TERCERA PARTE

37

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907-1908


En la mañana prevista para el regreso de Rose de Nueva York, Eliza fue temprano al jardín escondido. El sol de noviembre todavía estaba despertando, y el sendero seguía en penumbra; la luz apenas dejaba entrever la hierba, plateada de rocío. Avanzó rápidamente, los brazos cruzados sobre el pecho para protegerse del frío. Había llovido durante la noche y había charcos por todas partes; los evitó lo mejor que pudo, luego abrió con un crujido la puerta del laberinto y comenzó a recorrerlo. Dentro, estaba más oscuro entre las gruesas paredes de setos, pero Eliza podía haber recorrido el laberinto con los ojos cerrados.

Habitualmente, amaba ese breve momento de amanecer cuando la noche anticipaba el alba, pero hoy estaba demasiado distraída para prestarle atención. Desde que había recibido la carta de Rose anunciando su compromiso, había luchado contra sus emociones. La aguda espina de la envidia se había alojado en su vientre y se negaba a darle reposo. Cada día, cuando sus pensamientos volvían a Rose, cuando releía la carta, sentía su imaginación deslizarse hacia el futuro, sentía el miedo azuzándole las entrañas, llenándole con su temido veneno.

Con la carta de Rose, el color del mundo de Eliza había cambiado. Como el calidoscopio del cuarto de juegos que tanto la había deleitado cuando llegara por primera vez a Blackhurst, un giro y las mismas piezas se habían reacomodado para crear una figura completamente diferente. En donde una semana atrás se había sentido segura, cobijada por la certeza de que ella y Rose estaban irrevocablemente unidas, ahora había miedo y se sentía nuevamente sola.

Para cuando entró en el jardín oculto, la luz de la mañana había comenzado a filtrarse por entre la delgada fronda otoñal. Eliza respiró hondo. Había ido al jardín porque era el lugar en donde siempre se sentía centrada, y hoy, más que nunca, necesitaba de su magia.

Pasó la mano por el banco de hierro, salpicado de lluvia, y se sentó en su húmedo borde. El manzano tenía frutas, brillantes globos anaranjados y rosados. Podía llevar algunas para el cocinero, o tal vez arreglar los arriates, o podar la madreselva. Concentrarse en algo para apartar su mente de la llegada de Rose, el pertinaz miedo a que su prima hubiera, a su regreso, cambiado de algún modo.

Porque desde el día de la llegada de la carta de Rose, mientras Eliza se sentía atenazada por la envidia, se había dado cuenta de que no era al hombre, Nathaniel Walker, a quien temía; era el amor de Rose por él. El matrimonio podía soportarlo, pero no un cambio en los afectos de Rose. La mayor preocupación de Eliza era que Rose, quien siempre la había querido a ella por encima de todo, hubiera encontrado un sustituto y no necesitara a su prima más que a nadie.

Se obligó a caminar lentamente y examinar las plantas. La glicinia estaba desprendiéndose de sus últimas hojas, el jazmín había perdido hacía ya tiempo sus flores, pero el otoño había sido leve y las rosáceas rosas seguían abiertas. Eliza se acercó, tomó un capullo a medio abrir entre sus dedos y sonrió al ver la perfecta gota de lluvia atrapada entre sus pétalos.

La idea fue repentina y completa. Debía hacer un ramo, un regalo de bienvenida para Rose. Su prima amaba las flores, pero, más aún, Eliza seleccionaría plantas que fueran un símbolo de su unión. Colocaría hiedra para simbolizar la amistad, rosas para la felicidad, y algunos de los exóticos geranios hoja de roble para los recuerdos…

Eliza eligió cada rama con cuidado, asegurándose de seleccionar sólo los tallos más delicados, los capullos más perfectos, y luego ató el pequeño buqué con una cinta de satén rosado que cortó de su dobladillo. Estaba ajustando el lazo cuando escuchó el familiar sonido de ruedas metálicas resonando sobre las distantes piedras del camino de entrada.

Estaban de regreso. Rose había llegado a casa.

Con el corazón en la garganta, Eliza se recogió las faldas húmedas de rocío, aferró el ramo y comenzó a correr. Zigzagueando de un lado a otro por el laberinto. Pisó los charcos en su prisa, el pulso acelerado siguiendo el ritmo de los cascos de los caballos.

Apareció junto a la verja justo a tiempo para ver el carruaje detenerse en la rotonda de entrada. Hizo una pausa para recuperar el aliento. El tío Linus estaba sentado, como siempre, en el banco de jardín junto a la puerta del laberinto, su pequeña cámara marrón a su lado. Pero cuando él la llamó, Eliza fingió no oírlo.

Llegó a la rotonda cuando Newton estaba abriendo la puerta del carruaje. Le guiñó el ojo a Eliza, quien lo saludó agitando la mano. Apretó los labios mientras esperaba.

Desde que recibiera la carta de Rose, los largos días derivaron en noches aún más largas, y ahora por fin el momento había llegado. El tiempo pareció detenerse: era consciente de su respiración agitada, de su pulso latiéndole en los oídos.

¿Se imaginó el cambio de expresión en el rostro de Rose, la diferencia en su porte?

El ramo cayó de manos de Eliza, quien se agachó para recogerlo de la hierba húmeda.

Debían de haber percibido el movimiento por el rabillo de sus ojos, porque tanto Rose como la tía Adeline se volvieron; una sonrió, la otra no.

Eliza alzó lentamente una mano y saludó. Volvió a bajarla.

Las cejas de Rose se alzaron, en divertido gesto.

– Bueno, ¿no vas a darme la bienvenida a casa, prima?

El alivio se extendió de modo instantáneo por la piel de Eliza. Su Rose estaba de regreso y todo estaría bien. Comenzó a acercarse, a correr, los brazos abiertos. Tomó a Rose de un abrazo.

– Retrocede, niña -ordenó la tía Adeline-. Estás cubierta de barro. Ensuciarás el vestido de Rose.

Rose sonrió y Eliza sintió cómo las agudas espinas de su preocupación se retraían. Por supuesto Rose no había cambiado. Había estado lejos sólo dos meses y medio. Eliza había permitido que el miedo conspirara con la ausencia y diera la impresión de cambio en donde no lo había.

– Prima Eliza, ¡qué maravilloso es volver a verte!

– Y a ti, Rose. -Eliza le entregó el ramo.

– ¡Qué precioso! -Rose se lo llevó a la nariz-. ¿De tu jardín?

– Es hiedra por la amistad, geranios de hojas de roble por los recuerdos…

– Sí, sí, y rosas, ya veo. Qué amable de tu parte, Eliza. -Rose le entregó el ramo a Newton-. Que la señora Hopkins lo ponga en un florero, por favor, Newton.

– Tengo tantas cosas que contarte, Rose -dijo Eliza-. Jamás adivinarás lo que pasó. Una de mis historias…

– ¡Válgame Dios! -rió Rose-. Ni siquiera he llegado a la puerta de entrada y mi Eliza ya me está contando cuentos de hadas.

– Deja de agobiar a tu prima -dijo severa la tía Adeline-. Rose necesita descansar. -Miró en dirección a su hija y con un temblor de duda en la voz indicó-: Deberías pensar en descansar un poco.

– Por supuesto, mamá. Tengo intención de hacerlo de inmediato.

El cambio era sutil, pero Eliza, sin embargo, lo percibió. Había algo extrañamente vacilante en la sugerencia de la tía Adeline, algo menos dócil en la respuesta de Rose.

Eliza estaba preguntándose sobre ese sutil cambio cuando la tía Adeline comenzó a dirigirse hacia la casa y Rose, acercándose, le susurró a Eliza al oído:

– Ve arriba, querida. Quiero contarte muchas cosas.


* * *

Y Rose así lo hizo. Resumió cada momento que pasó en compañía de Nathaniel Walker, y aún más tediosamente la angustia de cada momento que pasó apartada de él. El épico relato comenzó esa tarde y continuó a lo largo de la noche y al día siguiente. Al principio, Eliza consiguió fingir interés -de hecho, muy al principio había estado interesada, porque los sentimientos que Rose describía no se parecían a nada que ella hubiera sentido nunca-, pero a medida que pasaban los días, y éstos se volvían semanas, Eliza comenzó a flaquear. Intentó interesar a Rose en otras cosas -una visita al jardín, la última historia que había escrito, incluso una excursión a la ensenada-, pero Rose tenía oídos sólo para los relatos de amor y romanticismo. Concretamente, los suyos…

Así fue que, a medida que las semanas se enfriaban hacia el invierno, Eliza buscó con más frecuencia la cala, el jardín escondido, la cabaña. Lugares en los que pudiera desaparecer, en donde los sirvientes se lo pensaran dos veces antes de molestarla con sus temibles mensajes, siempre iguales: «La señorita Rose solicita la presencia de la señorita Eliza, de inmediato, por un asunto de extrema importancia». Porque parecía que no obstante el espectacular fracaso de Eliza en apreciar las virtudes de un vestido de novia sobre otro, Rose nunca se cansaba de atormentarla.

Eliza se dijo que todo se calmaría, que Rose estaba sencillamente excitada: siempre había estado fascinada por la moda y los adornos, y ésta era su oportunidad para jugar a la princesa del cuento de hadas. Eliza necesitaba ser paciente y todo volvería a la normalidad entre ambas.

Entonces volvió la primavera. Los pájaros regresaron desde lejos, Nathaniel llegó desde Nueva York, la fecha de casamiento se echó encima, y de lo siguiente que Eliza se percató fue de la parte trasera del carruaje de Newton mientras llevaba a la feliz pareja hacia Londres y hacia un barco rumbo al continente.


* * *

Más tarde, esa noche, mientras yacía en su propia cama en la desolada mansión, Eliza sintió intensamente la ausencia de Rose. La certeza se formó, clara y sencilla: Rose no volvería a su cuarto por las noches, ni Eliza al de Rose. Ya no yacerían juntas riendo y contándose historias mientras el resto de la casa dormía. Se estaba preparando un cuarto especial para los recién casados en un ala retirada de la casa. Un cuarto espacioso, con vistas a la cala, mucho más adecuado para un matrimonio. Eliza se puso de costado. En la oscuridad entrevió lo espantoso que sería saberse bajo el mismo techo que Rose y sin embargo no poder ir en su búsqueda.

Al día siguiente, Eliza buscó a su tía. La encontró en la sala de mañana, escribiendo en un pequeño escritorio. La tía Adeline no dio señal de reconocer su presencia, pero ella le dirigió la palabra de todos modos.

– Me preguntaba, tía, si sería posible hacer uso de ciertos enseres del ático.

– ¿Enseres? -dijo la tía Adeline sin apartar su atención de la carta que estaba escribiendo.

– Es sólo un escritorio y una silla lo que necesito; y una cama…

– ¿Una cama? -Los ojos oscuros se entrecerraron mientras su mirada se deslizó para encarar la de Eliza.

En la claridad de la noche, Eliza se había dado cuenta de que era mejor cambiar uno que intentar reparar los agujeros causados por las decisiones ajenas.

– Ahora que Rose está casada, se me ocurre que mi presencia ha de ser menos requerida en la casa y, por tanto, que podría convertir la cabaña en mi residencia.

Las expectativas de Eliza eran mínimas: la tía Adeline obtenía un particular placer en negarse a cualquier petición suya. Miró mientras su tía firmaba la carta con cuidado, y luego rascaba con sus afiladas uñas la cabeza de su perro. Sus labios se abrieron en lo que Eliza supuso sería una leve sonrisa, y luego se puso de pie e hizo sonar la campanilla.


* * *

La primera noche en sus nuevos aposentos Eliza se sentó junto a la ventana del piso superior, mirando el océano hincharse y descender, como una gran gota de mercurio debajo de la ondulante luz de la luna. Rose estaba al otro lado de ese mar, en alguna parte de la otra orilla. Una vez más su prima había viajado en barco y Eliza había quedado detrás. Algún día, sin embargo, Eliza emprendería su propio viaje. La revista no pagaba mucho por sus cuentos de hadas, pero si continuaba escribiendo y ahorraba durante un año, seguramente sería capaz de pagarse el viaje. Y también estaba el broche, por supuesto, con sus coloridas gemas. Eliza nunca había olvidado el broche de Madre, escondido dentro de la chimenea de los Swindell. Un día, de alguna manera, lo recuperaría.

Pensó en el anuncio que había visto en el periódico la semana anterior. «Gente que desee viajar a Queensland», decía. «Vengan y comiencen una nueva vida». Mary le había contado con frecuencia historias de las aventuras de su hermano en la ciudad de Maryborough. De tanto escucharla, Australia se había convertido en su mente en una tierra de espacios abiertos y sol cegador, en donde las reglas sociales eran ignoradas por la mayoría y abundaban las oportunidades para que todos comenzaran nuevamente. Eliza siempre se había imaginado que ella y Rose podrían viajar juntas, habían hablado de ello muchas veces. ¿O no? Recordando, se dio cuenta de que la voz de Rose enmudecía cuando la conversación versaba sobre esas aventuras imaginarias.

Eliza pasó todas las noches en la cabaña. Compraba los alimentos en el mercado del pueblo; su joven amigo pescador, William, se aseguraba de que estuviera bien provista de pescadilla fresca, y Mary se pasaba casi todas las tardes de regreso a su casa tras su jornada en Blackhurst, llevando siempre un poco de sopa del cocinero, un trozo de carne fría del asado del almuerzo, y novedades de la casa.

Aparte de esas visitas, por primera vez en su vida Eliza estuvo verdaderamente sola. Al principio, los ruidos poco familiares, ruidos nocturnos, la perturbaban, pero a medida que pasaron los días aprendió a conocerlos: las suaves pisadas de las aves en los aleros, los ruidos del horno, los tablones del suelo que crujían en las noches frías. Y también estaban los beneficios inesperados de su vida solitaria: sola en la cabaña, Eliza descubrió que los personajes de sus cuentos de hadas se volvían más osados. Encontró hadas jugando en las telas de araña, insectos susurrando encantamientos en las repisas de las ventanas, hadas de fuego siseantes en la cocina. A veces por las tardes, Eliza se sentaba en la mecedora escuchando los ruidos. Y al caer la noche, cuando todos dormían, tejía sus historias en los cuentos.

Una mañana de la cuarta semana, Eliza llevó su cuaderno al jardín y se sentó en su lugar favorito, el montículo de hierba suave, bajo el manzano. Una idea para una historia se había apoderado de ella y comenzó a tomar notas: una valiente princesa que renunciaba a su derecho de cuna y acompañaba a su sirvienta en un largo viaje, un viaje arriesgado a una tierra salvaje y arisca en donde vivía el peligro. Eliza estaba a punto de enviar a su heroína a una cueva tejida por un hada particularmente rencorosa, cuando un pájaro voló hasta posarse en una rama sobre su cabeza y comenzó a cantar.

– ¿Es así? -dijo Eliza, abandonando su pluma.

El pájaro volvió a cantar.

– Estoy de acuerdo, yo también tengo apetito. -Arrancó una de las manzanas que quedaban, en una rama baja, la frotó en su vestido y dio un mordisco-. En verdad es deliciosa -dijo mientras el pájaro se iba volando-. Cuando quieras puedes comerte una.

– Puede que acepte tu oferta.

Eliza hizo una pausa a medio morder la manzana y quedó inmóvil, mirando el lugar en donde había estado el pájaro.

– Debería haber traído la mía, sólo que no pensé que iba a estar aquí tanto tiempo.

Miró el jardín, y parpadeó al ver a un hombre sentado en el banco de hierro. Estaba tan fuera de contexto que, aunque se habían visto antes, le llevó un momento darse cuenta. El cabello oscuro y los ojos, la sonrisa fácil… Eliza respiró hondo. Era Nathaniel Walker, el esposo de Rose. Sentado en su jardín.

– Verdaderamente pareces estar disfrutando de tu manzana -le dijo-. Verte es casi tan placentero como comer una yo mismo.

– No me gusta que me observen.

Le sonrió.

– Entonces apartaré mis ojos.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Nathaniel alzó un libro nuevo.

El pequeño lord Fauntleroy. ¿Lo has leído?

Ella negó con la cabeza.

– Tampoco yo, a pesar de intentarlo durante horas. Y te echo en parte la culpa, prima Eliza. Tu jardín es demasiado seductor. He estado sentado aquí toda la mañana y todavía no me he aventurado mucho más allá del primer capítulo.

– Creí que estabais en Italia.

– Estuvimos. Volvimos una semana antes.

Un escalofrío recorrió al instante la piel de Eliza.

– ¿Rose está en casa?

– Por supuesto -sonrió abiertamente-. ¡Espero que no estés sugiriendo que pudiera haber perdido a mi esposa entre los italianos!

– Pero cuando llegó ella… -Eliza apartó un mechón de cabellos de su frente, intentando comprender-. ¿Cuándo regresasteis?

– El lunes por la tarde. Una travesía muy agitada.

Tres días. Habían regresado hacía tres días y Rose ni siquiera se había comunicado con ella. Sintió que se le encogía el estómago.

– Rose. ¿Rose está bien?

– Mejor que nunca. El clima del Mediterráneo le ha sentado bien. Nos habríamos quedado toda la semana, sólo que ella quería involucrarse con la fiesta del jardín. -Alzó las cejas con afectuosa teatralidad-. Al escuchar a Rose y a su madre hablar del asunto, me temo que será un espectáculo fastuoso.

Eliza ocultó su confusión detrás de otro mordisco a la manzana, deshaciéndose luego del resto. Había oído hablar de la fiesta en el jardín, pero había asumido que era uno de los festejos de sociedad de Adeline; nada que ver con Rose.

Nathaniel volvió a alzar su libro.

– De ahí mi elección del material de lectura. La señora Hodgson Burnett estará presente. -Abrió mucho los ojos-. Vamos, supongo que estarás ansiosa por conocerla. Me imagino que debe de ser muy placentero hablar con otra autora.

Eliza enrolló el borde de la hoja de papel entre su pulgar y su índice, sin mirarlo.

– Sí… supongo que sí.

Un tono de disculpa se enroscó en su voz.

– Vas a venir, ¿verdad? Estoy seguro de que Rose habló de tu asistencia. La fiesta va a tener lugar en el jardín oval, el sábado por la tarde, a las dos.

Eliza dibujó una enredadera al margen de la página. Rose sabía que a ella no le importaban las fiestas, eso era todo. Rose, tan considerada, trataba de evitarle la agonía de la compañía de la tía Adeline y su círculo social.

La voz de Nathaniel era gentil.

– Rose habla de ti con frecuencia, prima Eliza. Siento que ya te conozco. -Hizo un gesto con su mano-. Me habló de tu jardín, por eso vine hoy. Tenía que ver por mí mismo si era tan bello como lo había pintado con sus palabras.

Eliza lo miró brevemente.

– ¿Y?

– Es tal y como lo describió y mucho más. Ya te lo dije, culpo al jardín por distraerme de mi lectura. Hay algo en la forma en que le da la luz que hace que lo quiera pintar. He garabateado sobre toda la portada del libro. -Sonrió-. No se lo digas a la señora Hodgson Burnett.

– Planté el jardín para Rose y para mí. -La voz le resultaba extraña a sus oídos, se había habituado a estar sola. También se sentía avergonzada de los sentimientos tan transparentes que estaba expresando, y sin embargo no tenía la fuerza para guardar silencio-. Para tener un lugar secreto, un lugar en donde nadie pudiera encontrarnos. En donde Rose pudiera tener un lugar, afuera, para sentarse, aunque no se sintiera bien.

– Rose es en verdad afortunada de tener una prima que se preocupa por ella como tú. Debo extender mi eterna gratitud por haberla atendido tan bien hasta mi aparición. Tú y yo somos una especie de equipo, ¿no?

No, pensó Eliza, no lo somos. Rose y yo somos un equipo de dos. Tú eres un añadido. Temporal.

Se puso de pie, sacudió sus pantalones y sostuvo el libro contra su corazón.

– Y ahora debo despedirme. La madre de Rose se rige por reglas y normas y sospecho que no tolerará alegremente que llegue tarde a la mesa para almorzar.

Eliza, quien lo había seguido hasta la entrada, lo observó partir. Cerró la puerta a su paso, y luego se sentó en el borde del banco, cuidando de no ocupar el lugar en donde él había dejado tibio el asiento. No había nada que objetar en Nathaniel, y por eso mismo le disgustaba. El encuentro le había dejado un frío pesado en el pecho. Fue la mención de la fiesta en el jardín y Rose, su confianza en la calidad de sus afectos. La gratitud que había extendido a Eliza, aunque expresada con perfecta gentileza, dejaba en ella poca duda de que él la consideraba una amiga. Y ahora, el haber penetrado en el jardín, haber hallado con tanta facilidad el camino por el laberinto…

Eliza apartó semejantes pensamientos de su mente. Tenía que regresar al cuento de hadas. La princesa estaba a punto de seguir a su fiel sirviente hacia la cueva del hada. Con tales medios sería olvidado este encuentro intranquilizador.

Pero, por más que lo intentara, el entusiasmo de Eliza había desaparecido llevándose con él su inspiración. Un argumento que la había llenado de alegría cuando comenzó se le revelaba ahora como débil y transparente. Eliza tachó lo escrito. No serviría. Y sin embargo, sin importar cómo alterara el desarrollo, no podía hacerlo funcionar, porque ¿qué princesa de cuentos de hadas elige a su doncella en vez de al príncipe?


* * *

El sol brillaba con tanta fuerza como si Adeline hubiera dado una orden a Dios. Los lirios extras llegaron a tiempo y Davies recorrió los jardines en busca de especies exóticas con las cuales rematar los arreglos. La lluvia nocturna que había mantenido a Adeline despierta y ansiosa había conseguido agregarle brillo al jardín, de modo que cada hoja parecía haber sido pulida individualmente, y a lo largo del césped recién cortado, sillas con almohadones estaban artísticamente distribuidas. Los camareros contratados estaban en fila junto a las escaleras, modelos de calma y control, mientras que en la cocina, apartados de la vista y de la mente, el cocinero y su equipo trabajaban sin cesar.

Los invitados habían comenzado a llegar a la rotonda durante el último cuarto de hora, y Adeline había estado cerca para recibirlos y acompañarlos en dirección al jardín. Qué impresionantes lucían en sus finos sombreros, aunque ninguno tan exquisito como el de Rose, traído especialmente de Milán.

Desde donde estaba ahora de pie, oculta por el gigantesco rododendro, Adeline inspeccionó a los invitados. Lord Ashfield y señora, sentados junto a lord Irving-Brown; sir Arthur Mornington, tomando el té junto al juego de croquet mientras los jóvenes Churchill reían y jugaban; lady Susan Heuser manteniendo una conversación tête-á-tête con lady Carolina Aspley.

Adeline sonrió. Había hecho bien. No sólo la fiesta en el jardín había sido lo adecuado para dar la bienvenida a los recién casados, la cuidadosa selección de conocedores, chismosos y trepadores sociales brindaba la mejor oportunidad para correr la voz sobre los retratos de Nathaniel. Junto a las paredes del vestíbulo de entrada, Thomas había colgado los cuadros que consideraba mejores, y luego, cuando se hubiera servido el té, había planeado acompañar a los invitados más selectos a verlos. De ese modo su yerno sería introducido como tema para las plumas ávidas de los críticos de arte y para las lenguas afiladas de quienes imponían la moda en la sociedad.

Todo lo que Nathaniel tenía que hacer era cautivar a los invitados la mitad de lo que había cautivado a Rose. Adeline examinó el grupo y descubrió a su hija sentada junto a Nathaniel y la americana, la señora Hodgson Burnett. Adeline había dudado si invitar a la señora Hodgson Burnett, porque mientras que un divorcio parecía desafortunado, dos era más parecido a la perdición. Pero la escritora tenía, no cabía duda, buenos contactos en el continente, y por lo tanto Adeline había decidido que el beneficio de su asistencia era mayor que su infamia.

Rose rió ante algo que la mujer había dicho y una cálida oleada de satisfacción inundó a Adeline. Rose estaba espectacularmente bella hoy, tan radiante como el muro de rosas que ofrecía un glorioso telón de fondo. Se la veía feliz, pensó Adeline, como una mujer joven debe verse cuando está recién casada, y las promesas y votos acaban apenas de cruzar sus labios.

Su hija volvió a reír, y Nathaniel señaló en dirección al laberinto. Adeline deseaba que no perdieran un tiempo precioso en charlar sobre el jardín amurallado o alguna de las otras tonterías de Eliza cuando debían estar hablando de los retratos de Nathaniel. Porque ¡ah! ¡Qué inesperado don de la providencia el traslado de Eliza!

Durante las semanas de preparativos de la fiesta, Adeline había permanecido despierta noche tras noche preguntándose cómo impedir del mejor modo posible que la muchacha arruinara el día. Qué bendita sorpresa la mañana que apareció junto al escritorio de Adeline pidiendo permiso para ocupar la distante cabaña. En su honor, había que admitir que había conseguido mantener oculta la alegría que sentía. Que Eliza se retirara a la cabaña era el arreglo más deseable a cualquier otro que Adeline hubiera pergeñado, y la retirada había sido total. Adeline no había visto ni sombra de la muchacha desde su partida; toda la casa se sentía más leve y más espaciosa. Por fin, tras ocho largos años, se había librado de la sofocante gravedad de la órbita de la muchacha.

El asunto más espinoso había sido determinar cómo convencer a Rose de que la exclusión de Eliza era lo mejor. La pobre Rose siempre había estado ciega en lo que a Eliza se refería, y nunca había percibido en ella la amenaza que Adeline sabía que existía. De hecho, una de las primeras cosas que su querida niña hizo al llegar de su luna de miel fue preguntar respecto a la ausencia de su prima. Cuando Adeline dio una juiciosa explicación sobre por qué Eliza vivía ahora en la cabaña, Rose había fruncido el ceño -parecía tan repentino, dijo ella- y resolvió ir a ver a Eliza a primera hora del día siguiente.

Tal visita era impensable, por supuesto, si el leve engaño de Adeline iba a desarrollarse como estaba planeado. Por tanto, a la mañana siguiente, inmediatamente después del desayuno, Adeline fue en busca de Rose a sus nuevos aposentos, donde la encontró preparando un delicado arreglo floral. Mientras Rose tomaba un clemátide color crema de entre las demás flores, Adeline preguntó, en tono despreocupado y sereno: «¿Crees que Eliza debe ser invitada a la fiesta del jardín?».

Rose se volvió, la clemátide chorreando agua por el extremo de su tallo.

– Por supuesto que debe venir, mamá. Eliza es mi más querida amiga.

Adeline apretó los labios: era la respuesta que había anticipado y por lo tanto estaba preparada. La apariencia de capitulación es siempre un riesgo calculado, y Adeline lo desplegó con sabiduría. Una secuencia de frases que había preparado de antemano, repetidas una y otra vez por lo bajo, para que brotaran naturalmente de sus labios.

– Por supuesto, querida. Y si tú deseas su presencia, así será. No discutiremos más sobre el asunto. -Sólo después de tan generosa y amplia concesión se permitió un leve suspiro nostálgico.

Rose le estaba dando la espalda, con un ramo de gardenias en,1a mano.

– ¿Qué sucede, mamá?

– Nada, querida.

– ¿Mamá?

Con cuidado, con cuidado.

– Sólo pensaba en Nathaniel.

Esto hizo que Rose alzara la vista, y se sonrojara levemente.

– ¿Nathaniel, mamá?

Adeline estaba de pie, alisándose el frente de su falda. Sonrió alegre a Rose.

– No te preocupes. Estoy segura de que todo le saldrá bien aunque Eliza esté presente.

– Por supuesto que sí. -Rose dudó, antes de acomodar la gardenia en el arreglo floral. No volvió a mirar a Adeline, pero no fue necesario. Adeline podía imaginar la incertidumbre que alteraba su precioso rostro. Inevitable, apareció la cauta pregunta-: ¿Por qué debería Nathaniel beneficiarse de la ausencia de Eliza?

– Es que esperaba dirigir cierta atención hacia Nathaniel y sus cuadros. Eliza, esa querida niña, tiene una manera de llamar la atención. Esperaba que el día le perteneciera a Nathaniel, y a ti, querida. Pero claro que tendrás a Eliza si tú crees que eso es lo mejor. -Rió entonces, una risa leve y alegre, practicada hasta la perfección-. Además, me atrevería a decir que una vez que Eliza sepa que has regresado antes de tiempo a casa, vendrá a verte con tanta frecuencia que no hay duda de que alguno de los criados le hablará de la fiesta. Y a pesar de su aversión a las reuniones sociales, su devoción hacia ti, querida mía, es tal que insistirá en asistir.

Adeline había dejado sola a Rose, sonriéndose cuando notó el envaramiento de los hombros de su hija. Una clara señal de que el tiro había dado en el blanco.

Tal cual esperaba, Rose apareció en el tocador de Adeline más tarde, ese mismo día, sugiriendo que puesto que a Eliza no le gustaban las fiestas, tal vez podía evitársele que asistiera en esta ocasión. Continuó en voz baja, diciendo que había cambiado de idea respecto de visitar hoy a su prima. Esperaría hasta después de la fiesta del jardín, cuando las cosas se hubieran asentado y las dos pudieran visitarse largo y tendido.


* * *

Un aplauso que hizo erupción en donde estaban jugando al croquet llamó la atención de Adeline. Se tomó las manos enguantadas y compuso una sonrisa impersonal, antes de avanzar por el jardín. Mientras se acercaba al banco, la señora Hodgson Burnett se puso de pie y abrió su blanco parasol. Se despidió de Rose y Nathaniel y comenzó a caminar en dirección al laberinto. Adeline esperaba que no se le ocurriera entrar; la puerta del laberinto había estado cerrada desde primera hora, como señal disuasoria, pero era típico de una americana tener sus propias ideas sobre el asunto. Adeline aceleró el paso -buscar a una invitada perdida no estaba en sus planes para el día- e interceptó a la señora Hodgson Burnett antes de que se alejara demasiado. Le brindó a su invitada una gentil sonrisa.

– Buenos días, señora Hodgson Burnett.

– Ah, buenos días, lady Mountrachet. Y qué bello día que es.

¡Ese acento! Adeline sonrió indulgente.

– No podíamos haber deseado otro mejor. Y veo que se ha reunido con la feliz pareja.

– Monopolizado, más bien. Su hija es la más gloriosa de las criaturas.

– Gracias. Soy bastante parcial en lo que a ella se refiere.

Una risa educada por ambas partes.

– Y su marido claramente la adora -añadió la señora Hodgson Burnett-. ¿No es una maravilla el amor juvenil?

– Me sentí encantada con su compromiso. Un caballero de tanto talento… -la sombra de una pausa-, ¿me imagino que Nathaniel le habrá mencionado sus cuadros?

– No lo hizo. Me atrevería a decir que no le di oportunidad. Estaba demasiado ocupada preguntándole sobre el jardín secreto que dicen que está oculto en esta gran propiedad.

– Una nadería -refutó Adeline con una mínima sonrisa-. Un arriate con flores con una pared a su alrededor. Todas las mansiones de Inglaterra tienen uno.

– No con semejantes historias románticas como parte de ellos, estoy segura. ¡Un jardín reconstruido de las ruinas para ayudar a una delicada joven a recuperar su salud!

Adeline lanzó una quebradiza carcajada.

– ¡Por favor! Creo que mi hija y su esposo le han contado un cuento de hadas. Rose debe su salud a los esfuerzos de un excelente médico, y me permito asegurarle que el jardín es en verdad muy vulgar. Los retratos de Nathaniel, en cambio…

– Sin embargo, me encantaría verlo. El jardín, quiero decir. Se me ha despertado la curiosidad.

Había muy poco que Adeline podía responder frente a eso. Asintió con tanta gracia como pudo y maldijo por detrás de su sonrisa.


* * *

Adeline estaba lista para echarles a Nathaniel y a Rose una seria reprimenda, cuando por el rabillo del ojo percibió un remolino de tela blanca a través de la verja del laberinto. Se volvió, justo a tiempo para ver a Eliza abrir la puerta frente a la señora Hodgson Burnett.

Se llevó la mano a la boca, ahogando el grito antes de poder lanzarlo. De todos los días y todos los momentos posibles. Esa muchacha: siempre corriendo, mal vestida, ciertamente no bienvenida. Con su grosera buena salud, mejillas arreboladas, cabello enredado, sombrero desgarbado y -observó horrorizada Adeline- con las manos desnudas. Algo bueno al menos, llevaba zapatos.

Apretando la comisura de los labios como un títere de madera, Adeline miró a su alrededor, intentando medir el efecto de la irrupción. Un criado estaba junto a la señora Hodgson Burnett, acercándole una silla. Todo parecía en calma, el día no estaba perdido. De hecho, sólo Linus, sentado bajo el arce, ignorando la conversación de lord Appleby, había prestado atención a la nueva aparición, alzando su pequeña maquinaria fotográfica para apuntar a Eliza. Eliza, por su parte, estaba mirando en dirección a Rose, su rostro la imagen de la consternación. Sorprendida, sin duda, de ver a su prima de regreso del continente tan pronto.

Adeline se volvió rápidamente, decidida a evitar que su hija se ofuscara. Pero Rose y Nathaniel no fueron conscientes de la intrusión, demasiado absortos el uno en el otro. Nathaniel se había acomodado en el borde de su silla y estaba sentado de manera tal que sus rodillas casi tocaban (¿o tocaban levemente? Adeline no estaba segura) las de Rose. Entre los dedos sostenía una de las fresas del invernadero de Davies por el tallo, haciendo girar la fruta de un lado al otro, acercándola a los labios de Rose antes de apartarla. A cada oportunidad, Rose reía, el mentón inclinado de modo que el sol acariciaba con su luz moteada su garganta desnuda.

Sonrojada, Adeline alzó su abanico para ocultar la escena. ¡Semejante espectáculo! ¿Qué pensaría la gente? Se podía imaginar los chismes que Carolina Aspley plasmaría sobre el papel, tan pronto como regresara a su casa.

Adeline sabía que era su obligación terminar con semejante comportamiento descontrolado, y sin embargo… Volvió a bajar su abanico, parpadeando por encima del mismo. Por más que lo intentara, no podía apartar la vista. ¡Qué momento! La frescura de la imagen era magnética. Aunque sabía que Eliza estaba causando desmanes a sus espaldas, aunque pensaba que su esposo se comportaba más allá del decoro, era como si el mundo se hubiera detenido y Adeline estuviera de pie, sola en el centro, consciente tan sólo del latido de su corazón. La piel le cosquilleaba, tenía las piernas inesperadamente débiles, y la respiración agitada. Un pensamiento le cruzó la mente antes de poder detenerlo: ¿cómo sería ser amada de ese modo?


* * *

El olor de los vapores de mercurio llenó sus fosas nasales y Linus lo aspiró profundamente. Lo retuvo, sintió cómo se expandía su mente, le ardían los tímpanos, antes de exhalar. Solo en su cuarto oscuro, Linus se sentía como si midiera dos metros de alto, y las piernas eran fuertes, tanto una como la otra. Usando sus pinzas de plata, agitó de un lado a otro el papel fotográfico, observando con cuidado a medida que la imagen comenzaba a materializarse.

Ella jamás consentiría posar. Al principio había insistido, luego había rogado, luego, con el tiempo, había descubierto la naturaleza de su juego. Disfrutaba siendo perseguida, y fue Linus quien tuvo que recalcular sus tácticas.

Y lo había hecho. Mansell había sido enviado a Londres para traer una Kodak-Eastman Brownie, una cosita desagradable, territorio de aficionados sin experiencia, de calidad fotográfica nada comparable a su Tourograph, pero era liviana y transportable y eso era lo importante. Mientras Eliza continuara con su tira y afloja juguetón, Linus sabía que era la única manera de atraparla.

Su mudanza a la cabaña había sido un paso valiente, paso por el cual Linus la admiraba. Él le había regalado el jardín, para que ella llegara a amarlo como su madre antes que ella -nada había iluminado los ojos de su poupée como el jardín amurallado-, pero Linus no había previsto esta reciente deportación. Eliza no se había acercado a la casa desde hacía semanas. Día tras día esperaba junto a las verjas del laberinto, pero ella continuaba atormentándolo con su ausencia.

Y ahora, para complicar todavía más las cosas, Linus había descubierto que tenía un adversario. Tres mañanas antes, mientras montaba su guardia, se había topado de frente con una indeseable vista. Mientras aguardaba a Eliza, ¿qué es lo que había visto aproximarse cruzando las verjas del laberinto en su lugar sino el pintor, el recién casado marido de Rose? Linus se había sorprendido, porque ¿qué pensaba ese hombre que estaba haciendo? ¿La miraba a los ojos? Era impensable, el pintor husmeando su presa.

Pero Linus había ganado al final. Hoy, por fin, su paciencia había sido recompensada.

Inspiró. La imagen estaba apareciendo. Con sólo la leve luz roja para ver, Linus se acercó. Entorno oscuro -los bordes del laberinto- pero más pálido al centro, donde ella había entrado en cuadro. Ella lo había visto inmediatamente, y Linus sintió que su cuello se le entibiaba de placer. Con ojos y labios abiertos, como un animal arrinconado inesperadamente.

Linus entrecerró los ojos, fijos en la fuente con el líquido de revelado. Allí estaba ella. El blanco de su vestido, la delgada cintura… Ah, cómo deseaba poner sus manos en torno a ella, sentir su rápida respiración agitándose temerosa dentro de la caja torácica. Y ese cuello, el pálido, pálido cuello, su pulso temblando, como el de su madre antes que ella. Linus cerró brevemente los ojos y se imaginó el cuello de su poupée con la marca roja. Ella también había intentado abandonarlo.

Él estaba en el cuarto oscuro cuando ella llegó por última vez. Había estado cortando unos cartones para montar su nueva selección de fotografías: grillos del Condado Occidental. Estaba excitado por las fotografías, incluso había considerado preguntarle a su padre si le daba permiso para una pequeña exposición, y hubiera tolerado muy pocas interrupciones. Pero Georgiana era una excepción a la mayoría de las reglas.

Que etérea, que perfecta resultaba, enmarcada en la puerta, la llama de la lámpara acentuando sus facciones. Ella se llevó un dedo a los labios e hizo que silenciara sus palabras antes de pronunciarlas, cerrando con cuidado la puerta al entrar. Él la miró acercarse caminando lentamente hacia él, una leve sonrisa animando sus labios. Su cuidadoso silencio era una de las cosas que más le excitaban, estar a solas con su poupée le provocaba una sugerente sensación de connivencia, extraña en Linus, que tan poco tiempo tenía para los demás y para el que los demás tenían tan poco tiempo.

– ¿Me ayudarás, verdad, Linus? -le había dicho, los ojos abiertos y claros. Y entonces comenzó a hablar de un hombre al que había conocido, un marinero. Estaban enamorados, iban a vivir juntos, un secreto para sus padres, él la ayudaría, ¿verdad? Esos ojos, implorantes, tan ajenos a su dolor. El tiempo se había tensado entre ambos, sus palabras giraban en su cabeza, creciendo y encogiéndose, más fuertes y más leves. Una vida de soledad se había condensado en un instante.

Sin pensárselo dos veces, alzó la mano, todavía sosteniendo el cortaplumas, y lo pasó raudo sobre su piel de color leche, haciendo que ella sintiera su dolor…


* * *

Linus usó sus pinzas para sostener la fotografía cercana a la luz. Entrecerró los ojos, parpadeó. ¡Maldición! Donde debía estar el rostro de Eliza había sólo una luz blanca, manchada de gris. Ella se había movido justo en el preciso momento en el que apretó el disparador. No había sido lo suficientemente rápido y se había desvanecido de entre sus dedos. Linus apretó el puño. Volvió a su memoria, como siempre sucedía en momentos de turbación, aquella niña que se sentó junto a él en el suelo de la biblioteca, le ofreció su muñeca y con ella la promesa de ella misma. Antes de decepcionarlo.

No importaba. Un simple paso atrás, eso era todo, un giro temporal en el juego que estaban jugando, el juego que él había jugado con su madre. Había perdido el tiempo: después del incidente con el cortaplumas, su Georgiana se había desvanecido, para no volver jamás. Pero esta vez tendría más cuidado.

No importaba lo que llevara, no importaba cuánto tuviera que esperar, Linus prevalecería.


* * *

Rose arrancó unos pétalos de la blanca margarita hasta que no quedó ninguno: niño, niña, niño, niña, niño, niña. Sonrió y cerró los dedos en torno al corazón dorado de la flor. Una pequeña hija para Nathaniel y para ella, y luego, tal vez, un niño, y luego uno más de cada. Desde que tenía memoria, Rose había querido una familia propia. Una familia muy diferente de la fría y solitaria vida que había conocido de niña, antes de que Eliza llegara a Blackhurst. Habría intimidad y, sí, amor entre los padres, y muchos niños, hermanos y hermanas que siempre velarían los unos por los otros.

Aunque ésos eran sus deseos, Rose había estado al tanto de suficientes discusiones entre damas para haber entrevisto que, si bien los niños eran una bendición, el acto de concebirlos era una dura prueba. En consecuencia, su noche de bodas, había esperado lo peor. Cuando Nathaniel le quitó el vestido, retirando el encaje que mamá había encargado especialmente, Rose contuvo la respiración, observando con cuidado su rostro. Estaba muy nerviosa. El miedo a lo desconocido se mezclaba con la preocupación por sus marcas, y se sentó conteniendo el aliento. Esperando que él hablara y a la vez temiendo que lo hiciera. Él hizo a un lado el vestido, en silencio. No la miró a los ojos. Recorrió en cambio su cuerpo lenta y minuciosamente con la vista, como quien mira una obra de arte que siempre ha querido examinar. Sus ojos oscuros estaban concentrados, los labios entreabiertos. Alzó su mano y Rose tembló de anticipación; recorrió con un dedo la más larga de las marcas. El roce envió escalofríos al vientre de Rose, así como a su entrepierna.

