre abandonaron sus pensamientos. Extendió un dedo y trató de apresar una mota. Se rió del modo en que las motas se acercaban para luego escabullirse.

Los ruidos más allá de su escondrijo eran ahora diferentes. La pequeña podía escuchar el barullo de cosas moviéndose, de voces excitadas. Se inclinó hacia la rendija y apretó su rostro contra la fría madera de los barriles. Con un ojo examinó los muelles.

Piernas, zapatos y dobladillos de enaguas. Retazos de coloridas cintas de papel se agitaban de un lado a otro, y en el muelle, resabiadas gaviotas a la caza de migajas.

Hubo un bandazo y el enorme barco gimió larga y gravemente desde el interior de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los tablones del muelle hasta la punta de los dedos de la pequeña. Se produjo un instante de tensión en el que se encontró conteniendo la respiración, las palmas extendidas a los lados, luego el barco se puso en marcha y se apartó del muelle. La sirena sonó y hubo una ola de vítores, gritos de «Bon voyage». Estaban en camino. Hacia América, un lugar llamado Nueva York en donde papá había nacido. Ella los había oído cuchichear sobre el tema durante un tiempo, mamá diciéndole a papá que deberían partir tan pronto fuera posible, que no podían permitirse seguir aguardando.

La pequeña volvió a reír; el bote se deslizaba sobre el agua como una ballena gigante, como Moby Dick en el cuento que su padre le leía con frecuencia. A mamá no le gustaba que le leyera semejantes historias. Decía que eran demasiado aterradoras y que le metían ideas en la cabeza que luego no podrían sacarle. Papá siempre besaba a mamá en la frente cuando ella decía cosas por el estilo, le decía que tenía razón y que tendría más cuidado en el futuro. Pero así y todo continuaba contándole historias a la pequeña sobre la gran ballena. Y otras -que eran sus favoritas- de un libro de cuentos sobre viejas ciegas y doncellas huérfanas y un largo viaje por alta mar. Él se aseguraba de que mamá no se enterara, que fuera su secreto.

La pequeña entendió que había secretos que no podían compartir con mamá. Mamá no estaba bien, había estado enferma desde antes de que naciera la niña. La abuela siempre estaba diciéndole que se comportara bien, recordándole que si mamá se enfadaba algo terrible podría sucederle y todo sería por su culpa. La pequeña amaba a su madre y no quería entristecerla, no quería que algo terrible sucediera, así que mantenía esas cosas en secreto. Como las historias fantásticas, y el jugar cerca del laberinto, y las veces en que papá la había llevado a visitar a la Autora en la casa de los límites de la propiedad.

– ¡Aja! -exclamó una voz junto a su oído-. ¡Te encontré! -El barril fue apartado y la pequeña parpadeó bajo la luz del sol. Parpadeó hasta que el dueño de la voz se movió y bloqueó la luz. Era un muchacho grande, de ocho o nueve años, supuso-. Tú no eres Sally -dijo.

La pequeña negó con la cabeza.

– ¿Quién eres?

Se suponía que no debía decir a nadie su nombre. Era un juego que estaban jugando ella y la dama.

– ¿Y bien?

– Es un secreto.

Él frunció la nariz y sus pecas se juntaron.

– ¿Y eso?

Se encogió de hombros. Se suponía que no debía mencionar a la dama. Papá siempre se lo estaba recordando.

– ¿Dónde está Sally, entonces? -El niño se impacientaba. Miró a derecha y a izquierda-. La vi correr en esta dirección. Estoy seguro de ello.

Se escuchó una fuerte risa más allá, en el muelle, y el ruido de pasos a la carrera. El rostro del niño se iluminó.

– ¡Rápido! -dijo y comenzó a correr-. Se está escapando.

La pequeña inclinó la cabeza por delante del barril y lo vio escabullirse entre la multitud en persecución de un torbellino de pequeñas enaguas.

El hormigueo de sus pies la incitaba a seguirle.

Pero la dama había dicho que esperara.

El niño se estaba alejando. Esquivó a un hombre rollizo de bigotes encerados que fruncía el ceño de tal modo que sus facciones se juntaban en el centro de su rostro como una familia de cangrejos asustados.

La pequeña rió.

Tal vez todo fuera parte del mismo juego. La dama le recordaba más a una niña que a los adultos que conocía. Tal vez ella también estuviera jugando.

Salió de detrás del barril y se puso lentamente de pie. El pie izquierdo se le había dormido y ahora sentía calambres. Esperó un momento a que le volviera la sensibilidad, mirando mientras el niño doblaba por una esquina y desaparecía.

Después, sin pensarlo dos veces, salió a la carrera detrás de él. Con pasos veloces y el corazón cantándole en el pecho.

2

Brisbane, Australia, 1930


Al final, celebraron el cumpleaños de Nell en el edificio de los Forester, en Latrobe Terrace. Hugh había sugerido el nuevo salón de baile de la ciudad, pero Nell, haciéndose eco de su madre, había dicho que era una tontería meterse en gastos superfluos, especialmente ahora, que los tiempos eran tan difíciles. Hugh accedió, pero en cambio insistió en que ella encargara a Sydney las cintas de encaje especial que sabía le apetecían para su vestido. Lil le había metido esa idea en la cabeza antes de morir. Se había inclinado y, tomando su mano, le había mostrado el anuncio del periódico, con la dirección de la calle Pitt, explicándole lo fino que era el encaje, cuánto significaría para Nellie, y que, aunque pudiera parecer extravagante, podría reutilizarse para el vestido de novia, cuando llegara el momento. Después había sonreído, y fue como si volviera a tener dieciséis años, ya que le dejó embelesado.

Lil y Nell habían estado trabajando en el vestido de cumpleaños desde hacía un par de semanas. Por las noches, cuando Nell regresaba a casa del trabajo en la tienda de periódicos, tomaban el té, y las hermanas pequeñas peleaban letárgicamente en la terraza al tiempo que una multitud de mosquitos anegaba el aire de la noche haciendo que uno se sintiera enloquecer por el zumbido. Nell tomaba su canasta de costura y acercaba una silla junto al lecho de enferma de su madre. Hugh a veces las escuchaba, riendo sobre algo que había sucedido en la tienda: una discusión que Max Fitzsimmons había tenido con un cliente, o la última dolencia de la señora Blackwell, o las travesuras de los mellizos de Nancy Brown. Permanecía cerca de la puerta, llenando su pipa de tabaco y escuchando mientras Nell bajaba la voz, rebosante de satisfacción al contar algo que Danny había dicho. Alguna promesa que había hecho sobre la casa que iba a comprarle cuando se casaran, el automóvil al que le había echado el ojo y que su padre creía poder conseguir por poco dinero porque era una bicoca, la última batidora de cocina de la tienda de McWhirter.

A Hugh le gustaba Danny: no podía pedir más para Nell, lo cual no estaba mal, teniendo en cuenta que la pareja había sido inseparable desde que se conocieron. El verlos juntos le recordaba a Hugh sus primeros años con Lil. Habían sido felices como alondras, en la época en la que el futuro se extendía radiante frente a ellos. Y había sido un buen matrimonio. Habían tenido sus momentos de prueba, al principio, antes de tener a las niñas, pero de una u otra forma siempre los habían superado…

Con la pipa llena, y sin excusas para seguir ahí, Hugh se retiró. Buscaría un sitio para acomodarse en el extremo más tranquilo de la terraza delantera, un lugar oscuro en donde poder sentarse en paz, o tan cerca de la paz como fuera posible en una casa desbordante de hijas ruidosas, cada una más excitable que la anterior. Sólo él y su matamoscas en el alféizar de la ventana, en caso de que los mosquitos se acercaran demasiado. Y después seguiría sus pensamientos, los cuales volvían invariablemente hacia el secreto que había guardado todos estos años.

Pero el momento ya le había atrapado, podía sentirlo. La presión, largamente mantenida a raya, había comenzado, desde hacía poco, a aumentar. Ella tenía casi veintiún años, una mujer adulta lista para comenzar su propia vida, comprometida para casarse, nada menos, que tenía derecho a conocer la verdad.

Sabía lo que Lil diría al respecto, motivo por el cual no se lo había contado. Lo último que quería es que Lil se preocupara, que pasara sus últimos días intentando convencerlo de que desistiera, como había hecho con frecuencia en el pasado.

A veces, mientras pensaba en las palabras que elegiría para hacer su confesión, Hugh se descubría deseando que fuera alguna de las otras niñas. Se maldijo entonces al reconocer que tenía una favorita, aunque fuera sólo para sí.

Pero Nellie siempre había sido especial, muy distinta de las otras. Entusiasta e imaginativa. Más como Lil, pensaba con frecuencia, aunque, por supuesto, eso no tenía sentido.


* * *

Colgaron cintas a lo largo de las vigas, blancas para hacer juego con el vestido y rojas para hacer juego con su cabello. Puede que la antigua sala recubierta de madera no tuviera el brillo y el lustre de los nuevos edificios de ladrillo de la ciudad, pero lucía bien. Al fondo, cerca del escenario, las cuatro hermanas menores de Nell habían preparado una mesa con los regalos de cumpleaños y una pila considerable había comenzado a tomar forma. Algunas de las mujeres de la iglesia se habían reunido para preparar la cena, y Ethel Mortimer estaba aporreando el piano con bailes románticos de la época de la guerra.

Los jóvenes, hombres y mujeres, se agruparon, al principio en excitados grupos junto a las paredes, pero a medida que la música y los muchachos más audaces se animaron, comenzaron a dividirse en parejas y a ocupar la pista. Las hermanitas miraban con envidia, hasta que fueron convocadas para transportar las bandejas con sándwiches desde la cocina hasta la mesa preparada para la cena.

Cuando llegó el momento de los discursos, las mejillas estaban brillantes y los zapatos rozados por el baile. Marcie McDonald, la esposa del pastor, golpeó en su copa y todos se volvieron a Hugh, quien estaba desplegando una pequeña hoja que había sacado del bolsillo del pecho. Se aclaró la garganta y se pasó una mano por su peinado cabello. Hablar en público nunca había sido su fuerte. Era la clase de hombre que se guardaba sus opiniones para sí, y dejaba que los hombres más locuaces se encargaran de los discursos. Sin embargo, que una hija se hiciera adulta sucedía sólo una vez y era su deber anunciarlo. Siempre había cumplido con sus obligaciones, siguiendo todas las reglas. Al menos en su mayor parte.

Sonrió cuando uno de sus compañeros del muelle lo interrumpió con un grito, y entonces, sosteniendo en su mano el papel, respiró hondo. Uno tras otro, leyó los puntos de la lista, escritos en diminuta caligrafía negra: lo orgullosos que habían estado siempre él y su madre de Nell; la bendición que habían recibido con su llegada, lo orgullosos que estaban de Danny. Lil se había sentido especialmente feliz, dijo, de saber del compromiso antes de morir.

Ante la mención de la reciente muerte de su esposa, los ojos de Hugh comenzaron a escocerle y guardó silencio. Hizo una pausa momentánea y dejó que su mirada recorriera los rostros de sus amigos y de sus hijas, posándola un instante en Nell, quien sonreía mientras Danny susurraba algo en su oído. Una nube pareció cruzarle el ceño, y los presentes se preguntaron si no iría a anunciar algo de importancia, pero el momento pasó. Su expresión se relajó y guardó la hoja de papel en el bolsillo. Ya era hora de que hubiera otro hombre en la familia, dijo con una sonrisa, para igualar un poco la situación.

Las damas de la cocina entraron entonces en acción, distribuyendo tazas de té entre los presentes, pero Hugh permaneció inmóvil, dejando que la gente pasara a su lado, aceptando las palmadas sobre su hombro, los comentarios de «Bien hecho, amigo», la taza de té con su platillo que alguien le pasaba. El discurso había salido bien, y sin embargo no lograba relajarse. Su corazón se había acelerado y, aunque no hacía calor, estaba sudando.

Claro que sabía el motivo. Las obligaciones de la noche no habían concluido. Cuando observó que Nell salía, sola, por una puerta lateral, a un pequeño patio, aprovechó la oportunidad. Se aclaró la garganta, dejó la taza de té en un hueco libre sobre la mesa de regalos, y luego salió del cálido murmullo de la sala en dirección al aire fresco de la noche.

Nell estaba de pie junto al tronco gris verdoso de un solitario eucalipto. Una vez, pensó Hugh, toda la ladera estuvo cubierta de ellos, así como los barrancos a cada lado. Debió de ser todo un espectáculo la multitud de troncos fantasmales en las noches de luna llena.

En fin. Estaba aplazando las cosas. Incluso ahora trataba de escapar a su responsabilidad, estaba siendo débil.

Un par de murciélagos negros cruzaron silenciosos el cielo nocturno. Descendió por los destartalados escalones de madera, y cruzó el césped húmedo de rocío.

Ella debió de oírle llegar -tal vez lo presintió- porque se volvió y sonrió al acercársele.

– Estaba pensando en mamá -le dijo, cuando llegó a su lado-, preguntándome desde cuál estrella estará mirándonos.

Hugh estuvo a punto de echarse a llorar al escucharla. Maldijo que mencionara a Lil en ese momento, que le hiciera notar que ella estaba observando, seguramente furiosa con él por lo que estaba a punto de hacer. Podía escuchar la voz de Lil, los viejos argumentos…

Pero era su decisión y la había tomado. Era él, después de todo, quien había comenzado todo el asunto. Aunque hubiera sido sin intención, fue él quien había dado el paso que los había puesto en ese camino y era él quien debía rectificarlo. Los secretos tenían un modo de darse a conocer, y era mejor, sin duda, que ella conociera la verdad de su boca.

Tomó las manos de Nell entre las suyas y besó el dorso de cada una. Las apretó con fuerza, sus delicados dedos contra sus palmas rugosas.

Su hija. Su primogénita.

Ella le sonrió, radiante en su delicado vestido de encaje.

Él respondió con una sonrisa.

Después la invitó a sentarse en un tronco caído de un ficus, liso y blanco, y se inclinó para susurrar algo en su oído. Transfirió el secreto que él y su esposa habían guardado durante diecisiete años. Esperó a ver una chispa de reconocimiento, un diminuto cambio de expresión mientras ella asimilaba lo que le estaba diciendo. Observó cómo los cimientos de su mundo se resquebrajaban, y la persona que había sido desaparecía en un instante.

3

Brisbane, Australia, 2005


Cassandra llevaba días sin salir del hospital, aunque el doctor tenía pocas esperanzas de que su abuela recuperara el conocimiento. Era muy improbable, dijo, a su edad, y con semejante cantidad de morfina en su organismo.

La enfermera de noche había regresado, por lo que imaginó que había anochecido, aunque no pudiera precisar qué hora sería. Allí era difícil saberlo: las luces de la sala de espera estaban siempre encendidas, podía escucharse una televisión a todas horas -pero nunca verse-, y los carritos recorrían los pasillos de arriba abajo, sin importar la hora. Toda una ironía que un lugar que dependía tanto de la rutina operara tan decididamente fuera de los horarios habituales.

Sin embargo, Cassandra esperó. Mirando, consolando, mientras Nell se ahogaba en un mar de recuerdos, volvía a emerger en busca de aire una y otra vez, y regresaba a épocas de su vida cada vez más tempranas. No podía soportar pensar que su abuela venciera las posibilidades en su contra y regresara al presente tan sólo para encontrarse flotando en las postrimerías de la vida, sola.

La enfermera reemplazó la bolsa de suero vacía por una nueva, giró un interruptor en la máquina situada detrás de la cama y luego se concentró en arreglar las sábanas.

– No ha bebido nada -indicó Cassandra, su voz sonándole extraña incluso a sí misma-. En todo el día.

La enfermera alzó la vista, sorprendida de que alguien le hablara. Miró por encima de las gafas hacia la silla en donde estaba sentada Cassandra, con una manta azul verdosa, de hospital, sobre el regazo.

– Me ha asustado -dijo-. Lleva aquí todo el día, ¿verdad? Probablemente sea lo mejor, ya no falta mucho.

Cassandra ignoró el comentario.

– ¿No deberíamos darle algo de beber? Debe de estar sedienta.

La enfermera dobló las sábanas y las acomodó eficientemente debajo de los delgados brazos de Nell.

– Estará bien. El goteo se encarga de todo eso. -Comprobó algo en la tablilla de Nell, hablando sin alzar la vista-. Hay un sitio para preparar té al final del pasillo por si lo necesita.

La enfermera se marchó y Cassandra vio que los ojos de Nell estaban abiertos, mirando fijamente.

– ¿Quién eres? -se escuchó la frágil voz.

– Soy yo, Cassandra.

Confusión.

– ¿Te conozco?

Los doctores se lo habían anticipado, pero sin embargo sintió una punzada.

– Sí, Nell.

Nell la miró, con sus ojos color gris acuoso. Parpadeó confundida.

– No puedo recordar…

– Shhh… está bien.

– ¿Quién soy?

– Tu nombre es Nell Andrews -explicó Cassandra, cogiéndole la mano-. Tienes noventa y cinco años. Vives en una antigua casa en Paddington.

Los labios de Nell temblaron; se estaba concentrando, intentando dar sentido a las palabras.

Cassandra tomó un pañuelo de papel de la mesilla y se acercó para secar delicadamente el hilo de saliva del mentón de Nell.

– Tienes un stand en el centro de antigüedades en Latrobe Terrace -continuó en voz baja-. Tú y yo lo compartimos, vendemos cosas viejas.

– Te conozco -dijo Nell débilmente-. Eres la niña de Lesley.

Cassandra parpadeó, sorprendida. Rara vez hablaban de su madre, al menos no durante los años de pubertad de Cassandra y tampoco en los diez años desde su regreso, cuando vivía en el piso debajo de la casa de Nell. Era un acuerdo tácito entre ambas no volver a un pasado que, por diferentes razones, preferían olvidar.

Nell se sorprendió. Sus ojos asustados examinaron el rostro de Cassandra.

– ¿Dónde está el niño? Espero que no esté aquí, ¿está aquí? No quiero que toque mis cosas. Que las estropee.

Cassandra sintió que se mareaba.

– Mis cosas son preciosas. No dejes que se acerque.

Las palabras se agolparon en su garganta al intentar decirlas.

– No… no, no le dejaré. No te preocupes, Nell. Él no está aquí.


* * *

Más tarde, cuando su abuela volvió a perder el conocimiento, Cassandra pensó en la cruel habilidad de la mente para remover retazos del pasado. ¿Por qué, cuando estaba al final de su vida, la mente de su abuela resonaba con las voces de gentes desaparecidas tiempo atrás? ¿Era siempre así? Los que tienen billete para el silencioso barco de la muerte ¿miran siempre al muelle en busca de los rostros de los que ya han partido?

Cassandra debió de quedarse dormida entonces, porque lo siguiente que supo fue que el ritmo del hospital había vuelto a cambiar. Se habían adentrado aún más en el túnel de la noche. Las luces de los pasillos se habían atenuado y los sonidos del sueño flotaban a su alrededor. Estaba acurrucada en el sillón, el cuello rígido y el tobillo helado al haberse salido de la delgada manta. Intuía que era tarde, y estaba cansada. ¿Qué la había despertado?

Nell. Su respiración era agitada. Estaba despierta. Cassandra se movió con rapidez y llegó junto al lecho, acomodándose a un lado. En la penumbra, los ojos de Nell parecían vidriosos, pálidos y manchados como agua sucia de pintura. Su voz, un delgado hilo, casi quebrada. Al principio no pudo oírla, pensó que eran sólo sus labios que se movían en torno a palabras perdidas pronunciadas tiempo atrás. Después se dio cuenta de que Nell estaba hablando.

– La dama -estaba diciendo-. La dama dijo que esperara…

Cassandra acarició la febril frente de Nell, apartando los delicados mechones de cabellos que alguna vez brillaron como la plata. Otra vez la dama. «A ella no le importará -dijo-. A la dama no le importará si te vas».

Nell apretó los labios, y luego tembló.

– Se supone que no debo moverme. Dijo que esperara aquí, en el barco. -Su voz era un susurro-. La dama… la Autora… No se lo digas a nadie.

– Shhh -dijo Cassandra-. No se lo diré a nadie. Nell, no se lo diré a la dama. Puedes irte.

– Ella dijo que vendría por mí, pero me moví. No me quedé donde me dijeron.

La respiración de su abuela era ahora agitada, se estaba dejando llevar por el pánico.

– Por favor, no te preocupes, Nell, por favor. Todo está bien, te lo prometo.

La cabeza de Nell cayó hacia un lado.

– No puedo ir… no, se suponía que yo… la dama…

Cassandra apretó el botón para pedir ayuda, pero no se encendió luz alguna sobre la cama. Vaciló, esperando oír los pasos apresurados en el pasillo. Los párpados de Nell se agitaban, se estaba yendo.

– Traeré una enfermera…

– ¡No! -Nell extendió ciegamente una mano, intentando agarrar a Cassandra-. ¡No me dejes! -Estaba llorando. Lágrimas silenciosas humedecían y brillaban sobre la pálida piel.

Los ojos de Cassandra se llenaron de lágrimas.

– Está bien, abuela. Voy a buscar ayuda. Vuelvo enseguida, te lo prometo.

4

Brisbane, Australia, 2005


La casa parecía saber que su dueña se había marchado, y si bien no lamentaba exactamente su pérdida, se había refugiado en un obstinado silencio. Nell nunca había sido una persona a quien le gustaran las fiestas (y hasta los ratones de cocina eran más ruidosos que su nieta), por lo que la casa se había acostumbrado a una tranquila existencia sin agitaciones ni ruidos. Por eso fue un rudo golpe, cuando la gente llegó sin aviso ni advertencia, y comenzó a revolver la casa y el jardín, derramando té y dejando caer migajas. Agazapada en la ladera de la colina detrás del enorme centro de antigüedades, la casa soportó con estoicismo esta última indignidad.

Las tías lo habían organizado todo, por supuesto. Cassandra habría estado igualmente satisfecha sin haber hecho nada, honrando la memoria de su abuela en privado, pero sus tías no quisieron ni oír hablar del tema. Nell debía contar con un velatorio, dijeron. La familia querría dar sus condolencias, así como los amigos de Nell. Y además, era lo correcto.

Cassandra no se oponía a esa firme imposición. En otro momento tal vez lo habría hecho, pero no ahora. Además, las tías suponían una fuerza imparable, cada una tenía una energía que no armonizaba con su avanzada edad (incluso la más joven, tía Hettie, no tenía un día menos de ochenta años). Por tanto, Cassandra dejó a un lado su renuencia, resistió la tentación de señalar la resuelta ausencia de amigos de Nell, y se puso a realizar las tareas que le encargaron: preparar tazas y platos, encontrar tenedores para postre, hacer a un lado los cachivaches de Nell, para que los primos tuvieran algún lugar en donde sentarse. Dejó que las tías se arremolinaran a su alrededor con toda la pompa e importancia debidas.

En realidad no eran tías de Cassandra, claro. Eran las hermanas menores de Nell, tías de la madre de Cassandra. Pero Lesley nunca se había ocupado mucho de ellas, y las tías no tardaron en tomar a Cassandra bajo su tutela, en su lugar.

Cassandra había medio esperado que su madre asistiera al funeral, que apareciera en el crematorio justo cuando comenzara la ceremonia, con un aspecto treinta años más joven de su verdadera edad, atrayendo miradas admirativas, como siempre había sido. Hermosa, joven y despreocupada hasta lo indecible.

Pero no había sucedido. Habría enviado una tarjeta, supuso Cassandra, con una imagen en la cubierta, apenas vagamente adecuada al propósito. Una caligrafía desbordante que llamaría la atención, y al final, copiosos besos. Del tipo que se daban con facilidad, cicatrices sobre un renglón de escritura tras otro.

Cassandra hundió las manos en el fregadero de la cocina, mientras movía su contenido.

– Bueno, creo que ha resultado espléndido -declaró Phyllis, la hermana mayor después de Nell, y con mucho, la más mandona-. A Nell le hubiera gustado.

Cassandra miró hacia un lado.

– Es decir -continuó Phyllis, haciendo una pausa mientras secaba-, una vez que hubiera dejado claro que para empezar no quería algo así. -Su humor se volvió repentinamente maternal-. ¿Y cómo estás tú? ¿Cómo estás sobrellevando todo?

– Estoy bien.

– Te veo muy delgada. ¿Estás comiendo?

– Tres veces al día.

– Podrías engordar un poco. Vendrás a tomar el té mañana, invitaré a la familia, haré mi pastel casero.

Cassandra no discutió.

Phyllis miró preocupada la vieja cocina, observando la inclinada campana del extractor.

– ¿No tienes miedo aquí sola?

– No, no tengo miedo…

– Sin embargo esto es muy solitario -dijo Phyllis, frunciendo la nariz en extravagante empatía-. Cómo no vas a sentirte sola… Es natural, tú y Nell os hacíais buena compañía la una a la otra, ¿verdad? -No esperó confirmación, sino que apoyó una mano llena de manchas de sol en el antebrazo de Cassandra y continuó con su charla-. Pero te vas a poner bien, y yo te diré por qué. Siempre es triste perder a alguien a quien has querido, pero no es tan terrible cuando se trata de una anciana. Es como debe ser. Es mucho peor cuando es alguien joven… -Se detuvo a mitad de frase, los hombros tensos y las mejillas enrojecidas.

– Sí -convino Cassandra rápidamente-, claro que lo es. -Dejó de lavar las tazas y se inclinó para mirar hacia el jardín, a través de la ventana de la cocina. La espuma se deslizaba entre sus dedos, sobre la alianza de oro que todavía llevaba-. Debería salir y arrancar las malezas. El nasturtium acabará cubriendo el sendero si no tengo cuidado.

Phyllis se aferró agradecida al nuevo tema de conversación.

– Enviaré a Trevor para que te ayude. -Sus dedos agarrotados se apretaron en torno al brazo de Cassandra-. ¿El próximo sábado te parece bien?

Apareció entonces tía Dot, arrastrando los pies desde la sala de visitas con otra bandeja de tazas sucias. Las apoyó tintineando sobre la mesa y se llevó una rolliza mano a la frente.

– Por fin -dijo, parpadeando en dirección a Cassandra y Phyllis a través de unas gafas increíblemente gruesas-. Éstas son las últimas. -Se acercó con torpeza hasta la cocina y examinó el interior de la lata redonda donde se guardaban los bizcochos-. Se me ha abierto el apetito.

– Oh, Dot -exclamó Phyllis, saboreando la oportunidad de canalizar su incomodidad hacia otra cosa-, si acabas de comer.

– Eso fue hace una hora.

– ¡Qué caradura! Pensé que te estabas cuidando en el peso.

– Lo estoy -aseguró Dot, enderezándose y marcando su considerable cintura con ambas manos-. He perdido casi tres kilos desde Navidad. -Volvió a ajustar la tapa y se enfrentó a la dubitativa mirada de Phyllis-. Los perdí.

Cassandra reprimió una sonrisa mientras continuaba lavando las tazas. Phyllis y Dot eran tan redondas la una como la otra, todas sus tías lo eran. Lo habían heredado de su madre, que, a su vez, lo había heredado de la suya. Nell era la única que había escapado a la maldición familiar, y poseía la complexión delgada de su padre irlandés. Siempre había sido un espectáculo verlas juntas, Nell alta y delgada con sus rollizas hermanas.

Phyllis y Dot seguían discutiendo y Cassandra sabía, por experiencia, que, si no discurría algo para distraerlas, la pelea seguiría subiendo de tono hasta que una (o ambas) tirara una servilleta de té al suelo y saliera como una tromba de la habitación. Ya lo había visto antes, y nunca había podido acostumbrarse del todo al modo en que ciertas frases, ciertas miradas que duraban un instante de más, podían reactivar un desacuerdo comenzado muchos años antes. Como hija única, Cassandra hallaba los manidos senderos de la interacción entre hermanos fascinantes y horripilantes en igual medida. Era una suerte que las otras tías hubieran sido adoctrinadas por sus respectivas familias y no fueran capaces de agregar su granito de arena a la pelea.

Cassandra se aclaró la garganta.

– Sabéis, hay algo que he querido preguntaros. -Alzó un poco el volumen de voz consiguiendo, casi, llamarles la atención-. Sobre Nell. Algo que dijo en el hospital.

Phyllis y Dot se volvieron hacia ella, las mejillas de ambas sonrojadas. La mención de su hermana pareció calmarlas. Les recordó por qué se encontraban allí reunidas, secando tazas de té.

– ¿Algo sobre Nell? -repitió Phyllis.

Cassandra asintió.

– En el hospital, cerca del final, habló sobre una mujer. La dama, la llamaba, la Autora. Parecía creer que estábamos en una suerte de embarcación.

Phyllis apretó los labios.

– Su mente divagaba, no sabía lo que estaba diciendo. Seguramente un personaje de algún programa de televisión que había estado viendo. ¿No había una serie que solía seguir, que transcurría en un crucero?

– Oh, Phyll -suspiró Dot sacudiendo la cabeza.

– Estoy segura de recordarla hablando de eso…

– Vamos, Phyll -dijo Dot-. Nellie ya no está. No hay necesidad de todo esto.

Phyllis cruzó los brazos sobre su pecho y resopló indecisa.

– Deberíamos decírselo -sugirió Dot con delicadeza-. No hará daño alguno. Ya no.

– ¿Decirme qué? -Cassandra pasó su mirada de la una a la otra. Su pregunta había sido hecha para evitar otra rencilla familiar; no había esperado descubrir un extraño y posible secreto. Las tías estaban tan concentradas en lo suyo, que parecían haberse olvidado de que se encontraba allí-. ¿Decirme qué? -insistió.

Dot enarcó las cejas mirando a Phyllis.

– Será mejor que se entere por nosotras a que lo averigüe de alguna otra manera.

Phyllis asintió casi imperceptiblemente, sostuvo la mirada de Dot y sonrió con amargura. El conocimiento compartido volvía a convertirlas en aliadas.

– Muy bien, Cass. Será mejor que te sientes -dijo, al fin-. Pon la tetera, querida Dotty. ¿Nos preparas un té?

Cassandra siguió a Phyllis hasta la sala y se sentó en el sofá de Nell. Phyllis acomodó su orondo trasero al otro lado y jugueteó con un mechón de pelo.

– Es difícil saber por dónde empezar. Ha pasado mucho tiempo de todo esto.

Cassandra estaba perpleja.

– ¿De todo qué?

– Lo que voy a contarte es el gran secreto de nuestra familia. Todas las familias tienen uno, de eso puedes estar segura, algunos son más grandes que otros. -Frunció el ceño en dirección a la cocina-. ¿Por qué tarda tanto Dot? Lenta como una semana de lluvias, eso es lo que es.

– ¿De qué se trata, Phyll?

Suspiró.

– Me prometí que nunca se lo diría a nadie. Todo esto ha causado ya muchas divisiones en nuestra familia. Ojalá papá se lo hubiera guardado. Pensó que estaba haciendo lo correcto, pobre loco.

– ¿Qué fue lo que dijo?

Si Phyllis la escuchó, no hizo gesto de reconocimiento alguno. Ésta era su historia e iba a contarla a su manera tomándose su tiempo.

– Éramos una familia feliz. No teníamos mucho, pero éramos felices. Mamá y papá, y nosotras. Nellie era la mayor, como sabes, se llevaba diez años de diferencia, a causa de la Gran Guerra, con el resto de nosotras. -Sonrió-. No lo creerías, pero Nellie era, por entonces, el alma y vida de la familia. Todas la adorábamos, pensábamos en ella como en una suerte de madre, nosotras las pequeñas, especialmente después de que mamá enfermó. Nell cuidaba de ella con mucha dedicación.

Cassandra podía imaginarla perfectamente cuidando de su madre, pero que su irritable abuela fuera el alma y vida de la familia…

– ¿Qué sucedió?

– Durante mucho tiempo ninguna de nosotras lo supo. Así fue como lo quiso Nell. Todo cambió en nuestra familia y nadie supo por qué. Nuestra hermana mayor se convirtió en otra persona, dejó de querernos. No de un día para otro, no fue tan drástico. Se fue retirando, poquito a poco, distanciándose de todas nosotras. Fue tan misterioso, tan doloroso, y papá se negaba a hablar del tema, por más que le azuzáramos.

»Fue mi esposo, que en paz descanse, quien nos indicó finalmente el camino correcto. No a propósito, claro, no es que se hubiera propuesto descubrir el secreto de Nell ni nada de eso. Se las daba de ser un aficionado a la historia, pero eso es todo. Ocurrió cuando decidió hacer un árbol genealógico de la familia al nacer nuestro Trevor. El mismo año que tu madre, en 1947… -Hizo una pausa y miró a Cassandra con algo de malicia, como si esperase descubrir si de algún modo intuía lo que se avecinaba. No lo hizo-. Un día vino a mi cocina, lo recuerdo como si fuera hoy, y dijo que no podía encontrar ningún dato del nacimiento de Nellie en los registros. Bueno, claro que no, le dije, Nelly nació en Maryborough, antes de que la familia hiciera las maletas y se mudara a Brisbane. Doug asintió y dijo que eso era lo que había creído, pero que cuando requirió información de Maryborough, le dijeron que no había nada. -Phyllis lanzó una mirada significativa a Cassandra-. Así es, Nell no existía, al menos no en forma oficial.

Cassandra alzó la vista cuando Dot apareció desde la cocina y le entregó una taza de té.

– No lo entiendo.

– Claro que no, preciosa -tomó el testigo Dot, sentándose en el sillón junto a Phyllis-. Y durante mucho tiempo tampoco lo entendimos nosotras. -Sacudió la cabeza y suspiró.

– No hasta que hablamos con June. Durante el casamiento de Trevor, ¿no fue así, Phyll?

Phyllis asintió.

– Sí, en 1975. Estaba furiosa con Nell. Hacía poco que habíamos perdido a papá y allí estaba, mi hijo mayor, casándose, el sobrino de Nellie, y ella ni siquiera se molestó en aparecer. En cambio, se tomó unas vacaciones. Eso fue lo que me llevó a hablar de esa manera con June. No me avergüenza decir que estaba quejándome de Nell.

Cassandra estaba confusa, siempre había tenido dificultades en recordar la extensa red de familiares y amigos de las tías.

– ¿Quién es June?

– Una de nuestras primas -explicó Dot-, del lado de mamá. La habrás conocido en algún momento, ¿verdad? Era un año mayor que Nell y las dos eran inseparables de pequeñas.

– Debieron de estar muy unidas -dijo Phyllis sonándose la nariz-. June fue la única a quien Nell le contó lo sucedido.

– ¿Qué y cuándo sucedió? -preguntó Cassandra.

Dot se inclinó hacia delante.

– Papá le dijo a Nell…

– Papá le dijo a Nell algo que nunca debería haberle dicho -agregó Phyllis con rapidez-. Aunque estaba haciendo lo correcto, pobre hombre. Lo lamentó el resto de su vida, las cosas nunca volvieron a ser iguales entre ambos.

– Y Nell siempre había sido su favorita.

– Nos quería a todas -replicó Phyllis.

– Oh, Phyll -exclamó Dot haciendo un gesto con la mirada-. No puedes admitirlo ni siquiera ahora. Nell era su favorita, lisa y llanamente. Lo cual resultó una ironía.

Phyllis no respondió, por lo que Dot, satisfecha de hacerse cargo de las riendas, continuó.

– Sucedió durante la noche de su vigésimo primer cumpleaños -dijo-. Tras la fiesta…

– No fue después de la fiesta -refutó Phyllis-, fue durante. -Se volvió a Cassandra-. Supongo que pensó que era el momento perfecto para decírselo, el comienzo de su nueva vida y todo eso. Estaba comprometida para casarse, sabes. No con tu abuelo, con otro muchacho.

– ¿De veras? -Cassandra se sorprendió-. Nunca me contó nada.

– El amor de su vida, si me lo preguntas. Un chico del lugar, no como Al.

Phyllis pronunció el nombre con un dejo de desagrado. Que las tías desaprobaban al esposo estadounidense de Nell no era ningún secreto. No era personal, sino más bien el rechazo unánime de una ciudadanía resentida por el influjo de soldados llegados a Brisbane en la Segunda Guerra Mundial con más dinero y mejores uniformes, sólo para regresar a su país con una importante cuota de mujeres de la ciudad.

– ¿Entonces qué pasó? ¿Por qué no se casó con él?

– Ella rechazó el compromiso unos meses después de la fiesta -prosiguió Phyllis-. ¡Qué decepción! Todas queríamos a Danny, y a él le rompió el corazón. Con el tiempo se casó con otra, justo antes de la segunda guerra. No es que eso le trajera mucha felicidad, nunca regresó de luchar contra los japoneses.

– ¿Vuestro padre le dijo a Nell que no se casara con él? -preguntó Cassandra-. ¿Es eso lo que le dijo esa noche? ¿Que no se casara con Danny?

– Todo lo contrario -refunfuñó Dot-. Papá pensaba que el sol brillaba sólo para Danny. Ninguno de nuestros esposos logró siquiera hacerle sombra.

– Entonces, ¿por qué rompió el compromiso?

– Ella no lo explicó, ni siquiera se lo dijo a él. Casi nos volvimos locas tratando de entenderlo -contestó Phyllis-. Todo lo que supimos fue que Nell no se hablaba con papá, y que tampoco se hablaba con Danny.

– Eso fue todo lo que supimos hasta que Phyll habló con June -añadió Dot.

– Casi cuarenta y cinco años después.

– ¿Y qué dijo June? -preguntó Cassandra-. ¿Qué pasó en la fiesta?

Phyllis tomó un sorbo de té y enarcó las cejas en dirección a Cassandra.

– Papá le dijo a Nell que no era hija suya y de mamá.

– ¿Era adoptada?

Las tías intercambiaron una mirada.

– No exactamente -dijo Phyllis.

– Más bien fue encontrada -precisó Dot.

– Recogida.

– Recibida.

Cassandra frunció el ceño.

– ¿Encontrada dónde?

– En los muelles de Maryborough -dijo Dot-. A donde solían llegar las grandes embarcaciones europeas. Ahora ya no, claro, hay puertos mucho más grandes, y la mayor parte de la gente viaja en avión…

– Papá la encontró -interrumpió Phyllis-. Cuando ella era pequeña. Fue justo antes del comienzo de la Gran Guerra. La gente se iba de Europa en masa y nosotros estábamos más que felices de aceptarlos, aquí en Australia. Papá era el jefe del puerto en esa época, y su trabajo era controlar que quienes viajaban fueran quienes decían ser, y que llegaran a donde debían llegar. Algunos de ellos ni siquiera hablaban inglés.

»Por lo que yo entendí, una tarde hubo una suerte de conmoción. Un barco llegó a puerto desde Inglaterra tras un viaje de lo más agitado. Fiebres tifoideas, insolaciones, de todo, y cuando el barco llegó había equipaje de más, de personas fallecidas durante la travesía. Fue un gran dolor de cabeza. Papá se las ingenió para arreglarlo todo, por supuesto, siempre fue bueno para mantener el orden, pero se quedó más tiempo de lo habitual para asegurarse y le explicó al vigilante nocturno lo sucedido y por qué había equipaje extra en la oficina. Fue mientras estaba esperando cuando observó que quedaba alguien en el muelle. Una niña, de apenas cuatro años, sentada sobre su maleta.

– Y nadie en kilómetros a la redonda -añadió Dot sacudiendo la cabeza-. Estaba sola.

– Papá intentó averiguar quién era, claro, pero ella no se lo quiso decir. Dijo que no lo sabía, que no lo recordaba. Y no había nombre alguno identificando el equipaje, nada en su interior que fuera de ayuda, al menos que él se percatara. Ya era tarde, y estaba oscureciendo, y el tiempo había empeorado. Papá sabía que la niña debía de estar hambrienta, así que finalmente decidió que no podía hacer otra cosa más que llevársela a su casa. ¿Qué otra solución había? No iba a dejarla en los muelles, sola, bajo la lluvia toda la noche, ¿no?

Cassandra sacudió la cabeza, intentando conciliar a la agotada y solitaria pequeña de la historia de Phyllis con la Nell a quien conociera.

– Tal como me contó June, al día siguiente regresó esperando encontrarse con parientes frenéticos, policías, una investigación…

– Pero no hubo nada -dijo Dot-. Transcurrió un día tras otro y nada, nadie dijo nada.

– Era como si la niña no hubiera dejado rastro. Intentaron averiguar quién era, por supuesto, pero con tanta gente llegando a diario… Había mucho papeleo. Era muy sencillo que algo pasara inadvertido.

– O alguien.

Phylly suspiró.

– Así que se quedaron con ella.

– ¿Qué otra cosa podían hacer?

– Y dejaron que creyera que era su hija.

– Una de nosotras.

– Hasta que cumplió los veintiuno -dijo Phyllis-. Y papá decidió que debía saber la verdad. Que había sido encontrada sin nada que la identificara excepto el equipaje de una niña.

Cassandra permaneció sentada en silencio, intentando asimilar la información. Entrecruzó los dedos en torno a la caliente taza de té.

– Debió de sentirse muy sola.

– Sin duda -repuso Dot-. Todo ese trayecto sola. Semanas y semanas en una gran embarcación, para terminar en un muelle desierto.

– Y todo el tiempo después.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Dot frunciendo el ceño.

Cassandra apretó los labios. ¿Qué había querido decir? Le había venido a la mente como una ola. La certidumbre de la soledad de su abuela. Como si en ese momento hubiera entrevisto un aspecto importante de Nell que nunca antes hubiera conocido. O mejor dicho, como si hubiera comprendido de pronto un aspecto de Nell que conocía muy bien. Su aislamiento, su independencia, su aspereza.

– Debió de sentirse muy sola cuando supo que no era quien había creído ser.

– Sí -reconoció Phyllis, sorprendida-. Debo admitir que al principio no se me ocurrió. Cuando June me lo contó, no pude ver en qué cambiaba eso las cosas. No pude, ni aunque me fuera en ello la vida, entender por qué Nell había permitido que eso la afectara tanto. Mamá y papá la querían y nosotras, las pequeñas, la adorábamos como a una hermana mayor; no podía haber pedido una familia mejor. -Se reclinó contra el brazo del sofá, la cabeza apoyada en su mano, y se frotó la sien cansinamente-. A medida que pasó el tiempo, sin embargo, comencé a darme cuenta. Eso sucede, ¿no es cierto? Me he percatado de que las cosas que damos por supuestas son importantes. Ya sabes, la familia, el parentesco, el pasado… Ésas son las cosas que nos hacen ser quienes somos, y papá se las arrebató a Nell. No era su intención, pero lo hizo.