Más tarde hicieron el amor, y Rose descubrió que lo que decían las damas era cierto, era doloroso. Pero estaba familiarizada con el dolor, y era capaz de salir de sí misma de modo que la experiencia se convirtió en algo que observaba, más que sentía. Se concentró por el contrario en los curiosos cambios en el rostro, tan cercano al suyo -sus ojos cerrados, los tersos y oscuros párpados; la boca en una actitud que rara vez había visto anteriormente; la respiración cada vez más agitada y densa-, y Rose se dio cuenta que era poderosa. En todos los años de salud delicada, nunca había pensado en sí misma como poseedora de fuerza alguna. Ella era la pobre Rose, la delicada Rose, la débil Rose. Pero en el rostro de Nathaniel, Rose leyó su deseo, y eso la hacía fuerte.

Mientras estuvieron en su luna de miel el tiempo pareció volar. En donde una vez existieron horas y minutos, ahora existían sólo días y noches, sol y luna. Resultó toda una sorpresa cuando al regresar a Inglaterra encontraron que el tiempo volvía a ser el de siempre. Una sorpresa también el retornar a la vida en Blackhurst. Rose se había acostumbrado a la privacidad de Italia, y descubrió que ahora le desagradaba la presencia de los otros. Los criados, mamá, incluso Eliza, alguien estaba siempre acechando en los rincones, buscando apartar su atención de Nathaniel. A Rose le habría gustado una casa propia, en donde nadie los molestara nunca, pero sabía que ya habría tiempo para eso. Y comprendía que mamá tenía razón: Nathaniel tendría más posibilidades de conocer a la gente adecuada en Blackhurst, y la casa misma era lo suficientemente amplia para que veinte personas vivieran cómodamente.

Mejor así. Rose posó su mano sobre su vientre. Sospechaba que tendrían necesidad de un cuarto de niños más temprano que tarde. Toda la mañana Rose se había sentido rara, como en posesión de un secreto especial. Estaba segura de que un evento tan importante debía suceder de ese modo, la mujer tomando conciencia inmediata del milagro de la nueva vida dentro de su cuerpo. Llevando el centro de la margarita, Rose regresó hacia la casa, el glorioso sol a sus espaldas. Se preguntó sí debería compartir el secreto con Nathaniel. Sonrió ante la idea. ¡Qué excitado estaría! Porque cuando tuvieran un hijo, entonces estarían completos.

38

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005


Por fin parecía que el otoño caía en la cuenta de que era septiembre. Los últimos días de verano habían sido desplazados de escena y en el jardín oculto las largas sombras se extendían en dirección al invierno. El suelo estaba cubierto de hojas muertas, anaranjadas y verde pálido, y las castañas con sus espinosos abrigos se sentaban orgullosas en las frías ramas.

Cassandra y Christian habían trabajado toda la semana en la cabaña -desenredando trepadoras, limpiando muros manchados de moho, reparando tablones podridos del suelo-. Pero como era viernes, y porque cada uno tenía tantas ganas como el otro, habían acordado que debían prestarle algo de atención al jardín oculto.

Christian estaba cavando un hoyo en donde había estado la puerta sur, intentando llegar al fondo de unos cimientos de piedra de cuarzo excepcionalmente grandes, y Cassandra había pasado dos horas acuclillada junto a la pared norte, arrancando helechos silvestres de lo que debía de haber sido en su momento un arriate. La tarea le recordaba a los fines de semana de su infancia ayudando a Nell a arrancar malezas de su jardín en Paddington, y Cassandra se sentía imbuida de una reconfortante sensación de familiaridad. Había acumulado una buena pila de hojas y raíces a sus espaldas, pero su ritmo estaba disminuyendo. Era difícil no distraerse en el jardín oculto. Cruzar el muro era como entrar en un lugar más allá del tiempo. Eran los muros los que lo provocaban, suponía ella, aunque la sensación de claustro iba más allá de lo físico. Las cosas se escuchaban diferentes allí: los pájaros cantaban más fuerte y las hojas susurraban en la brisa. Los olores eran más concentrados -la húmeda fertilidad, el dulzor de las manzanas- y el aire más límpido. Cuanto más tiempo pasaba en el jardín, más consciente era de que había tenido razón. El jardín no estaba dormido, estaba completamente despierto.

El sol se desplazó levemente, enviando rayos de luz a través de las enredaderas por encima de su cabeza, y una lluvia de pequeñas hojas amarillas cayó de un árbol cercano. Mirándolas aletear, doradas bajo los hilos de luz, Cassandra fue atrapada por un sobrecogedor impulso de dibujar, de capturar en papel ese mágico contraste entre luz y oscuridad. Sus dedos le escocieron, imaginando las pinceladas necesarias para plasmar las líneas de los rayos, la sombra requerida para dar idea de transparencia. El deseo de dibujar la sorprendió con la guardia baja.

– ¿Un descanso para el té? -Al otro extremo del jardín, Christian dejó caer la pala contra el muro. Agarró el extremo de su camiseta gastada y se secó el sudor de la frente.

– Suena bien. -Se sacudió las manos enguantadas contra los vaqueros y comenzó a quitarse la tierra y los restos de helecho, intentando no mirarle el abdomen expuesto-. ¿Quién hierve el agua?

– Yo. -Se arrodilló en el área que habían desbrozado en medio del jardín, y llenó una cacerola con el resto del agua de su cantimplora.

Cassandra se sentó con cuidado. Una semana de trabajos de jardinería le había dejado las pantorrillas duras y los muslos cansados. No es que le importara demasiado. Cassandra obtenía un perverso placer de su cuerpo dolorido. Era prueba irrefutable de su propia existencia física. Ya no se sentía invisible o frágil; tenía más peso, era menos probable que se la llevara la brisa. Y por la noche caía rápidamente a través de las gruesas capas de sueño, despertándose para encontrar a la noche yaciendo a sus espaldas en un sólido discurrir sin sueños.

– ¿Cómo va el laberinto? -le preguntó a Christian mientras éste ponía la olla sobre el pequeño calentador que había traído-. ¿En el hotel?

– Bastante bien. Mike cree que lo habremos limpiado para el invierno.

– ¿Incluso con todo el tiempo que pasas aquí?

Christian sonrió.

– Como era de esperar, Mike tiene bastante que decir al respecto.-Echó el resto del té de la mañana de las tazas y puso una bolsita nueva en cada una.

– Espero no causarte problemas por ayudarme.

– Nada con lo que no pueda lidiar.

– Te agradezco de veras todo lo que has hecho, Christian.

– No es nada. Prometí ayudar, y lo dije en serio.

– Lo sé, y estoy encantada. -Se quitó lentamente los guantes-. Sin embargo, comprendo que tengas que ocuparte de otras cosas.

– ¿Con mi verdadero trabajo, quieres decir? -Rió-. No te preocupes, Mike sigue recibiendo su libra de carne.

Su verdadero trabajo. Y ahí estaba, el tema sobre el que Cassandra se había estado preguntando pero que hasta el momento no había sido capaz de abordar. De algún modo, sin embargo, estando hoy en el jardín, se sintió imbuida de un inusual espíritu de que-fuera-lo-que-Dios-quisiera. Un espíritu como el de Nell. Dibujó un arco en la tierra con su tacón.

– ¿Christian?

– ¿Cassandra?

– Me estaba preguntando -dibujó sobre el arco, luego agregó una sombra debajo-, hay algo que tenía intención de preguntarte, algo que Julia Bennett mencionó. -Le miró a los ojos pero no sostuvo su mirada mucho tiempo-. ¿Por qué estás en Tregenna trabajando para Michael en vez de ejercer de médico en Oxford?

Cuando Christian no respondió, ella se animó a mirarlo nuevamente. Su expresión era difícil de interpretar. Se encogió levemente de hombros, sonriendo a medias.

– ¿Por qué estás en Tregenna renovando una casa nueva sin tu esposo?

Cassandra inspiró hondo, sorprendida más que otra cosa. Sin pensarlo, sus dedos comenzaron su habitual jugueteo con su anillo de bodas.

– Yo… yo soy… -un montón de respuestas evasivas se acumularon como burbujas en la punta de su lengua, pero luego escuchó una voz, no del todo la suya-: No tengo esposo. Lo tuve una vez, sólo que… hubo un accidente… Nick…

– Lo siento. Mira, no tienes por qué decírmelo. No quise…

– Está bien, yo…

– No, no lo está. -Christian se revolvió el cabello, extendió luego la palma de su mano-. No debería haber preguntado.

– No ha sido culpa tuya, yo pregunté primero. -Y de un modo extraño que Cassandra no podía definir, una pequeña parte de sí misma estaba feliz de haber dicho esas palabras. Haber dicho el nombre de Nick era un alivio, la hacía sentir, de alguna manera, menos culpable de estar todavía viva y él no. Que ella estuviera allí, ahora, con Christian.

La olla estaba sacudiéndose sobre el calentador, escupiendo agua. Christian la inclinó hacia un lado para llenar las tazas, luego agregó una cucharada de azúcar en cada una y revolvió con rapidez. Le entregó una a Cassandra.

– Gracias. -Entrelazó sus dedos en torno al cálido estaño y sopló con delicadeza sobre la superficie.

Christian tomó un sorbo, frunciendo el rostro al quemarse la lengua.

Un ruidoso silencio se extendió entre ambos y Cassandra trató de pensar en algún tema para reanudar la conversación. Ninguno le pareció adecuado.

Por fin, Christian habló.

– Creo que tu abuela fue afortunada en no conocer su pasado.

Con la punta de su meñique, Cassandra retiró un fragmento de hoja de su té.

– Es un don, ¿no crees?, el ser capaz de mirar adelante y no hacia atrás.

Ella fingió concentrarse en la hoja que había rescatado.

– Para algunas cosas.

– No, para todas las cosas.

– Es terrible olvidar por completo el pasado.

– ¿Por qué?

Ella miró de soslayo, intentando discernir si lo estaba preguntando en serio o no. Su expresión no parecía burlona.

– Porque entonces sería como si nunca hubiera sucedido.

– Pero sucedió, nada puede cambiar eso -replicó Christian.

– Sí, pero tú no lo recordarías.

– ¿Entonces?

– Entonces…-Cassandra tiró a un lado la hoja y se encogió levemente de hombros-. Necesitas de los recuerdos para mantener vivas las cosas del pasado.

– Eso es lo que digo. Sin la memoria todos podrían seguir adelante. Continuar.

Las mejillas de Cassandra se enrojecieron y se ocultó detrás de un sorbo de té. Luego otro. Christian la estaba aleccionando sobre la importancia de relegar el pasado a la historia. Ella lo había esperado de Nell y Ben, había aprendido a asentir sombría cuando alguna de sus tías expresaba sentimientos similares, pero esta vez era distinto. Se había estado sintiendo tan positiva, mucho más liviana que habitualmente, como si su perfil, por lo general borroso, fuera más claro allí donde estaba. Había estado disfrutando de sí misma. Se preguntó cuándo precisamente la habría catalogado como causa perdida necesitada de ayuda. Se sintió avergonzada y, más que eso, de alguna manera, decepcionada.

Tomó otro sorbo de té y echó una mirada a Christian. Su atención estaba dirigida a un palo que estaba trenzando con hojas secas, y su expresión era difícil de leer. Ciertamente preocupado, pero más que eso: distraído, distante, solitario.

– Christian…

– Estuve con Nell una vez, ¿sabes?

La cogió por sorpresa.

– ¿Mi abuela, Nell?

– Supongo que era ella. No puedo pensar quién más habría podido ser, y las fechas parecen coincidir. Tenía once años, así que debió de ser en 1975. Llegué aquí a ocultarme, y estaba desapareciendo por el muro cuando alguien me agarró del pie. No me di cuenta, al principio, de que era una persona, pensé por un segundo que mis hermanos no mentían cuando aseguraban que la cabaña estaba encantada, que algún fantasma o bruja me iba a convertir en seta. -Sus labios se curvaron en una media sonrisa, y aplastó la hoja en su puño, dejando caer los pedacitos al suelo-. Pero no era un fantasma, era una mujer mayor, con un extraño acento y rostro triste.

Cassandra imaginó el rostro de Nell. ¿Había sido triste? Formidable, sí, no dado a una calidez innecesaria, pero ¿triste? No sabría decirlo; su familiaridad hacía que semejante crítica le resultara imposible.

– Tenía el cabello cano -dijo-, recogido en lo alto.

– En un moño.

Él asintió, sonrió levemente y luego inclinó su taza para vaciarla. Hizo a un lado el palo trenzado.

– ¿Estás más cerca de resolver su misterio?

Cassandra exhaló aire lentamente; había algo definitivamente sin resolver en Christian esa tarde. Su humor le recordaba los haces de luz a través de las enredaderas. Eran inasibles, brillantes, de alguna manera mutables.

– La verdad es que no. Los cuadernos de Rose no contenían la revelación que esperaba.

– Ningún comentario titulado: «¿Por qué Eliza pudo llevarse alguna vez a mi hija?» -Sonrió.

– Desgraciadamente, no.

– Al menos has tenido una lectura interesante antes de dormir.

– Eso si no cayera dormida tan pronto como apoyo la cabeza en la almohada.

– Es el aire marino -dijo Christian, poniéndose de pie y volviendo a tomar su pala-. Es bueno para el alma.

Eso parecía cierto. Cassandra también se puso de pie.

– Christian -dijo, sacudiendo sus guantes-, sobre los cuadernos…

– ¿Sí?

– Hay algo en lo que esperaba que fueras capaz de ayudarme. Una especie de misterio.

– Ah, ¿sí?

Ella lo miró, un tanto dubitativa, dado su esquivo comportamiento sobre el tema.

– Es una pregunta médica.

– De acuerdo.

– Rose menciona ciertas marcas en su vientre. Por lo que puedo colegir, son bastante grandes, lo suficientemente notables como para que la avergüencen, e hizo un par de consultas médicas con su médico, Ebenezer Matthews.

El se encogió de hombros, disculpándose.

– Dermatología no era mi especialidad.

– ¿Cuál era entonces?

– Oncología. ¿Dio Rose algún otro dato? ¿Color, tamaño, tipo, cantidad?

Cassandra negó con la cabeza.

– Habla de ello por encima, mediante eufemismos.

– Típica gazmoñería victoriana. -Paseó de un lado a otro con la pala, mientras pensaba-. Podía haber sido cualquier cosa. Cicatrices, manchas de pigmentación. ¿Menciona alguna cirugía?

– Nada, que yo recuerde. ¿Qué tipo de cirugía?

Se llevó una mano al costado.

– Bueno, por lo que se me ocurre, podía haber sido apendicitis, los riñones o los pulmones pueden haber requerido alguna intervención. -Alzó las cejas-. Tal vez hidátides. ¿Es posible que haya estado cerca de alguna granja?

– Había granjas en la propiedad.

– Ésa es, definitivamente, la razón más común por la que un niño Victoriano tendría cirugía abdominal.

– ¿Qué es, exactamente?

– Un parásito, la lombriz solitaria. Vive en los perros pero parte de su ciclo transcurre en humanos u ovejas. Suele instalarse en los riñones o el hígado, pero a veces termina en los pulmones. -La miró-. Es posible, pero me temo que a menos que le preguntemos o que encuentres más información en sus cuadernos, dudo que alguna vez lo sepamos a ciencia cierta.

– Les echaré otro vistazo esta tarde, a ver si pasé algo por alto.

– Y yo seguiré pensando en el asunto.

– Gracias. Pero no le des muchas vueltas, es sólo curiosidad. -Se puso los guantes, entrelazando sus dedos para ajustárselos.

Christian clavó varias veces la pala en la tierra.

– Había demasiada muerte.

Cassandra lo miró perpleja.

– Mi trabajo, oncología; era demasiado implacable. Los pacientes, las familias, las pérdidas. Pensé que sería capaz de sobrellevarlo, pero se acumula, ¿sabes? Con el tiempo.

Cassandra pensó en los últimos días de Nell, el espantoso olor del hospital, la fría ausencia de las paredes.

– Lo cierto es que nunca estuve capacitado para ello. Me di cuenta cuando todavía estaba en la universidad.

– ¿No pensaste en cambiar de carrera?

– No quería decepcionar a mi madre.

– ¿Ella quería que fueras médico?

– No lo sé. -La miró a los ojos-. Murió cuando era niño.

Entonces Cassandra comprendió. Cáncer. Entendió además por qué estaba tan decidido a olvidar el pasado.

– Lo siento mucho, Christian.

Asintió, mirando cómo un pájaro negro pasaba volando bajo.

– Parece que va a llover. Cuando los cuervos pasan así es que viene la lluvia. -Sonrió con timidez, como si se disculpara por el abrupto cambio de tema-. La meteorología no tiene nada que envidiarle al folclore de Cornualles.

Cassandra tomó un rastrillo.

– Creo que trabajaremos una media hora más y luego daremos por terminada la jornada.

Christian miró al suelo, de pronto, y golpeó el suelo con su bota.

– ¿Sabes?, me iba a tomar una copa en el pub, camino de casa. -La miró-. Supongo que no…, es decir, me pregunto si querrías venir.

– Claro -se escuchó decir-. ¿Por qué no?

Christian sonrió y su rostro pareció relajarse.

– Fantástico. Será fantástico.

Una fresca y húmeda ráfaga de aire salino hizo que una hoja de olmo fuera a caer sobre la cabeza de Cassandra. Se la quitó y volvió a concentrar su atención sobre los helechos, enterró el pequeño rastrillo debajo de una larga raíz e intentó arrancarla de la tierra. Y sonrió, aunque no estaba segura de por qué.


* * *

Una banda había estado tocando en el pub, así que se quedaron y pidieron empanadas y patatas fritas. Christian contó graciosas anécdotas sobre su persona, sobre su regreso a casa con su padre y su madrastra, y Cassandra reveló alguna de las excentricidades de Nell: su rechazo a usar un mondador porque no podía pelar tan bien como con un cuchillo, el hábito de adoptar los gatos de otros, el hecho de que hubiera hecho montar la muela de juicio de Cassandra en plata y la convirtiera en un colgante. Christian había reído, y el sonido agradó tanto a Cassandra que se descubrió también ella riendo.

Había oscurecido cuando por fin la dejó en el hotel, el aire espeso con la niebla, por lo que los faros del coche brillaban amarillos.

– Gracias -dijo Cassandra al salir-. Lo he pasado muy bien. -Y en verdad así había sido. Un buen rato inesperado. Sus fantasmas habían estado con ella, como siempre, pero no se habían sentado tan cerca.

– Me alegra que hayas venido.

– Sí. Yo también me alegro. -Cassandra sonrió sobre su hombro, aguardó un momento, y luego cerró la portezuela. Saludó mientras el automóvil desaparecía en la niebla.

– Mensaje telefónico -anunció Samantha agitando un pequeño papel cuando Cassandra entró en el vestíbulo-. Has salido, ¿no?

– Al pub, sí. -Cassandra tomó el papel, ignoró las enarcadas cejas de Samantha.

«Llamada de Ruby Davies», leyó. «Llegará a Cornualles el lunes. Reservó habitación en el hotel Blackhurst. ¡Espera informes de la investigación!»Cassandra sintió una oleada de genuino placer. Sería capaz de mostrarle a Ruby la cabaña, los cuadernos y el jardín oculto. Ruby, lo sabía, era alguien que podía comprender lo especial que era todo eso. A ella también le gustaría Christian.

– ¿Alguien te trajo a casa, no? Parecía el coche de Christian Blake.

– Gracias por el mensaje -contestó Cassandra sonriente.

– No es que haya podido ver nada -dijo Samantha mientras Cassandra desaparecía por las escaleras-. No estaba espiando ni nada.

De regreso a su habitación, Cassandra preparó un baño con agua caliente, echando unas sales de lavanda que Julia había encontrado para sus cansados músculos. Tomó consigo los cuadernos y los puso sobre una toalla seca en el suelo de baldosas. Cuidando de mantener su mano izquierda seca para pasar las páginas, se metió en la bañera, suspirando con placer mientras el agua sedosa la rodeaba, y luego reclinó la cabeza contra el borde de porcelana y abrió el primero de los cuadernos, esperando que algún detalle pasado por alto sobre las marcas de Rose se le apareciera.

Para cuando el agua estaba tibia y los pies de Cassandra arrugados, poco había encontrado que le fuera útil. Sólo las mismas veladas menciones de Rose sobre las «marcas» que la avergonzaban.

Pero había encontrado algo más de interés. No vinculado a las marcas, pero sin embargo curioso. No eran sólo las palabras, sino el tono del comentario lo que impactó a Cassandra. No pudo quitarse la impresión de que querían decir mucho más de lo que aparentaban.


Abril de 1909. Las obras han dado comienzo en el muro de la cabaña. Mamá consideró, correctamente, que era mejor hacerlo mientras Eliza estuviera lejos. La cabaña es demasiado vulnerable. No había problema en que estuviera expuesta en los viejos tiempos, cuando su uso era más execrable, pero ya no necesita transmitir señales en dirección al mar. Todo lo contrario: no hay nadie entre nosotros que desee verse expuesto. Y una nunca puede ser lo suficientemente cuidadosa, porque donde hay mucho por ganar, también hay mucho por perder.

39

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1909


Rose estaba llorando. Sus mejillas estaban cálidas y la almohada mojada, pero seguía llorando. Apretó los ojos contra la luz invernal que se filtraba y lloró como no lo había hecho desde que era pequeña. ¡Desgraciada, desgraciada mañana! ¿Cómo se atrevía el sol a regodearse sobre su miseria? ¿Cómo se atrevían los demás a seguir con sus cosas como si Dios estuviera en el cielo, cuando una vez más Rose había despertado para ver el fin de su esperanza escrito con sangre? ¿Cuánto más, se preguntó, cuántas veces más debía tolerar esa desazón mensual?

De alguna horrorosa manera, era mejor saber, porque sin duda los peores días eran los de en medio. Los largos días en los que Rose se permitía imaginar, soñar, esperar. Esperanza, cómo había llegado a odiar la palabra. Era una insidiosa semilla plantada en el alma de una persona, sobreviviendo a escondidas con escasos cuidados, y luego floreciendo tan espectacularmente que nadie podía sino celebrarla. Era la esperanza también la que impedía que una persona se dejara aconsejar por la experiencia. Porque cada mes, después de la semana de sangrado, Rose sentía el renacimiento de la cruel criatura, y el recuerdo de su experiencia era nuevamente borrado. No importaba que se prometiera que esa vez no seguiría el juego, no caería presa de los crueles y propicios susurros, como hacía siempre. Porque la gente desesperada se aferra a la esperanza como marinos al naufragio.

En el transcurso de un año había habido sólo una leve demora en el terrible ciclo. Un mes en que el sangrado no había llegado. El doctor Matthews había sido convocado como corresponde, había conducido un examen y pronunciado las benditas palabras: estaba embarazada. Qué bendición escuchar el deseo más ferviente del propio corazón expresado con tanta calma, con tan poca consideración por los meses de despecho anteriores, con firmeza y confianza en que todo continuaría. Su vientre se expandiría y un bebé nacería. Ocho días había alimentado esa preciosa noticia, susurrado palabras de amor a su plano vientre, caminado y hablado y soñado de otro modo. Y entonces, en el noveno día…

Un golpe en la puerta, pero Rose no se movió. Vete, pensó, vete y déjame tranquila.

La puerta se abrió y alguien entró, irritantemente intentando mantenerse en silencio. Un ruido -algo que colocaban sobre la mesilla- y luego una suave voz junto a su oído.

– He traído el desayuno.

Mary otra vez. Como si no hubiera sido suficiente que Mary hubiera visto las sábanas, marcadas con su oscuro reproche.

– Debe mantener el ánimo en alto, señora Walker.

Señora Walker. Las palabras hacían que a Rose se le encogiera el estómago. Cómo había querido ser la señora Walker. Después de conocer a Nathaniel en Nueva York había asistido a una fiesta tras otra con el corazón en la boca, recorriendo los salones con la mirada hasta encontrarlo, conteniendo la respiración hasta que sus ojos se cruzaban y sus labios se abrían en una sonrisa, sólo para ella.

Y ahora el nombre era suyo y sin embargo había demostrado no ser merecedora del mismo. Una esposa que no podía cumplir con la función más básica de una mujer casada. Que no podía darle a su esposo las cosas que una esposa debe darle. Niños saludables, niños felices que corretearían por la casa, darían volteretas en la arena, o se esconderían de la institutriz.

– No debe llorar, señora Walker. Ya le llegará, en el momento oportuno.

Cada palabra de aliento era una amarga espina.

– ¿Llegará, Mary?

– Por supuesto, señora.

– ¿Qué hace que estés tan segura?

– Tiene que suceder, ¿no? La mujer no puede evitarlo aunque lo quiera. No por mucho tiempo. Hay muchas a quienes conozco que serían felices de escaparse si supieran cómo.

– Miserables desagradecidas -despreció Rose con el rostro enrojecido y húmedo-. Tales mujeres no merecen la bendición de tener hijos.

Los ojos de Mary se nublaron con algo que Rose asumió como pena. En vez de abofetear las rellenas y saludables mejillas de su criada, se volvió y se acurrucó bajo las sábanas. Alimentó su dolor en el fondo del vientre. Se rodeó con la oscura y vacía nube de la pérdida.


* * *

Nathaniel podía haberla dibujado dormido. El rostro de su esposa le era tan familiar que a veces pensaba conocerlo mejor que sus propias manos. Terminó la línea que estaba trazando y la borroneó levemente con el pulgar. Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza. Era hermosa, en eso había tenido razón. El cabello oscuro y la piel pálida, la bella boca. Y sin embargo no le daba placer.

Guardó el boceto en su carpeta. Ella estaría feliz de recibirlo, como siempre. Su petición de que le hiciera nuevos retratos era tan desesperada que nunca podía decirle que no. Si él no le presentaba uno cada pocos días, era capaz de ponerse a llorar y solicitarle promesas de amor. Él ahora la dibujaba de memoria, en vez de hacerla posar. Esto último era demasiado doloroso. Su Rose había desaparecido dentro de su pena. La joven mujer a la que había conocido en Nueva York había sido engullida por esta sombra de Rose, con ojos ojerosos por falta de sueño, la piel consumida por la preocupación y los miembros agitados. ¿Algún poeta había descrito adecuadamente la miserable fealdad de la persona amada cuando se ahoga en la pena?

Noche tras noche ella se le presentaba y él consentía. Pero el deseo de Nathaniel había desaparecido. Lo que una vez lo había excitado ahora lo llenaba de angustia, y lo que es peor, de culpa. Culpa de que cuando hacían el amor ya no podía tolerar mirarla. Culpa por no poder darle lo que ella quería. Culpa de no querer un bebé tan desesperadamente como ella y que Rose no le creyera. No importaba cuántas veces le asegurara que ella era suficiente para él, Rose no se daba por convencida.

Y ahora, lo más mortificante de todo, su madre había ido a verlo al estudio. Había examinado sus retratos con cierto envaramiento, antes de sentarse en la silla junto a su atril y lanzarle un sermón. Rose era delicada, comenzó, siempre lo había sido. El instinto animal del esposo podía ser nocivo y sería lo mejor para todos si él desistiera por un tiempo. Tan desasosegante era tener semejante conversación con su suegra que Nathaniel fue incapaz de encontrar palabras ni deseos de explicar su posición al respecto.

En cambio, había consentido en buscar la soledad en los jardines de la propiedad, en vez de su estudio. El cenador se había convertido en su lugar de trabajo. Todavía estaba fresco en marzo, pero Nathaniel estaba más que dispuesto a olvidarse de su comodidad. El clima hacía menos probable que alguien buscara su compañía. Finalmente, podía estar tranquilo. Dentro de la casa, en invierno, con los padre^ de Rose y sus sofocantes necesidades, había sido opresivo. Su angustia y decepción se habían filtrado en los muros, las cortinas, las alfombras. Era la casa de los muertos: Linus encerrado en su cuarto oscuro, Rose en el dormitorio, Adeline acechando por los corredores.

Nathaniel se inclinó hacia delante, su atención atraída por la débil luz del sol a través de las ramas de los rododendros. Sus dedos le escocieron, deseosos de capturar la luz y la sombra. Pero no había tiempo. La tela de lord Mackelby esperaba frente a él en el atril, la barba ya pintada, las mejillas enrojecidas, la frente arrugada. Sólo faltaban los ojos. Los ojos eran siempre lo que no lograba Nathaniel con el óleo.

Seleccionó un pincel y retiró un pelo suelto. Estaba a punto de aplicar pintura a la tela cuando sintió que le ardían los brazos, un extraño sexto sentido de su soledad alertándole. Miró por encima de su hombro. Tal como era de esperar, un sirviente estaba de pie a sus espaldas. Se agitó.

– Por amor de Dios, hombre -protestó Nathaniel-. No te acerques de ese modo. Si tienes algo que decirme, ven, ponte frente a mí y dilo. No hay necesidad de semejante sigilo.

– Lady Mountrachet manda avisar que el almuerzo se servirá más temprano, señor. El carruaje para Tremayne Hall partirá a las dos de la tarde.

Nathaniel maldijo en silencio. Se había olvidado de Tremayne Hall. Otro más de los acaudalados amigos de Adeline queriendo cubrir las paredes con sus efigies. ¡Tal vez con un poco de suerte su modelo insistiría en que retratara también a sus tres pequeños perros!

Pensar que alguna vez se había excitado ante semejantes presentaciones, había sentido su estatus elevarse como la vela en un barco nuevo. Había sido un ciego, ignorante del coste que tal éxito tendría. Los encargos habían aumentado, pero su creatividad se había reducido de forma significativa. Estaba realizando retratos del mismo modo que esas nuevas fábricas de producción en serie de las que los hombres de negocios hablaban constantemente, frotándose las sudorosas manos con placer. Sin tiempo para detenerse, para mejorar, para modificar sus métodos. Su trabajo ya no era el de un orfebre, ya no tenía dignidad o humanidad en sus pinceladas.

Lo peor de todo, mientras estaba ocupado produciendo retratos, el tiempo para el dibujo, su verdadera pasión, estaba escapándosele entre los dedos. Desde su llegada a Blackhurst sólo había realizado un dibujo y un puñado de bocetos de la casa y sus habitantes. Sus manos, su habilidad, su espíritu, todo había sido atrofiado.

Había elegido mal, ahora lo entendía. Si sólo hubiera prestado atención a las peticiones de Rose y hubiera buscado una nueva casa para ellos después de casarse, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Tal vez estarían felices, con un montón de niños a sus pies, y la satisfacción de la creación en la yema de sus dedos.

Pero tal vez todo fuera lo mismo. Él y ella, obligados a soportar una tortura similar en circunstancias más agobiantes. Y allí estaba el meollo. ¿Cómo iba a esperarse que eligiera, un joven que había conocido la pobreza, un camino de más privaciones?

Y ahora Adeline, como la mismísima Eva, había comenzado a susurrar sobre un posible retrato del rey. Y aunque estaba cansado de los retratos, aunque se odiaba por haber dejado de lado tan completamente su pasión, la piel se le erizaba a Nathaniel ante la mera sugerencia.

Dejó a un lado el pincel y se limpió una mancha de pintura del pulgar. Estaba a punto de dirigirse hacia el almuerzo cuando su carpeta le llamó la atención. Con una mirada hacia la casa sacó de su interior sus bocetos secretos. Había estado trabajando en ellos de vez en cuando durante una quincena, desde que había leído los cuentos de hadas de la prima Eliza hallados entre las cosas de Rose. Aunque estaban pensados para niños, los mágicos relatos de coraje y moralidad tenían un singular modo de meterse bajo la piel. Los personajes habían entrado en su mente y cobrado vida, su simple sabiduría, un bálsamo para su mente confundida, sus desagradables problemas de adulto. Se había encontrado, en momentos de distracción, garabateando líneas que se habían transformado en una vieja frente a una rueca, la reina de las hadas con su larga trenza, la princesa pájara atrapada en su jaula de oro.

Y lo que había comenzado como simples garabatos, ahora se habían convertido en dibujos. Oscureciendo las sombras, afirmando los trazos, acentuando las expresiones faciales. Los observó e intentó no prestar atención al membrete del papel que Rose le había comprado de recién casados, intentó no pensar en épocas más felices.

Los dibujos no estaban todavía terminados, pero estaba satisfecho con ellos. De hecho, era el único proyecto que parecía darle algún placer, que le permitía escapar del castigo en que se había convertido su vida. Con el corazón agitado, Nathaniel colocó los pergaminos sobre su atril. Después del almuerzo iba a permitirse dibujar, dibujar sin motivo, como había hecho alguna vez de niño. Los ojos sombríos de lord Mackelby podían esperar.


* * *

Por fin, con la ayuda de Mary, Rose estuvo vestida. Había estado sentada en su silla de convaleciente toda la mañana, pero después se había decidido a salir de su cuarto. ¿Cuándo había dejado por última vez esas cuatro paredes? ¿Dos días atrás? ¿Tres? Al tratar de ponerse en pie, estuvo a punto de caer. Estaba mareada y con el estómago revuelto, sensaciones familiares de su infancia. Entonces, Eliza había sido capaz de levantarle el ánimo con historias de hadas, y cuentos que había escuchado en la cala. Si tan sólo el remedio para su aflicción de adulta fuera tan sencillo.

Había pasado algún tiempo desde que Rose viera a Eliza. La espiaba en ocasiones desde su ventana, caminando por el jardín o de pie junto al acantilado, una mancha distante con largos cabellos rojos sueltos. Una o dos veces Mary había llegado a su puerta con el mensaje de que la señorita Eliza estaba abajo, esperando ser recibida, pero Rose siempre se había negado. Amaba a su prima, pero la batalla emprendida contra el dolor y la esperanza consumían todas las energías que podía reunir. Y Eliza era tan entusiasta, tan llena de vitalidad, posibilidades, salud… Era más de lo que Rose podía tolerar.

Liviana como un fantasma, Rose deambuló por el pasillo alfombrado, la mano descansando sobre la barandilla para mantener el equilibrio. Esa tarde, cuando Nathaniel volviera de su reunión en Tremayne Hall, iría con él al cenador. Haría frío, claro, pero ella haría que Mary la abrigara, Thomas podía llevar una otomana y una manta para su comodidad. Nathaniel debía de sentirse muy solo allí fuera, estaría feliz de tenerla a su lado una vez más. Podría dibujarla reclinada. A Nathaniel le gustaba dibujarla, y era su responsabilidad como esposa ofrecer confort a su marido.

Rose casi había llegado a las escaleras cuando escuchó voces flotando en el corredor, plagado de corrientes de aire.

– Dice que no piensa comentar nada, que no es asunto de nadie, sino de ella. -Las palabras resaltadas por el roce de las escobas contra el suelo.

– La señora no se va a alegrar cuando se entere.

– La señora no se enterará.

– Si tiene ojos en la cara se dará cuenta. No hay muchos que no puedan ver cuando una muchacha engorda en su embarazo.

Rose se llevó una mano helada a la boca; avanzó lentamente por el pasillo, intentando oír la conversación.

– Dice que todas las mujeres de su familia engordan poco. Que será capaz de ocultarlo bajo su uniforme.

– Esperemos que tenga razón, o de lo contrario la echarán.

Rose llegó al rellano de las escaleras justo a tiempo para ver a Daisy desaparecer por el pasillo de los sirvientes. Sally no tuvo la misma suerte.

La sirvienta inspiró hondo y sus mejillas se colorearon desagradablemente.

– Lo siento, señora. -Una apurada reverencia, la escoba enredada en sus faldas-. No la vi.

– ¿De quién hablabas, Sally?

El sonrojo se extendió hasta la punta de las orejas de la muchacha.

– Sally -espetó Rose-, exijo que me respondas. ¿Quién está embarazada?

– Mary, señora. -Apenas más que un susurro.

– ¿Mary?

– Sí, señora.

– ¿Mary está embarazada?

La muchacha asintió rápidamente, las líneas de su rostro mostrando un urgente deseo por desaparecer.

– Ya veo. -Un profundo agujero negro se abrió en el centro del vientre de Rose, amenazándola con tragársela. Esa estúpida muchacha con su odiosa y barata fertilidad. Exhibiéndola para que todos la vieran, arrullando a Rose, diciéndole que todo estaría bien y luego riendo a sus espaldas. ¡Y sin estar casada! Bueno, no en esta casa. La mansión Blackhurst era una casa antigua y de elevada moral. Le correspondía a Rose asegurarse de que esos estándares fueran observados.


* * *

Adeline se cepilló los cabellos, mechón tras mechón. Mary no estaba y aunque eso los dejaba con pocos sirvientes para la fiesta del fin de semana, la ausencia de la muchacha tendría que ser tolerada. Aunque de ordinario Adeline no alentaba a Rose para que tomara decisiones sobre el personal sin consultarla como correspondía, éstas eran circunstancias excepcionales y Mary había sido una pequeña desgraciada. Desgraciada y sin haberse casado, lo que hacía que la situación fuera aún peor. No, Rose había tenido razón en seguir su instinto, aunque no en su metodología.

Pobre y querida Rose. El doctor Matthews había visitado a Adeline esa semana, se había sentado frente a ella en el recibidor y había adoptado su voz grave, la que siempre utilizaba para momentos preocupantes. Rose no estaba bien, le había dicho (como si Adeline no pudiera verlo por sí misma), y él estaba muy preocupado.

– Desgraciadamente, lady Mountrachet, mis miedos no se limitan a su aparente deterioro. Hay… -tosió levemente en su puño cerrado- otras cuestiones.

– ¿Otras cuestiones, doctor Matthews? -Adeline le pasó una taza de té.

– Asuntos emocionales, lady Mountrachet. -Sonrió remilgado y tomó un sorbo de té-. Cuando inquirí sobre el aspecto físico de su matrimonio, la señora Walker confesó lo que podría ser considerado, en mi opinión profesional, una malsana tendencia hacia la actividad física.

Adeline sintió que se le hinchaban los pulmones; contuvo la respiración y se obligó a espirar con calma. A falta de algo más que decir o hacer, agregó un terrón adicional de azúcar en su té. Sin mirar al doctor Matthews a los ojos, le indicó que continuara.

– Consuélese, lady Mountrachet. Aunque sea una condición seria, su hija no está sola. Puedo dar cuenta de un alto incremento de actividad física entre las damas jóvenes hoy día; y estoy seguro de que es una condición que superará. Lo más importante es mi sospecha de que sus tendencias físicas están contribuyendo a sus repetidos fracasos.

Adeline se aclaró la garganta.

– Continúe, doctor Matthews.

– Es mi sincera opinión médica que su hija debe cesar las relaciones físicas hasta que su pobre cuerpo haya tenido tiempo de recuperarse. Porque todo está vinculado, lady Mountrachet, todo está vinculado.

Adeline llevó la taza a la boca y probó el amargor de la porcelana. Asintió casi imperceptiblemente.

– El Señor obra de modo misterioso. También, a través de sus designios, el cuerpo humano. Es razonable suponer que una dama joven con apetitos… desatados -sonrió disculpándose, los ojos entrecerrados- presentaría un modelo no del todo maternal. El cuerpo sabe de tales cosas, lady Mountrachet.

– ¿Está sugiriendo, doctor Matthews, que con menos intentos, mi hija podría tener mejores resultados?

– Vale la pena considerarlo, lady Mountrachet. Por no mencionar los beneficios que tal abstinencia tendría para su salud general y su bienestar. Imagine, si así lo desea, lady Mountrachet, una manga de las que indican la fuerza del viento.

Adeline arqueó sus cejas, preguntándose -no por primera vez- por qué había permanecido leal al doctor Matthews todo este tiempo.

– Si una manga se mantiene colgada durante años, sin oportunidad de descanso o reparación, los duros vientos, inevitablemente, acabarán agujereando la tela. Así también, lady Mountrachet, su hija debe permitirse tiempo para recuperarse. Debe ser protegida de los fuertes vientos que amenazan con hacerla pedazos.

Mangas de viento aparte, lo que decía el doctor Matthews tenía cierto sentido. Rose estaba débil, con mal aspecto y sin permitirse tiempo para sanar no podía esperarse que se recuperara por completo. Y sin embargo su intenso deseo por un bebé la consumía. Adeline había agonizado sobre cómo convencer a su hija para que diera prioridad a su propia salud, y finalmente se dio cuenta de que sería necesario contar con la ayuda de Nathaniel en este intento. Aunque la conversación prometiera ser incómoda, su obediencia estaba asegurada. Durante los últimos doce meses, Nathaniel había aprendido a seguir las órdenes de Adeline, y ahora, con un retrato real en perspectiva, poca duda quedaba de que vería las cosas al igual que ella.

Aunque Adeline se las había ingeniado para mantener una apariencia serena, por dentro estaba muy furiosa. ¿Por qué otras mujeres jóvenes podían quedar embarazadas cuando Rose no podía? ¿Por qué era enfermiza cuando otras eran sanas? ¿Cuánto más debería el débil cuerpo de Rose soportar? En sus momentos más oscuros, Adeline se preguntaba si se debía a algo que ella había hecho. Si tal vez Dios la estaba castigando a ella. Había sido demasiado orgullosa, se había vanagloriado demasiadas veces de la belleza de Rose, de sus buenos modales, de su temperamento dulce. ¿Qué peor castigo que ver sufrir a una hija amada?

Y ahora, descubrir que Mary, esa desagradable muchacha llena de salud con su ancho y sonriente rostro, su pelo desordenado, estaba encinta. Un hijo no querido cuando a otras que lo deseaban tan intensamente se les negaba de continuo. No había justicia. No era una sorpresa que Rose se hubiera enfurecido: era su turno. La buena nueva, el niño, debería pertenecer a Rose, no a Mary.

Si sólo hubiera alguna manera de garantizarle a Rose un bebé sin el esfuerzo físico. Por supuesto, era imposible. Las mujeres harían cola si tal método existiera…

Adeline hizo una pausa a mitad del pensamiento. Miró a su reflejo pero no vio nada. Su mente estaba en otra parte, contemplando la imagen invertida de una muchacha saludable sin instintos maternales, junto a una mujer delicada cuyo cuerpo no obedecía los deseos de su corazón…

Dejó el cepillo. Apretó sus frías manos sobre el regazo.

¿Era posible que semejante contradicción se corrigiera?

No sería sencillo. Primero, había que convencer a Rose de que era lo mejor. Luego, estaba la muchacha. Ella tenía que entender que era su deber. Que se lo debía a la familia Mountrachet, después de tantos años de buena voluntad.

Ciertamente dificultoso. Pero no imposible.

Lentamente, Adeline se puso de pie. Dejó el cepillo con cuidado sobre la mesa del tocador. Con la mente todavía contemplando su idea, se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de Rose.


* * *

La clave para el injerto de rosas es el cuchillo. Afilado como navaja tiene que estar, decía Davies, afilado como para darle un buen afeitado a los pelos del brazo. Eliza le había encontrado en el invernadero y él había estado más que contento en ayudarla con el híbrido que estaba planeando para su jardín. Le había mostrado dónde hacer el corte, cómo asegurarse de que no tuviera astillas o bordes o imperfecciones que pudieran impedir que el esqueje prendiera en la planta. Al final, ella se había quedado toda la mañana y lo había ayudado con los cambios de maceta para la primavera. Era tal placer hundir las manos en la tierra tibia, sentir en la punta de los dedos las posibilidades de la nueva estación…

Cuando terminó, Eliza regresó por el camino más largo. Era un día fresco, las finas nubes corrían rápidas por lo alto de la atmósfera y disfrutó de la fresca brisa en el rostro, tras el caluroso invernadero. Al estar tan cerca, sus pensamientos volvieron, como lo hacían siempre, hacia su prima. Mary le había dicho que últimamente Rose estaba deprimida, y aunque Eliza sospechaba que no le permitirían entrar, no podía tolerar estar tan cerca y no intentarlo. Golpeó en la puerta lateral y esperó a que le abrieran.

– Buenos días, Sally. He venido a ver a Rose.

– No puede, señorita Eliza -contestó Sally con gesto malhumorado-. La señora Walker está ocupada y no puede atender visitas. -La frase sonó como si la recitara de memoria.

– Vamos, Sally -dijo Eliza, forzando una sonrisa-. Difícilmente puedes considerarme una visita. Estoy segura de que si le haces saber a Rose que estoy aquí…

Desde las sombras, la voz de la tía Adeline.

– Sally tiene razón. La señora Walker está ocupada. -La oscura figura de reloj de arena apareció a la vista-. Estamos a punto de comenzar a almorzar. Si quieres dejar una tarjeta de visita, Sally se asegurará de que la señora Walker sepa que has pedido audiencia.

Sally tenía la cabeza inclinada y las mejillas sonrojadas. Sin duda se había producido alguna disputa entre el personal, de la que Eliza se enteraría por Mary más tarde. Sin Mary y sus informes periódicos, Eliza tendría poca idea de lo que sucedía en la casa.

– No tengo tarjeta -dijo Eliza-. Hazle saber a Rose que vine a verla, por favor, Sally. Ella sabe dónde encontrarme.

Con una inclinación de cabeza en dirección a su tía, Eliza volvió a emprender la marcha por el jardín, haciendo una pausa sólo una vez para mirar la ventana del nuevo dormitorio de Rose, en donde la temprana luz primaveral lavaba su superficie hasta blanquearla. Con un temblor, sus pensamientos se volvieron al cuchillo para injertos de Davies: la facilidad con la que un cuchillo lo suficientemente afilado podía cortar una planta de modo que no quedaran evidencias de la antigua unión.

Pasó junto al reloj de sol y, siguiendo por el parque, Eliza llegó junto al cenador. El equipo de pintura de Nathaniel estaba montado dentro, como era frecuente en esos días. No se le veía por ninguna parte, probablemente había entrado para el almuerzo, pero su trabajo había quedado montado en el atril…

Los pensamientos de Eliza huyeron.

Los bocetos eran inconfundibles.

Sufrió el extraño desplazamiento de ver fragmentos de su imaginación cobrar vida. Personajes, hasta entonces territorio de su mente, aparecían como por arte de magia en las imágenes. Un inesperado temblor le recorrió la piel, cálido y frío a la vez.

Eliza se acercó, subió las escaleras del cenador y examinó los bocetos. Sonrió, no pudo evitarlo. Era como descubrir que un amigo imaginario había cobrado existencia corporal. Eran lo suficientemente parecidos a como los imaginaba para ser inmediatamente reconocibles, pero, de algún modo, distintos. Se dio cuenta de que la mano de él era más oscura que la mente de ella, y eso le gustó. Sin pensarlo, los tomó.

Eliza se apresuró a regresar: por el laberinto, cruzando el jardín, cruzando la puerta sur, todo el camino examinando en su mente los bosquejos. Preguntándose cuándo los habría dibujado, por qué, qué intentaba hacer con ellos. No fue hasta que colgó su abrigo y su sombrero en el vestíbulo de la cabaña cuando sus pensamientos volvieron a la carta que recientemente había recibido de la editorial en Londres. El señor Hobbins había comenzado elogiando sus relatos. Él tenía una hijita, dijo, que esperaba cada cuento de hadas de Eliza Makepeace con el alma en vilo. Después le sugirió que considerara publicar una colección ilustrada, y que lo tuviera en cuenta cuando llegara la ocasión.

Eliza se había sentido halagada, pero no estaba convencida. Por alguna razón, la idea no había pasado de lo abstracto en su imaginación. Ahora, tras haber visto los bosquejos de Nathaniel, se halló contemplando la posibilidad de tal libro, casi podía sentir su peso en las manos. Una edición que contuviera sus historias favoritas, un volumen para que los niños miraran. Tal como el libro que había descubierto en la tienda de segunda mano de la señora Swindell, tantos años atrás.

Y aunque la carta del señor Hobbins no había sido explícita en cuanto a la remuneración, seguramente Eliza podía esperar mejor pago que el que había recibido hasta entonces. Un libro completo debía de valer mucho más que una sola historia. Tal vez ella tuviera por fin el dinero necesario para atravesar el océano…

Un fuerte golpe en la puerta le llamó la atención.

Eliza dejó a un lado la idea irracional de que era Nathaniel el que estaría al otro lado en busca de sus bocetos. Por supuesto que no lo era. Él nunca iba a la cabaña, y además, pasarían horas antes de que se diera cuenta de su desaparición.

De todos modos, Eliza los enrolló y los guardó en el bolsillo de su abrigo.

Abrió la puerta. Mary se encontraba allí de pie, las mejillas surcadas por lágrimas.

– Por favor, señorita Eliza, ayúdeme.

– Mary, ¿qué sucede? -Eliza hizo entrar a la muchacha, mirando sobre su hombro antes de cerrar la puerta-. ¿Estás lastimada?

– No, señorita Eliza -tragó un sollozo-. No es nada de eso.

– Entonces, dime, ¿qué ha sucedido?

– Es la señora Walker.

– ¿Rose? -El corazón de Eliza le golpeó el pecho.

– Me ha despedido. -Mary respiró llorosa-. Me ordenó que me marchara de inmediato.

El alivio por saber a Rose sana se enfrentó a la sorpresa.

– Pero, Mary, ¿por qué razón?

Mary se dejó caer en una silla y se secó los ojos con el dorso de la muñeca.

– No sé cómo decirlo, señorita Eliza.

– Entonces habla claramente, Mary. Te lo suplico, dime qué es lo que ha sucedido.

Comenzaron a brotarle nuevas lágrimas.

– Estoy embarazada, señorita Eliza. Voy a tener un bebé, y aunque traté de mantenerlo en secreto, la señora Walker lo averiguó y ahora me dice que no soy bienvenida.

– Oh, Mary -exclamó Eliza, dejándose caer en la otra silla, tomando las manos de Mary entre las suyas-. ¿Estás segura de que estás embarazada?

– No hay dudas del hecho, señorita Eliza. No quise que sucediera, pero sucedió.

– ¿Y quién es el padre?

– Un muchacho que vive en la calle contigua a la nuestra. Por favor, señorita Eliza, no es un mal muchacho, y dice que quiere casarse conmigo, pero necesito ganar algo de dinero o no habrá nada para alimentar o vestir al bebé. No puedo perder mi trabajo, todavía no, señorita Eliza, y yo sé que puedo desempeñarme bien.

El rostro de Mary mostraba tal desesperación que Eliza no pudo responder sino del modo en que lo hizo.

– Veré qué puedo hacer.

– ¿Hablará con la señora Walker?

Eliza sirvió un vaso con agua de la jarra y se lo entregó a Mary.

– Trataré de hacerlo. Aunque sabes tan bien como yo que una audiencia con Rose no es algo fácil de obtener.

– Por favor, señorita Eliza, usted es mi única esperanza.

Eliza sonrió con una confianza que no sentía.

– Dejaré pasar unos días, el tiempo suficiente para que Rose se calme, y luego hablaré con ella sobre ti. Estoy segura de que entrará en razón.

– Ah, gracias, señorita Eliza. Usted sabe que no quise que esto sucediera. He armado un gran lío con todo esto. Desearía poder volver unas semanas atrás y que no sucediera.

– Todos hemos deseado tener ese poder alguna vez -repuso Eliza-. Ahora ve a casa, querida Mary, y trata de no preocuparte. Las cosas se solucionarán, estoy segura. Te haré saber cuando haya hablado con Rose.


* * *

Adeline golpeó levemente en la puerta del dormitorio y la abrió. Rose estaba sentada junto a la ventana, la atención concentrada en el jardín. Sus brazos parecían frágiles; su perfil, consumido. El cuarto tenía un aspecto sin vida, en simpatía con su dueña, los almohadones apelmazados, las cortinas colgando sin esperanza. Incluso el aire parecía haberse estancado entre los leves rayos de luz.

Rose no dio señal de notar o molestarse por la intrusión, por lo que Adeline se acercó y quedó de pie a su lado. Miró por la ventana para ver qué era lo que concentraba la atención de su hija.

Nathaniel estaba sentado frente al atril en el quiosco, revisando su carpeta. Había cierta agitación en sus modales, como si hubiera perdido una herramienta vital.

– Me dejará, mamá. -La voz de Rose era tan pálida como la luz del sol-. ¿Qué motivos tendría para quedarse?

Rose entonces se volvió, y Adeline intentó no dejar que su rostro mostrara su conmoción ante el terrible estado de su hija. Descansó una mano en el huesudo hombro de Rose.

– Todo se arreglará, mi Rose.

– ¿De veras?

Su tono era tan amargo, que Adeline hizo un gesto de dolor.

– Por supuesto.

– No veo cómo puede suceder, porque parece que soy incapaz de convertirlo en un hombre. Una y otra vez he fallado en darle un heredero, un hijo suyo. -Rose volvió su espalda a la ventana-. Claro que me dejará. Y sin él, me consumiré hasta no ser nada.

– He hablado con Nathaniel, Rose.

– Ah, mamá…

Adeline llevó un dedo a los labios de Rose.

– He hablado con Nathaniel y tengo confianza en que él, al igual que yo, no quiere nada más que recuperes la salud. Los niños vendrán cuando estés bien, y para eso debes tener paciencia, permitirte tiempo para recuperarte.

Rose sacudía la cabeza, el cuello tan delgado que Adeline quería detener el gesto para evitar que se hiciera daño.

– No puedo esperar, mamá. Sin un bebé no puedo seguir. Haría cualquier cosa por un bebé, incluso al precio de mi vida. Prefiero morir a seguir esperando.

Adeline se sentó con delicadeza en el banco junto a la ventana y tomó las pálidas y frías manos de su hija entre las suyas.

– No hace falta llegar a eso.

Rose parpadeó y miró a Adeline con sus grandes ojos: en ellos temblaba una pálida llama de esperanza. Esperanza que un niño nunca pierde, la fe en que una madre puede arreglar las cosas.

– Soy tu madre y debo cuidar de tu salud, aunque tú no lo hagas, por lo que he pensado mucho sobre este asunto. Creo que puede haber una manera de que tengas un bebé sin correr riesgos.

– ¿Mamá?

– Puede que te resistas al principio, pero te ruego, haz a un lado tus dudas. -Adeline bajó la voz-. Te pido que escuches con cuidado, Rose, lo que tengo que decir.


* * *

Al final, fue Rose quien se puso en contacto con Eliza. Cinco días después de la visita de Mary, Eliza fue informada de que Rose deseaba reunirse con ella. Incluso más sorprendente, la carta de Rose sugería que ambas debían reunirse en el jardín secreto de Eliza.

Cuando vio a su prima, Eliza se alegró de haber buscado un par de almohadones para el banco de metal. Porque su querida Rose estaba reducida en todo sentido. Mary había dado a entender su deterioro, pero Eliza nunca había imaginado semejante disminución. Aunque se esforzó por evitar que su rostro reflejara la sorpresa, Eliza supo que debía de haber fracasado en el intento.

– Estás sorprendida por mi aspecto, prima -dijo Rose, sonriendo de modo tal que sus mejillas aparecieron afiladas.

– En absoluto -farfulló Eliza-. Claro que no, yo simplemente, mi rostro…

– Te conozco bien, mi Eliza. Puedo leer tus pensamientos como si fueran los míos. Todo está bien. Estuve mal. Me he debilitado. Pero me recuperaré, como hago siempre.

Eliza asintió, sintiendo un tibio ardor en sus ojos.

Rose sonrió, una sonrisa aún más triste por su intento de mostrarse confiada.

– Ven -dijo-, siéntate junto a mí, Eliza. Déjame que tenga a mi querida prima a mi lado. ¿Recuerdas el día que me trajiste por primera vez al jardín oculto, y juntas plantamos el manzano?

Eliza tomó la delgada y fría mano de Rose.

– Por supuesto. Y míralo ahora, Rose, mira nuestro árbol.

El retoño se había desarrollado, de modo que el árbol llegaba ahora casi a la cima del muro. Elegantes ramas desnudas se extendían en lo alto, y delicados brotes apuntaban hacia el cielo.

– Es hermoso -dijo Rose con nostalgia-. Pensar que sólo lo plantamos en la tierra y supo qué tenía que hacer.

Eliza sonrió delicadamente.

– Ha hecho sólo lo que la naturaleza quiso para él.

Rose se mordió el labio, dejando una marca roja.

– Aquí sentada, casi puedo creer que vuelvo a tener dieciocho años, a punto de partir para Nueva York. Llena de entusiasmo y anticipación -le sonrió a Eliza-. Parece una eternidad desde que nos sentamos juntas, solas tú y yo, como solíamos hacer de niñas.

Una ola de nostalgia barrió de golpe el año de envidia y decepción. Eliza apretó con fuerza la mano de Rose.

– Es verdad, prima.

Rose tosió un poco y su frágil cuerpo se sacudió con el esfuerzo. Eliza estaba a punto de ofrecerle un chal para los hombros cuando Rose comenzó nuevamente a hablar:

– Me pregunto si has tenido noticias de la casa últimamente.

Eliza respondió con cautela, preguntándose por el súbito cambio de tema.

– He visto a Mary.

– Entonces lo sabes. -Rose miró a Eliza a los ojos, sostuvo la mirada antes de sacudir con tristeza la cabeza-. No me dejó alternativa, prima. Entiendo que tú y ella os teníais afecto, pero era impensable que ella permaneciera en Blackhurst en semejante estado. Debes comprenderlo.

– Ella es una muchacha buena y leal, Rose -dijo Eliza con gentileza-. Se ha comportado de modo imprudente, no lo niego. Pero ¿no crees que debieras apiadarte? Ella no tiene ingresos y el bebé está creciendo y ella tendrá necesidades que atender. Por favor, piensa en Mary, Rose. Imagina su situación.

– Te aseguro que es casi lo único que ha estado en mis pensamientos.

– Entonces tal vez veas…

– ¿Alguna vez has deseado algo, Eliza, algo que querías tanto que sin eso sabías que no podías seguir viviendo?

Eliza pensó en su soñado viaje a ultramar. Su amor por Sammy. Su necesidad de Rose.

– Quiero, más que nada en el mundo, un bebé. Me duele el corazón y los brazos. A veces puedo sentir el peso del bebé que ansío acunar. La tibia cabecita en el hueco de mi brazo.

– Y seguramente un día…

– Sí, sí. Un día. -La leve sonrisa de Rose traicionaba sus palabras optimistas-. Pero me he esforzado y sigo sin él. Doce meses, Eliza. Doce meses, y el camino ha estado plagado de terribles decepciones y negativas. Ahora el doctor Matthews me informa de que mi salud puede traicionarme. Debes imaginarte, Eliza, cómo me hizo sentir el secreto de Mary. Que ella tuviera por accidente lo que yo deseo. Que ella, con nada que ofrecer, tuviera lo que yo, con todo lo que poseo, no he recibido. ¿Por qué? Seguramente puedes ver que no es justo. Dios no puede querer semejante cosa.

La devastación de Rose era tan absoluta, su frágil apariencia tan en contradicción con su feroz deseo que de pronto el bienestar de Mary fue la última de las preocupaciones de Eliza.

– ¿Cómo puedo ayudarte, Rose? Dime, ¿qué puedo hacer?

– Hay algo, prima Eliza. Necesito que hagas algo por mí, algo que a su vez ayudará también a Mary.

Por fin. Tal como Eliza siempre había sabido que así sería, Rose se había dado cuenta de que necesitaba a Eliza. Que sólo Eliza podría ayudarla.

– Por supuesto, Rose -dijo-. Lo que sea. Dime qué necesitas y así será.

40

Tregenna, Cornualles, 2005


El mal tiempo llegó en la noche del viernes y la niebla cayó malhumorada y gris sobre el pueblo durante todo el fin de semana. Dada la insistencia de semejante temporal, Cassandra decidió que sus miembros agotados podían descansar y tomarse unas bien ganadas vacaciones de su trabajo en la cabaña. Pasó el sábado acurrucada en su cuarto, junto a tazas de té y los cuadernos de Nell, intrigada por los comentarios de su abuela sobre el detective que había consultado en Truro. Un hombre llamado Ned Morrish, cuyo nombre había encontrado en la guía telefónica local después de que William Martin le sugiriera que averiguara dónde había estado Eliza cuando desapareció en 1909.

El domingo, Cassandra se reunió con Julia, por la tarde, para tomar el té. La lluvia cayó sin cesar toda la mañana, pero para media tarde el diluvio se había reducido a una llovizna, permitiendo que la niebla se instalara en los resquicios. A través de las ventanas de parteluz, Cassandra apenas podía distinguir el sobrio verde de los encharcados jardines, todo lo demás era niebla, las ramas desnudas desapareciendo por momentos, como delgadas fracturas en un muro blanco. Era el tipo de día que Nell adoraba. Cassandra sonrió, recordando cómo el ponerse el impermeable y las botas de lluvia llenaba a su abuela de entusiasmo. Tal vez, desde algún lugar en lo más profundo, la herencia de Nell la había estado llamando.

Cassandra se reclinó contra los almohadones de su sillón y observó las llamas agitándose en el hogar. La gente estaba congregada en todos los rincones del salón del hotel -algunos jugando juegos de mesa, otros leyendo o comiendo-, la habitación desbordada por los reconfortantes murmullos de quienes estaban calientes y secos.

Julia añadió una cucharada de crema sobre el bollo cubierto de mermelada.

– ¿Por qué este interés repentino en el muro perimetral de la cabaña?

Los dedos de Cassandra apretaron su taza.

– Nell creía que, si averiguaba adonde fue Eliza en 1909, descubriría su propio misterio.

– ¿Pero qué tiene que ver eso con el muro?

– No lo sé, tal vez nada. Pero hay algo en los cuadernos de Rose que me dejó pensativa.

– ¿Qué parte?

– Anotó algo en abril de 1909 que parece vincular el viaje de Eliza con la construcción del muro.

Julia lamió la crema de su dedo.

– Ya recuerdo -dijo-. Cuando escribe eso de que hay que tener cuidado porque cuando hay mucho que ganar, también hay mucho que perder.

– Exactamente. Desearía saber qué quiso decir.

Julia se mordió el labio.

– ¡Qué grosero de su parte no dar más detalles y pensar en las personas que lo leeríamos noventa años más tarde!

Cassandra sonrió distraída, jugueteando con una hebra suelta de la tela del apoyabrazos del sillón.

– Sin embargo, ¿por qué lo diría? ¿Qué podía ganar, qué era lo que tanto le preocupaba perder? ¿Y qué tenía que ver la seguridad de la cabaña con todo eso?

Julia dio un mordisco a su bollo y lo masticó lenta y pensativamente. Se limpió los labios con una servilleta del hotel.

– Rose estaba embarazada en esa época, ¿no?

– De acuerdo con lo que dice el cuaderno.

– Entonces tal vez fueron las hormonas. Eso puede suceder, ¿no? Las mujeres se vuelven emocionales y todo eso. Tal vez extrañaba a Eliza y estaba preocupada de que la cabaña fuera robada o destruida. Tal vez se sintiera responsable. Las dos muchachas todavía eran amigas íntimas en esa época.

Cassandra pensó en ello. El embarazo podía explicar ciertos cambios de comportamiento, pero ¿era respuesta suficiente? Incluso aceptando una narradora hormonalmente desequilibrada, había algo curioso en el comentario. ¿Qué estaba sucediendo en la cabaña que hacía que Rose se sintiera tan vulnerable?

– Dicen que va a escampar mañana -comentó Julia, dejando su cuchillo sobre el plato cubierto de migas. Se reclinó en su sillón, apartó el borde de la cortina y miró hacia el paisaje neblinoso-. Supongo que regresarás a la cabaña.

– La verdad es que no. Una amiga viene a visitarme.

– ¿Aquí al hotel?

Cassandra asintió.

– ¡Maravilloso! Hazme saber si hay algo en lo que pueda ayudarte.

Julia tenía razón, para el lunes por la tarde la niebla había comenzado a despejarse y un trémulo sol prometía atravesar las nubes. Cassandra estaba esperando en la recepción cuando el coche de Ruby aparcó fuera. Sonrió cuando vio el pequeño automóvil blanco, guardó los cuadernos y atravesó el vestíbulo.

– ¡Uf! -Ruby dio un paso y dejó caer sus bolsas. Después se quitó el gorro impermeable y sacudió la cabeza.

– ¡Qué típica bienvenida estilo Cornualles! Ni una gota de lluvia y sin embargo estoy empapada. -Se detuvo y observó a Cassandra-. Pero ¡mira cómo estás!

– ¿Qué? -Cassandra se aplastó el cabello-. ¿Qué pasa conmigo?

Ruby sonrió de tal modo que se le arrugaron las comisuras de los ojos.

– Nada de nada, eso es lo que quiero decir. Estás genial.

– Ah, bueno, gracias.

– El aire de Cornualles debe de sentarte bien, ya casi no eres la muchacha que conocí en Heathrow.

Cassandra comenzó a reír, sorprendiendo a Samantha, quien estaba escuchando desde el mostrador de recepción.

– Me alegro mucho de verte, Ruby -declaró, cogiendo una de los bolsas-. Deshagámonos de esto y salgamos a caminar, a ver la ensenada después de tanta lluvia.


* * *

Cassandra cerró los ojos, alzó el rostro y dejó que la brisa marina le cosquilleara los párpados. Las gaviotas conversaban a un extremo de la playa, un insecto pasó volando cerca de su oreja, las suaves olas lamían rítmicamente la costa. Tuvo una enorme sensación de calma que descendía sobre ella mientras ajustaba su respiración a la del mar: inspirar y espirar, inspirar y espirar, inspirar y espirar. La lluvia reciente había agitado el mar y el fuerte olor flotaba en la brisa. Abrió los ojos y recorrió lentamente con la vista la cala. La línea de antiguos árboles sobre el acantilado, la negra roca al final y las altas colinas cubiertas de hierba que ocultaban su cabaña. Espiró y sintió un profundo placer.

– Siento como si hubiera dado con Los Cinco en el cerro del contrabandista -dijo Ruby un poco más adelantada, en la playa-. Casi esperaba que el perro, Timmy, viniera corriendo por la arena con una botella con mensaje en la boca -abrió aún más los ojos- ¡o con un hueso humano, o alguna cosa infame que hubiera desenterrado!

Cassandra sonrió.

– Me encantaba ese libro. -Comenzó a caminar por los cantos rodados en dirección a Ruby y la roca negra-. Cuando era pequeña, y lo leía en los calurosos días de Brisbane, habría dado cualquier cosa por crecer en una costa neblinosa, con cuevas de contrabandistas.

Llegaron al extremo de la playa, en donde los cantos rodados se unían con la hierba y la abrupta colina que cerraba la cala se elevaba frente a ellas.

– Por Dios -dijo Ruby, inclinando la cabeza para ver la cima-. ¿Pretendes en serio que la escalemos?

– No es tan empinada como parece, te lo prometo.

El tiempo y el tráfico habían creado un estrecho sendero, apenas visible entre los altos pastos plateados y las pequeñas flores amarillas, y avanzaron muy lentamente, deteniéndose con frecuencia para que Ruby recuperara el aliento.

Cassandra disfrutó del aire límpido por la lluvia. Cuanto más subían, más fresco hacía. Cada ramalazo de brisa estaba imbuido de la humedad arrastrada del mar, salpicando sus rostros. Cuando llegaron cerca de la cima, Cassandra se inclinó para acariciar la fina hierba, y sentirla deslizarse entre sus manos cerradas.

– Ya casi hemos llegado -dijo mirando a Ruby-. Es sobre esta cima.

– Me siento como una Von Trapp -declaró Ruby entre jadeos-. Pero más gorda, más vieja y sin ninguna energía para cantar.

Cassandra llegó a la cima. Sobre ella, finas nubes recorrían el cielo, perseguidas por el fuerte viento otoñal. Avanzó hacia el borde del acantilado y miró hacia el ancho y agitado mar.

La voz de Ruby se oyó a sus espaldas.

– Ah, gracias a Dios que estoy viva. -Estaba de pie con las manos sobre las rodillas, recuperando el aliento-. Te diré un secreto. No estaba segura de que este momento llegaría alguna vez.

Se enderezó, se llevó las manos a la cintura, y se acercó a Cassandra. Su expresión se volvió más alegre cuando su mirada examinó el horizonte.

– Es hermoso, ¿no es verdad? -dijo Cassandra.

Ruby sacudía su cabeza.

– Es increíble. Así es como se deben de sentir los pájaros cuando están asentados en sus nidos. -Se apartó unos pasos del borde del acantilado-. Excepto, tal vez, un tanto más seguros, dado que tienen alas, en caso de caerse.

– La cabaña solía ser un mirador. En la época de los contrabandistas.

Ruby asintió.

– Lo imagino perfectamente. Debe de haber pocas cosas que pasen desapercibidas desde aquí arriba. -Se volvió, esperando ver la cabaña. Frunció el ceño-. Una pena esa muralla. Debe de bloquear mucho la vista.

– Sí, en la planta baja. Pero no siempre estuvo allí, la construyeron en 1909.

Ruby miró en dirección a la entrada.

– ¿Por qué construiría alguien un muro semejante?

– Protección.

– ¿Contra qué?

Cassandra siguió a Ruby.

– Créeme, me encantaría saberlo. -Abrió la chirriante puerta de hierro.

– Qué amistoso. -Ruby señaló el cartel previniendo a los intrusos.

Cassandra sonrió pensativa. «Manténgase alejado o aténgase a las consecuencias». Había pasado frente al cartel con tanta frecuencia en las últimas semanas que había dejado de verlo. Ahora, a la luz del comentario del cuaderno de Rose, las palabras cobraban nuevo sentido.

– Vamos, Cass. -Ruby estaba de pie al otro lado del sendero, junto a la puerta de la cabaña, pateando el suelo con sus piececillos-. Te he acompañado en la caminata sin casi quejarme, seguramente no esperarás que escale los muros y encuentre una ventana por la cual entrar.

Cassandra sonrió y mostró la llave de bronce.

– No temas. Ya no hay más desafíos físicos. Al menos por hoy. Reservaremos el jardín escondido para mañana. -Insertó la llave en la cerradura y la hizo girar ruidosamente hacia la izquierda, luego empujó la puerta para abrirla.

Ruby cruzó el umbral y avanzó por el vestíbulo hacia la puerta de la cocina. El interior estaba mucho más luminoso ahora que Cassandra y Christian habían quitado las enredaderas de las ventanas y lavado un siglo de suciedad de sus cristales.

– ¡Vaya! -susurró Ruby, los ojos como platos mientras examinaba la cocina-. ¡Está intacta!

– Es una forma de verla.

– Nadie la destruyó con la excusa de modernizarla. Qué hallazgo tan increíble. -Se volvió a Cassandra-. Tiene un aire maravilloso, ¿no crees? Envolvente, cálido, a su manera. Casi puedo sentir los fantasmas del pasado moviéndose entre nosotras.

Cassandra sonrió. Sabía que Ruby también tendría esa sensación.

– Estoy tan contenta de que hayas podido venir, Ruby.

– No me lo hubiera perdido por nada -aseguró, cruzando el cuarto-. Grey estaba a punto de ponerse tapones para los oídos cuando nos conocimos, está harto de oírme hablar de tu cabaña en Cornualles. Además, tenía asuntos en Polperro, por lo que todo salió a pedir de boca. -Se reclinó sobre la mecedora para mirar por la ventana del frente-. ¿Eso de ahí fuera es una fuente?

– Sí, una pequeña.

– Bonita estatua, me pregunto si tendrá frío. -Soltó la mecedora, de modo que ésta comenzó a moverse suavemente. Los arcos de la silla crujieron leves sobre el suelo de madera. Ruby continuó su inspección del cuarto, pasando los dedos con delicadeza por el borde del horno.

– ¿Qué es lo que tienes en Polperro? -Cassandra estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa de la cocina.

– Mi muestra terminó la semana pasada y tengo que devolver los bosquejos de Nathaniel Walker a su dueña. Debo confesarte que me rompe el corazón deshacerme de ellos.

– ¿No hay forma de que los ceda al museo como préstamo permanente?

– Eso estaría bien. -La cabeza de Ruby desapareció sobre la campana de ladrillo de la estufa, y su voz se amortiguó-. Tal vez puedas ablandarla cuando hables en mi defensa.

– ¿Yo? Si no la conozco.

– Bueno, no todavía, por supuesto que no. Pero te mencioné cuando estuve allí. Le dije lo de tu abuela y su vínculo con los Mountrachet, que había nacido aquí en Blackhurst, que había regresado y comprado la cabaña. Clara se mostró de lo más interesada.

– ¿De veras? ¿Y eso por qué?

Ruby se puso de pie, golpeándose la cabeza con el estante sobre la cocina.

– Mierda. -Se frotó con furia donde se había golpeado-. Siempre la condenada cabeza.

– ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Tengo mucha tolerancia para el dolor. -Dejó de frotarse, parpadeó para aclararse la vista-. La madre de Clara trabajaba en Blackhurst como sirviente, ¿recuerdas? Mary, la que terminó haciendo morcillas con su marido carnicero.

– Sí, ahora recuerdo. ¿Cómo supiste que Clara estaba interesada en Nell? ¿Qué fue lo que dijo?

Ruby continuó la inspección del horno, abriendo la puerta del mismo.

– Dijo que había algo de lo que quería hablar contigo. Algo que su madre le había dicho antes de morir.

A Cassandra se le erizó la piel del cuello.

– ¿Qué fue? ¿Dijo algo más?

– A mí no, y no te excites demasiado. Sabiendo la alta estima en la que tiene a su madre, bien podría ser que piense que te gustaría saber que Mary pasó los mejores años de su vida al servicio de la gran mansión. O que Rose una vez la felicitó por el modo en el que pulía la plata. -Ruby cerró la puerta del horno, volviéndose hacia Cassandra-. Supongo que el horno ya no funciona, ¿verdad?

– Funciona, nosotros tampoco podíamos creerlo.

– ¿Nosotros?

– Christian y yo.

– ¿Quién es Christian?

Cassandra pasó los dedos por el borde de la mesa.

– Ah, un amigo. Alguien que me ha estado ayudando con la limpieza.

Ruby arqueó las cejas.

– Un amigo, ¿eh?

– Aja. -Cassandra se encogió de hombros. Trató de parecer despreocupada.

Ruby sonrió, intuitiva.

– Es bueno tener amigos. -Avanzó hacia el fondo de la cocina, pasando frente a la ventana con el cristal roto hasta la antigua rueca-. Supongo que no tendré oportunidad de conocerlo. -Extendió la mano e hizo girar la rueda.

– Cuidado -advirtió Cassandra-, no te pinches el dedo.

– No. -Ruby dejó que sus dedos acariciaran el tope de la rueca-. No me gustaría ser responsable de sumirnos a ambas en un sueño de cien años. -Se mordió el labio inferior, los ojos brillantes-. Aunque le daría a tu amigo la oportunidad de rescatarnos.

Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas. Fingió indiferencia mientras Ruby examinaba las vigas vistas del techo, los azulejos azules y blancos alrededor de la cocina, las anchas tablas del suelo.

– Bueno -dijo por fin-, ¿qué te parece?

Ruby puso los ojos en blanco.

– Ya sabes lo que pienso, Cass. ¡Estoy completamente celosa! ¡Es fabulosa! -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Sigues planeando venderla?

– Sí, supongo que sí.

– Eres más fuerte que yo. -Ruby sacudió la cabeza-. Yo no sería capaz de deshacerme de ella.

Un relámpago de orgullo posesivo surgió de la nada. Cassandra lo apagó.

– Tengo que hacerlo. No puedo dejarla abandonada. El mantenimiento sería demasiado caro, especialmente cuando estoy al otro lado del mundo.

– Podrías quedártela como casa de vacaciones, alquilarla cuando no la usas. Entonces tendríamos siempre un lugar para quedarnos cuando necesitemos algo de costa marina. -Rió-. Es decir, tendrás un lugar donde quedarte. -Dio un empujoncito a Cassandra con el hombro-. Vamos, muéstrame lo que hay arriba. Apuesto a que la vista es espectacular.

Cassandra la condujo por las angostas escaleras, y cuando llegaron al dormitorio, Ruby se inclinó sobre el alféizar.

– Oh, Cass -dijo, mientras el viento encrespaba las blancas puntas de las olas-, tendrías gente haciendo cola para pasar aquí sus vacaciones. Está intacta, lo suficientemente cerca del pueblo para avituallarse y lo suficientemente lejos para tener privacidad. Debe de ser una gloria al atardecer, y también de noche cuando las distantes luces de los barcos pesqueros brillan como pequeñas estrellas.

Los comentarios de Ruby excitaron y asustaron a Cassandra, porque habían dado voz a su deseo secreto, un sentimiento del que no se había percatado hasta que lo escuchó de boca de otra persona. Ella quería quedarse con la cabaña, sin importar el hecho de que lo más sensato era venderla. La atmósfera del lugar tenía algo que se le metía bajo la piel. Estaba la conexión con Nell, pero también algo más. Una sensación de que todo estaba en orden cuando se encontraba en la cabaña y su jardín. En orden con el mundo, y con ella misma. Se sintió sólida y completa por primera vez en diez años. Como un círculo, un pensamiento sin bordes oscuros.

– ¡Dios mío! -Ruby se volvió y aferró la muñeca de Cassandra.

– ¡Qué! -El estómago le dio un vuelco-. ¿Qué sucede?

– Acabo de tener una idea brillante. -Tragó saliva haciendo un gesto con la mano mientras recuperaba el aliento-. Quedarnos a dormir -exclamó-. ¡Tú y yo, esta noche, aquí en la cabaña!


* * *

Cassandra había ido al mercado y estaba saliendo de la ferretería con una caja de cartón llena de velas y cerillas, cuando se cruzó con Christian. Habían pasado tres días desde que cenaran en el pub -había llovido demasiado para siquiera plantearse retomar el jardín oculto durante el fin de semana-, y desde entonces no le había visto ni hablado con él. Se sentía extrañamente nerviosa, podía sentir sus mejillas ruborizarse.

– ¿De campamento?

– Algo así. Tengo una visita y quiere que pasemos una noche en la cabaña.

Alzó las cejas.

– Que no te muerdan los fantasmas.

– Procuraré.

– O las ratas -dijo con una media sonrisa.

Ella también sonrió, para después apretar los labios. El silencio se estiró como una banda elástica, amenazando romperse.

– Oye… se me está ocurriendo… -comenzó tímidamente-, que podrías venir a cenar con nosotras. Nada del otro mundo, pero sería divertido; si estás libre, quiero decir. Sé que a Ruby le encantará conocerte. -Cassandra enrojeció y maldijo el tono ascendente en el que había terminado cada frase-. Será divertido -repitió.

Él asintió, pareciendo considerar el asunto.

– Sí -dijo-. De acuerdo. Suena bien.

– Fantástico. -Cassandra sintió un escozor bajo su piel-. ¿A las siete? Y no hace falta que traigas nada. -Como puedes ver, estoy bien provista.

– Oh, por cierto, déjame ayudar. -Christian le quitó la caja de cartón. Ella intercambió las bolsas de plástico del mercado de mano y se rascó las marcas rojas que habían dejado-. Te acercaré hasta el acantilado -se ofreció.

– No quiero robarte más tiempo.

– No lo haces. De todos modos iba de camino a verte, respecto a Rose y sus marcas.

– Oh, no pude encontrar nada más en el cuader…

– No importa. Sé lo que eran y sé cómo las obtuvo. -Hizo un gesto hacia el coche-. Vamos, podemos hablar mientras conduzco.

Christian maniobró para sacar el coche del ajustado lugar junto al paseo marítimo y condujo por la calle principal.

– ¿Qué es, entonces? -preguntó Cassandra-. ¿Qué encontraste?

Las ventanas se habían empañado y Christian estiró la mano para limpiar el parabrisas con la palma.

– Cuando me contaste lo de Rose el otro día hubo algo que me resultó familiar. Era el nombre del doctor, Ebenezer Matthews. Ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido acordarme de dónde había oído el nombre, pero el sábado por la mañana lo recordé. En la universidad cogí una clase en ética y medicina, y como parte del curso tuvimos que escribir una monografía sobre usos históricos de nuevas tecnologías.

Redujo la velocidad en una intersección y manipuló los mandos de la calefacción.

– Lo siento, a veces no funcionan bien. En un minuto empezarán a funcionar. -Movió el dial del azul al rojo, puso el intermitente a la izquierda y avanzó por el empinado camino-. Una de las ventajas de volver a vivir en casa es que tengo acceso inmediato a las cajas en las que guardé mis cosas cuando mi madrastra convirtió mi cuarto en un gimnasio.

Cassandra sonrió, recordando las cajas con vergonzantes recuerdos del instituto que había descubierto cuando regresó a vivir con Nell, tras el accidente.

– Me llevó un tiempo, pero al final encontré el ensayo, y ahí estaba su nombre, Ebenezer Matthews. Decidí incluirlo porque era del mismo pueblo en el que crecí.

– ¿Y? ¿Había algo en el ensayo sobre Rose?

– Nada por el estilo, pero después de comprender quién era ese doctor Matthews que atendía a Rose, le escribí un correo electrónico a una amiga en Oxford que trabaja en la biblioteca médica. Ella me debe un favor y acordó enviarme cualquier cosa que encontrara sobre los pacientes del doctor entre 1889 y 1913. Los años que vivió Rose.

Una amiga. Cassandra hizo a un lado la inesperada aparición de los celos.

– ¿Y?

– El doctor Matthews era un hombre muy ocupado. No al principio: para alguien que llegó a notables alturas, tuvo comienzos humildes. Médico en un pequeño pueblo en Cornualles, haciéndolas mismas cosas que hace un médico en un pequeño pueblo. Su gran oportunidad, por lo que he podido colegir, fue conocer a Adeline Mountrachet de la mansión Blackhurst. No sé por qué ella eligió a un joven doctor como él cuando su niña se enfermó; los aristócratas eran más dados a llamar al mismo viejo que había tratado al tío abuelo Kernow cuando niño, pero por lo que fuera Ebenezer Matthews fue convocado. Él y Adeline debieron de llevarse bien, porque después de aquella primera consulta se convirtió en el doctor de cabecera de Rose. Permaneció a su lado durante toda su infancia, incluso tras su casamiento.

– Pero ¿cómo lo sabes? ¿Cómo es que tu amiga consiguió esa información?

– Muchos de los doctores de esa época guardaban diarios de cirugía. Recuentos de los pacientes que veían, quiénes les debían dinero, tratamientos prescritos, artículos publicados, ese tipo de cosas. Muchos de esos diarios terminaron en las bibliotecas. Fueron donados, o vendidos, generalmente por los descendientes del médico.

Habían llegado al final de la carretera, en donde la grava daba paso a la hierba, y Christian detuvo el automóvil en el pequeño aparcamiento junto al mirador. Fuera, el viento golpeaba contra el acantilado y los pequeños pájaros del mismo se acurrucaban abatidos. Apagó el motor y se acomodó en el asiento para mirar de frente a Cassandra.

– En la última década del siglo XIX, el doctor Matthews comenzó a hacerse un nombre. Parece que no estaba satisfecho con su destino como médico rural, aunque su lista de pacientes hubiera comenzado a parecerse al Quién es quién de la sociedad local. Comenzó a publicar sobre varios temas médicos. No fue muy difícil confrontar sus publicaciones con sus diarios para averiguar que Rose aparece como «señorita RM». Ella se convierte en referencia frecuente a partir de 1897.

– ¿Por qué? ¿Qué pasó entonces? -Cassandra se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, que sentía un nudo en la garganta.

– Cuando Rose tenía ocho años, se tragó un dedal.

– ¿Por qué?