– Nell debió de sentirse aliviada de que finalmente lo supierais -dijo Cassandra-. De algún modo debió de resultarle más sencillo.

Phyllis y Dot intercambiaron miradas.

– ¿No le dijisteis que lo habíais averiguado?

Phyllis frunció el ceño.

– Estuve a punto un par de veces, pero cuando llegó el momento no pude hallar las palabras, no pude hacerle eso a Nell. Había estado tanto tiempo ocultándolo, había reconstruido su vida entera en torno a ese secreto, trabajado tan duro en guardarlo para sí. Me pareció… no sé… algo cruel derribar esos muros. Como volver a arrebatárselo todo una segunda vez. -Sacudió la cabeza-. Pero tal vez todo eso sea absurdo. Nell podía ser feroz cuando quería, tal vez yo no tuve el coraje suficiente.

– No es algo que tenga que ver con tener o no tener coraje -precisó Dot con firmeza-. Todas acordamos que era lo mejor. Era lo que Nell quería.

– Supongo que tienes razón -dijo Phyllis-. No obstante, una se hace preguntas. No es que no hubiese oportunidades, por ejemplo, el día que Doug se llevó la maleta.

– Justo antes de morir, papá hizo que el esposo de Phyllis le llevara la pequeña maleta a Nell -explicó Dot-. Por supuesto, no dijo una palabra de lo que significaba, claro. Así era papá, tan negado como Nell para guardar secretos. La había ocultado todos esos años, ¿sabes? Con todo dentro, tal como la habían encontrado.

– Es gracioso -dijo Phyllis-. Tan pronto como vi la maleta ese día pensé en la historia de June. Sabía que debía de ser la que papá había encontrado junto a Nell en el muelle años atrás, y, sin embargo, todo ese tiempo estuvo en el trastero y jamás se me cruzó por la cabeza. No la vinculé a Nell y a sus orígenes. Si alguna vez pensé en ella, fue para preguntarme por qué mamá y papá habían tenido alguna vez un equipaje tan peculiar. De cuero blanco con hebillas de plata. Pequeñito, como de niña…

Y aunque Phylly continuó describiendo la maleta, no hizo falta que se molestara, porque Cassandra sabía exactamente cómo era.

Más aún, conocía su contenido.

5

Brisbane, Australia, 1976


Cassandra supo adonde se dirigían tan pronto como su madre bajó la ventanilla y le dijo al empleado de la gasolinera: «Llénelo». El hombre le respondió algo que hizo reír a su madre puerilmente. Le guiñó un ojo a Cassandra antes de que su mirada se posara en las largas piernas bronceadas de su madre, que salían de sus shorts hechos de unos vaqueros cortados. Cassandra estaba habituada a que los hombres miraran a su madre y no le prestaba mayor atención. Por eso, se volvió a mirar por la ventanilla y a pensar en Nell, su abuela. Porque allí era a donde se dirigían. La única razón por la que su madre echaba más de cinco dólares de gasolina en el coche era para hacer el viaje de una hora por la autopista sureste hasta Brisbane.

Cassandra siempre se había sentido fascinada por Nell. Sólo la había visto cinco veces en su vida (hasta donde podía recordar) pero Nell no era el tipo de persona que uno olvida con facilidad. Para empezar, era la persona más vieja que había visto jamás. Y no sonreía como las demás personas, lo que la hacía parecer aún más imponente y aterradora. Lesley no hablaba mucho de ella, pero una vez, estando Cassandra en la cama, escuchó a su madre discutir con el novio anterior a Len y referirse a Nell como una bruja, y aunque para entonces había dejado de creer en la magia, la imagen no la abandonaría.

Nell era una bruja. Sus largos cabellos plateados enrollados en un moño en la nuca, la angosta casa de madera en la colina de Paddington, con los muros amarillo limón desconchados, el descuidado jardín y los gatos del vecindario siguiéndola a todas partes. Sin contar el modo en que te miraba fijamente, como si estuviera a punto de realizar un conjuro.

Avanzaron veloces por Logan Road, con las ventanas bajadas, Lesley cantando la melodía de la radio, la nueva canción de ABBA que estaba siempre entre las favoritas de los oyentes. Después de cruzar el río Brisbane atravesaron el centro de la ciudad y se dirigieron hacia Paddington, con sus tejados de metal corrugado en las laderas de las colinas. Luego, por Latrobe Terrace, descendiendo una empinada pendiente y a medio camino en una estrecha callejuela, estaba la casa de Nell.

Lesley detuvo el coche abruptamente y apagó el motor. Cassandra permaneció sentada por un momento, el sol entrando a través de las ventanillas sobre sus piernas, la piel de sus corvas pegada al asiento de vinilo. Bajó del automóvil cuando su madre lo hizo y permaneció de pie a su lado, mirando inconscientemente hacia arriba, hacia la alta casa desgastada por el tiempo.

Un estrecho y agrietado sendero de cemento ascendía por un lateral. Había una puerta principal, en lo más alto, pero alguien, algunos años antes, la había techado, de modo que la entrada parecía oscurecida, y Lesley dijo que nadie la usaba. A Nell le gustaba así, agregó: evitaba que la gente la visitara sin anunciarse, pensando que serían bienvenidos. Los canalones del tejado eran viejos y torcidos, y en el centro había un gran agujero oxidado que debía de soltar el agua a chorros cuando llovía. Hoy, sin embargo, no hay señales de lluvia, pensó Cassandra, mientras una cálida brisa hizo tintinear las campanillas.

– ¡Brisbane es un apestoso agujero! -dijo Lesley, mirando por encima de la montura de sus grandes gafas color bronce y sacudiendo la cabeza-. Gracias a Dios que me marché.

Se escuchó un ruido en el extremo del sendero. Un gato flaco color caramelo clavó su mirada, de claro rechazo, en las recién llegadas. Oyeron el chirrido de las bisagras de una puerta y luego, pisadas. Una figura alta, de cabellos canos, apareció junto al gato. Cassandra respiró hondo. Nell. Era como estar cara a cara con un fantasma de su imaginación.

Se quedaron inmóviles, observándose mutuamente. Nadie habló. Cassandra tuvo la extraña sensación de ser testigo de un misterioso ritual de adultos que no acababa de entender. Se estaba preguntando por qué continuaban quietas, quién haría el siguiente movimiento, cuando Nell rompió el silencio.

– Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.

– Qué alegría verte, mamá.

– Estoy en plena organización de cajas para una subasta. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.

– Nos arreglaremos. -Lesley señaló en dirección a Cassandra-. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.

Cassandra se movió incómoda, mirando a su alrededor. Había algo extraño en el comportamiento de su madre, un nerviosismo al que no estaba acostumbrada y que no habría sabido definir. Escuchó cómo su abuela exhalaba el aire lentamente.

– Está bien -dijo Nell-, será mejor que paséis.

Nell no había exagerado respecto al desorden. El suelo estaba cubierto de periódicos arrugados, en grandes pilas que crujían. Sobre la mesa, como una isla en medio de un mar de papel impreso, había una innumerable cantidad de platos, copas y cristales. Fruslerías, pensó Cassandra, complacida de acordarse del vocablo.

– Pondré la tetera -dijo Lesley, avanzando en dirección opuesta hacia la cocina.

Nell y Cassandra quedaron a solas y entonces la anciana dirigió su mirada hacia ella del modo peculiar en que solía hacerlo.

– Estás más alta -comentó por fin-. Pero sigues siendo muy delgada.

Era verdad, los niños en la escuela siempre se lo estaban diciendo.

– Yo era delgada como tú -dijo Nell-. ¿Sabes cómo solía llamarme mi padre?

Cassandra se encogió de hombros.

– Piernas con suerte. Suerte que no se quebraran por la mitad. -Nell comenzó a sacar unas tazas para té colgadas en un viejo aparador-. ¿Té o café?

Cassandra negó con la cabeza, escandalizada. Aunque había cumplido diez años en mayo, todavía era una niña y no estaba acostumbrada a que los adultos le ofrecieran bebidas de adultos.

– No tengo zumo de frutas ni refrescos con burbujas -le advirtió Nell-, ni ninguna de esas cosas.

Recuperó el habla.

– Me gusta la leche.

Nell parpadeó.

– Está en la nevera. Siempre tengo mucha, para los gatos. La botella estará resbaladiza, así que no la dejes caer al suelo.

Cuando se sirvió el té, Lesley le dijo que se fuera a jugar. El día era demasiado brillante y soleado para que una niña estuviera encerrada dentro. La abuela Nell le dio permiso para hacerlo debajo de la casa a condición de que no desordenara nada y de que no entrara bajo ningún concepto en al apartamento del piso inferior.


* * *

Era uno de esos días de calor insoportable de las antípodas en donde el tiempo parece eternizarse sin interrupción. Los ventiladores servían de muy poco, salvo para remover el aire caliente, las cigarras amenazaban con ensordecer a todos, respirar era un esfuerzo, y lo único que se podía hacer era tumbarse de espaldas y esperar a que enero y febrero pasaran, y llegaran las tormentas de marzo y luego, por fin, las primeras ráfagas de abril.

Pero Cassandra no sabía nada de eso. Era una niña y tenía la resistencia de los niños para los climas difíciles. Dejó que la puerta mosquitero se cerrara de golpe a su paso y siguió el sendero hacia el jardín trasero. Las flores de frangipani se habían desprendido y se cocían al sol, negras, resecas, arrugadas. Las aplastó con sus zapatos al avanzar. Sintió un secreto placer al observar las manchas sobre el blanco cemento.

Se sentó en el pequeño banco de hierro en el claro que había en la parte más alta, y miró en dirección al extraño jardín de su misteriosa abuela, hacia la casa parcheada más allá. Se preguntó de qué estarían hablando su madre y su abuela, y por qué habían ido de visita hoy, pero, por más que dio vueltas a las preguntas en su mente, no consiguió dar con la respuesta.

Después de un rato, la distracción del jardín demostró ser muy poderosa. Sus preguntas se desvanecieron, y comenzó a recoger unas judías del huerto, mientras un gato negro observaba en la distancia, fingiendo desinterés. Cuando hubo juntado una buena cantidad, Cassandra se subió a la rama más baja del mango en un rincón del jardín, con las judías delicadamente sujetas en sus manos, y comenzó a romperlas, una por una. Disfrutó de las semillas frías y pegajosas que se deslizaban entre sus dedos, de la sorpresa del gato cuando una de las cascaras cayó entre sus zarpas, de su excitación cuando creyó que era un saltamontes.

Cuando todas las vainas estuvieron vacías, Cassandra se limpió las manos en sus shorts y dejó vagar la mirada. Al otro lado de la alambrada había un enorme edificio rectangular. Sabía que era el teatro Paddington, aunque ahora estaba cerrado. En algún lugar de los alrededores su abuela tenía una tienda de antigüedades. Cassandra había estado allí una vez, antes, durante otra visita imprevista de Lesley a Brisbane. Se había quedado con Nell mientras su madre salió a encontrarse con alguien o hacer alguna cosa.

Nell le había permitido pulir un juego de té de plata. Cassandra había disfrutado haciéndolo: el olor del limpiaplata, observar cómo el paño se ennegrecía y la tetera brillaba. Nell incluso le explicó algunas de las marcas -el león por la libra esterlina, la cabeza de leopardo por Londres, una letra por el año de fabricación-. Era como un código secreto. Cassandra había recorrido esa semana su casa, esperando hallar plata que pulir y descifrar para Lesley. Pero no había encontrado nada. Había olvidado hasta ese momento cuánto disfrutó de la tarea.

Con el paso de los minutos, cuando las hojas del mango comenzaron a desfallecer lánguidas por el calor y las urracas se atragantaban con su canto, regresó por el sendero del jardín. Su madre y Nell seguían en la cocina -podía distinguir sus siluetas destacarse a través de la tela de las cortinas- por lo que continuó por el lateral. Había una gran puerta corredera de madera y cuando tiró del picaporte se abrió para mostrar el área fresca y sombría de debajo de la casa.

La oscuridad constituía tal contraste con el brillo exterior que era como cruzar la frontera a otro mundo. Cassandra sintió un estremecimiento de excitación al entrar y caminar por el perímetro de la habitación. Era un gran espacio, pero Nell había hecho lo posible por llenarlo. Cajas de varias formas y tamaños estaban apiladas desde el suelo hasta el techo en tres de los muros, y a lo largo del cuarto se recostaban extraños marcos de ventanas y puertas, algunas con los paneles de cristal rotos. El único espacio sin cubrir era una puerta, en medio de la pared más alejada, la que daba a lo que Nell denominaba «el apartamento». Espiando en su interior, Cassandra pudo ver que era del tamaño de un dormitorio. Estantes improvisados, cargados de libros, cubrían dos de las paredes y había un catre en un rincón, con una colcha roja, blanca y azul, cubriéndolo. Una pequeña ventana dejaba entrar la única luz a la habitación, pero alguien había clavado unas estacas de madera para trabarla. Para mantener a distancia a los ladrones, supuso Cassandra. Aunque no podía imaginarse qué podrían querer de semejante habitación.

Sintió la imperiosa necesidad de tumbarse en el catre, de sentir el frescor de la colcha contra su piel tibia, pero Nell había sido muy explícita -podía jugar en el piso inferior pero no tenía permiso para entrar en el apartamento- y Cassandra acostumbraba a obedecer. En vez de entrar en el apartamento y dejarse caer sobre la cama, se volvió. Regresó al lugar en donde algún niño, mucho tiempo atrás, había pintado los rectángulos de una rayuela sobre el suelo de cemento. Revolvió en los rincones del cuarto en busca de una piedra adecuada, rebuscando hasta encontrar una regular, sin aristas que la enviaran en direcciones inesperadas.

Cassandra la hizo rodar -un aterrizaje perfecto en medio del primer cuadrado- y comenzó a saltar. Estaba en el número siete cuando la voz de su abuela, aguda como un vidrio quebrado, le llegó desde el piso superior.

– ¿Qué clase de madre eres tú?

– No peor de lo que tú fuiste.

Cassandra permaneció inmóvil, balanceándose en una pierna en medio del cuadrado, mientras escuchaba. Se hizo el silencio, o al menos hasta donde pudo oír. Lo más probable es que hubieran vuelto a bajar la voz, recordando que los vecinos estaban a apenas unos metros a cada lado. Len a menudo le recordaba a Lesley cuando discutían que no ayudaría el que unos desconocidos estuvieran al tanto de sus asuntos. No parecía importarles que Cassandra escuchara cada una de sus palabras.

Comenzó a balancearse, perdió el equilibrio y apoyó el otro pie. Fue sólo por un segundo, pero luego volvió a levantarlo. Incluso Tracy Waters, que tenía fama entre las niñas de quinto grado por ser la más estricta de las juezas de rayuela, lo habría permitido, le habría dejado continuar su vuelta, pero Cassandra había perdido el entusiasmo por el juego. El tono de voz de su madre la había alterado. El vientre había comenzado a dolerle.

Tiró a un lado la piedra y se apartó de los cuadrados.

Hacía demasiado calor para salir fuera. Lo que en verdad quería hacer era leer. Escapar hacia el Bosque Encantado, trepar al Árbol Lejano o, como en las novelas de Los Cinco, al Cerro del Contrabandista. Evocó su libro, olvidado sobre su cama, en donde lo había dejado esa mañana, justo al lado de la almohada. Había sido una estupidez de su parte no traerlo; escuchó la voz de Len, como siempre que hacía alguna tontería.

Pensó entonces en los estantes de Nell, los viejos libros que rodeaban el apartamento. Seguramente a Nell no le importaría si elegía uno y se sentaba a leer. Pondría mucho cuidado en no dañarlo y dejar las cosas tal como las había encontrado.

El olor a polvo y tiempo estancado en el interior era intenso. Cassandra dejó que la vista recorriera la hilera de lomos de los libros, rojos, verdes y amarillos, y esperó a que un título la atrapara. Una gata atigrada estaba repantigada en el tercer estante, balanceando el rabo entre los libros, bajo un rayo de luz solar. Cassandra no la había visto antes y se preguntó de dónde habría salido y cómo habría entrado en el apartamento sin que lo advirtiera. La gata, notando que estaba siendo examinada, extendió las patas delanteras y miró fijamente a Cassandra con aires de reina. Después dio un salto en un prolongado y fluido movimiento, se dejó caer al suelo y desapareció bajo la cama.

Cassandra la observó esconderse, preguntándose cómo sería moverse con tanta facilidad, para desaparecer por completo. Parpadeó. Tal vez no por completo. En donde la gata había pasado por debajo de la manta se veía algo. Era pequeño y blanco. Rectangular.

Cassandra se agachó y alzó el borde de la manta. Espió debajo. Era una pequeña maleta, una vieja maleta. Estaba medio cerrada y Cassandra pudo distinguir algo de lo que contenía. Papeles, telas blancas, una cinta azul.

La certidumbre se adueñó de ella de repente, la sensación de que debía saber con exactitud qué contenía, incluso si significaba violar aún más las reglas de Nell. Con el corazón palpitante, tomó la maleta y la abrió, apoyando la tapa contra la cama. Comenzó a mirar los objetos del interior.

Un cepillo de plata, viejo, y con seguridad valioso, con una pequeña cabeza de leopardo labrada cerca de las cerdas para indicar que era de Londres. Un vestido blanco, pequeño y bonito, el tipo de vestidos antiguos que Cassandra nunca había visto, y mucho menos poseído; las niñas de la escuela se reirían si vistiera semejante prenda. Un fajo de papeles sujeto con una pálida cinta azul. Cassandra dejó que el nudo se deshiciera entre sus dedos y lo apartó para ver qué encontraba.

Un dibujo, un boceto en blanco y negro. La mujer más hermosa que Cassandra hubiera visto nunca, de pie bajo un arco en un jardín. No, no era un arco, era una arcada cubierta de hojas, la entrada a un túnel de árboles. Un laberinto, pensó ella de repente. Esa extraña palabra le llegó a la mente completamente formada.

Hileras de pequeñas líneas negras se combinaban mágicamente para dar forma a la imagen, y Cassandra se preguntó qué se sentiría al crear algo así. La imagen era extrañamente familiar, y al principio no pudo pensar cómo era posible eso. Después se dio cuenta: la mujer se parecía a un personaje de un libro de cuentos infantiles. Como una ilustración de un viejo relato de hadas, la doncella que se convierte en princesa cuando el apuesto príncipe la descubre bajo sus raídas ropas.

Dejó el boceto en el suelo, a su lado, y concentró su atención en el resto del manojo. Había algunos sobres con cartas en su interior, y un cuaderno con renglones que alguien había cubierto con floridas letras. Por lo que Cassandra sabía, podía haber estado escrito en otro idioma, pues no logró descifrarlo. Folletos y páginas de revistas habían sido apiladas con una vieja fotografía de un hombre y una mujer y una niña pequeña con largas trenzas. Cassandra no reconoció a nadie.

Debajo del cuaderno encontró un libro de relatos infantiles. La tapa era de cartón verde, la escritura dorada: Relatos mágicos para niñas y niños, de Eliza Makepeace. Cassandra repitió el nombre de la autora, disfrutando del misterioso susurro contra sus labios. Lo abrió, y más allá de la portada encontró la imagen de un hada sentada en el nido de un pájaro: largos cabellos flotantes, una corona de estrellas en torno a su cabeza, y grandes alas traslúcidas. Al observar con más detenimiento, se dio cuenta de que el rostro del hada era el mismo de la mujer del dibujo. Unas líneas en cursiva, como tela de araña, se enredaban en la base del nido, proclamándola como «Vuestra narradora, la señorita Makepeace». Con un delicioso escalofrío, se volvió al primer cuento de hadas, enviando sorprendidos pececillos de plata a escabullirse en todas las direcciones. El tiempo había amarilleado las páginas, deformando y estropeando sus esquinas. El papel estaba polvoriento al tacto y, cuando frotó una esquina gastada, le pareció que se desintegraba ligeramente, convirtiéndose en polvo.

No pudo contenerse. Se acurrucó en medio del catre. Era el lugar perfecto para leer: fresco, tranquilo y secreto. Cassandra siempre se escondía para leer, aunque no sabía bien por qué. Era como si no pudiera desembarazarse de la sospecha de que estaba siendo perezosa, que el entregarse tan completamente a algo tan placentero debía de estar, seguramente, mal.

Pero a pesar de ello se entregó. Se dejó caer por la madriguera del conejo en dirección a un cuento de magia y misterio, sobre una princesa que vivía con una vieja ciega en una cabaña en los límites de un oscuro bosque. Una valiente princesa, más valiente de lo que Cassandra nunca sería.

Estaba a un par de páginas de terminar cuando los pasos en el piso de arriba le llamaron la atención.

Estaban acercándose.

Se incorporó rápidamente, retirando los pies de la cama y apoyándolos en el suelo. Quería, con desesperación, terminar de leer, averiguar qué le pasaría a la princesa. Pero no había tiempo. Guardó los papeles, metió otra vez todo en el maletín y lo deslizó debajo de la cama, borrando toda evidencia de su desobediencia.

Salió del apartamento, tomó una piedra y se volvió otra vez hacia la rayuela.

Para cuando su madre y Nell aparecieron junto a la puerta corredera, Cassandra ofrecía una imagen bastante convincente de alguien que había estado jugando a la rayuela toda la tarde.

– Ven aquí, pequeña -dijo Lesley.

Cassandra se sacudió los shorts y fue hasta su madre, sorprendida de que Lesley pasara un brazo sobre sus hombros.

– ¿Te estás divirtiendo?

– Sí-contestó Cassandra cauta. ¿La habría descubierto?

Pero su madre no estaba enfadada. Todo lo contrario. Casi parecía triunfante. Miró a Nell.

– ¿Te lo dije o no? Ésta sabe ocuparse de sí misma.

Nell no respondió y su madre continuó:

– Vas a quedarte aquí con la abuela Nell por un tiempo, Cassie. Una aventura.

Esto era una sorpresa; su madre debía de tener otros asuntos en Brisbane.

– ¿Me quedaré a almorzar?

– Todos los días, supongo, hasta que vuelva a buscarte.

Cassandra fue súbitamente consciente de las agudas aristas de la piedra que sostenía. Del modo en que los bordes presionaban contra la yema de sus dedos. Miró a su madre y a su abuela. ¿Era un juego? ¿Estaba su madre bromeando? Esperó a ver si Lesley estallaba en risas.

No lo hizo. Simplemente miró a Cassandra, con sus enormes ojos azules.

Cassandra no pudo pensar en nada que decir.

– No he traído pijama -articuló finalmente.

Su madre, entonces, sonrió, rápida y ampliamente, aliviada, y Cassandra entrevio que de alguna manera la posibilidad de oponerse había pasado.

– No te preocupes por eso, tontorrona. Te he preparado una bolsa que está en el coche. No pensarías que iba a dejarte sin una bolsa, ¿verdad?

Durante toda la conversación, Nell permaneció en silencio, rígida, mirando a Lesley de una manera que Cassandra reconoció como desaprobadora. Supuso que su abuela no quería que se quedara. Las niñas tenían el hábito de entorpecerlo todo, es lo que Len estaba diciendo siempre.

Lesley fue hasta el automóvil, se inclinó por la ventanilla trasera, abierta, y tomó la bolsa. Cassandra se preguntó cuándo la habría preparado, y por qué no habría dejado que lo hiciera ella.

– Aquí está, pequeña -dijo Lesley, lanzándole la bolsa-. Ahí dentro hay una sorpresa para ti, un vestido nuevo. Len me ayudó a elegirlo.

Se enderezó y le dijo a Nell:

– Sólo una o dos semanas, te lo prometo. Sólo mientras Len y yo arreglamos nuestras cosas. -Lesley acarició los cabellos de Cassandra-. Tu abuela Nell está ansiosa por tenerte de visita. Serán unas auténticas vacaciones de verano, algo que contar a los otros niños cuando regreses a la escuela.

En ese momento, su abuela sonrió, sólo que no fue una sonrisa feliz. Cassandra pensó que sabía lo que significaba sonreír de esa manera. Lo hacía con frecuencia cada vez que su madre le prometía algo que ella deseaba con todas sus fuerzas, aun sabiendo que tal vez no lo cumpliría.

Lesley dejó caer un beso en su mejilla, le cogió la mano, se la apretó y, cuando quiso darse cuenta, se había marchado. Antes de que Cassandra pudiera abrazarla, decirle que condujera con cuidado, preguntarle cuándo, exactamente, estaría de vuelta.


* * *

Más tarde, Nell preparó la cena -gruesas salchichas de cerdo, puré de patatas y guisantes de lata- y comieron en la angosta sala junto a la cocina. La casa de Nell no tenía mosquiteros en las ventanas como el apartamento de Len en Burleigh Beach; en cambio, tenía un matamoscas de plástico en la repisa de la ventana a su lado. Cuando las moscas o los mosquitos amenazaban, ella golpeaba con rapidez. Lo hacía con tanta rapidez y naturalidad que la gata, dormida en el regazo de Nell, apenas si parpadeaba.

El achaparrado ventilador colocado sobre la nevera agitaba el aire espeso y húmedo de un lado a otro mientras cenaban; Cassandra respondió a las ocasionales preguntas de su abuela tan educadamente como pudo, y finalmente el examen de la cena concluyó. Ayudó a secar los platos y después Nell la llevó al baño y comenzó a llenar la bañera con agua tibia.

– Lo único peor que un baño frío en invierno -observó Nell descuidadamente- es un baño caliente en verano. -Tomó una toalla marrón del armario y la dejó sobre la cisterna del retrete-. Puedes cerrar el grifo cuando el agua llegue a esta línea. -Señaló una grieta en la porcelana verde, luego se puso de pie, alisando su vestido-. ¿Estarás bien?

Cassandra asintió y sonrió. Esperaba haber respondido correctamente, los adultos a veces eran tramposos. Sabía que, por lo general, no les gustaba que los niños dieran a conocer sus sentimientos, al menos no los oscuros. Len solía recordarle con frecuencia que los niños buenos sonreían y aprendían a mantener sus pensamientos más negros para sí. Nell era, empero, diferente; Cassandra no estaba segura de cómo lo sabía, pero presentía que las reglas de Nell eran distintas. De todas formas, lo mejor era jugar sobre seguro.

Ése fue el motivo por el que no había mencionado el cepillo de dientes o, más bien, la falta de cepillo de dientes. Lesley siempre se olvidaba de esas cosas cuando pasaban un tiempo lejos del hogar, pero Cassandra sabía que una o dos semanas sin él no acabarían con ella. Se recogió el pelo y lo ató sobre su cabeza con una goma. En casa usaba un gorro de ducha, pero no estaba segura de si Nell tendría uno, y no quiso preguntar. Se metió en la bañera y se sentó en el agua tibia, abrazando sus rodillas contra sí y cerrando los ojos. Escuchó cómo el agua lamía los bordes de la bañera, el zumbido de la lamparilla, un mosquito en algún lugar del cuarto.

Se quedó así por un tiempo, y sólo salió cuando se dio cuenta de que, si seguía retrasándolo, Nell podría volver a buscarla. Se secó, colgó la toalla cuidadosamente, alineando los bordes, y luego se puso el pijama.

Encontró a Nell en la solana, poniendo sábanas y una manta en un diván.

– No suele utilizarse para dormir -indicó Nell, acomodando una almohada en su sitio-. El colchón no es gran cosa, y los muelles están un poco duros, pero tú eres menudita. Estarás lo suficientemente cómoda.

Cassandra asintió gravemente.

– No será por mucho tiempo. Sólo una o dos semanas, mientras tu madre y Len arreglan sus cosas.

Nell sonrió con amargura. Echó un vistazo al cuarto y luego a Cassandra.

– ¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Un vaso con agua? ¿Una lámpara?

Cassandra se preguntó vagamente si Nell tendría un cepillo de dientes de más, pero no pudo articular las palabras necesarias para preguntarle. Negó con la cabeza.

– Adentro entonces -dijo Nell, apartando el embozo.

Cassandra se deslizó obediente en la cama y Nell la cubrió con las sábanas. Eran sorprendentemente suaves, gastadas por el uso de un modo agradable, con un aroma poco familiar pero limpio.

Nell vaciló.

– Bueno… buenas noches.

– Buenas noches.

Después apagó la luz y Cassandra se quedó sola.


* * *

En la oscuridad, los ruidos extraños parecían acrecentarse. El tráfico en una colina distante, un aparato de televisión en la casa de uno de los vecinos, los pasos de Nell en otra habitación. Del otro lado de la ventana las campanillas tintineaban, y Cassandra se dio cuenta de que el aire estaba cargado del aroma de los eucaliptos y el olor del asfalto. Se acercaba una tormenta.

Se acurrucó bajo las mantas. No le gustaban las tormentas, eran impredecibles. Con suerte, ésta pasaría de largo sin tener tiempo de descargar toda su fuerza. Hizo un pequeño trato consigo misma: si podía contar hasta diez antes de que el siguiente automóvil resonara en la cercana colina, todo estaría bien. La tormenta pasaría con rapidez y su madre volvería a buscarla antes de una semana.

Uno. Dos. Tres… No hizo trampa, no se apresuró… Cuatro. Cinco… Nada hasta el momento, falta sólo la mitad… Seis. Siete… Respiraba agitada, no había pasado aún automóvil alguno, casi a salvo… Ocho.

De pronto, se sentó. Recordó que su bolsa tenía bolsillos interiores. Su madre no se había olvidado, sólo había guardado el cepillo de dientes en uno de ellos, para mayor seguridad.

Cassandra saltó de la cama justo cuando una fuerte ráfaga hizo chocar las campanillas contra la ventana. Avanzó a tientas por el cuarto con los pies desnudos, fríos por la corriente de aire que se filtraba entre las tablas del suelo.

El cielo gruñía ominoso sobre la casa para luego iluminarse de modo espectacular. Infundía peligro, lo que le recordó la tormenta del cuento de hadas que había leído esa tarde, la furiosa tormenta que había seguido a la princesita hasta la cabaña de la vieja.

Cassandra se arrodilló en el suelo, buscando en un bolsillo tras otro, deseando que sus dedos apresaran la forma familiar del cepillo de dientes.

Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza sobre el techo de metal corrugado. Al principio en forma esporádica, luego más seguidas, hasta que Cassandra no pudo percibir intervalo alguno entre ellas.

Ya puestos, no perdía nada por revisar la parte central de la bolsa: el cepillo de dientes era pequeño, tal vez estuviera tan al fondo que le había pasado desapercibido. Metió sus manos hasta el fondo y sacó todo lo que había. El cepillo no estaba allí.

Cassandra se tapó los oídos mientras otro trueno sacudía la casa. Se puso de pie y cruzó los brazos contra su pecho, vagamente consciente de su propia delgadez, de su inconsistencia, mientras se refugiaba apresuradamente bajo las sábanas.

La lluvia caía sobre los aleros, corría por las ventanas en arroyuelos, desbordaba los canalones que habían sido tomados por sorpresa.

Debajo de las sábanas, Cassandra yacía inmóvil, abrazando su cuerpo. A pesar del húmedo aire tibio, sentía escalofríos en los brazos. Sabía que debía procurar dormir, que si no lo hacía por la mañana estaría cansada, y que a nadie le gusta pasar el tiempo junto a alguien gruñón.

Pero, por más que lo intentaba, el sueño no llegaba. Contó ovejas, cantó en silencio canciones sobre submarinos amarillos, naranjas y limones, jardines bajo el mar, se contó a sí misma cuentos de hadas. Pero la noche amenazaba con prolongarse indefinidamente.

Bajo la luz de los relámpagos, la lluvia que caía y los truenos que rasgaban el cielo, Cassandra comenzó a llorar. Las lágrimas que habían aguantado durante largo tiempo fueron por fin liberadas bajo el oscuro velo de la lluvia.

¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que se percatara de la oscura silueta de pie junto a la puerta? ¿Un minuto? ¿Diez?

Ahogó un sollozo en la garganta, reteniéndolo a pesar de que le quemaba.

Un susurro, la voz de Nell.

– Vine a asegurarme de que la ventana estuviera cerrada.

Contuvo el aliento y se secó los ojos con la punta de la sábana.

Nell se había acercado; Cassandra podía sentir la extraña electricidad que se genera cuando otra persona permanece cerca pero sin tocarse.

– ¿Qué sucede?

La garganta de Cassandra, todavía entumecida, rehusaba dejar que las palabras se abrieran paso.

– ¿Es la tormenta? ¿Tienes miedo?

Cassandra negó con la cabeza.

Nell se sentó muy tiesa al borde de la cama, ajustando su bata en torno a la cintura. Otro relámpago. Cassandra pudo ver el rostro de su abuela, reconoció los ojos de su madre con sus bordes ligeramente hacia abajo.

El sollozo finalmente se desprendió.

– Mi cepillo de dientes -dijo entre lágrimas-. No tengo mi cepillo de dientes.

Nell la miró por un momento, confundida, y luego tomó a Cassandra en brazos. La pequeña se resistió al principio, sorprendida por lo repentino, lo inesperado del gesto, pero luego se rindió a él. Se dejó caer, la cabeza contra el blando cuerpo perfumado de lavanda, sacudiendo los hombros mientras las tibias lágrimas caían sobre el camisón de su abuela.

– Bueno, bueno -susurró Nell, acariciando los cabellos de Cassandra-. No te preocupes. Te buscaremos otro. -Volvió la cabeza para mirar la lluvia deslizarse contra la ventana y apoyó la mejilla sobre la cabeza de Cassandra-. Eres una superviviente, ¿me oyes? Vas a estar bien. Todo va a salir bien.

Y aunque Cassandra no podía creer que las cosas alguna vez estarían bien, se sintió reconfortada por las palabras de Nell. Algo en la voz de su abuela le hizo intuir que la entendía, que sabía lo aterrador que era pasar una noche de tormenta, sola, en un lugar desconocido.

6

Maryborough, Australia, 1913


Aunque regresó tarde del puerto, la sopa todavía estaba caliente. Así era Lil, bendita ella, no era de esas mujeres que sirven la sopa fría a su marido. Hugh apuró hasta la última cucharada y se reclinó contra la silla, frotándose el cuello. Fuera, los truenos lejanos cruzaban el río en dirección al pueblo. Una corriente invisible hizo temblar la llama del candil, invitando a las sombras del cuarto a salir de sus escondrijos. Dejó que su mirada cansada las siguiera por la mesa, por la base de las paredes, hasta la puerta de entrada. La oscuridad danzaba sobre el cuero de la brillante maleta blanca.

Maletas perdidas había encontrado muchas, muchas veces. Pero ¿una niña? ¿Cómo demonios habría acabado una niña sentada en su muelle y, para colmo, sola? Era una cosita preciosa, hasta donde podía apreciarse. Hermosa, de cabellos rubio-rojizos como oro trenzado y ojos de un azul profundo. Miraba de un modo que dejaba entrever que estaba escuchando, que entendía todo lo que se le decía, y también lo que te callabas.

La puerta del dormitorio se abrió y se materializó la forma familiar y suave de Lil. Cerró con delicadeza la puerta a su paso y avanzó por el pasillo. Se acomodó un molesto rizo detrás de la oreja, el mismo que se le escapaba todo el tiempo, desde que la vio por primera vez.

– Ahora está dormida -dijo Lil al llegar a la cocina-. Un poco asustada por los truenos, pero no pudo resistirse demasiado. La pobre corderita estaba tan cansada como largo es el día.

Hugh llevó su cuenco hasta la pila y lo metió en el agua tibia.

– No me sorprende, yo también estoy agotado.

– Ya lo veo. Deja que lo lave yo.

– Estoy bien, Lil querida. Vete adentro, voy enseguida.

Pero Lil no se fue. Podía sentirla a su espalda, y sabía, de esa forma intuitiva en que un hombre aprende a reconocerlo, que tenía algo más que decirle. Sus palabras aguardando el momento, Hugh sintió que se le tensaba el cuello. Sintió que la marea de las conversaciones previas se retiraba, suspendida por un instante, preparándose para estrellarse una vez más sobre ellos.

La voz de Lil, cuando habló, era baja.

– No necesitas andar dando vueltas a mi alrededor, Hughie.

Suspiró.

– Lo sé.

– Te apoyaré. Ya lo he hecho antes.

– Claro que sí.

– Lo último que necesito es que me trates como a una inválida.

– No es mi intención, Lil. -Se volvió a mirarla. Vio que ella estaba de pie en un extremo de la mesa, las manos descansando sobre el respaldo de una silla. La postura, reconoció, se suponía que debía convencerle de su estabilidad, como si quisiera decir: «Todo está como siempre», pero Hugh la conocía demasiado bien. Sabía que estaba dolida. Sabía que no había una maldita cosa que pudiera hacer para remediar la situación. Tal como el doctor Huntley solía decir: «Algunas cosas no entran en los planes». Pero eso no lo hacía más sencillo, ni para Lil ni para él.

Ella se acercó entonces a su lado, golpeándolo suavemente con su cadera. Pudo oler su suave y lechosa piel.

– Vamos. Ve a la cama -dijo ella-. Yo voy enseguida.

La alegría tan cuidadosamente manifestada le heló la sangre, pero hizo como le pedía.

Cumplió su palabra y no tardó en seguirlo; él observó mientras ella se aseaba del trajín del día y se ponía el camisón por la cabeza. Aunque le daba la espalda, podía ver con qué delicadeza deslizaba la prenda sobre sus pechos y su estómago, todavía distendido.

Ella alzó la vista y le descubrió mirándola. La defensa expulsó la vulnerabilidad de su rostro.

– ¿Qué?

– Nada. -Se concentró en sus manos, en los callos y quemaduras de soga fruto de tantos años en los muelles-. Me estaba preguntando sobre la pequeña dormilona -dijo-. Preguntándome quién es. No habrá dicho su nombre, supongo.

– Dice que no lo sabe. No importa cuántas veces se lo preguntara, me miraba muy seria y contestaba que no podía recordarlo.

– No crees que nos esté engañando, ¿verdad? Algunos de estos polizones son muy hábiles para el engaño.

– Hughie -lo reprendió Lil-. Ella no es un polizón, si es casi un bebé.

– Tranquila, Lil querida. Sólo preguntaba. -Sacudió la cabeza-. Aunque es difícil creer que se le haya olvidado así como así.

– He sabido de casos similares, se llama amnesia. El padre de Ruth Halfpenny la tuvo, después de que se cayera al pozo. Eso es lo que la causa, caídas y cosas así.

– ¿Crees que se ha caído?

– No he visto que tuviera moratones, pero es posible, ¿no?

– Bueno -repuso Hugh, cuando un relámpago iluminó hasta los rincones del cuarto-. Veremos qué sucede mañana. -Cambió de posición, yaciendo de espaldas y mirando el techo-. Tiene que ser de alguna parte -dijo bajito.

– Sí. -Lil apagó la lámpara, lo que los sumergió en la oscuridad-. Alguien debe de estar añorándola con locura. -Se dio media vuelta como hacía todas las noches, dándole la espalda a Hugh y separándolo de su dolor. Su voz se escuchaba ahogada entre las sábanas-. Pero te digo que no la merecen. Malditos descuidados. ¿Qué clase de persona puede perder a un niño?


* * *

Lil miró por la ventana trasera, donde dos pequeñas corrían de un lado a otro de la cuerda de tender, riendo cuando las sábanas húmedas les rozaban los rostros. Estaban cantando otra vez, otra de las canciones de Nell. Las canciones eran una de las cosas que no se le habían borrado de la memoria, conocía muchas.

Nell. Así es como ahora la llamaban, como a la madre de Lil, Eleanor. Bueno, de alguna manera tenían que llamarla, ¿no? La pequeña todavía no podía recordar su nombre. Siempre que Lil le preguntaba, abría desmesurados sus ojos azules y decía que no se acordaba.

Después de las primeras semanas, Lil dejó de preguntar. Para ser sincera, estaba igual de feliz sin saberlo. No quería imaginar a Nell con otro nombre que el que le habían dado. Nell. Le quedaba tan bien, nadie podía decir lo contrario. Casi como si hubiera nacido con él.

Habían hecho todo lo posible para averiguar quién era, adonde pertenecía. Eso era lo más que se les podía exigir. Y aunque en principio se había dicho que estaban cuidando de Nell por un tiempo, protegiéndola mientras su familia venía por ella, cada día que pasaba Lil estaba más segura de que no existían esas personas.

Habían caído en una rutina sencilla, los tres. Por la mañana desayunaban juntos, luego Hughie se iba al trabajo y ella y Nell comenzaban las tareas de la casa. Lil descubrió que le gustaba tener una segunda sombra, disfrutaba mostrándole cosas a Nell, explicándole cómo funcionaban, y por qué. Nell siempre estaba preguntando por qué -por qué se ocultaba el sol por la noche, por qué las llamas del fuego no escapaban de la chimenea, por qué el río no se aburría y corría en dirección contraria-, y a Lil le encantaba darle respuestas y observar cómo el entendimiento iluminaba el pequeño rostro de Nell. Por primera vez en su vida, Lil se sintió útil, necesitada, completa.

Las cosas también habían mejorado con Hughie. La cortina de tensión que en los últimos años había pendido entre ambos comenzaba a desaparecer. Habían dejado de ser tan condenadamente corteses, tropezando con las palabras escogidas con cuidado, como dos extraños encerrados en un lugar pequeño. Incluso habían vuelto a reír en ocasiones, una risa fácil que llegaba sin esfuerzo, a diferencia de cómo era antes.

En cuanto a Nell, se adaptó fácilmente a la vida con Hughie y Lil como pez en el agua. A los niños del vecindario no les llevó mucho tiempo descubrir que había alguien nuevo entre ellos y Nell se entusiasmó ante la perspectiva de otros compañeros de juegos. Ahora, la pequeña Beth Reeves aparecía por la cerca en cualquier momento del día. A Lil le encantaba el sonido de las dos niñas corriendo juntas. Había esperado tanto tiempo, había ansiado tanto el momento en que las vocecillas chillaran y rieran en su propio jardín…

Y Nell era una niña de lo más imaginativa. Lil con frecuencia la escuchaba describir extensos y complicados juegos de fantasía. El plano jardín se convertía en un bosque mágico en la imaginación de Nell, con setos espinosos y laberintos, incluso con una cabaña al borde de un risco. Lil reconocía los lugares que Nell describía de los cuentos de hadas que habían encontrado en la maleta blanca. Lil y Hughie se habían turnado para leerle las historias a Nell por la noche. Al principio les parecieron demasiado macabras, pero Hughie la convenció de lo contrario. A Nell, por su parte, no parecían molestarla en lo más mínimo.