– Bueno, no lo sé. Supongo que un accidente, y no viene al caso. No era una cosa terrible. -La mitad de las monedas de Gran Bretaña pasaron por el estómago de los niños en algún momento. Atraviesan el sistema digestivo sin demasiadas complicaciones si se las deja solas.

Cassandra exhaló el aire de golpe.

– Pero no la dejaron sola. El doctor Matthews la operó.

Christian sacudió la cabeza.

– Peor que eso.

El estómago le dio un vuelco.

– ¿Qué fue lo que hizo?

– Mandó que se hiciera una radiografía, un par de radiografías, y luego publicó las fotos en Lancet. -Christian buscó en el asiento trasero, sacó un papel fotocopiado y se lo entregó.

Cassandra miró el artículo y se encogió de hombros.

– No entiendo, ¿cuál es el problema?

– No es la radiografía en sí, sino la exposición. -Christian indicó una línea en la parte superior de la página-. El doctor Matthews hizo que el fotógrafo hiciera una exposición de sesenta minutos. Supongo que quería asegurarse de obtener la foto.

Cassandra pudo sentir el frío al otro lado de la ventanilla, brillando contra su mejilla.

– ¿Pero qué significa? ¿Una exposición de sesenta minutos?

– Los rayos X son radiación, ¿has visto cómo el dentista sale de la habitación antes de apretar el botón de la máquina de rayos X? Una exposición de sesenta minutos quiere decir que entre el doctor Matthews y el fotógrafo le achicharraron los ovarios y todo lo que estuviera dentro.

– ¿Los ovarios? -Cassandra lo miró atenta-. Entonces, ¿cómo concibió?

– Eso es lo que estoy diciendo. No lo hizo. No pudo. Es decir, ciertamente no podía haber llevado un bebé sano a término. A partir de 1897, Rose Mountrachet era, para todo propósito, infértil.

41

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 1975


A pesar del retraso de diez días antes de que se intercambiaran los contratos, la joven Julia Bennett había sido de lo más atenta. Cuando Nell le solicitó acceso anticipado a la cabaña, ella le entregó la llave con gran floritura de su muñeca enjoyada.

– No me preocupa lo más mínimo -había dicho, agitando sus pulseras-. Siéntase como en su casa. Dios sabe que la llave es tan pesada que me hace feliz que me la quite de las manos.

La llave era pesada. Era grande, de bronce, con intrincadas espirales en un extremo, y dientes serrados en el otro. Nell la observó, casi el largo de su palma. La dejó sobre la mesa de madera de la cocina. La cocina de su cabaña. Bueno, casi su cabaña. Faltaban diez días.

Nell no estaría en Tregenna para el intercambio. Su vuelo partía de Londres en cuatro días y cuando intentó cambiar la fecha le habían dicho que tales modificaciones de última hora en el itinerario sólo eran posibles a un coste exorbitante. Decidió entonces regresar a Australia como había planeado. Los abogados locales a cargo de la compra de la Cabaña del Acantilado no tenían problema en guardarle la llave hasta su regreso. No tardaría mucho en volver, les aseguró, sólo necesitaba arreglar sus cosas y luego estaría de regreso, permanentemente.

Porque Nell había decidido que regresaría a Brisbane por última vez. ¿Qué había allí que la retuviera? Unos pocos amigos, una hija que no la necesitaba, hermanas a las que desconcertaba. Extrañaría su negocio de antigüedades, pero tal vez pudiera comenzar de nuevo en Cornualles. Y cuando estuviera de regreso, con más tiempo, Nell podría llegar al fondo de su misterio. Averiguaría por qué Eliza la robó y la puso en un barco rumbo a Australia. Toda vida necesita de un objetivo, y éste sería el de Nell. Porque, de otra manera, ¿cómo se conocería a sí misma?

Nell caminó lentamente por la cocina, haciendo un inventario mental. Lo primero que tenía intención de hacer cuando regresara a la cabaña era limpiarla por completo. Se le había permitido a la tierra y al polvo campar a sus anchas en el lugar y todas las superficies estaban cubiertas por ellos. También habría que reparar algunas cosas: los zócalos tenían que reemplazarse en algunas secciones, también había algunas maderas podridas, la cocina tendría que ser puesta a punto…

Desde luego en un pueblo como Tregenna habría multitud de operarios capaces de ayudarla, pero Nell se resistía a la idea de emplear a desconocidos para trabajar en su cabaña. Aunque estuviera hecha de piedra y madera, era más que una casa para Nell. Y así como había atendido a Lil cuando agonizaba, y se había negado a pasar su responsabilidad a manos de un afable desconocido, sabía que tenía que reparar la cabaña por sí misma. Usar de las habilidades que Hugh le había enseñado tantos años antes cuando era una niña de ojos deslumbrados de amor hacia su padre.

Nell se detuvo junto a la mecedora. Un pequeño altar en una esquina le llamó la atención. Se acercó. Una botella a medio vaciar, un paquete de galletas, y un tebeo llamado Wbizzery Chips. Lo cierto es que no estaban ahí cuando Nell inspeccionó el lugar, lo cual sólo podía significar que alguien había estado en la cabaña desde entonces. Nell hojeó la publicación: una persona joven, por lo que parecía.

Una brisa húmeda acarició el rostro de Nell, lo que le hizo mirar hacia el fondo de la cocina. A la ventana le faltaba un panel de uno de los cuatro del marco. Mientras tomaba nota mental de traer plástico y cinta para taparlo, antes de irse de Tregenna, miró por la ventana. Un enorme seto corría paralelo a la casa, grueso y parejo, casi como una pared. Un relámpago de color y Nell creyó ver movimiento por el rabillo del ojo. Cuando volvió a mirar, no había nada. Probablemente un pájaro, o una ardilla.

Nell había observado en el plano que le enviara el abogado que la propiedad se extendía bastante más allá de la casa. Eso quería decir, supuestamente, que lo que estuviera al otro lado del alto y espeso seto también le pertenecía. Decidió echar un vistazo.

El sendero que rodeaba la casa era estrecho y oscuro por la ausencia del sol. Nell avanzó con cuidado, apartando la maleza mientras avanzaba. Al fondo de la cabaña, las zarzas habían crecido entre la casa y el muro de setos y tuvo que abrirse paso a través de la maraña.

A medio camino, volvió a sentir movimiento, a su derecha. Miró al suelo. Un par de pies calzados y unas piernas delgadas emergían por debajo del muro. O la pared había caído desde el cielo, estilo El mago de Oz, y aplastado a algún desafortunado enano de Cornualles, o había encontrado a la personilla que estaba entrando en su cabaña.

Nell tomó uno de los delgados tobillos. La pierna se puso rígida.

– Vamos -dijo-. Sal de ahí.

Otro momento de inmovilidad, luego las piernas comenzaron a gatear retrocediendo. El niño al que pertenecían parecía tener unos diez años, aunque Nell nunca había sido buena para adivinar la edad de los niños. Era un niño delgaducho con cabellos rubio castaños y rodillas huesudas. Costras y moratones recorrían sus piernas.

– ¿Supongo que tú eres el monito que ha estado entrando sin permiso en mi cabaña?

El niño parpadeó mirando con grandes ojos pardos a Nell antes de bajar la vista a sus pies.

– ¿Cómo te llamas? Vamos, dime.

– Christian -contestó, tan bajo que casi no lo oyó.

– ¿Christian qué?

– Christian Blake. Pero no estaba haciendo nada malo. Mi papá trabaja en la casa grande, y a veces me gusta venir a visitar el jardín -su jardín amurallado.

Nell echó una mirada a la pared oculta por los setos.

– Así que ahí detrás hay un jardín, ¿eh? Me lo estaba preguntando. -Volvió a mirar al niño-. Y dime, Christian, ¿sabe tu madre dónde estás?

Los hombros del pequeño se encogieron.

– No tengo madre.

Nell arqueó las cejas.

– Se fue al hospital en el verano, y después…

El momento de rabia de Nell se enfrió con un suspiro.

– Ya veo. Bueno. ¿Y cuántos años tienes? ¿Nueve? ¿Diez?

– Casi once. -Una saludable indignación hizo que se metiera las manos en los bolsillos, sacando los codos hacia los costados.

– Por supuesto, ahora veo. Tengo una nieta de tu edad.

– ¿A ella también le gustan los jardines?

Nell lo miró, parpadeando.

– No estoy segura.

Christian inclinó hacia un lado la cabeza, frunciendo el rostro ante tal respuesta.

– Es decir, me imagino que sí. -Nell se vio dando explicaciones. Se reprendió. No necesitaba sentirse mal sólo porque no sabía qué pensaba la hija de Lesley-. No la veo con frecuencia.

– ¿Vive lejos de ti?

– No, la verdad es que no.

– Entonces, ¿por qué no la ves más?

Nell observó al niño, intentando decidir si su impertinencia era encantadora o no.

– A veces es así como son las cosas.

Por la expresión del pequeño, su explicación le resultaba tan torpe a él como le había resultado a ella, pero había algunas cosas que no tenían explicación, en particular para niños desconocidos que entran sin permiso en la propiedad de uno.

Nell se recordó que el pequeño granuja era huérfano. Nadie era inmune a los errores de juicio cuando toda certidumbre le ha sido arrebatada. Nell sabía eso tan bien como nadie. La vida podía ser muy cruel. ¿Por qué tenía que crecer huérfano este niño? ¿Por qué una pobre mujer tenía que morir joven, dejando a su hijo para que encuentre el camino en la vida, sin ella? Mirando los delgados miembros del niño, Nell sintió que algo en su interior se encogía. Su voz era áspera pero gentil:

– ¿Qué fue lo que dijiste que estabas haciendo en mi jardín?

– No estaba haciendo nada malo, de veras. Sólo que me gusta sentarme dentro.

– ¿Y así es como entras? ¿Por debajo de los ladrillos?

Asintió.

Nell miró el agujero.

– No creo que pueda pasar por ahí. ¿Dónde está la puerta?

– No tiene puerta. Al menos no en esta pared.

Nell frunció el ceño.

– ¿Un jardín sin entrada?

Volvió a asentir.

– Había una, se puede ver desde dentro donde la tapiaron.

– ¿Por qué alguien tapiaría la entrada?

El pequeño se encogió de hombros y Nell añadió otra cosa a su lista mental de arreglos.

– Tal vez puedas decirme qué otras cosas le faltan -sugirió-. Habida cuenta de que no puedo verlo por mí misma. ¿Qué es lo que te trae hasta aquí?

– Es el lugar que prefiero de todo el mundo. -Christian parpadeó mirándola con sus honestos ojos pardos-. Me gusta sentarme dentro y hablar con mi mamá. A ella le gustaban los jardines, le gustaba, en particular, su jardín amurallado. Ella es quien me mostró cómo entrar, íbamos a tratar de arreglarlo. Pero enfermó.

Nell apretó los labios.

– Me vuelvo a Australia en un par de días, pero estaré de regreso en un mes o dos. Me pregunto si podrías echarle el ojo al jardín por mí, Christian.

Asintió serio.

– Puedo hacerlo.

– Me agradará saber que está en buenas manos.

Christian se enderezó.

– Y cuando regrese, la ayudaré a arreglarlo. Como está haciendo mi papá en el hotel.

Nell sonrió.

– Puede que te tome la palabra. No acepto ayuda de cualquiera, pero tengo la sensación de que, en tu caso, tú eres el hombre adecuado para este trabajo.

42

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913


Rose se acomodó el chal sobre los hombros y cruzó los brazos para protegerse del frío que no se le iba. Cuando decidió buscar el calor del sol en el jardín, Eliza había sido la última persona a quien esperara ver. Mientras Rose se sentó tomando notas en su cuaderno, alzando la vista de vez en cuando para mirar a Ivory correteando y saltando en torno a las flores, no había habido indicación de que la paz de ese día iba a ser destruida tan espantosamente. Algún sentido peculiar había hecho que alzara la vista hacia las puertas del laberinto, y allí vio la imagen que heló la sangre de Rose. ¿Cómo había sabido Eliza que encontraría a Rose y a Ivory solas en el jardín? ¿Las había estado espiando, esperando a tener la ocasión de atrapar a Rose con la guardia baja? ¿Y por qué ahora? ¿Por qué después de tres años se había materializado ahora? Como un espectro de pesadilla cruzando el jardín, con un horrible paquete en la mano.

Rose miró de soslayo. Allí estaba, oculto tras un inocente disfraz. Pero no lo era. Rose lo sabía. No necesitaba mirar debajo de la envoltura de papel marrón para saber qué había debajo, un objeto representando un lugar, un tiempo, una unión que Rose quería olvidar por todos los medios.

Se agarró las faldas y volvió a alisarlas contra sus muslos, intentando crear cierta distancia entre ellas y el objeto.

Una bandada de estorninos levantó vuelo y Rose miró hacia el jardín de forma arriñonada. Mamá se acercaba, el nuevo perro, Helmsley, caminando a su lado. Una oleada de alivio dejó a Rose algo mareada. Mamá era el ancla de regreso al presente, a un mundo seguro en donde todo era como debía ser. Mientras Adeline se acercaba, Rose no pudo contener su ansiedad.

– Oh, mamá -exclamó exaltada-. Estuvo aquí, Eliza estuvo aquí.

– Lo vi todo por la ventana. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Escuchó la niña algo que no debiera?

Rose evocó el encuentro, pero la preocupación había conspirado con el miedo para confundir su memoria y no podía recordar con precisión las palabras dichas. Sacudió la cabeza con abatimiento.

– No lo sé.

Adeline miró el paquete, luego lo tomó del banco, con cuidado, como si estuviera caliente.

– No lo abras, mamá, por favor. No puedo tolerar verlo. -La voz de Rose era casi un susurro.

– ¿Es…?

– Estoy casi segura de que sí. -Se llevó los dedos fríos a la mejilla-. Dijo que era para Ivory. -Rose miró a su madre y una fría oleada de pánico le brotó por debajo de la piel-. ¿Por qué lo traería, mamá? ¿Por qué? -Su madre apretó los labios-. ¿Qué quiere decir con ello?

– Creo que ha llegado el momento de que pongas cierta distancia entre tú y tu prima. -Adeline se sentó junto a Rose, y dejó el paquete sobre su regazo.

– ¿Distancia, mamá? -Las mejillas de Rose se enfriaron, su voz se redujo a un susurro aterrado-. ¿No pensarás que ella pretende volver… ¿no volverá otra vez, verdad?

– Ella ha demostrado hoy que no tiene respeto por las reglas que han sido impuestas.

– Pero mamá, seguramente no pensarás que…

– Sólo pienso que quiero que tu presente bienestar continúe. -Mientras la hija de Rose jugueteaba al sol, Adeline se acercó inclinándose, tanto que Rose sintió su suave labio superior rozarle la oreja-. Debemos recordar, querida -susurró-, que un secreto nunca está a salvo cuando otros lo conocen.

Rose asintió levemente; su madre, por supuesto, tenía razón. Había sido una tontería pensar que todo continuaría indefinidamente.

Adeline se puso de pie y movió la mano, indicando a Helmsley que se sentara.

– Thomas está a punto de servir el almuerzo. No te retrases. No necesitas empeorar el día enfriándote. -Dejó el paquete en el banco y bajó la voz-. Y que Nathaniel se deshaga de eso.


* * *

Podían escucharse carreras por todas partes y Adeline hizo una mueca de disgusto. No importaba cuántas veces repitiera la gastada diatriba sobre las jóvenes señoritas y el comportamiento adecuado, la niña no aprendía. Era de esperar, por supuesto: no importaba las bellas envolturas con que Rose la cubriera, la niña no tenía clase, no había modo de escapar de ello. Las mejillas demasiado rosadas, la risa que se hacía eco por los pasillos, los rizos que escapaban de sus lazos, era lo menos parecida a Rose que se pudiera imaginar.

Y sin embargo, Rose adoraba a la niña. Por lo tanto, Adeline la había aceptado, había aprendido a sonreírle a la niña, a sostener su mirada impertinente, a tolerar sus ruidos. ¿Qué no haría Adeline por Rose que ya no hubiera hecho? Pero entendía también que era su deber mantener la mano firme y pronta, porque la niña necesitaría una guía firme si iba a escapar del abismo de su bajo nacimiento.

El círculo de quienes conocían la verdad era reducido y así debía permanecer: permitir que fuera de otro modo era invitar al terrible espectro del escándalo. Era por tanto imperativo que Mary y Eliza fueran controladas como correspondía.

Adeline se había preocupado al principio de que Rose no comprendiera, que la inocente niña se imaginara que todo podía continuar como antes. Pero en ese punto se había visto gratamente sorprendida. En el instante en que Ivory fue depositada en brazos de Rose, fue cuando se produjo un cambio en ella: fue invadida por un feroz deseo maternal de proteger a su hija. Rose había acordado con Adeline que tanto Mary como Eliza debían mantenerse a distancia: la suficiente distancia para evitar una presencia diaria, pero lo suficientemente próxima para asegurar que nadie divulgara lo que sabían sobre la niña de la mansión Blackhurst. Adeline había ayudado a Mary a adquirir una pequeña casa en Polperro, y Eliza había recibido la titularidad de la cabaña. Aunque una parte de Adeline se lamentaba de la permanente cercanía de Eliza, era el menor de los males, y la felicidad de Rose era lo principal.

Querida Rose. Se veía tan pálida, sentada sola en un banco del jardín. Apenas si había tocado su almuerzo, apenas removió el plato, de un lado a otro. Ahora descansaba, intentando impedir el retorno de una migraña que la había estado persiguiendo toda la semana.

Adeline abrió el puño que tenía cerrado sobre su regazo, y flexionó los dedos pensativamente. Había establecido las condiciones de modo perfectamente claro cuando todo fue arreglado: ninguna de las dos muchachas volvería a poner el pie en la propiedad de Blackhurst. La condición era sencilla, y hasta ese día las dos la habían cumplido. Las alas de protección se habían cerrado sobre el secreto y la vida en Blackhurst había adoptado un ritmo tranquilo.

¿En qué estaba pensando Eliza al romper ahora su palabra?


* * *

Al final, Nathaniel esperó hasta que Rose estuvo en cama dando reposo a sus nervios y Adeline fuera, de visita. De ese modo, razonó, ninguna sabría el método por el cual se aseguraba la continua ausencia de Eliza. Desde que escuchó lo que había sucedido, Nathaniel había estado meditando cómo solucionar las cosas. Ver a su esposa en semejante estado era un escalofriante recuerdo de que a pesar de la distancia recorrida, de la bendita mejora tras el nacimiento de Ivory, la otra Rose, preocupada, tensa, errática, nunca estaba demasiado oculta bajo la superficie. Supo al instante que debía hablar con Eliza. Hallar el modo de hacerle entender que nunca más podía regresar.

Había pasado cierto tiempo desde su última visita, y se había olvidado de lo oscuro que estaba el pasadizo entre las paredes de setos, el poco tiempo que permitían el paso de la luz solar. Avanzó cuidadosamente, intentando recordar cuándo girar. Un gran cambio desde la época, cuatro años antes, en que había corrido acalorado a través del laberinto en busca de sus bocetos. Había llegado a la cabaña, la sangre latiéndole, los hombros pesados por el ejercicio fuera de lo habitual, y había exigido que se los devolviera. Eran suyos, clamó, eran importantes para él, los necesitaba. Y entonces, cuando se le habían acabado las cosas que podía decir, se quedó plantado, recuperando el aliento, esperando que Eliza respondiera. No estaba seguro de lo que esperaba -una confesión, una disculpa, la entrega de los bosquejos, o quizá todo- pero ella no le dio nada. En cambio, lo sorprendió. Después de un momento que pasó examinándolo del modo en que uno haría con algo poco curioso, parpadeó con esos pálidos y cambiantes ojos que él deseaba dibujar y le preguntó si le gustaría contribuir con ilustraciones para un libro de cuentos de hadas…

Un ruido y el recuerdo se escabulló. Nathaniel sintió que el corazón se le detenía. Se volvió y miró a través del breve espacio a su espalda. Un solitario petirrojo parpadeó al mirarlo antes de levantar vuelo.

¿Por qué estaba tan nervioso? Tenía los nervios de un hombre culpable, un estado ridículo puesto que no había nada inapropiado en sus acciones. Intentaba sólo hablar con Eliza, pedirle que no cruzara las puertas del laberinto. Y su misión, después de todo, era por el bien de Rose: era la salud y el bienestar de su esposa lo que estaban en su mente.

Caminó más rápido, asegurándose de que estaba inventando peligros en donde no había ninguno. Su misión podía ser secreta, pero no era ilícita. Había una diferencia.

Había accedido a ilustrar el libro. ¿Cómo podía resistirse, y por qué habría de hacerlo? El dibujar era su más grande deseo, y el ilustrar los cuentos de hadas le permitía deslizarse en un mundo que no identificaba los particulares pesares de su propia vida. Había sido su tabla de salvación, un objetivo secreto que hacía que los largos días de pintar retratos fueran tolerables. En los encuentros con zoquetes acaudalados y con título, cuando Adeline lo alentaba a seguir una vez más y en donde se le demandaba que sonriera y actuara cordialmente como un perro entrenado, había alimentado el secreto conocimiento de que también estaba trayendo a la vida el mundo mágico de los cuentos de Eliza.

Nunca había tenido una copia terminada. La publicación se había demorado, por una u otra razón, y para cuando el libro fue finalmente impreso tenía muy claro que éste sería poco bienvenido en Blackhurst. Una vez, en los primeros días del proyecto, había cometido el grave error de mencionarle el libro a Rose. Había pensado que ella se alegraría, que apreciaría la unión de su marido y su más querida prima, pero se había equivocado. Su expresión fue tal que nunca la olvidaría, sorpresa y furia mezclada con el desamparo. La había traicionado, declaró, no la amaba, quería dejarla. Nathaniel no había sabido cómo comprender lo sucedido. Había hecho lo que siempre hacía en tales ocasiones, Tranquilizar a Rose y preguntarle si podía dibujar su retrato para su colección. Y mantuvo el proyecto para sí a partir de ese día. Pero no lo abandonó. No podía.

Después del nacimiento de Ivory, y la recuperación de Rose, las hebras de su vida se habían vuelto, lentamente, a trenzar. Era extraño el poder de un pequeño bebé para devolver la vida a un lugar, para retirar el negro velo que lo había cubierto todo: Rose, su matrimonio, la misma alma de Nathaniel. No había sido instantáneo, claro. Para empezar, en lo que concernía a la niña, Nathaniel había procedido con cautela, siguiendo los pasos de Rose, siempre cuidadoso ante la posibilidad de que los orígenes de la criatura resultaran un obstáculo infranqueable. Sólo cuando vio que ella amaba a la niña como a una hija, no como a una mascota, se permitió que los muros de su propio corazón se ablandaran. Permitió que la divina inocencia del bebé se filtrara en su espíritu cansado y herido, y abrazó la totalidad de su pequeña familia, la fuerza que ésta ganó al aumentar su número de dos a tres.

Y con el tiempo, se fue olvidando del libro y del placer que sus ilustraciones le habían dado. Dedicó su tiempo a seguir los pasos de la familia Mountrachet; ignoró la existencia de Eliza y, cuando Adeline le pidió que alterara el retrato de John Singer Sargent, aceptó de buena voluntad, aunque no feliz, el deshonor de retocar el trabajo del gran pintor. Le pareció que para entonces había cruzado ya los límites de tantos principios que alguna vez supuso inviolables, que uno más no haría daño…

Nathaniel llegó al claro en el centro del laberinto, y un par de pavos reales lo miraron brevemente antes de continuar su camino. Prosiguió con cuidado, a fin de evitar la argolla metálica que amenazaba con hacer tropezar a una persona, y luego entró por el angosto sendero que comenzaba el camino hacia el jardín oculto.

Nathaniel se quedó helado. Ramas que se rompían, pequeñas pisadas. Más pesadas que las que pertenecían a los pavos reales.

Se detuvo, volviéndose rápidamente. Entonces… un relámpago blanco. Algo lo estaba siguiendo.

– ¿Quién es? -Su voz fue más áspera de lo que había esperado. Se obligó a mostrarse firme-. Insisto en que salga de su escondrijo.

Luego de una pausa momentánea, su perseguidor se dio a conocer.

– ¡Ivory! -El alivio fue seguido rápidamente por la consternación-. ¿Qué estás haciendo aquí? Sabes que no se te permite cruzar las puertas del laberinto.

– Por favor, papá -rogó la pequeña-. Llévame contigo. Davies dice que hay un jardín donde termina el laberinto, en donde comienzan todos los arcos iris del mundo.

Nathaniel no pudo sino admirar la imagen.

– ¿Eso dice?

Ivory asintió con esa honestidad infantil que cautivaba a Nathaniel. Consultó su reloj de bolsillo. Adeline estaría de regreso en una hora, ansiosa de controlar el avance del retrato de lord Haymarket. No había tiempo para llevar a Ivory a la casa y regresar, y quién sabía cuándo se volvería a presentar nuevamente la oportunidad. Se rascó una oreja y suspiró.

– Vamos pues, pequeña.

Ella lo siguió de cerca, tarareando una canción que Nathaniel reconoció como «Naranjas y limones». A saber dónde la habría aprendido. No de Rose, quien tenía una terrible memoria para las letras y las melodías; ni de Adeline, para quien la música poco significaba. Uno de los sirvientes, sin duda. A falta de una institutriz adecuada, su hija pasaba gran parte de su tiempo con el personal de Blackhurst. ¿Quién podía saber qué otras cuestionables habilidades estaba adquiriendo como consecuencia?

– ¿Papá?

– Sí.

– Hice otro dibujo en mi mente.

– ¿Ah? -Nathaniel apartó un seto espinoso para que Ivory pudiera pasar.

– Es el barco con el capitán Ahab. Y la ballena nadando a su lado.

– ¿De qué color es la vela?

– Blanca, por supuesto.

– ¿Y la ballena?

– Gris como una nube de tormenta.

– ¿Y cómo huele tu barco?

– A agua salada, y a las botas sucias de Davies.

Divertido, Nathaniel enarcó sus cejas.

– Lo imaginaba. -Era uno de sus juegos favoritos, que jugaban con frecuencia por las tardes, ya que Ivory había adquirido la costumbre de pasarlas en su estudio. Le había sorprendido descubrir que disfrutaba con la compañía de la niña. Ella le hacía ver las cosas de otro modo, más sencillo, de un modo que daba nueva vida a sus retratos. Sus frecuentes preguntas sobre lo que estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo requería que explicara cosas que hacía tiempo había olvidado apreciar: que uno debe dibujar lo que ve, no lo que imagina que está allí; que cada imagen está constituida simplemente de líneas y formas; que los colores deben a la vez revelar y ocultar.

– ¿Por qué estamos yendo por el laberinto, papá?

– Hay alguien al otro lado a quien debo ver.

Ivory meditó sobre ello.

– ¿Es una persona, papá?

– Por supuesto que es una persona. ¿Acaso crees que tu papá se va a encontrar con una bestia?

Dieron la vuelta a una esquina, luego a otra en rápida sucesión y Nathaniel pensó en una canica deslizándose por las vueltas y revueltas de la pista que Ivory había construido en su cuarto de juegos. Siguiendo las curvas y rectas con poco control sobre su propio destino. Una tonta asociación, claro, porque ¿qué eran las acciones de hoy sino las de un hombre haciéndose cargo de su propio destino?

Doblaron un último recodo y llegaron a la puerta del jardín oculto. Nathaniel se detuvo, se arrodilló y tomó con gentileza a su hija por sus huesudos hombros.

– Bueno, Ivory -dijo cuidadosamente-, hoy te he traído por el laberinto.

– Sí, papá.

– Pero no debes volver nunca, y menos, sola. -Nathaniel apretó los labios-. Y creo que sería mejor si… si esta excursión de hoy…

– No te preocupes, papá. No se lo diré a mamá.

Nathaniel sintió alivio mezclado con la desagradable sensación de estar conspirando con su hija contra su esposa.

– Ni tampoco a Abuela, papá.

Nathaniel asintió, sonriendo levemente.

– Es mejor así.

– Un secreto.

– Sí, un secreto.

Abrió la puerta hacia el jardín oculto e hizo entrar a Ivory. Había esperado, a medias, ver a Eliza, sentada como la Reina de las Hadas sobre el montículo de césped bajo el manzano, pero el jardín estaba inmóvil y silencioso. El único movimiento provenía de un petirrojo -¿el mismo?- que inclinó su cabeza y miró casi con sentido de propiedad mientras Nathaniel avanzaba por el zigzagueante sendero.

– Oh, papá -exclamó Ivory, mirando maravillada el jardín. Alzó la vista, contemplando las enredaderas que iban de un lado a otro, desde la cima de uno de los muros hasta el otro-. Es un jardín mágico.

Qué raro que una niña pudiera percibir semejantes cosas. Nathaniel se preguntó qué tenía el jardín de Eliza que hacía que uno sintiera que tal esplendor no podía haber ocurrido por sí solo. Que algún trato había sido sellado con los espíritus del otro lado del velo para procurar semejante abundancia.

Guió a Ivory a través de la puerta sur y por el sendero que bordeaba el lateral de la cabaña. A pesar de la hora, estaba fresco y oscuro en el jardín del frente, cortesía del muro de piedra que Adeline había hecho construir. Nathaniel colocó una mano en los hombros de Ivory, sus alas de hada.

– Escucha -dijo-. Papá va a entrar pero tú debes esperar aquí, en el jardín.

– Sí, papá.

Dudó.

– No te muevas de aquí.

– Oh, no, papá -respondió de modo inocente, como si andar por donde no debiera fuera lo más lejano de su mente.

Con un gesto de asentimiento, Nathaniel se dirigió a la puerta. Golpeó y esperó a que Eliza apareciera, mientras se ajustaba las mangas de su camisa.

La puerta se abrió y allí estaba ella. Como si la hubiera visto ayer. Como si cuatro años no hubieran transcurrido entre ambos.


* * *

Mientras Nathaniel se sentaba en una silla junto a la mesa, Eliza se quedó de pie al otro lado, los dedos descansando levemente sobre el borde de la misma. Lo miraba de ese modo singular que tenía. Desprovisto de convencionalismos que sugirieran que estaba contenta de verlo. ¿Era vanidad lo que le hacía pensar que se alegraría de verlo? Algo de la luz de la cabaña conspiraba para que sus cabellos fueran de un rojo más brillante que lo habitual. Rayos de luz solar jugaban con sus bucles, de modo que parecía como si verdaderamente hubiera sido producto del oro de las hadas. Nathaniel se reprendió, estaba permitiendo que su conocimiento de los relatos se filtrara en la imagen de la mujer misma. Sabía que no era correcto.

Un aire enrarecido se interponía entre ambos. Había mucho por decir y sin embargo no se le ocurría qué. Era la primera vez que la veía desde que se habían realizado los arreglos. Se aclaró la garganta, extendió su mano como si fuera a tomar la suya. No pareció poder resistirlo. Ella alzó sus dedos de repente, y volvió su atención a la cocina.

Nathaniel se reclinó contra el respaldo de su silla. Se preguntó cómo comenzar, qué palabras usar para su mensaje.

– ¿Sabes por qué he venido? -dijo por fin.

Ella respondió sin volverse:

– Por supuesto.

Él observó sus dedos, tan delgados, mientras ponía la tetera al fuego.

– Entonces sabes qué es lo que vengo a decir.

– Sí.

Desde fuera, flotando leve sobre la brisa que se filtraba por la ventana, llegó una voz, la voz más dulce: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente…».

La espalda de Eliza se tensó como Nathaniel pudo percibir en su nuca. Semejante a la espalda de una niña. Se volvió de golpe.

– ¿La niña está aquí?

Nathaniel se sintió perversamente complacido por la expresión del rostro de Eliza, la de un animal a punto de ser capturado. Ansiaba plasmarla en el papel, los ojos abiertos, las mejillas pálidas, la boca apretada. Sabía que podía intentarlo tan pronto como regresara a su estudio.

– ¿Has traído a la niña?

– Me siguió. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde.

El aspecto de preocupación desapareció del rostro de Eliza, transformándose en una débil sonrisa.

– Es sigilosa.

– Hay quien diría traviesa.

Eliza se sentó con suavidad en la silla.

– Me agrada saber que a la niña le gustan los juegos.

– No estoy seguro de que a su madre le complazca el lado aventurero de Ivory.

Su sonrisa fue imposible de leer.

– Y menos aún a su abuela.

La sonrisa se ensanchó. Nathaniel respondió brevemente, y luego apartó la vista. Murmuró su nombre: «Eliza», y sacudió la cabeza. Comenzó a decir lo que había ido a decir:

– El otro día…

– El otro día me alegró ver que la niña estaba bien. -Habló con rapidez, ansiosa, al parecer, de impedir que la conversación siguiera esos derroteros.

– Claro que está bien, no le falta nada.

– La apariencia de abundancia puede ser engañosa, no siempre significa que una persona está bien. Pregúntale a tu mujer.

– Eso ha sido innecesariamente cruel.

Una aguda señal de asentimiento. Simple acuerdo, ni una sombra de arrepentimiento. Nathaniel se encontró preguntándose si tal vez careciera de moral, pero sabía que no era así. Ella lo miró sin parpadear.

– Has venido por mi regalo.

Nathaniel bajó la voz.

– Fue una locura por tu parte llevarlo. Ya sabes cómo piensa Rose.

– Lo sé. Pero pensé ¿qué mal puede causar la entrega de semejante objeto?

– Ya sabes qué mal, y sé que como amiga de Rose no desearías causarle angustias. Como amiga mía… -De pronto se sintió ridículo, bajó la vista al suelo, a los tablones, en busca de apoyo-. Debo rogarte que no vuelvas, Eliza. Rose sufrió mucho después de tu visita. A ella no le gusta recordar.

– La memoria es una amante cruel con la que todos debemos aprender a bailar.

Antes de que Nathaniel pudiera esbozar una respuesta, Eliza volvió su atención al fogón.

– ¿Quieres té?

– No -dijo, sintiéndose superado, aunque no estaba seguro por qué-. Debo regresar.

– Rose no sabe que estás aquí.

– Debo regresar. -Se puso el sombrero y caminó hacia la puerta de la cocina.

– ¿Lo has visto? Ha quedado bien, creo.

Nathaniel hizo una pausa pero no se volvió.

– Adiós, Eliza. Ya no te veré más. -Metió los brazos en las mangas de su abrigo e hizo a un lado las irritantes e inmanejables dudas.

Estaba casi a la puerta cuando escuchó a Eliza en el vestíbulo, a su espalda.

– Aguarda -pidió, con algo menos de compostura-. Permíteme echar un vistazo a la niña, a la hija de Rose.

Nathaniel apretó los dedos contra el frío picaporte metálico. Apretó los dientes mientras pensaba en una respuesta.

– Será la última vez.

¿Cómo podía negarse a semejante petición? Una mirada. Después tengo que llevarla, llevarla a su casa.

Juntos atravesaron la puerta del frente y fueron al jardín. Ivory, estaba sentada en el borde de la fuente, los dedos de los pies curvados, de modo que besaban el agua, cantando para sí mientras empujaba una hoja por la superficie.

Al alzar la niña la vista, Nathaniel puso con delicadeza su mano en el brazo de Eliza y le indicó que avanzara.


* * *

El viento se había levantado y Linus tuvo que apoyarse sobre su bastón para evitar perder el equilibrio. En la cala, el mar usualmente calmo había estado agitado con pequeñas olas de cresta blanca que se apresuraban hacia la costa. El sol estaba oculto detrás de un manto de nubes, muy distinto a los perfectos días de verano que pasara tiempo atrás, con su poupée.

El pequeño bote de madera había sido de Georgiana, un regalo de Padre, pero ella se había complacido en compartirlo con él. No había pensado por un momento que su pierna débil lo volvía menos hombre, más allá de lo que dijera su padre. En las tardes cuando el aire estaba tibio y dulce remaban juntos hasta el centro de la ensenada. Sentados, mientras las olas lamían gentilmente la base del bote, ninguno de ellos preocupado por nada salvo el otro. O al menos eso había creído Linus.

Cuando se fue, se había llevado con ella la frágil impresión de solidaridad que él había cultivado. La sensación de que, aunque sus padres lo juzgaban un muchacho tonto sin valor ni función, él tenía algo que ofrecer. Sin Georgiana volvía a ser inútil, sin propósito. Por eso había decidido que ella debía regresar.

Linus había contratado a un hombre. Henry Mansell, un sujeto oscuro y siniestro cuyo nombre se susurraba en las tabernas de Cornualles y que le fue facilitado a través del mayordomo de un conde de la zona. Se decía que sabía cómo tomar cartas en cualquier asunto.

Linus le habló a Mansell sobre Georgiana y el daño que el sujeto que se la llevó le había causado, le dijo que el hombre trabajaba en los barcos en Londres.

La siguiente noticia que tuvo Linus fue que el marino estaba muerto. Un accidente, dijo Mansell, su rostro sin mostrar emoción alguna, un desafortunado accidente.

Fue una extraña sensación la que animó a Linus esa tarde. La vida de un hombre había sido arrancada a petición suya. Era poderoso, capaz de imponer su voluntad a los demás; sintió ganas de cantar.

Le había proporcionado a Mansell una generosa retribución, luego el hombre se había marchado, en busca de Georgiana. Linus había estado exultante de esperanza, porque seguramente no había límites para lo que Mansell podía lograr. Su poupée volvería a casa de inmediato, agradecida del rescate. Las cosas volverían a ser como antes…

La roca negra parecía hoy enfurecida. Linus sintió que su corazón daba un salto al recordar a Georgiana sentada en la cima. Buscó en su bolsillo y tomó la fotografía, alisándola gentilmente con el pulgar.

Poupée. -Medio pensamiento, medio susurro. No importaba lo mucho que Mansell la hubiera perseguido, nunca la encontró. Buscó en el continente, siguió pistas en Londres, sin resultado. Linus no supo nada hasta finales de 1900, cuando le llegaron noticias de que una niña había sido hallada en Londres. Una niña de cabellos rojos con los ojos de su madre.

Linus alzó la mirada hacia el mar, miró a un lado hacia la cima del acantilado que limitaba a la izquierda de la cala. Desde donde estaba podía ver la esquina del nuevo muro de piedra.

Cómo se había regocijado ante la nueva de la niña. Había llegado muy tarde para recuperar a Georgiana, pero a través de esa niña ella regresaría.

Sin embargo, las cosas no habían salido como él esperaba. Eliza se le había resistido, nunca había comprendido que él había enviado por ella, que la había llevado hasta allí para que supiera que le pertenecía a él.

Y ahora su presencia lo atormentaba, encerrada en esa condenada cabaña. Tan cerca y sin embargo… Habían pasado cuatro años. Cuatro años desde que ella había puesto pie en ese lado del laberinto. ¿Por qué era tan cruel? ¿Por qué se le negaba una y otra vez?

Una ráfaga repentina y Linus sintió que el viento le arrebataba el sombrero. Por instinto, extendió la mano para sostenerlo, y al hacerlo dejó escapar la fotografía.

Con la corriente de la brisa en la colina, mientras Linus estaba de pie, imposibilitado, su poupée se escapó volando. Hacia abajo y hacia arriba, volando en el viento, brillando blanca bajo el brillo de las nubes, sobrevolando, burlándose de él, antes de apartarse. Cayendo por fin al agua y siendo arrastrada por el océano.

Lejos de Linus, escapando de entre sus dedos, una vez más.


* * *

Desde la visita de Eliza, Rose se había preocupado. Anudando su mente mientras buscaba una salida al dilema. Cuando Eliza hizo su aparición a través de las puertas del laberinto, Rose había sufrido la peculiar sorpresa de una persona que se da cuenta, de pronto, de que está en peligro. Peor aún, de que ha estado en peligro durante un tiempo sin ser consciente de ello. Se sintió mareada y con pánico. El alivio de que nada hubiera sucedido y la certeza de que semejante fortuna no se mantendría. De todas las opciones que Rose había sopesado, había sólo una cosa que sabía a ciencia cierta: mamá tenía razón, necesitaban poner distancia entre ellos y Eliza.

Rose tomó el hilo con delicadeza a través del bordado y asumió una voz de perfecta despreocupación:

– He estado pensado nuevamente sobre la visita de la Autora.

Nathaniel alzó la vista de la carta que estaba escribiendo. Apartó rápidamente cualquier preocupación de su mirada.

– Como ya te dije, querida mía, no pienses más en ello. No volverá a suceder.

– No puedes estar seguro de ello, porque ¿quién de nosotros pudo predecir esta visita reciente?

Más firme ahora.

– Ella no regresará.

– ¿Cómo lo sabes?

Nathaniel enrojeció. El cambio fue leve, pero Rose lo notó.

– ¿Nate? ¿Qué sucede?

– He hablado con ella.

Rose sintió que se le aceleraba el corazón.

– ¿La has visto?

– Tuve que hacerlo. Por ti, querida. Estabas tan alterada por su visita que hice lo que juzgué necesario para asegurarme de que no vuelva a suceder.

– Pero yo no quería que tú la vieras. -Aquello era peor de lo que Rose había imaginado. Con un golpe de calor bajo la piel se sintió embargada de una certeza aún más definitiva de que tenían que irse. Todos. Eliza debía ser eliminada para siempre de sus vidas. Rose calmó su respiración, obligó a su rostro a relajarse. No serviría que Nathaniel pensara que estaba enferma, que estaba tomando decisiones irracionales-. Hablar con ella no es suficiente, Nate. Ya no.

– ¿Qué otra cosa se puede hacer? Seguramente no sugerirás que la encerremos en la cabaña? -Había intentado que riera, pero no lo consiguió.

– He estado pensando en Nueva York.

Nathaniel alzó las cejas.

– Ya hemos hablado antes de pasar tiempo al otro lado del Atlántico. Creo que deberíamos adelantar nuestros planes.

– ¿Dejar Inglaterra?

Rose asintió, leve pero segura.

– Pero tengo encargos. Habíamos hablado de contratar una institutriz para Ivory.

– Sí, sí -dijo Rose impaciente-. Pero esto ya no es seguro.

Nathaniel no dijo nada, pero no le hizo falta, su expresión hablaba por sí sola. La pequeña esquirla de hielo dentro de Rose se endureció. Él terminaría por pensar como ella, siempre lo hacía. Especialmente cuando temía que se estuviera tambaleando al borde de la desesperanza. Era lamentable, usar la devoción de Nathaniel contra él, pero Rose tenía pocas opciones. La maternidad y la vida familiar eran todo lo que había soñado; no quería perderlas ahora. Cuando Ivory nació, y la dejaron en sus brazos, fue como si le hubieran dado permiso para comenzar de nuevo. Ella y Nathaniel volvieron a ser felices, no volvieron a hablar de las épocas pasadas. Ya no existían. Mientras Eliza se mantuviera a distancia.

– Tengo un compromiso en Carlisle -recordó Nathaniel-. Ya lo he comenzado. -En su voz, Rose percibió las grietas que ella incrementaría hasta que su resistencia sucumbiera.

– Por supuesto que debes completarlo -indicó-. Adelantaremos el compromiso en Carlisle y partiremos tan pronto regresemos. Ya tengo tres pasajes para el Carmania.

– Ya los has reservado. -Una afirmación más que una pregunta.

Rose ablandó su voz.

– Es lo mejor, Nate. Debes entenderlo. Es el único modo de que estemos a salvo. Y piensa qué bien le hará el viaje a tu carrera. Tal vez el New York Times escriba sobre tu viaje. Un triunfal regreso para uno de los hijos más célebres de la ciudad.


* * *

Oculta bajo el asiento favorito de Abuela, Ivory susurró para sí las palabras. «Nueva York». Ivory sabía dónde estaba Nueva York. Una vez, cuando viajaron al norte, a Escocia, ella y mamá y papá se habían detenido por un tiempo en York, en la casa de uno de los amigos de Abuela. Una señora muy anciana con anteojos de montura metálica y ojos que parecían estar siempre llorando. Pero su madre no hablaba de York, Ivory la había escuchado claramente Nueva York, había dicho que pronto tendrían que ir a Nueva York. E Ivory sabía dónde estaba esa ciudad. Estaba lejos, cruzando el mar, el lugar en donde había nacido papá, sobre el cual él le había contado historias llena de rascacielos y música y automóviles. Una ciudad en donde todo brillaba.

Un manojo de pelos de perro cosquilleó la nariz de Ivory y se contuvo para evitar estornudar. Era una de sus habilidades más sorprendentes. La habilidad para detener el estornudo, y parte de lo que hacía que fuera tan buena para ocultarse. Ivory disfrutaba tanto escondiéndose que a veces lo hacía sin ningún motivo salvo complacerse. Sola en un cuarto, se escondía por el mero placer de saber que incluso el cuarto mismo se había olvidado de su presencia.

Hoy, en cambio, Ivory se había escondido por un motivo. Abuelo había estado de mal talante. Habitualmente, uno podía contar con que él se mantendría apartado de todos, pero últimamente aparecía en dondequiera que estuviera Ivory, diciéndole que le pertenecía. Siempre con su pequeña cámara marrón, intentando tomarle fotos con esa muñeca rota que él tenía. A Ivory no le gustaba la muñeca rota con sus horribles ojos parpadeantes. Y aunque mamá le había dicho que tenía que hacer lo que Abuelo pedía, que era un gran honor que le tomaran una fotografía, Ivory prefería ocultarse.

El pensar en la muñeca le escocía la piel, así que intentó pensar en otra cosa. Algo que la pusiera contenta, como la aventura que había tenido con papá, cruzando el laberinto. Ivory había estado jugando fuera cuando vio a su padre salir por la puerta lateral de la casa. Había caminado con rapidez, y al principio había pensado que iba a montarse en el carruaje para pintar el retrato de alguien. Sólo que no llevaba consigo sus herramientas, ni estaba vestido del modo en que usualmente lo estaba cuando tenía una reunión importante. Ivory lo había observado mientras avanzaba por el jardín, acercándose hacia las puertas del laberinto, y entonces supo qué estaba haciendo exactamente; no era muy bueno disimulando.

Ivory no lo había pensado dos veces. Se apresuró a ir tras él, siguiéndolo por las puertas del laberinto hacia los oscuros y angostos túneles. Porque Ivory sabía que la dama de cabellos rojos, la que le había traído el paquete, vivía al otro lado.

Y ahora, después de la visita con papá, sabía quién era la dama. Su nombre era Autora, y aunque papá había dicho que era una persona, Ivory sabía que no era así. Ya lo sospechó el día que la Autora había aparecido por el laberinto, pero después de mirarla a los ojos, en el jardín de la cabaña, Ivory había estado segura.

La Autora era mágica. Bruja o hada, no estaba segura, pero Ivory sabía que la Autora no era una persona como cualquiera de las otras que hubiera visto.

43

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005


Fuera, el viento agitaba los árboles y el océano respiraba pesadamente en la cala. La luz de la luna se filtraba por la ventana, dibujando cuatro cuadrados plateados sobre el suelo de madera, y el cálido aroma de la sopa de tomate y el pan tostado impregnaba los muros, el suelo, el aire mismo. Cassandra, Christian y Ruby estaban sentados en torno a la mesa de la cocina, el horno brillando a un lado, un calentador de queroseno al otro. Las velas estaban alineadas en la mesa y en distintos lugares de la sala, pero quedaban espacios oscuros, rincones solitarios adonde no llegaba la luz de las velas.

– Todavía no entiendo -dijo Ruby-. ¿Cómo sabes que Rose era infértil a partir de ese artículo?

Christian tomó una cucharada de sopa.

– La exposición a los rayos X. No hay forma de que sus óvulos hubieran sobrevivido.

– ¿Acaso ella no lo hubiera sabido? Quiero decir, seguramente habría alguna señal de que algo no estaba bien.

– ¿Como qué?

– Bueno, ¿tenía ella… ya sabes… sus periodos?

Christian se encogió de hombros.

– Supongo que sí. La función de su sistema reproductivo no se habría visto afectada, ella seguiría liberando un óvulo por mes, eran esos mismos óvulos los que estarían dañados.

– ¿Tan dañados como para no poder concebir?

– Sí, así fue, habría tenido tantos problemas con el feto que lo más probable es que hubiera abortado. O dado a luz a un bebé con deformaciones múltiples.

Cassandra dejó el resto de la sopa a un lado.

– Eso es terrible. ¿Por qué tuvo que hacerle la radiografía?

– Probablemente quería estar entre los primeros en hacer uso de esa nueva y brillante tecnología, disfrutar del honor de ser publicado. No había motivos para tomar una placa radiográfica, la niña sólo se había tragado un dedal.

– ¿Quién no lo habría hecho? -repuso Ruby repasando con una migaja de pan su cuenco de sopa, ya limpio.

– ¿Pero por qué una exposición de una hora? Eso no debía de haber sido necesario.

– Claro que no lo era -dijo Christian-. Pero entonces la gente no lo sabía; esos tiempos de exposición eran comunes.

– Supongo que pensaban que si obtenías una buena imagen en quince minutos, tendrías una mucho mejor en una hora -razonó Ruby.

– Y fue antes de que se conocieran los peligros. Los rayos X fueron descubiertos en 1895, así que el doctor Matthews estaba siendo muy avanzado al usarlos. Al comienzo la gente incluso pensaba que eran buenos, que podían curar el cáncer, las lesiones en la piel y otras enfermedades. Las quemaduras eran suficientemente obvias, pero pasaron años antes de que la total extensión de los efectos negativos fuera conocida.

– Eso es lo que eran las marcas de Rose -dijo Cassandra-. Cicatrices de quemaduras.

Christian asintió.

– Junto con el achicharramiento de sus ovarios, la exposición a los rayos X ciertamente le habría quemado la piel.

Una ráfaga de viento hizo que las ramitas trazaran ruidosas figuras sobre las ventanas, y la luz de las velas tembló cuando un hilo de aire frío pasó por debajo del zócalo. Ruby colocó su cuenco dentro del de Cassandra, y se limpió la boca con una servilleta.

– Entonces, si Rose no era fértil, ¿quién fue la madre de Nell?

– Creo que sé la respuesta -dijo Cassandra.

– ¿La sabes?

Asintió.

– Está todo en los cuadernos. De hecho, creo que eso es lo que Clara quiere decirme.

– ¿Quién es Clara? -preguntó Christian.

Ruby tomó aire.

– Piensas que Nell era hija de Mary.

– ¿Quién es Mary? -Christian las miró a ambas.

– La amiga de Eliza -dijo Cassandra-. La madre de Clara. Una empleada doméstica en Blackhurst que fue despedida a principios de 1909 cuando Rose descubrió que estaba embarazada.

– ¿Rose la despidió?

Cassandra asintió.

– En el cuaderno escribe que no puede tolerar pensar que alguien tan poco merecedor pueda tener un niño cuando a ella se le ha negado de forma continua.

Ruby tragó un sorbo de vino.

– Pero ¿por qué Mary le daría la niña a Rose?

– Dudo que se la diera sencillamente.

– ¿Crees que Rose compró a la niña?

– Es posible, ¿no? La gente ha hecho cosas peores para conseguir un bebé.

– ¿Tú crees que Eliza lo sabía? -preguntó Ruby.

– Peor que eso -declaró Cassandra-. Creo que la ayudó. Creo que por eso se fue.

– ¿Culpa?

– Exactamente. Ella ayudó a Rose a usar su posición de poder para arrebatarle el bebé a alguien que necesitaba dinero. Eliza no pudo haberse sentido cómoda con eso. Ella y Mary eran amigas, Rose lo dice.

– Supones que Mary quería al bebé -dijo Ruby-. Que no quería entregarla.

– Supongo que la decisión de entregar a un bebé nunca es sencilla. Mary pudo haber necesitado dinero, puede que el bebé fuera un inconveniente, incluso puede que pensara que su hija iba a tener un mejor hogar, pero así y todo creo que tiene que haber sido devastador.

Ruby alzó sus cejas.

– Y Eliza la ayudó.

– Y después se marchó. Eso es lo que me hace pensar que el bebé no fue entregado con alegría. Creo que Eliza se fue porque no pudo soportar el quedarse y ver a Rose con el bebé de Mary. Pienso que el momento de separar a la madre y a la hija fue traumático y eso pesó en la conciencia de Eliza.

Ruby asintió lentamente.

– Eso explicaría por qué Rose se negó a ver a Eliza tras el nacimiento de Ivory, por qué las dos se apartaron la una de la otra. Rose debió de intuir cómo se sentía Eliza y le preocupó que hiciera algo que perturbara su nueva felicidad.

– Como quitarle a Ivory -dijo Christian.

– Que fue lo que acabó haciendo.

– Sí -asintió Ruby-, fue lo que al final hizo. -Volvió a alzar las cejas, mirando a Cassandra-. ¿Cuándo verás a Clara?

– Me invitó a visitarla mañana, a las once.

– Maldición. Me marcho a eso de las nueve. Maldito trabajo. Me hubiera encantado ir, podría haberte acercado.

– Yo te llevo -se ofreció Christian. Había estado jugueteando con el mando del calentador, elevando la llama, y el olor a queroseno era intenso.

Cassandra evitó la sonrisa de Ruby.

– ¿De veras? ¿Estás seguro?

El le sonrió, sosteniendo su mirada por un momento antes de apartarla.

– Ya me conoces. Siempre feliz de poder ayudar.

Cassandra sonrió en respuesta, volviendo su atención a la superficie de la mesa mientras se arrebolaban sus mejillas. Algo en Christian hacía que volviera a sentirse como si tuviera trece años. Y era un sentimiento tan fresco, tan nostálgico -el desplazarse a un tiempo y a un lugar teniendo toda la vida por delante-, que ansió aferrarse a él. Hacer a un lado el sentimiento de culpa de que estar disfrutando de la compañía de Christian era, de alguna manera, ser desleal a Nick y a Leo.

– Pero ¿por qué Eliza iba a esperar hasta 1913 -Christian miró a Ruby y a Cassandra- para llevarse a Nell? Quiero decir, ¿por qué no lo hizo antes?

Cassandra pasó la mano lentamente por la superficie de la mesa. Miró la luz de la vela salpicar su piel.

– Creo que lo hizo porque Rose y Nathaniel murieron en el accidente ferroviario. Mi suposición es que a pesar de sus sentimientos encontrados, estaba dispuesta a mantenerse al margen mientras Rose fuera feliz.

– Pero una vez que Rose murió…

– Exactamente. -Lo miró. Algo en la seriedad de su expresión le dio escalofríos-. Una vez que Rose murió, ella no pudo tolerar que Ivory permaneciera en Blackhurst. Creo que tomó a la pequeña e intentó devolvérsela a Mary.

– Entonces ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué la puso en el barco rumbo a Australia?

Cassandra suspiró y la llama de la vela cercana tembló.

– Todavía no he resuelto esa parte.

Tampoco tenía claro cuánto de la historia sabía William Martin cuando conoció a Nell en 1975. Mary era su hermana. ¿No llegó a saber que estaba embarazada? ¿Que había dado a luz a una criatura y luego no la había criado? Y seguramente si supo que estaba embarazada, si hubiera sabido el papel que Eliza jugó en la adopción extraoficial, ¿no se lo habría dicho a Nell? Después de todo, si Mary era la madre de Nell, entonces William era su tío. Cassandra no podía creer que el marino hubiera permanecido en silencio si una sobrina perdida largo tiempo atrás aparecía en su puerta.

Sin embargo, no había mención alguna de ningún tipo de reconocimiento por parte de William en la libreta de Nell. Cassandra había revisado las páginas, en busca de pistas que podía haber pasado por alto. William no había dicho ni hecho nada para sugerir que Nell era pariente suya.

Era posible, claro, que William no hubiera sabido que Mary estaba embarazada. Cassandra había oído de tales hechos, en revistas y en los programas televisivos estadounidenses, muchachas que ocultaban su embarazo durante nueve meses. Y tenía sentido que Mary lo hubiera hecho. A fin de que el intercambio funcionara, Rose debía de haber insistido en la discreción. Ella no podía permitir que la pequeña aldea estuviera al tanto de que el bebé no era suyo.

Pero ¿era posible que una muchacha se quedara embarazada, se comprometiera con su novio, perdiera su trabajo, entregara la criatura, volviera a su vida de siempre, y que nadie supiera de ello? Había algo que Cassandra estaba pasando por alto, sin duda.

– Es como el cuento de hadas de Eliza, ¿no?

Cassandra miró a Christian.

– ¿El qué?

– Todo el asunto: Rose, Eliza, Mary, el bebé. ¿No te recuerda a «El huevo de oro»?

Cassandra negó con la cabeza. El nombre no le resultaba familiar.

– Está en Cuentos mágicos para niñas y niños.

– No en mi copia, debemos de tener ediciones distintas.

– Hubo sólo una edición. Por eso son tan escasos.

Cassandra se encogió de hombros.

– Nunca lo he visto.

Ruby sacudió la mano.

– ¿Qué más da? ¿A quién le importa cuántas ediciones hubo? Cuéntanos la historia, Christian. ¿Qué te hace pensar que trata sobre Mary y el bebé?

– La verdad es que «El huevo de oro» es un cuento raro; siempre me lo pareció. Diferente a los otros cuentos de hadas, más triste y con una estructura moral más endeble. Es sobre una reina malvada que obliga a una joven dama a entregar su huevo de oro mágico para sanar a la princesa enferma. La dama, al principio, se resiste, porque cuidar del huevo es el trabajo de su vida -su derecho de nacimiento, creo que dice- pero la reina insiste hasta disuadirla, porque está convencida de que, si no lo hace, la princesa sufrirá de tristeza eternamente y el reino se verá maldito con un invierno perpetuo. Hay un personaje que hace de intermediario en la transacción, la criada de la dama. Ella trabaja para la princesa y la reina, pero cuando llega el momento trata de convencer a la dama de que no entregue el huevo. Es como si se diera cuenta de que el huevo es parte de la dama, y que sin él la dama no tendrá propósito, motivo para vivir. Que es lo que sucede, exactamente: ella entrega el huevo y arruina su vida.

– ¿Tú crees que la criada de la dama era Eliza? -dijo Cassandra.

– Casa con la historia, ¿no crees?

Ruby apoyó su mentón en el puño.

– Déjame ver si lo entiendo, ¿dices que el huevo era la niña? ¿Nell?

– Sí.

– ¿Y Eliza escribió la historia como modo de expiar su culpa?

Christian sacudió la cabeza.

– No tanto culpa. La historia no parece lidiar con la culpa, sino más bien con la tristeza. Por ella y por Mary. Y de alguna manera, por Rose. Los personajes de la historia hacen todos lo que consideran correcto, es sólo que no puede haber final feliz para todos.

Cassandra se mordió el labio, pensativa.

– ¿De veras crees que un cuento de hadas para niños puede ser autobiográfico?

– No exactamente autobiográfico, no en sentido literal, a menos que haya tenido algunas experiencias muy locas. -Alzó las cejas al pensarlo-. Supongo que Eliza se basó en fragmentos de su propia vida al volverlos ficción. ¿No es eso lo que hacen los escritores?

– No lo sé. ¿Eso hacen?

– Traeré «El huevo de oro» mañana -dijo Christian-. Así podrás juzgar por ti misma. -La cálida luz ocre de la vela acentuaba sus mejillas, haciendo que brillara su piel. Sonrió con timidez-. Sus cuentos de hadas son la única voz que le quedaba a Eliza. ¿Quién sabe qué otra cosa estará intentando decirnos?


* * *

Después de que Christian se marchara de regreso al pueblo, Ruby y Cassandra prepararon sus sacos de dormir sobre los colchones de gomaespuma que él les había traído. Habían decidido quedarse en el piso inferior para aprovechar el calor del horno todavía tibio, apartando a un lado la mesa para hacer sitio. El viento marino soplaba gentilmente a través de las rendijas de las puertas, sobre los zócalos. La casa olía a tierra húmeda, más de lo que Cassandra había notado durante el día.

– Ésta es la parte en la que nos contamos mutuamente historias de fantasmas -susurró Ruby, girándose pesadamente para mirar a Cassandra. Sonrió, su rostro en sombras bajo la luz parpadeante-. Qué divertido. ¿Te he dicho lo afortunada que eres por tener una cabaña con fantasmas en el borde de un acantilado?

– Una o dos veces.

Sonrió con algo de atrevimiento.

– ¿Y qué me dices de lo afortunada que eres por tener un «amigo» como Christian, guapo, inteligente y amable?

Cassandra se concentró en la cremallera de su saco de dormir, y la cerró con una precisión y cuidado que sobrepasaba en mucho a la tarea.

– Un «amigo» que obviamente cree que tú haces que el sol brille.

– Oh, Ruby. -Cassandra sacudió la cabeza-. No piensa así. Es que le gusta ayudar en el jardín.

Ruby enarcó las cejas, divertida.

– Claro, claro, le gusta el jardín. Por eso se ha pasado estas semanas trabajando por nada.

– ¡Es verdad!

– Por supuesto que lo es.

Cassandra se tragó una sonrisa y adoptó un tono levemente indignado.

– Lo creas o no, el jardín oculto es muy importante para Christian. Solía jugar en él de pequeño.

– Y la intensa pasión por el jardín es la causa por la que quiere llevarte a Polperro mañana.

– Está siendo amable, simplemente; es una persona amable. No tiene nada que ver conmigo, o con cómo se siente respecto a mí. En verdad, yo no le gusto.

Ruby asintió con aspecto de sabiduría.

– Tienes razón, por supuesto. Quiero decir, ¿qué puedes tener tú que pueda gustarle?

Cassandra la miró de reojo, sonriendo a pesar de sí misma.

– Entonces -dijo, mordiéndose el labio inferior-, ¿crees que es atractivo?

Ruby sonrió.

– Dulces sueños, Cassandra.

– Buenas noches, Ruby.

Cassandra apagó la vela de un soplido, pero la luna llena hacía que el cuarto no estuviera completamente a oscuras. Una fina lámina plateada cubría todas las superficies, suave y opaca como la cera fría. Permaneció tumbada en la semipenumbra acomodando las piezas del rompecabezas en su mente: Eliza, Mary, Rose, y de vez en cuando, fuera de lugar, Christian, mirándola antes de volver a apartar la vista.

En un par de minutos, Ruby estaba roncando suavemente. Cassandra sonrió. Hubiera asegurado que a Ruby le costaba conciliar el sueño. Cerró sus ojos y sintió cómo cada párpado se volvía pesado.

Mientras el mar se agitaba a los pies del acantilado, y los árboles en su cima susurraban en el viento de la medianoche, Cassandra también se entregó al sueño…

… Estaba en el jardín, el jardín oculto, sentada bajo el manzano en la suave hierba. El día era muy cálido y una abeja zumbaba en torno a las flores del manzano, acercándose antes de retirarse flotando en la brisa.

Tenía mucha sed, deseaba un sorbo de agua, pero no había nada cerca. Extendió la mano, intentó ponerse en pie pero no pudo. Su estómago era enorme e hinchado, la piel tirante, escociéndole bajo el vestido.

Estaba embarazada.

Tan pronto como se dio cuenta, la sensación se volvió familiar. Podía sentir el corazón latiendo pesadamente, la tibieza de su propia piel, luego el bebé comenzó a patalear…

– Cass.

… a patalear con tanta fuerza que su estómago se distendió hacia un lado, se llevó la mano al pequeño bulto, intentando tomar el piececillo…

– Cass.

Abrió los ojos. La luz de la luna en las paredes. El ruido del horno.

Ruby estaba apoyada sobre un brazo, tocándole el hombro.

– ¿Estás bien? Estabas gimiendo.

– Estoy bien. -Cassandra se sentó de golpe. Se tocó el vientre-. ¡Dios mío! He tenido un sueño de lo más extraño. Estaba embarazada, muy embarazada. Mi estómago era enorme y estaba tenso, y todo era terriblemente vivido. -Se frotó los ojos-. Estaba en el jardín amurallado y el bebé comenzó a patalear.

– Debe de ser consecuencia de toda la charla de antes, del bebé de Mary, y Rose, y los huevos de oro, todo mezclado.

– Por no mencionar el vino. -Cassandra bostezó-. Pero era tan real, lo sentía exactamente como si fuera real. Estaba tan incómoda y acalorada y cuando el bebé pateó fue doloroso.

– Pintas una encantadora imagen sobre el embarazo -dijo Ruby-. Haces que me alegre de no haberlo intentado nunca.

Cassandra sonrió.

– Los últimos meses no son muy divertidos, pero al final vale la pena. El momento en el que por fin tienes una nueva vida entre tus brazos.

Nick había llorado en la sala de partos, no así Cassandra. Ella había estado demasiado presente, demasiado consciente de ese momento poderoso, para reaccionar de ese modo. Llorar hubiera necesitado otro nivel de sentimientos, la capacidad de desplazarse a un lado de los eventos y verlos en un contexto mayor. La experiencia de Cassandra había sido demasiado inmediata para eso. Se sentía encendida por dentro con un embriagante júbilo. Como si pudiera oír mejor, ver mejor que nunca. Podía sentir el latido de su propio pulso, las luces zumbando sobre ella, la respiración de su bebé.

– Lo cierto es que estuve embarazada una vez -dijo Ruby-. Pero sólo cinco minutos.

– Oh, Ruby. -Cassandra se sintió desbordada por la empatía-. ¿Perdiste el bebé?

– Por decirlo de alguna manera. Era joven, fue un error, él y yo coincidimos en que era estúpido seguir adelante. Me imaginé que habría tiempo suficiente más adelante para todo eso. -Se encogió de hombros, luego alisó el saco de dormir sobre sus piernas-. El único problema fue que para cuando yo estuve lista no tuve los ingredientes necesarios a mano.

Cassandra inclinó la cabeza hacia un lado.

– Esperma, querida. No sé si me pasé los treinta con síndrome premenstrual, pero por el motivo que fuera la mayoría de la población masculina y yo no veíamos las cosas del mismo modo. Para cuando conocí a un tío con quien podía vivir, el barco de los bebés ya había zarpado. Lo intentamos un tiempo pero… -Se encogió de hombros-. Bueno, no se puede luchar contra la naturaleza.

– Lo siento, Ruby.

– No lo sientas. Estoy bien. Tengo un trabajo que amo, buenos amigos. -Le guiñó un ojo-. Y, bueno, ya has visto mi apartamento. Todo un logro. No hay espacio para columpiar un gato, pero, ¡eh!, no tengo gato que columpiar.

Cassandra sonrió.

– Organizas tu vida con lo que tienes, no con lo que te falta. -Ruby se acostó nuevamente y se acomodó en su saco de dormir. Se lo estrechó en torno a los hombros-. Buenas noches.

Cassandra continuó sentada un rato, mirando las sombras bailar en los muros, mientras pensaba en lo que Ruby le había dicho. Sobre la vida que ella, Cassandra, había construido de las cosas, de las personas que no estaban. ¿Era eso también lo que había hecho Nell? ¿Rechazar la vida y la familia recibida y concentrarse en cambio en la que no tenía? Cassandra se acostó y cerró los ojos. Dejó que los sonidos de la noche ahogaran sus agitados pensamientos. La respiración del mar, las olas estrellándose contra la gran roca negra, los árboles susurrando al viento…

La cabaña era un lugar solitario, aislado durante el día, pero aún más con la caída de la noche. El camino no se extendía hasta la cima del acantilado, la entrada del jardín oculto había sido cerrada, y más allá había un laberinto cuya ruta era difícil de seguir. Era el tipo de lugar en el que uno podía vivir sin ver nunca un alma viviente.

Un pensamiento repentino y Cassandra respiró hondo. Se sentó.

– Ruby -llamó. Luego en voz más alta-. Ruby.

– Dormida -fue la farfullada respuesta.

– Pero acabo de darme cuenta…

– Sigo dormida.

– Sé por qué construyeron el muro, por qué Eliza se marchó. Es por eso por lo que tuve el sueño… mi inconsciente se dio cuenta y estaba tratando de hacérmelo saber.

Un suspiro. Ruby se puso de lado y se acomodó sobre su brazo.

– Tú ganas. Estoy despierta. Apenas.

– Aquí es donde Mary se quedó cuando estaba embarazada de Ivory, o sea de Nell. Aquí, en la cabaña. Por eso William no sabía que estaba embarazada. -Cassandra se acercó a Ruby-. Por eso Eliza se fue: Mary se quedó aquí. La mantuvieron oculta en la cabaña, construyeron el muro para que nadie, accidentalmente, la viera.

Ruby se frotó los ojos y se sentó.

– Transformaron la cabaña en una jaula hasta que nació el bebé y Rose se convirtió en su madre.

44

Tregenna, Cornualles, 1975


La tarde antes de marcharse de Tregenna, Nell fue por última vez a la Cabaña del Acantilado. Llevó con ella su maleta blanca, la llenó con los documentos y papeles que había juntado durante su visita. Quería revisar sus notas, y la cabaña parecía tan buen lugar como cualquier otro para hacerlo. Al menos eso fue lo que se dijo cuando decidió subir la empinada ruta. No era cierto, claro, no del todo. Porque, aunque había querido revisar sus notas, ése no era el motivo por el que había ido a la cabaña. Había ido, sencillamente, porque no podía mantenerse lejos.

Abrió la puerta y la empujó para abrirla. Se acercaba el invierno y la cabaña estaba fría. El aire inmóvil flotaba espeso y pesado en el vestíbulo. Nell llevó la maleta al piso superior, al dormitorio. Le agradaba mirar hacia el mar plateado; durante su última visita le había echado el ojo a una pequeña silla de mimbre en un rincón del cuarto que serviría muy bien a sus propósitos. El mimbre se había desprendido en el respaldo, pero eso no era impedimento. Nell acomodó la silla junto a la ventana, se sentó con cuidado y abrió la maleta blanca.

Hojeó los papeles en su interior: las notas de Robyn sobre la familia Mountrachet, los datos facilitados por el detective que había contratado para averiguar el paradero de Eliza, búsquedas y correspondencia de los abogados locales sobre su compra de la Cabaña del Acantilado. Nell encontró la carta que describía los límites de la propiedad y la volvió para estudiar el plano catastral. Podía ver con claridad la zona que el joven Christian le había dicho que era su jardín. Se preguntó quién habría tabicado la entrada, y por qué.

Mientras se lo preguntaba, el papel cayó de las manos de Nell y revoloteó hasta el suelo. Se inclinó para tomarlo y algo le llamó la atención. La humedad había curvado el zócalo, soltándolo de la pared. Un pedazo de papel estaba metido detrás. Nell tomó una esquina con sus dedos y lo sacó.

Un pequeño pedazo de cartulina, descolorido, en el que había sido dibujado el rostro de una mujer, flanqueado por un arco de zarzas. Nell reconoció en él el retrato que había visto en el museo de Londres. Era Eliza Makepeace, pero había algo diferente en este boceto. A diferencia del retrato de Nathaniel Walker en Londres que la hacía aparecer intocable, éste era de una naturaleza más íntima. Algo en los ojos sugería que este artista había estado más familiarizado con Eliza que Nathaniel. Líneas firmes, ciertas curvas, y la expresión: algo en sus ojos compelía y confrontaba a Nell.

Alisó la superficie de la cartulina. Pensar que había estado allí escondido durante tanto tiempo… Sacó el libro de cuentos de hadas de la maleta. No estaba segura exactamente de por qué lo había traído con ella a la cabaña, sólo que le había parecido una agradable simetría el llevar las historias a su casa, de regreso al mismo lugar en donde Eliza Makepeace las había escrito. Sin duda una tontería, increíblemente sentimental, pero así era. Ahora Nell estaba contenta de haberlo hecho. Abrió la tapa y guardó el dibujo dentro. Allí estaría a salvo.

Se reclinó contra la silla y pasó los dedos por la cubierta del libro, el cuero suave y el relieve central con la ilustración de una dama y un fauno. Era un libro hermoso, tan hermoso como cualquiera de los que habían pasado por el negocio de antigüedades de Nell. Y estaba muy bien conservado, las décadas pasadas al cuidado de Hugh no le había causado daño alguno.

Aunque eran épocas más tempranas las que quería recordar, Nell se halló volviendo mentalmente una y otra vez a Hugh. En particular, las noches en las que le había leído las historias del libro de cuentos de hadas. Lil se había preocupado, convencida de que serían demasiado escabrosas para una niña, pero Hugh había comprendido. Por las noches, después de cenar, cuando Lil estaba recogiendo las cosas, él se dejaba caer en su silla de mimbre y Nell se acurrucaba en su regazo. El agradable peso de sus brazos en torno a ella mientras tomaba el libro, el leve olor a tabaco de su camisa, los ásperos bigotes en la cálida mejilla que le enredaban el cabello.

Nell suspiró hondo. Hugh la había tratado bien, a ella y a Lil. De todos modos, los apartó de su mente y retrocedió aún más en su memoria. Porque había una época anterior a Hugh, un tiempo antes del viaje en barco a Maryborough, la época de Blackhurst y la cabaña y la Autora.

Ahí: una silla de jardín, blanca, de mimbre, sol, mariposas. Nell cerró los ojos y agarró sus recuerdos por la cola, dejó que le arrastraran a un cálido día de verano, un jardín en donde las sombras se derramaban frescas sobre la hierba. El aire lleno del aroma de las flores cálidas de sol…

La niñita fingía ser una mariposa. Una corona tejida de flores le coronaba la cabeza y ella estaba extendiendo los brazos a los costados, corriendo en círculos, haciendo como que volaba, mientras el sol le calentaba las alas. Se sentía tan bien mientras el sol volvía plateado el algodón blanco de su vestido…

– Ivory.

Al principio la pequeña no la escuchó, porque las mariposas no hablan el idioma de los hombres. Cantan en un tono más dulce con palabras tan hermosas que los adultos no las pueden escuchar. Sólo los niños saben cuándo llaman.

– Ivory, ven rápido.

Había una severidad en la voz de mamá que hizo que la niña girara y revoloteara en dirección a la blanca silla del jardín.

– Ven, ven -dijo mamá, extendiendo los brazos, llamándola con las pálidas puntas de sus dedos.

Con una felicidad tibia que se expandía bajo su piel, la niñita se acercó. Mamá tomó en sus brazos la cintura de la niñita y apretó sus fríos labios contra la piel de detrás de la oreja.

– Soy una mariposa -dijo la niña-. Este banco es mi crisálida…

– Shhh. Ahora quieta. -El rostro de mamá seguía apretado contra ella y la pequeña se dio cuenta de que estaba mirando algo que estaba más allá. Se volvió para ver qué era lo que tanto llamaba su atención.

Una dama se les acercaba. La niña entrecerró los ojos frente al sol para poder discernir ese espejismo. Porque esa dama era diferente a las otras que venían a visitar a mamá y a la abuela, las que se quedaban para tomar el té y jugar al bridge. Esta dama parecía una niña que se hubiera estirado hasta alcanzar la altura de un adulto. Vestía un vestido de algodón blanco y sus cabellos rojos estaban atados con descuido.

La niñita miró buscando el carruaje que debía de haber llevado a la dama hasta la entrada, pero no había ninguno. Parecía que se hubiera materializado en el aire, como por arte de magia.

Entonces la niña se dio cuenta. Contuvo la respiración, llena de asombro. La dama no venía caminando desde la entrada, sino que venía desde el interior del laberinto.

La pequeña tenía prohibido entrar en el jardín. Era una de las primeras y más serias reglas; tanto su madre como la abuela le estaban recordando siempre que el camino era oscuro y lleno de innombrables peligros. Tan seria era la orden que incluso papá, en quien se podía confiar, no se atrevía a desobedecerla.

La dama se dirigía apresuradamente hacia ellas, a medias caminando, a medias dando saltitos. Llevaba algo consigo, un paquete envuelto en papel marrón, bajo el brazo.

Los brazos de su mamá se apretaron en torno a la cintura de la pequeña, de modo que el placer se volvió incomodidad.

La dama se detuvo ante ellas.

– Hola, Rose.

La pequeña sabía que ése era el nombre de mamá, y sin embargo no respondió al saludo.

– Sé que no debo venir. -Una voz como de plata, con una hebra de telaraña, que a la niña le hubiera gustado sostener entre sus dedos.

– Entonces, ¿por qué lo has hecho?

La dama quiso entregarle el paquete, pero mamá no lo tomó. Volvió a apretarla.

– No quiero nada de ti.

– No lo traje para ti. -La dama dejó el paquete en el banco-. Es para tu pequeña.


* * *

El paquete contenía el libro de cuentos de hadas. Ahora Nell lo recordaba. Después se produjo una discusión entre su madre y su padre: ella había insistido en que se deshicieran del libro, y él acabó por acceder, llevándoselo consigo. Sólo que no lo tiró. Lo guardó en su estudio, junto a una gastada copia de Moby Dick. Y se lo leyó a Nell, cuando se sentaba con él, cuando su madre estaba enferma y no se enteraba.

Excitada por el recuerdo, Nell volvió a acariciar la portada. El libro había sido un regalo de Eliza. Lo abrió con cuidado en el lugar donde la cinta marcapáginas había permanecido durante sesenta años. Era de color púrpura oscuro, sólo levemente desflecada en donde la tela había comenzado a deshacerse, y marcaba el comienzo de una historia titulada «Los ojos de la vieja». Nell comenzó a leer sobre la joven princesa que no sabía que era una princesa, que viajó cruzando el mar hacia la tierra de objetos perdidos para traer de regreso la visión perdida de la vieja. Le resultaba lejanamente familiar, como un cuento disfrutado en la infancia. Nell colocó la cinta en el nuevo lugar y cerró el libro, dejándolo sobre la repisa de la ventana.

Frunció el ceño y se acercó. Había un espacio en el lomo en donde había estado la cinta.

Nell volvió a abrir el libro; las páginas se abrieron automáticamente por «Los ojos de la vieja». Pasó el dedo por el interior del lomo…

Faltaban algunas páginas. No muchas, sólo cinco o seis, apenas si se notaba, pero así y todo, faltaban.

El corte era limpio. No había bordes desgarrados, junto a la encuadernación. Tal vez fue hecho con un cortaplumas.

Nell cotejó el número de páginas. Pasaban de la cincuenta y cuatro a la sesenta y uno.

El hueco ocupaba perfectamente el espacio entre dos relatos…


El huevo de oro

Por Eliza Makepeace


Hace mucho tiempo, cuando buscar era encontrar, vivía una joven dama en una pequeña cabaña en la frontera de un reino grande y próspero. La dama tenía pocos recursos y su cabaña estaba escondida tan profundamente en los oscuros bosques que no era visible a simple vista. Había quienes, hacía mucho, habían sabido de la pequeña cabaña con su hogar de piedra, pero tales gentes habían muerto hacía ya mucho, y la Madre Tiempo había arrojado un velo de olvido en torno a la cabaña.

Además de los pájaros que venían a cantar a su ventana, y los animales del bosque que iban en busca del calor de su hogar, la dama estaba sola. Sin embargo nunca se sentía solitaria o infeliz, porque estaba muy ocupada para andar buscando compañía que nunca tuvo.

En lo más profundo del corazón de la cabaña, detrás de una puerta especial con un brillante cerrojo, había un objeto muy preciado. Un huevo de oro cuyo brillo, se decía, era tan resplandeciente, tan hermoso, que quienes posaban en él sus ojos quedaban ciegos al instante. El Huevo de Oro era tan arcaico que nadie podía recordar exactamente su antigüedad, y durante infinitas generaciones la familia de la dama había estado a cargo de su cuidado.

La dama no cuestionaba esta responsabilidad, porque sabía que era su destino. El huevo debía ser mantenido a salvo y bien escondido. Más importante aún, la existencia del huevo debía ser mantenida en secreto. Muchos años antes, cuando el reino era nuevo, grandes guerras habían tenido lugar por el Huevo de Oro, porque la leyenda aseguraba que tenía propiedades mágicas y podía garantizar a su poseedor lo que su corazón deseara.

Así fue, pues, que la dama continuó su custodia. Durante el día se sentaba en la pequeña rueca junto a la ventana de la cabaña, cantando feliz con los pájaros que se congregaban para verla trabajar. Durante la noche ofrecía refugio a sus amigos animales y dormía al calor de la cabaña, calentada por dentro por el brillo del Huevo de Oro. Y ella siempre recordaba que no había nada más importante que proteger el derecho de nacimiento.

Entretanto, muy lejos, en el gran palacio del reino, vivía una joven princesa que era buena y bella, pero muy infeliz. Su salud era delicada y no importaba por dónde su madre, la Reina, buscara la magia o medicina, nada podía hallarse que sanara a la Princesa. Había quienes murmuraban que de pequeña un malvado boticario la había maldecido con eterna mala salud, pero nadie se atrevía a decir tales cosas en voz alta. Porque la Reina era una soberana cruel cuya ira sus súbditos temían justamente.

La hija de la Reina, sin embargo, era lo más preciado de su madre. Cada mañana, la Reina la visitaba en su lecho, pero, horror, cada mañana la Princesa estaba igual: pálida, débil y agotada.

– Es todo lo que deseo, Madre -susurraba-, fuerza para caminar por los jardines del castillo, bailar en los bailes del castillo, nadar en las aguas del castillo. El estar bien es lo que mi corazón desea.

La Reina tenía un espejo mágico con el que observaba las idas y venidas del reino, y día tras día preguntaba:

– Espejo mío, mejor amigo, muéstrame el sanador que pondrá fin a este horror.

Pero cada día el espejo daba la misma respuesta:

– No hay nadie, Reina mía, en toda la comarca, que pueda sanarla con las labores de sus esfuerzos.

Pero un día sucedió que la Reina estaba tan agobiada por el estado de su hija que olvidó hacerle a su espejo la pregunta de siempre. En cambio, comenzó a sollozar, diciendo:

– Espejo mío, que tanto admiro, muéstrame cómo satisfacer el deseo del corazón de mi hija.

El espejo guardó silencio por un momento, pero dentro de su centro de cristal comenzó a formarse una imagen, una pequeña cabaña en medio de un oscuro bosque, con el humo brotando de una chimenea de piedra. Al otro lado de la ventana se sentaba una joven dama, haciendo girar la rueca y cantando con los pájaros en el marco de la ventana.

– ¿Qué es esto que me muestras? -dijo sin aliento la Reina-. ¿Es esta joven una sanadora?

La voz del espejo fue grave y sombría:

– En los oscuros límites de las fronteras del reino hay una cabaña. Dentro hay un huevo de oro que tiene el poder de conceder a su poseedor lo que su corazón desee. La dama a quien ves es la guardiana del Huevo de Oro.

– ¿Cómo puedo obtener el huevo de ella? -dijo la Reina.

– Ella cumple su cometido por el bien del reino -dijo el espejo-, y no consentirá fácilmente.

– ¿Entonces qué debo hacer?

Pero el espejo mágico no tenía más respuestas, y la imagen de la cabaña se desvaneció y sólo quedó el espejo. La Reina alzó el mentón y miró el reflejo de la punta de su larga nariz, sosteniendo su mirada hasta que una leve sonrisa se formó en sus labios.

A la mañana siguiente temprano, la Reina llamó a la criada de más confianza de la Princesa. Una muchacha que había vivido en el reino toda su vida, y en quien la Reina confiaba para llevar a cabo cualquier tarea que fuera necesaria para asegurar la salud y felicidad de la Princesa. La Reina dio órdenes a la criada para que fuera a buscar el Huevo de Oro.