Desde donde estaba de pie, mirando por la ventana de la cocina, Lil supo a qué estaban jugando hoy. Beth la escuchaba, con ojos desorbitados, mientras Nell la conducía a través de un laberinto imaginario, dando saltitos con su vestido blanco, los rayos del sol transformando sus largas trenzas rojas en oro.

Nell extrañaría a Beth cuando se mudaran a Brisbane, pero seguramente haría nuevos amigos. Los niños eran así. Y la mudanza era importante. Lil y Hughie no podían seguir diciendo a la gente que Nell era una sobrina del norte. Más tarde o más temprano, los vecinos empezarían a preguntarse por qué no regresaba a su casa. Cuánto tiempo más se quedaría.

No, estaba decidido. Los tres necesitaban comenzar de nuevo en un lugar en donde no fueran conocidos. Una gran ciudad en donde la gente no hiciera preguntas.

7

Brisbane, Australia, 2005


Era una mañana de principios de primavera, Nell llevaba muerta apenas una semana. Un viento vivaz agitaba los arbustos, haciendo rodar las hojas de modo que su pálido dorso brillaba bajo el sol. Como niños empujados de repente a escena, debatiéndose entre los nervios y su propia importancia.

La jarra de té de Cassandra hacía rato que se había enfriado. La había dejado sobre el borde de cemento tras su último sorbo y había olvidado que estaba allí. Una brigada de laboriosas hormigas cuyo sendero había sido aplastado se veía ahora obligada a realizar una acción evasiva, trepando hasta el borde de la jarra y descendiendo al otro lado por el asa.

Cassandra no se dio cuenta. Sentada en una silla de mimbre en el jardín, junto al viejo lavadero, estaba concentrada en la pared del fondo de la casa. Necesitaba una mano de pintura. Era difícil creer que ya hubieran pasado cinco años. Los expertos recomendaban que una casa de madera debía ser pintada cada siete, pero Nell no estaba de acuerdo con esas convenciones. Durante todo el tiempo que había vivido con su abuela, la casa nunca había recibido una mano completa de pintura. Nell solía decir que su negocio no consistía en gastarse el dinero para que los vecinos tuvieran una vista agradable.

El muro trasero, empero, era otra cuestión; como decía Nell, era el único que se entretenían en mirar. Así que mientras los laterales y el frente se descascarillaban bajo el feroz sol de Queensland, el trasero era un primor. Cada cinco años sacaban las muestras de pintura y empleaban una gran cantidad de tiempo y energía en debatir los méritos de un color nuevo. En los años que Cassandra había estado allí, había sido turquesa, lila, bermellón, verde oscuro. Una vez, incluso, había mostrado una suerte de mural, aunque careciera de permiso oficial…

Cassandra tenía diecinueve años y la vida era dulce. Estaba en la mitad de su segundo año en la Escuela de Arte, su dormitorio se había convertido en un estudio por el que tenía que trepar cruzando su tablero de dibujo para llegar cada noche a su cama, y soñaba con mudarse a Melbourne para estudiar Historia del Arte.

Nell no estaba tan entusiasmada con el plan.

– Puedes estudiar historia del arte en la Universidad de Queensland -decía cada vez que salía el tema-. No hay necesidad de irse al sur.

– No puedo vivir aquí para siempre, Nell.

– ¿Quién ha dicho para siempre? Sólo espera un poco a encontrar tu propio camino.

Cassandra señaló el sendero.

– Ya lo he hecho.

Nell no sonrió.

– Melbourne es una ciudad cara para vivir y no puedo costear tu alquiler allí.

– No lavo vasos en la taberna para divertirme, ¿sabes?

– ¡Ja! Con lo que pagan, puedes tardar en solicitar tu admisión a Melbourne una década más.

– Tienes razón.

Nell inclinó el mentón y alzó una dubitativa ceja, preguntándose adonde conduciría semejante capitulación.

– Nunca ahorraré suficiente dinero por mí misma. -Cassandra se mordió el labio inferior, conteniendo una sonrisa esperanzada-. Si hubiera alguien dispuesto a darme un préstamo, una persona que me quisiera y deseara ayudarme a perseguir mis sueños…

Nell cogió la caja con el juego de loza que iba a llevar al centro de antigüedades.

– No voy a dejar que me arrincones, mi pequeña.

Cassandra percibió una esperanzadora fisura en la hasta entonces sólida negativa.

– ¿Hablaremos entonces más adelante?

Nell alzó la vista al cielo.

– Me temo que así será. Una vez y otra vez. -Dejó escapar un suspiro, indicando que el tema estaba, al menos por el momento, zanjado-. ¿Tienes todo lo que necesitas para la pared del fondo?

– Todo.

– ¿No te olvidarás de usar el nuevo pincel sobre las maderas? No quiero mirar a las cerdas sueltas durante los próximos cinco años.

– Sí, Nell. Y sólo para que me quede claro, meto el pincel en la lata de pintura antes de pasarlo por la madera, ¿no?

– Muchacha irreverente.

Cuando Nell volvió esa tarde del centro de antigüedades, dio la vuelta a la casa, y se detuvo, examinando la pared bajo su nueva capa de pintura brillante.

Cassandra retrocedió y apretó los labios para evitar reírse. Esperó. El bermellón era impactante, pero era el detalle en negro que había agregado en el rincón más distante lo que su abuela estaba mirando. El parecido era asombroso: Nell sentada en su silla favorita, sosteniendo una taza humeante de té.

– Parece que al final he logrado arrinconarte en una esquina, Nell. No quise hacerlo, es que me dejé llevar.

La expresión de Nell era inescrutable.

– Ahora me pintaré yo, sentada a tu lado. De ese modo, incluso cuando esté en Melbourne, recordarás que seguimos siendo dos.

Los labios de Nell temblaron levemente. Sacudió la cabeza y dejó la caja que había traído de su stand. Soltó un suspiro.

– Eres una muchacha atrevida, no hay duda de eso -declaró. Y luego sonrió a pesar de sí misma y tomó el rostro de Cassandra entre sus manos-. Pero eres mi muchacha atrevida y no te querría de ninguna otra manera…

Un ruido, y el pasado huyó, desvaneciéndose en las sombras, como humo ante un presente más brillante y ruidoso. Cassandra parpadeó y se secó los ojos. En el cielo, el ruido de un avión, una mancha blanca en un mar azul brillante. Imposible imaginar que hubiera gente dentro, hablando, riendo y comiendo. Algunos de ellos mirando hacia abajo justo cuando ella alzaba la vista.

Otro ruido, esta vez más cerca. El ruido de pasos al arrastrarse.

– Hola, joven Cassandra. -Una figura familiar apareció por el lateral de la casa, haciendo un alto para recuperar el aliento. Ben había sido alto alguna vez, pero el tiempo tiene su peculiar manera de moldear a la gente de forma que ellos mismos ya no se reconocen, y el suyo era ahora el cuerpo de un enano de jardín. Su cabello era blanco, su barba ensortijada, y sus orejas, inexplicablemente rojas.

Cassandra sonrió, genuinamente satisfecha de verlo. Nell no era muy dada a hacer amigos y nunca había ocultado su fastidio por la mayor parte de los demás seres humanos, su neurótica compulsión por la adquisición de aliados. Pero ella y Ben veían las cosas del mismo modo. Él era un vendedor del centro de antigüedades, un antiguo abogado que convirtió su hobby en trabajo cuando su esposa falleció, cuando su bufete le sugirió gentilmente que era el momento de retirarse y la constante adquisición de muebles de segunda mano amenazaba con echarlo de su casa.

Durante la infancia de Cassandra, fue una suerte de figura paterna, ofreciéndole consejos que ella apreciaba y rechazaba en la misma medida, pero desde que había regresado a vivir con Nell, también se había convertido en su amigo.

Ben acercó una vieja silla de un lado de la vieja pileta de lavado y se sentó con cuidado. Se había herido en las rodillas, de joven, en la Segunda Guerra Mundial y le molestaban mucho, especialmente cuando cambiaba el tiempo.

Parpadeó por encima de la montura de sus gafas redondas.

– Has tenido una buena idea. Éste es un hermoso lugar, agradable y a la sombra.

– Era el lugar de Nell. -Su voz le resultó extraña a los oídos y se preguntó vagamente cuánto tiempo había pasado desde que había hablado en voz alta con alguien. Se dio cuenta de que no lo hacía desde la cena en casa de Phyllis, una semana antes.

– Así es. Contabas con ella hasta para decidir dónde sentarte.

Cassandra sonrió.

– ¿Quieres una taza?

– Me encantaría.

Entró por la puerta trasera hasta la cocina y puso la tetera sobre el fuego. El agua todavía estaba tibia de cuando la había hervido antes.

– ¿Y cómo te las arreglas?

Ella se encogió de hombros.

– Estoy bien. -Regresó para sentarse en el escalón de cemento cerca de su silla.

Ben apretó los pálidos labios y sonrió levemente, de forma que sus bigotes se enredaron con su barba.

– ¿Has tenido noticias de tu madre?

– Envió una tarjeta.

– Bueno, entonces…

– Dijo que le hubiera gustado venir pero que ella y Len estaban ocupados. Caleb y Marie…

– Claro. Los adolescentes dan mucho que hacer.

– Ya no son adolescentes. Marie acaba de cumplir veintiuno.

Ben silbó.

– El tiempo vuela.

La tetera comenzó a pitar.

Cassandra volvió a entrar. Echó una bolsita de té y observó cómo teñía el agua de marrón. Era una ironía que Lesley hubiera resultado ser una madre tan dedicada por segunda vez. Hay tantas cosas en la vida que cambian con el tiempo.

Echó un poco de leche, preguntándose vagamente si estaría bien y cuándo la había comprado. Antes de morir Nell, seguramente. Estaba marcada con fecha del 14 de septiembre. ¿Ya había pasado la fecha? No estaba segura. No olía mal. Llevó la jarra y se la entregó a Ben.

– Lo siento… la leche…

Él bebió un sorbo.

– El mejor té que he tomado en todo el día.

La miró por un momento mientras se sentaba, dando la impresión de ir a decir algo, pero considerándolo mejor. Se aclaró la garganta.

– Cass, he venido por asuntos oficiales, así como sociales.

Que la muerte fuera seguida de asuntos oficiales no era una sorpresa, y sin embargo se sintió mareada, sorprendida con la guardia baja.

– Nell me hizo prepararle su testamento. Ya sabes cómo era, decía que no le gustaba la idea de divulgar sus asuntos personales a extraños.

Cassandra asintió. Así era Nell.

Ben sacó un sobre del bolsillo interno de su chaqueta. El tiempo había roído sus bordes y transformado en crema lo blanco.

– Lo preparó hace ya tiempo. -Observó con ojos entrecerrados el sobre-. En 1981, para ser exactos. -Hizo una pausa, como si esperara que ella llenara el silencio. Cuando no lo hizo, continuó-: En su mayor parte es muy claro. -Retiró el contenido pero no lo miró, inclinándose hacia delante de modo que sus antebrazos descansaran sobre sus rodillas. El testamento de Nell pendía de su mano derecha-. Tu abuela te lo dejó todo, Cass.

Cassandra no se sorprendió. Tal vez se emocionó, y de pronto, perversamente, se sintió sola, pero no sorprendida. ¿Quién más había? Lesley desde luego no. Aunque Cassandra había dejado de culpar a su madre años atrás, Nell nunca había sido capaz de perdonarla. Abandonar a una niña, le dijo una vez a alguien, creyendo que Cassandra no podía escucharla, era un acto tan frío, tan indiferente, que era imperdonable.

– Está la casa, por supuesto, y un poco de dinero en una cuenta de ahorros. Todas sus antigüedades -dudó, mirando a Cassandra como si evaluara su disposición para algo todavía por venir-. Y hay una cosa más. -Miró los papeles-. El año pasado, después que la diagnosticaran, me pidió, una mañana, que viniera a tomar el té.

Cassandra lo recordaba. Nell le había dicho al llevarle el desayuno que Ben vendría de visita y que necesitaba verlo en privado. Le pidió que le catalogara unos libros, en el centro de antigüedades, a pesar de que hacía años que Nell no colaboraba en el puesto.

– Ese día me entregó algo -continuó-. Un sobre cerrado. Me dijo que debía guardarlo con su testamento y abrirlo sólo si… cuando… -Apretó los labios-. Bueno, ya me entiendes.

Cassandra tembló levemente cuando una brisa fresca le rozó los brazos.

Ben agitó la mano. Los papeles se sacudieron pero él no dijo nada.

– ¿Qué es? -preguntó ella con un dejo de ansiedad pesándole en el estómago-. Puedes decírmelo, Ben. Estaré bien.

Ben alzó la vista, sorprendido por el tono de voz. Su risa la desconcertó.

– No hay motivos para preocuparse, Cass. No es nada malo. Todo lo contrario, de verdad. -Meditó por un momento-. Es más un misterio que una calamidad.

Cassandra suspiró; el anuncio de un misterio hacía poco para aliviarla de su nerviosismo.

– Hice lo que me pidió. Guardé el sobre y no lo abrí hasta ayer. Cuando lo leí me quedé tan petrificado que hasta una pluma podía haberme derribado. -Sonrió-. Dentro, estaba el título de propiedad de otra casa.

– ¿La casa de quién?

– De Nell.

– Nell no tiene otra casa.

– Al parecer sí la tiene, o tenía. Y ahora es tuya.

A Cassandra no le gustaban las sorpresas, lo repentino de ellas, su condición fortuita. Pese a que hubo una época en que sabía cómo rendirse a lo inesperado, ahora la mera sugerencia traía consigo la aparición de un temor instantáneo, la respuesta que su cuerpo había aprendido ante los cambios. Tomó una hoja seca que yacía junto a su zapato y la dobló por la mitad varias veces, mientras pensaba.

Nell no había mencionado otra casa, nunca en todo el tiempo que habían vivido juntas, mientras Cassandra crecía y desde que había regresado. ¿Por qué no? ¿Por qué habría mantenido semejante secreto? ¿Y qué habría pretendido hacer con la casa? ¿Una inversión? Cassandra había escuchado a la gente en los cafés de Latrobe Terrace hablar del aumento de los precios de las propiedades, de los paquetes de inversión, pero ¿Nell? Nell siempre se había burlado de los ejecutivos de la ciudad que desembolsaban pequeñas fortunas por las diminutas casas de madera para obreros en Paddington.

Además, Nell había llegado a la edad de jubilarse hacía mucho tiempo. Si esa casa era una inversión, ¿por qué no la había vendido, empleando ese dinero para vivir? La venta de antigüedades tenía sus recompensas pero la remuneración económica no era la principal, no en estos tiempos. Nell y Cassandra ganaban lo suficiente para vivir, pero no mucho más. Había habido épocas en las que una inversión hubiera sido de mucha utilidad, y sin embargo Nell no había dicho ni una palabra.

– Esa casa -dijo por fin Cassandra-, ¿dónde está? ¿Queda cerca?

Ben sacudió la cabeza, sonriendo confundido.

– Ahí es donde todo este asunto se vuelve realmente misterioso. La otra casa está en Inglaterra.

– ¿Inglaterra?

– El Reino Unido, Europa, al otro lado del mundo.

– Sé dónde queda Inglaterra.

– Cornualles, para ser exactos, un pueblo llamado Tregenna. Sólo tengo los títulos para guiarme, pero está anotada como «Cabaña del Risco». Por las señas, supongo que fue parte de una propiedad mucho mayor, originalmente. Puedo averiguarlo, si quieres.

– ¿Pero por qué ella…? ¿Cómo pudo ella…? -Cassandra suspiró-. ¿Cuándo la compró?

– Los papeles están sellados el 6 de diciembre de 1975.

Cruzó los brazos sobre su pecho.

– Nell ni siquiera ha ido nunca a Inglaterra.

Fue el turno de Ben de sorprenderse.

– Sí que ha estado. Viajó al Reino Unido, a mediados de los setenta. ¿Nunca lo mencionó?

Cassandra negó lentamente con la cabeza.

– Recuerdo cuándo fue. Hacía poco que la conocía, fue unos meses antes de que entraras en escena, cuando todavía tenía el pequeño negocio cerca de la calle Stafford. Le había comprado algunas piezas y éramos conocidos, aunque todavía no amigos. Se fue por un mes. Lo recuerdo porque reservé un escritorio de cedro justo antes de que se marchara, un regalo de cumpleaños para mi esposa; al menos se suponía que iba a serlo, aunque al final no resultó así. Cada vez que iba a buscarlo, la tienda estaba cerrada.

»No hace falta que te diga lo enfadado que me sentí. Janice cumplía cincuenta, y el escritorio era perfecto. Cuando pagué el depósito, Nell no mencionó que se iba de vacaciones. De hecho, se tomó el trabajo de aclararme los términos de la reserva, dejando claro que esperaba pagos semanales y que tendría que retirar el escritorio en no más de un mes. Ella no era un depósito, me dijo, tenía que recibir más antigüedades y necesitaba el espacio.

Cassandra sonrió; sonaba muy propio de Nell.

– Fue muy insistente, por eso me extrañó que no estuviera allí en todo ese tiempo. Después de que se me pasara la irritación inicial, me preocupé bastante. Incluso pensé en llamar a la policía. -Hizo un gesto con la mano-. Al final, no tuve que hacerlo. En mi cuarta o quinta visita me topé con la mujer de al lado, quien estaba retirando el correo de Nell. Me dijo que se había marchado al Reino Unido pero se indignó cuando comencé a hacerle preguntas sobre por qué había partido tan repentinamente y cuándo volvería. La vecina replicó que ella hacía lo que le habían pedido y que no sabía nada más. Así que seguí controlando, el cumpleaños de mi esposa llegó y pasó, hasta que un día vi la tienda abierta: Nell estaba de regreso.

– Y se había comprado una casa durante su ausencia.

– Evidentemente.

Cassandra se cubrió los hombros con la chaqueta. No tenía sentido. ¿Por qué se iría Nell de vacaciones, de improviso, para comprar una casa y no volver nunca?

– ¿No te dijo nada al respecto? ¿Nunca?

Ben alzó las cejas.

– Olvidas que hablamos de Nell. No era una persona dada a las confidencias.

– Pero vosotros erais amigos. Seguramente lo habrá mencionado en alguna ocasión -Ben negó con la cabeza. Cassandra insistió-: Pero cuando ella regresó, cuando por fin retiraste el escritorio, ¿no le preguntaste por qué se había marchado tan de repente?

– Claro que lo hice, muchas veces a lo largo de los años. Sabía que debió de ser por algo importante. Estaba muy cambiada, cuando volvió.

– ¿En qué sentido?

– Más distraída, misteriosa. Estoy seguro de que no es el recuerdo el que me hace decir esto. Un par de meses más tarde estuve muy cerca de averiguarlo. Había ido a visitarla a la tienda y llegó una carta, con remitente de Truro. Yo llegué al mismo tiempo que el cartero, así que recogí su correo. Ella intentó actuar de forma despreocupada, pero para entonces ya empezaba a conocerla; estaba excitada por recibir esa carta. Se excusó para dejarme tan pronto como le fue posible.

– ¿Qué era? ¿Quién la enviaba?

– Debo admitir que la curiosidad se apoderó de mí. No llegué tan lejos como para mirar la carta, pero examiné el sobre, una vez que lo vi sobre su escritorio, para ver quién se lo había enviado. Memoricé la dirección al dorso y un viejo colega en el Reino Unido averiguó a quién pertenecía. La dirección era de un investigador.

– ¿Quieres decir un detective?

Asintió.

– ¿Existen?

– Claro.

– Pero ¿qué pensaba hacer Nell con un detective inglés?

Ben se encogió de hombros.

– No lo sé. Supongo que estaba intentando resolver algún misterio. Durante un tiempo solté indirectas, intenté sonsacarle datos, pero sin éxito. Después dejé de hacerlo, pensé que todo el mundo tiene derecho a guardar secretos y que Nell me lo diría si quería hacerlo. La verdad sea dicha, todavía me siento culpable por el poquito de espionaje que hice. -Sacudió la cabeza-. Tengo que admitirlo, me encantaría saberlo. Ha ocupado mis pensamientos mucho tiempo, y esto -agitó el título de propiedad- es la última pieza. Incluso ahora tu abuela tiene la extraña habilidad de confundirme.

Cassandra asintió distraídamente. Su mente estaba en otra parte, estableciendo lazos. Era el comentario de Ben sobre los misterios lo que la había disparado, su sugerencia de que Nell debía de estar intentando resolver uno. Todos los secretos que se habían materializado en el funeral de su abuela comenzaban a entrelazarse: el parentesco desconocido de Nell, su llegada de niña a un puerto, la maleta, el misterioso viaje a Inglaterra, la casa secreta…

– En fin… -Ben vació el resto de su té en una maceta de geranios rojos de Nell-. Será mejor que me ponga en marcha. Va a venir un hombre a verme para llevarse un aparador de caoba en quince minutos. Ha sido una venta de lo más complicada; me alegrará verla cerrada. ¿Puedo hacer alguna cosa por ti mientras estoy en el centro?

Cassandra negó con la cabeza.

– Yo misma me pasaré el lunes.

– No hay prisa, Cass. Te lo dije el otro día, es un placer cuidarte el stand tanto tiempo como necesites. Te traeré el dinero que hayan depositado cuando termine esta tarde.

– Gracias, Ben -dijo-. Por todo.

Se puso de pie y dejando la silla donde estaba, puso el testamento debajo de su taza de té. Estaba a punto de desaparecer por la esquina de la casa, cuando dudó y dio media vuelta.

– Cuídate, ¿me oyes? Si el viento aumenta, te llevará volando.

Una tierna preocupación le arrugaba la frente y a Cassandra le resultó difícil sostener su mirada. Ofrecía una ventana demasiado clara a sus pensamientos y no podía tolerar que le recordara cómo habían sido las cosas en el pasado.

– ¿Cass?

– Sí, así lo haré. -Se despidió mientras se marchaba y escuchó su automóvil perderse calle abajo. Su simpatía, aunque bienintencionada, siempre parecía acarrear una acusación. Tristeza, aunque muy mitigada, porque ella había sido incapaz (o no había querido) de recuperar su antiguo carácter. No se le había ocurrido pensar que tal vez ella hubiera elegido permanecer de ese modo. Que donde él veía reserva y soledad, Cassandra veía autopreservación y el conocimiento de que todo es más seguro cuando se tiene menos que perder.

Golpeó la punta de la zapatilla contra el cemento y apartó los pensamientos tristes y pasados. Después tomó el testamento. Observó, por primera vez, la pequeña nota grapada al frente. La envejecida letra cursiva de Nell, casi imposible de leer. Se la acercó a los ojos, luego la alejó, descifrando lentamente las palabras. Para Cassandra, decía, quien entenderá el porqué.

8

Brisbane, Australia, 1975


Nell repasó rápidamente los documentos por última vez -pasaporte, pasaje, cheques de viaje-, luego cerró su bolso y se sermoneó con dureza. Lo cierto es que se estaba convirtiendo en una compulsión. La gente volaba todos los días, o al menos eso le habían hecho creer. Se ataban a los asientos dentro de gigantescas latas de metal y consentían en ser catapultados hacia los cielos. Respiró hondo. Todo saldría bien. Ella era una superviviente, ¿no?

Se obligó a recorrer la casa, a revisar que las ventanas estuvieran cerradas. Examinó la cocina, se aseguró de no haber dejado el gas abierto, el hielo de la nevera derritiéndose, o las luces encendidas. Por fin, cargada con sus dos maletas salió por la puerta trasera y cerró con llave. Sabía por qué estaba nerviosa, claro, y no era sólo por olvidarse de algo, o por el miedo a que el avión cayera desde los cielos. Estaba nerviosa porque estaba regresando al hogar. Después de todos esos años, casi una vida, por fin volvía a casa.

Todo había sucedido repentinamente. Su padre, Hugh, había fallecido apenas un par de meses atrás y le faltó tiempo para abrir la puerta de su pasado. Él debió de imaginar que lo haría cuando le envió a Phyllis la maleta, con la orden de que se la entregara a Nell cuando ya no estuviera. Debió de haberlo adivinado.

Mientras aguardaba junto al camino al taxi, Nell contempló su casa color amarillo pálido. Tan alta desde ese ángulo, como ninguna de las otras casas que había visto, con su graciosa escalera trasera clausurada desde hacía años, los toldos de las ventanas a rayas rosadas, azules y blancas, las dos ventanas del altillo en lo más alto. Demasiado angosta, demasiado cuadrada para que alguna vez fuera considerada elegante, y, sin embargo, a ella le gustaba. Su falta de gracia, sus remiendos, su falta de orígenes claros. Víctima del tiempo y de una sucesión de dueños, cada uno intentando dejar su marca sobre la resistente fachada.

La había comprado en 1961, después que Al muriera y ella y Lesley regresaran de los Estados Unidos. La casa estaba descuidada, pero su ubicación en las laderas de Paddington detrás del viejo teatro Plaza la hacía sentir lo más próxima a su hogar que podía estar. Y la casa había recompensado su fe, incluso le había suministrado una nueva fuente de ingresos. Había dado con un cuarto repleto de muebles desvencijados en el oscuro sótano, y entrevisto una mesa que le encantó: patas en espiral, como cebada, y una tabla plegable. Estaba en bastante mal estado, pero Nell no lo había pensado dos veces; compró papel de lija y resina, y se dedicó a devolverle la vida.

Había sido Hugh quien le había enseñado cómo restaurar muebles. Cuando regresó de la guerra y nacieron sus hermanas, Nell se había habituado a seguirlo durante los fines de semana. Se convirtió en su asistente, aprendiendo a diferenciar los ensambles cola de paloma de los de peine, la resina del barniz, la alegría de coger un objeto roto y repararlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hiciera. Hasta que vio la mesa y supo cómo tenía que llevar a cabo esa cirugía, no recordó cuánto había amado esa tarea. Sintió ganas de llorar al encerar las ensortijadas patas con la resina y respirar el aroma familiar, sólo que ella no era de las que lloraban.

Una gardenia medio marchita cerca de su maleta llamó la atención de Nell, y recordó que no había pensado en alguien para que regara su jardín. La niña que vivía detrás había accedido a poner leche para los gatos que la visitaban y había hablado con una mujer para que recogiera su correo de la tienda, pero las plantas se le habían pasado por completo. Como para mostrarle en dónde tenía la cabeza, se había olvidado de aquello que la enorgullecía y alegraba. Tendría que pedírselo a una de sus hermanas, telefonear desde el aeropuerto, o incluso desde el otro extremo del mundo. Les daría una sorpresa, de esas que habían llegado a esperar de Nell, la hermana mayor.

Era difícil creer que hubieran estado tan unidos alguna vez. De las muchas cosas que la confesión de su padre le había robado, la pérdida de ellas era la herida más profunda. Tenía once años cuando la primera de ellas llegó al mundo pero el vínculo instantáneo fue abrumador. Supo, incluso antes de que su madre se lo dijera, que era su responsabilidad cuidar de sus hermanitas, asegurarse de que estuvieran a salvo. Su recompensa era su devoción, su insistencia en que Nell las consolara cuando se lastimaban, con sus firmes cuerpecitos apretados contra el suyo, después de haber tenido una pesadilla y de refugiarse en su cama para sobrellevar la larga noche.

Pero el secreto de su padre lo había cambiado todo. Sus palabras habían echado por la borda el libro que había sido su vida y las páginas habían volado desordenadas, sin que fuera posible reunirías para contar la misma historia. Descubrió que no podía mirar a sus hermanas sin ver su propia diferencia, y sin embargo no podía decirles la verdad. El hacerlo hubiera sido destruir en ellas algo en lo que creían ciegamente. Nell razonó que era mejor que la consideraran rara antes que una desconocida.

Un taxi negro y blanco dobló por la esquina y ella alzó su brazo para llamarlo. El conductor cargó las maletas mientras Nell subía al asiento trasero.

– ¿Adónde? -preguntó, cerrando de un golpe su portezuela.

– Al aeropuerto.

Asintió y emprendieron la marcha, serpenteando por el laberinto de las calles de Paddington.

Cuando cumplió los veintiuno, su padre le reveló la susurrada confesión que le había robado su propia esencia.

– Pero ¿quién soy? -había preguntado.

– Tú eres tú. La misma de siempre. Eres Nell, mi Nellie.

Sabía cuánto deseaba él que así fuera, pero intuía que ya no era posible. La realidad había dado un giro de muchos grados, dejándola fuera de sincronía con todos. Esa persona que era, o pensaba ser, en realidad no existía. No había una Nell O'Connor.

– Pero ¿quién soy realmente? -volvió a preguntarle, días después-. Dímelo, por favor, papá.

Él negó con la cabeza.

– No lo sé, Nellie. Tu madre y yo nunca lo averiguamos. Y nunca nos importó.

Intentó que el asunto no le importara, pero la verdad es que sí lo hacía. Las cosas habían cambiado y ya no podía mirar a su padrea los ojos. No era que lo quisiera menos, solo que la familiaridad había desaparecido. El afecto que sentía por él, invisible, sin preguntas del pasado, había adquirido un peso, una voz que le susurraba cuando lo miraba: «No eres realmente suya». Le costaba creer, sin importar con cuánta vehemencia le insistiera, que la quería como decía, que la quería tanto como a sus hermanas.

– Claro que sí -le aseguraba cuando se lo preguntaba. Sus ojos revelaban su sorpresa, su dolor. Sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la boca-. Te conocí a ti primero, Nellie. Te he querido por más tiempo.

Pero no era suficiente. Era una mentira, había estado viviendo una mentira, y se negó a seguir haciéndolo.

En el transcurso de los meses siguientes, una vida que había tardado veintiún años en edificarse fue sistemáticamente desmantelada. Ella renunció a su trabajo en la agencia de noticias del señor Fitzsimmons y encontró otro como acomodadora en el nuevo teatro Plaza. Empaquetó sus ropas en dos pequeñas maletas y se buscó un apartamento para compartir con la amiga de una amiga. Y rompió su compromiso con Danny. No de golpe; no fue tan valiente entonces para cortar por lo sano. Dejó que languideciera unos meses, negándose a verlo la mayoría de las veces, comportándose de forma desagradable cuando consentía verlo. Su cobardía la hacía odiarse más a sí misma, un odio consolador que la confirmaba en su sospecha de que merecía todo lo que estaba sucediéndole.

Le llevó un largo tiempo sobreponerse a la ruptura con Danny. Su rostro recio, sus ojos honestos y su sonrisa fácil. Lógicamente, él quería saber por qué, pero ella no reunió el valor para decírselo. No había palabras para explicarle que la persona que amaba y con quien esperaba casarse ya no existía. ¿Cómo podía pretender que la valorara, que siguiera queriéndola, cuando se enterara de que era un ser desechable? ¿Que su verdadera familia la había descartado?

El taxi dobló por la avenida Albión y aceleró hacia el este, en dirección al aeropuerto.

– ¿Adónde vuela? -se interesó el conductor, mirando a Nell a los ojos por el espejo retrovisor.

– A Londres.

– ¿Tiene familia allí?

Nell miró por la sucia ventanilla del automóvil.

– Sí -contestó. Al menos eso esperaba.

No le había dicho a Lesley adonde se dirigía. Había pensado en ello, se imaginó cogiendo el teléfono y marcando el número de su hija -el último de una lista que serpenteaba por su índice y daba la vuelta a la página-, pero cada vez que lo hizo descartó la idea. Lo más probable es que estuviera de regreso incluso antes de que Lesley se diera cuenta de que se había marchado.

Nell no necesitaba indagar dónde habían empezado los problemas con Lesley, lo tenía muy claro. Su relación había comenzado con el pie izquierdo, y nunca habían recuperado el paso. El nacimiento había sido una conmoción, la impetuosa aparición de un bulto con vida, lloroso y aullante, todo extremidades y encías y dedos aterrados.

Noche tras noche, Nell había yacido despierta en el hospital estadounidense, esperando sentir la conexión de la que hablaba la gente. Saber que ella estaba vinculada de modo poderoso y absoluto a esa personita que había crecido en su interior. Pero ese sentimiento nunca llegó. Sin importar cuánto lo intentara, cuánto lo deseara, Nell permanecía aislada de la pequeña gatita montesa que chupaba, rasgaba y arañaba sus pechos, siempre queriendo más de lo que ella podía dar.

Al, por su parte, se había quedado prendado. Conquistado. No parecía darse cuenta de que el bebé era aterrador. A diferencia de la mayoría de los hombres de su generación, se deleitaba en coger a su hija, en acunarla en el hueco de su brazo y en llevarla a caminar por las amplias avenidas de Chicago. A veces Nell lo observaba, con una blanda sonrisa pegada al rostro, mientras él miraba, desbordando amor, a su niñita. Él alzaba la vista y, en sus ojos húmedos, Nell podía ver reflejado el vacío de los suyos.

Lesley había nacido con algo salvaje que le corría por las venas, pero la muerte de Al en 1961 lo desató. Incluso en el momento de darle Nell la mala noticia, pudo apreciar la fina lámina de hastío que cubrió los ojos de su hija. En los meses siguientes, Lesley, siempre misteriosa para Nell, se metió aún más en su caparazón de seguridad adolescente despreciando a su madre y sin querer tener que ver nada con ella.

Era comprensible, claro, aunque no aceptable; tenía catorce años, una edad impresionable, y tu padre había sido la niña de sus ojos. El regreso a Australia no había ayudado, pero eso era agua pasada. Y Nell sabía que no debía permitirse mirar atrás a la hora de enfrentarse al veredicto de culpabilidad contra sí misma. Había hecho lo que consideró mejor en su momento: ella no era estadounidense, la madre de Al había muerto unos años antes, y a todos los efectos estaban solas. Extrañas en una tierra extraña.

Cuando Lesley se fue de casa a los dieciocho años, haciendo autoestop por toda la cadera este de la costa de Australia y bajando hasta el muslo, es decir, Sydney, Nell se quedó feliz por dejarla marchar. Con Lesley fuera de la casa, creyó que por fin se desharía del perro negro que colgaba de su espalda desde hacía diecisiete años, diciéndose que, por supuesto, era una madre horrible, que lógicamente su hija no la toleraba, estaba en su sangre, porque desde el primer momento ella no había querido tener niños. No importaba lo entrañable que hubiera sido Lil, Nell provenía de una tradición de malas madres, de esas que abandonan a sus hijos fácilmente.

Y no había resultado tan mal. Doce años más tarde, Lesley vivía más cerca que nunca de ella, en la llamada Costa de Oro con su última pareja y su propia hija, Cassandra. Nell sólo había visto a la niña un par de veces. Dios sabía quién era su padre; Nell evitaba preguntarlo. Fuera quien fuera, debía de ser alguien con sentido común, porque la nieta mostraba pocos signos del lado salvaje de su madre. Todo lo contrario. Cassandra era una niña cuya alma parecía haber envejecido antes de tiempo. Quieta, paciente, pensativa, leal con Lesley; una hermosa niña, en verdad. Había una seriedad subyacente en los oscuros ojos azules de bordes descendentes, y una bonita boca que Nell sospechaba sería maravillosa si alguna vez sonreía con despreocupada alegría.

El taxi, negro y blanco, se detuvo frente a las puertas de Qantas, y mientras Nell pagaba, hizo a un lado todo pensamiento relacionado con Lesley y Cassandra.

Había pasado suficiente tiempo de su vida atrapada en el arrepentimiento, ahogada en falsedades e incertidumbres. Ahora era el momento de conocer las respuestas, de averiguar quién era. Bajó y miró al cielo mientras un avión pasaba volando bajo.

– Que tenga un buen viaje, señora -dijo el taxista, llevando las maletas de Nell hasta un carrito.

– Así lo espero.

Y así sería; las respuestas estaban por fin a su alcance. Después de toda una vida siendo una sombra se iba a convertir en alguien de carne y hueso.


* * *

La pequeña maleta blanca había sido la clave, o mejor dicho, su contenido. El libro de cuentos de hadas publicado en Londres en 1913 con la ilustración en su portada. Nell había reconocido el rostro de la narradora de inmediato. Una parte enterrada y profunda de su mente le suministró los nombres antes de que su consciencia los atrapara, nombres que había creído que pertenecían a un juego de niños. La dama. La Autora. No sólo sabía que la dama era real, también sabía su nombre. Eliza Makepeace.

Su primer pensamiento, naturalmente, fue pensar que esa Eliza Makepeace era su madre. Cuando preguntó en la biblioteca apretó los puños mientras aguardaba, esperando que la bibliotecaria descubriera que Eliza Makepeace había perdido una niña o había pasado la vida buscando a su hija perdida. Pero eso, por supuesto, era una explicación demasiado sencilla. La bibliotecaria averiguó muy poco sobre Eliza, pero lo suficiente para saber que la escritora de ese nombre no había tenido hijos.

La lista de pasajeros ofreció muy poca información. Nell había revisado todos los barcos que partieron de Londres hacia Maryborough a fines de 1913, pero el nombre de Eliza Makepeace no aparecía en ninguno de ellos. Había una posibilidad de que Eliza fuera su seudónimo como escritora, claro, y que hubiera comprado el pasaje con su verdadero nombre, o incluso con uno inventado, pero Hugh no le había dicho a Nell en qué barco había llegado, y sin esa información no había modo de reducir la lista de probabilidades.

Sin embargo, Nell no se amilanó. Eliza Makepeace era importante, había jugado un papel en su pasado. Ella se acordaba de Eliza. No con claridad, eran viejos recuerdos reprimidos, pero eran reales. Viajar en barco. Esperar. Esconderse. Jugar. Y había comenzado a recordar también otras cosas. Era como si el recordar a la Autora hubiera levantado una tapa. Retazos de recuerdos comenzaron a aparecer: un laberinto, una mujer vieja que la atemorizaba, una larga travesía por mar. Supo que a través de Eliza se encontraría a sí misma, y para encontrar a Eliza necesitaba ir a Londres.

Gracias a Dios, tenía dinero para afrontar el viaje. Gracias a su padre, en realidad, porque él tenía más que ver con eso que Dios. Dentro de la blanca maleta, junto al libro de cuentos infantiles, el cepillo, el vestido de niña, Nell había encontrado una carta de Hugh, atada junto a una fotografía y un cheque. No era una fortuna -no había sido un hombre adinerado-, pero lo suficiente como para marcar la diferencia. En su carta le decía que quería que contara con dinero extra, que no había querido que las otras lo supieran. Él las había ayudado financieramente en vida pero Nell siempre había rechazado toda asistencia. De ese modo, creía, no podría decir que no.

Después se disculpaba, explicando que esperaba que algún día ella pudiera perdonarlo, incluso aunque él no fuera capaz de perdonarse a sí mismo. Tal vez le complacería saber que nunca había superado la culpa, que se había quedado hundido. Había pasado su vida deseando no habérselo dicho, y si hubiera sido un hombre más valiente, hubiera deseado no habérsela quedado. Pero el desear eso hubiera sido desear que Nell no fuera parte de su vida, y prefería quedarse con la culpa antes que dejarla a ella.

La fotografía era una que ya conocía, aunque había pasado mucho tiempo. Era en blanco y negro -mejor dicho, sepia y blanco-, tomada décadas atrás. Hugh, Lil y Nell, antes de que vinieran las hermanas y la familia se ampliara con sus risas, voces y gritos infantiles. Era una de esas fotos de estudio en donde los retratados parecen un tanto sorprendidos. Como si hubieran sido arrancados de la vida real, miniaturizados, y luego colocados dentro de una casa de muñecas llena de objetos desconocidos. Contemplándola, Nell tuvo la absoluta certeza de que podía recordar cuándo fue tomada. No tenía muchos recuerdos de su infancia, pero estaba segura de recordar la inmediata repulsión que le produjo ese estudio, el olor químico de los líquidos de revelado. Dejó la foto a un lado y volvió a coger la carta de su padre.

No importaba las veces que la leyera, siempre terminaba preguntándose por su elección de palabras: su culpa. Imaginó que se refería a la culpabilidad por haber desestructurado su vida con su confesión, y, sin embargo, la palabra no parecía del todo exacta. Que lo lamentara o se arrepintiera, tal vez, pero ¿sentirse culpable? Le parecía una elección extraña. Porque, por mucho que Nell deseó que no hubiera sucedido, por mucho que le resultara imposible continuar con una vida que sabía que era falsa, ella nunca pensó que sus padres fueran culpables. Después de todo, habían hecho lo que consideraban mejor, lo que era mejor. Le habían dado una casa y amor cuando carecía de ambos. Que su padre se considerara culpable, que se imaginara que ella pensaba eso, era perturbador. Y, sin embargo, era demasiado tarde para preguntarle qué había querido decir.

9

Maryborough, Australia, 1914


Texto. Nell llevaba unos seis meses con ellos cuando la carta llegó a la oficina del puerto. Un hombre en Londres estaba buscando a una niña de cuatro años de edad. Cabellos: rojos. Ojos: azules. Había desaparecido hacía unos ocho meses y el individuo -Henry Mansell, decía la carta- tenía motivos para creer que había sido embarcada, posiblemente en un barco que se dirigía a Australia. La estaba buscando en nombre de sus clientes, la familia de la niña.

De pie junto a su escritorio, Hugh sintió que se le aflojaban las rodillas, que se le licuaban los músculos. El momento que había temido -que siempre había tenido la certeza de que llegaría- estaba ahí. Porque a pesar de lo que Lil creyera, los niños, especialmente niñas como Nell, no desaparecían sin que nadie diera la voz de alarma. Se sentó en su silla, concentrándose en respirar, mirando rápidamente por las ventanas. Se sintió repentinamente sospechoso, como si estuviera siendo observado por un enemigo invisible.

Se pasó una mano por el rostro, dejándola luego reposar contra su cuello. ¿Qué demonios iba a hacer? Era sólo cuestión de tiempo antes de que los demás llegaran al trabajo y vieran la carta. Y aunque él era el único que había visto a Nell esperando sola en el muelle, eso no los mantendría a salvo mucho tiempo. Se correría la voz en el pueblo -eso sucedía siempre- y alguien sumaría dos más dos. Se daría cuenta de que la niña que estaba con los O'Connor en la calle Queen, la que hablaba de modo tan peculiar, se asemejaba mucho a la niña inglesa desaparecida.

No, no podía arriesgarse a que alguien leyera el contenido. Hugh se observó a sí mismo, la mano ligeramente temblorosa. Dobló la carta con cuidado por el medio, y luego otra vez, y la colocó en el bolsillo interior de su chaqueta. Eso resolvería el asunto por el momento.