La criada partió cruzando el reino en dirección a los bosques oscuros. Durante tres días y tres noches caminó hacia el este y para el crepúsculo del tercer día, llegó a los límites del bosque. Entró pasando sobre las ramas caídas y abrió un sendero a través del follaje, hasta que por fin, de pie en un claro frente a ella, vio una pequeña cabaña de donde un dulce humo brotaba de la chimenea.

La criada golpeó a la puerta y esperó. Cuando se abrió, una joven dama estaba de pie al otro lado, y aunque sorprendida de ver a una visitante a su puerta, una generosa sonrisa se esparció por su rostro. Se hizo a un lado e invitó a la criada a entrar.

– Estás cansada -dijo la dama-. Vienes de lejos. Ven y siéntate al calor del fuego.

La criada siguió a la dama y se sentó sobre un almohadón junto al fuego. La dama de la cabaña le dio un cuenco de caldo caliente y se sentó en silencio tejiendo, mientras su invitada comía. El fuego crepitaba en el hogar y el calor de la habitación hizo que la criada tuviera mucho sueño. Sus ganas de dormir eran tan fuertes que se habría olvidado de su misión si la dama de la cabaña no hubiera dicho:

– Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si te pregunto si hay algún motivo para tu visita.

– He sido enviada por la Reina de estas tierras -dijo la criada-. Ella busca tu ayuda para restaurar la salud de su hija.

Los pájaros del bosque a veces cantan sobre lo que acontece en el reino; por lo tanto, la dama había oído de la bella y buena princesa que vivía detrás de los muros del castillo.

– Haré lo que pueda -dijo la dama-, aunque no entiendo por qué la Reina ha enviado por mí, ya que yo no sé cómo curarla.

– La Reina me ha enviado a buscar algo que tú proteges -dijo la criada-. Un objeto con el poder de otorgar a quien lo posee el deseo de su corazón.

La dama comprendió que era del Huevo de Oro de lo que hablaba la criada. Sacudió con tristeza la cabeza.

– Haría cualquier cosa por ayudar a la Princesa, excepto eso que me pides. El proteger el Huevo de Oro es mi derecho de nacimiento, y no hay nada más importante que eso. Puedes quedarte esta noche y protegerte del frío y de la soledad de los bosques, pero mañana deberás regresar al reino y decirle a la Reina que no puedo entregarle el Huevo de Oro.

Al día siguiente, la criada partió hacia el castillo. Viajó durante tres días y tres noches hasta que por fin llegó a los muros del castillo, en donde la Reina la esperaba.

– ¿Dónde está el Huevo de Oro? -preguntó la Reina, mirando las manos vacías de la criada.

– He fracasado en mi cometido -dijo la criada-. Porque la dama de la cabaña no quería renunciar a su derecho de nacimiento.

La Reina se irguió todo lo posible y su rostro enrojeció.

– Debes regresar -dijo, señalando con un dedo anguloso a la criada-, y decirle a la dama que es su deber el servir al reino. Si ella no lo hace, se convertirá en piedra y permanecerá en los jardines del reino por toda la eternidad.

Por lo tanto, la criada emprendió nuevamente el viaje hacia el este, viajando durante tres días y tres noches hasta que se encontró nuevamente a la puerta de la cabaña escondida. Golpeó y fue recibida con alegría por la dama, quien la invitó a pasar y le ofreció un cuenco con caldo. La dama se sentó a tejer mientras la criada se alimentaba, hasta que por fin dijo:

– Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si pregunto si hay algún motivo para tu visita.

– He sido enviada una vez más por la Reina de la comarca -dijo la criada-. Busca tu ayuda para sanar a la Princesa. Tu obligación es servir al reino. Si rehúsas, la Reina dice que te convertirás en piedra y quedarás en los jardines del castillo por toda la eternidad.

La dama sonrió con tristeza.

– Proteger al Huevo de Oro es mi derecho de nacimiento -dijo-. No puedo entregártelo.

– ¿Deseas ser convertida en piedra?

– No -dijo la dama-, ni lo seré. Porque sirvo a mi reino cuando cuido del Huevo de Oro.

Y la criada no arguyó, porque vio que lo que decía la dama de la cabaña era cierto. Al día siguiente, la criada partió para el castillo y cuando llegó, la Reina estaba una vez más esperando en los muros del castillo.

– ¿En dónde está el Huevo de Oro? -dijo la Reina, mirando las manos vacías de la criada.

– Una vez más he fracasado en mi misión -dijo la criada-. Porque la dama de la cabaña no quería renunciar a su derecho de nacimiento.

– ¿No le dijiste a la dama que su obligación era servir al reino?

– Lo hice, Su Majestad -dijo la criada-, y ella respondió que al cuidar del Huevo de Oro estaba sirviendo al reino.

La Reina se enfureció y su rostro se volvió gris. Las nubes se congregaron en el cielo, y los cuervos del reino volaron en busca de refugio.

La Reina recordó las palabras del espejo -«ella cumple con su cometido por el bien del reino»- y sus labios se retorcieron en una sonrisa.

– Debes volver una vez más -le ordenó a la criada-, y esta vez le dirás a la dama que si se niega a entregar el Huevo de Oro, será responsable por la eterna infelicidad de la Princesa, la cual cubrirá al reino con un manto eterno de pena invernal.

Entonces la criada volvió hacia el este por tercera vez, viajando durante tres días y tres noches hasta que se encontró una vez más a la puerta de la cabaña oculta. Golpeó la puerta y fue recibida con alegría por la dama, quien la hizo pasar y le ofreció un cuenco con caldo. La dama estaba sentada mientras la criada se alimentaba, hasta que por fin dijo:

– Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si pregunto si hay algún motivo para tu visita.

– He sido enviada una vez más por la Reina de la comarca -dijo la criada-. Dice que busca tu ayuda para sanar a su hija enferma. Tu obligación es servir a tu reino; si no entregas el huevo, la Reina dice que tú serás responsable por la eterna tristeza de la Princesa, y que el reino caerá en un eterno invierno de tristeza.

La dama de la cabaña se sentó rígida y silenciosa durante un largo momento. Después asintió con lentitud.

– Para evitarle dolor a la Princesa y al reino, entregaré el Huevo de Oro.

La criada tembló mientras en los oscuros bosques se hizo el silencio y un viento enfermizo se coló por debajo de la puerta para agitar el fuego en el hogar.

– Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento -dijo-. Es tu deber para con el reino.

La dama sonrió.

– ¿Pero qué utilidad tiene semejante deber si mis acciones hunden al reino en un invierno eterno? Un invierno eterno congelará la tierra: no habrá pájaros, ni animales, ni cosechas. Es por mi obligación que ahora entrego el Huevo de Oro.

La criada miró con tristeza a la dama.

– Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento. El huevo es una parte de ti, es tuyo para que lo protejas.

Pero la dama ya había tomado una gran llave de oro de su cuello y la estaba colocando en la cerradura de la puerta especial. Al hacerla girar, se escuchó un crujido desde lo hondo del suelo de la cabaña, un acomodarse de las piedras del hogar, un suspiro de las vigas del techo. La luz se amortiguó en la cabaña, al aparecer un brillo desde el interior del cuarto secreto. La dama desapareció para volver una vez más, sosteniendo en sus manos un objeto cubierto, tan precioso que el aire a su alrededor parecía vibrar.

La dama caminó con la criada fuera de la cabaña y, cuando las dos llegaron al límite del claro, le entregó su derecho de nacimiento. Cuando se volvió hacia la cabaña, vio que estaba oscura. La luz había desaparecido, incapaz de penetrar los espesos bosques circundantes. Dentro, los cuartos se enfriaron; faltaba el calor del Huevo de Oro.

Con el tiempo, los animales dejaron de acercarse y los pájaros se alejaron al vuelo, y la dama descubrió que ya no tenía razón de ser. Se olvidó de usar la rueca, su voz se volvió un susurro y, por fin, sintió que sus miembros se volvían rígidos y pesados, inmóviles. Hasta que un día descubrió que una capa de tierra había cubierto la cabaña y a ella misma. Dejó que se cerraran sus ojos y se sintió caer a través del frío y del silencio.

Algunas estaciones más tarde, la Princesa del reino estaba cabalgando con su criada por los límites de los bosques oscuros. Aunque una vez había estado muy enferma, la Princesa se había recuperado milagrosamente y ahora estaba casada con un hermoso príncipe. Vivía una vida plena y feliz: caminaba y bailaba y cantaba, y disfrutaba de todos los beneficios de la buena salud. Tenían un hermoso bebé que se alimentaba de miel pura y bebía el rocío de los pétalos de rosa y tenía hermosas mariposas como compañeras de juego.

Mientras la Princesa y su criada cabalgaban cerca de los bosques oscuros, ese día la Princesa sintió un extraño impulso de entrar en los bosques. Ignoró las quejas de la criada y condujo a su caballo más allá del límite, entrando en el bosque frío y oscuro. Todo era silencioso en el bosque, ni pájaro ni animal ni brisa agitaban el aire frío e inmóvil. Los cascos de los caballos eran el único sonido.

Llegaron a un claro en donde una pequeña cabaña había sido devorada por la vegetación.

– Ah, qué hermosa casita -dijo la Princesa-. Me pregunto quién vive allí.

La criada apartó el rostro, temblando bajo el extraño frío que flotaba en el claro.

– Nadie, mi Princesa. Ya no vive nadie. El reino prospera, pero no hay vida en los bosques oscuros.

45

Cabaña del Acantilado, Cornualles


Eliza sabía que extrañaría la línea de la costa, ese mar, cuando se marchara. Aunque llegara a conocer otro, sería distinto.

Otros pájaros y otras plantas, olas susurrando sus historias en idiomas desconocidos. Pero ya era hora. Había esperado el tiempo suficiente para nada. Lo hecho, hecho estaba y no importaba lo que ahora pensara, el remordimiento que la había atrapado en la oscuridad, que la había desvelado mientras daba vueltas y vueltas y maldecía su participación en el engaño; tenía escasa salida salvo seguir adelante.

Eliza bajó por última vez los estrechos escalones de piedra hasta el muelle. Un pescador estaba todavía preparándose para el día de trabajo, apilando canastas de mimbre y rollos de sedal en su bote. Al acercarse, los delgados y musculosos miembros y las bronceadas facciones se aclararon, y Eliza se dio cuenta de que era William, el hermano de Mary. El más joven de una familia de pescadores de Cornualles, se destacaba entre el grupo de valientes y atrevidos pescadores de modo que los relatos de sus aventuras se expandían como la hierba junto a la orilla.

Él y Eliza habían sido una vez amigos, él la había mantenido en vilo con sus locas historias de la vida en alta mar, pero una fría distancia había crecido entre ambos desde hacía unos años. Desde que Will había sido testigo de lo que no debía, había desafiado a Eliza pidiéndole que explicara lo inexplicable. Había pasado un largo tiempo desde que hablaron por última vez y Eliza extrañaba su compañía. El saber que pronto dejaría Tregenna le infundió determinación para hacer a un lado su pasado, y con una sostenida espiración se acercó.

– Sales tarde esta mañana, Will.

Él alzó la vista y enderezó su gorra. Sus mejillas deterioradas por el clima se enrojecieron, y respondió envarado.

– Y usted temprano.

– Hoy quiero empezar pronto. -Eliza estaba ahora junto al bote. El agua lamía gentilmente su casco y el aire estaba cargado de olor a salmuera-. ¿Alguna novedad de Mary?

– No desde la semana pasada. Sigue feliz en Polperro, como esposa del carnicero.

Eliza sonrió. Era un genuino placer saber que Mary estaba bien. Después de todo lo que había pasado, no merecía nada menos.

– Ésas son buenas noticias, Will. Pienso escribirle una carta hoy por la tarde.

Will frunció un poco el ceño. Bajó la mirada a sus botas y pateó el muro de piedra del muelle.

– ¿Qué sucede? -dijo Eliza-. ¿He dicho algo malo?

William espantó a un par de gaviotas hambrientas, que pretendían robarle su carnada.

– ¿Will?

Él la miró de costado.

– Nada malo, señorita Eliza, sólo… debo decir que, si bien estoy contento de verla, también estoy un poco sorprendido.

– ¿Por qué?

– Todos lamentamos escuchar la noticia. -Alzó el mentón y se rascó la barba que enmarcaba su aguda mandíbula-. Sobre el señor y la señora Walker, sobre su partida…

– A Nueva York, sí. Se van el mes que viene. -Nathaniel había sido quien informó a Eliza. Había ido a verla una vez más a la cabaña. Otra vez con Ivory. Era una tarde de lluvia y por eso la niña tuvo que esperar dentro. Había ido arriba, al cuarto de Eliza, lo mismo daba. Cuando Nathaniel le habló a Eliza de sus planes, suyos y de Rose, de comenzar de nuevo al otro lado del Atlántico, ella se enfureció. Se sintió abandonada, utilizada. Incluso más que antes. Ante la idea de Rose y Nathaniel en Nueva York, la cabaña le pareció, de pronto, el lugar más desolado en el mundo; la vida de Eliza, la más desolada que pudiera vivir una persona.

A poco de la partida de Nathaniel, Eliza recordó el consejo de mamá sobre que debía rescatarse a sí misma, y entonces decidió que había llegado el momento de poner sus propios planes en marcha. Había sacado un pasaje en un barco que la llevaría a su propia aventura, lejos de Blackhurst y de la vida que había llevado en la cabaña. También había escrito a la señora Swindell, diciéndole que iba a visitar Londres el mes entrante y se preguntaba si podía visitarla. No había mencionado el broche de mamá -Dios mediante, seguiría escondido a salvo en el tarro de arcilla dentro de la inutilizada chimenea-, pero ella quería recuperarlo.

Y con el legado de Madre podría comenzar una nueva vida, una vida propia.

William se aclaró la garganta.

– ¿Qué sucede, Will? Pareciera que hubieras visto un fantasma.

– Nada de eso, señorita Eliza. Es que… -Sus ojos azules la miraron. El sol estaba muy alto y tuvo que parpadear-. ¿Es posible que usted no lo sepa?

– ¿Que no sepa qué? -Se encogió levemente de hombros.

– Lo del señor y la señora Walker… el tren a Carlisle.

Eliza asintió.

– Han estado en Carlisle estos últimos días. Vuelven mañana.

Los labios de William formaron una línea sombría.

– Y volverán mañana, señorita Eliza, sólo que no como usted cree. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Se ha corrido la voz por todo el pueblo, en los periódicos. Pensar que nadie se lo ha dicho… Hubiera ido yo mismo si sólo… -Le tomó las manos, un gesto inesperado que hizo que su corazón se agitara como sólo un gesto de intimidad lograba hacerlo-. Hubo un accidente, señorita Eliza. Un tren chocó con otro. Algunos de los pasajeros… el señor y la señora Walker… -Suspiró, la miró a los ojos-. Me temo que ambos murieron, señorita Eliza. En un lugar llamado Ais Gill.

Continuó, pero Eliza no lo escuchaba. Dentro de su cabeza una brillante luz roja lo cubría todo, de modo que todas las sensaciones, todos los ruidos, todos los pensamientos, quedaron bloqueados. Cerró los ojos y se desplomó, ciega, a un profundo pozo sin fondo.


* * *

Era todo lo que Adeline podía hacer para continuar respirando. Una pena tan espesa que le ennegrecía los pulmones. Las noticias le habían llegado por teléfono el martes por la noche. Linus estaba encerrado en su cuarto oscuro, por lo que Daisy fue enviada para que lady Mountrachet atendiera la llamada. Un policía, al otro lado de la línea, la voz crujiendo, cruzando los kilómetros que separaban Cornualles de Cumberland, le asestó el golpe devastador.

Adeline se había desmayado. Al menos, eso supuso ella que había sucedido, porque lo siguiente de lo que se acordaba era de despertar en su cama, con un peso asfixiante en su pecho. Un segundo de confusión y luego recordó; el horror volvió a nacer.

Era bueno que hubiera un funeral que organizar, procedimientos a seguir, o de lo contrario Adeline no habría salido a la superficie. Porque no importaba que le hubieran vaciado el corazón, dejándole una cascara seca y sin valor, había ciertas cosas que se esperaban de ella. Como madre doliente no podía verse esquivando sus responsabilidades. Se lo debía a Rose, su joya más querida.

– Daisy -dijo con voz quebrada-, tráeme papel para escribir. Necesito preparar una lista.

Mientras Daisy se apresuraba por el cuarto en penumbra, Adeline comenzó a hacer la lista mentalmente. Los Churchill debían ser invitados, claro está, lord y lady Huxley, los Astor, los Heuser… Los parientes de Nathaniel serían informados más adelante. Dios sabía que Adeline no tenía las fuerzas para incorporar a esa gente al funeral de Rose.

Tampoco permitiría que la niña asistiera: una ocasión tan solemne no era lugar para alguien de su naturaleza. Ojalá hubiera estado en el tren con sus padres, que un principio de resfriado no la hubiera mantenido en cama. Porque ¿qué iba a hacer Adeline con la niña? Lo último que necesitaba era un recordatorio constante de la ausencia de Rose.

Miró por la ventana en dirección a la ensenada. La línea de árboles, el mar más allá. Extendiéndose para siempre y para siempre y para siempre.

Adeline se obligó a no mirar hacia la izquierda. La cabaña estaba oculta a la vista, pero saber que ella estaba allí era suficiente. Sentía su horrible atracción, y eso le helaba la sangre.

Una cosa era segura. Eliza no sería informada, no hasta después del funeral. Era imposible que Adeline pudiera soportar ver a esa muchacha viva y sana cuando Rose no lo estaba.


* * *

Tres días más tarde, mientras Adeline, Linus y los sirvientes se congregaban en el cementerio en un extremo de la propiedad, Eliza dio un último paseo en torno a la cabaña. Ya había enviado un baúl por adelantado al puerto, por lo que poco tenía que cargar. Sólo un pequeño bolso de viaje con su cuaderno y algunos efectos personales. El tren partía de Tregenna a mediodía y Davies, quien tenía que recoger un envío de plantas nuevas del tren de Londres, se había ofrecido a llevarla a la estación. Él era el único a quien le había dicho que se marchaba.

Eliza miró su pequeño reloj de bolsillo. Quedaba tiempo para una última visita al jardín oculto. Había dejado el jardín para el final, limitando adrede el tiempo que tendría disponible para pasarlo allí, por miedo de que si se permitía más sería incapaz de apartarse de allí.

Pero debía hacerlo. Debía hacerlo.

Eliza recorrió el sendero y se acercó a la entrada. En donde una vez estuvo la puerta sur, ahora sólo había una herida abierta, un agujero en el suelo y una enorme pila de piedras esperando ser utilizadas.

Había sucedido durante la semana. Eliza había estado desbrozando cuando fue sorprendida por un par de fornidos obreros que se acercaron por el frente de la cabaña. Su primer pensamiento fue que estaban perdidos, luego se dio cuenta de lo absurdo de semejante idea. La gente no llegaba accidentalmente a la cabaña.

– Lady Mountrachet nos envía -dijo el más alto de los hombres.

Eliza estaba de pie, secándose las manos en las faldas. No dijo nada, mientras esperaba a que continuara.

– Dice que esta puerta debe ser retirada.

– No hay motivo -dijo Eliza-. Es extraño, porque a mí no me ha dicho nada.

El hombre más menudo rió, el más alto la miró sumiso.

– ¿Y por qué hay que quitar la puerta? -preguntó Eliza-. ¿La van a reemplazar con otra?

– Vamos a tapiar el hueco -señaló el hombre más alto-. Lady Mountrachet dice que ya no es necesario el acceso desde la cabaña. Vamos a cavar un agujero y poner nuevos cimientos.

Por supuesto. Eliza debería haber imaginado que su periplo por el laberinto, quince días atrás, tendría repercusiones. Cuando todo fue pactado y decidido cuatro años antes, las reglas habían sido muy claras al respecto. Mary había recibido dinero para comenzar de nuevo en Polperro y a Eliza se le prohibió cruzar más allá de la puerta del jardín hacia el laberinto. Pero al final había sido incapaz de resistirse.

Daba lo mismo, puesto que Eliza ya no seguiría en la cabaña. Sin acceso a su jardín, no creía que pudiera tolerar la vida en Blackhurst. Ciertamente no ahora que Rose ya no estaba.

Pasó sobre los escombros donde una vez hubo una puerta, rodeando el agujero, y cruzó al jardín oculto. El olor a jazmín todavía era penetrante, y el manzano estaba dando frutos. Las enredaderas habían avanzado hacia el centro del jardín, trenzándose para formar una fronda de hojas.

Sabía que Davies lo cuidaría, pero no sería lo mismo. Ya tenía bastante trabajo con el resto, y el jardín ocupaba gran parte de su tiempo y de su amor.

– ¿Qué pasará contigo? -dijo Eliza con suavidad.

Miró al manzano y sintió un agudo dolor en su pecho, como si le hubieran arrancado una parte de su corazón. Recordaba el día que plantó el árbol con Rose. Tantas esperanzas que tenían, tanta fe en que todo saldría bien. Eliza no podía soportar pensar que Rose ya no estaba en este mundo.

Algo llamó entonces la atención de Eliza. Un trozo de tela sobresaliendo de debajo de las hojas del manzano. ¿Había dejado allí un pañuelo la última vez que había estado? Se agachó y miró entre las hojas.

Había una pequeña, la niña de Rose, dormida sobre la blanda hierba.

Como si la hubieran despertado de un hechizo, la pequeña se desperezó. Parpadeando, abrió los ojos hasta que éstos se concentraron en Eliza.

No saltó ni se asombró ni se comportó en modo alguno como podía haberse esperado de un niño sorprendido por un adulto al que no conocía bien. Sonrió, agradablemente. Luego bostezó. Después salió a gatas de debajo de la rama.

– Hola -dijo, poniéndose de pie frente a Eliza.

Eliza la miró, sorprendida y complacida por la indiferencia de la niña ante todos los rígidos dictados de la buena conducta.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Leyendo.

Eliza enarcó las cejas, la niña todavía no tenía cuatro años.

– ¿Puedes leer?

Vaciló, luego un gesto de asentimiento.

– Muéstramelo.

La pequeña se puso de rodillas y se escurrió debajo de la rama del árbol. Sacó su propia copia de los cuentos de hadas de Eliza. La copia que Eliza había llevado a través del laberinto. Abrió el libro y comenzó una perfecta lectura de «Los ojos de la vieja», siguiendo con el dedo, intensamente, el texto.

Eliza ocultó una sonrisa cuando notó que el dedo y la voz no estaban en sincronía. Recordó su propia habilidad durante la infancia para memorizar sus historias favoritas.

– ¿Y por qué estás aquí? -preguntó.

La niña hizo una pausa en su lectura.

– Todos se han ido. Los vi desde la ventana, en negros carruajes brillantes, por el camino, en línea, como hormigas ocupadas. Y yo no quería quedarme sola en la casa. Por eso vine aquí. Me gusta estar aquí, más que en cualquier parte. En tu jardín. -Bajó su mirada al suelo. Sabía que había cruzado una línea.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó Eliza.

– Tú eres la Autora.

Eliza sonrió levemente.

La niña se volvió más atrevida, inclinó la cabeza a un lado de modo que su larga trenza cayó sobre su hombro.

– ¿Por qué estás triste?

– Porque vine a decir adiós.

– ¿A quién?

– A mi jardín, a mi antigua vida. -Había una intensidad en la mirada de la pequeña que Eliza hallaba subyugante-. Me voy a la aventura. ¿Te gustan las aventuras?

La niña asintió.

– Yo también me iré pronto a una aventura, con mamá y papá. Vamos a Nueva York en un barco gigante, más grande que el del capitán Ahab.

– ¿A Nueva York? -Eliza trastabilló. ¿Era posible que la pequeña no supiera que sus padres estaban muertos?

– Vamos a cruzar el océano, Abuela y Abuelo no vendrán con nosotros. Ni tampoco esa horrible muñeca rota.

¿Era ése un punto sin retorno? Miró los ojos honestos de una niña que no sabía que sus padres habían muerto, y a quien esperaba una vida con la tía Adeline y el tío Linus como guardianes.

Más tarde, cuando Eliza recordó el momento, le pareció que no fue tanto ella quien tomó la decisión, sino que ésta ya le había venido dada. Por algún extraño proceso de alquimia, Eliza había sabido con total y absoluta claridad que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst.

Abrió su mano, observando su palma extendida hacia la pequeña, como si supiera exactamente lo que iba a hacer. Apretó los labios hasta encontrar su voz.

– Ya me han contado lo de tu aventura. De hecho, he venido a buscarte. -Las palabras fluyeron ahora con facilidad. Como si fueran parte de un plan trazado de antemano, como si fueran verdad-. Voy a acompañarte parte del camino.

La pequeña parpadeó.

– Todo irá bien -dijo Eliza-. Ven, dame la mano. Vamos a ir por un camino especial, un camino secreto que nadie conoce salvo nosotras.

– ¿Estará mi mamá en el lugar adonde vamos?

– Sí -dijo Eliza, sin titubear-. Tu mamá estará allí.

La niña consideró el asunto. Asintió, contenta. Su pequeño y agudo mentón con un hoyuelo en el centro.

– Tengo que llevar mi libro.


* * *

Adeline sintió los bordes de su mente deshilacharse. Había caído la tarde antes de que dieran la alarma. Daisy, muchacha tonta, había llegado y golpeado a la puerta del tocador de Adeline, evasiva, agitándose medrosa, preguntando si, tal vez, la señora había visto a la señorita Ivory.

Era sabido que su nieta gustaba de recorrerlo todo, por lo que el primer instinto de Adeline había sido el irritarse. Como si la traviesa niña hubiera elegido el momento para hacerlo. Precisamente hoy, entre todos los días, habiendo enterrado a su querida Rose, entregado su hija a la tierra, tener que montar ahora una búsqueda. Adeline apenas si podía contenerse para no gritar y maldecir.

Los criados fueron convocados, recorriendo la casa para escudriñar los escondites habituales, pero sin resultado. Cuando pasó una hora de búsqueda inútil, Adeline empezó a contemplar la posibilidad de que Ivory se hubiera ido más lejos. Ella, y también Rose, habían advertido a Ivory de que no fuera a la cala y otras áreas de la propiedad, pero la obediencia no era una de las cualidades mejores de Ivory, como había sucedido con Rose. Había cierta tozudez en ella, una deplorable tendencia que Rose había consentido, dejándola sin castigo. Pero Adeline no era tan indulgente, y cuando encontraran a la niña le haría ver el error de su conducta; ya no volvería a ser tan grosera.

– Perdón, señora.

Adeline se dio media vuelta, los vuelos de su falda susurrando al rozar entre sí. Era Daisy, quien finalmente llegaba de la cala.

– ¿Bien? ¿Dónde está? -preguntó Adeline.

– No la encuentro, señora.

– ¿Has buscado por todas partes? ¿La roca negra, las colinas?

– Ah, no, señora. No me acerqué a la roca negra.

– ¿Por qué no?

– Es tan grande y resbaladiza y… -El tosco rostro de la muchacha se abrillantó como un melocotón maduro-. Dicen que está embrujada, la gran piedra.

La mano de Adeline le escocía de deseos de abofetear a la muchacha hasta magullarla. ¡Si hubiera hecho como le ordenaron la primera vez, asegurándose de que la pequeña quedara en su cama! Sin duda había salido a alguna parte, a conversar con un criado en la cocina… Pero de nada serviría castigar a Daisy. No todavía. Podría interpretarse como que las prioridades de Adeline no estaban en orden.

En cambio, volvió a dar media vuelta, arrastrando sus faldas y volviendo hacia la ventana. Miró el jardín en penumbra. Era todo tan abrumador… Habitualmente, Adeline era partidaria de las convenciones sociales, pero hoy el papel de la abuela preocupada estaba resultando su condena. Si alguien encontraba a la niña, viva o muerta, herida o sana, y la llevaba de regreso, entonces Adeline podría olvidar el episodio y continuar sin distracciones su duelo por Rose.

Pero parecía que no habría una simple solución. Quedaba menos de una hora para que anocheciera y todavía no había señales de la pequeña. Y la búsqueda de Adeline no podía terminar hasta que todas las opciones fueran agotadas. Los sirvientes la observaban, sus reacciones eran, sin duda, comentadas y diseccionadas en la sala de los criados, por lo que ella debía continuar con la búsqueda. Daisy era bastante inútil, y el resto del personal no era mucho mejor. Necesitaba a Davies. ¿Dónde estaba ese hombre bruto cuando se le necesitaba?

– Es su tarde libre, señora -dijo Daisy, cuando le preguntó.

Claro que lo era. Los criados siempre se mostraban subordinados pero nunca se los encontraba.

– Supongo que estará en su casa, o por el pueblo, milady. Creo que dijo algo sobre ir a buscar algunas cosas a la estación.

Sólo había otra persona que conocía la propiedad como Davies.

– Entonces llama a la señorita Eliza -ordenó Adeline, la boca amarga al pronunciar su nombre-. Y que venga de inmediato.


* * *

Eliza contempló a la niña dormir. Las largas pestañas rozaban sus tersas mejillas, los labios rosados, llenos, en un mohín, los pequeños puños sobre su regazo. Qué confiados eran los niños, poder dormir en semejante momento… La confianza, la vulnerabilidad, hacían que una parte de Eliza quisiera echarse a llorar.

¿Qué se le había pasado por la cabeza? ¿Qué estaba haciendo ahí, en un tren, de camino a Londres con la niña de Rose?

Nada, no se le había pasado nada, y por eso lo había hecho. Porque pensar era sumergir el pincel de la duda en las claras aguas de la certidumbre. Había comprendido que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst en manos del tío Linus y la tía Adeline, y en consecuencia había actuado. Le había fallado a Sammy, pero no volvería a fallar nuevamente.

Qué hacer ahora con Ivory era otro asunto, porque, ciertamente, Eliza no podía retenerla. La niña merecía más que eso. Debía tener un padre y una madre, hermanos, una casa feliz llena de amor, para acumular recuerdos para toda la vida.

Y sin embargo Eliza no podía ver cuáles eran sus alternativas. La niña debía mantenerse alejada de Cornualles, de otro modo el riesgo de que la descubrieran y la llevaran de regreso a Blackhurst sería demasiado grande.

No, hasta que Eliza considerara una mejor alternativa, la niña debía permanecer con ella. Al menos por ahora. Faltaban cinco días para que el barco zarpara hacia Australia, hacia Maryborough, en donde vivía el hermano de Mary y su tía Eleanor. Mary le había dado una dirección y cuando llegara allí, se aseguraría de contactar con la familia Martin. Además se lo haría saber a Mary, por supuesto, le diría lo que había hecho.

Eliza ya tenía su pasaje, bajo un nombre falso. Supersticiosa, cuando llegó el momento de hacer la reserva se había sentido poseída de pronto por una sobrecogedora sensación de que una ruptura requería un nuevo nombre. No quería dejar huellas en la oficina de ventas, un sendero entre este mundo y aquél. Entonces había utilizado un seudónimo. Resultó ser un golpe de suerte.

Porque la buscarían. Eliza sabía demasiado sobre los orígenes de la niña de Rose para que la tía Adeline la dejara escabullirse tan fácilmente. Debía prepararse para ocultarse. Debía encontrar una posada cerca del puerto, algún lugar en donde alquilar un cuarto para una pobre viuda y su hija, camino a encontrarse con su familia en el Nuevo Mundo. ¿Era posible, se preguntó, comprar un pasaje para una niña con tan poco tiempo? ¿O tendría que embarcar a la niña sin que llamara la atención?

Eliza miró a la pequeña, acurrucada en el rincón del asiento del tren. Tan vulnerable. Extendió la mano y le acarició la mejilla. La retiró cuando la niña se movió, frunciendo su diminuta nariz y acomodando su cabeza todavía más en el rincón del asiento. Aunque fuera ridículo, podía ver algo de Rose en Ivory; Rose de niña, cuando Eliza la conoció.

La niña preguntaría por su madre y su padre, y Eliza se lo contaría algún día. Aunque no estaba segura de qué palabras encontraría para explicarlo. Observó que el cuento de hadas que podía haberle ayudado no estaba en la colección de la pequeña. Alguien lo había arrancado. Nathaniel, sospechaba Eliza. Tanto Rose como la tía Adeline habrían destruido todo el libro; Nathaniel sólo había retirado la historia en la que estaba involucrado, aunque preservara el resto.

Esperaría a contactar con los Swindell hasta el último momento, porque aunque Eliza no podía imaginarse que constituyeran un riesgo, sabía que convenía no confiarse demasiado. Si entreveían una oportunidad de sacar una ganancia, los Swindell se lanzarían sobre ella. Eliza había pensado por un momento abandonar la visita, preguntándose si tal vez el riesgo sobrepasaba el premio, pero había decidido arriesgarse. Necesitaría las joyas del broche a fin de pagar sus gastos en el Nuevo Mundo, y la trenza era preciosa para ella. Era su familia, su pasado, su vínculo con ella misma.


* * *

Mientras Adeline esperaba el regreso de Daisy, el tiempo se movía con lentitud, pesado como un niño petulante colgado de sus faldas. Era culpa de Eliza que Rose estuviera muerta. Su visita no autorizada por el laberinto había precipitado los planes para Nueva York, y por lo tanto adelantado el viaje a Carlisle. Si Eliza se hubiera quedado en el otro extremo de la propiedad como había prometido, Rose nunca habría estado en ese tren.

La puerta se abrió y Adeline respiró hondo. Por fin, la criada estaba de regreso, el cabello cubierto de hojas, barro en la falda, y sin embargo venía sola.

– ¿Dónde está ella? -preguntó Adeline. ¿Había salido en su busca? ¿Había usado Daisy la cabeza por una vez y enviado a Eliza directa a la cala?

– No lo sé, señora.

– ¿No lo sabes?

– Cuando llegué a la cabaña, estaba cerrada. Miré por las ventanas, pero no vi señal alguna.

– Deberías haber esperado un rato. Tal vez estaba en el pueblo y no tardaría en volver.

La muchacha sacudía su insolente cabeza.

– No lo creo, señora. El fogón estaba limpio y los estantes vacíos. -Daisy parpadeó de manera bovina-. Creo que se ha marchado ella también, señora.

Entonces Adeline comprendió. Y el conocimiento se tornó en furia, y la furia la abrasó por debajo de la piel, llenando su cabeza con agudas espinas rojas de dolor.

– ¿Se encuentra bien, milady? ¿No debería sentarse?

No, Adeline no necesitaba sentarse. Todo lo contrario. Necesitaba ver por sí misma. Ser testigo de la ingratitud de la muchacha.

– Llévame por el laberinto, Daisy.

– No conozco el camino, señora. Nadie lo conoce. Nadie salvo Davies. Fui por la ruta lateral, por el sendero del acantilado.

– Entonces que Newton prepare el carruaje.

– Pero pronto oscurecerá, señora.

Adeline entrecerró los ojos y alzó los hombros. Dijo con claridad:

– Ve rápidamente a buscar a Newton y tráeme un farol.


* * *

La cabaña estaba ordenada, pero no vacía. En la cocina colgaban varios instrumentos de cocina, pero la mesa estaba limpia. El perchero junto a la puerta estaba desnudo. Adeline sintió una oleada que la indispuso, sus pulmones se contrajeron. Era la presencia de la muchacha, espesa y opresiva. Tomó el farol y comenzó a subir las escaleras. Había dos cuartos, el más grande, espartano pero limpio, con la cama del ático, una vieja manta tersamente tendida sobre ella. La otra contenía un escritorio y una silla y un estante lleno de libros. Los objetos en el escritorio habían sido acomodados en pilas. Adeline apretó los dedos contra la tapa de madera, y se inclinó un poco para mirar hacia fuera.

Los últimos colores del día se quebraban sobre el mar, y las distantes aguas subían y bajaban, doradas y púrpuras.

Rose ya no está.

El pensamiento le llegó veloz y agudo.

Ahí, sola, finalmente sin ser observada, Adeline pudo dejar de fingir por un momento. Cerró los ojos y los nudos en sus hombros se desplomaron.

Ansiaba hacerse un ovillo en el suelo, las tablas suaves, frescas y reales bajo su mejilla, y no tener que levantarse nunca. Dormir cien años. No tener a nadie que la observara para seguir su ejemplo. Ser capaz de respirar…

– ¿Lady Mountrachet? -La voz de Newton ascendió por las escaleras-. Está haciéndose de noche, milady. Les resultará difícil a los caballos descender si no partimos pronto.

Adeline respiró profundo. Volvió a erguir los hombros.

– Un minuto.

Abrió los ojos y se llevó una mano a la frente. Rose no estaba y Adeline nunca se recuperaría, pero aún había riesgos. Aunque una parte de Adeline ansiaba ver a Eliza y a la niña desaparecer de su vida para siempre, había cuestiones más complicadas que zanjar. Con Eliza y Ivory desaparecidas, seguramente juntas, Adeline corría el riesgo de que la gente averiguara la verdad. Que Eliza hablara de lo que habían hecho. Y eso no debía permitirse. Por el bien de Rose, por su memoria, y por el buen nombre de la familia Mountrachet, Eliza debía ser encontrada, traída de vuelta y silenciada.

La mirada de Adeline volvió una vez más al escritorio y se posó sobre un pedazo de papel que emergía de debajo de una pila de libros. Una palabra que reconoció aunque al principio no pudo identificarla. Tomó el papel de donde estaba. Era una especie de lista, realizada por Eliza: cosas que hacer antes de partir. Al final de la lista estaba escrito «Swindell». Un nombre, pensó Adeline, aunque no estaba segura de qué lo conocía.

Su corazón latió acelerado mientras doblaba el papel y lo guardaba en su bolsillo. Adeline había encontrado el vínculo. La muchacha no podía esperar escapar sin ser observada. La encontrarían, y la niña, la hija de Rose, regresaría a donde pertenecía.

Y Adeline sabía a quién solicitar ayuda para que esto se cumpliera.

46

Polperro, Cornualles, 2005


La casa de Clara era pequeña y blanca, y se aferraba al borde de un promontorio, un leve trecho un poco más arriba de un pub llamado El Bucanero.

– ¿Quieres hacer el honor? -dijo Christian cuando llegaron.

Cassandra asintió, pero no llamó. Se sentía atacada, de pronto, por una oleada de excitación nerviosa. La hermana perdida de su abuela estaba al otro lado de la puerta. En breves momentos, el misterio que había marcado la mayor parte de la vida de Nell estaría resuelto. Cassandra miró a Christian y pensó otra vez lo contenta que estaba porque la hubiera acompañado.

Después que Ruby partiera para Londres esa mañana, Cassandra le había esperado en la escalera de la entrada del hotel, aferrando la copia de los cuentos de hadas de Eliza. Él también había llevado la suya, y descubrieron que, efectivamente, faltaba un relato en el libro de Cassandra. La diferencia en la encuadernación era tan leve, el corte tan exacto, que Cassandra no se había dado cuenta antes. Ni siquiera los números de las páginas ausentes le habían llamado la atención. La caligrafía eran tan retorcida, tan elaborada, que habría hecho falta un grafólogo para discernir la diferencia entre el 54 y el 61.

De camino a Polperro, Cassandra había leído «El huevo de oro» en voz alta. Mientras lo hacía, se fue convenciendo más y más de que Christian tenía razón, que la historia era una alegoría sobre la adquisición de la hija de Rose. Un hecho que le daba aún más certeza sobre lo que Clara quería decirle.

Pobre Mary, obligada a entregar a su primogénita y a mantener el secreto. No era un milagro que quisiera liberarse con su hija en sus últimos días. Una hija perdida perseguía a una madre toda la vida.

Leo tendría ahora casi doce años.

– ¿Estás bien? -Christian la estaba mirando, el ceño fruncido, los ojos entrecerrados.

– Sí -dijo Cassandra, apartando sus recuerdos-. Estoy bien. -Y, mientras le sonreía, no le pareció una mentira como habría sido habitual.


* * *

Alzó la mano y estaba a punto de agarrar la aldaba cuando la puerta se abrió. De pie frente al marco de la pequeña y estrecha puerta estaba una anciana regordeta cuyo delantal, atado a la cintura, daba la impresión de un cuerpo formado por dos bolas de masa.

– Los vi ahí de pie -explicó con una sonrisa, señalándolos con un dedo curvo-, y me dije: «Deben de ser mis jóvenes invitados». Entren y les prepararé una buena taza de té.

Christian se sentó junto a Cassandra en el sofá floreado, acomodando los almohadones tricotados entre ellos, para hacer sitio. Él parecía terriblemente desproporcionado entre tanto cachivache y adorno, a tal punto que Cassandra tuvo que resistir la tentación de reír.

Una tetera amarilla ocupaba un lugar prominente sobre un arcón de la sala, tapada por una funda con forma de gallina que se parecía mucho a Clara, pensó Cassandra: pequeños ojos alertas, un cuerpo regordete, una boca en pico.

Clara trajo una tercera taza de té y colocó algunas hojas en cada una.

– Es mi mezcla especial -señaló-. Tres partes de Breakfast y una parte de Earl Gray. -Miró por encima de sus gafas-. Es decir, Breakfast inglés. -Cuando agregó la leche se acomodó en su sillón junto al fuego-. Ya era hora de dar descanso a mis pobres pies. Estuve todo el día de pie, organizando los expositores para el festival de la cosecha.

– Gracias por recibirme -dijo Cassandra-. Éste es mi amigo, Christian.

Christian extendió la mano sobre el arcón para estrechar la de Clara, quien se sonrojó.

– Encantada de conoceros. -Dio un sorbo al té, luego hizo un gesto en dirección a Cassandra-. La señora del museo, Ruby, me habló sobre tu abuela -empezó-. La que no sabía quiénes eran sus padres.

– Nell -apuntó Cassandra-. Ése era su nombre. Mi bisabuelo Hugh la encontró cuando era pequeña, sentada sobre una maleta blanca en el muelle de Maryborough. Era jefe del puerto, y un barco…

– ¿Has dicho Maryborough?

Cassandra asintió.

– Eso es una coincidencia, en verdad. Tengo familia en un lugar llamado Maryborough. En Queen…

– Queensland -precisó Cassandra y se inclinó hacia delante-. ¿Qué familia?

– El hermano de mi madre se mudó allí de joven. Crió a sus hijos, mis primos. -Rió-. Madre decía que se habían asentado allí por el nombre del lugar.

Cassandra miró a Christian. ¿Sería ése el motivo por el que Eliza había puesto a Nell en ese barco en particular? ¿Estaba devolviéndola a la familia de Mary, a la verdadera familia de Nell? En vez de llevar a la niña a Polperro y arriesgarse a que los lugareños la reconocieran como Ivory Mountrachet, ¿había optado por el hermano emigrado de Mary? Cassandra sospechaba que Clara tenía la respuesta, todo lo que necesitaba era azuzarla en la dirección correcta.

– Su madre, Mary, trabajaba en la mansión Blackhurst, ¿no?

Clara tomó un largo sorbo de té.

– Trabajó allí hasta que la despidieron, en 1909. Había estado allí desde niña, casi diez años. La echaron por quedarse embarazada. -Clara bajó la voz hasta volverla un susurro-. No estaba casada, saben, y en esos días no se podía tolerar. Pero no era mala muchacha, mi madre. Era tan honesta como una libra de velas. Ella y mi padre terminaron casándose, como corresponde. Lo hubieran hecho antes si no hubiera enfermado de neumonía. Casi no llega a su propio casamiento. Fue cuando se mudaron a Polperro, recibieron algo de dinero y abrieron la carnicería.

Tomó un pequeño libro rectangular de la bandeja del té. La cubierta estaba decorada con papel de regalo y retazos de tela y botones, y cuando Clara lo abrió, Cassandra se dio cuenta de que era un álbum de fotos. Clara buscó una página que estaba marcada con una cinta y se la pasó por encima del arcón.

– Esa de ahí es mi madre.

Cassandra miró a la joven de ensortijados cabellos y sinuosas curvas, intentando descubrir a Nell en sus facciones. Había tal vez algo de Nell en la boca, una sonrisa que jugaba en los labios cuando menos se lo proponía. Pero así era la naturaleza de las fotos: cuanto más miraba Cassandra, ¡más le parecía que había algo de la tía Phylly en la nariz y los ojos!

Le pasó el álbum a Christian y le sonrió a Clara.

– Era muy bonita, ¿no?

– Ah, sí-dijo Clara con un guiño pícaro-. Muy buena moza, mi madre. Demasiado bonita para sirvienta.

– ¿Sabe si disfrutó de su paso por Blackhurst? ¿Lamentó tener que irse?

– Estaba feliz de irse de la casa, pero triste de dejar a su señora.

Esto era una novedad.

– ¿Ella y Rose se llevaban bien?

Clara sacudió la cabeza.

– No sé nada de ninguna Rose. Era de Eliza de quien solía hablar. La señorita Eliza esto, y la señorita Eliza lo otro.

– Pero Eliza no era la señora de la mansión Blackhurst.

– Bueno, oficialmente no, pero ella era a quien mi madre más quería. Solía decir que la señorita Eliza era la única chispa de vida en un lugar muerto.

– ¿Por qué pensaba que era un lugar muerto?

– Los que ahí vivían eran como muertos, decía mi madre. Todos tristes por una razón u otra. Todos queriendo cosas que no debían o no podían tener.

Cassandra pensó en esta observación sobre la vida en la mansión Blackhurst. No era la impresión que había recibido al leer los cuadernos de Rose, aunque por cierto Rose, con su concentración en los vestidos nuevos y las aventuras de su prima Eliza, era sólo una voz en una casa que debía haber tenido el eco de otras. Ésa era la naturaleza de la historia, por supuesto: quimérica, parcial, inaccesible, un relato realizado por los triunfadores.

– Sus patrones, milord y milady, eran ambos desagradables, según mi madre. Recibieron lo suyo al final, ¿no?

Cassandra frunció el ceño.

– ¿A quién se refiere?

– Ellos dos. Lord y lady Mountrachet. Ella murió al mes o dos después de su hija, un envenenamiento de la sangre, creo. -Clara sacudió la cabeza y bajó la voz, en tono conspirador, casi con regocijo-. Muy desagradable. Mi madre escuchó decir a los criados que daba miedo en los últimos días. El rostro retorcido, de modo que parecía sonreír como un espíritu maligno, escapando de su lecho de enferma para acechar por los pasillos con un gran manojo de llaves en la mano, cerrando todas las puertas y hablando sobre un secreto que nadie debía saber. Loca como una cabra, al final, y él no mucho mejor.

– ¿Lord Mountrachet también murió envenenado?

– Oh no. Él no. Perdió su fortuna viajando a lugares lejanos. -Bajó la voz-. Lugares donde se practicaba el vudú. Dicen que trajo recuerdos que harían que se le pusieran a uno los pelos de punta. Según parece, se volvió loco. El personal se marchó, todos menos una cocinera y un jardinero que habían estado ahí toda la vida. Según mi madre, cuando el viejo murió nadie se dio cuenta sino días después. -Clara sonrió, de modo que sus ojos se cerraron-. Eliza, en cambio, se escapó, ¿no? Eso es lo importante. Viajó cruzando el mar, dijo mi madre. Eso siempre la ponía contenta.

– Aunque no fue a Australia -dijo Cassandra.

– No sé adónde, si les digo la verdad -dijo Clara-. Sólo sé lo que mi madre me contó: que Eliza se escapó a tiempo de esa casa horrible. Se fue como siempre había planeado y nunca regresó. -Mantuvo un dedo en alto-. De ahí es de donde vienen esos dibujos, los que tanto le gustaron a la dama del museo. Eran de ella, de Eliza. Estaban entre sus cosas.

Cassandra tenía en la punta de la lengua la pregunta de si Mary se los había quitado a Eliza, pero se contuvo. Se dio cuenta de que podía ser interpretado como una grosería sugerir que la querida y difunta madre había robado cosas valiosas de su patrona.

– ¿Qué cosas?

– Las cajas que mi mamá compró…

Ahora era Cassandra la que estaba confundida.

– ¿Le compró unas cajas a Eliza?

– No a Eliza. De Eliza. Después que se marchara.

– ¿A quién se las compró?

– Fue una gran subasta. Yo misma la recuerdo. Mi madre me llevó de pequeña. Se celebró en 1935, yo tenía quince años. Después que el viejo lord murió, un pariente lejano de Escocia se decidió a vender la propiedad, esperando conseguir algo de dinero, durante la Depresión, sin duda. Sea como fuere, mi madre lo leyó en el periódico y vio que estaban planeando vender algunas otras cosas. Creo que le hacía ilusión pensar que podía ser dueña de un pedacito del lugar en donde había sido tratada tan mal. Me llevó consigo porque decía que me haría bien ver dónde había comenzado. Quiso que estuviera agradecida de no haber sido sirvienta, alentarme a esforzarme en la escuela para conseguir más de lo que ella consiguió. No puedo decir que lo consiguiera, pero lo cierto es que me impresionó mucho. La primera vez que veía algo así. No tenía idea de que hubiera quienes vivían de esa manera. Uno no ve semejante grandeza por estos parajes. -Asintió para indicar su acuerdo con ese estado de cosas, luego hizo una pausa y alzó la vista-. Ahora, ¿por dónde iba?

– Nos estaba contando lo de las cajas -le alentó Christian-. Las que su madre compró en Blackhurst.

Alzó un dedo tembloroso.

– Eso es, de la propiedad de Tregenna. Deberían haber visto su expresión cuando las vio. En una mesa con otras cosas sueltas, lámparas, pisapapeles, libros y demás. No me parecían gran cosa, pero mamá supo de inmediato que eran de Eliza. Me tomó la mano, por primera vez en mi vida, creo, y fue casi como si no pudiera respirar. En verdad comencé a preocuparme, pensé que tenía que conseguirle una silla, pero no quiso saber nada de eso. Se aferró a las cajas. Era como si tuviera miedo de alejarse, en caso de que alguien más las comprara. No me parecía probable; como ya dije, no parecían gran cosa. Pero sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad?

– ¿Y los bosquejos de Nathaniel Walker estaban en la caja? -preguntó Cassandra-. ¿Con las cosas de Eliza?

Clara asintió.

– Es raro, ahora lo recuerdo. Madre estaba tan feliz de comprarlas, pero cuando llegamos a casa hizo que papá las llevara arriba, las guardara en el altillo y ésa fue la última vez que supe de ellas. No es que haya pensado mucho en ellas desde entonces. Tenía quince años. Seguramente le había echado el ojo a algún muchacho de la zona y nada me importaban unas cajas viejas que mi madre había comprado. Hasta que me mudé con ella, y noté que traía las cajas consigo. Eso me resultó raro, y en verdad demostró lo que significaban para ella, porque no trajo muchas cosas. Y fue al vivir juntas cuando por fin me dijo lo que significaban, por qué eran tan importantes.

Cassandra recordó el relato de Ruby sobre el cuarto del piso superior, todavía lleno de las pertenencias de Mary. ¿Qué otras preciosas pistas podría haber todavía, enterradas en cajas, nunca vistas? Tragó saliva.

– ¿Las ha mirado alguna vez?

Clara tomó un sorbo de té, para entonces seguramente frío, y jugueteó con el asa de la taza.

– Debo admitir que lo hice.

Cassandra sentía su corazón latiéndole con fuerza; se inclinó hacia delante.

– ¿Y?

– En su mayoría eran libros, una lámpara, como dije. -Hizo una pausa, y sus mejillas se ruborizaron violentamente.

– ¿Había algo más? -Con cuidado, ah, con mucho cuidado.

Clara movió la punta de su zapatilla sobre la alfombra. Miró cómo avanzaba antes de alzar la vista.

– Encontré también una carta, casi encima de todo. Estaba dirigida a mi madre, escrita por un editor de Londres. Me dio el susto de mi vida. Nunca había pensado en mamá como escritora. -Clara rió-. Y en verdad que no lo era.

– ¿Qué era entonces la carta? -preguntó Christian-. ¿Por qué le había escrito el editor a su madre?

Clara parpadeó.

– Bueno, parece que mamá debió de enviar una de las historias de Eliza. Por lo que pude discernir de la carta, la encontró en la caja, entre las cosas de Eliza, y pensó que debía publicarse. Resulta que Eliza la había escrito justo antes de partir para su aventura. Era una bonita historia, llena de esperanza y finales felices.

Cassandra pensó en el artículo fotocopiado en la libreta de Nell.

– El vuelo del cuclillo -dijo.

– Esa misma -confirmó Clara, complacida como si ella misma hubiera escrito la historia-. ¿La ha leído?

– He leído sobre ella, pero no he visto la historia. Fue publicada años después del resto.

– Así es. Era en 1936, de acuerdo con la carta enviada. Mi madre se hubiera complacido con la carta. Habría sentido que hizo algo por Eliza. La extrañó después de que se fuera; eso es un hecho.

Cassandra asintió, casi podía probar la solución al misterio de Nell.

– Tenían un fuerte vínculo, ¿no?

– Sí lo tenían.

– ¿Qué piensa que era lo que las unía? -Se mordió el labio, conteniéndose.

Clara entrecruzó sus rígidos dedos sobre la falda y bajó la voz.

– Las dos compartían algo que nadie más sabía.

Algo dentro de Cassandra se liberó. Su voz era un hilo.

– ¿Qué era? ¿Qué fue lo que le contó su madre?

– Fue en sus últimos días. Decía que algo horrible había tenido lugar y que quienes lo habían hecho creían haberse salido con la suya. Lo repetía una y otra vez.

– ¿Y qué cree que quiso decir?

– Al principio no presté mucha atención a eso. Decía con frecuencia cosas raras hacia el final. Insultaba a nuestros amigos más queridos. Ya casi no era ella misma. Pero seguía y seguía: «Está todo en la historia», continuaba diciendo. Se llevaron a la pequeña e hicieron que ella siguiera sin ella. No sabía de qué estaba hablando, a qué historia hacía referencia. Pero al final no importó, porque me lo dijo directamente. -Clara respiró hondo, sacudió la cabeza con tristeza, mirando a Cassandra-. Rose Mountrachet no era la madre de la pequeña, de tu abuela.

Cassandra suspiró aliviada. Finalmente, la verdad.

– Lo sé -dijo, tomando las manos de Clara-. Nell era hija de Mary, el embarazo por el que la despidieron.

La expresión de Clara era difícil de interpretar. Miró a Christian y a Cassandra, la comisura de los párpados temblando leves, parpadeando confusa, y luego se echó a reír.

– ¿Qué? -dijo Cassandra, con algo de alarma-. ¿Qué es tan gracioso? ¿Se siente bien?

– Mi madre estaba embarazada, eso es cierto, pero nunca tuvo el bebé. No entonces. Lo perdió alrededor de las doce semanas.

– ¿Qué?

– Es lo que estoy tratando de decirle. Nell no era hija de madre, era hija de Eliza.


* * *

– Eliza estaba embarazada. -Cassandra se quitó la bufanda y la puso sobre el bolso, en el suelo del automóvil.

– Eliza estaba embarazada. -Christian golpeteó con sus manos enguantadas el volante del automóvil.

La calefacción del coche estaba encendida, el radiador zumbaba y hacía ruido mientras dejaban atrás Polperro. La niebla había caído mientras visitaban a Clara, y a lo largo del camino de la costa, los amortiguados faros de los barcos ondeaban con la fantasmal marea.

Cassandra miraba adelante, sin ver, su mente tan brumosa como el paisaje al otro lado de la ventanilla.

– Eliza estaba embarazada. Era la madre de Nell. Por eso se la llevó. -Tal vez si lo repitiera suficientes veces, tendría sentido.

– Así parece ser.

Reclinó la cabeza hacia un lado y se frotó el cuello.

– Pero no entiendo. Antes todo encajaba, cuando era Mary. Ahora que es Eliza… no puedo entender cómo Rose acabó quedándose con Ivory. ¿Por qué no se la quedó Eliza? ¿Y cómo nadie lo supo?

– Excepto Mary.

– Excepto Mary.

– Supongo que lo mantuvieron en silencio.

– ¿La familia de Eliza?

Asintió.

– Era soltera, joven, sus tíos eran responsables, y ella termina embarazada. No se habría visto bien.

– ¿Quién era el padre?

Christian se encogió de hombros.

– ¿Algún hombre de la zona? ¿Tenía novio?

– No lo sé. Era amiga del hermano de Mary, William; eso dice el cuaderno de Nell. Fueron buenos amigos hasta que tuvieron una discusión por algo. Tal vez fue él.

– ¿Quién sabe? Supongo que en verdad no importa. -La miró-. Quiero decir, importa, claro, para Nell y para ti, pero en lo que a la historia se refiere, todo lo que importa es que ella estaba embarazada y no Rose.

– Y convencieron a Eliza para que le entregara el bebé a Rose.

– Hubiera sido más sencillo para todos.

– Eso es discutible.

– Quiero decir, socialmente. Después, Rose murió…

– Y Eliza recuperó a su hija. Eso tiene sentido. -Cassandra miró la niebla que cubría los altos pastos junto a la carretera-. ¿Pero por qué no fue en el barco a Australia con Nell? ¿Por qué una mujer tomaría a su hija para luego enviarla en un largo y peligroso viaje a una tierra desconocida, sola? -Cassandra suspiró pesadamente-. Parece que, cuanto más nos acercamos, más se enreda la telaraña.

– Tal vez sí fue con la niña. Tal vez algo le pasó en el camino, alguna enfermedad o algo. Clara parece convencida de que se marchó.

– Pero Nell recuerda que Eliza la puso en el barco y le dijo que esperara, dejándola para no regresar. Era una de las pocas cosas de las cuales estaba segura. -Cassandra se mordió el pulgar-. Qué frustrante. Pensé que al obtener respuestas hoy se acabarían las preguntas.

– Una cosa es cierta, «El huevo de oro» no hablaba de Mary; Eliza lo escribió refiriéndose a sí misma. Ella era la dama en la cabaña.

– Pobre Eliza -dijo Cassandra, mientras el triste paisaje pasaba por la ventanilla-. La vida de la dama después que entrega su huevo es tan…

– Desolada.

– Sí. -Cassandra tembló. Entendía la pérdida de quien pierde su propósito, quedando más pálido, más ligero, más vacío-. No es sorprendente que recuperara nuevamente a Nell cuando tuvo la oportunidad. -¿Qué no daría Cassandra por una segunda oportunidad?

– Lo cual nos hace dar una vuelta completa: si recuperó a su hija, ¿por qué no fue con ella en el barco?

Cassandra sacudió la cabeza.

– No lo sé. No tiene sentido.

Pasaron junto al cartel que les daba la bienvenida a Tregenna y Christian salió de la ruta principal.

– ¿Sabes qué me parece?

– ¿Qué? -dijo Cassandra.

– Que deberíamos almorzar algo en el pub, y hablar un poco más del asunto. Ver si podemos encontrarle respuesta. Estoy seguro de que la cerveza nos ayudará.

Cassandra sonrió.

– Sí, suelo notar que la cerveza es lo que hace que mi mente sea más flexible. ¿Te parece bien si antes pasamos por el hotel para coger mi chaqueta?

Christian tomó la ruta por los bosques y dobló en la entrada al hotel Blackhurst. La niebla acechaba inmóvil y húmeda en las acequias del camino, y condujo con cuidado.

– Vuelvo en un segundo -dijo Cassandra, cerrando la portezuela al bajar. Subió a la carrera las escaleras, hasta llegar al vestíbulo-. Hola, Sam -dijo, saludando a la recepcionista.

– Oye, Cass. Hay alguien aquí que quiere verte.

Cassandra se detuvo a medio subir.

– Robyn Jameson ha estado esperando en la sala desde hace una media hora o poco menos.

Cassandra miró hacia fuera. Christian concentraba su atención en sintonizar la radio del automóvil. No le importaría esperar un minuto más. A Cassandra no se le ocurría qué podía querer decirle Robyn, pero se imaginaba que no llevaría mucho tiempo.

– Bueno, hola -dijo Robyn, cuando vio a Cassandra acercarse-. Un pajarito me ha dicho que has pasado la mañana conversando con Clara, mi prima segunda.

La red de información del condado era impresionante.

– Es verdad.

– Espero que hayas pasado un buen rato.

– Así fue, gracias. Espero que no hayas esperado demasiado.

– Para nada. Tengo algo para ti. Supongo que podría haberlo dejado sobre tu escritorio, pero pensé que sería necesaria una pequeña explicación.

Cassandra alzó las cejas mientras Robyn continuaba.

– Fui a visitar a mi padre durante el fin de semana, en el geriátrico. Le gusta escuchar todas las noticias sobre el pueblo; una vez fue cartero, ¿sabes? Y resulta que le mencioné que estabas aquí, restaurando la cabaña que tu abuela te legó, en la cima del acantilado. Él me miró del modo más peculiar. Puede que sea viejo, pero es agudo como un alfiler, al igual que su padre antes que él. Me tomó del brazo y me dijo que había una carta que debía entregarte.

– ¿A mí?

– En verdad a tu abuela, pero viendo que ella ya no está con nosotros, a ti.

– ¿Qué tipo de carta?

– Cuando tu abuela se fue de Tregenna, fue a ver a mi padre. Le dijo que regresaría para ocupar la Cabaña del Acantilado, y le pidió que le guardara la correspondencia. Él dijo que había sido muy clara al respecto, así que, cuando le llegó una carta, hizo como le pidió y la guardó en el correo. Cada tantos meses, la llevaba colina arriba, pero la cabaña estaba siempre desierta. Crecieron los setos, se asentó el polvo, y el lugar fue pareciendo cada vez menos habitado. Al final, dejó de ir. Sus rodillas comenzaron a causarle problemas y asumió que tu abuela iría a verlo cuando regresara. En general, la habría enviado de vuelta al remitente, pero tu abuela había sido muy precisa, así que guardó la carta todo este tiempo.

Me dijo que tenía que ir al sótano donde están guardadas todas las cosas y que sacara la caja de cartas perdidas. Que entre ellas encontraría una dirigida a Nell Andrews, Posada Tregenna, recibida en noviembre de 1975. Y tenía razón. Ahí estaba.

Buscó en su cartera, sacó un pequeño sobre gris y se lo dio a Cassandra. El papel era barato, casi tan delgado que era transparente. Estaba escrito con una caligrafía antigua, bastante enrevesada, dirigida a un hotel en Londres y luego redirigida a la Posada Tregenna. Cassandra miró el remitente.

Allí, con la misma letra, estaba escrito: «Remitente: Señorita Harriet Swindell, 37 Battersea Church, Londres, SW11».

Cassandra recordaba la anotación en el cuaderno de Nell. Harriet Swindell era la mujer a la que había visitado en Londres, la anciana que había nacido y crecido en la misma casa que Eliza. ¿Por qué le había escrito a Nell?

Con dedos temblorosos, Cassandra abrió el sobre. El delgado papel se rasgó delicadamente. Desdobló la carta y comenzó a leer.


3 de noviembre de 1975


Querida señora Andrews,

Bueno, no me importa decirle que desde que me visitó, preguntándome por la dama de los cuentos de hadas, no he pensado en otra cosa. Ya verá cómo le sucederá a usted lo mismo cuando llegue a mis años: el pasado se convierte en una especie de viejo amigo. Del tipo que llega sin avisar y se niega a marcharse. ¿Sabe?, me acuerdo de ella, la recuerdo bien, sólo que usted me cogió por sorpresa con su visita, apareciendo a la puerta de casa justo a la hora del té. No estaba segura de si me sentía con ganas de hablar de los viejos tiempos con una desconocida. Mi sobrina Nancy me dice que debo hacerlo, que todo pasó hace tanto tiempo que casi ya no importa, así que he decidido escribirle, tal como me pidió. Porque Eliza Makepeace regresó para visitar a mi madre. Sólo una vez, cierto, pero la recuerdo bien. Entonces yo tenía dieciséis años, y así es como sé que tiene que haber sido por 1913.

Recuerdo que pensé que había algo extraño en ella desde el principio. Puede que tuviera las ropas caras de una dama, pero había algo en ella que no terminaba de encajar. Mejor dicho, había algo en ella que encajaba con nosotros en el 35 de Battersea Church. Algo que la diferenciaba de las otras damas que podían verse por la calle en aquel entonces. Ella entró en el negocio, un tanto agitada, me pareció, como si estuviera apurada y no quisiera ser vista. Medio sospechosa. Saludó con un gesto de cabeza a mi madre, como si ambas se conocieran, y Madre, por su lado, le sonrió, una imagen que no vi muchas veces. Quienquiera que fuera esa dama, pensé para mí, madre debe saber que puede ganarse una libra con su trato.

Su voz, cuando habló, era clara y musical. Esa fue la primera señal que tuve de que tal vez la hubiera conocido de antes. Era de alguna manera familiar. Era una voz de esas que los niños desean escuchar, que habla de hadas y genios y no deja duda de que es todo verdadero.

Le agradeció a Madre que la recibiera y dijo que se marchaba de Inglaterra y que no regresaría por algunos años. Recuerdo que tenía muchos deseos de subir a ver el cuarto en el que había vivido, una horrible habitación en lo más alto de la casa. Era gélida, con una chimenea que no funcionaba, y oscura, sin una ventana. Pero dijo que era por los viejos tiempos.

Sucedió que en esa época Madre no tenía inquilino -una desagradable disputa sobre alquileres pendientes-, así que no puso pegas a que la dama la viera. Le dijo que subiera y se tomara su tiempo, incluso puso la tetera al fuego. Tan inusual en ella como pudiera imaginarse.

Madre la miró mientras subía las escaleras, luego me llamó deprisa. Sube tras ella, dijo, y asegúrate de que no baje demasiado pronto. Estaba habituada a las órdenes de Madre, y a sus castigos si desobedecía, así que hice lo que me pidió y seguí a la dama escaleras arriba.

Para cuando llegué al descanso, había cerrado la puerta del cuarto a su paso. Podía haberme sentado en donde estaba y asegurarme de que no decidiera bajar demasiado pronto, pero era curiosa. No podía, ni aunque me fuera la vida, imaginar por qué había cerrado la puerta. Como dije, no había ventanas en ese cuarto, y la puerta era la única manera de que entrara luz.

Había un agujero en la base de la puerta, carcomida por las ratas, así que me acosté en el suelo lo más pegada que pude, y la observé. Observé mientras permanecía de pie en medio del cuarto, girando para verlo todo, y observé cuando se dirigió hacia la vieja y rota chimenea. Se sentó en el borde, y con un brazo revisó su interior, y luego se sentó lo que pareció una eternidad. Por fin, retiró el brazo, y en sus manos tenía un tarro de arcilla. Debí de hacer un ruido en ese momento -estaba sorprendida-porque ella alzó la vista, con los ojos abiertos, enormes. Contuve la respiración y tras un momento ella volvió a concentrarse en el tarro, lo sostuvo contra su oreja y lo sacudió levemente. Pude ver por su expresión que se sentía feliz con lo que escuchaba. Después se lo guardó en un bolsillo especial que tenía cosido a su vestido y comenzó a avanzar hacia la puerta.

Me apresuré a bajar y le dije a Madre que ella venía. Me sorprendió ver que Tom, mi hermano menor, estaba de pie junto a la puerta, respirando agitado, como si hubiera corrido una gran distancia, pero no tuve tiempo de preguntarle adonde había ido. Madre estaba observando las escaleras, por lo que hice lo mismo. La dama descendió, le agradeció que la hubiera dejado mirar y le dijo que no podía quedarse a tomar el té, porque tenía poco tiempo.

Entonces, al llegar abajo, vi que había un hombre de pie en las sombras, a un lado de la escalera. Un hombre con graciosos anteojos, de los que no tienen patillas, sólo un pequeño puente que pellizca la nariz. Estaba sosteniendo una esponja en la mano, y cuando ella llegó al pie de la escalera la apretó contra su nariz y ella cayó al instante, en sus brazos. Debí de gritar entonces, porque recibí una bofetada de Madre.

El hombre me ignoró y arrastró a la dama hacia la puerta. Con la ayuda de Padre la alzó hasta el carruaje, se despidió, le entregó a Madre un sobre que sacó de su chaqueta y se fue.

Me gané un tirón de orejas, más tarde, cuando le conté a Madre lo que había visto. Por qué no me lo dijiste, niña tonta, me regañó. Podía haber sido algo de valor. Podíamos habérnoslo quedado por nuestros esfuerzos. De nada hubiera servido que le recordara que el hombre de los caballos negros ya le había pagado muy bien por la dama. En lo que a Madre se refiere, nunca se tenía suficiente dinero.

No volvía ver a la dama, y no sé qué pasó con ella después de que nos dejara. Siempre estaba pasando algo en nuestro rincón junto al río, cosas que no vale la pena recordar.

No sé cuánto le ayudará esta carta con su investigación, pero Nancy dice que daba lo mismo que se lo dijera como que no. Así que lo hice. Espero que encuentre lo que está buscando.

Suya,

Señorita Harriet Swindell

47

Brisbane, Australia, 1976


El jarrón de Fairyland Lustre había sido siempre su favorito. Nell lo había encontrado en un puesto de compraventa décadas antes. Cualquier comerciante de antigüedades que supiera de su oficio habría sabido de su valor, pero el jarrón de Fairyland Lustre era diferente. No era el valor material, aunque ya era bastante alto, sino lo que representaba: la primera vez que Nell había encontrado un tesoro en un lugar improbable. Y como un buscador de oro que guarda la primera pepita sin importarle el valor, Nell no había querido deshacerse del jarrón.

Lo guardaba envuelto en una toalla, protegido en un rincón oscuro en lo más alto de su armario, y cada tanto lo bajaba y desenvolvía, sólo para echarle una ojeada. Su belleza, las hojas verde oscuro pintadas en los lados, las hebras de oro que rodeaban el diseño, las hadas Art Noveau ocultas entre el follaje, tenían el poder de refrescarle la piel.

Sin embargo, Nell estaba decidida: había llegado el momento en el que podía vivir sin su jarrón. Podía vivir sin todos esos objetos preciosos. Había tomado una determinación y eso era todo. Envolvió el jarrón en otra capa de papel de periódico y lo guardó cuidadosamente en la caja con los demás objetos. Para llevar al stand el lunes, con un precio para la venta. Y si sentía un ápice de arrepentimiento, sólo tenía que pensar en el objetivo final: tener suficiente dinero para comenzar de nuevo en Tregenna.

Estaba ansiosa por volver. Su misterio se volvía cada vez más sorprendente. Había tenido, por fin, noticias del detective, Ned Morris. Éste, una vez concluida su investigación, le había enviado un informe. Nell se encontraba en el stand cuando un nuevo cliente, Ben no sé qué, apareció llevando la carta consigo. Cuando Nell vio los sellos extranjeros, la caligrafía del sobre, pulcra y llana, como si estuviera escrita utilizando el borde de una regla, sintió que algo fluía bajo su piel. Apenas pudo contenerse para desgarrarla con los dientes, allí mismo. Tuvo que guardar la compostura, excusarse como le fue posible, y ocultarse carta en mano en la pequeña cocina, al fondo.

El informe era breve, le había llevado a Nell sólo un par de minutos leerlo, y su contenido la dejó más confundida que antes. De acuerdo con las investigaciones del señor Morris, Eliza Makepeace no había viajado a ningún lugar en 1909 o 1910. Había permanecido en su cabaña todo el tiempo. Incluía varios documentos para sostener su afirmación -una entrevista a alguien que aseguraba haber trabajado en Blackhurst, una variada correspondencia que había tenido con un editor en Londres, toda enviada y recibida en la Cabaña del Acantilado-, pero Nell no los había leído inmediatamente, no hasta más tarde. Había quedado demasiado sorprendida por la noticia de que Eliza no había ido a ninguna parte. Que había permanecido allí todo el tiempo, en la cabaña. William había estado tan seguro. Había desaparecido de la vista de la gente, durante doce meses, más o menos. Cuando regresó, había cambiado, como si una chispa se hubiera extinguido. Nell no comprendía cómo los recuerdos de William podían encajar con el descubrimiento del señor Morris. Tan pronto como regresara a Cornualles volvería a hablar con William. A ver si él tenía alguna idea.

Nell se pasó el dorso de la mano por la frente. Un día muy caluroso, pero así era Brisbane en enero. Los cielos podían estar de un azul brillante como una perfecta cúpula de cristal, pero tendrían una tormenta por la noche, no había duda alguna. Nell había vivido lo suficiente como para saber cuándo las nubes furiosas se congregaban en los rincones.

En la calle, Nell escuchó un coche detenerse. No lo reconoció como uno de los coches de sus vecinos: demasiado ruidoso para ser el Mini de Howard, demasiado agudo para el Ford de Hogan. Se escuchó un horrible ruido cuando el coche se subió al bordillo demasiado rápido. Nell sacudió la cabeza, agradecida de no haber aprendido nunca a conducir, nunca había necesitado un automóvil. Le parecía que sacaban a relucir lo peor de la gente.

Whiskers se irguió y arqueó la espalda. Los gatos, eso silo echaría de menos. Con placer se los llevaría consigo, pero una cosa era alimentar gatos ajenos y otra muy distinta secuestrarlos.

– Vamos, ruidosa -dijo Nell, cosquilleando a la gata debajo de su mentón-. No te preocupes por ese viejo coche.

Whiskers maulló y saltó de la mesa, mirando a Nell de reojo.

– ¿Qué? ¿Crees que alguien ha venido a vernos? No se me ocurre quién, querida. No somos precisamente el epicentro social, en caso de que no te hayas dado cuenta.

La gata se marchó subrepticiamente por la puerta trasera. Nell dejó caer la pila de periódicos.

– Ah, muy bien, señora -dijo-. Tú ganas. Echaré un vistazo. -Acarició la espalda de Whiskers al cruzar el estrecho sendero de cemento-. Te crees muy lista, ¿no?, haciendo que te obedezca…

Nell se detuvo en la esquina de su casa. El coche, una furgoneta, se había, es verdad, detenido frente a su hogar. Acercándose por el camino de cemento, una mujer con grandes gafas de sol de color bronce, y unos diminutos shorts. Detrás, una niña delgada de hombros caídos.

Allí estuvieron, las tres, examinándose unas a otras por unos instantes.

Por fin Nell recuperó la voz, aunque no las palabras que deseaba decir.

– Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.

– Qué alegría verte, mamá -dijo Lesley haciendo un gesto con los ojos idéntico al que hacía cuando tenía quince años. Había sido un hábito irritante entonces, y seguía siéndolo.

Nell sintió que volvían a brotar los antiguos reproches. No había sido muy buena madre con Lesley, lo sabía, pero era demasiado tarde para repararlo. Lo hecho, hecho estaba y Lesley había salido bien. Había salido, por lo menos.

– Estoy en plena organización de cajas para una subasta -dijo Nell, tragando un nudo en la garganta. No era momento para mencionar su mudanza a Inglaterra-. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.

– Nos arreglaremos. -Lesley chasqueó los dedos en dirección a la niña-. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.

Nell miró a la niña, su nieta. Miembros largos, rodillas huesudas, la cabeza inclinada para no ser observada. No había duda, algunos niños eran traídos a este mundo con una cuota extra de dificultades.

Mientras lo pensaba, su mente le trajo el recuerdo de Christian, el muchachito que había descubierto en su jardín de Cornualles. El niño huérfano de honestos ojos pardos. «¿A tu nieta le gustan los jardines?», le había preguntado, y ella, Nell, no había sabido responderle.

– Está bien -dijo-, será mejor que paséis.

48

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913


Los cascos de los caballos tronaron contra la tierra fría y reseca, en dirección al oeste, hacia Blackhurst, pero Eliza no los escuchó. La esponja del señor Mansell había cumplido su trabajo y estaba perdida en una nube de cloroformo, su cuerpo postrado en un oscuro rincón del carruaje…

La voz de Rose, suave y quebrada: «Hay algo que necesito, algo que sólo tú puedes hacer. Mi cuerpo me falla, como siempre ha hecho, pero el tuyo, prima, es fuerte. Necesito que tengas un hijo para mí, un hijo de Nathaniel».

Y Eliza, que había esperado tanto tiempo, que había deseado desesperadamente ser necesitada, que siempre se había sabido una mitad en busca de su doble, no tuvo que pensarlo. «Por supuesto -había dicho-. Claro que te ayudaré, Rose».

Él fue todas las noches durante una semana, tía Adeline, con la asistencia del doctor Matthews, calculó las fechas y Nathaniel hizo lo que se le solicitó. Recorrió el laberinto, fue hacia el lateral de la cabaña, y cruzó el umbral de la casa de Eliza.

En la primera noche, Eliza esperó dentro, yendo y viniendo por la cocina, preguntándose si llegaría, si debería haber preparado algo. Preguntándose cómo se comportaba la gente en semejantes ocasiones. Había accedido a la petición de Rose sin dudarlo, y en las semanas que siguieron había pensado poco en el compromiso que significaba. Estaba demasiado rebosante de gratitud porque Rose por fin la necesitaba. Fue sólo a medida que se acercaba la fecha cuando comenzó a contemplar lo hipotético como real.

Y sin embargo, no había nada que no hiciera por Rose. Se repitió una y otra vez que sus acciones fraguarían su unión para siempre, sin importar lo espantoso que fuera el misterioso acto. Se convirtió en una suerte de mantra, un encantamiento. Ella y Rose estarían unidas como nunca antes. Rose la querría más que nunca, no se apartaría de ella tan fácilmente. Todo era para Rose.

Cuando escuchó la puerta la primera noche, Eliza repitió su mantra, abrió la puerta y dejó entrar a Nathaniel.

El permaneció de pie un tiempo en el vestíbulo, más grande de lo que lo recordaba, más oscuro, hasta que Eliza le indicó el perchero. El se quitó el abrigo, luego le sonrió, casi agradecido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que él estaba tan turbado como ella.

La siguió a la cocina, gravitando hacia la seguridad, la solidez de la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla.

Eliza permaneció de pie al otro lado, limpiándose las manos en las faldas, preguntándose qué decir, cómo proceder. Lo mejor era, seguramente, hacer lo necesario y terminar de una vez. No había motivo de alargar la incomodidad. Abrió la boca para decirlo, pero Nathaniel ya estaba hablando…

– … pensé que te gustaría verlo. He estado trabajando en ellos todo el mes.

Entonces vio que él llevaba consigo una cartera de cuero.

La colocó sobre la mesa y retiró una serie de papeles de su interior. Esbozos, observó Eliza.

Comencé con «La caza del hada». Puso la hoja frente a Eliza, y cuando ella la tomó, vio que le temblaban las manos.

Eliza posó su mirada en la ilustración: líneas negras, sombras de líneas entrecruzadas. Una mujer pálida y delgada reclinada sobre el parapeto de una torre fría y oscura. El rostro de la mujer había sido realizado con trazos largos y delgados. Era hermosa, mágica, esquiva, tal como Eliza la describía en el cuento. Y sin embargo, había algo más en el rostro del hada perseguida, en el dibujo de Nathaniel, que impresionó a Eliza. La mujer del boceto se parecía a Madre. No literalmente, había algo en la curva de los labios, los ojos almendrados, las altas mejillas. En algún modo indescriptible, por alguna magia, Nathaniel había capturado a Georgiana en su descripción de los miembros sin vida del hada, su agotamiento, la inusual resignación en sus facciones. Lo más extraño de todo era que, por primera vez, Eliza se daba cuenta de que en su historia sobre el hada perseguida, había estado describiendo a su madre.

Lo miró, examinando sus ojos oscuros que habían visto, de algún modo, dentro de su alma. El sostuvo su mirada, y el fuego del hogar fue entonces algo más cálido entre ambos.


* * *

La circunstancia lo exacerbaba todo. Las voces eran demasiado fuertes, los movimientos demasiado repentinos, el aire demasiado frío. El acto no era tan espantoso como había temido, ni tampoco corriente. Y había algo inesperado en el acto mismo que no podía sino disfrutar. Una proximidad, una intimidad de la que había sido privada durante mucho tiempo. Se sentía parte de un par.

Ella no lo era, claro, y era una traición a Rose siquiera pensar en ello, sin importar la brevedad del pensamiento, y sin embargo… Sus dedos sobre su espalda, su costado, sus muslos. La calidez en donde se encontraban los cuerpos desnudos. Su aliento en su cuello…

Ella abrió los ojos y observó su rostro, las expresiones y los relatos acomodándose en sus facciones. Y cuando él abrió sus ojos su mirada se trenzó con la de ella, y sintió que ella era sí misma, de pronto, e inesperadamente, que era un cuerpo. Anclado, sólido, real.

Y después terminó y se separaron, el lazo de la conexión física se evaporó. Se vistieron y ella bajó las escaleras. De pie con él junto a la puerta principal, conversando sobre la marea alta, la posibilidad de mal tiempo en las semanas entrantes. Una charla educada, como si él no se hubiera detenido más que a pedirle prestado un libro.

Al final, su mano se extendió para abrir la puerta y un pesado silencio se extendió entre ambos. El peso de lo que habían hecho. Él abrió la puerta, volvió a cerrarla. Volvió su rostro hacia el de ella.

Gracias -le dijo.

Ella asintió.

Rose quiere… Ella necesita…

Ella volvió a asentir, y él sonrió apenas. Abrió la puerta y desapareció en la noche.


* * *

Con el paso de la semana, lo inusual se convirtió en usual y se estableció una rutina. Nathaniel llegaba con sus más recientes dibujos y juntos discutían las historias, las ilustraciones. Él también llevaba sus lápices, bacía modificaciones mientras hablaban. Con frecuencia, cuando los dibujos estaban completos, su conversación pasaba a otros asuntos.

Hablaban, también, mientras yacían juntos en el estrecho lecho de Eliza. Nathaniel le contaba historias de la familia que Eliza había creído muerta, la dureza de su juventud, su padre en los muelles y las manos de su madre, cuarteadas por el lavado. Y Eliza se vio contándole cosas de las cuales nunca había hablado, secretos del pasado: sobre Madre, y el padre que nunca conoció, sus sueños de seguirlo por alta mar. Tal era la extraña e inesperada intimidad de su conexión, que incluso habló de Sammy.

Así pasó la semana y en la última noche, Nathaniel llegó más temprano. Parecía reacio a cumplir con lo que debían hacer. Se sentaron en extremos opuestos de la mesa, como la primera noche, pero no hubo intercambio de palabras. De pronto, sin aviso, Nathaniel extendió su mano y tomó una hebra de sus cabellos, rojo tirando a dorado bajo el brillo de la luz de las velas. Su rostro mientras examinaba los cabellos entre sus dedos se mostraba concentrado. El cabello oscuro caía haciendo sombra en sus mejillas y sus ojos negros se abrían con pensamientos no pronunciados. Eliza sufrió una repentina opresión en el pecho.

No quiero que termine -confesó, por fin, en voz baja-. Es tonto, lo sé, pero siento…

Hizo una pausa mientras Eliza llevaba un dedo a sus labios y lo silenciaba.

Su propio corazón golpeaba bajo su vestido mientras rezaba para que él no continuara. No podía consentir que terminara la frase -a pesar de que una parte desleal de ella ansiaba oírla-, porque las palabras tienen poder. Eliza lo sabía mejor que nadie. Ya se habían permitido sentir demasiado, y no había lugar en su acuerdo para los sentimientos.

Eliza sacudió suavemente la cabeza y por fin él asintió. Se negó a mirarla por un tiempo, sin decir nada. Y mientras se concentraba, dibujando en silencio, Eliza suprimió el ardiente deseo de decirle que había cambiado de opinión.

Cuando él se marchó esa noche y Eliza regresó al interior, las paredes de la cabaña le parecieron inusualmente silenciosas y sin vida. Encontró un trozo de papel en donde Nathaniel había estado sentado, lo volvió y vio su rostro. Un dibujo. Y por una vez no le importó que la capturaran en el papel.