Se sentó. Listo, ya se sentía mejor. Sólo necesitaba tiempo y espacio para pensar, para ver cómo convencía a Lil de que había llegado el momento de devolver a Nell. Los planes para mudarse a Brisbane ya estaban muy avanzados. Lil había informado al arrendador de que iban a marcharse, había comenzado a embalar sus posesiones, las pocas que tenían, y había comentado en el pueblo que había oportunidades de trabajo para Hugh en Brisbane que sería una pena no aprovechar.

Pero los planes podían cancelarse, debían cancelarse. Porque ahora sabían que había alguien buscando a Nell, y eso cambiaba las cosas, ¿no?

Sabía lo que respondería Lil frente a eso: que no merecían a Nell, esa gente, ese hombre, Henry Mansell, que la habían perdido. Le rogaría, le suplicaría, insistiría en que no podían entregar a Nell a alguien tan descuidado. Pero Hugh le haría ver que no era una cuestión de elección, que Nell no era de ellos, que nunca había sido de ellos, que pertenecía a otros. Si ni siquiera era Nell, su propio nombre la estaba buscando.

Esa tarde, al subir las escaleras delanteras, Hugh se detuvo un momento a ordenar sus ideas. Mientras respiraba el humo acre que brotaba de la chimenea, un humo agradable por provenir del fuego que calentaba su hogar, una fuerza invisible pareció paralizarlo en el sitio. Tenía la vaga sensación de estar parado en un umbral, y que al cruzarlo todo cambiaría.

Respiró hondo, empujó la puerta y sus dos mujeres se volvieron a mirarlo. Estaban sentadas junto al fuego, Nell en el regazo de Lil, sus cabellos rojos colgando en húmedos mechones mientras Lil lo cepillaba.

– ¡Papá! -dijo Nell, la excitación animando su rostro colorado por el hogar.

Lil le sonrió por encima de la cabeza de la pequeña. Esa sonrisa que siempre había sido su perdición, desde que puso los ojos en ella por primera vez, enrollando las sogas del bote de su padre. ¿Cuándo fue la última vez que había visto esa sonrisa? Fue antes de los bebés, creyó recordar. Los bebés que se negaban a nacer como corresponde.

Hugh contempló la sonrisa de Lil y luego dejó su morral, buscó en su bolsillo en donde la carta le estaba quemando, sintió su tersura bajo la yema de los dedos. Se volvió hacia la cocina en donde humeaba la olla más grande.

– La cena huele bien. -Maldito nudo en la garganta.

– Es el guiso de mi madre -dijo Lil, desenredando los cabellos de Nell-. ¿Te ocurre algo?

– ¿Cómo?

– Te prepararé una tisana de limón y cebada.

– Es sólo un picor -dijo Hugh-. No te molestes.

– No es molestia. No cuando es para ti. -Volvió a sonreírle y palmeó a Nell en los hombros-. Listo, pequeñita. Mamá tiene que ponerse de pie y comprobar el té. Tú siéntate aquí hasta que se sequen tus cabellos. No quiero que te resfríes como tu papá. -Miró a Hugh mientras hablaba, los ojos desbordantes de una alegría que le perforó el corazón y que hizo que tuviera que darse la vuelta.


* * *

Durante la cena, la carta permaneció como un peso en la chaqueta de Hugh, negándose a ser olvidada. Como el metal a un imán, su mano se sentía atraída. No podía dejar el cuchillo sin que sus dedos se encaminaran a su chaqueta, rozando el liso papel, la sentencia de muerte para su felicidad. La carta de un hombre que conocía a la familia de Nell. Bueno, al menos eso era lo que decía…

Hugh se enderezó de pronto, preguntándose por el modo en el que había aceptado de inmediato las afirmaciones del desconocido. Pensó otra vez en el contenido de la carta, recordó las frases y las examinó en busca de evidencia. El alivio fue instantáneo. No había nada, nada en la carta que sugiriera que era cierta. Había un sinnúmero de gente extraña que estaba involucrada en toda clase de complicados negociados. Había un mercado para niñas pequeñas en algunos países, él lo sabía, los traficantes de blancas estaban siempre a la busca de niñas pequeñas para vender…

Pero era ridículo aferrarse desesperadamente a esas posibilidades, porque sabía lo improbables que eran.

– ¿Hughie?

Alzó rápidamente la vista. Lil lo estaba mirando de forma peculiar.

– Te fuiste con las hadas. -Puso una mano tibia en su frente-. Espero que no vayas a tener fiebre.

– Estoy bien -contestó más duramente de lo que pretendía-. Estoy bien, Lil, mi amor.

Ella apretó los labios.

– Sólo era una suposición. Voy a llevar a esta señorita a la cama. Ha tenido un día agitado, agotador.

Como si fuera una señal, Nell dio un gran bostezo.

– Buenas noches, papá -dijo feliz cuando terminó de bostezar. Antes de que se diera cuenta, la tenía en su regazo, abrazada a él como un gatito tibio, los brazos como serpientes en torno al cuello. Fue, más consciente que nunca de la aspereza de su piel, de su barba. La rodeó con los brazos como si fuera un pajarillo, y cerró los ojos.

– Buenas noches, Nellie, mi amor -le susurró en los cabellos.

La vio desaparecer en el cuarto contiguo. Su familia. Porque de algún modo que no podía explicar, incluso a sí mismo, esa niña, su Nell con sus dos largas trenzas, les aportaba solidez. Ahora eran una familia, una unidad irrompible de tres, no sólo dos almas que habían decidido unir sus destinos.

Y allí estaba él, considerando destruirlos…

Un ruido en el pasillo hizo que alzara la vista. La silueta de Lil se destacaba contra el marco de la puerta. Un efecto de la luz hacía que su cabello oscuro se reflejara rojizo, dando un profundo brillo a sus ojos, como dos lunas negras debajo de sus largas pestañas. Un hilo invisible tensó la comisura de sus labios, haciendo que su boca formara una sonrisa, reflejo de una emoción demasiado fuerte como para ser expresada verbalmente.

Hugh sonrió tímidamente, y sus dedos volvieron a deslizarse hacia su bolsillo, pasando silenciosos por la superficie de la carta. Sus labios se entreabrieron con un leve sonido, ardiendo por las palabras que no quería decir pero que no estaba seguro de que podría detener.

Lil se le acercó. Sus dedos acariciando su muñeca, enviando cálidos impulsos hasta su cuello, la mano cálida en su mejilla.

– Ven a la cama.

Ah, ¿existían acaso palabras más dulces que ésas? Su voz contenía una promesa y, en ese momento, tomó la decisión.

Entrelazó la mano de ella en la suya, la sostuvo con firmeza y la siguió.

Al pasar por el hogar, tiró el papel al fuego. Éste siseó al caer, ardiendo en leve reproche mientras lo miraba por el rabillo del ojo. Pero no se detuvo, siguió caminando y no volvió a mirar atrás.

10

Brisbane, Australia, 2005


Mucho antes de convertirse en centro de antigüedades, había sido un teatro. El teatro Plaza, un gran experimento allá por los años treinta. Sencillo en su exterior, una enorme caja blanca recortada sobre la colina de Paddington, su interior era otra historia. El techo abovedado, azul oscuro con nubes recortadas, había estado iluminado originalmente, para crear la ilusión de la luz de la luna, mientras que cientos de pequeñas luces titilaban como estrellas. Había sido un buen negocio durante décadas, cuando los tranvías traqueteaban delante de su fachada, y los jardines chinos florecían en los valles pero, aunque había prevalecido frente a fieros adversarios como el fuego y las inundaciones, había caído, suave y rápidamente, víctima de la televisión en los años sesenta.

El puesto de Nell y Cassandra estaba directamente debajo del arco del proscenio, a la izquierda del escenario. Una madriguera de estantes oscurecidos por innumerables piezas de bisutería, rarezas, libros viejos y una ecléctica recopilación de objetos coleccionables. Hacía ya mucho tiempo que los otros vendedores habían comenzado a llamarlo Aladino en broma hasta quedarse con ese nombre. Un pequeño cartel de madera con letras doradas proclamaba ahora que era La guarida de Aladino.

Sentada en un taburete de tres patas, al fondo del laberinto de estantes, Cassandra tenía dificultades para concentrarse. Era la primera vez que iba al centro desde la muerte de Nell y se sentía rara sentada en medio de los tesoros que habían adquirido juntas. Se le hacía extraño que las cosas estuvieran allí cuando Nell ya no estaba. Como si de alguna manera fuera una suerte de deslealtad. Cucharas que Nell había pulido, etiquetas con precios en su indescifrable escritura como patas de araña, libros y más libros. Habían sido la debilidad de Nell; todos los anticuarios tenían una. En concreto, amaba los libros de finales del siglo XIX. Escritos Victorianos con maravillosos textos impresos e ilustraciones en blanco y negro. Si un libro tenía una dedicatoria de quien lo obsequiaba a quien lo recibía, tanto mejor. Un registro del pasado, una pista de las manos por las que había pasado hasta llegar a ella.

– Buenos días.

Cassandra alzó la vista y vio a Ben sosteniendo una taza de café.

– ¿Haciendo inventario? -preguntó.

Cass retiró unos mechones de fino cabello de los ojos y tomó la taza que le ofrecía.

– Más bien moviendo cosas de un lado a otro, y de vuelta al mismo lugar, la mayor parte de las veces.

Ben tomó un sorbo de su propio café y la observó por encima de la taza.

– Tengo algo para ti. -Buscó por debajo de su chaleco de punto y extrajo una hoja de papel del bolsillo de su camisa.

Cassandra desplegó la hoja y alisó sus pliegues. Papel impreso, blanco, A4, en el centro una fotografía en blanco y negro de una casa. Una cabaña, en realidad, de piedra, por lo que podía verse, con manchas – ¿tal vez enredaderas?- en las paredes. El tejado era de tejas, una chimenea de piedra, visible detrás de la cumbrera. Dos macetones balanceándose precariamente en lo alto.

Sabía qué casa era ésa, por supuesto, no tenía necesidad de preguntar.

– Estuve indagando un poco -dijo Ben-. No pude contenerme. Mi hija, la de Londres, se las arregló para contactar con alguien en Cornualles y me envió esta foto por correo electrónico.

Así que ése era el aspecto que tenía, el gran secreto de Nell. La casa que había comprado en un arrebato y cuyo secreto guardó para sí todo ese tiempo. Era extraño el efecto que la imagen le producía. Cassandra había dejado el título de propiedad sobre la mesa de la cocina toda la semana, lo había mirado cada vez que pasaba, y poco más, pero al ver esa foto por primera vez le pareció real. Todo se aclaró: Nell, que se había ido a. la tumba sin saber quién era verdaderamente, había comprado una casa en Inglaterra y se la había dejado a Cassandra, pensando que ella entendería el porqué.

– Ruby siempre fue hábil para averiguar cosas, así que la puse a buscar información sobre sus antiguos dueños. Pensé que si averiguábamos a quién le había comprado la casa tu abuela, eso arrojaría algo de luz sobre el porqué. -Sacó un pequeño cuaderno de espiral del bolsillo del pecho y se acomodó las gafas para examinar mejor la hoja-. ¿Te dicen algo los nombres Richard y Julia Bennett?

Cassandra negó con la cabeza, todavía mirando la imagen.

– De acuerdo con Ruby, Nell compró la propiedad al señor y la señora Bennett, quienes a su vez la habían adquirido en 1971, así como la mansión colindante para convertirla en un hotel. El hotel Blackhurst. -Miró a Cassandra esperanzado.

Nuevamente negó con la cabeza.

– ¿Estás segura?

– Nunca oí hablar de él.

– Ah -suspiró Ben, cuyos hombros parecieron desinflarse-. Bueno… -Cerró el cuaderno, y apoyó el brazo en el estante más próximo-. Me temo que ése es el fin de mi investigación. Una posibilidad remota, supongo. -Se rascó la barba-. Típico de Nell el dejar un misterio como éste. Es de lo más enrevesado, ¿no? ¿Una casa secreta en Inglaterra?

Cassandra sonrió.

– Gracias por la foto, y dale las gracias de mi parte a tu hija.

– Podrás agradecérselo personalmente cuando cruces el charco. -Agitó la taza de papel y luego examinó la abertura para asegurarse de que estaba vacía-. ¿Cuándo crees que viajarás?

Los ojos de Cassandra se abrieron como platos.

– ¿A Inglaterra, quieres decir?

– Una foto está bien, pero no es lo mismo que ver el lugar, ¿no?

– ¿Crees que debería ir a Inglaterra?

– ¿Por qué no? Estamos en el siglo XXI, podrías ir y volver en menos de una semana, y te harías una idea mucho mejor de lo que quieres hacer con la cabaña.

A pesar del título de propiedad sobre la mesa, Cassandra había estado tan preocupada con la teórica existencia de la cabaña de Nell, que no la había considerado en lo más mínimo en términos prácticos: había una cabaña en Inglaterra que la esperaba. Su pie frotó el oscuro suelo de madera y luego miró a Ben.

– ¿Supongo que debería venderla?

– Una gran decisión como para tomarla sin haber puesto un pie dentro. -Ben tiró su taza al rebosante cubo de basura junto al escritorio de cedro-. No te vendría mal echarle una ojeada, ¿no? Obviamente significó mucho para Nell, para haberla conservado todo este tiempo.

Cassandra consideró ese hecho. Volar a Londres, sola, de improviso.

– Pero el puesto…

– ¡Bah! El personal del centro se ocupará de tus ventas, y yo estaré aquí. -Indicó los cargados estantes-. Tienes suficiente mercadería para toda una década. -Su voz se ablandó-. ¿Por qué no vas, Cass? No te vendría mal alejarte un tiempo. Ruby vive en una caja de zapatos en South Kensington, trabajando en el V &A [1]. Ella te puede mostrar aquello, y cuidarte.

Cuidarla: la gente siempre se ofrecía para cuidar de Cassandra. Una vez, hacía toda una vida, ella había sido una adulta con responsabilidades propias, había cuidado de otros.

– ¿Qué tienes que perder?

Nada, no tenía nada que perder, a nadie que perder. Cassandra se sintió, de pronto, cansada de lidiar con el asunto. Mostró una leve sonrisa de rendición, y contestó:

– Creo que lo pensaré.

– Ésa es mi chica. -Ben la palmeó en el hombro y se dispuso a marcharse-. Ah, casi me olvido. También averigüé otro detalle interesante. No dice nada sobre Nell y su casa, pero es una coincidencia graciosa, de todos modos, y con tu experiencia artística, y todos esos dibujos que solías hacer.

Escuchar que la pasión de tu vida y los años invertidos en ella acababan descritos de forma tan despreocupada, relegados completamente al pasado, era descorazonador. Cassandra se las ingenió para mantener una débil sonrisa a flote.

– Las tierras en las que se encuentra la casa de Nell fueron en su día propiedad de la familia Mountrachet.

Sacudió la cabeza: ese nombre no le decía nada.

– La hija, Rose, se casó con un tal Nathaniel Walker -añadió Ben.

Cassandra frunció el ceño.

– ¿El artista… estadounidense?

– El mismo, más concretamente retratista, ya sabes, ese tipo de cosas. Señora de tal y cual con sus seis caniches favoritos. Según dice mi hija, incluso llegó a pintar un retrato del rey Eduardo en 1910, justo antes de su muerte. La cima de la carrera de Walker, diría yo, aunque Ruby no parecía muy impresionada: dice que los retratos no son sus mejores trabajos, carecían de vida.

– Ha pasado tanto tiempo desde que yo…

– Ella prefiere los bocetos. Así es Ruby, siempre contenta cuando nada a contracorriente de la opinión general.

– ¿Bocetos?

– Ilustraciones, dibujos para revistas, en blanco y negro.

Cassandra inspiró con fuerza.

– Los dibujos del Laberinto y la Zorra.

Ben alzó los hombros y sacudió la cabeza.

– Oh, Ben, eran increíbles, son increíbles, asombrosamente detallistas. -Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pensó en la historia del arte que le sorprendió ese brote de autoridad-. Nathaniel Walker participó brevemente en una clase que di sobre Aubrey Beardsley y sus contemporáneos -explicó-. Era controvertido, por lo que recuerdo, pero no puedo acordarme de por qué.

– Eso es lo que dijo Ruby. Te vas a llevar bien con ella. Cuando se lo mencioné, se animó mucho. Dijo que hay algunas ilustraciones suyas en la nueva exposición del V &A; evidentemente, son poco comunes.

– No hizo muchas -dijo Cassandra, haciendo memoria-. Supongo que estaba demasiado ocupado con los retratos, las ilustraciones eran más un hobby. Sea como fuere, las que hizo están muy bien consideradas -agregó-. Creo que tenemos algunas aquí, en uno de los libros de Nell. -Se subió a un cajón de botellas de leche, colocado boca abajo, y pasó el índice por el estante superior, deteniéndose al llegar a un lomo color borgoña con borrosas letras doradas.

Lo abrió, todavía de pie sobre el cajón, y pasó con cuidado las páginas con dibujos coloreados.

– Aquí está -exclamó, y sin apartar los ojos de la página, se bajó-. El lamento de la zorra.

Ben se acercó, apartando sus gafas de la luz.

– Intrincado, ¿verdad? No es mi estilo, pero para ti es arte. Puedo entender por qué lo admiras.

– Es hermoso, y en cierta medida, triste:

Ben se inclinó hacia delante.

– ¿Triste?

– Lleno de melancolía, nostalgia. No sé explicarlo mejor, hay algo en el rostro de la zorra, una especie de ausencia. -Cassandra sacudió la cabeza-. No puedo explicarlo.

Ben le apretó amistosamente el brazo, murmuró algo sobre traerle un sándwich para el almuerzo, y luego se marchó arrastrando los pies hasta su puesto, y más concretamente hasta un cliente que estaba haciendo juegos malabares con las piezas de una lámpara de cristales Waterford.

Cassandra continuó estudiando la ilustración, preguntándose cómo estaba tan segura respecto a la tristeza de la zorra. Ésa era la habilidad del artista, por supuesto, la habilidad de, mediante la colocación precisa de finas líneas negras, evocar con tanta claridad emociones tan complejas…

Apretó los labios. El boceto le recordaba el día en que encontró el libro de cuentos, bajo el sótano de la casa de Nell, mientras arriba, su madre se preparaba para dejarla. Mirando hacia atrás, Cassandra se dio cuenta de que podía rastrear su amor por el arte hasta ese libro. Había abierto la tapa, sucumbiendo a las maravillosas, atemorizantes y mágicas ilustraciones. Se había preguntado qué se sentiría al escapar de los rígidos confines de las palabras y hablar con un lenguaje tan fluido.

Y por un tiempo, mientras crecía, lo había sabido: la atracción física de la pluma, la bendita sensación de perder la noción del tiempo mientras realizaba sus conjuros sobre el tablero de dibujo. Su amor por el arte la llevó a estudiar en Melbourne, la había llevado a casarse con Nicholas, y a todo lo que siguió. Era extraño pensar que su vida podría haber sido completamente diferente si no hubiera visto nunca la maleta, si no hubiera sentido la curiosa compulsión de abrirla y examinar su interior…

Cassandra jadeó. ¿Cómo no había pensado en eso antes? De pronto supo exactamente lo que tenía que hacer, dónde tenía que buscar. El lugar donde podría encontrar las pistas necesarias sobre los misteriosos orígenes de Nell.


* * *

Pensó que tal vez Nell se había deshecho de la maleta, pero desechó la idea, convencida de lo contrario. Por un lado, su abuela era vendedora de antigüedades, coleccionista, un pájaro coleccionista. Hubiera sido completamente atípico en ella destruir o deshacerse de algo viejo y raro.

Más aún, si lo que sus tías habían dicho era cierto, la maleta no era sólo un mero artefacto histórico: era un ancla. Era todo lo que Nell tuvo como vínculo con su pasado. Cassandra entendía la importancia de las anclas, sabía demasiado bien lo que le sucedía a una persona cuando la soga que la aferraba a su vida se cortaba. Había perdido su propia ancla dos veces. La primera vez, a los diez años, cuando Lesley la abandonó; la segunda vez, siendo una mujer joven (¿había pasado ya una década?), cuando, en menos de un segundo, la vida que conocía cambió y fue lanzada a la deriva una vez más.

Más tarde, reflexionando sobre los hechos pasados, Cassandra supo que había sido la maleta la que la encontró a ella, tal como lo había hecho la primera vez.

Después de una noche que pasó rastreando los cuartos desocupados y repletos de Nell, distrayéndose, a pesar de sus mejores intenciones, con este o aquel recuerdo, acabó terriblemente cansada. No sólo física, sino también mentalmente. El fin de semana se había cobrado su precio. Le vino de pronto y de modo intenso el cansancio de los cuentos de hadas, un deseo mágico de rendirse al sueño.

En vez de bajar a su cuarto, se acurrucó debajo de la manta de Nell, todavía vestida, y dejó que su cabeza se hundiera en la mullida almohada. El olor era descorazonadoramente familiar -talco con perfume a lavanda, limpiaplata, jabón Palmolive- y se sintió como si estuviera apoyando la cabeza en el pecho de Nell.

Durmió como los muertos, oscuramente y sin sueños. A la mañana siguiente, cuando despertó, tuvo la sensación de haber dormido mucho más que una noche.

El sol entraba en la habitación a través de las cortinas -como la luz de un faro- y observó, mientras yacía allí, las partículas de polvo, flotando. Podía haber extendido la mano para atraparlas con la punta de los dedos, pero no lo hizo. En cambio, permitió que su mirada siguiera el rayo de luz, volviendo su cabeza hacia el lugar sobre el que caía. El lugar, en lo alto del armarlo, cuyas puertas se habían abierto durante la noche para mostrar, en el estante superior, debajo de un batiburrillo de bolsas de plástico llenas de ropa para la iglesia de San Vicente, una vieja maleta blanca.

11

Océano Índico, novecientas millas más allá del cabo de Buena Esperanza, 1913


Le había llevado mucho tiempo llegar a América. En los relatos que su padre le contaba, había dicho que estaba más lejos que Arabia, y la pequeña sabía que eran necesarios cien días y sus noches para llegar allí. La pequeña había perdido la cuenta de los días, pero sabía que había transcurrido bastante tiempo desde que subieron al barco. Tanto, que se había acostumbrado a la sensación de estar siempre en movimiento. Adquirir piernas de marinero, se decía. Había aprendido todo sobre el tema en los relatos de Moby Dick.

Pensar en Moby Dick hizo que la niña se entristeciera mucho. Le recordaba a su papá, a las historias que le leía sobre la gran ballena, los dibujos que le dejaba mirar en su estudio, dibujos que había hecho de océanos oscuros y grandes naves. La pequeña sabía que se llamaban ilustraciones, disfrutando con la larga palabra mientras la repetía mentalmente, y que un día serían incluidas en un libro, un libro de verdad que otros niños leerían. Porque eso era lo que hacía papá, ponía dibujos a las historias. O lo había hecho en una ocasión. También hacía cuadros de gente, pero a la pequeña no le gustaban, porque le parecía que sus ojos la seguían por la habitación.

El labio inferior de la pequeña comenzó a temblar como sucedía a veces, cuando pensaba en papá y mamá, y se lo mordió. Al principio había llorado mucho. No había sido capaz de contenerse; extrañaba a sus padres. Pero ya no lloraba tanto, y nunca frente a otros niños. Podían pensar que era demasiado pequeña para jugar con ellos y entonces, ¿qué sería de ella? Además, mamá y papá se reunirían pronto con ella. Estarían esperándola cuando el barco llegara a América. ¿Estaría allí también la Autora?

La pequeña frunció el ceño. En todo el tiempo que le había llevado adquirir las piernas de marinero, la Autora no había regresado. Esto la confundía puesto que la dama le había dado instrucciones muy estrictas sobre cómo tenían que permanecer siempre juntas, y evitar separarse sin importar el motivo. Tal vez se estaba ocultando. Tal vez todo era parte de un juego.

La pequeña no estaba segura. Se sintió agradecida cuando conoció a Will y a Sally en el muelle, aquella primera mañana, de otro modo no habría estado segura de saber dónde dormir, cómo obtener comida. Will y Sally y sus hermanos y hermanas -eran tantos que la pequeña tenía dificultades para llevar la cuenta- sabían todo sobre cómo encontrar comida. Le habían mostrado toda clase de lugares en el barco en donde podía encontrarse una porción extra de carne salada. (A ella no le gustaba mucho el sabor, pero Will se rió y dijo que podía no ser a lo que estaba acostumbrada, pero que servía para una vida de perros.) En general, eran amables con ella. La única vez que se enojaron fue cuando se negó a decirles su nombre. Pero la pequeña sabía muchos juegos, sabía cómo seguir las reglas y la Autora le había dicho que ésa era la regla más importante de todas.

La familia de Will tenía varias literas en las cubiertas inferiores, junto a muchos otros hombres, mujeres y niños, más gente de lo que la pequeña había visto nunca congregada en un solo lugar. También tenían una madre viajando con ellos, aunque la llamaban «Mami». No se parecía en nada a su madre, no tenía su bello rostro ni su encantador cabello oscuro, peinado alto por Poppy cada mañana. «Mami» era más como las mujeres que veía a veces cuando las carretas atravesaban la ciudad, con faldas remendadas, botines estropeados y manos cuarteadas como el par de guantes viejos que Davies usaba en el jardín.

Cuando Will llevó por primera vez abajo a la pequeña, Mami estaba sentada en la litera más baja, dando de mamar a un bebé, mientras otro yacía a su lado.

– ¿Quién es ésta? -preguntó.

– No nos quiere decir su nombre. Dice que espera a alguien, que se supone que está escondida.

– Escondida, ¿eh? -La mujer indicó a la pequeña que se acercara-. ¿De quién te escondes entonces, niña?

Pero la pequeña no dijo nada, sólo sacudió la cabeza.

– ¿Dónde está su gente?

– No creo que tenga a nadie -dijo Will-. Al menos que yo haya visto. Se estaba escondiendo cuando la encontré.

– ¿Es así, pequeña? ¿Tú sola?

La pequeña consideró la pregunta y decidió que era mejor estar de acuerdo que hablar de la Autora. Asintió.

– Bueno, bueno. Una cosita como tú, completamente sola en alta mar. -Mami sacudió la cabeza y acomodó al bebé que lloraba-. ¿Ésa es tu maleta? Tráela y deja que Mami le eche un vistazo.

La pequeña observó cómo Mami abría las hebillas y alzaba la tapa. Hizo a un lado el libro de cuentos de hadas y el segundo vestido nuevo, dejando a la vista el sobre que estaba debajo. Mami pasó el dedo debajo del sello y lo abrió. Tomó una pequeña pila de papeles de su interior.

Los ojos de Will se agrandaron.

– Billetes. -Miró a la pequeña-. ¿Qué haremos con ella, Mami? ¿Avisamos al encargado?

Mami guardó los billetes en el sobre otra vez, lo dobló en tres, y lo guardó en la parte delantera de su vestido.

– No tiene mucho sentido decírselo a nadie a bordo -dijo por fin-, no que yo crea. Se quedará con nosotros hasta que lleguemos al otro lado del mundo, luego veremos quién la espera. Y veremos cómo nos agradecen nuestros esfuerzos. -Entonces sonrió, mostrando huecos oscuros entre sus dientes.

La pequeña no tenía mucho contacto con Mami, y por ello estaba agradecida. Mami se mantenía ocupada con los bebés, uno de los cuales siempre parecía estar enganchado en su pecho. Estaban mamando, o eso decía Will, aunque la pequeña nunca había oído esa palabra. Al menos no aplicada a la gente; había visto a los animales pequeños alimentándose en las granjas de la propiedad. Estos bebés eran como un par de cerditos, no hacían prácticamente nada, salvo llorar, beber y engordar. Y mientras que los bebés mantenían ocupada a Mami, los otros se ocupaban de sí mismos. Estaban habituados a eso, le dijo Will, porque así tenían que hacerlo en casa. Provenían de un lugar llamado Bolton y, cuando no tenía bebés para cuidar, su madre trabajaba en una fábrica de algodón, todo el día. Por eso tosía tanto. La pequeña entendió: tampoco su madre estaba bien, aunque no tosiera como lo hacía Mami.

Por las noches había un lugar en el que la pequeña solía sentarse junto a los otros, escuchando la música que provenía de arriba y el sonido de los pies deslizándose por los brillantes suelos. Eso era lo que estaban haciendo ahora, sentados en un rincón oscuro, escuchando. Al principio, la pequeña había querido ir a ver, pero los otros niños sólo se rieron y dijeron que las cubiertas superiores no eran para gente como ellos. Que ese espacio debajo de la escalera de servicio era lo más cerca que llegarían a estar de la cubierta de los ricachones.

La pequeña había guardado silencio. Nunca se había visto frente a reglas como ésa. En casa, salvo una excepción, se le permitía ir a donde quisiera. El único lugar que tenía prohibido era el laberinto que conducía a la cabaña de la Autora. Pero esto no era lo mismo y le costó comprender qué quería decir el niño. ¿Gente como ellos? ¿Niños? Tal vez la cubierta superior era un lugar donde no podían ir los niños.

Y no es que esa noche quisiera subir. Se sentía cansada, llevaba sintiéndose así muchos días. La suerte de cansancio que hacía que sus piernas parecieran pesadas como troncos de árboles y la altura de los escalones aumentara al doble. También estaba mareada, y su aliento, al pasar por sus labios, era caliente.

– Vamos -dijo Will, cansado de la música-. Vayamos a mirar si hay tierra.

Con mucho revuelo se pusieron todos en pie. La pequeña se levantó e intentó mantener el equilibrio. Will y Sally y los demás hablaban, reían, las voces girando a su alrededor. Trató de entender qué estaban diciendo, sintió que le temblaban las piernas y le zumbaban los oídos.

El rostro de Will estuvo de pronto a su lado, su voz fuerte.

– ¿Qué te ocurre? ¿Te sientes bien?

Abrió la boca para contestarle, y al hacerlo sus rodillas se doblaron y comenzó a caer. Lo último que vio antes de golpearse la cabeza contra el escalón de madera fue la luna luminosa y redonda, brillando trémula en lo alto del cielo.


* * *

La pequeña abrió los ojos. Un hombre estaba de pie a su lado, con aspecto serio, mejillas llenas y ojos grises. Su expresión permaneció inmóvil mientras se acercaba y sacaba una pequeña varilla del bolsillo de su camisa. «Abra».

Antes de que ella supiera qué estaba sucediendo, la varilla estaba sobre su lengua y él estaba examinándole la boca.

– Sí-dijo-. Bien. -Retiró la varilla y se alisó la chaqueta-. Respire.

Ella así lo hizo y él asintió.

– Está bien -volvió a decir. Hizo un gesto a un hombre más joven, de pelo color paja a quien la niña reconoció de cuando despertó-. Aquí hay una viva. Por amor de Dios, sácala de la enfermería antes de que eso cambie.

– Pero, señor -dijo el otro hombre, resoplando-, ésta es la que se golpeó la cabeza cuando se desmayó. Seguramente debería descansar un poco…

– No tenemos suficientes camas para descansar, ya descansará cuando regrese a su camarote.

– No estoy seguro de a dónde pertenece…

El doctor hizo un gesto con los ojos.

– Entonces pregunte, hombre.

El individuo de cabellos pajizos bajó la voz.

– Señor, ella es de quien le hablé. Parece haber perdido la memoria. Debe de haber sucedido cuando se cayó.

El doctor miró a la pequeña.

– ¿Cuál es tu nombre?

La pequeña meditó un instante. Escuchó las palabras, entendió lo que se le preguntaba, pero se dio cuenta de que no podía responder.

– ¿Y bien? -dijo el hombre.

La pequeña sacudió la cabeza.

– No lo sé.

El doctor suspiró, exasperado.

– No tengo ni tiempo ni camas para esto. Ya no tiene fiebre. Por su olor, debe de ser de las cubiertas inferiores.

– Sí, señor.

– ¿Bien? Debe de haber alguien que la reclame.

– Sí, señor, hay un muchacho fuera, el que la trajo el otro día. Vino a interesarse por ella hace un minuto, diría que es su hermano.

El doctor echó un vistazo hacia la puerta para ver al niño.

– ¿Dónde están los padres?

– El muchacho dice que su padre está en Australia, señor.

– ¿Y la madre?

El otro hombre se aclaró la garganta, inclinándose hacia el doctor. -Sirviendo de comida a los peces del cabo de Buena Esperanza, probablemente. La perdimos al dejar puerto hace tres días.

– ¿La fiebre?

– Sí.

El doctor frunció el ceño y suspiró brevemente.

– Bueno, hazlo pasar.

Un muchachito, delgado como un junco, de ojos negros como el carbón, fue llevado a su presencia.

– ¿Esta niña es tuya? -preguntó el doctor.

– Sí, señor -contestó el niño-. Es decir, ella…

– Suficiente. No me cuentes historias. Ya no tiene fiebre y el golpe de su cabeza ha sanado. Por ahora no habla mucho pero sin duda volverá a hacerlo pronto. Lo más probable es que quiera llamar la atención, sabiendo lo que pasó con tu madre. Así es como sucede a veces, especialmente con los niños.

– Pero, señor…

– Ya basta. Llévatela. -Se volvió hacia el marinero-. Dale la cama a otra persona.

La pequeña estaba sentada junto a la barandilla, contemplando el agua. Elevaciones azules con puntas blancas, agitándose bajo el roce del viento. La travesía era más agitada de lo habitual y ella entregaba su cuerpo al movimiento del barco. Se sentía rara, no precisamente enferma, sino extraña. Como si una niebla blanca hubiera llenado su cabeza quedándose allí, resistiéndose a desvanecerse.

– Aquí -dijo una voz sobre su hombro. Era el niño-. No olvides entonces tu maleta.

– ¿Mi maleta? -Echó una mirada al bulto blanco que le ofrecía.

– ¡Vamos! -dijo el niño mirándola extrañado-. En verdad has enloquecido, pensé que estabas fingiendo, por el doctor. No me digas que no te acuerdas de tu propia maleta. La has estado protegiendo con tu vida durante todo el viaje, queriéndonos despedazarnos si alguno de nosotros se atrevía a mirarla. No querías que tu preciosa Autora se enojara.

La palabra desconocida se agitó entre ambos y la pequeña sintió un extraño escozor por debajo de la piel.

– ¿Autora? -preguntó.

Pero el niño no respondió.

– ¡Tierra! -gritó, corriendo a apoyarse contra las barandillas que flanqueaban toda la cubierta-. ¡Tierra! ¿Puedes verla?

La pequeña se puso de pie a su lado, aferrando todavía el asa de la diminuta maleta blanca. Miró cansinamente la pecosa nariz del niño, luego se volvió en la dirección que su dedo señalaba. A lo lejos, vio una franja de tierra con árboles verde pálido a lo largo.

– Eso es Australia -dijo el niño, los ojos fijos en la costa distante-. Mi padre está allí esperándonos.

Australia, pensó la pequeña. Otra palabra que no reconocía.

– Vamos a empezar allí una nueva vida, con una casa propia y todo, incluso un poco de tierra. Eso es lo que mi «Papi» dice en sus cartas. Dice que vamos a trabajar la tierra, construir una nueva vida para nosotros. Y así lo haremos, aunque Mami ya no esté con nosotros. -Esto último lo dijo en voz más baja. Guardó silencio un momento antes de volverse a la pequeña e inclinar la cabeza en dirección a la costa-. ¿Es allí donde está tu papi?

La pequeña pensó en ello.

– ¿Mi papi? El niño puso los ojos en blanco.

– Tu papá -aclaró-. El tipo que está con tu mami. Ya sabes, tu papi.

– Mi papi -repitió la pequeña haciéndose eco, pero el niño ya no la escuchaba. Había visto a una de sus hermanas y salió a la carrera gritando que había visto tierra.

La pequeña asintió mientras él se marchaba, aunque todavía no estaba segura de qué había querido decir.

– Mi papi -repitió dubitativa-. Allí es donde está mi papi.

El grito de «¡Tierra!» recorrió la cubierta y, mientras la gente se apelotonaba a su alrededor, la pequeña llevó su maleta blanca hasta un rincón junto a una pila de barriles, un hueco al que se sentía inexplicablemente atraída. Se sentó y la abrió, esperando hallar algo de comida. No había nada, así que se conformó con el libro de cuentos de hadas, que yacía sobre el resto de las cosas.

Mientras el barco se aproximaba a la costa, y los pequeños puntos de la lejanía se convertían en gaviotas, abrió el libro en su regazo y contempló el hermoso boceto en blanco y negro de una mujer y un ciervo muy juntos en el claro de un bosque espinoso. Y de alguna manera, aunque no podía leer las palabras, se dio cuenta de que conocía el relato de ese dibujo. Era de una joven princesa que recorría una gran distancia por mar hasta encontrar un objeto precioso y oculto que le pertenecía a alguien a quien ella amaba profundamente.

12

Sobre el océano Índico, 2005


Cassandra se apoyó contra el frío y rugoso plástico del interior del avión y miró a través de la ventanilla, hacia el vasto océano azul que cubría el globo hasta donde alcanzaba la vista. El mismo océano que la pequeña Nell había atravesado tantos años antes.

Era la primera vez que viajaba a ultramar. Es decir, había ido a Nueva Zelanda una vez, y había visitado a la familia de Nick en Tasmania antes de casarse, pero nunca más lejos. Ella y Nick habían hablado de ir al Reino Unido por unos años: Nick podría escribir música para la televisión británica, y habría trabajo más que suficiente para historiadores del arte en Europa. Pero no lo habían hecho, y ella había enterrado el sueño hacía ya mucho, debajo de una pila de otros sueños.

Y ahora allí estaba ella, en un avión, sola, volando a Europa. Después de la conversación con Ben en el centro de antigüedades, después que él le diera la foto de la casa, después que encontrara la maleta, resultó que había poco espacio en su mente para otra cosa. El misterio pareció adherirse a ella y no pudo quitárselo de encima, aunque lo intentó. La verdad era que no quería hacerlo, le gustaba esa constante curiosidad. Disfrutaba preguntándose sobre Nell, esa otra Nell, la pequeña a quien no había conocido.

La verdad era que ni siquiera después de encontrar la maleta había pensado en viajar directamente al Reino Unido. Había pensado que sería más sensato esperar, ver cómo se sentía transcurrido un mes, tal vez planear un viaje para más adelante. No podía coger un avión a Cornualles por un capricho. Pero entonces tuvo un sueño, el mismo que había tenido a lo largo de una década. Estaba de pie en medio de un campo vacío con nada a la vista salvo el horizonte. El sueño no daba la impresión de malevolencia, sólo de infinitud. La vegetación común, nada que excitara la imaginación, pálidos pastos duros, altos como para rozarle los dedos, y una luz y brisa constantes que lo mantenían en movimiento.

Al principio, años atrás, cuando el sueño era nuevo, supo que estaba buscando a alguien a quien, si caminaba en la dirección correcta, encontraría. Pero no importaba cuántas veces soñara con la escena, nunca parecía hacerlo. Una ondulada colina era reemplazada por otra; ella apartaba la vista en el momento inadecuado; se despertaba de golpe.

Gradualmente, con el tiempo, el sueño había cambiado. Tan sutil, tan lentamente que no se dio cuenta de que sucedía. No era que el paisaje hubiera cambiado; físicamente, todo permanecía idéntico. Era la sensación del sueño. La certeza de que encontraría lo que buscaba se escabulló, hasta que una noche supo que no había nada, nadie que la esperara. Que no importaba lo lejos que caminara, el cuidado con que buscara, lo mucho que quisiera encontrar a esa persona, estaba sola…

A la mañana siguiente, la desolación continuaba, pero Cassandra estaba habituada a esa oscura resaca y continuó con su vida de siempre. No había indicación alguna de que su día fuera a ser diferente, hasta que fue a la galería comercial cercana a comprar pan para el almuerzo y terminó deteniéndose en una agencia de viajes. Era gracioso, pero nunca se había fijado en que estuviera allí. Sin saber del todo cómo o por qué, se vio abriendo la puerta, de pie sobre la alfombra verde mar, con una infinidad de empleados esperando que hablara.

Cassandra recordó más tarde haber sentido una muda sorpresa en ese momento. Le pareció que, después de todo, era una persona real, un ser humano sólido, moviéndose entre las órbitas de los otros. Sin importar que con frecuencia sintiera estar viviendo a medias, ser una luz a medias.

Más tarde, en su casa, repasó los eventos de la mañana, intentando aislar el instante en el que había tomado la decisión. Cómo había ido a la galería comercial en busca de pan y regresado con un pasaje de avión. Y luego fue al cuarto de Nell, sacó la maleta de su escondite y sacó todo lo que había dentro. El libro de cuentos de hadas, el boceto con «Eliza Makepeace» escrito al dorso, el libro de ejercicios con las anotaciones de Nell garabateadas en cada página.

Se preparó un café con leche y se sentó en la cama de Nell, intentando descifrar su horrenda caligrafía, transcribiéndola en un cuaderno vacío. Cassandra era razonablemente hábil en descifrar notas manuscritas de siglos anteriores -era parte del trabajo de un vendedor de antigüedades-, pero la caligrafía antigua era otra cosa, seguía un cierto patrón. La de Nell era caótica. Consciente y perversamente caótica. Para empeorar las cosas, el cuaderno había sido dañado por el agua en algún momento de su historia. Había páginas pegadas, manchones arrugados marcados con moho, y apresurarse era arriesgarse a romper las hojas y perder para siempre las anotaciones.

Era un trabajo lento, pero Cassandra no tuvo que ir muy lejos para darse cuenta de que Nell había estado intentando resolver el misterio de su identidad.


Agosto de 1975. Hoy me trajeron la maleta blanca. Tan pronto como la vi, supe lo que era.

Fingí indiferencia. Dougy Phyllis no sabían la verdad y yo no quería que me vieran temblando. Quería que pensaran que era sólo una vieja maleta que papá había querido dejarme. Después de que se fueran, me quedé mirándola largo tiempo, tratando de recordar: quién soy, de dónde vengo. No sirvió de nada, claro, y entonces, finalmente, la abrí.

Había una nota de papá, una suerte de disculpa, y debajo, otras cosas. Un vestido de niña -supongo que mío-, un cepillo de plata y un libro de cuentos de hadas. Lo reconocí de inmediato. Abrí la tapa y la vi a ella, la Autora. Las palabras se formaron de forma automática. Ella es la llave de mi pasado, estoy segura de ello. Si la encuentro, podré encontrarme finalmente. Porque eso es lo que pretendo hacer. En esta libreta anotaré mis progresos, y cuando la acabe, conoceré mi nombre y por qué lo perdí.


Cassandra pasó con cuidado las enmohecidas páginas, sobrecogida por el suspense. ¿Había conseguido Nell lo que se había propuesto? ¿Averiguó quién era? ¿Por eso había comprado la casa? La última anotación era de noviembre de 1975, cuando Nell acababa de regresar a Brisbane:


Pienso volver tan pronto como arregle aquí mis cosas. Lamentaré dejar mi casa en Brisbane, y mi negocio, pero ¿cómo puede compararse eso con haber encontrado finalmente mi verdad? Y estoy muy próxima. Lo sé. Ahora que la cabaña es mía, sé que las últimas respuestas le seguirán. Es mi pasado, yo misma, y estoy cerca de encontrarlo.


Nell había estado planeando irse de Australia para siempre. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Qué había sucedido? ¿Por qué no había escrito nada más?

Otra mirada a la fecha, noviembre de 1975, le erizó la piel a Cassandra. Había sido dos meses antes de que ella, Cassandra, fuera abandonada en casa de Nell. Lesley había prometido volver en una o dos semanas que se extendieron indefinidamente.

Cassandra dejó el cuaderno a un lado mientras la realidad tomaba forma. Nell había cogido las riendas maternales sin perder ni un instante, había dado un paso al frente, proporcionándole un hogar y una familia. Una madre. Y nunca, ni por un instante, había dejado entrever que sus planes se habían interrumpido con su llegada.


* * *

Cassandra se apartó de la ventanilla del avión, sacó el libro de cuentos de hadas de su bolsa, y lo acomodó en su regazo. No sabía qué le había impulsado a llevar a bordo el libro. Era su vínculo con Nell, suponía, porque ése era el libro de la maleta, el vínculo con el pasado de Nell, una de las pocas posesiones que habían acompañado a la pequeña en su viaje por el océano hasta Australia. Y había algo respecto al libro en sí. Ejercía la misma compulsión sobre Cassandra que cuando tenía diez años y lo descubrió por primera vez en el apartamento de Nell. El título, las ilustraciones, incluso el nombre de la autora: Eliza Makepeace. Al susurrarlo ahora, sintió un extraño temblor recorriéndole la espalda.

Mientras el océano continuaba extendiéndose bajo sus pies, Cassandra volvió al primer relato y comenzó a leer una historia titulada «Los ojos de la vieja», que reconoció de aquel caluroso día de verano de tanto tiempo atrás.


Los ojos de la vieja

por Eliza Makepeace


Había una vez, en un país más allá del brillante mar, una princesa que no sabía que era princesa, porque de niña su reino había sido atacado y la familia real asesinada. Pero sucedió que la joven princesa había estado jugando ese día fuera del castillo, y no supo nada del ataque hasta que la noche comenzó a caer sobre la tierra y, después de dejar sus juegos, volvió a su casa y la encontró en ruinas. La pequeña princesa vagó sola por un tiempo, hasta que por fin llegó a una cabaña al filo de un oscuro bosque. Cuando golpeó la puerta, el cielo, furioso por la destrucción de la que había sido testigo, se abrió iracundo arrojando una feroz lluvia por todo el reino.

Dentro de la cabaña vivía una vieja ciega que apiadándose de la niña decidió darle refugio y criarla como si fuera suya. Había mucho trabajo que hacer en la cabaña de la vieja, pero a la princesa nunca se la oyó quejarse, porque era una verdadera princesa de corazón puro. Las personas más felices son las que están ocupadas, porque sus mentes no tienen tiempo para pensar en preocuparse. Por eso la princesa creció feliz. Llegó a amar el cambio de las estaciones y aprendió la satisfacción de plantar semillas y cuidar de las cosechas. Y, aunque cada día era más hermosa, la princesa no lo sabía, porque la vieja no tenía ni espejos ni vanidad, y por lo tanto la princesa no había aprendido de ninguna de las dos cosas.

Una noche, cuando tenía dieciséis años, ella y la vieja estaban sentadas a la cocina, comiendo su cena.

– ¿Qué les sucedió a tus ojos, anciana querida? -se interesó la princesa, quien llevaba tiempo intrigada.

La vieja se volvió hacia ella, la piel arrugada allí donde debía tener los ojos.

– Me quitaron la vista.

– ¿Quiénes?

– Cuando era joven, mi padre me quiso tanto que me quitó los ojos para que nunca fuera testigo de la muerte y la destrucción en el mundo.

– Pero, querida anciana, tampoco puedes ser testigo de la belleza -dijo la princesa, pensando en el placer que obtenía al ver florecer el jardín.

– No -dijo la vieja-. Y me gustaría mucho verte a ti, Bella mía, crecer.

– ¿No podríamos ir a buscar tus ojos a alguna parte?

La vieja sonrió con tristeza.

– Me iban a devolver los ojos con un mensajero cuando cumpliera los sesenta años, pero en la noche señalada una gran tormenta fue pisándome los talones y no pude encontrarme con él.

– ¿Y no podríamos buscarlo ahora?

La vieja negó con la cabeza.

– El mensajero no pudo esperar, y mis ojos fueron llevados al profundo pozo de la tierra de los objetos perdidos.

– ¿No podríamos ir hasta allá?

– ¡Ah! -dijo la vieja-, el camino es largo, y la ruta está plagada de peligros y privaciones.

Pasó el tiempo, cambiaron las estaciones, y la vieja se volvió más débil y pálida. Un día, cuando la princesa estaba buscando manzanas para almacenar durante el invierno, se cruzó con la vieja, sentada en las ramas del manzano, lamentándose. La princesa se detuvo, sorprendida, porque nunca había visto perturbada a la vieja. Mientras escuchaba, se dio cuenta de que la vieja le estaba hablando a un solemne pájaro gris y blanco con cola de rayas.

– Mis ojos, mis ojos -decía-. Se aproxima mi final y mi vista nunca me será devuelta. Dime, sabio pájaro, ¿cómo encontraré mi camino en el próximo mundo si no puedo ver?

Rápida y silenciosa, la princesa volvió a la cabaña, porque sabía lo que debía hacer. La vieja había sacrificado sus ojos para darle a la princesa abrigo y ahora debía devolverle el favor. Aunque nunca había viajado más allá de los límites del bosque, la princesa no lo dudó. Su amor por la vieja era tan profundo que ni juntando todos los granos de arena en el océano uno sobre otro llegarían al fondo.

La princesa despertó con las primeras luces del alba y avanzó por el bosque sin detenerse hasta llegar a la costa. Allí se embarcó, cruzando el vasto mar hasta la tierra de los objetos perdidos.

El camino fue largo y difícil, y la princesa estaba perpleja porque el bosque de la tierra de los objetos perdidos era muy distinto de aquel al que estaba acostumbrada. Los árboles eran crueles y angulosos, las bestias espantosas, incluso los cantos de las aves hacían temblar a la princesa. Cuanto más miedo tenía, más rápido corría, hasta que finalmente se detuvo, el corazón saltándole en el pecho. Se había perdido y no sabía adónde dirigirse. Estaba a punto de desesperar cuando el solemne pájaro gris y blanco se apareció ante ella.

– Me ha enviado la vieja -dijo el ave- para conducirte sin peligros hasta el pozo de los objetos perdidos en donde encontrarás tu destino.

La princesa se quedó muy tranquila y partió tras el pájaro, el estómago protestando porque había sido incapaz de encontrar comida en esa tierra extraña. Al poco tiempo, se cruzó con una anciana sentada en un tronco caído.

– ¿Cómo estás, Bella? -dijo la anciana.

– Tengo mucha hambre -contestó la princesa-, pero no sé dónde buscar comida.

La anciana señaló al bosque y de pronto la princesa vio que había moras colgando de los arbustos y nueces en los árboles.

– Ah, gracias, gentil señora -dijo la princesa.

– No he hecho nada -contestó la anciana-, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa continuó su camino tras el pájaro, ahora más satisfecha, pero mientras caminaban el tiempo comenzó a cambiar y el viento se tornó frío.

Al poco tiempo, la princesa se encontró con otra anciana sentada en el tronco de un árbol.

– ¿Cómo estás, Bella?

– Tengo mucho frío, pero no sé dónde encontrar algo que me abrigue.

La anciana señaló hacia el bosque, y de pronto la princesa vio arbustos de rosas salvajes con los pétalos más suaves y delicados. Se cubrió con ellos y se sintió mucho más abrigada.

– Ah, gracias, gentil señora -dijo la princesa.

– No he hecho nada -replicó la anciana-, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa continuó tras el pájaro gris y blanco, ahora más satisfecha y abrigada que antes, pero los pies comenzaron a dolerle porque había caminado mucho.

Al poco tiempo, se cruzó con una tercera anciana sentada sobre el tronco de un árbol.

– ¿Cómo estás, Bella?

– Estoy muy cansada, pero no sé dónde buscar transporte.

La anciana señaló al bosque y de pronto, en un claro, la princesa vio un ciervo joven, con un anillo de oro en torno al cuello. El ciervo parpadeó al ver a la princesa, con sus ojos oscuros y pensativos, y la princesa, que era noble, extendió la mano. El ciervo se le acercó e inclinó la cabeza para que ella pudiera subirse a su espalda.

– Ah, gracias, gentil señora -dijo la princesa.

– No he hecho nada -contestó la anciana-, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa y el ciervo siguieron al pájaro gris y blanco, adentrándose más y más en el oscuro bosque, y a medida que pasaban los días ella comenzó a entender el afable y suave idioma del ciervo. Por sus conversaciones, noche tras noche, supo que el ciervo se ocultaba de un malvado cazador que había sido enviado para matarlo, por encargo de una bruja mala. Tan agradecida estaba la princesa por la generosidad del ciervo, que tomó sobre sí la responsabilidad de mantenerlo a salvo de sus perseguidores.

Las buenas intenciones cubren, empero, el camino hacia el fracaso, y la mañana siguiente temprano la princesa despertó para encontrarse sin el ciervo en su lugar habitual junto al fuego. En lo alto de un árbol, el pájaro gris y blanco piaba agitado, y la princesa se puso de pie de un salto, siguiéndolo hacia donde éste la conducía. Al adentrarse entre los arbustos cercanos, escuchó llorar al ciervo. La princesa se apresuró a llegar a su lado y vio que tenía una flecha clavada en su costado.

– La bruja me ha encontrado -dijo el ciervo-. Mientras buscaba nueces para nuestro camino, ordenó a sus arqueros que me dispararan. Corrí tan lejos y tan rápido como pude, pero cuando llegué a este lugar no pude avanzar más.

La princesa se arrodilló junto al ciervo, y tan profunda fue su angustia al ver el dolor del ciervo que comenzó a llorar sobre su cuerpo, y la verdad y la luz de sus lágrimas hicieron que sanara su herida.

En los días siguientes, la princesa atendió al ciervo, y una vez que éste recuperó la salud continuaron su jornada hasta los límites de los vastos bosques. Cuando por fin salieron de los árboles, se encontraron frente a la costa ante el brillante océano.

– No mucho más al norte -dijo el pájaro- se encuentra el pozo de los objetos perdidos.

El día había terminado y el atardecer se tornó en noche, pero la arena de la playa brillaba como trozos de plata bajo la luz de la luna, indicándoles el camino. Caminaron hacia el norte hasta que, por fin, en la cima de una áspera roca negra, pudieron ver el pozo de los objetos perdidos. El ave gris y blanca se despidió de ellos, y se marchó al vuelo, una vez cumplida su tarea.

Cuando la princesa y el ciervo alcanzaron el pozo, la princesa se volvió para acariciar el cuello de su noble compañero.

– No puedes bajar conmigo al pozo, querido ciervo -dijo-, porque esto es algo que debo hacer sola.

Y haciendo uso del valor que había adquirido durante el viaje, saltó por la abertura y cayó hacia el fondo.

La princesa se sumió en un sueño del que despertaba para volver a caer hasta que se encontró caminando por un prado en donde el sol hacía que la hierba brillara y los árboles cantaran.

De pronto, como de la nada, apareció una hermosa hada, con largos y ensortijados cabellos que brillaban como oro fino, y una radiante sonrisa. La princesa se sintió de inmediato en paz.

– Has recorrido un largo camino, agotada viajera -dijo el hada.

– He venido para poder devolverle a una querida amiga sus ojos. ¿Has visto aquello de lo que hablo, hada brillante?

Sin una palabra, el hada abrió la mano y en ella estaban dos ojos, los hermosos ojos de una joven que no había visto mal en el mundo.

– Puedes llevártelos -dijo el hada-, pero tu vieja jamás ha de usarlos.

Y antes de que pudiera preguntar qué quería decir, despertó para encontrarse yaciendo junto a su querido ciervo al lado del pozo. En sus manos había un pequeño paquete en el cual estaban los ojos de la vieja.

Durante tres meses, los viajeros avanzaron por la tierra de los objetos perdidos, y cruzaron el profundo mar azul, para llegar una vez más al país de la princesa. Cuando llegaron cerca de la cabaña de la vieja, al borde del bosque oscuro y familiar, un cazador los detuvo y confirmó la predicción del hada. Mientras la princesa había estado viajando por la tierra de los objetos perdidos, la vieja había cruzado, en paz, al otro mundo.

Ante estas nuevas, la princesa comenzó a llorar, porque su larga travesía había sido en vano, pero el ciervo, tan sabio como bueno, le dijo a la Bella que no llorara.

– No tiene importancia, porque ella no necesitó sus ojos para que le dijeran quién era. Lo supo por el amor que le tenías.

Y la princesa se sintió tan agradecida por la delicadeza del ciervo que le acarició su cálida mejilla. En ese momento, el ciervo se convirtió en un apuesto príncipe, y su anillo dorado en una corona, y le contó a la princesa cómo la malvada bruja lo había hechizado, atrapándolo en el cuerpo de un ciervo hasta que una joven hermosa lo quisiera lo suficiente para llorar por su destino.

Él y la princesa se comprometieron y vivieron felices y atareados en la pequeña cabaña de la vieja, sus ojos observándoles eternamente, desde una jarra sobre la chimenea.

13

Londres, Inglaterra, 1975


El hombre era como una caricatura. Frágil, delgado y encorvado con una chepa en mitad de su espalda torcida. Los pantalones, beis con manchas de grasa, colgaban de sus angulosas rodillas, los tobillos como varillas se erguían estoicos desde unos zapatos demasiado grandes, mechones de hebras blancas crecían en varios puntos de un cráneo por lo demás calvo. Parecía un personaje de cuento infantil. De un cuento de hadas.

Nell se apartó de la ventana y estudió nuevamente la dirección de su libreta. Allí estaba, escrita en su enrevesada caligrafía:


Libros antiguos del Sr. Snelgrove, Cecil Court n°4, cerca de la calle Charing Cross. -El mayor experto en Londres en libros de hadas y en libros antiguos en general.


¿Podría saber algo sobre Eliza?

Los archiveros de la Biblioteca Central le habían dado su nombre y dirección el día anterior, si bien fueron incapaces de recabar más información sobre Eliza Makepeace que la que Nell ya había encontrado, pero le dijeron que si había alguien que podía ayudarla a avanzar en su investigación era el señor Snelgrove. No era el más sociable de los hombres, eso era evidente, pero sabía más sobre libros antiguos que ningún otro en Londres. Era tan anciano como el tiempo mismo, había bromeado uno de los bibliotecarios, y probablemente había leído el libro de cuentos de hadas apenas terminó de imprimirse.

Una fresca brisa le rozó el cuello desnudo y Nell se cubrió los hombros con su abrigo. Con intención decidida, abrió la puerta.

Una campanilla de bronce tintineó contra la puerta, y el anciano se volvió a mirarla. Sus gruesas gafas reflejaron la luz, como dos espejos redondos, y unas orejas imposibles hacían equilibrio a cada lado de la cabeza, el pelo blanco asomando por ellas.

Inclinó la cabeza y el primer pensamiento de Nell fue que le estaba haciendo una reverencia, una reminiscencia de los modales de tiempo atrás. Cuando los pálidos ojos vidriosos aparecieron por encima de las gafas se dio cuenta de que estaba intentando verla con claridad.

– ¿Señor Snelgrove?

– Sí. -Voz de maestro irritable-. Así es. Bueno, pase, por favor, está dejando que entre esa desagradable brisa.

Nell se adelantó, consciente de la puerta que se cerraba a sus espaldas. Sintió que se escurría una leve corriente y que el aire estancado volvía a quedar inmóvil.

– Nombre -dijo el hombre.

– Nell. Nell Andrews.

Parpadeó.

– Nombre -volvió a decir, pronunciando con cuidado- del libro que está buscando.

– Por supuesto. -Nell volvió a mirar su libreta-. Aunque no es que esté buscando un libro.

El señor Snelgrove volvió a parpadear con lentitud, una caricatura de la paciencia.

Nell se dio cuenta de que ya se había hartado de ella y se quedó perpleja: estaba habituada a ser ella la hastiada. La sorpresa le provocó un irritante tartamudeo.

– Es-es decir -hizo una pausa, intentando recomponerse-, que ya tengo el libro en cuestión.

El señor Snelgrove inspiró ruidosamente y sus grandes fosas nasales se cerraron.

– Podría sugerir, señora -replicó-, que si usted ya tiene el libro de marras, tiene muy poca necesidad de mis humildes servicios. -Inclinó la cabeza-. Buenos días.

Dicho lo cual se alejó a rastras, volviendo su atención a la torre de libros junto a la escalera.

Había sido despedida. Nell abrió la boca. Volvió a cerrarla. Se dio vuelta para irse. Se detuvo.

No. Había viajado mucho para desvelar un misterio, su misterio, y este hombre era la mejor oportunidad para arrojar algo de luz sobre Eliza Makepeace, y por qué podía haber acompañado a Nell a Australia en 1913.

Recomponiéndose e irguiéndose en toda su altura, Nell atravesó la sala hasta quedar delante del señor Snelgrove. Se aclaró la garganta ruidosamente y esperó.

Él no volvió la cabeza, sino que continuó acomodando los libros.

– Sigue aquí -observó.

– Sí-dijo Nell con firmeza-. He recorrido un largo camino para mostrarle algo y no pienso marcharme hasta haberlo hecho.

– Me temo, señora -dijo con un suspiro-, que ha perdido su tiempo al igual que me está haciendo perder el mío. No vendo objetos a comisión.

La furia le escoció la garganta.

– Y yo no deseo vender mi libro. Sólo quiero que usted le eche un vistazo para obtener de ese modo la opinión de un experto. -Sentía sus mejillas acaloradas, lo que no era habitual. Ella no solía sonrojarse.

El señor Snelgrove se volvió a examinarla, con su pálida, fría y cansina mirada. Un dejo de emoción (ella no pudo adivinar cuál) pendía de sus labios. Sin palabras, y con el más ligero de los movimientos, le indicó una pequeña oficina detrás del mostrador.

Nell se apresuró a entrar. Su aceptación era la clase de imperceptible gentileza que provoca el efecto de agujerear la resolución de una persona. Una lágrima de alivio amenazó con romper sus defensas y buscó dentro de su cartera esperando encontrar un viejo pañuelo con el que poder detener el avance de la traidora. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? No era una persona sensiblera, sabía cómo controlarse. Al menos, siempre lo había hecho. Hasta no hacía mucho, hasta que Doug le entregó aquella maleta y encontró el libro dentro, con la imagen al frente. Y comenzó a recordar cosas y gentes, como la Autora; fragmentos de su pasado, entrevisto a través de minúsculos agujeros en el tejido de su memoria.

El señor Snelgrove cerró la puerta de cristal a su paso y se acercó arrastrando los pies por una alfombra persa ennegrecida por una gruesa capa de polvo de añoi. Se abrió paso entre mohosas pilas de libros que estaban acomodados, como en un laberinto, en el suelo, y luego se dejó caer en una silla de cuero al otro lado del escritorio. Tomó un cigarrillo de un arrugado paquete y lo encendió.

– Y bien… -las palabras flotaron entre la columna de humo-, veamos entonces. Déjeme echar un vistazo a ese libro suyo.

Nell había envuelto el libro en una servilleta cuando se fue de Brisbane. Una idea sensata -el libro era antiguo, y valioso, necesitaba ser protegido-, pero allí, bajo la pálida luz del despacho del señor Snelgrove, esa solución casera la avergonzó.

Desató los hilos y abrió el paño de cuadros rojos y blancos, resistiéndose a esconderlo de nuevo al fondo de su bolso. Después pasó el libro por encima del escritorio a las manos del señor Snelgrove.

Se hizo el silencio, resaltado sólo por el tictac de un oculto reloj. Nell esperó ansiosa mientras éste pasaba las páginas, una tras otra.

Y seguía sin decir nada.

Tal vez necesitara alguna explicación más.

– Lo que esperaba…

– Silencio. -Alzó una pálida mano, el cigarrillo entre dos dedos amenazando con derramar la ceniza.

A Nell se le ahogaron las palabras en la garganta. Era sin duda el hombre más rudo con el que nunca hubiera tenido la desgracia de lidiar, y dado el carácter de sus conocidos en la venta de antigüedades, no era poca cosa. Sin embargo, era su oportunidad de encontrar la información que necesitaba. No le quedaba otra opción que quedarse sentada, reconvenida, mirando y esperando mientras el cilíndrico cuerpo blanco del cigarrillo se transformaba en un improbable y largo cilindro de cenizas.

Por fin, la ceniza se desprendió y cayó, levemente, al suelo. Se sumó a otros polvorientos cadáveres que habían sufrido muertes similares. Nell, que no era en absoluto un ama de casa cuidadosa, se estremeció.

El señor Snelgrove dio una última y voraz calada y aplastó el filtro en un desbordante cenicero. Después de lo que pareció una eternidad, habló entre toses.

– ¿Dónde lo consiguió?

¿Estaba imaginando el temblor interesado en su voz?

– Me lo dieron.

– ¿Quién?

¿Cómo responder a esa pregunta?

– Creo que fue la autora. No estoy muy segura, me lo dieron cuando era niña.

Ahora la miraba con interés. Apretó los labios, tembló un poco.

– Había oído hablar de él, claro, pero, en toda mi vida, confieso que jamás había visto una copia.

El libro yacía ahora sobre la mesa y el señor Snelgrove pasó su mano delicadamente sobre la tapa. Parpadeó, con los ojos cerrados, y emitió un profundo suspiro de bienestar, como el de un caminante en el desierto cuando finalmente le ofrecen agua.

Sorprendida por este cambio de comportamiento, Nell se aclaró la garganta en busca de palabras.

– ¿Es entonces un libro raro?

– Oh, sí -contestó con suavidad, abriendo los ojos una vez más-. Sí, excepcionalmente raro. Sólo hay una edición, como puede ver. Y las ilustraciones, de Nathaniel Walker. Éste es uno de los pocos libros en los que trabajó. -Abrió la tapa y miró la ilustración-. Es en verdad un espécimen raro.

– ¿Y qué hay de la autora? ¿Sabe algo de Eliza Makepeace? -Nell contuvo la respiración mientras él fruncía su arrugada nariz. Se atrevió a tener esperanzas-. Ha demostrado ser muy esquiva. Sólo he conseguido averiguar unas mínimas referencias.

El señor Snelgrove se puso de pie con esfuerzo y miró con afecto el libro antes de volverse a una caja de madera en un estante a su espalda. Sus cajones eran pequeños, y cuando abrió uno, Nell vio que estaba lleno, hasta rebosar, de pequeñas tarjetas rectangulares. Las examinó, murmurando para sí, hasta que por fin extrajo una.

– Aquí la tenemos, pues. -Sus labios se movieron mientras examinaba la tarjeta, mientras el volumen de su voz aumentaba-. Eliza Makepeace… los cuentos aparecieron en varias publicaciones… Sólo una colección publicada -indicó con el dedo el libro de Nell-, que tenemos aquí… muy poco trabajo académico sobre ella… excepto… ah, sí.

Nell se sentó más erguida.

– ¿Qué es? ¿Qué ha encontrado?

– Un artículo, un libro que menciona a su Eliza. Contiene una leve biografía, si mal no recuerdo. -Se acercó a una librería que se extendía del suelo al cielo raso-. Relativamente reciente, de hace nueve años. De acuerdo con mis anotaciones debe de estar archivado en alguna parte… -Paseó un dedo por el cuarto estante, dudó, continuó, se detuvo-. Aquí -gruñó mientras extraía un libro y soplaba el polvo de su lomo. Después le dio la vuelta y examinó el título: Tejedores de cuentos de hadas y relatos de fines del siglo XIX y principios del XX, por el doctor Roger McNab. Se humedeció el dedo y lo abrió en el índice, examinando la lista-. Aquí está, Eliza Makepeace, página cuarenta y siete.

Empujó el libro abierto, sobre la mesa, en dirección a Nell.

El corazón le latía con fuerza, el pulso palpitaba bajo su piel. Se sentía acalorada, muy acalorada. Buscó la página cuarenta y siete, leyó el nombre de Eliza en la parte superior.

Por fin, por fin, estaba avanzando, una biografía que prometía describir a la persona con quien ella sabía que estaba vinculada de alguna manera.

– Gracias -dijo, con las palabras ahogándosele en la garganta-. Gracias.

El señor Snelgrove asintió, abrumado por su gratitud. Inclinó la cabeza en dirección al libro de Eliza.

– Supongo que no estará buscándole un buen hogar.

Nell sonrió apenas y negó con la cabeza.

– Me temo que no podría desprenderme de él. Es una herencia familiar.

Sonó la campanilla. Un hombre joven estaba de pie al otro lado de la puerta de cristales de la oficina, mirando indeciso las torres de abrumados libros.

El señor Snelgrove asintió brevemente.

– Bueno, si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme. -Mirando por encima de sus gafas al nuevo cliente, resopló-. ¿Por qué siempre dejan la puerta abierta? -Se arrastró en dirección a la sala-. Tejedores de cuentos de hadas y relatos vale tres libras -indicó al pasar junto a la silla de Nell-. Puede permanecer aquí y hacer uso del lugar durante un rato, sólo asegúrese de dejar el dinero sobre el mostrador al marcharse.

Nell asintió, y, cuando la puerta se cerró a su espalda, comenzó a leer con el corazón latiéndole con fuerza.


Escritora de la primera década del siglo XX, Eliza Makepeace es recordada por sus cuentos de hadas, los cuales aparecieron con regularidad en varias publicaciones entre los años 1907 a 1913. Se le reconoce, generalmente, la autoría de treinta y cinco relatos, aunque la lista está incompleta y la verdadera dimensión de su trabajo tal vez no se conozca nunca. Una colección ilustrada de los cuentos de hadas de Eliza Makepeace fue publicada por la editorial londinense Hobbins y Co. en agosto de 1913. El volumen se vendió bien y recibió críticas favorables. El Times describió los relatos como «un extraño placer que despiertan en este crítico el encantamiento y a veces las aterradoras sensaciones de la infancia». Las ilustraciones de Nathaniel Walker fueron especialmente elogiadas y son consideradas por muchos entre sus mejores trabajos. Eran muy diferentes de los retratos al óleo por los cuales es recordado hoy.

La historia de Eliza comienza el primero de septiembre de 1888 en Londres. Los registros de nacimientos de ese año indican que era melliza, y los primeros doce años de su vida transcurrieron en una casa de alquiler en el 35 de la calle Battersea Church. El linaje de Eliza es bastante más complejo de lo que podrían sugerir sus humildes orígenes. Su madre, Georgiana, era la hija de una familia aristocrática, habitantes de las tierras de Blackhurst en Cornualles. Georgiana Mountrachet causó un escándalo social cuando, a los diecisiete años, escapó de las propiedades de su familia con un joven muy inferior a su propia clase social.

El padre de Eliza, Jonathan Makepeace, nació en Londres en 1866, hijo de un pobre barquero del Támesis y su esposa. Fue el quinto de nueve hijos y creció en los barrios pobres detrás de los muelles de Londres. Aunque su muerte en 1888 ocurrió antes del nacimiento de Eliza, los relatos que Eliza publicara parecen reinterpretar eventos que fueron probablemente protagonizados por el joven Jonathan Makepeace durante su infancia junto al río. Por ejemplo, en «La maldición del río», los muertos colgando de las horcas de las hadas están, casi con seguridad, basados en escenas que Jonathan Makepeace debió de ver de niño en el Muelle de las Ejecuciones. Debemos presumir que estas historias le fueron contadas a Eliza por su madre, Georgiana, tal vez adornadas, y guardadas en la memoria de Eliza hasta que ella misma, comenzó a escribir.

Cómo el hijo de un pobre barquero londinense pudo conocer y enamorarse de la bien nacida Georgiana Mountrachet continúa siendo un misterio. Paralelamente a la secreta naturaleza de su huida, Georgiana no dejó información sobre los eventos que precedieron a su partida. Los intentos de averiguar la verdad fueron obstaculizados por los diligentes esfuerzos de su familia por borrar la historia. Hubo escasa cobertura en los periódicos y hay que buscar más allá, en las cartas de contemporáneos y diarios personales, para encontrar mención de lo que seguramente fue un gran escándalo en su momento. El oficio que consta en el certificado de defunción de Jonathan es «marinero» aunque la naturaleza exacta de su trabajo no está clara. Es mera especulación lo que lleva a este autor a sugerir que tal vez la vida de Jonathan en alta mar lo condujera por un breve tiempo a las rocosas costas de Cornualles. Tal vez, en la pequeña bahía de las tierras de su familia, la hija de lord Mountrachet, famosa en todo el condado por la belleza de sus cabellos, tuvo oportunidad de conocer al joven Jonathan Makepeace.

Fueran las que fueran las circunstancias de su encuentro, no puede dudarse que estaban enamorados. Pero a la joven pareja no se le garantizaron años de felicidad. La muerte súbita y de algún modo inexplicable de Jonathan a menos de diez meses de su huida debió de significar un golpe devastador para Georgiana Mountrachet, quien quedó sola en Londres, soltera, embarazada y sin apoyo familiar o financiero. Sin embargo, Georgiana no era de las que se hunden: había abandonado los límites de su clase social y tras el nacimiento de sus bebés, también abandonó el apellido Mountrachet. Trabajó como copista para la firma HJ Blackwater y Asociados de Lincoln's Inn, Holborn.

Existe alguna evidencia de que la fina caligrafía de Georgiana fue una habilidad con la que halló amplia expresión en su juventud. Los diarios de la familia Mountrachet, donados en 1950 a la Biblioteca Británica, contienen un número de programas teatrales compuestos con cuidada caligrafía e ilustraciones de calidad. En la esquina de cada programa, la «artista» había escrito su nombre en letra diminuta. Las obras de teatro amateur eran, por supuesto, populares entre las familias importantes; sin embargo, los programas teatrales para las de Blackhurst en la década de 1880 tenían mayor regularidad y seriedad que lo que tal vez era habitual.

Poco se sabe de la infancia de Eliza en Londres, excepto la casa en la que nació y donde pasó sus primeros años. Uno puede inferir, sin embargo, que su vida fue gobernada por los dictados de la pobreza y el difícil arte de subsistir. Lo más probable es que la tuberculosis que acabaría con la vida de Georgiana la estuviera acechando a mediados de la década de 1890. Si su condición siguió los derroteros habituales, hacia los últimos años de la década la falta de aire y la debilidad habrían impedido todo trabajo regular. Ciertamente, las cuentas para HJ Blackwater corroboran este declive.

No existe evidencia de que Georgiana solicitara atención médica para su enfermedad, pero el miedo a la intervención médica era común en ese período. Durante la década de 1880, la tuberculosis era una enfermedad que debía denunciarse en Gran Bretaña y los médicos estaban obligados por ley a informar de los enfermos a las autoridades gubernamentales. Los miembros de la clase pobre urbana, temerosos de ser enviados a sanatorios (que con frecuencia parecían prisiones), se negaban a solicitar ayuda. La enfermedad de su madre debió de tener un gran efecto en Eliza, tanto desde el punto de vista práctico como desde el creativo. Las niñas en el Londres Victoriano eran empleadas en todo tipo de trabajos menores -criadas, vendedoras de frutas, floristas- y la descripción de Eliza de las planchas y de las piletas de lavar en algunos de sus cuentos de hadas sugiere que estaba íntimamente familiarizada con la tarea del lavado. Los vampiros de «La caza del hada» tal vez reflejen la creencia de principios del siglo XIX de que quienes sufrían de tuberculosis eran atacados por vampiros: la sensibilidad frente a las luces brillantes, los ojos rojos e hinchados, la piel muy pálida y la característica tos con sangre eran todos síntomas que alimentaban esta creencia.

Si Georgiana hizo algún intento por contactar con su familia tras la muerte de Jonathan o cuando su salud comenzó a deteriorarse, se desconoce. Sin embargo, en opinión del autor, parece improbable. Por cierto, una carta de Linus Mountrachet a un conocido, fechada en diciembre de 1900, sugiere que sólo recientemente se había enterado del paradero de Eliza, su pequeña sobrina londinense, y estaba espantado de pensar que había pasado una década en esas terribles condiciones. Tal vez Georgiana temiera que la familia Mountrachet no quisiera perdonar su huida, pero si la carta de su hermano es sincera, tales miedos fueron infundados.


Después de tantos años buscando fuera del país, rastreando mares y tierras, pensar que mi querida hermana estuvo tan cerca todo el tiempo. ¡Y permitirse pasar tales privaciones! Sabrás que digo la verdad cuando te expreso cómo era su naturaleza. Qué poco parecía preocuparse de que la quisiéramos tanto y deseáramos sólo su regreso al hogar…


Aunque Georgiana nunca regresó a salvo al hogar, Eliza estaba destinada a regresar al seno de la familia materna. Georgiana Mountrachet murió en junio de 1900, cuando Eliza tenía once años. El certificado de defunción apunta la tuberculosis como la causa, a la edad de treinta años. Tras la muerte de su madre, Eliza fue enviada a vivir con la familia materna en la zona costera de Cornualles. No queda claro cómo se realizó este encuentro, pero uno puede suponer con seguridad que, a pesar de las infortunadas circunstancias que lo precipitaron, para la joven Eliza este cambio de domicilio fue un evento de lo más afortunado. El establecerse en las propiedades de Blackhurst, con sus grandes terrenos y jardines, debió de ser un alivio, ofreciéndole seguridad frente a los peligros de las calles londinenses. De hecho, el mar se convirtió en motivo de renovación y redención en sus cuentos de hadas.

Se sabe que Eliza vivió con la familia de su tío materno hasta los veinticinco años, pero su destino posterior sigue siendo un misterio. Varias teorías han sido formuladas en torno a su vida después de 1913, aunque todas carecen de pruebas. Algunos historiadores sugieren que muy probablemente fuera víctima de la epidemia de escarlatina que se abatió sobre Cornualles en 1913. Otros, perplejos por la publicación de su último cuento de hadas en 1936, «El vuelo del pájaro cucú» en la revista Vidas literarias, sugieren que pasó su tiempo viajando, buscando la vida de aventuras que describían sus cuentos de hadas. Esta improbable idea no ha recibido aún seria consideración académica y, a pesar de tales teorías, el destino de Eliza Makepeace, junto con la fecha de su muerte, continúa siendo uno de los misterios de la literatura.

Existe un dibujo a carboncillo de Eliza Makepeace, realizado por el conocido retratista eduardiano Nathaniel Walker. Se encontró tras su muerte entre los trabajos sin concluir; el boceto, titulado La Autora, se encuentra expuesto en la Tate Gallery en Londres. Aunque Eliza Makepeace publicó sólo una colección completa de cuentos de hadas, su trabajo es rico en matices metafóricos y sociológicos, y brindaría frutos a quien se dedicara a su estudio. Mientras que relatos tempranos como «La niña transformada» muestran una fuerte influencia de la tradición de cuentos fantásticos europeos, relatos posteriores como «Los ojos de la vieja» sugieren una aproximación más original, y aventuramos, autobiográfica. Sin embargo, al igual que muchas escritoras de la primera década de este siglo, Eliza Makepeace fue víctima del cambio cultural que ocurrió tras los eventos mundiales a principio del siglo (la Primera Guerra Mundial y el movimiento de sufragio femenino, por nombrar sólo dos) y se quedó fuera del interés de los lectores. Muchas de sus historias se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando colecciones completas de sus revistas más raras fueron robadas de la Biblioteca Británica. Como consecuencia, Eliza y sus cuentos de hadas son relativamente desconocidos hoy día. Su trabajo, junto con la autora, parece haber desaparecido de la faz de la tierra, perdido como muchos otros fantasmas de las primeras décadas de este siglo.

14

Londres, Inglaterra, 1900


Encima de la tienda del señor y la señora Swindell, en la estrecha casa junto al Támesis, había un pequeño cuarto, escasamente mayor que un armario. Era oscuro, húmedo y maloliente (consecuencia natural de malos desagües y una inexistente ventilación), con paredes descoloridas que se resquebrajaban durante el verano y chorreaban durante el invierno, y una chimenea cuyo tiro había sido bloqueado hacía ya tanto que parecía una grosería sugerir que debía ser de otra manera. Pero, a pesar de su miseria, el cuarto de encima de la tienda de los Swindell era el único hogar que Eliza Makepeace y su hermano mellizo, Sammy, habían conocido, y que les proporcionaba un mínimo de seguridad y protección del que carecían sus vidas. Habían nacido en el otoño del miedo en Londres y, cuanto más crecía Eliza, más segura estaba que este hecho, sobre todas las cosas, la había hecho ser quien era. El Destripador fue el primer adversario en una vida que estaría repleta de ellos.

Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos, por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que más le gustaba: poder ver sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía límites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que más le gustaba hacer, guardar imágenes en su memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasía que habrían horrorizado a quienes involuntariamente le proporcionaron inspiración.

Y había tantas personas entre las que elegir… La vida de Eliza en la curva del Támesis nunca se detenía. El río era la vida de Londres, creciendo y disminuyendo con las incesantes mareas, transmitiendo lo bueno y lo malo, dentro y fuera de la ciudad. Aunque le gustaba ver llegar a los barcos del carbón con la marea alta, a los remeros cruzando a la gente de un lado al otro, o las barcazas descargando su mercancía para los carboneros, era durante la marea baja cuando el río realmente cobraba vida. Cuando el nivel del agua bajaba lo suficiente para que el señor Hackman y su hijo pudieran dragar los cuerpos cuyos bolsillos había que aligerar; cuando los picaros aparecían, revolviendo entre el barro hediondo en busca de soga, huesos y clavos de cobre, cualquier cosa que encontraran y que pudiera ser cambiada por una moneda. El señor Swindell tenía su propio equipo de buscadores y su sector en el barrio, un fétido rectángulo que custodiaba como si contuviera el oro de la reina. Los que se atrevían a cruzar su frontera se arriesgaban a encontrar sus empapados bolsillos vaciados por el señor Hackman la próxima vez que bajara la marea.

El señor Swindell siempre estaba persiguiendo a Sammy para que se sumara a su cuadrilla de picaros. Le decía que era su obligación recompensar la caridad de su patrón cada vez que pudiera. Porque aunque Sammy y Eliza se las ingeniaban para ganar lo suficiente como para pagar el alquiler, el señor Swindell insistía en recordarles que su libertad dependía de su magnanimidad al no informar a las autoridades del reciente cambio en sus circunstancias.

– Esos bienhechores que vienen de vez en cuando a husmear por aquí estarían muy interesados en saber que dos jóvenes huérfanos como vosotros se han quedado solos en el ancho mundo. Sí, muy interesados -era su frase habitual-. Según la ley, debería haberos entregado cuando vuestra madre dio el último suspiro.

– Sí, señor Swindell -decía Eliza-. Gracias, señor Swindell. Es muy generoso de su parte.

– Pues que no se os olvide. Gracias a la bondad de mi corazón y el de mi señora, todavía estáis aquí. -Después bajaba la vista a lo largo de su temblorosa nariz, y recreándose en su mezquindad, estrechaba sus pupilas-. Ahora, si ese chico, con su habilidad para encontrar cosas, quisiera acercarse hasta mi zona en el barro, entonces podría convencerme que vale la pena teneros. Nunca conocí a un muchacho con mejor olfato.

Era verdad. Sammy tenía talento para encontrar tesoros. Desde que era un chiquillo, las cosas bonitas parecían cambiar su camino para ir a yacer a sus pies. La señora Swindell decía que era el don de los idiotas, que el Señor cuidaba de los tontos y los locos, pero Eliza sabía que no era verdad. Sammy no era idiota, sólo veía mejor que la mayoría porque no perdía el tiempo hablando. Jamás pronunció una palabra, nunca. Ni una vez en sus doce años. No le hacía falta, no con Eliza. Ella sabía lo que estaba pensando y sintiendo, siempre lo había hecho. Era, después de todo, su mellizo, las dos mitades de una unidad.

Así fue como supo que le tenía miedo al barro del río, y aunque ella no compartía su miedo, lo entendía. El aire era diferente cuando uno se acercaba al borde del agua. Había algo en los vapores del barro, en el vuelo de los pájaros, en los extraños ruidos que resonaban en las antiguas márgenes del río…

Eliza sabía también que era su responsabilidad cuidar de Sammy, y no sólo porque Madre se lo dijera siempre (tenía la absurda teoría de que un hombre malvado -nunca dijo quién- les acechaba, tratando de encontrarlos). Desde muy pequeña, Eliza supo que Sammy la necesitaba más que ella a él, incluso antes de tener las fiebres y estar a punto de perderlo. Algo en su comportamiento lo hacía vulnerable. Los demás niños lo habían percibido desde muy pequeños, y los adultos lo sabían ahora. Sentían que de alguna forma él no era de los suyos.

Y no lo era. Era alguien a quien las hadas habían sustituido. Eliza lo sabía todo sobre esas sustituciones. Había leído sobre ello en el libro de cuentos que durante un tiempo fue a parar a la tienda de segunda mano. Estaba, además, ilustrado. Hadas y espíritus con aspecto parecido a Sammy, con finos cabellos rojizos, largos brazos y piernas, y redondos ojos azules. Por lo que contaba Madre, algo había diferenciado a Sammy de los otros niños desde que era bebé: cierta inocencia, cierta quietud. Ella solía decir que mientras Eliza había fruncido el rostro y aullado hasta ponerse colorada para que la alimentaran, Sammy nunca había llorado. Solía yacer en su cuna, atento, como si escuchara una hermosa música flotando en el aire que nadie, salvo él, podía escuchar.

Eliza se las había ingeniado para convencer a sus caseros de que Sammy no debía unirse a los picaros del barro, que estaba mejor limpiando chimeneas para el señor Suttborn. Ya no quedaban chicos de la edad de Sammy que limpiaran chimeneas, explicaba, no desde que las leyes contra deshollinadores menores de edad se aprobaron, y eran muy pocos los que podían limpiar las angostas chimeneas de Kensington como un muchacho delgado de codos puntiagudos, hechos precisamente para trepar por conductos oscuros y polvorientos. Gracias a Sammy, el señor Suttborn siempre tenía encargos pendientes, y había mucho que decir en defensa de contar con un ingreso constante. Incluso aunque se comparara con la esperanza de que Sammy pudiera encontrar algo de valor en el barro.

Hasta el momento, los Swindell habían entrado en razón -apreciaban las monedas que traía Sammy, así como el dinero recibido cuando Madre estaba viva y trabajaba de copista para el señor Blackwater-, pero Eliza no estaba segura de cuánto tiempo más podría mantenerlos a raya. La señora Swindell en particular tenía dificultades para ver más allá de su codicia, y gustaba de hacer amenazas veladas, murmurando sobre los «benefactores» que habían estado husmeando en busca de basura que levantar de las calles para llevar a los orfanatos.

La señora Swindell siempre había tenido miedo de Sammy, pues pensaba que el miedo era la única respuesta a lo que no tenía explicación. Eliza la había oído decir a la señora Barrer, la esposa del carbonero, que según la señora Tether, la partera que los había traído al mundo, Sammy había nacido con el cordón umbilical alrededor del cuello, y en consecuencia no debería haber pasado de la primera noche, dando su último suspiro cuando respiró el primero. «Fue cosa del demonio, la madre del niño debió de hacer un pacto con él», dijo. «Uno sólo tiene que mirarlo para saberlo -el modo en que sus ojos miran en lo profundo de una persona, la inmovilidad de su cuerpo, tan diferente a otros niños de su edad-. Ah, en verdad hay algo que no está nada bien en Sammy Makepeace».

Semejantes historias hacían que Eliza protegiera con mayor vehemencia a su mellizo. A veces, por la noche, cuando yacía en su cama escuchando discutir a los Swindell, y a su hija Hatty llorando desconsolada, le gustaba imaginarse que a la señora Swindell le sucedían cosas horribles. Que se caía, por accidente, en la lumbre, o quedaba atrapada entre los rodillos de las máquinas secadoras estrujada hasta morir, o se ahogaba en una olla de manteca hirviendo, sus delgaduchas piernas la única parte que quedaba como evidencia de su horrible final…

Hablar del diablo era conjurarlo. Aparecía doblando la esquina de la calle Battersea Church, con una bolsa al hombro repleta de mercancías, de regreso al hogar tras otro día de trabajo persiguiendo niñas de bonitos vestidos. Eliza se apartó de la grieta y se bajó del estante, utilizando el borde de la chimenea para descender.

Era tarea de Eliza lavar los vestidos que la señora Swindell llevaba a casa. A veces, cuando hervía los vestidos al fuego, cuidando de no desgarrar los encajes como telas de araña, Eliza se preguntaba qué pensarían esas niñitas cuando veían a la señora Swindell agitar su bolsa de dulces frente a ellas, bolsa de dulces llena de pedacitos de vidrios de colores. No es que éstas se acercaran alguna vez lo bastante para saber qué jugarreta les tenía preparada. Ni mucho menos. Una vez que las tenía a solas en el callejón, la señora Swindell les quitaba sus preciosos vestidos con tanta rapidez que ellas no tenían ni tiempo de gritar. Sin duda tendrían pesadillas, pensaba Eliza, pesadillas como las de ella con Sammy atascado en una chimenea. Sentía pena por ellas -la señora Swindell era una presencia aterradora cuando salía de caza-, pero era su culpa. No debían ser tan codiciosas, siempre queriendo más de lo que ya tenían. Eliza nunca dejaba de sorprenderse de que las niñas de alta cuna, acostumbradas a grandes mansiones, lujosos cochecitos de bebé, encajes y cintillas, pudieran caer víctimas de la señora Swindell por un tesoro tan nimio como una bolsa de dulces hervidos. Tenían suerte de perder solamente un vestido y un poco de tranquilidad. Había cosas peores que perder en los oscuros callejones londinenses.

Escuchó que la puerta de entrada se cerraba de un portazo.

– ¿Dónde te has metido, niña? -La voz subió rodando por las escaleras, una caliente bola de veneno. El corazón de Eliza se acongojó cuando la tocó; la caza no había sido fructífera, hecho que no presagiaba nada bueno para los habitantes del número treinta y cinco de la calle Battersea Church-. Baja y prepara la cena, o recibirás una tunda.

Eliza se apresuró a bajar las escaleras y entrar en la tienda. Su mirada pasó veloz por las siluetas en penumbra, una serie de botellas y cajas reducidas a causa de la oscuridad a extrañas proporciones. Junto al mostrador, una de esas siluetas se estaba moviendo. La señora Swindell estaba inclinada como un cangrejo en el barro, revolviendo en su bolsa, buscando entre los vestidos de encaje.

– Bueno, no te quedes ahí boquiabierta como el idiota de tu hermano. Enciende la linterna, estúpida.

– El guiso está en el fuego, señora Swindell -anunció Eliza, apurándose a encender el gas-. Y los vestidos ya están casi secos.

– Como debe ser. Salgo, día tras día, intentando ganar una moneda, y lo único que tienes que hacer es lavar los vestidos. A veces pienso que sería mejor si lo hiciera yo misma, y sacaros a ti y a tu hermano de las orejas. -Exhaló un desagradable suspiro y se sentó en su silla-. Bueno, ven aquí, pues, y quítame los zapatos.

Mientras Eliza estaba arrodillada en el suelo, aflojándole las botas, la puerta volvió a abrirse. Era Sammy, negro y empolvado. Sin palabras, la señora Swindell extendió su huesuda mano e hizo una leve seña con los dedos.

Sammy buscó en el bolsillo de su mono de trabajo, y sacó dos monedas de cobre que dejó donde debía. La señora Swindell las miró con sospecha antes de patear a Eliza a un lado con su pie sudado, cubierto con una media, y renqueó hasta la caja del dinero. Con una mirada furtiva sobre su hombro, extrajo una llave de su blusa y la metió en la cerradura. Apiló las nuevas monedas sobre las otras, chasqueando los labios mientras calculaba el total.

Sammy se acercó a la cocina y Eliza tomó un par de cuencos. Nunca comían con los Swindell. No era correcto, decía la señora Swindell, porque ambos podían hacerse la idea equivocada de ser parte de la familia. Eran empleados, después de todo, más sirvientes que inquilinos. Eliza comenzó a servir el guiso con un cucharón, colándolo, como insistía la señora Swindell: no quería desperdiciar la carne en un par de infelices desagradecidos.

– Pareces cansado -susurró Eliza-. Esta mañana empezaste muy temprano.

Sammy sacudió la cabeza, no quería que ella se preocupara.

Eliza miró en dirección a la señora Swindell, comprobó que seguía dándoles la espalda, antes de deslizar un pequeño pedazo de carne en el cuenco de Sammy.

Éste sonrió apenas, cansado, sus ojos redondos fijos en Eliza. Verle así: los hombros encogidos por las pesadas tareas del día, el rostro cubierto del hollín de las chimeneas de los ricos, agradecido por el mendrugo de carne correosa, le hizo desear poder pasar sus brazos en torno a su pequeño torso y no soltarlo nunca.

– Bien, bien. Qué bonito cuadro -dijo la señora Swindell cerrando la caja del dinero-. Pobre señor Swindell, afuera, en el barro, en busca de tesoros con los que poner comida en vuestras desagradecidas bocas… -agitó un nudoso dedo en dirección a Sammy- mientras un joven como tú vive gratis en esta casa. Eso no está bien, nada, nada bien. Cuando vuelvan los «benefactores», creo que tendré que decírselo.

– ¿El señor Suttborn tiene más trabajo para ti mañana, Sammy? -preguntó rápidamente Eliza.

Sammy asintió.

– ¿Y para pasado?

Otra señal de asentimiento.

– Ésas son dos monedas más esta semana, señora Swindell.

¡Ah, cómo se las arreglaba para que su voz sonara humilde!

Y qué poco importaba.

– ¡Insolente! ¿Cómo te atreves a responderme? Si no fuera por el señor Swindell y por mí, vosotros dos, retorcidos gusanos, estaríais fregando suelos en un orfanato.

Eliza respiró hondo. Una de las últimas cosas que Madre había hecho fue obtener una promesa de la señora Swindell de que a Sammy y Eliza se les permitiría quedarse como inquilinos tanto tiempo como continuaran pagando el alquiler y contribuyeran al trabajo doméstico.

– Pero, señora Swindell -replicó Eliza con cautela-, Madre dijo que usted prometió…

– ¿Prometí? ¿Prometí? -Furibundas babas brotaron de las comisuras de su boca-. Yo sí que voy a prometerte algo. Prometo zurrarte las nalgas hasta que no puedas ni sentarte. -Se puso súbitamente de pie y tomó una correa de cuero que colgaba de la puerta.

Eliza se mantuvo firme, aunque el corazón le latía con fuerza.

La señora Swindell avanzó, para luego detenerse, un cruel tic haciéndole temblar los labios. Sin una palabra, se volvió hacia Sammy.

– Tú -dijo-. Ven aquí.

– No -dijo Eliza, echando una veloz mirada al rostro de Sammy-. No. Lo siento, señora Swindell. Ha sido una insolencia de mi parte, tiene usted razón. Yo… yo la resarciré. Mañana barreré la tienda. Fregaré los escalones de la entrada, yo… yo…

– Cambiarás el agua del cuarto del retrete y echarás a las ratas del altillo.

– Sí -asintió Eliza-. Eso también.

La señora Swindell extendió la correa frente a ella, como un horizonte de cuero. Miró a través de sus párpados entrecerrados, de Eliza a Sammy y viceversa. Finalmente, dejó caer un extremo de la correa y volvió a colgarla en su lugar, junto a la puerta.

Eliza sintió como una lluvia de alivio.

– Gracias, señora Swindell.

Con mano temblorosa, entregó el cuenco con guiso a Sammy y tomó el cucharón para servirse.

– Detente ahora mismo -dijo la señora Swindell.

Eliza alzó la vista.

– Tú -ordenó la señora Swindell señalando a Sammy-, limpia las nuevas botellas y acomódalas en el estante. No habrá guiso hasta que termines. -Se volvió a Eliza-. Y tú, niña, sube y sal de mi vista. -Le temblaban los finos labios-. Esta noche no comerás. No tengo intención de dar de comer a una rebelde.


* * *

Cuando era pequeña, a Eliza le gustaba imaginar que su padre aparecería un día y los rescataría. Después de «Madre y el Descuartizador», «Padre el Valiente» era la mejor historia de Eliza. A veces, cuando se le cansaba el ojo de tenerlo apretado contra los ladrillos, se acostaba sobre el estante superior e imaginaba a su heroico padre. Se decía a sí misma que Madre estaba equivocada, que no se había ahogado en el mar sino que había sido enviado lejos, a una misión importante, y que un día volvería para salvarlos de los Swindell.

Aunque sabía que era una fantasía, tan improbable como que las hadas y gnomos surgieran entre los ladrillos de la chimenea, el placer que sentía al imaginarse su retorno no por ello disminuía. Llegaría a casa de los Swindell. Seguramente a caballo, no en un coche de tiro, sino en un corcel de brillantes crines y patas largas y musculosas. Y todos, en la calle, detendrían sus actividades para mirar a ese hombre, su padre, apuesto con sus negras ropas de jinete. La señora Swindell, con su miserable y enjuto rostro, espiaría por encima de la soga de tender con los bonitos vestidos robados esa mañana, y llamaría a la señora Barrer para que fuera a ver lo que estaba sucediendo. Y sabrían que era el padre de Eliza y Sammy, que venía a rescatarlos. Él los llevaría a caballo hasta el río, donde su barco estaría esperando, y navegarían por el océano hasta lugares lejanos con nombres que nunca habían escuchado.

A veces, en las raras ocasiones en las que Eliza la había convencido para sumarse a sus relatos, Madre hablaba del océano. Porque ella lo había visto con sus propios ojos, y por tanto era capaz de adornar sus historias con sonidos y olores que a Eliza le resultaban mágicos: el estallido de las olas y el aire salado, los finos granos de arena blanca, en vez del negro sedimento pegajoso del barro del río. No era muy frecuente, empero, que Madre se sumara al relato de historias. En general, ella no aprobaba esos relatos, especialmente el de «Padre el Valiente».

– Debes aprender a comprender la diferencia entre los cuentos y la realidad, mi Liza -le decía-. Los cuentos de hadas terminan demasiado bruscamente. Nunca muestran lo que sucede después, cuando el príncipe y la princesa cabalgan más allá de sus páginas.

– Pero ¿qué quieres decir, Madre? -preguntaba Eliza.

– ¿Qué sucede después, cuando los protagonistas necesitan hallar su lugar en el mundo, ganar dinero y escapar de los males terrenales?

A Eliza eso le parecía irrelevante, aunque no se atrevía a decírselo. Eran príncipes y princesas, no necesitaban un lugar en el mundo, a excepción de su mágico castillo.

– No debes esperar que alguien venga a rescatarte -continuaba Madre, con mirada perdida-. Una niña que espera que la rescaten nunca se salvará a sí misma. Incluso aunque tenga los medios, descubrirá que le falta valor. No seas así, Eliza. Debes encontrar tu valor, aprender a rescatarte, no depender de nadie.

Sola, en el cuarto superior, hirviendo de desprecio contra la señora Swindell y de rabia contra su propia impotencia, Eliza se metió a gatas dentro de la chimenea en desuso. Con cuidado, lentamente, alargó el brazo hasta sentir con la mano el ladrillo suelto y lo sacó. En la pequeña cavidad, sus dedos rozaron la familiar tapa del tarro de mostaza, su fría superficie de bordes redondeados. Tratando de que sus movimientos no llegaran por el tiro de la chimenea hasta los oídos atentos de la señora Swindell, Eliza lo sacó.

Él tarro había sido de Madre, y ella lo había guardado en secreto durante años. Días antes de su muerte, en un raro momento de lucidez, Madre le había revelado a Eliza el escondite y le había pedido que lo sacara. Llevó el tarro de mostaza hasta Madre, y miró con ojos deslumbrados el misterioso objeto oculto.

A Eliza el suspense le cosquilleaba la punta de los dedos mientras esperaba a que Madre abriera el tarro. En sus últimos días, sus movimientos se habían vuelto torpes, y la tapa estaba bien cerrada con un sello de cera. Finalmente, se abrió.

Eliza miró maravillada. Dentro del tarro había un broche, del tipo de los que arrancaría lágrimas de alegría por el horrible rostro de la señora Swindell. Era del tamaño de un penique, con brillantes piedras rojas, verdes y blancas adornando el decorativo borde exterior.

El primer pensamiento de Eliza fue que el broche era robado. Ella no podía imaginarse a Madre haciendo tal cosa, pero ¿de qué otro modo había llegado a poseer un tesoro tan magnífico? ¿De dónde provenía?

Tantas preguntas y ni siquiera podía soltar su lengua para hablar. Poco hubiera importado si lo hubiera hecho; Madre no la escuchaba. Miraba el broche con una expresión que Eliza no había visto nunca.

– Este broche me es muy querido -declaró de pronto-. Muy querido. -Madre puso el tarro en manos de Eliza, casi como si no soportara tocarlo.

El tarro estaba barnizado, suave y frío bajo sus dedos. Eliza no sabía qué decir. El broche, la extraña expresión de Madre… era todo tan repentino…

– ¿Sabes qué es esto, Eliza?

– Un broche. He visto a las damas elegantes usarlo.

Madre sonrió débilmente y Eliza pensó que debía de haber dado la respuesta equivocada.

– ¿Tal vez un colgante que se soltó de su cadena?

– Estabas en lo correcto la primera vez. Es un broche, un broche especial. -Apretó sus manos-. ¿Sabes qué es lo que hay detrás del cristal?

Eliza observó el diseño de hebras rojas y doradas.

– ¿Un tapiz?

Madre volvió a sonreír.

– En cierto modo, lo es, aunque no de los que se tejen con hilo.

– Pero puedo ver los hilos, trenzados para formar un cordón.

– Son cabellos, Eliza, tomados de las mujeres en mi familia. Mi abuela, su madre, y así. Es una tradición. Se llama broche de duelo.

– ¿Por qué se usa sólo cuando te duele algo?

Madre extendió la mano y acarició el extremo de la trenza de Eliza.

– Porque nos recuerda a los que hemos perdido. A los que llegaron antes que nosotros y nos hicieron lo que somos.

Eliza asintió seria, consciente, aunque no estaba segura cómo, de haber recibido una confidencia especial.

– El broche vale mucho dinero, pero nunca he sido capaz de venderlo. He caído víctima, una y otra vez, de mi sentimentalismo, pero eso no debe detenerte.

– ¿Madre?

– No estoy bien, mi niña. Pronto llegará el momento de que cuides de Sammy y de ti misma. Puede que sea necesario que vendas el broche.

– Oh, no, Madre…

– Puede que sea necesario, y será tu decisión. No dejes que mi renuencia te guíe, ¿me oyes?

– Sí, Madre.

– Pero si necesitas venderlo, Eliza, ten cuidado con cómo lo haces. No debe ser vendido de forma oficial, no deben quedar rastros.

– ¿Por qué no?

Madre la miró y Eliza reconoció la mirada. Ella misma había mirado de ese modo a Sammy muchas veces a la hora de decirle la verdad.

– Porque mi familia lo averiguaría. -Eliza guardó silencio; la familia de Madre, junto con su pasado, era algo de lo que rara vez se hablaba-. Ellos habrán notificado que fue robado…

Eliza alzó las cejas.

– …Equivocadamente, mi niña, puesto que es mío. Me lo dio mi madre con ocasión de mi decimosexto cumpleaños, ha estado en mi familia mucho tiempo.

– Pero si es tuyo, Madre, ¿por qué nadie puede saber que lo tienes?

– Tal venta revelaría nuestro paradero, y eso no debe saberse. -Tomó la mano de Eliza, con ojos desorbitados, el rostro pálido y agotado por el esfuerzo de hablar-. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió, comprendió. Es decir, comprendió a medias. Madre estaba preocupada por el Hombre Malvado, sobre el que les había prevenido toda su vida diciendo que podía estar en cualquier rincón oculto, esperando atraparlos. A Eliza siempre le habían gustado esas historias, aunque Madre nunca entró en suficientes detalles como para satisfacer su curiosidad, dejando a su imaginación embellecer las advertencias de Madre, darle al hombre un ojo de vidrio, una canasta con serpientes y un labio que se fruncía cuando sonreía.

– ¿Quieres que te traiga tu medicina, Madre?

– Eres una buena niña, Eliza, una buena niña.

Eliza dejó el tarro de cerámica en la cama junto a Madre y trajo la pequeña botella de láudano. Cuando regresó, Madre volvió a extender la mano para acariciar el largo mechón de cabellos que se había desenredado de la trenza de Eliza.

– Cuida de Sammy -dijo-. Y cuídate. Recuerda siempre, con una voluntad fuerte incluso los débiles pueden ejercer gran poder. Debes ser valiente cuando yo… si algo fuera a sucederme.

– Por supuesto, Madre, pero nada te sucederá. -Eliza no lo creía, y tampoco lo creía Madre. Todos sabían lo que les sucedía a los que enfermaban de tuberculosis.

Madre consiguió tomar un sorbo de medicina y luego se recostó contra la almohada, exhausta por el esfuerzo. Sus rojos cabellos extendidos hacia arriba, revelando en su pálido cuello una sola cicatriz, el delgado corte que nunca se esfumaba y que había inspirado por primera vez a Eliza el relato del encuentro de Madre con el Destripador. Otro de los cuentos que nunca dejó que Madre oyera.

Con los ojos aún cerrados, Madre habló suavemente, con frases cortas y rápidas.

– Mi Eliza, sólo te lo diré una vez. Si él te encuentra y necesitas escapar, entonces, sólo entonces, toma el tarro. No vayas a Christie's, no vayas a ninguna de las grandes casas de subastas. Allí tienen registros. Ve a la vuelta de la esquina y pregunta en la casa del señor Baxter. Él te dirá cómo encontrar al señor John Picknick. El señor Picknick sabrá qué hacer. -Sus párpados temblaron con el esfuerzo de tanto hablar-. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió.

– ¿Lo entiendes?

– Sí, Madre, lo entiendo.

– Hasta entonces, olvida que existe. No lo toques, no se lo muestres a Sammy, no se lo digas a nadie. ¿Eliza?

– ¿Sí, Madre?

– Estate alerta respecto al hombre de quien te hablo.


* * *

Y Eliza había cumplido su palabra. En su mayor parte. Había sacado el tarro dos veces, sólo para mirarlo. Para pasar sus dedos por la superficie del broche, tal como Madre había hecho, para sentir su magia, su inestimable poder, antes de sellar rápidamente la tapa con cera y volver a guardarlo en su lugar.

Y aunque hoy lo había cogido, no era para mirar el broche de duelo. Porque Eliza había añadido su propia contribución al tarro de arcilla. Dentro estaba también su propio tesoro, su plan para el futuro.

Retiró una bolsita de cuero y la apretó con fuerza en su mano. Tomó energía de su solidez. Era una bagatela que Sammy había encontrado en la calle y le había regalado. Un juguete de algún niño acomodado, tirado y olvidado, encontrado y revivido. Eliza lo había escondido desde el principio. Sabía que si los Swindell lo veían, sus ojos se encenderían e insistirían en tenerlo en la tienda. Había sido un regalo y era suyo. No había muchas cosas de las que pudiera decir lo mismo.

Pasaron varias semanas antes de que encontrara un uso para él como lugar para ocultar sus monedas secretas, de las que los Swindell no sabían nada, pagadas por Matthew Rodin, el cazador de ratas. Eliza era hábil para cazar ratas, aunque no le gustara hacerlo. Las ratas intentaban seguir con vida, después de todo, del mejor modo posible en una ciudad que no favorecía ni a los humildes ni a los tímidos. Intentaba no pensar en lo que diría Madre -que siempre había tenido debilidad por los animales-, recordándose que no tenía mucha alternativa. Si ella y Sammy iban a tener una oportunidad, necesitaban dinero propio, dinero secreto que no fuera detectado por los Swindell.

Eliza se sentó al borde del hogar, con el tarro de arcilla en la falda, y se limpió el hollín de las manos con el reverso de su vestido. No sería bueno que lo hiciera donde la señora Swindell pudiera verlo. Nada bueno sucedía una vez que su sospechosa nariz olía algo.

Cuando Eliza estuvo satisfecha con el aspecto de sus manos, abrió la bolsita, aflojó la suave cinta de seda y agrandó cuidadosamente la abertura. Echó un vistazo.

Rescátate, había dicho Madre, y cuida de Sammy. Y eso era exactamente lo que Eliza intentaba hacer. Dentro de la bolsita había cuatro monedas de tres centavos. Dos más y tendría suficiente para comprar cincuenta naranjas. Era todo lo que necesitaban para comenzar como vendedores de naranjas. Las monedas que ganaran les permitirían comprar más naranjas y entonces tendrían su propio dinero, su propio negocio. Podrían buscar un nuevo lugar donde vivir, donde estar a salvo, sin los vigilantes y vengativos ojos de los Swindell sobre ellos. La amenaza siempre presente de ser entregados a los «benefactores» y enviados al orfanato…

Pasos en la escalera.

Eliza guardó las monedas en la bolsita, apretó el nudo y la guardó dentro del tarro. Con el corazón latiéndole con fuerza, guardó el tarro en la chimenea; ya lo sellaría más tarde. Apenas a tiempo, saltó y se sentó, con mirada inocente, en un extremo de la destartalada cama.

La puerta se abrió y Sammy apareció, aún cubierto de hollín. Ahí de pie junto al marco de la puerta, con la vela ardiendo débilmente en su mano, le pareció tan delgado que creyó que era un engaño de la luz. Le sonrió y él se acercó, buscó en su bolsillo y extrajo una pequeña patata que había robado de la alacena de la señora Swindell.

– ¡Sammy! -lo reprendió Eliza, tomando la blanda patata-. Ya sabes que las cuenta. Sabrá que tú la tomaste.

Sammy se encogió de hombros, comenzando a lavarse el rostro en la bacinilla con agua junto a la cama.

– Gracias -dijo, guardándola en el cesto de costura cuando él no la observaba. La devolvería por la mañana-. Está empezando a hacer frío -comentó, mientras se quitaba el delantal quedándose sólo con sus enaguas-. Este año ha empezado antes. -Se metió en la cama, temblando bajo la delgada manta gris.

Con su camiseta y calzones, Sammy entró tras ella. Sus pies estaban helados e intentó calentarlos con los suyos.

– ¿Quieres que te cuente una historia?

Notó que asentía, su cabello rozándole la mejilla al hacerlo. Y entonces comenzó su historia favorita: «Hace mucho tiempo, cuando la noche era fría y oscura y las calles estaban desiertas, y los mellizos empujaban y se agitaban dentro de su vientre, una joven princesa escuchó pasos a sus espaldas, y supo al instante a qué espíritu malvado pertenecían…».

La había estado relatando durante años, aunque no cuando Madre podía oírla. Madre hubiera dicho que estaba alterando a Sammy con sus historias. Ella no comprendía que los niños no se asustan con los cuentos; que sus vidas están llenas de cosas mucho más terribles que las que se encuentran en los cuentos de hadas.

La agitada respiración de su hermano se había vuelto regular, y Eliza supo que se había quedado dormido. Guardó silencio y continuó agarrando su mano en la suya. Era tan fría, tan huesuda, que sintió un temblor de pánico en su estómago. La apretó con fuerza, escuchándolo respirar.

– Todo saldrá bien, Sammy -susurró, pensando en la bolsita de cuero, y el dinero dentro-. Me aseguraré de ello, te lo prometo.

15

Londres, Inglaterra, 2005


Ruby, la hija de Ben, estaba esperando a Cassandra cuando llegó a Heathrow. Una mujer regordeta de más de cincuenta años, con un rostro brillante, cabello corto y canoso que crecía disparado. Tenía una energía capaz de cargar el aire a su alrededor; era de esas personas que no pasan desapercibidas. Antes de que Cassandra pudiera mostrar su sorpresa porque una desconocida hubiera ido al aeropuerto a recibirla, Ruby se había apropiado de la maleta de Cassandra, le había pasado un rollizo brazo en torno a ella y la guiaba a través de las puertas acristaladas del aeropuerto hacia el aparcamiento.

Su automóvil era una vieja camioneta destartalada, cuyo interior rebosaba a perfume de almizcle y a otro compuesto floral que Cassandra no pudo identificar. Cuando se pusieron el cinturón de seguridad, Ruby sacó una bolsa con regaliz de varios sabores de su bolso y se la ofreció a Cassandra, quien cogió un cubo a rayas marrones, blancas y negras.

– Soy adicta -explicó Ruby, metiéndose uno rosa en la boca y acomodándolo en su carrillo-. Gravemente adicta. A veces no puedo terminar el que tengo en la boca y ya estoy comiendo el siguiente. -Masticó con fuerza durante un momento, y luego tragó-. Pero, en fin, la vida es demasiado breve para ser moderado, ¿no crees?

A pesar de lo tarde que era, las carreteras estaban repletas de automóviles. Las farolas de cuello curvo brillaban con luz naranja sobre el asfalto. Mientras Ruby conducía con rapidez, pisando el freno con fuerza sólo cuando era absolutamente necesario, haciendo gestos y sacudiendo la cabeza a los otros conductores que se atrevían a interponerse en su camino, Cassandra miraba por la ventanilla, dibujando mentalmente los círculos concéntricos de las corrientes arquitectónicas de Londres. Le gustaba pensar en las ciudades de ese modo. El trayecto desde las afueras hacia el centro era como coger una nave que viajara hacia el pasado. Los modernos hoteles de los aeropuertos, las anchas y tersas carreteras de circunvalación transformándose en casas de cemento, luego en grandes mansiones y, finalmente, en el oscuro corazón de casas victorianas.

A medida que se acercaban al centro de Londres, Cassandra pensó que debía decirle a Ruby el nombre del hotel que había reservado para dos noches antes de partir hacia Cornualles. Buscó en su bolso la carpeta de plástico en la que guardaba todos sus documentos de viaje.

– Ruby -dijo-, ¿estamos cerca de Holborn?

– ¿Holborn? No, queda al otro lado de la ciudad. ¿Por qué?

– Allí es donde está mi hotel. Claro que puedo tomar un taxi, no es necesario que me lleves hasta allí.

Ruby la miró lo justo para que Cassandra pensara que había alguien a su espalda.

– ¿Hotel? No hace falta. -Cambió de velocidad, frenando justo a tiempo para evitar chocar con una camioneta azul que iba delante-. Te quedarás conmigo, y no admito objeciones.

– Oh, no -dijo Cassandra, el destello azul metálico todavía brillando en su mente-. No podría, es demasiada molestia. -Comenzó a relajar la mano que aferraba el asa de la puerta-. Además, es demasiado tarde para cancelar mi reserva.

– Nunca es demasiado tarde. Yo lo haré por ti. -Ruby se volvió otra vez hacia Cassandra, el cinturón de seguridad apretando sus prominentes pechos de tal modo que casi se le salían de la camisa-. Y no es ninguna molestia. He preparado una cama y estoy encantada de tu visita. -Sonrió-. ¡Papá me despellejaría viva si supiera que te mandé a un hotel!

Cuando llegaron a South Kensington, Ruby aparcó marcha atrás en un minúsculo espacio y Cassandra contuvo la respiración, en silenciosa admiración por la seguridad que la otra mujer tenía en sí misma.

– Hemos llegado. -Apagó el motor e hizo un gesto hacia una casa blanca al otro lado de la calle-. Hogar dulce hogar.

El apartamento era diminuto. Encajado al fondo de una casa eduardiana, en el segundo tramo de escaleras, detrás de una puerta amarilla, tenía un solo dormitorio, una pequeña ducha y aseo, y una minúscula cocina adosada a la sala. Ruby había preparado el sofá cama para Cassandra.

– Sólo tres estrellas, me temo -dijo-. Te compensaré con el desayuno.

Cassandra miró dubitativa la diminuta cocina, y Ruby se rió tanto que agitó su blusa color verde lima. Se secó los ojos.

– ¡Por Dios, no! No quise decir que cocinaría. ¿Para qué soportar semejante agonía cuando alguien puede hacerlo mejor? Te llevaré a un café a la vuelta de la esquina. -Encendió el interruptor de la tetera-. ¿Una taza?

Cassandra sonrió débilmente. Lo que de verdad le hubiera gustado es no tener que poner sonrisa forzada todo el tiempo. Tal vez se debiera al hecho de haber pasado tanto tiempo volando, o a sus leves tendencias antisociales, pero estaba usando cada gramo de energía para fingir amabilidad. Una taza de té significaría al menos otros veinte minutos de sonrisas y gestos de asentimiento, y, ¡que Dios la amparase!, de encontrar respuesta a las incesantes preguntas de Ruby. Pensó con cargo de conciencia en la habitación de hotel al otro lado de la ciudad. Después observó que Ruby ya estaba sumergiendo dos bolsitas de té en tazas idénticas.

– Un té estaría bien.

– Aquí tienes -indicó Ruby, entregándole a Cassandra una taza humeante. Se sentó al otro extremo del sofá y sonrió mientras una nube de almizcle se acomodaba a su alrededor-. No seas tímida -dijo, señalando el azucarero-. Y ya que estás, puedes contarme todo sobre ti. ¡Qué excitante, esa casa en Cornualles!


* * *

Después de que Ruby se fuera a acostar, Cassandra intentó dormir. Estaba cansada. Colores, sonidos, formas, todo era borroso a su alrededor, pero el sueño no llegaba. Imágenes y conversaciones pasaban veloces por su mente, un flujo interminable de pensamientos y sentimientos sin otra conexión que ser suyos: Nell y Ben, el puesto de antigüedades, su madre, el vuelo en avión, el aeropuerto, Ruby, Eliza Makepeace y los cuentos de hadas…

Finalmente, desistió de dormir. Apartó las sábanas y se levantó del sofá. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir la única ventana del apartamento. Una ancha repisa sobresalía del radiador, y si Cassandra hacía a un lado las cortinas, podía acomodarse sobre él, la espalda apoyada en la gruesa pared de ladrillo, los pies tocando el otro extremo. Se inclinó hacia delante contra sus rodillas y miró hacia fuera, más allá de los angostos jardines victoríanos con sus muros de piedra devorados por la hiedra, más allá de la calle a sus pies. La luz de la luna brillaba serena sobre la tierra.

Aunque era casi medianoche, Londres no estaba a oscuras. Ciudades como Londres nunca lo están, sospechó, ya no. El mundo moderno había acabado con la noche. Tiempo atrás habría sido diferente, una ciudad a merced de la naturaleza. Una ciudad en donde la caída de la noche tornaba las calles oscuras como petróleo y el aire en niebla: el Londres de Jack el Destripador.

Ése había sido el Londres de Eliza Makepeace, el Londres sobre el que había leído en el cuaderno de Nell, de calles envueltas en niebla y amenazadores caballos, el brillo de las farolas que se materializaban y volvían a desaparecer en la penumbra inducida por la niebla.

Mirando los estrechos establos convertidos en apartamentos, detrás del de Ruby, podía ahora imaginarlo a la perfección: fantasmales carreteros azuzando a sus asustadas bestias por ajetreadas calles. Cocheros con linternas sentados en lo alto de los carruajes. Vendedores callejeros y prostitutas, policías y ladrones…

16

Londres, Inglaterra, 1900


La niebla era espesa y amarilla, del color del pudín de guisantes. Había caído durante la noche, desplegándose desde la superficie del río y expandiéndose pesadamente por las calles, en torno a las casas, por debajo de los portales. Eliza miraba por la grieta entre los ladrillos. Bajo ese manto silencioso, casas, lámparas de gas, muros… se transformaban en monstruosas sombras, acechando mientras las nubes color azufre se movían a su alrededor.

La señora Swindell le había dejado una pila de ropa para lavar, pero hasta donde Eliza podía ver, no tenía sentido lavar nada con la niebla en ese estado: lo que era blanco estaría gris al terminar el día. Lo mismo daba colgar las ropas mojadas pero sin lavar, que fue lo que hizo. Se ahorraría una barra de jabón, además de su tiempo. Porque Eliza tenía cosas mejores de las que ocuparse: cuando más espesa era la niebla, tanto mejor para ocultarse y espiar.

El Destripador era uno de sus mejores juegos. Al comienzo lo había jugado sola, pero con el tiempo le había enseñado a Sammy las reglas y ahora se turnaban para interpretar los personajes de Madre y el Destripador. Eliza no terminaba de decidir cuál de los papeles era su favorito. El Destripador, pensaba en ocasiones, por su poder. Hacía que su cara se sonrojara de placer, acercándose silenciosa por la espalda de Sammy, ahogando una risita, mientras se preparaba a atraparlo…

Pero también había algo seductor en jugar a ser Madre. Caminar con rapidez, con cautela, negándose a mirar por encima del hombro, negándose a salir corriendo, intentando mantener la calma a pesar de las pisadas a su espalda, mientras su corazón latía tan fuerte que ahogaba cualquier ruido. El miedo era delicioso, haciendo que sintiera un cosquilleo por la piel.

Aunque los Swindell habían salido a remover el barro en busca de tesoros (la niebla era un don para los habitantes del río que arañaban sus ingresos mediante medios inescrupulosos), Eliza descendió silenciosa las escaleras, evitando cuidadosamente el chirrido del cuarto escalón. Sarah, la muchacha que cuidaba de Hatty, la hija de los Swindell, era de esas que disfrutaba ganándose el favor de sus señores con ladinos informes sobre el comportamiento de Eliza.

Al pie de las escaleras, Eliza se detuvo y observó los bultos en sombras de la tienda. Los tentáculos de la niebla se habían abierto camino entre los ladrillos, entrando en la estancia, colgando pesadamente sobre los objetos, arracimándose amarillentos en torno a la titilante lámpara de gas. Sammy estaba en un rincón, sentado en un banco, limpiando botellas. Estaba inmerso en sus pensamientos: Eliza reconoció la máscara de ensoñación de su rostro.

Un solo vistazo le confirmó que Sarah no estaba acechando. Eliza se le acercó.

– ¡Sammy! -susurró.

Nada, no la había oído.

– ¡Sammy!

Dejó de sacudir su rodilla y se inclinó de modo que su cabeza apareció al otro lado del mostrador. El cabello le caía, lacio, hacia un lado.

– Afuera hay niebla.

Su expresión neutra reflejaba lo evidente de la afirmación. Se encogió levemente de hombros.

– Densa como barro de alcantarilla, la luz de las lámparas ha desaparecido. Perfecta para el Destripador.

Eso atrajo la atención de Sammy. Permaneció inmóvil por un momento, considerándolo, luego sacudió la cabeza. Señaló la silla del señor Swindell, con su manchado respaldo hundido donde los huesos de su espalda se apoyaban, noche tras noche, cuando regresaba de la taberna.

– Ni siquiera sabrá que nos hemos ido. Estará fuera mucho tiempo, al igual que ella.

Él volvió a sacudir la cabeza, pero esta vez con algo menos de vigor.

– Estarán ocupados toda la tarde, ninguno dejaría pasar la oportunidad de ganarse una moneda extra. -Eliza notaba que lo estaba convenciendo. Él era parte de ella, después de todo, siempre había sido capaz de leer sus pensamientos-. Vamos, no tardaremos mucho. Iremos sólo hasta el río, y luego daremos la vuelta. Puedes elegir quién quieres ser.

Eso lo convenció, tal como esperaba. Los sombríos ojos de Sammy se encontraron con los suyos.

Alzó la mano, cerrada en un pequeño y pálido puño, como si sostuviera un cuchillo.


* * *

Mientras Sammy aguardaba junto a la puerta, esperando a que pasaran los diez segundos de ventaja que se le otorgaban a quien hiciera de Madre, Eliza se alejó. Pasó agachándose por debajo de las ropas tendidas de la señora Swindell, rodeando el carro del trapero, y se dirigió hacia el río. La excitación hacía que su corazón palpitara. Esa sensación de peligro era deliciosa. Oleadas de miedo se estrellaban bajo su piel mientras avanzaba, abriéndose paso entre la gente, carros, perros, paseantes, todos borrosos por la niebla, mientras en sus oídos cosquilleaban unos pasos detrás de ella, acercándose, acercándose para atraparla.

A diferencia de Sammy, Eliza amaba al río. La hacía sentirse cerca de su padre. Madre no les había proporcionado mucha información sobre el pasado, pero una vez contó que su padre había crecido en otro meandro del mismo río. Había aprendido su oficio de marinero en un barco carbonero, antes de sumarse a otra tripulación y embarcarse para alta mar. A Eliza le gustaba pensar en todo lo que debía de haber visto en ese codo del río, cerca del Muelle de las Ejecuciones, en donde se ahorcaba a los piratas, dejándoles colgando de las cadenas hasta que tres mareas cubrieran sus cuerpos. Bailando la danza de la soga, como decían los viejos.

Eliza tembló, imaginando los cuerpos sin vida, imaginándose la sensación de que tu último respiro se estrangulara en la garganta, y luego reprendiéndose por distraerse. Era el tipo de distracción en la que Sammy caía con frecuencia. Y eso estaba bien para Sammy: Eliza sabía que debía tener más cuidado.

A ver, ¿por dónde se oían los pasos de Sammy? Se esforzó en escucharlos, se concentró. Escuchó gaviotas en el río, las sogas golpeando contra los mástiles, los cascos de los barcos hinchándose, una carretilla traqueteando, el vendedor de papel matamoscas anunciando: «Atrápelas vivas», los pasos apurados de una mujer, el chico que vendía diarios anunciando el precio de su periódico…

De pronto, detrás de ella, un choque. El relinchar de un caballo. El grito de un hombre.

A Eliza le dio un salto el corazón, casi se dio la vuelta, intrigada por ver qué había sucedido. Se detuvo justo a tiempo. No era fácil. Era de naturaleza curiosa, Madre siempre se lo decía, sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua, advirtiéndole que si no aprendía a controlar su imaginación terminaría por dar contra una montaña hecha de sus propias fantasías. Pero si Sammy se las ingeniaba para acercarse a ella y la veía espiando, ella tendría que darse por vencida. Ya casi estaba junto al río. El olor del barro del Támesis mezclado con el de la niebla. Casi había ganado, sólo tenía que avanzar un poco más.

Se escuchaba ahora una algarabía de voces lejanas y el tañido cada vez más cercano de una campana. El estúpido caballo seguramente se había chocado contra el carro del afilador, los caballos siempre enloquecían un poco con la niebla. ¡Pero qué estruendo! ¿Qué posibilidad tendría de oír a Sammy si éste elegía atacarla en ese momento?

Vislumbró el muro de piedra al borde del río, flotando levemente en la niebla.

Eliza sonrió y salió a la carrera esos últimos metros.

En términos estrictos, correr iba contra las reglas, pero no pudo contenerse. Sus manos tocaron las pegajosas piedras y ella dio un chillido de placer. Había llegado, había ganado, triunfado sobre el Destripador una vez más.

Eliza se subió a la muralla y se sentó triunfante, mirando hacia la calle de donde había venido. Golpeó con los talones contra la roca y examinó la cortina de niebla en busca de la silueta de Sammy. Pobre Sammy. Nunca había sido tan bueno para los juegos como ella. Le llevaba más tiempo aprender las reglas, era menos capaz de adaptarse al rol para el que había sido elegido. Actuar no le resultaba tan natural como a ella.

Mientras estaba sentada, los olores y sonidos de la calle llegaron hasta donde se encontraba. Con cada respiración evidenciaba lo aceitoso de la niebla, y ahora la campana sonaba con fuerza, acercándose. La gente a su alrededor parecía excitada, todos corriendo en la misma dirección en que habían corrido cuando el hijo del trapero sufrió uno de sus ataques epilépticos, o cuando el organillero llegaba de visita.

¡Por supuesto! El organillero, eso explicaba dónde se encontraba Sammy.

Eliza bajó de un salto de la muralla, raspándose la bota en una roca que sobresalía en la base.

Sammy nunca se podía resistir a la música. Estaba sin duda de pie junto al organillero, la boca levemente abierta mientras observaba el organillo, todo pensamiento respecto al Destripador y el juego evaporados.

Siguió a la gente que se congregaba, pasando por delante del estanco, del zapatero, del prestamista. Pero a medida que engrosaba la muchedumbre, y el sonido de la campana se desvanecía, y comprobó que no se oía la música del organillo, Eliza se apresuró.

Un temor sin nombre se apoderó de su estómago, y usó los codos para abrirse paso entre la gente -mujeres a la moda con sus vestidos de paseo, caballeros con levitas para la mañana, niños de la calle, lavanderas, empleados- mientras buscaba a Sammy.

Los comentarios comenzaban a llegar desde el centro del grupo y Eliza escuchó fragmentos y retazos intercambiados en agitados susurros sobre su cabeza; un caballo negro que había salido como de ninguna parte; un niño pequeño que no lo vio venir; la terrible niebla…

Sammy no, se dijo, no puede ser Sammy. Iba justo detrás de ella, lo había escuchado…

Ahora estaba más cerca, casi había llegado al claro. Casi podía ver a través de la niebla. Conteniendo la respiración, se abrió paso entre el grupo de curiosos y la truculenta escena apareció frente a ella.

La observó toda de una vez, la comprendió de inmediato. El caballo negro, el frágil cuerpo del niño, yaciendo a la entrada de la carnicería. El cabello pelirrojo manchado de rojo oscuro, allí donde se recostaba contra los adoquines. El pecho abierto por la pezuña de un caballo, los ojos azules, vacíos.

El carnicero había salido y estaba arrodillado junto al cuerpo.

– Ya se ha ido. No tuvo oportunidad, pobrecito.

Eliza miró al caballo. Estaba agitado, asustado por la niebla, la muchedumbre, el ruido. Resoplando, su cálido aliento visible en medio de la niebla.

– ¿Sabe alguien el nombre de este niño?

La muchedumbre se movió un poco, empujándose mientras se miraban unos a otros, alzaban los hombros, sacudían las cabezas.

– Puede que lo haya visto por aquí -dijo una voz dubitativa.

Eliza miró el brillante ojo negro del caballo. Mientras el mundo y sus ruidos parecían girar a su alrededor, el caballo se mantenía inmóvil. Se miraron el uno a la otra y, en ese momento, sintió como si la estuviera viendo por dentro. Observó el vacío que se había abierto en ella y que pasaría el resto de su vida intentando cerrar.

– Alguien debe de conocerlo -dijo el carnicero.

La multitud estaba en silencio, la atmósfera todavía más espectral.

Eliza sabía que tenía que odiar a la bestia negra, que debía despreciar sus fuertes patas, sus tersos y duros muslos, pero no fue así. Mirándolo fijamente, sintió casi un reconocimiento, como si el caballo comprendiera, como nadie más podía, el vacío dentro de ella.

– Listo -dijo el carnicero. Silbó y apareció un joven aprendiz-. Trae el carro y llévate al muchacho. -El aprendiz se apresuró a entrar y regresó con un carro de madera. Mientras cargaba el quebrado cuerpo del niño, el barrendero comenzó a limpiar la ensangrentada calle.

– Creo que vive en la calle Battersea Church -dijo una voz lenta y firme. Sonaba como la de uno de los hombres del despacho de abogados donde Madre había trabajado, pero no era una voz encopetada, sino más pastosa que la de los habitantes de la otra orilla.

El carnicero alzó la vista para ver de dónde provenía.

Un hombre alto con anteojos y un abrigo pulcro pero gastado se adelantó, saliendo de la niebla.

– Lo vi por allí el otro día.

Se escuchó un murmullo mientras la multitud digería la información. Miraron nuevamente el cuerpo destrozado del pequeño.

– ¿Alguna idea de qué casa, patrón?

– Me temo que no lo sé.

El carnicero hizo una señal a su asistente.

– Llévalo a la calle Battersea Church y pregunta allí. Alguien tiene que conocerlo.

El caballo movió la cabeza en dirección a Eliza, la bajó tres veces y luego resopló y apartó la vista.

Eliza parpadeó.

– Espere -dijo, casi en un suspiro.

El carnicero la miró.

– ¿Eh?

Todos los ojos se volvieron a ella, una niña esmirriada con una larga trenza de color oro rojizo. Eliza miró al hombre de los anteojos. Las lentes eran brillantes y blancas, así que no pudo ver sus ojos.

El carnicero extendió la mano para silenciar a la multitud.

– Entonces qué, niña. ¿Conoces el nombre de este infortunado muchachito?

– Su nombre es Sammy Makepeace -dijo Eliza-. Y es mi hermano.


* * *

Madre había dejado apartado un dinero para su funeral, pero no había previsto semejante medida para sus hijos. Era natural, ¿qué padre piensa que algo así vaya a ser necesario?

– Tendrá un funeral para pobres en Santa Brígida -dijo la señora Swindell, al caer esa misma tarde. Sorbió un poco de sopa de su cuchara antes de señalar a Eliza, que estaba sentada en el suelo-. Volverán a abrir la sepultura el próximo miércoles. Hasta entonces, supongo que tendremos que tenerlo aquí. -Se mordió el interior de la mejilla, empujando hacia fuera el labio inferior-. Arriba, por supuesto. No podemos dejar que el hedor espante a los clientes.

Eliza había oído hablar de los funerales en Santa Brígida. La fosa común, reabierta cada semana, la pila de cuerpos, el clérigo murmurando un rápido sermón para poder escapar del espantoso hedor del vecindario tan pronto como fuera posible.

– No -refutó-, en Santa Brígida no.

La pequeña Hatty dejó de masticar su pan, el bocado quedó en su carrillo derecho mientras miraba, con ojos muy abiertos, a su madre y luego a Eliza.

– ¿No? -Los delgados dedos de la señora Swindell se aferraron a su cuchara.

– Por favor, señora Swindell -pidió Eliza-. Deje que tenga un funeral como debe ser. Como el de Madre. -Se mordió la lengua para evitar llorar-. Quiero que esté con Madre.

– Ah, ¿eso quieres, verdad? ¿Y un coche fúnebre, tal vez? ¿Y un par de plañideras profesionales? Supongo que crees que el señor Swindell y yo deberíamos pagar el lujoso funeral. -Respiró sonoramente, disfrutando de su ácido discurso-. A diferencia de lo que cree la gente, señorita, no somos una casa de beneficencia, así que a menos que cuentes con fondos, ese muchacho va a pasar a mejor vida en Santa Brígida. Suficientemente bueno para los que son como él, además.

– No quiero una carroza fúnebre, señora Swindell, ni plañideras. Sólo un entierro, una tumba propia.

– ¿Y quién crees que se ocuparía de arreglar todo eso?

Eliza tragó saliva.

– El hermano de la señora Barrer es sepulturero, tal vez él podría. Seguramente, si usted se lo pidiera, señora Swindell…

– ¿Desperdiciar un favor en el idiota de tu hermano?

– No es ningún idiota.

– Lo suficientemente idiota como para que lo aplastara un caballo.

– No fue su culpa, fue la niebla.

La señora Swindell sorbió más sopa.

– Ni siquiera quería salir -recordó Eliza.

– Claro que no quería -dijo la señora Swindell-. Él no era de esa clase. Tú sí.

– Por favor, señora Swindell, puedo pagarlo.

Las cejas se le enarcaron.

– ¿Ah, puedes hacerlo? ¿Con promesas y rayos de luz de luna?

Eliza pensó en su bolsa de cuero.

– Yo… yo tengo algo de dinero.

La boca de la señora Swindell se abrió y dejó escapar un hilo de sopa.

– ¿Algo de dinero?

– Sólo un poquito.

– Ah, mira que eres tramposa, muchacha. -Apretó los labios como si fuera una bolsa de dinero-. ¿Cuánto?

– Un chelín.

La señora Swindell gritó de la risa; un espantoso ruido tan extraño, tan desalmado, que su pequeña hija comenzó a llorar.

– ¿Un chelín? -escupió-. Un chelín ni siquiera llega para los clavos con que cerrar el ataúd.

El broche de Madre. Podía vender el broche. Es verdad que Madre le había hecho prometer no desprenderse de él, a menos que el Hombre Malvado la amenazara, pero seguramente en una situación como ésta…

La señora Swindell estaba tosiendo, ahogándose con súbito regocijo. Se golpeó el huesudo pecho, después dejó a Hatty gateando en el piso.

– Basta de súplicas, que no puedo ni escucharme pensar.

Se sentó un momento, y luego miró a Eliza entrecerrando los ojos. Asintió varias veces, mientras forjaba su plan.

– Tus ruegos me han decidido. Me voy a ocupar personalmente de que el muchacho no obtenga nada mejor de lo que merece. Tendrá un funeral para pobres.

– Por favor…

– Y me darás tu chelín por los inconvenientes.

– Pero señora Swindell…

– Ni señora Swindell ni nada. Eso te enseñará a no ser tramposa, ocultando dinero. Espera a que el señor Swindell llegue a casa y se entere de eso, entonces recibirás tu merecido. -Le pasó el cuenco a Eliza-. Ahora sírveme otra ración, y ve a llevar a Hatty a la cama.


* * *

Las noches eran lo más duro. Sola en el diminuto cuarto por primera vez en su vida, con los ruidos de la calle que parecían acrecentarse y las sombras acechando sin motivo, Eliza cayó víctima de sus pesadillas. Pesadillas mucho peores que las que había imaginado en sus historias.

Durante el día, era como si el mundo estuviera del revés, igual que una prenda colgada a secar. Todo tenía la misma forma, tamaño y color; sin embargo, algo estaba mal. Y aunque el cuerpo de Eliza funcionaba como antes, su mente vagaba por el paisaje de sus miedos. Una y otra vez se hallaba imaginando a Sammy en el fondo de la tumba de Santa Brígida, yaciendo, los miembros torcidos donde había sido lanzado entre los cuerpos de los muertos sin nombre. Atrapado bajo la tierra, los ojos abiertos, la boca intentando decir que había sido un error, que en verdad no estaba muerto.

Porque la señora Swindell se había salido con la suya y Sammy había recibido un funeral de pobre. Eliza había tomado el broche de su escondite y había ido hasta la casa de John Picknick, pero al final no había podido venderlo. Había permanecido frente a la casa durante media hora, intentando decidirse. Sabía que si vendía el broche recibiría suficiente dinero para enterrar a Sammy como correspondía. También sabía que el señor y la señora Swindell querrían saber de dónde había provenido el dinero y la castigarían sin misericordia por haber guardado semejante tesoro en secreto.

Pero no fue el miedo a los Swindell lo que la decidió. Ni siquiera el eco de la voz de Madre, haciéndole prometer que vendería el broche sólo si el hombre fantasma llegaba a amenazarla.

Fue su propio miedo de que el futuro fuera peor que el pasado. Que habría un momento, acechando en la niebla, en años venideros, en el que el broche sería su única posibilidad de sobrevivir.

Se volvió sin poner un pie en casa del señor Picknick, y se apresuró a regresar a la tienda, con el broche pesándole culpable en el bolsillo. Y se dijo que Sammy lo entendería, que él había conocido tan bien como ella el coste de la vida en el margen del río.

Después guardó su recuerdo con tanta delicadeza como pudo, cubriéndolo con capas de sentimientos -alegría, amor, compromiso- que ya no necesitaría, y lo encerró todo en lo más hondo de su ser. Estar vacía de tales recuerdos y sentimientos la hacía sentir, de alguna manera, bien. Porque, tras la muerte de Sammy, Eliza era media persona. Como un cuarto sin luz, su alma estaba fría, oscura y vacía.


* * *

¿Cuándo se le ocurrió la idea por primera vez? Eliza nunca estuvo segura. Ese día en concreto no sucedió nada diferente. Abrió los ojos a la escasa luz del pequeño cuarto como lo hacía cada mañana y yació inmóvil, volviendo a entrar en su cuerpo, tras una noche espantosa.

Echó a un lado la manta y se sentó, apoyando los pies desnudos en el suelo. Su larga trenza cayó sobre un hombro. Hacía frío; el otoño se había rendido frente al invierno, y la mañana era tan oscura como la noche. Eliza encendió una cerilla, la acercó al pabilo de la vela y luego alzó la vista hasta donde colgaba su delantal, en la puerta.

¿Qué la llevó a hacerlo? ¿Qué hizo que fuera más allá del delantal y tomara la camisa y los pantalones que colgaban detrás? ¿Ponerse las ropas de Sammy en vez de las suyas?

Eliza nunca lo supo, pero sintió que era lo correcto, como si fuera lo único posible. La camisa tenía un olor tan familiar como sus propias prendas, y sin embargo distinto, y cuando se puso los pantalones saboreó la curiosa sensación de los tobillos desnudos, del aire frío en la piel acostumbrada a las medias. Se sentó en el suelo y se ató las gastadas botas de Sammy, que le quedaban perfectas.

Después se puso de pie frente al pequeño espejo y se observó. Se miró con detenimiento mientras la vela titilaba a su lado. Un pálido rostro la observaba. El cabello largo, de un rojo dorado, ojos azules, y pálidas cejas. Sin bajar la vista, Eliza tomó un par de tijeras de costura que estaban en la cesta de lavado y sostuvo su trenza hacia un lado. Su trenza era gruesa y tuvo que esforzarse en cortarla. Por fin cayó en su mano. Al desprenderse, el cabello se soltó, desgreñado, sobre su rostro. Continuó cortando hasta que sus cabellos fueron del mismo largo que habían sido los de Sammy, y luego se puso su gorra.

Eran mellizos, no era sorprendente que se parecieran tanto, y sin embargo a Eliza se le cortó el aliento. Sonrió, levemente, y Sammy le devolvió la sonrisa. Extendió la mano y tocó el frío cristal del espejo, ya no estaba sola.

Toe… toe…

La escoba de la señora Swindell golpeaba en el techo del piso inferior, su llamada diaria para que comenzara con el lavado.

Eliza tomó su larga trenza roja del suelo, un tanto deshecha en su extremo superior, donde había sido cortada, y la ató con un pedazo de cordel. Más tarde la ocultaría con el broche de Madre. Ahora no la necesitaba. Era cosa del pasado.

17

Londres, Inglaterra, 2005


Cassandra sabía que los autobuses serían rojos, claro, y de dos pisos, pero verlos moverse pesadamente en dirección a lugares como Kensington High y Piccadilly Circus anunciados en sus ventanillas era, sin embargo, sorprendente. Como haber caído dentro de un cuento de su infancia, o en una de las muchas películas que había visto en donde enormes taxis negros recorrían las calles empedradas, las casas estilo eduardiano se erguían atentas sobre anchas avenidas y el viento del norte arrastraba delgadas nubes sobre un cielo encapotado.

Llevaba en este Londres escenario de mil películas, de mil historias, casi veinticuatro horas. Cuando finalmente despertó del agotamiento de su desfase horario, se halló a solas en el diminuto apartamento de Ruby, el sol de mediodía filtrándose por las cortinas, para depositar un fino rayo sobre su rostro.

En el pequeño taburete junto al sofá cama, había una nota de Ruby:


¡Te eché de menos en el desayuno! No quise despertarte. Sírvete cualquier cosa que encuentres que valga la pena. Hay plátanos en el frutero, restos de algo en la nevera, aunque no los he revisado últimamente… ¡Pueden ser terribles! Tienes toallas en el armario del baño, si quieres asearte. Estaré en el V &A hasta las seis. Tienes que venir a ver la exposición de la que soy organizadora. ¡Me resultaría muy, muy excitante mostrártela!

P.D.: ven a primera hora de la tarde. Reuniones insoportables toda la mañana.


Y allí estaba Cassandra, a la una de la tarde, con el estómago rugiendo, en mitad de la calle Cromwell, esperando que el tráfico detuviera su perpetuo fluir por las arterias de la ciudad para poder cruzar al otro lado.

El Museo Victoria & Albert se elevaba enorme e imponente ante ella, el manto de la tarde deslizándose con rapidez por su fachada de piedra. Un gigante mausoleo del pasado. Su interior lleno de salas y salas, cada una rebosante de historia. Miles de objetos, fuera de época y lugar, reverberando sigilosamente entre las alegrías y traumas de vidas olvidadas.

Cassandra se topó con Ruby que guiaba a un grupo de turistas alemanes hasta la nueva cafetería del museo.

– Desde luego -suspiró Ruby en voz alta mientras los dirigía-, no me opongo a tomar café aquí dentro, me gusta el buen café tanto como a cualquiera, ¡pero nada me irrita más que la gente que pasa de largo frente a mi exposición en busca del Santo Grial de bollos sin azúcar y refrescos importados!

Cassandra sonrió un tanto culpable, esperando que Ruby no pudiera escuchar los quejidos de su estómago frente a los deliciosos aromas provenientes de la cafetería. Pues lo cierto era que allí se dirigía.

– Lo que quiero decir es, ¿cómo pueden dejar pasar la oportunidad de mirar al pasado cara a cara? -Ruby agitó su mano en dirección a las hileras de vitrinas repletas de tesoros que constituían su colección-. ¿Cómo pueden?

Cassandra sacudió la cabeza, sofocando un gruñido de su estómago.

– No lo sé.

– Ah, bueno -suspiró dramáticamente Ruby-, has llegado justo cuando los filisteos no son más que un recuerdo distante. ¿Cómo te sientes? ¿No demasiado aturdida?

– Estoy bien, gracias.

– ¿Dormiste bien?

– El sofá cama era muy cómodo.

– No hace falta mentir -dijo Ruby entre risas-, aunque aprecio el detalle. Al menos sus bultos y protuberancias han impedido que durmieras el día entero. En caso contrario, te habría tenido que llamar para despertarte. No podía dejar que te perdieras esto. -Su rostro se iluminó-. ¡Todavía no puedo creer que Nathaniel Walker viviera en la misma propiedad donde se encuentra tu casa! Probablemente la vio, ¿sabes?, se inspiró en ella. Incluso pudo haber estado en su interior. -Con ojos brillantes y redondos, Ruby tomó a Cassandra del brazo y comenzó a avanzar por uno de los pasillos-. ¡Vamos, esto te va a encantar!

Con algo de temor, Cassandra se preparó para mostrar una reacción entusiasta apropiada, sin importar lo que Ruby estaba tan interesada en mostrarle.

– Ahí lo tienes -indicó Ruby señalando triunfante una hilera de bocetos en la vitrina-. ¿Qué te parecen?

Cassandra estaba sin aliento, se inclinó para mirarlos mejor. No había necesidad de fingir entusiasmo. Los dibujos la sorprendieron y excitaron.

– ¿Pero de dónde…? ¿Cómo es que…? -Cassandra miró de reojo a Ruby, quien juntó las manos con gesto de satisfacción-. No tenía idea de que existieran.

– Nadie lo sabía -repuso Ruby exultante-. Nadie excepto la dueña, y puedo asegurarte que no les había prestado atención en muchísimo tiempo.

– ¿Cómo los conseguiste?

– Por pura casualidad, querida. De casualidad. Cuando concebí por primera vez la idea para la muestra, no quise sólo reubicar los mismos objetos Victorianos que la gente lleva décadas contemplando. Así que publiqué un pequeño anuncio clasificado en todas las revistas especializadas que se me ocurrieron. Algo muy sencillo, simplemente decía: «Se busca, a préstamo: objetos artísticos de interés, de fines del siglo XIX. Para ser exhibidos con amoroso cuidado en un museo de Londres».

»Dicho y hecho, comencé a recibir llamadas el mismo día que el anuncio apareció. La mayor parte eran pistas falsas, claro; los cuadros que pintó del cielo la tía abuela Mavis y cosas por el estilo, pero entre tanta basura encontré algunas perlas. Te sorprendería el número de objetos de incalculable valor que han sobrevivido a pesar de no haber recibido el más mínimo cuidado.

Cassandra pensó que lo mismo sucedía con las antigüedades: los mejores hallazgos eran siempre aquellos que habían quedado olvidados durante décadas, escapando de las garras de coleccionistas aficionados.

Ruby observó nuevamente los bocetos.

– Éstos estaban entre mis descubrimientos más preciados -le sonrió a Cassandra-. Bocetos inacabados de Nathaniel Walker, ¿quién lo hubiera creído? Quiero decir, tenemos una pequeña colección de sus retratos, arriba, y hay algunos en la Tate, pero hasta donde yo sé, hasta donde sabe nadie, eso era lo único que había sobrevivido. Se pensaba que el resto había sido…

– Destruido. Sí, lo sé. -Cassandra sentía que le ardían las mejillas-. Nathaniel Walker era conocido por deshacerse de los bocetos preparatorios, del trabajo que no lo satisfacía.

– Ya puedes imaginar cómo me sentí cuando la mujer me entregó éstos. Había conducido hasta Cornualles el día anterior y había estado yendo de una casa a otra, rechazando educadamente varios objetos que eran por completo inadecuados. La verdad -declaró elevando la vista al cielo-, te sorprendería ver las cosas que la gente cree que pueden valer algo. Sólo te diré que cuando llegué a la casa estaba a punto de darme por vencida. Era una de esas cabañas marineras, pintadas de blanco, con tejados de pizarra gris, me disponía a irme cuando Clara abrió la puerta. Era una cosita de nada, como un personaje de Beatrix Potter, una ancianita con su delantal de ama de casa. Me hizo pasar a la sala más pequeña y rebosante de adornos que haya visto nunca, a su lado mi apartamento parece una mansión, e insistió en servirme té. Con el día que llevaba hubiera preferido un whisky, pero me hundí en los almohadones y esperé a ver con qué objeto completamente inútil iba a hacerme perder el tiempo.

– Y te dio esto.

– Supe lo que eran de inmediato. No están firmados, pero tienen su sello. Fíjate en la esquina superior izquierda. Te lo juro, comencé a temblar cuando los vi. Casi derramé la taza de té sobre ellos.

– Pero ¿cómo los obtuvo? -preguntó Cassandra-. ¿De dónde los sacó?

– Me contó que estaban entre los objetos de su madre -dijo Ruby-. Su madre, Mary, fue a vivir con Clara cuando enviudó, y vivió allí hasta que murió, a mediados de los sesenta. Ambas eran viudas, y supongo que se hacían compañía mutua. Por cierto, Clara estaba encantada de tener una audiencia deseosa de oír historias sobre su madre. Antes de partir insistió en hacerme subir el tramo más peligroso de escaleras que puedas imaginar para echar un vistazo al cuarto de Mary. -Ruby se inclinó acercándose a Cassandra-. Fue toda una sorpresa. Mary podía haber muerto hacía cuarenta años, pero el cuarto daba la impresión de estar preparado por si llegaba en cualquier momento. Era tétrico, pero del modo más delicioso: una pequeña cama, con las sábanas dispuestas, un periódico doblado en la mesa de luz, con un crucigrama a medio terminar en la primera página. Y debajo de la ventana, un pequeño baúl con candado de lo más tentador. -Se pasó la mano por sus cabellos grises-. Me costó un gran esfuerzo resistirme a atravesar el cuarto y arrancar el candado con mis manos.

– ¿Lo abrió? ¿Viste lo que contenía?

– No tuve esa suerte. Permanecí piadosamente serena y poco después me hizo salir. Tuve que contentarme con los bocetos de Nathaniel Walker y con la afirmación de Clara de que no había nada más de ese estilo entre los objetos de su madre.

– ¿Era Mary también una artista? -preguntó Cassandra.

– ¿Mary? No, era empleada doméstica. Al menos al principio. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en una fábrica de municiones y supongo que después de eso debió de dejar el trabajo doméstico. Bueno, eso de que dejó el trabajo es una manera de hablar. Se casó con un carnicero y pasó el resto de su vida preparando morcillas y limpiando las tablas de cortar carne. ¡No estoy segura de qué me habría gustado menos!

– En cualquier caso -razonó Cassandra frunciendo el ceño-, ¿cómo diantre llegó esto a sus manos? Nathaniel Walker era famoso por guardar en secreto su trabajo, y apenas existen bocetos. No se los daba a nadie, nunca firmaba contratos con editores que quisieran mantener derechos de autor sobre los originales, y eso con obras terminadas. No puedo imaginarme qué pudo convencerle para desprenderse de bosquejos incompletos como éstos.

Ruby se encogió de hombros.

– ¿Los tomaron prestados? ¿Los compraron? Tal vez los robó. No lo sé, y debo admitir que no me importa demasiado. Me alegra dejarlo como uno de los hermosos misterios de la vida. Le agradezco a Dios que ella pusiera sus manos sobre ellos, y que nunca se diera cuenta de su valor, que no los considerara dignos de exhibir, y que por ello los preservara tan bellamente para nosotros durante todo el siglo XX.

Cassandra se inclinó sobre los dibujos. Aunque nunca antes los había visto, los reconoció. Eran inconfundibles: primeros bocetos de las ilustraciones del libro de cuentos de hadas. Trazados con más rapidez, las líneas con un carácter exploratorio, desbordantes del entusiasmo inicial del artista frente a su tema. La respiración de Cassandra se agitó al recordar esa misma sensación en sus comienzos como dibujante.

– Es increíble, tener la oportunidad de ver un trabajo en sus primeras fases. Creo que dice tanto o más sobre el artista que el trabajo terminado.

– Como las esculturas de Miguel Ángel en Florencia.

Cassandra la miró de reojo, complacida por la perspicacia de Ruby.

– La primera vez que vi una foto de esa rodilla brotando del mármol se me erizó la piel. Era como si la figura hubiera estado atrapada dentro todo el tiempo, esperando a que alguien con suficiente habilidad llegara para liberarla.

Ruby estaba exultante.

– Oye -dijo, teniendo una repentina idea-, es tu única noche en Londres, salgamos a cenar. Se suponía que iba a quedar con mi amigo Grey, pero lo comprenderá. O le diré que venga también, cuantos más, mejor, después de todo…

– Discúlpeme, señora -dijo una voz con acento estadounidense-, ¿trabaja usted aquí?

Un hombre alto de cabellos oscuros se irguió entre ambas.

– Así es -contestó Ruby-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Mi esposa y yo estamos famélicos y uno de los vigilantes del piso superior nos dijo que aquí había una cafetería.

Ruby hizo un gesto con los ojos en dirección a Cassandra.

– Hay un restaurante llamado Carluccio cerca de la estación. Quedamos allí a las siete de la tarde. Yo invito. -Después apretó los labios y forzó una delgada sonrisa-. Por aquí, señor, yo le mostraré dónde es.


* * *

Cuando salió del V &A, Cassandra fue en busca de un tardío almuerzo. Pensó que la última comida que había ingerido debía de haber sido la cena del avión, un puñado del regaliz de Ruby, y una taza de té: no era sorprendente que su estómago le pidiera comida a gritos. El cuaderno de Nell tenía un mapa del centro de Londres pegado en el interior de la tapa, y hasta donde Cassandra podía ver, no importaba qué dirección tomara, habría de toparse con algún sitio para comer y beber. Mientras observaba el mapa se percató de una leve marca con tinta, algo al otro lado del río, una calle en Battersea. La excitación le cosquilleó la piel como si fuera una pluma. Una X marcaba el lugar, pero ¿qué lugar exactamente?

Veinte minutos después, se compró un emparedado de atún y una botella de agua en un café en Kings Road, y luego continuó por la calle Flood hacia el río. Al otro lado, las cuatro chimeneas de la planta eléctrica de Battersea se elevaban altas y robustas. Cassandra sintió un extraño placer en seguir los pasos de Nell.

El sol otoñal había salido de su escondite y lanzaba esquirlas de plata sobre la superficie del Támesis. Cuánto habría visto ese río: incontables vidas que transcurrieron en sus márgenes, incontables muertes. Y era de ese río del que había partido un barco, muchos años atrás, con la pequeña Nell a bordo. Apartándola de la vida que había conocido, hacia un futuro incierto. Un futuro que ahora era el pasado, una vida que había concluido. Y sin embargo importaba, le había importado a Nell y ahora le importaba a Cassandra. Ese rompecabezas era su herencia. Más que eso, era su responsabilidad.

18

Londres, Inglaterra, 1975


Nell inclinó la cabeza para observar mejor. Había creído queal ver la casa en donde Eliza había vivido la reconocería, de alguna manera, que sentiría instintivamente que era importante para su pasado, pero no fue así. La casa del número treinta y cinco de la calle Battersea Church le resultaba completamente desconocida. Era sencilla, y, por lo demás, tenía el mismo aspecto que cualquier otra casa de la calle: tres pisos, ventanas de guillotina, delgados canalones que reptaban por los ásperos muros de ladrillo ennegrecidos por el tiempo y el hollín. Lo único que la diferenciaba era un extraño añadido en lo alto. Desde fuera, parecía que parte de la cubierta hubiera sido reformada para crear un cuarto extra, aunque sin verlo por dentro era difícil asegurarlo.

La calle corría paralela al Támesis. Una calle con basura en los desagües y chicos de narices sucias jugando en el pavimento no parecía, ciertamente, la clase de lugar para acoger a una escritora de cuentos de hadas. Era una idea tonta y romántica, por supuesto, pero cuando Nell se había imaginado a Eliza, sus pensamientos habían evocado los jardines de Kensington de J. M. Barrie, con el mágico encanto del Oxford de Lewis Carroll.

Pero ésta era la dirección anotada en el libro que le comprara al señor Snelgrove. Ésta era la casa en donde Eliza Makepeace había nacido. En donde había pasado sus primeros años.

Se acercó. No parecía haber actividad alguna dentro de la casa, por lo que se atrevió a mirar por la ventana. Un cuarto pequeño, un hogar de ladrillo, y una tosca cocina. Una estrecha escalera se aferraba a la pared del lado de la puerta.

Nell retrocedió, casi tropezando sobre una maceta con una planta seca.

Un rostro en la ventana de la casa vecina le hizo dar un salto, un rostro pálido flanqueado por una corona de revueltos cabellos blancos. Nell parpadeó, y cuando volvió a mirar, el rostro había desaparecido. ¿Un fantasma? Volvió a parpadear. No creía en fantasmas, no de esos que aparecen haciendo ruido por las noches.

Un momento después, la puerta del número treinta y siete de la calle Battersea Church se abrió con fuerza. De pie al otro lado, una miniatura de mujer, de metro veinte de alto, con piernas como palillos, se apoyaba en un bastón. De una verruga en su mejilla izquierda crecía un largo pelo canoso.

– ¿Quién eres, muchacha? -preguntó con un espeso acento de suburbio.

Habían pasado cuarenta años por lo menos desde que alguien la llamara muchacha.

– Nell Andrews -dijo, apartándose de la reseca planta-. Estoy de visita. Miraba, solamente. Intentaba… -Extendió la mano-. Soy australiana.

– ¿Australiana? -dijo la mujer, los pálidos labios entreabriéndose en una sonrisa toda encías-. ¿Por qué no lo dijiste? El esposo de mi sobrina es australiano. Viven en Sydney, ¿tal vez los conozcas? ¿Desmond y Nancy Parker?

– Me temo que no -repuso Nell. El rostro de la anciana comenzó a ensombrecerse-. No vivo en Sydney.

– Ah, bueno -dijo la mujer con un dejo de escepticismo-. Tal vez si alguna vez vas allá, te cruces con ellos.

– Desmond y Nancy. Me aseguraré de no olvidarlos.

– Él vuelve tarde, la mayoría de las veces.

Nell frunció el ceño. ¿El marido de la sobrina, en Sydney?

– El tipo que vive al lado es bastante tranquilo. -La mujer bajó la voz hasta convertirla en susurro teatral-. Puede que sea negro, pero trabaja duro. -Sacudió la cabeza-. ¡Imagínate! Un africano viviendo en el número treinta y cinco. Nunca pensé que llegaría ese día. Mi madre se revolcaría en la tumba si supiera que hay negros viviendo en su vieja casa.

A Nell se le despertó la curiosidad.

– ¿Su madre vivió ahí?

– Ahí mismo -contestó orgullosa la vieja mujer-. De hecho yo nací allí, en esa misma casa por la que estás tan interesada.

– ¿Nació aquí? -Nell enarcó las cejas. No había mucha gente que pudiera afirmar haber vivido en la misma calle toda la vida-. ¿Cuándo fue, hace sesenta, setenta años?

– Casi setenta y ocho, si quieres saberlo. -La mujer adelantó el mentón, por lo que su cabello cano reflejó la luz-. Ni un día menos.

– Setenta y ocho años -repitió Nell lentamente-. Y ha estado aquí todo el tiempo. Desde… -hizo un rápido cálculo-, desde 1897?

– Aja, diciembre de 1897. Bebé de Navidad, eso fui.

– ¿Conserva muchos recuerdos? Quiero decir, ¿de la infancia?

– A veces creo que son los únicos recuerdos que tengo -rió.

– Debía de ser un lugar muy distinto entonces.

– Ah, sí -dijo la anciana con voz resabiada-, de eso no cabe duda.

– La mujer por quien estoy interesada vivió también en esta calle. Aparentemente en esa casa. ¿Tal vez la recuerde? -Nell abrió la cremallera de su bolso y sacó la imagen que había fotocopiado de la primera página del libro del cuento de hadas. Notó que le temblaban levemente los dedos-. La dibujaron para que pareciera un personaje de cuento de hadas, pero si mira con detenimiento el rostro…

La mujer extendió una mano nudosa y tomó la imagen, entrecerrando los ojos de tal modo que finas arrugas se acumularon en torno a cada ojo. Luego se echó a reír.

– ¿La conoce? -preguntó Nell conteniendo el aliento.

– Claro que la conozco. La recordaré hasta que me muera. Solía matarme a sustos cuando era pequeñita. Me contaba toda clase de cuentos retorcidos cuando sabía que mi madre no estaba cerca para darle una tunda y echarla a patadas. -Miró a Nell frunciendo la frente, que se asemejó entonces a una concertina-. ¿Elizabeth? ¿Ellen?

– Eliza -apuntó Nell con rapidez-. Eliza Makepeace. Se convirtió en escritora.

– No sé mucho de eso, no soy una gran lectora. No encuentro sentido a todas esas páginas. Lo que sé es que la niña del dibujo nos contaba historias que hacían poner los pelos de punta. Hacía que la mayoría de los niños del barrio estuvieran asustados de la oscuridad, aunque siempre volvíamos por más. No sé de dónde las sacaba.

Nell volvió a mirar a la casa, trató de imaginarse a la joven Eliza. Una empedernida contadora de cuentos, asustando a los niños más pequeños con sus relatos de terror.

– La extrañamos cuando se la llevaron. -La anciana sacudió la cabeza tristemente.

– Hubiera creído que estaría contenta de que no la asustara más.

– Al contrario -dijo la vieja, moviendo los labios como si estuviera masticándose las encías-. No hay niño vivo que no disfrute de un buen susto de vez en cuando. -Clavó su bastón en un punto de la escalera en donde la pintura se estaba desconchando. Entrecerró los ojos mirando a Nell-. Esa muchacha recibió el peor de los sustos, mucho peor que cualquiera de sus cuentos. Perdió a su hermano, ¿sabes?, un día, en la niebla. Nada de lo que pudiera contarnos fue tan terrible como lo que le pasó a él. Un caballo grande, negro, le aplastó el corazón. -Sacudió la cabeza-. La niña nunca fue la misma después de eso. Se volvió un poco loca, si me lo preguntas, se cortó el cabello ¡y si mal no recuerdo comenzó a vestir pantalones!

Nell sintió una oleada de excitación. Esto era una novedad.

La mujer se aclaró la garganta, tomó un pañuelo y escupió en él. Continuó como si nada hubiera sucedido.

– Corrió un rumor que decía que se la llevaron al orfanato.

– No fue así -explicó Nell-. Se fue a vivir con unos parientes a Cornualles.

– Cornualles. -Una tetera comenzó a silbar dentro de la casa-. Entonces no le salió mal la cosa, ¿no?

– Me imagino que no.

– Bueno -dijo la vieja mujer con una inclinación de cabeza en dirección a la cocina-, es la hora del té. -El anuncio fue tan formal que por un breve y esperanzado momento Nell pensó que sería invitada a pasar, le ofrecería té e incontables anécdotas sobre Eliza Makepeace. Pero cuando la puerta comenzó a cerrarse, y la anciana se quedó a un lado y Nell del otro, la agradable imagen se desvaneció.

– Espere -dijo, empujando la puerta con la mano para que no se cerrara.

La mujer mantuvo la puerta entreabierta mientras continuaba silbando la tetera.

Nell sacó un pedazo de papel de su cartera y comenzó a escribir en él.

– Si le apunto la dirección y el número de teléfono del hotel en donde estoy, ¿me llamaría si recuerda algo más sobre Eliza? ¿Cualquier cosa?

La anciana enarcó una ceja blanca. Hizo una breve pausa, como examinando a Nell, y luego tomó el pedazo de papel. Su voz, al hablar, había cambiado levemente.

– Si se me ocurre cualquier cosa, se lo haré saber.

– Gracias, señora…

– Swindell -dijo la vieja mujer-. Señorita Harriet Swindell. Jamás conocí a hombre alguno a quien le permitiera hacerme suya.

Nell alzó una mano para saludarla, pero la puerta de la anciana señorita Swindell ya estaba cerrada. Cuando la tetera dejó de silbar dentro de la casa, Nell miró su reloj. Si se apuraba, todavía tendría tiempo suficiente para llegar a la Tate Gallery. Allí podría ver el retrato que Walker pintó de Eliza, el que había titulado La Autora. Tomó de su bolso el pequeño mapa londinense para turistas y recorrió con el dedo el río hasta que encontró Millbank. Echó una última mirada a la calle Battersea Church, mientras un autobús rojo pasaba sacudiéndose frente a las hileras de casas victorianas que habían sido testigos de la infancia de Eliza. Nell se marchó.


* * *

Y allí estaba ella, La Autora, colgando de la pared del museo. Tal como Nell la recordaba. Una gruesa trenza colgando sobre un hombro, el cuello de encaje del vestido abotonado hasta el mentón cubriendo su delgado cuello y un sombrero muy diferente al tipo de sombreros que usualmente llevaban las mujeres eduardianas. Sus líneas eran más masculinas, su inclinación más desenfadada, su portadora, de alguna manera, más irreverente, aunque Nell no podía entender en qué lo notaba. Cerró los ojos. Si se esforzaba lo suficiente, casi podía recordar su voz. A veces le llegaba a la mente, una voz plateada, llena de magia y misterio y secretos. Pero siempre se le escapaba antes de poder atraparla en su memoria, hacerla propia para poder invocarla y recordarla.

La gente se movía a sus espaldas y Nell volvió a abrir los ojos. La Autora apareció nuevamente frente a ella, y se acercó. El retrato era inusual: por un lado, era un boceto en carboncillo, más un estudio que un retrato. El encuadre era también interesante. La modelo no estaba mirando al artista, sino que había sido dibujada como si estuviera alejándose, como si se hubiera vuelto sólo en el último minuto y hubiera quedado congelada en ese momento. Había algo seductor en sus grandes ojos, sus labios entreabiertos como si fuera a hablar; y algo también inquietante. Era la ausencia del menor asomo de sonrisa, como si hubiera sido sorprendida. Observada. Atrapada.

Si sólo pudieras hablar, pensó Nell. Entonces tal vez podrías decirme quién soy o qué hacía contigo. Por qué subimos juntas a ese barco y por qué no volviste a buscarme.

Nell sintió caer sobre ella el sombrío peso del desencanto, aunque no sabía a ciencia cierta qué revelaciones había imaginado descubrir en el retrato de Eliza. No, se corrigió, más que imaginado, esperado. Toda su búsqueda estaba basada en la esperanza. El mundo era un lugar enorme y no era fácil encontrar a una persona que se había extraviado sesenta años antes, incluso si esa persona era una misma.

La sala estaba comenzando a vaciarse y Nell se vio rodeada por los cuatro costados de las silenciosas miradas de quienes habían muerto hacía ya mucho. Todos la observaban de ese modo extraño y agobiante que tienen los retratados: los ojos, eternamente vigilantes, siguiendo al visitante por toda la estancia. Sintió un estremecimiento, y se puso el abrigo.

El otro retrato que le llamó la atención estaba casi junto a la puerta. Cuando su mirada se detuvo en la pintura de la mujer de cabellos oscuros, piel pálida y labios llenos, Nell supo exactamente quién era. Miles de fragmentos de recuerdos largo tiempo olvidados se combinaron en un instante, la certeza invadió cada una de sus células. No era que hubiera reconocido el nombre escrito debajo del retrato, Rose Elizabeth Mountrachet; las palabras significaban muy poco. Era mucho más que eso. Los labios de Nell comenzaron a temblar y algo en lo profundo de su ser se acongojó. Le era difícil respirar. «Mamá», susurró, sintiéndose estúpida, eufórica y vulnerable, todo al mismo tiempo.


* * *

Gracias a Dios que la Biblioteca Central estaba abierta hasta tarde, porque a Nell le hubiera resultado imposible esperar al día siguiente. Finalmente conocía el nombre de su madre, Rose Elizabeth Mountrachet. Más tarde, recordaría ese momento en la Tate Gallery como una suerte de nacimiento. De repente, sin advertencia previa ni grandes alharacas, era la hija de alguien, supo el nombre de su madre. Repitió esas palabras una y otra vez mientras avanzaba veloz por las calles en sombras.

No era la primera vez que las escuchaba. El libro que había comprado al señor Snelgrove mencionaba a la familia Mountrachet. Era el tío materno de Eliza, un miembro menor de la aristocracia, dueño de las grandes tierras de Cornualles Blackhurst, adonde Eliza había sido enviada tras la muerte de su madre. Era el eslabón que había estado buscando. El lazo que unía a la Autora de los recuerdos de Nell con el rostro que ahora reconocía como el de su madre.

La bibliotecaria se acordaba de Nell del día anterior, cuando fue en busca de información sobre Eliza.

– ¿Encontró entonces al señor Snelgrove? -dijo con una sonrisa.

– Lo encontré -dijo Nell, casi sin aliento.

– Y vivió para contar el cuento.

– Me vendió un libro que me resultó muy útil.

– Ése es nuestro Snelgrove, siempre se las arregla para vender algo. -Sacudió la cabeza en un gesto afectuoso.

– Me pregunto -dijo Nell- si podría volver a ayudarme. Necesito encontrar información sobre una mujer.

La mujer parpadeó.

– Voy a necesitar algo más que eso para hacerlo.

– Por supuesto. Una mujer que nació a fines del siglo XIX.

– ¿Era también escritora?

– No, al menos que yo sepa. -Nell suspiró, ordenando sus ideas-. Su nombre era Rose Mountrachet, su familia pertenecía de algún modo a la aristocracia. Pensé que quizá podría encontrar algo en uno de esos libros, ya sabe, con detalles sobre los miembros de los distintos linajes.

– Como el Debrett. O el Quién es Quién.

– Sí, exactamente.

– Vale la pena intentarlo -dijo la bibliotecaria-. Tenemos aquí ambas publicaciones, pero el Quién es Quién es quizá el más sencillo de consultar. Los descendientes son invitados automáticamente a incluirse. Puede que ella no cuente con una entrada propia, pero si tiene suerte será mencionada en la de otra persona, tal vez su padre, o su esposo. Sospecho que usted no sabe cuándo falleció.

– No. ¿Por qué?

– Dado que no sabe cuándo fue incluida, si lo fue, podría ahorrarse tiempo si examinara primero el Quién es Quién. Sin embargo, para eso necesita saber cuándo murió.

Nell negó con la cabeza.

– No tengo ni idea. Si me indica por dónde están, revisaré los Quién es Quién. Comenzaré en el presente e iré hacia atrás hasta que encuentre alguna mención suya.

– Podría llevarle tiempo, y la biblioteca cerrará enseguida.

– Me apresuraré.

La mujer se encogió de hombros.

– Suba las escaleras hasta el primer piso y encontrará los números anteriores junto al mostrador de información. El listado es alfabético.


* * *

Por fin, en 1934, Nell encontró oro. No era Rose Mountrachet, pero era un Mountrachet: Linus, el tío que se había hecho cargo de la custodia de Eliza Makepeace tras la muerte de Georgiana. Leyó la entrada:


MOUNTRACHET, Lord, Linus St. John Henry. n. 11 de enero de 1860, h. del difunto Lord St. John Luke Mountrachet y la difunta Margaret Elizabeth Mountrachet, c. el 31 de agosto de 1888 con Adeline Langley. Una h., difunta Rose Elizabeth Mountrachet, c. con difunto Nathaniel Walker.


Rose se había casado con Nathaniel Walker. ¿Quería eso decir que él era su padre? Volvió a leer la entrada. Los difuntos Rose y Nathaniel. Entonces ambos habían fallecido antes de 1934. ¿Por eso la dejaron con Eliza? ¿Había sido Eliza designada su tutora porque sus padres habían muerto?

Su padre -es decir, Hugh- la había hallado en el muelle de Maryborough a fines de 1913. Si Eliza había sido designada tutora tras la muerte de Rose y Nathaniel, eso ¿no quería decir que debían de haber muerto antes?

¿Y si buscara a Nathaniel Walker en el Quién es Quién de ese año? Seguramente tendría una entrada. Mejor aún, si su teoría era correcta y ya no estaba vivo en 1913, debería ir directamente al Quién es Quién. Se apresuró a ir hasta la hilera de estantes y tomó el Quién es Quién 1897-1915. Con dedos temblorosos, buscó de atrás para adelante, Z, Y, X, W. Allí estaba.


WALKER, Nathaniel James, n. 22 de julio de 1883, f. 2 de septiembre de 1913. b. de Anthony Sebastian Walker y Mary Walker, c. con la difunta Hon. Rose Elizabeth Mountrachet, 3 de marzo de 1908. Una h., la difunta Ivory Walker.


Nell se quedó inmóvil. Una hija, era correcto, pero ¿qué querían decir con difunta? Ella no estaba muerta, estaba bien viva.

Nell fue de pronto consciente de la calefacción de la biblioteca y sintió que le faltaba el aire. Se abanicó el rostro, volvió a leer la entrada.

¿Qué podía significar? ¿Podían haberse equivocado?

– ¿La encontró?

Nell alzó la vista. Era la mujer del mostrador.

– ¿Alguna vez se equivocan? -le preguntó-. ¿Alguna vez tienen datos equivocados?

La mujer frunció los labios, pensativa.

– Supongo que no son las fuentes más fiables. Se compilan con la información suministrada por los propios interesados.

– ¿Y qué sucede cuando éstos han fallecido?

– ¿Perdón?

– Si en el Quién es Quién las personas de la entrada han fallecido, ¿quién suministra entonces la información?

Se encogió de hombros.

– La familia que los sobrevive, supongo. El resto se copia del último cuestionario que se suministró para la entrada. Se agregan las fechas de fallecimiento y listo. -Sacudió una invisible pelusa de uno de los estantes-. Cerramos dentro de diez minutos. Hágame saber si hay algo más en que pueda ayudarla.

Había habido un error, eso era todo. Debía de suceder con frecuencia; después de todo, la persona que componía el texto no conocía personalmente a los individuos. Era posible que el linotipista se distrajera por un momento, y que la palabra «fallecido» fuera insertada por error. Un desconocido consignado a una muerte temprana para la posteridad, frente a unos ojos silenciosos.

Era poco más que un error tipográfico. Ella sabía que era hija de aquellos que se mencionaban en la entrada y que sin lugar a dudas no había «fallecido». Todo lo que necesitaba hacer era encontrar una biografía de Nathaniel Walker, para demostrar que la entrada estaba equivocada. Ahora tenía un nombre; su nombre que una vez fue Ivory Walker. Y si no le resultaba familiar, si no se ajustaba a ella como un abrigo usado, eso no cambiaba nada. La memoria era así de caprichosa respecto a qué cosas se recordaban y cuáles no.

De pronto recordó el libro que compró al entrar en la Tate, sobre la pintura de Nathaniel. Tenía que incluir una breve biografía. Lo sacó de su bolso y lo abrió.


Nathaniel Walker (18831913) nació en Nueva York, de padres polacos inmigrantes, Antoni y Marya Walker (originalmente, Walczwk). Su padre trabajó en los muelles de la ciudad, su madre era lavandera y crió a sus seis hijos, de los cuales Nathaniel fue el tercero. Dos de sus hermanos fallecieron por diversas fiebres. Nathaniel estaba destinado a seguir a su padre en los muelles, cuando un transeúnte, Walter Irving jr., heredero de la fortuna petrolera Irving, fascinado por uno de los dibujos que éste había estado realizando de una calle de Nueva York, le encargó a Nathaniel que pintara su retrato.

Bajo el mecenazgo de su patrón, Nathaniel se convirtió en un miembro conocido de la próspera sociedad neoyorquina. Fue durante una de las fiestas de Irving en 1907 cuando Nathaniel conoció a la Honorable Rose Mountrachet, quien se encontraba visitando Nueva York, desde Cornualles. Se casaron el año siguiente en Blackhurst, la propiedad de los Mountrachet cerca de Tregenna, Cornualles. La reputación de Nathaniel continuó aumentando después de que el matrimonio se instalara en el Reino Unido, la cima de su carrera llegó con la comisión, a principios de 1910, del que sería el último retrato del rey Eduardo VII.

Nathaniel y Rose Walker tuvieron una hija, Ivory Walker, nacida en 1909. Su esposa e hija fueron frecuentes modelos y uno de sus más encantadores retratos es el denominado Madre e hija. La joven pareja falleció trágicamente en 1913 en Ais Gill cuando el tren en el que viajaban se estrelló con otro y se incendió. Ivory Walker murió de escarlatina pocos días después de la muerte de su padre.


No tenía sentido. Nell sabía que ella era la niña a quien hacía referencia esa biografía. Rose y Nathaniel Walker eran sus padres. Ella se acordaba de Rose, la había reconocido al instante. Las fechas coincidían: su nacimiento, incluso su viaje a Australia, encajaba demasiado bien con las muertes de Rose y de Nathaniel para ser una coincidencia. Por no mencionar la conexión adicional de que Rose y Eliza debían de haber sido primas.

Nell volvió a revisar el índice y recorrió la lista con el dedo. Se detuvo en Madre e hija y buscó en la página indicada, con el corazón palpitante.

Un temblor se apoderó de su labio inferior. Podía no recordar que la llamaran Ivory pero no le quedaba duda alguna. Sabía cómo era su aspecto de niña. Ésa era ella. Sentada en el regazo de su madre, retratada por su padre.

¿Por qué la historia pensaba que ella había muerto? ¿Quién había informado mal al Quién es Quién? ¿Era un engaño deliberado o ellos lo creían también? Ignorando que ella había sido embarcada rumbo a Australia por una misteriosa escritora de cuentos de hadas.

No debes decir tu nombre. Es el juego que estamos jugando. Eso fue lo que la Autora había dicho. Ahora Nell podía oírla. Su voz clara y sonora, como una brisa sobre la superficie del océano. Es nuestro secreto. No debes revelarlo. Nell volvía a tener cuatro años, a sentir el miedo, la incertidumbre, la excitación. Olió el barro del río, tan distinto al ancho mar azul, escuchó las hambrientas gaviotas del Támesis, los marineros llamándose los unos a los otros. Un par de barriles, un lugar oscuro donde esconderse, un hilo de luz con motas de polvo flotando…

La Autora se la había llevado. No había sido abandonada después de todo. Había sido raptada y sus abuelos no lo habían sabido. Era por eso por lo que no habían ido en su búsqueda. La creían muerta.

¿Pero por qué la había raptado la Autora? ¿Y por qué había desaparecido, dejando a Nell sola en el barco, sola en el mundo?

Su pasado era como una muñeca rusa, una pregunta dentro de una pregunta dentro de una pregunta.

Y lo que ella necesitaba para desentrañar esos nuevos misterios era una persona. Alguien con quien pudiera hablar, que pudiera haberla conocido entonces, o conocido a alguien que la conociera. Alguien que pudiera echar luz sobre la Autora, y los Mountrachet, y Nathaniel Walker.

Sin embargo, esa persona no podía hallarse entre los polvorientos sótanos de una biblioteca. Necesitaba llegar al corazón del misterio, a Cornualles, a ese pueblo, Tregenna. A esa enorme casa oscura, Blackhurst, en donde una vez vivió su familia y ella había correteado cuando era pequeña.

19

Londres, Inglaterra, 2005


Ruby llegó tarde a la cena, pero a Cassandra no le importó. El camarero le había dado una mesa junto al gran ventanal y se quedó observando cómo los apresurados empleados se daban prisa para regresar a sus hogares. Toda esa gente, el curso de sus vidas desenvolviéndose silencioso fuera de la esfera en la que la vida de Cassandra tenía lugar. Llegaban en oleadas. Había una parada de autobús justo delante, y al otro lado de la calle, la estación de metro de South Kensington todavía lucía su encantador adorno de azulejos Art Noveau. De cuando en cuando el flujo del tráfico barría a los grupos de gente arremolinada dentro del restaurante, donde se acomodaban en sus mesas o quedaban de pie ante la barra brillantemente iluminada, esperando sus cajas blancas de cartón, con comida gourmet que llevar de cena a sus hogares.

Cassandra frotó su pulgar a lo largo de los gastados bordes del cuaderno y repasó mentalmente la frase una vez más, preguntándose si le resultaría más asimilable esta vez. El padre de Nell era Nathaniel Walker. Nathaniel Walker, pintor de la realeza, había sido el padre de Nell. El bisabuelo de Cassandra.

No, la verdad todavía le venía grande, tal como la había sentido al descubrirla por primera vez esa tarde. Había estado sentada en un banco junto al Támesis, descifrando los garabatos de Nell al relatar su visita a la casa de Battersea en la que había nacido Eliza Makepeace, la Tate Gallery en donde los retratos de Nathaniel Walker estaban colgados. La brisa había aumentado, agitando la superficie del río y corriendo en dirección a la orilla. Estaba a punto de marcharse cuando algo llamó su atención, un pasaje particularmente enrevesado en la página siguiente, una frase subrayada que decía: Rose Mountrachet era mi madre. Reconocí su retrato, y me acuerdo de ella. Después una flecha hasta el título de un libro, Quién es Quién, bajo el cual había anotado de forma apresurada los siguientes datos:


• Rose Mountrachet se casó con Nathaniel Walker, pintor, 1908

• ¡Una hija! Ivory Walker (nacida algún tiempo después, ¿1909? ¿Comprobar escarlatina?)

• Rose y Nathaniel murieron en 1913, en accidente ferroviario, Ais Gill (mismo año que desaparecí. ¿Vínculo?)


Un pedazo de papel suelto había sido doblado entre las hojas del cuaderno, una fotocopia tomada de un libro llamado Grandes desastres ferroviarios en la época de los trenes de vapor. Cassandra lo desplegó. El papel era fino y el texto estaba borroso, pero, bendito fuera, no tenía las manchas de moho que habían afectado al resto del libro. El título decía «La tragedia ferroviaria de Ais Gill». El ruido del restaurante zumbaba a su alrededor; Cassandra releyó el breve pero entusiasta relato.


En las oscuras y tempranas horas del día 2 de septiembre de 1913, dos trenes de Midland Railway partieron de la estación de Carlisie con rumbo a la estación de St. Paneras, sus pasajeros completamente ignorantes de que estaban siendo conducidos hacia una escena de completa devastación. Era una ruta escarpada, que recorría los valles y cumbres del montañoso paisaje norteño, y las locomotoras no contaban con energía suficiente. Dos hechos conspiraron para dirigir a los trenes a su destrucción esa noche: sus máquinas eran más pequeñas de lo aconsejable para las empinadas cuestas del recorrido, y cada uno había recibido carbón de mala calidad, lleno de impurezas que impedían su combustión de forma eficiente.

Tras salir de Carlisle a la 1:35 de la madrugada, el primer tren avanzaba costosamente para llegar a la cima de Ais Gill: la presión del vapor comenzó a decaer y fue disminuyendo su velocidad hasta detenerse. Uno puede imaginar que los pasajeros estarían sorprendidos por tan repentina parada, apoco de salir de la estación, pero no terriblemente alarmados. Después de todo, estaban en buenas manos; el revisor les había asegurado que estarían detenidos unos pocos minutos para luego volver a emprender la marcha.

De hecho, la certeza del revisor de que la espera sería breve fue uno de los errores fatales cometidos esa noche. El protocolo convencional ferroviario sugiere que si hubiera sabido cuánto tiempo le llevaría al maquinista y al fogonero limpiar la caldera y volver a elevar la presión del vapor, habría colocado algunas bengalas o señalizado las vías con algún farol para advertir a cualquier tren que se aproximara. Pero, horror, no lo hizo, y fue así que el destino de esa buena gente quedó sellado.

Porque más debajo de la línea, un segundo tren ascendía a duras penas. Llevaba una carga más liviana, pero la pequeña locomotora y el carbón de inferior calidad eran, empero, impedimento suficiente para causarle dificultades al maquinista. Pocos kilómetros antes de Mallerstang, el maquinista tomó la fatal decisión de abandonar la cabina para examinar el funcionamiento de las bielas. Aunque tales prácticas parecen poco seguras de acuerdo con los estándares de hoy, por aquel entonces era muy habitual. Desgraciadamente, mientras el conductor estaba ausente, el fogonero también se vio en problemas: el inyector se había obturado y el nivel de presión de la caldera comenzó a disminuir. Cuando el conductor regresó a la cabina, esa tarea ocupó toda su atención de modo que ninguno de los dos advirtió la luz roja que se agitaba desde el furgón de cola de Mallerstang.

Para cuando terminaron y volvieron su atención a las vías, el primer tren se encontraba a pocos metros y no había forma de frenar a tiempo. Como puede imaginarse, los daños fueron terribles y la tragedia acabó con gran cantidad de víctimas. Además del impacto del choque, el techo del furgón se deslizó sobre la segunda máquina, diseccionando el coche dormitorio de primera clase que estaba inmediatamente detrás. El gas del sistema de alumbrado originó un incendio a lo largo de los arrasados vagones, llevándose las vidas de los pobres desafortunados que se pusieron en su camino.


Cassandra se estremeció cuando las imágenes de una oscura noche de 1913 la asaltaron: la empinada subida, el terreno en tinieblas al otro lado de las ventanillas, la sensación al detenerse el tren de forma inesperada. Se preguntó qué estarían haciendo Rose y Nathaniel en el momento del impacto, si irían dormidos en su compartimiento, o conversando. Si estarían hablando de su hija, Ivory, que les esperaba en casa. Era extraño sentirse tan afectada por el destino de unos antepasados que acababa de descubrir. Qué horrible debió de haber sido para Nell averiguar por fin que tenía padres, sólo para perderlos de modo tan terrible poco después.

La puerta de Carluccio se abrió, dejando paso a una ráfaga de aire frío mezclada con el humo de los coches. Cassandra alzó la vista y vio a Ruby avanzando en su dirección y un hombre delgado de calva reluciente a sus espaldas.

– ¡Vaya tarde! -Ruby se desplomó en uno de los asientos frente a Cassandra-. Un grupo de estudiantes justo al final. ¡Creí que nunca me libraría de ellos! -Señaló al hombre delgado y elegante-. Éste es Grey. Es mucho más divertido de lo que parece.

– Ruby, querida, qué presentación tan encantadora. -Extendió una mano sobre la mesa-. Graham Westerman. Ruby me ha contado todo sobre ti.

Cassandra sonrió. Era una consideración interesante dado que Ruby la había conocido, despierta, un total de dos horas. Sin embargo, si alguien era capaz de semejante milagro, Cassandra sospechaba que sería Ruby.

Se acomodó en su asiento.

– Qué golpe de suerte el heredar una casa.

– Sin mencionar además un delicioso misterio familiar. -Ruby agitó una mano para llamar al camarero y aprovechó para pedir pan y aceitunas para todos.

Ante la mención del misterio, Cassandra sintió un cosquilleo por su reciente descubrimiento, la identidad de los padres de Nell. El secreto, sin embargo, se atascó en su garganta.

– Ruby me ha contado lo mucho que has disfrutado con la exposición -dijo Grey con ojos brillantes.

– Claro que lo ha hecho, es humana -replicó Ruby-. Sin mencionar que además es una artista.

– Historiadora de arte -precisó Cassandra sonrojándose.

– Papá me dijo que eras una estupenda dibujante. Ilustraste un libro para niños, ¿no?

Sacudió la cabeza.

– No. Solía dibujar, pero era sólo un hobby.

– Algo más que un hobby, por lo que escuché. Papá dijo…

– Solía borronear en un cuaderno de dibujo cuando era joven. Ya no. Ha pasado mucho tiempo.

– Las aficiones sufren la tendencia a ser abandonadas con el tiempo -declaró Grey, muy diplomático-. Un buen ejemplo de ello fue el afortunadamente breve entusiasmo de Ruby por el baile de salón.

– Oh, Grey, sólo porque tú tienes dos pies izquierdos…

Mientras sus compañeros de mesa debatían el compromiso de Ruby con los aspectos más delicados del baile de salsa, Cassandra dejó que sus pensamientos volvieran a aquella tarde, muchos años antes, cuando Nell le había lanzado un cuaderno de dibujo y un paquete de lápices 2B sobre la mesa donde trataba de completar sus deberes de álgebra.

Llevaba poco más de un año viviendo con su abuela. Había empezado el instituto y tenía tantos problemas para hacer nuevos amigos como para cuadrar las ecuaciones.

– No sé dibujar-le había dicho, sorprendida e insegura. Los regalos inesperados siempre le resultaban sospechosos.

– Ya aprenderás -repuso Nell-. Tienes ojos y mano. Dibuja lo que ves.

Cassandra suspiró paciente. Nell rebosaba de ideas inusuales. No era para nada como las madres de los otros niños y menos aún como Lesley, pero tenía buenas intenciones, y no quería herir sus sentimientos.

– Creo que dibujar es algo más que eso, Nell.

– Pamplinas. Es sólo cuestión de asegurarse de ver lo que hay allí realmente. No lo que tú crees que hay.

Cassandra alzó, dubitativa, las cejas.

– Todo está formado por líneas y formas. Es como un código, sólo necesitas aprender a leerlo e interpretarlo. -Nell señaló al otro extremo del cuarto-. Esa lámpara de allá, dime qué ves.

– Eh… ¿una lámpara?

– Bueno, ahí está tu problema -dijo Nell-. Si todo lo que ves es una lámpara, entonces no tienes posibilidad de dibujarla. Pero si ves que en verdad es un triángulo sobre un rectángulo, con un delgado tubo conectándolos, entonces ya estás a medio camino, ¿no?

Cassandra se encogió de hombros, insegura.

– Dame el gusto. Prueba.

Cassandra volvió a suspirar, un leve suspiro de extraordinaria paciencia.

– Nunca se sabe, podrías sorprenderte.

Y así había sido. No es que esa primera vez mostrara un gran talento. La sorpresa había sido cuánto lo había disfrutado. El tiempo parecía volar cuando tenía el cuaderno en su regazo y un lápiz en la mano…

El camarero llegó y colocó dos cestos con pan sobre la mesa con gesto ampuloso. Asintió cuando Ruby le pidió que trajera una botella de prosecco. Mientras se alejaba, Ruby tomó un trozo de focaccia. Guiñó un ojo a Cassandra, señalándole la mesa.

– Prueba el aceite de oliva y el vinagre balsámico. Son lo más.

Cassandra mojó un pedazo de focaccia en la vinagreta.

– Vamos, Cassandra -dijo Grey-, salva a una vieja pareja no casada de pelear, dinos qué tal te ha ido la tarde.

Ella tomó una miga de pan que había caído sobre la mesa.

– Sí, ¿algo excitante? -preguntó Ruby.

Cassandra se escuchó comenzar a hablar.

– Averigüé quiénes fueron los padres biológicos de Nell.

Ruby dio un grito.

– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Quiénes?

Se mordió el labio conteniendo el temblor y sonrió con placer.

– Sus nombres eran Rose y Nathaniel Walker.

– Ay, Dios mío -rió Ruby-, ¡igual que mi pintor, Grey! Cuántas probabilidades hay de que eso suceda, de que precisamente hoy hayamos hablado de él y de que viviera en la misma propiedad donde… -Se quedó helada al darse cuenta y su rostro pasó del rosa al blanco-. ¿Quieres decir que fue mi Nathaniel Walker…? -Tragó saliva-. ¿Tu bisabuelo era Nathaniel Walker?

Cassandra asintió, sin poder contener una sonrisa. Se sentía levemente ridícula.

Ruby quedó boquiabierta.

– ¿Y no tenías idea? ¿Hoy, cuando nos vimos en el museo?

Cassandra sacudió la cabeza, todavía sonriendo como una tonta. Habló, sólo para obligarse a dejar de sonreír.

– No hasta esta tarde, cuando lo leí en la libreta de Nell.

– ¡No puedo creer que no nos lo contaras nada más vernos!

– Con toda tu cháchara sobre salsa, me imagino que no tuvo ocasión -dijo Grey-. Por no mencionar, querida Ruby, que a algunas personas les gusta mantener su vida privada, privada.

– Vamos, Grey, a nadie le gusta guardar secretos. Lo único que hace que un secreto sea divertido es saber que no debes contarlo. -Sacudió nuevamente la cabeza, mirando a Cassandra-. Estás emparentada con Nathaniel Walker. Hay gente que tiene toda la maldita suerte.

– Me parece un poquito raro. Es tan inesperado…

– Y tanto -reconoció Ruby-. Con tanta gente como hay investigando en su pasado con la esperanza de estar emparentada con el maldito Winston Churchill, y la providencia cae inesperadamente en tu regazo bajo la forma de un famoso pintor.

Cassandra volvió a sonreír, sin poder evitarlo.

El camarero reapareció y les sirvió a todos un vaso de prosecco.

– Por la resolución de los misterios -brindó Ruby, alzando el suyo.

Chocaron las copas y todos bebieron un sorbo.

– Perdonad mi ignorancia -dijo Grey-, sé que mis conocimientos de historia del arte dejan mucho que desear, pero si Nathaniel Walker tuvo una hija que desapareció, seguramente habría habido una enorme búsqueda. -Extendió sus palmas abiertas en dirección a Cassandra-. No dudo de la investigación de tu abuela, sin embargo, ¿cómo demonios pudo la hija de un artista famoso desaparecer sin que nadie lo supiera?

Por una vez, Ruby no tuvo respuesta. Miró a Cassandra.

– Por lo que pude averiguar, leyendo la libreta de Nell, todos los informes dicen que Ivory Walker murió a los cuatro años. La misma edad que Nell tenía cuando apareció en Australia.

Ruby se frotó las manos.

– ¿Crees que fue secuestrada y que quien lo hizo se las arregló para que pareciera que había muerto? ¡Qué excitante! ¿Quién fue? ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué más averiguó Nell?

Cassandra sonrió disculpándose.

– Creo que nunca llegó a resolver esa parte del misterio. No del todo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?

– Lo leí al final de su libreta. Nell no lo averiguó.

– Pero debió de haber hallado algo o desarrollado alguna teoría. -La desesperación de Ruby era palpable-. ¡Dime que formuló una teoría! ¡Que nos dejó algo para seguir adelante!

– Hay un nombre -respondió Cassandra-. Eliza Makepeace. Nell fue encontrada con una maleta que contenía un libro de cuentos de hadas que le traía viejos recuerdos. Pero si Eliza puso a Nell en el barco, ella no llegó a Australia.

– ¿Qué pasó con ella?

Cassandra se encogió de hombros.

– No hay datos oficiales. Como si hubiera desaparecido justo en el momento en que Nell fue enviada a Australia. Fueran cuales fueran los planes de Eliza, en algún momento debieron de fallarle.

El camarero volvió a llenar sus copas y preguntó si ya estaban listos para ordenar el plato principal.

– Supongo que deberíamos -dijo Ruby-. ¿Podría darnos cinco minutos? -Abrió el menú decidida y suspiró-. Todo esto es tremendamente excitante. ¡Pensar que mañana partes para Cornualles a ver tu cabaña secreta! ¿Cómo puedes soportarlo?

– ¿Te vas a quedar en la cabaña? -preguntó Grey.

Cassandra negó con la cabeza.

– El abogado que tenía la llave en custodia dijo que no está habitable. Hice una reserva en un hotel cercano, el hotel Blackhurst. Es la casa donde la familia Mountrachet vivía, la familia de Nell.

– Tu familia -indicó Ruby.

– Sí. -Cassandra no había pensado en eso. Sus labios volvieron a actuar por su cuenta, contra su voluntad, para formar una sonrisa temblorosa.

Ruby se estremeció de forma teatral.

– Me muero de envidia. Daría cualquier cosa por un misterio así en el pasado de mi familia, algo excitante que descubrir.

– La verdad es que estoy intrigada. Creo que ha despertado mi curiosidad. No dejo de ver a esa pequeña, a Nell de niña, arrancada de su familia, sentada sola en el muelle. No puedo sacármela de la cabeza. Me encantaría saber qué sucedió realmente, cómo es que terminó al otro lado del planeta, sola. -Cassandra se sintió incómoda de pronto, dándose cuenta de que había estado hablando todo el tiempo ella-. Supongo que es una tontería.

– En absoluto. Es completamente comprensible.

Algo en el tono comprensivo de Ruby hizo que se le helara la piel a Cassandra. Sabía lo que pasaría. Se le hizo un nudo en el estómago y su mente buscó palabras para cambiar de tema.

Pero no fue lo suficientemente rápida.

– No puede haber nada peor que perder a un hijo -razonó la cálida voz de Ruby, sus palabras quebrando el frágil caparazón que la protegía del dolor, haciendo que el rostro de Leo, su olor, su risa de niño de dos años, se liberara.

De alguna manera se las ingenió para asentir, sonreír débilmente y contener los recuerdos mientras Ruby le tomaba la mano.

– Después de todo lo que le sucedió a tu pequeño, no es sorprendente que estés tan interesada en descubrir el pasado de tu abuela. -Ruby le apretó un poco la mano-. Me parece bastante lógico: perdiste a un niño y ahora esperas encontrar a otro.

20

Londres, Reino Unido, 1900


Eliza supo quiénes eran tan pronto como las vio dar la vuelta a la esquina de la calle Battersea Church. Las había visto por la calle anteriormente, la mayor y la joven, vestidas de punta en blanco, haciendo «Buenas Obras» con mano férrea, como si el mismo Dios hubiera bajado de lo alto y se lo hubiera ordenado.

El señor Swindell llevaba tiempo amenazando con llamar a las «benefactoras» desde que Sammy falleciera; no dejaba pasar oportunidad de recordarle a Eliza que, si ella no hallaba la manera de ganar el sustento de dos, terminaría en el orfanato. Y aunque Eliza hacía lo posible para pagar el alquiler y que le quedara un poquito para su bolsita de cuero, su don para atrapar ratas parecía haberla abandonado, y, semana tras semana, se iba atrasando.

Escuchó un golpe en la puerta de abajo. Eliza se quedó inmóvil. Miró el cuarto, maldiciendo la pequeña grieta en la pared, la chimenea bloqueada. El no tener ventanas y no ser observada estaba muy bien cuando una quería escapar del escrutinio de la calle, pero no era muy útil cuando te veías acosada por la urgente necesidad de escapar.

Se volvió a escuchar el golpe. Un golpeteo claro, urgente, y luego una voz aguda que atravesaba el muro de ladrillos.

– Venimos de la parroquia.

Eliza escuchó que la puerta se abría y el tintineo de la campanilla atada en el borde.

– Soy la señorita Rhoda Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Margaret Sturgeon.

Después, la voz de la señora Swindell:

– Encantada de verlas.

– Vaya, cuántas cosas extrañas y viejas, si apenas hay lugar para que pase un gato.

Nuevamente la señora Swindell, con tono agrio:

– Síganme, la niña se encuentra arriba. Y tengan cuidado, lo que rompan deberán pagarlo.

Los pasos se acercaron. El crujido del cuarto escalón, una vez y otra vez. Eliza aguardó, el corazón latiéndole tan rápido como a una de las ratas atrapadas del señor Rodin. Podía notarlo, agitándose en su pecho, como una llama bajo la brisa.

Después se abrió la traicionera puerta, y las dos «benefactoras» aparecieron junto al marco de la puerta.

La mayor sonrió, los ojos ocultos bajo los pliegues de su piel.

– Una visita de las damas de la parroquia -anunció-. Soy la señorita Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Sturgeon. -Se inclinó hacia delante, de modo que Eliza tuvo que retroceder-. Y tú debes de ser la pequeña Eliza Makepeace.

Eliza no respondió. Tironeó apenas de la gorra de Sammy que llevaba puesta.

La mirada de la anciana se alzó para observar el cuarto, oscuro y sucio.

– Oh, Dios mío -exclamó, y chasqueó la lengua-, veo que no han exagerado tu situación. -Alzó una mano abierta y se la llevó al pecho-. No, ciertamente no han exagerado. -Se adelantó a Eliza-. ¿Acaso es de extrañar que la mala salud florezca en este sitio? Ni siquiera tiene ventana.

La señora Swindell, ofendida por la afrenta escandalosa a su cuarto, frunció el ceño a Eliza.

La mayor de las señoritas Sturgeon se volvió a la menor, que no se había apartado de la puerta.

– Te sugiero que te cubras con el pañuelo, Margaret, tú que eres de constitución tan delicada.

La joven asintió y sacó un pañuelo bordado de su manga. Lo dobló por la mitad para formar un triángulo que luego usó para taparse la boca y la nariz mientras se arriesgaba a cruzar el umbral.

Desbordando confianza ante su propia rectitud, la mayor de las señoritas Sturgeon procedió sin detenerse.

– Me complace anunciar que hemos podido encontrarte un lugar, Eliza. Tan pronto como nos enteramos de tu situación, de inmediato nos propusimos ayudarte. Eres demasiado joven para trabajos domésticos, y, sospecho, sin el carácter adecuado, pero nos las hemos ingeniado muy bien. Con la gracia de Dios hemos encontrado un lugar para ti en el orfanato local.

A Eliza se le cortó la respiración y se atragantó.

– Así que si tomas tus cosas -dijo la señorita Sturgeon mirando a su alrededor por debajo de sus gruesas pestañas-, las que tengas, nos pondremos en camino.

Eliza no se movió.

– Vamos, no te demores.

– ¡No! -dijo Eliza.

La señora Swindell golpeó a Eliza en la nuca con su mano, y los ojos de la señorita Sturgeon se abrieron desorbitados.

– Eres afortunada por tener un sitio a donde ir, Eliza. Puedo asegurártelo, hay lugares peores que el orfanato que acoge a las jóvenes que quedan solas. -Resopló, sabedora de lo que decía, y elevó su nariz a lo alto-. Vamos, en marcha.

– No iré.

– Tal vez sea lerda -dijo la joven señorita Sturgeon a través de su pañuelo.

– No es lerda -replicó la señora Swindell-, sólo rebelde.

– El Señor llama a todos sus corderos, incluso a los rebeldes -aseveró la mayor de las Sturgeon-. Ahora intentaremos buscar prendas más apropiadas para la niña, querida Margaret. Y ten cuidado de no respirar estos hedores.

Eliza sacudió la cabeza. No iba a ir al orfanato y tampoco iba a quitarse las ropas de Sammy. Ahora formaban parte de ella.

Era el momento oportuno para que apareciera su padre, como un héroe, ante la puerta. Para tomarla y llevarla consigo, navegando por los anchos mares en busca de aventuras.

– Esto bastará -dijo la señora Swindell sosteniendo el gastado delantal de Eliza-. No necesitará nada más allí donde va.

Eliza recordó de pronto las palabras de Madre. Su insistencia en que una persona necesitaba rescatarse a sí misma, que con una voluntad lo suficientemente fuerte, incluso los débiles podían ejercer un gran poder. De pronto, supo lo que debía hacer. Sin otro pensamiento, saltó hacia la puerta.

La anciana señorita Sturgeon, de mayor peso y reacciones sorprendentemente rápidas, le bloqueó el paso. La señora Swindell se ubicó en una segunda línea de defensa.

Eliza bajó la cabeza y su rostro dio de lleno en las carnes de Sturgeon. La mordió con toda su fuerza. La anciana señorita Sturgeon dejó escapar un grito, tomándose el muslo.

– ¡Pequeña gata salvaje!

– ¡Tía! ¡Te habrá contagiado la rabia!

– Les dije que era un peligro -dijo la señora Swindell-. Vamos, olviden las ropas. Llevémosla abajo.

Cada una la tomó de un brazo y la joven señorita Sturgeon se mantuvo cerca, ofreciendo inútiles consejos como advertir sobre la existencia de la escalera y las puertas, mientras que Eliza se revolvía.

– ¡Estate quieta, niña! -exigió la anciana señorita Sturgeon.

– ¡Socorro! -gritó Eliza, casi liberándose-. ¡Que alguien me ayude!

– Recibirás una tunda -siseó la señora Swindell mientras llegaban a los pies de la escalera.

De repente, un aliado inesperado.

– ¡Una rata! ¡He visto una rata!

– ¡No hay ratas en mi casa!

La joven señorita Sturgeon gritó, saltó sobre una silla y derribó varias botellas.

– ¡Muchacha torpe! Lo que se rompe se paga.

– Pero es su culpa. Si usted no tuviera ratas…

– ¡No las tengo! No hay ratas por ningún lado…

– Tiita, la he visto. Una cosa horrible, grande como un perro, con ojos negros como cuentas y largas y afiladas garras… -Su voz se ahogó y se dejó caer contra el respaldo de la silla-. Me voy a desmayar. No estoy hecha para estos horrores.

– Vamos, Margaret, ten coraje. Piensa en los cuarenta días y cuarenta noches de Cristo.

La vieja señorita Sturgeon mostró su impresionante fortaleza sujetando a Eliza fuertemente por el brazo mientras se inclinaba para sostener a su sobrina, medio desfallecida, que había empezado a lloriquear.

– Pero sus ojitos como cuentas, la horrible nariz fruncida… -Tomó aire-. ¡Aaahhh! ¡Allí está!

Todos los ojos se volvieron en la dirección que señalaba el dedo de Margaret. Acurrucada detrás del balde para carbón, una rata temblorosa. Eliza deseó que escapara.

– ¡Ven aquí, pequeña bestia! -La señora Swindell cogió un trapo y comenzó a perseguir al roedor por la habitación, golpeando en todas direcciones.

Margaret chillaba, la señorita Sturgeon la impelía a callar, la señora Swindell maldecía, se rompían botellas, y de pronto, como de la nada, una nueva voz. Fuerte y grave.

– Deténganse inmediatamente.

Todos los sonidos se evaporaron cuando Eliza, la señorita Swindell y las dos señoritas Sturgeon se volvieron para ver de dónde provenían las palabras. De pie junto a la puerta había un hombre vestido todo de negro. Detrás de él, un brillante carruaje aguardaba. Los niños se habían congregado alrededor, tocando las ruedas y maravillándose de las brillantes farolas al frente. El hombre permitió que su mirada recorriera el escenario que se desarrollaba frente a él.

– ¿Señorita Eliza Makepeace?

Eliza asintió con brusquedad, incapaz de articular palabra, demasiado abrumada ahora que su vía de escape estaba bloqueada como para preguntarse por la identidad de ese desconocido que conocía su nombre.

– ¿Hija de Georgiana Mountrachet? -le pasó una fotografía. Era Madre, mucho más joven, vestida con las finas ropas de una dama. Eliza abrió, enormes, los ojos. Asintió, confundida.

– Soy Phineas Newton, represento a lord Linus Mountrachet de la mansión Blackhurst, he venido a buscarla. A llevarla a su casa, a las tierras de su familia.

Eliza se quedó boquiabierta, aunque no tanto como las señoritas Sturgeon. La señora Swindell se dejó caer en una silla, víctima de un repentino ataque de apoplejía. Su boca se abría y se cerraba como la de un pez mientras balbuceaba confusa: «¿Lord Mountrachet…? ¿Mansión Blackhurst…? ¿Tierras de la familia…?».

La vieja señorita Sturgeon se enderezó.

– Señor Newton, me temo que no voy a permitir que aparezca y se lleve a la niña sin ver ningún tipo de orden. Nosotras, en la parroquia, nos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades…

– Todo debería estar detallado aquí. -El hombre les entregó una hoja-. Mi cliente ha solicitado y ha obtenido la tutoría de esta menor. -Se volvió a Eliza, deteniéndose apenas en sus inusuales ropas-. Venga, señorita. Se acerca una tormenta y tenemos que recorrer un buen trecho.

Le llevó apenas un segundo decidirse. No importaba que jamás hubiera oído hablar de Linus Mountrachet o de las tierras de Blackhurst. No importaba que no supiera si este señor Newton decía la verdad. No importaba que Madre hubiera guardado silencio en lo que se refería a su familia, que una negra sombra cayera sobre su rostro cuando Eliza la azuzaba para que dijera algo más. Cualquier cosa era mejor que el orfanato. Y al seguir la corriente a este hombre y su historia, escapando de las garras de las señoritas Sturgeon, y despedirse de los Swindell y su helada y solitaria habitación en lo alto, le parecía que estaba contribuyendo a rescatarse a sí misma tan certeramente como si se las hubiera ingeniado para soltarse y salir corriendo.

Se acercó rápidamente al señor Newton, se situó de pie detrás de su capa y echó un vistazo a su rostro. De cerca, no era tan grande como le había parecido cuando su silueta surgió en la puerta. Su cuerpo tenía forma de barril, era de estatura mediana y piel áspera. Bajo su sombrero de copa, Eliza pudo ver unos cabellos que los años habían desteñido, de castaños a plateados.

Mientras las señoritas Sturgeon examinaban la orden de custodia, la señora Swindell finalmente recuperó la compostura. Se adelantó, extendiendo un correoso dedo en dirección al pecho del señor Newton, puntuando cada tercera palabra.

– Esto es sólo un sucio truco, y usted, señor, es un estafador. -Sacudió la cabeza-. No sé qué es lo que quiere de la niña, aunque bien puedo imaginarlo, pero no me la arrebatará con sus retorcidos ardides.

– Le aseguro, señora -declaró el señor Newton, tragando su evidente disgusto-, que no hay truco alguno.

¿Ah, no? -Sus cejas se enarcaron y sus labios se abrieron en una babosa sonrisa-. ¿Ah, no? -Se volvió triunfante hacia las señoritas Sturgeon-. Son mentiras, todo mentiras, no es más que un mentiroso asqueroso. Esta niña no tiene familia, es una huérfana, lo es. Una huérfana. Y es mía, mía, y puedo hacer con ella lo que quiera. -Su labio hizo una mueca de victoria al anunciar un argumento que consideraba imbatible-. Me la dejó su madre al morir porque no tenían adonde ir. -Hizo una pausa triunfal-. Así es, la madre en persona me lo dijo: ella no tenía familia. Ni mencionó familia alguna en los trece años que la conocí. Este hombre es un rufián.

Eliza alzó la mirada hacia el señor Newton, quien emitió un breve suspiro y alzó sus cejas.

– Aunque me sorprende poco que la madre de la señorita Eliza no haya divulgado los detalles de la existencia de su familia, eso no altera el hecho de que lo sea. -Hizo un gesto hacia la vieja señorita Sturgeon-. Está todo en esos papeles. -Salió y abrió la portezuela del carruaje-. ¿Señorita Eliza? -dijo indicando que debía subir.

– Llamaré a mi esposo -amenazó la señora Swindell.

Eliza dudó, abriendo y cerrando las manos.

– ¿Señorita Eliza?

– Mi esposo lo meterá en vereda.

Fuera cual fuera la verdad sobre su familia, Eliza se dio cuenta de que su opción era sencilla: carruaje u orfanato. No tenía más control sobre su propio destino, no en ese momento. Su única opción era ponerse a merced de una de las personas allí congregadas. Respirando hondo, dio un paso en dirección al señor Newton.

– No he recogido mis cosas…

– ¡Que alguien vaya a buscar al señor Swindell!

El señor Newton sonrió tristemente.

– No se me ocurre que haya nada aquí que pueda tener cabida en la mansión Blackhurst.

Una pequeña muchedumbre de vecinos se había ahora congregado. La señora Barrer estaba de pie a un lado, boquiabierta, la canasta con ropa lavada contra la cintura; la pequeña Hatty apoyando su sucia mejilla contra el vestido de Sarah.

– Si fuera tan amable, señorita Eliza. -El señor Newton se colocó a un lado de la puerta e hizo un gesto con su mano hacia el espacio abierto.

Con una última mirada a la jadeante señora Swindell y a las dos señoritas Sturgeon, Eliza subió el pequeño peldaño que se había desplegado para alcanzar la cuneta y desapareció en la oscura cavidad del carruaje.


* * *

No fue hasta que se cerró la portezuela cuando Eliza se dio cuenta de que no estaba sola. Sentado frente a ella, sobre los oscuros pliegues de la tapicería, había un hombre al que reconoció. Un hombre que llevaba anteojos y un suntuoso traje. Se le encogió el estómago. Supo, al instante, que ése era el Hombre Malvado del cual Madre le había advertido, y sabía que tenía que escapar. Pero cuando se volvió desesperada hacia la puerta cerrada, el Hombre Malvado golpeó la pared a sus espaldas y el carruaje dio un salto adelante.

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