* * *

Eliza sabía que habían tenido éxito incluso antes de que pasara el primer mes. Una inexplicable sensación de tener compañía, incluso cuando se sabía sola. Después su periodo se retiró y lo supo a ciencia cierta. Mary, que había perdido su bebé, había sido recibida nuevamente en Blackhurst de modo temporal, encargada de actuar de lazo entre la casa y la cabaña. Cuando Eliza le dijo que sí, que creía que una pequeña vida crecía dentro suyo, Mary suspiró, sacudió la cabeza y luego llevó el mensaje a tía Adeline.

Un muro fue construido en torno a la cabaña de modo que cuando el vientre de Eliza comenzara a hincharse nadie pudiera verlo. Las mentiras más sencillas son las más fuertes y ésta funcionó a la perfección. El deseo de Eliza por viajar era conocido. No era exagerado que la gente creyera que se había ido sin decir palabra, y que volvería cuando lo considerara oportuno. Mary era enviada por la noche con provisiones, y el doctor Matthews, el médico de la tía Adeline, la examinaba cada dos semanas, bajo el negro velo de la noche, para asegurarse del progreso del embarazo.

Durante los meses de encierro, Eliza vio apoca gente, y sin embargo nunca se sintió sola. Le cantaba a su vientre hinchado, le susurraba historias, tenía sueños extraños y vibrantes. La cabaña parecía abrazarla, como un viejo y cálido abrigo.

Y el jardín, un lugar en donde su corazón siempre había vibrado, era ahora más hermoso que nunca. Las flores olían más dulces, se veían más brillantes, crecían más rápido. Un día, cuando estaba sentada bajo el manzano, y el tibio aire se movía pesadamente a su alrededor, cayó en un profundo sueño. Mientras dormitaba, le llegó una historia, tan vivida como si un desconocido que pasara se hubiera arrodillado junto a su oído y le susurrara el relato. Un cuento sobre una joven mujer que se sobreponía a sus miedos y viajaba una gran distancia a fin de descubrir la verdad para una anciana querida.

Eliza se despertó de repente, con la certeza de que el sueño era importante, que debía ser convertido en un cuento de hadas. A diferencia de otros sueños que le sirvieron de inspiración, éste requirió escasa manipulación. La criatura, el bebé en sus entrañas, era también parte principal de la historia. Eliza no podía explicar cómo es que lo sabía, pero tenía la más extraña certidumbre de que la criatura estaba vinculada de algún modo al relato, que la había ayudado a recibir la historia de modo tan vivido, tan completo.

Eliza escribió el cuento esa tarde, lo tituló «Los ojos de la vieja» y durante las siguientes semanas se encontró preguntándose con frecuencia sobre la triste mujer cuya verdad le había sido arrebatada. Aunque no había visto a Nathaniel desde la noche de su último encuentro, Eliza sabía que él seguía trabajando en las ilustraciones para su libro, y ansiaba ver las que su nuevo cuento había inspirado. Una noche oscura, cuando Mary le llevó las provisiones, Eliza preguntó por él, manteniendo el tono neutro, incluso al preguntar si tal vez Mary podía transmitirle su deseo de que la visitara en alguna próxima oportunidad. Mary sólo sacudió la cabeza.

– La señora Walker no lo permitirá -dijo, bajando la voz, aunque estaban a solas en la cabaña-. La escuché llorar con la señora sobre el asunto, y la señora estaba diciendo que no era correcto que él atravesara el laberinto para venir a verla. Ya no más, no después de lo sucedido. -Miró el vientre hinchado de Eliza-. Dijo que las cosas podrían volverse confusas.

– Pero eso es ridículo -protestó Eliza-. Lo que he hecho fue por Rose. Tanto Nathaniel como yo la queremos, hicimos lo que ella nos pidió para darle lo que ansia más que nada.

Mary, quien había dejado claro su opinión sobre lo que Eliza había hecho, y lo que intentaba hacer una vez que naciera la criatura, guardó silencio.

Eliza suspiró, frustrada.

– Sólo deseo hablar con él sobre las ilustraciones para los cuentos de hadas.

– Ésa es otra cosa que no hace feliz a la señora Walker -informó Mary-. A ella no le gusta que dibuje para sus cuentos.

– ¿Por qué habría de molestarla?

– Celos, es lo que tiene, está verde de envidia como los dedos de Davies. No puede soportar que dedique su tiempo y energía a pensar en sus historias.

Eliza dejó de esperar a Nathaniel después de eso; le envió una versión manuscrita de «Los ojos de la vieja» por medio de Mary, quien aceptó -contra su voluntad, según dijo- entregarla. Un mensajero le envió un obsequio unos días más tarde, una estatua para su jardín, un pequeño niño con rostro de ángel. Eliza supo, sin siquiera leer la tarjeta que lo acompañaba, que Nathaniel lo había enviado pensando en Sammy. En la carta también se había disculpado por no visitarla, se interesaba por su salud, y luego, rápidamente, pasaba a decirle cuánto le había gustado la nueva historia, cómo su magia se había apoderado de sus pensamientos, que las ideas para las ilustraciones lo desbordaban, por lo que apenas podía pensar en otra cosa.

Rose la visitaba una vez al mes, pero Eliza aprendió a recibir esas visitas con cautela. Las cosas siempre comenzaban bien, Rose sonreía abiertamente cuando veía a Eliza, preguntaba por su salud, y aprovechaba la primera oportunidad para sentir al bebé moviéndose dentro de su vientre. Pero en algún momento de la visita, sin aviso ni provocación, Rose se retraía inexplicablemente, entrelazaba sus manos, y se negaba a volver a tocar el vientre de Eliza, incluso a mirarla a los ojos. Sus dedos jugueteaban, en cambio, con su propio vestido, relleno como para sugerir un embarazo.

Después del sexto mes, Rose dejó de visitarla por completo. Eliza esperó en vano el día previsto, confundida, preguntándose si se había, de algún modo, equivocado en la fecha. Pero estaba escrita en su diario.

Su primer temor fue que Rose hubiera enfermado, porque seguramente nada le impediría, si no, visitarla. Cuando Mary llegó la vez siguiente con el cesto de provisiones, Eliza le preguntó ansiosa.

Mary dejó el cesto y puso la tetera a calentar. No respondió durante un tiempo.

– ¿Mary? -preguntó Eliza arqueando la espalda para acomodar al bebé que estaba haciendo presión sobre un costado-. No debes tratar de protegerme. Si Rose no está bien…

– No es nada de eso, señorita Eliza -contestó Mary apartándose del fogón-. Sólo que a la señora Walker le resulta muy angustioso visitarla.

– ¿Angustioso?

Mary no miró a Eliza a los ojos.

– La hace sentir su fracaso, incluso más que antes. Ella, incapaz de concebir, y usted madura como un melocotón. Después de las visitas vuelve a casa y permanece afectada durante días. No recibe al señor Walker, se pelea con la señora, no toma su comida.

– Entonces espero que el bebé nazca pronto. Cuando entregue a la criatura, cuando Rose sea una madre, entonces se olvidará de tales sentimientos.

Y de ese modo, estaba de regreso a aguas conocidas: Mary negando con la cabeza y Eliza defendiendo su decisión.

– No es lo correcto, señorita Eliza. Una madre no puede deshacerse de su hijo.

– No es mi hijo, Mary. Le pertenece a Rose.

– Puede que no piense lo mismo cuando llegue el momento.

– No lo haré.

– No lo sabe…

– No cambiaré de parecer, porque no puedo. He dado mi palabra. Si fuera a cambiar de idea, Rose no podría soportarlo.

Mary enarcó las cejas.

Eliza se obligó a hablar con voz decidida.

– Entregaré a la criatura, y Rose volverá a ser feliz. Todos seremos felices juntos, como solía ser tiempo atrás. ¿No lo ves, Mary? Esa criatura lleva consigo el regreso de Rose hacia mí.

Mary sonrió con tristeza.

– Tal vez tenga razón, señorita Eliza -dijo, aunque no sonaba muy convencida.


* * *

Entonces, después de meses en los que el tiempo pareció detenerse, llegó el final. Dos semanas antes de lo anticipado. Dolor, dolor cegador, el cuerpo como una pieza de maquinaria despertando a la vida para hacer aquello para lo que había sido creado. Mary, quien había reconocido los síntomas del inminente nacimiento, se aseguró de estar allí para ayudarla. Su madre había hecho de partera toda la vida y sabía lo que había que hacer.

El parto transcurrió sin problemas, la criatura era la más hermosa que Eliza hubiera visto jamás, una niñita con pequeñas orejas delicadamente pegadas a la cabeza y delgados dedos pálidos que se agitaban sorprendidos cada tanto, cuando sentían el aire pasar entre ellos.

Aunque Mary había recibido órdenes de avisar a Blackhurst de inmediato ante cualquier señal del parto, permaneció en silencio en los días siguientes. Habló sólo con Eliza, urgiéndole a reconsiderar su parte en el horrible acuerdo. Porque no era lo correcto, le susurraba Mary una y otra vez, que a una mujer se le pidiera que abandonara a su propia hija.

Durante tres días y sus noches, Eliza y la criatura estuvieron a solas. Qué extraño era encontrarse con esa personita que había vivido y crecido dentro de su cuerpo. Acariciar las manitas y piececillos que había intentado agarrar cuando empujaban desde dentro de su vientre. El mirar los diminutos labios, fruncidos como si fueran a hablar. Una expresión de infinita sabiduría, como si en esos primeros días de vida la pequeña persona retuviera el conocimiento de una vida que acabara de concluir.

Entonces, a mitad de la tercera noche, Mary llegó a la cabaña, permaneció de pie junto a la entrada e hizo el temido anuncio. Habían arreglado una visita del doctor Matthews para la noche siguiente. Mary bajó la voz y tomó las manos de Eliza: si había alguna parte en ella que quisiera quedarse con la criatura, debía partir ya mismo. Debía tomar a la criatura y huir.

Pero aunque la invitación a escapar se anudó en torno al corazón de Eliza, tironeándola y llamándola a la acción, lo desanudó con presteza. Ignoró el agudo dolor en el pecho, y le aseguró a Mary, como había hecho antes, que sabía lo que hacía. Miró a la niña por última vez, miró y remiró la pequeña carita perfecta, intentó comprender que ella la había hecho, que ella había hecho eso, maravilloso, hasta que finalmente el latido en su cabeza, en su corazón, en su alma, fue intolerable. Y entonces, de alguna manera, como si se mirara desde lejos, hizo lo que había prometido: entregó a la pequeña niña y permitió que se la llevaran. Cerró la puerta detrás de Mary, y se quedó, sola, en la cabaña silenciosa y sin vida. Y cuando el alba invernal llegó al jardín, y los muros de la cabaña volvieron a retirarse, Eliza se dio cuenta de que nunca antes había conocido el negro dolor de la soledad.


* * *

Aunque despreciaba a Mansell, hombre de confianza de Linus, y había maldecido su nombre cuando llevó a Eliza hasta ellos, Adeline no podía negar que el hombre sabía cómo encontrar a la gente. Cuatro días habían pasado desde que fuera enviado a Londres, y esa tarde, mientras intentaba bordar en una de las habitaciones, Adeline había recibido una llamada.

Mansell, al otro lado de la línea, fue caritativamente discreto. Uno nunca sabe quién puede estar escuchando en otra extensión. «Le telefoneo, lady Mountrachet, para hacerle saber que algunas de las mercaderías que ha requerido ya han llegado».

Adeline sintió que el aire se le atoraba en la garganta. ¿Tan pronto? Anticipación, esperanza, nervios, todo hizo que le escocieran las puntas de los dedos.

– ¿Podría decirme si es el encargo más grande o el más pequeño el que ha recibido?

– El más grande.

Adeline entrecerró los párpados. Amortiguó en su voz el alivio y el placer.

– ¿Y cuándo realizará la entrega?

– Partimos de Londres de inmediato. Llegaré a Blackhurst mañana por la noche.

Entonces Adeline esperó. Seguía esperando. Yendo de un lado a otro por la alfombra turca, alisando sus faldas, reprendiendo a los criados, mientras, todo el tiempo, planeaba cómo deshacerse de Eliza.


* * *

Eliza había accedido a no acercarse nunca a la casa y así había hecho. Pero observaba. Y se dio cuenta de que incluso cuando había ahorrado lo suficiente para comprar un pasaje en barco, y viajar a tierras lejanas, algo la retenía. Era como si, con el nacimiento de la criatura, el ancla que Eliza había buscado toda su vida se hubiera enterrado en las tierras de Blackhurst.

La atracción de la niña era magnética, y por ello se quedó. Pero cumplió su promesa para con Rose y se mantuvo alejada de la casa. Encontró otros lugares para esconderse y desde los cuales observar.

Así como lo había hecho de pequeña, acostada sobre la repisa del altillo que ocupaba en casa de la señora Swindell. Mirando el mundo girar a su alrededor mientras permanecía inmóvil, lejos de la acción.

Porque con la pérdida de la criatura, Eliza descubrió que había caído en el centro de su antigua vida, su antiguo ser. Había hecho a un lado su derecho de nacimiento, y abandonado, en el proceso, su propósito vital. Escribía raramente, sólo un cuento de hadas que juzgó digno de incluir en la colección. Una historia sobre una mujer joven que vivía sola en un bosque oscuro, que tomaba la decisión equivocada por buenos motivos y se destruía a sí misma en el ínterin.

Los pálidos meses se volvieron largos años, y luego, una mañana de verano de 1913, el libro de cuentos de hadas le fue enviado por el editor. Eliza lo llevó consigo a la cabaña de inmediato, arrancó el envoltorio para dejar al descubierto el tesoro encuadernado en cuero. Se sentó en la mecedora, abrió el libro y lo llevó a su rostro. Olía a tinta fresca y a goma de pegar, como un libro de verdad. Y allí, dentro, estaban sus historias, sus queridas creaciones. Volvió las gruesas y frescas páginas, cuento por cuento, hasta que llegó a «Los ojos de la vieja». Lo leyó por completo y al avanzar recordó el extraño, vivido sueño en el jardín, la sensación de que la niña en sus entrañas era importante para el relato.

Y Eliza supo en ese instante que la niña, su niña, debía poseer una copia de ese cuento, que ambas estaban de alguna manera conectadas. Por eso envolvió el libro en papel de embalar, esperó su oportunidad, y luego hizo lo que había prometido no hacer: cruzó la puerta al final del laberinto y se acercó a la casa.


* * *

Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en un rayo de luz que había aparecido entre dos barriles. La pequeña sonrió y la Autora, el acantilado, el laberinto, mamá, huyeron de sus pensamientos. Extendió un dedo, intentó atrapar una mota. Rió ante el modo en que las motas se acercaban antes de volver a alejarse.

Los ruidos de más allá de su escondite estaban cambiando. La pequeña niña podía escuchar el ruido de movimientos, voces teñidas de excitación. Se inclinó hacia el velo de luz y apretó el rostro contra las frías maderas de los barriles. Con un ojo espió los muelles.

Piernas, zapatos y dobladillos de vestidos. Las colas de brillantes serpentinas agitándose de un lado al otro. Astutas gaviotas, buscando migas en la cubierta.

Una sacudida y el enorme barco se quejó, un quejido largo y profundo desde el fondo de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los maderos de cubierta hasta llegar a las yemas de los dedos de la pequeña. Un momento de tensión en el que se descubrió conteniendo el aliento, las palmas contra el cuerpo, después el barco dio un salto, se apartó del muelle. Se escuchó el pitido de la sirena y una oleada de saludos, gritos de «¡Buen viaje!». Estaban en camino.


* * *

Llegaron a Londres de noche. La oscuridad caía pesada y espesa en los pliegues de la calle, mientras avanzaban desde la estación de tren hacia el río. La pequeña estaba cansada -Eliza la había tenido que despertar cuando llegaron a su destino-, pero no se quejó. Sostuvo la mano de Eliza y la siguió pisándole los talones.

Esa noche, compartieron una cena de caldo y pan en su habitación. Ambas estaban cansadas del viaje y hablaron poco, cada una observando a la otra, con curiosidad, por encima de las cucharas. La pequeña preguntó una vez por su mamá y su papá, pero Eliza sólo dijo que los encontraría al final del viaje. No era cierto, pero era necesario: haría falta tiempo para decidir la mejor forma de darle la noticia de la muerte de Rose y Nathaniel.

Después de cenar, Ivory se quedó rápidamente dormida en la única cama del cuarto, y Eliza se sentó junto a la ventana. Miró alternativamente la calle oscura, llena de caminantes apresurados, y a la niña dormida, agitándose leve debajo de las sábanas. A medida que pasaban las horas, Eliza se acercó a la niña, observando el rostro de cerca, hasta que por fin se arrodilló gentilmente a su lado, tan cerca que podía sentir el aliento de la niña en su cabello y contar las diminutas pecas en su rostro dormido. Y qué perfección la de su rostro, qué gloriosa piel marmórea y labios rosados. Era el mismo rostro, se dio cuenta Eliza, la misma expresión que había observado en los primeros días de vida de la niña. El mismo rostro que había visto con tanta frecuencia en sueños.

Fue arrebatada entonces por una urgencia, una necesidad-un amor, supuso que era- tan feroz, que cada grano de su ser estaba imbuido de esa certeza. Era como si su propio cuerpo reconociera a la niña a la que había dado vida con tanta facilidad como reconocía su propia mano, su rostro en el espejo, su voz en la oscuridad. Con tanto cuidado como le fue posible, Eliza se tumbó a su lado en la cama y acurrucó su cuerpo para acomodarse junto a la pequeña dormida. Así como había hecho en otro tiempo, en otra habitación, contra el cálido cuerpo de su hermano Sammy.

Por fin, Eliza había llegado a su hogar.


* * *

El día que el barco zarpaba, Eliza y la pequeña fueron en busca de algunos artículos. Eliza compró algunas prendas de vestir, un cepillo y una maleta en la cual guardar todo. En el fondo de la maleta puso un sobre con algo de dinero y una hoja de papel con la dirección de Mary en Polperro -más valía prevenir que curar-. La maleta era del tamaño perfecto para que la llevara un niño; Ivory estaba excitada. La aferró con fuerza mientras Eliza la conducía por el muelle repleto de gente.

Movimiento y ruidos por todas partes: silbantes locomotoras, el vapor brotando como nubes, las grúas subiendo carritos de bebé, bicicletas y fonógrafos a bordo. Ivory rió cuando pasaron una procesión de cabras y ovejas chillonas en dirección a la bodega del barco. Estaba vestida con el más bonito de los dos vestidos que Eliza le había comprado, y bien parecía una niña de buena familia que llegara a despedir a su tía que partía a un largo viaje. Cuando llegaron a la pasarela, Eliza entregó su tarjeta de embarque al oficial.

Bienvenida a bordo, señora -dijo, asintiendo de modo tal que su gorra se sacudió.

Eliza devolvió el saludo.

Es un placer haber encontrado pasaje en su espléndida nave -declaró-. Mi sobrina está de lo más excitada por mi causa. Mire, si incluso ha traído su pequeña maleta para pretender que viaja.

¿Le gustan los grandes barcos, señorita? -El oficial miró a la pequeña.

Ivory asintió y sonrió con dulzura, pero no dijo nada, tal como Eliza le había indicado.

Oficial-dijo Eliza-, mi hermano y mi cuñada están esperando más allá. -Saludó en dirección a la multitud-. Supongo que no le importará si llevo a mi sobrina a bordo un minuto para mostrarle mi camarote.

El oficial miró la fila de pasajeros que serpenteaba por el muelle.

No tardaremos mucho -aseguró Eliza-. Es que significa tanto para la niña.

Diría que no hay problema -contestó él-. Asegúrese de traerla de regreso. -Guiñó un ojo a Ivory-. Tengo la sensación de que sus padres la extrañarían si dejara el hogar sin ellos.

Eliza tomó a Ivory de la mano y la condujo por la pasarela.

Había gente en todas partes, voces excitadas, agua salpicando, sirenas. La orquesta del barco tocaba una música vistosa en cubierta, mientras que las criadas se escurrían en todas direcciones, los mensajeros llevaban telegramas y los orgullosos botones ofrecían chocolates y regalos para los pasajeros a punto de partir.

Pero Eliza no siguió al encargado de a bordo; en cambio, condujo a Ivory por la cubierta, deteniéndose sólo cuando llegó a un grupo de barriles de madera. La pequeña estaba distraída, nunca había visto tanta actividad, y movía su cabecita de un lado a otro.

Debes esperar aquí-indicó Eliza-. No es seguro andar moviéndose. Estaré pronto de regreso. -Dudó, alzando la mirada al cielo. Las gaviotas planeaban en lo alto, mirando todo con sus ojos negros-. Espérame aquí, ¿me oyes?

La pequeña asintió.

¿Sabes ocultarte?

Por supuesto.

Estamos jugando un juego. -Al decir esas palabras, Sammy apareció en su mente y sintió que se le enfriaba la piel.

Me gustan los juegos.

Eliza hizo a un lado la imagen. La niña no era Sammy. No estaban jugando al Destripador. Todo saldría bien.

Regresaré por ti.

¿Adónde vas?

Hay alguien a quien tengo que visitar. Algo que tengo que recoger antes de que salga el barco.

¿Qué es?

Mi pasado -contestó-. Mi futuro. -Sonrió leve-. Mi familia.


* * *

Mientras el carruaje corría hacia Blackhurst, la niebla en torno a Eliza comenzó a despejarse. La conciencia le volvió poco a poco: el agitado movimiento, el ruido sordo de los cascos de los caballos, el olor a cerrado.

Abrió los ojos, parpadeó. Sombras negras se disolvieron en retazos de luz polvorienta. Una sensación de mareo mientras concentraba su mirada.

Había alguien con ella, un hombre sentado enfrente. Su cabeza estaba inclinada hacia el asiento de cuero y un leve ronquido salpicaba su pausada respiración. Tenía un bigote espeso y un par de anteojos sin armazón acomodados en el puente de su nariz.

Eliza respiró hondo. Tenía doce años, era alejada de todo lo que conocía hacia un futuro ignoto. Encerrada en un carruaje con el Hombre Malvado de Madre. Mansell.

Y sin embargo… no era del todo así. Algo se le estaba pasando, una oscura nube murmuraba en los bordes de su conciencia. Algo importante, algo que tenía que hacer.

Tomó aliento. ¿Dónde estaba Sammy? Debía estar con ella, ella tenía que protegerlo.

Pisadas de cascos de caballos, golpeando fuera. El sonido la asustaba, la enfermaba, no sabía por qué. La oscura nube comenzó a disolverse. Se estaba acercando.

La mirada de Eliza se dirigió a su falda, sus manos entrecruzadas sobre su regazo. Sus manos, y sin embargo no estaba segura de que fueran suyas.

La luz brillante atravesó un agujero en la nube: ella no tenía doce años, era una mujer adulta…

¿Pero qué había sucedido? ¿En dónde estaba? ¿Por qué estaba con Mansell?

Una cabaña en un acantilado, un jardín, el mar…

Su respiración era ahora más agitada, más aguda en su garganta.

Una mujer, un hombre, un bebé…

El miedo flotaba libre mordisqueándole la piel.

Más luz… la nube se desvanecía, se deshacía…

Palabras, retazos de oraciones: Maryborough… un barco… una niña, Sammy no, una pequeña…

Eliza sintió que le ardía la garganta. Se abrió un agujero en sus entrañas, que pronto se llenó de negro terror.

La niña era suya.

Claridad, tanta que quemaba: su hija estaba sola en un barco a punto de partir.

El pánico le llenó todos los poros. Su pulso martilleó sus sienes. Necesitaba escapar, regresar.

Eliza miró hacia la puerta.

El carruaje viajaba rápido, pero no le importó. El barco partía hoy y la pequeña estaba en él. La niña, su niña, sola.

Mansell se acomodó. Abrió sus ojos enrojecidos, concentrándose con rapidez en el brazo de Eliza, el pomo de la portezuela bajo sus dedos.

Una cruel sonrisa comenzó a formarse en sus labios.

Ella aferró la manija: él dio un salto para detenerla, pero Eliza fue más rápida. Su necesidad era, después de todo, más imperiosa.


* * *

Estaba cayendo, la puerta del carruaje se había abierto y cayó, cayó, cayó sobre la fría tierra. El tiempo se plegó sobre sí mismo: todos los momentos fueron uno, el pasado era presente era futuro. Eliza no cerró los ojos, vio la tierra acercarse, el olor a barro, hierba, esperanza…… y estaba volando, las alas abiertas sobre el suelo, y ahora más alto, en la corriente de la brisa, su rostro fresco, su mente clara. Y Eliza supo adonde se dirigía. Volaba hacia su hija, hacia Ivory. La persona a la que había estado buscando toda la vida, su otra mitad. Por fin estaba completa, en dirección a su hogar.

49

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005


Por fin, estaba de nuevo en el jardín. Entre el mal tiempo, la llegada de Ruby y la visita a casa de Clara, habían pasado días desde que Cassandra pudo deslizarse bajo la pared. Había estado sometida a una extraña inquietud que sólo ahora comenzaba a disiparse. Era raro, pensó, mientras se colocaba un guante en la mano derecha: nunca se había considerado una jardinera, pero este lugar era distinto. Se sentía compelida a regresar, a enterrar las manos en la tierra y devolver el jardín a la vida. Hizo una pausa mientras estiraba los dedos dentro del otro guante, volviendo a notar otra vez la franja de piel más clara en torno a su dedo, el segundo de la izquierda.

Pasó el pulgar sobre la franja de piel. Era muy suave, más tersa a los lados, como si hubiera estado sumergida en agua jabonosa. La franja blanca era la parte más joven de ella, quince años más joven que el resto. Oculta del resto el instante que Nick había puesto la alianza en su dedo, era la única parte que no había cambiado, envejecido, avanzado. Hasta ahora.

– ¿Demasiado frío para ti? -Christian, que había aparecido por debajo de la muralla, hundió las manos en el fondo de los bolsillos de su pantalón.

Cassandra terminó de colocarse el guante y le sonrió.

– No pensé que hiciera frío en Cornualles. Todos los folletos que leí decían que tenía un clima templado.

– Templado comparado con Yorkshire. -Le devolvió una sonrisa torcida-. Es una muestra del invierno que se acerca. Al menos no tendrás que sufrirlo.

El silencio se extendió entre ambos. Mientras Christian se volvía para inspeccionar el agujero que había estado cavando la semana anterior, Cassandra fingió estar ocupada con el rastrillo. Su regreso a Australia era el tema que habían evitado discutir. En los últimos días, cuando la conversación amenazaba con caer en ese tema, uno de los dos se apresuraba a llevarla a otros asuntos.

– He estado dándole vueltas -comentó Christian- a la carta de Harriet Swindell.

– ¿Sí? -Cassandra hizo a un lado los incómodos pensamientos sobre el pasado y el futuro.

– Sea lo que fuere que hubiera en el tarro de arcilla, el que Eliza sacó de la chimenea, debió de haber sido importante. Nell ya estaba en el barco, así que Eliza asumió un enorme riesgo al volver a por él.

De eso habían hablado ayer. En una mesa en el pub, con el fuego crepitando en el rincón, habían repasado los detalles tales como los conocían. Buscando una conclusión que ambos sentían muy próxima.

– Supongo que ella no contaba con que un hombre la esperaba para secuestrarla, quienquiera que fuera. -Cassandra clavó el rastrillo en la tierra-. Ojalá Harriet nos hubiera dicho su nombre.

– Debe de haber sido alguien enviado por la familia de Rose.

– ¿Tú crees?

– ¿Quién más estaría tan desesperado por recuperarlas?

– Recuperar a Eliza.

– ¿Eh?

Cassandra lo miró por encima del hombro.

– No recuperaron a Nell. Sólo a Eliza.

Christian hizo una pausa en su trabajo.

– Sí, eso es raro. Supongo que no les dijo dónde estaba Nell.

Ésa era la parte que para Cassandra no tenía sentido. Había permanecido despierta la mitad de la noche considerando las hebras de la historia en su mente, llegando siempre a la misma conclusión. Eliza no debía haber querido que Nell permaneciera en Blackhurst, pero seguramente cuando había sabido que el barco había zarpado sin ella habría estado desesperada por detenerlo. Era la madre de Nell, la había querido lo suficiente para llevarla con ella. ¿No habría hecho todo lo posible para avisar a alguien de que Nell estaba sola, en un barco? Ella no habría permanecido callada dejando a su querida hija viajando sola a Australia. El rastrillo de Cassandra topó con una raíz particularmente resistente.

– No creo que ella pudiera decirlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Sólo que de haber podido, lo habría hecho. ¿No?

Christian asintió con lentitud y alzó las cejas cayendo en la cuenta de las consecuencias de esa teoría. Enterró la pala en el agujero.

La raíz era gruesa. Cassandra apartó las otras malezas y siguió su contorno. Se sonrió. Aunque estaba en mal estado, desprovista, en su mayor parte, de hojas, reconoció la planta. Había visto especímenes similares en el jardín de Nell en Brisbane. Era un viejo rosal, seguramente había estado allí durante décadas. El tronco era tan grueso como su antebrazo, cubierto de agudas espinas. Pero todavía estaba vivo, y con algo de cuidado volvería a florecer.

– Oh, Dios mío.

Cassandra alzó la vista de su rosal. Christian estaba de cuclillas, apoyado contra el borde del pozo.

– ¿Qué? ¿Qué hay? -preguntó.

– He encontrado algo. -El tono de su voz era extraño, difícil de interpretar.

Una descarga eléctrica pareció recorrer la piel de Cassandra.

– ¿Algo horrible o algo excitante?

– Excitante, creo.

Cassandra se acercó y se agachó junto a él, mirando al pozo. Siguió la dirección hacia donde señalaba.

Allí en lo hondo, en el húmedo suelo, algo había surgido entre el fango. Algo pequeño, marrón y liso.

Christian recuperó el objeto, un tarro de arcilla, de los que se usaban para guardar mostaza y mermeladas. Lo limpió del barro que lo cubría en los laterales y se lo dio a Cassandra.

– Creo que tu jardín acaba de entregar su secreto.

El tarro de arcilla se sentía frío en su mano, pesado. El corazón de Cassandra latía acelerado.

– Debió de enterrarlo aquí -razonó Christian-. Después de que el hombre la secuestrara en Londres, debió de traerla de regreso a Blackhurst.

Pero ¿por qué Eliza habría enterrado el tarro de arcilla después de correr semejantes riesgos para recuperarlo? ¿Por qué se arriesgó a volver a perderlo? Y si había tenido tiempo para enterrar el tarro, ¿por qué no había tratado de contactar con el barco? ¿Ni de recuperar a la pequeña Ivory?

La solución irrumpió de golpe. Algo que había estado allí todo el tiempo se esclareció. Cassandra respiró hondo.

– ¿Qué?

– No creo que ella haya enterrado el tarro -susurró Cassandra.

– ¿Qué quieres decir? ¿Quién lo hizo?

– Nadie. Quiero decir, creo que el tarro fue enterrado con ella. -Y durante más de noventa años debió de yacer allí, esperando que alguien la encontrara. Esperando a que Cassandra la encontrara y descubriera su secreto.

Christian miró al agujero, los ojos enormemente abiertos. Asintió lentamente.

– Eso explicaría por qué no regresó por Ivory, por Nell.

– No podía. Estuvo aquí todo ese tiempo.

– Pero ¿quién la enterró? ¿El hombre que la secuestró? ¿Su tía o su tío?

Cassandra sacudió la cabeza.

– No lo sé. Una cosa es cierta, sin embargo. Quienquiera que fuera no quería que nadie lo supiera. No hay tumba, nada para marcar el lugar. Querían que Eliza desapareciera, que la verdad sobre su muerte permaneciera oculta a todos para siempre. Olvidada, al igual que su jardín.

50

Mansión Blakhurst, Cornualles, 1913


Adeline se apartó de la chimenea, respiró hondo de modo que se le encogió la cintura.

– ¿Qué quiere decir con que las cosas no salieron como estaba planeado?

Había caído la noche y los bosques contiguos convergían sobre la casa. Las sombras pendían de los rincones del cuarto, la luz de las velas jugueteaba con sus fríos bordes.

El señor Mansell enderezó sus anteojos.

– Hubo una caída. Se lanzó del carruaje. Los caballos perdieron el control.

– Un médico -sugirió Linus-. Debemos telefonear a un médico.

– Un médico no sería de ayuda alguna -dijo la voz firme de Mansell-. Ha muerto.

Adeline se quedó sin aire.

– ¿Qué?

– Muerta -repitió-. La mujer, su sobrina, está muerta.

Adeline cerró los ojos y se le aflojaron las rodillas. El mundo daba vueltas: ella se sentía liviana, sin dolor, libre. ¿Cómo era posible que semejante carga, semejante peso, pudiera desaparecer de pronto? ¿Que con un solo gesto hubiera podido deshacerse de su antigua y constante enemiga, del legado de Georgiana?

A Adeline no le importó. Sus plegarias habían tenido respuesta, el mundo había recuperado el rumbo. La muchacha estaba muerta. Desaparecida. Eso era lo único que importaba. Por primera vez desde la muerte de Rose podía respirar. Tibias ráfagas de placer recorrieron sus venas.

– ¿Dónde? -se escuchó decir-. ¿Dónde está?

– En el carruaje…

– ¿La trajo aquí?

– La niña… -La voz de Linus flotó desde el sillón en donde estaba refugiado. Su respiración era agitada y veloz-. ¿Dónde está la pequeña de rojos cabellos?

– La mujer dijo algunas palabras antes de caer. Estaba mareada y murmuraba en voz baja, pero habló de un barco, un transatlántico. Estaba agitada, preocupada por llegar a tiempo para su partida.

– Váyase y espere junto al carruaje -dijo Adeline con severidad-. Haré los arreglos, y luego le llamaré.

Mansell asintió rápido y partió, llevando consigo lo que el cuarto tenía de calidez.

– ¿Qué pasará con la niña? -se lamentó Linus.

Adeline le ignoró, su mente estaba ocupada en buscar soluciones. Naturalmente, ninguno de los criados debía enterarse. En lo que a ellos concernía, Eliza había partido de Blackhurst cuando se enteró de que Rose y Nathaniel se mudaban a Nueva York. Era una bendición que la muchacha hubiera hablado con frecuencia de su deseo de viajar.

– ¿Qué pasará con la niña? -volvió a preguntar Linus. Sus dedos temblaban junto a su cuello-. Mansell debe encontrarla, encontrar el barco. Tenemos que traerla de regreso, la pequeña debe ser hallada.

Adeline tragó un nudo de desagrado mientras miraba la desmoronada silueta de su esposo.

– ¿Por qué? -preguntó, fría-. ¿Por qué hay que encontrarla? ¿Qué es ella de nosotros? -Su voz era grave cuando se acercó a él-. ¿No lo ves? Somos libres.

– Ella es nuestra nieta.

– Pero no es de nosotros.

– Es mía.

Adeline ignoró el comentario. No había necesidad de comentar semejantes sentimientos. No, ahora que por fin estaban a salvo. Se volvió sobre sus talones y paseó sobre la alfombra.

– Le diremos a la gente que la niña fue hallada en la propiedad pero que sufrió de escarlatina. No será cuestionado, ya creen que está en cama, enferma. Advertiremos a los criados de que sólo yo la atenderé, que Rose así lo hubiera querido. Después de un tiempo, cuando toda apariencia de luchar contra la enfermedad haya tenido lugar, celebraremos un funeral.

Y mientras Ivory recibía el entierro correspondiente a una querida nieta, Adeline se aseguraría de que Eliza fuera eliminada rápidamente y sin dejar rastros. No sería enterrada en el cementerio familiar, eso seguro. El bendito suelo que rodeaba a Rose no sería contaminado. Debía ser enterrada donde nadie la encontrara nunca. En donde a nadie se le ocurriría buscar.


* * *

A la mañana siguiente, Adeline hizo que Davies la condujera a través del laberinto. Fantasmal y húmedo sitio. El olor a musgo que nunca veía la luz del sol se le pegaba por todos lados. Sus negras faldas de luto rozaban el suelo rastrillado, las hojas caídas se le pegaban como erizos al dobladillo. Parecía un gran pájaro negro, sus plumas en torno a sí para evitar el frío invierno de la muerte de Rose.

Cuando por fin llegaron al jardín oculto, Adeline hizo a Davies a un lado y avanzó por el estrecho sendero. Grupos de pajarillos salieron al vuelo a su paso, piando locamente mientras se dirigían a sus escondrijos en las ramas. Fue con tanta prisa como lo permitía el decoro, ansiosa de verse libre de ese maldito lugar y de la espesa y fecunda fragancia que la mareaba.

Al fondo del jardín, Adeline se detuvo.

Una aguda sonrisa se dibujó en sus labios. Era tal como había esperado.

Un escalofrío y luego se dio media vuelta sobre sus talones, de repente.

– Ya he visto lo suficiente -declaró-. Mi nieta está gravemente enferma y debo regresar a la casa.

Davies sostuvo su mirada por un instante. Un temblor de inquietud recorrió la espalda de Adeline, pero lo sofocó. ¿Qué podía saber él del engaño que planeaba?

– Llévame de regreso.

Mientras seguía su figura fornida y pesada a través del laberinto, Adeline se mantuvo a distancia. Tenía una de sus manos en el bolsillo de su vestido, sacando los dedos a intervalos regulares, para dejar caer pequeñas cuentas blancas cogidas de un juego de Ivory.


* * *

La tarde se extinguió, las horas de la noche pasaron, y por fin, llegó la medianoche. Adeline saltó de su lecho, se vistió y se ató las botas. Recorrió el pasillo de puntillas, bajó las escaleras y salió a la noche.

La luna estaba llena. Avanzó deprisa por el jardín, manteniéndose en las sombras de los árboles y setos. La puerta del laberinto estaba cerrada, pero Adeline la abrió enseguida. Se deslizó dentro y sonrió al ver la primera de las cuentas, brillando como plata.

Avanzó de canica en canica, hasta que por fin llegó a la segunda puerta, la entrada al jardín oculto.

El jardín murmuraba detrás de sus altos muros de piedra. La luz lunar volvía las hojas de color plata y la susurrante brisa las agitaba leves, como pedazos de fino metal. Como las cuerdas de un arpa.

Adeline tenía la extraña sensación de que estaba siendo observada por un vigía silencioso. Miró a su alrededor, al paisaje blanco de luna, y respiró hondo cuando observó un par de enormes ojos en una rama cercana. Pasó un instante y su mente llenó el vacío, las plumas de la lechuza, su cuerpo redondo y su cabeza, su pico afilado.

Y sin embargo poco mejoró su ánimo. Había algo extraño en el modo en el que el ave la miraba. Un cierto conocimiento. Esos ojos, mirando, juzgando.

Apartó la vista, no queriendo otorgarle a un simple pájaro el poder de alterarla.

Entonces oyó ruidos, provenientes de la cabaña. Adeline se agachó junto al banco del jardín y observó mientras dos figuras arropadas aparecían. A Mansell lo esperaba, pero ¿a quién había traído consigo?

Las figuras caminaron con lentitud, llevando un bulto voluminoso entre ambas. Lo dejaron al otro lado de la pared, después uno de los hombres avanzó cruzando el hueco hacia el jardín oculto.

Un crepitar al encender Mansell una cerilla, luego un relámpago de tibia luz: el corazón anaranjado con un halo azul. Lo llevó al pabilo de la lámpara y abrió la válvula para que la luz aumentara.

Adeline se puso de pie y se aproximó.

– Buenas noches, lady Mountrachet -dijo Mansell.

La mujer señaló al segundo hombre y preguntó con voz helada:

– ¿Quién es ése?

– Slocombe -indicó Mansell-. Mi cochero.

– ¿Por qué está aquí?

– El acantilado es escarpado, el fardo pesado. -Parpadeó en dirección a Adeline, la llama de la lámpara reflejándose en sus anteojos-. Se puede confiar en su silencio. -Hizo girar la lámpara hacia un lado y la parte inferior del rostro de Slocombe quedó iluminada. La mandíbula inferior, terriblemente desfigurada, nódulos y piel en el lugar donde debía haber una boca.

Mientras comenzaron a cavar, ahondando el pozo que los trabajadores ya habían hecho, la atención de Adeline giró hacia el oscuro bulto en la tierra, debajo del manzano. Por fin, la muchacha sería relegada a la tierra. Desaparecería y sería olvidada: sería como si jamás hubiera existido. Y con el paso del tiempo, la gente olvidaría su existencia.

Adeline cerró los ojos, tratando de ignorar el ruido de los malditos pájaros que habían comenzado a piar intensamente, las hojas agitándose ahora con fuerza. Escuchó en cambio el bendito sonido de la tierra cayendo sobre la sólida superficie. Pronto terminaría. La muchacha habría desaparecido y Adeline podría respirar.

El aire se agitó frío sobre su rostro. Adeline abrió los ojos.

Una figura oscura se acercaba a ella, a la altura de la cabeza.

¿Un pájaro? ¿Un murciélago?

Alas oscuras batiendo el cielo nocturno.

Adeline retrocedió.

Un repentino pinchazo y sintió el frío de su sangre. Luego caliente. Y fría otra vez.

Mientras la lechuza se alejaba, por encima del muro, la palma de Adeline comenzó a palpitar.

Debió de gritar, porque Mansell hizo una pausa en su trabajo para acercar la linterna. En la danzante luz amarilla, Adeline vio que una rama espinosa del rosal se había desprendido cayendo sobre ella. Una gruesa espina estaba enterrada en su palma.

Con la mano libre la arrancó. Una gota de sangre brotó a la superficie, una perfecta y brillante gota.

Adeline tomó el pañuelo de la manga de su vestido. Lo apretó contra la herida, y observó cómo la mancha roja era absorbida.

Era sólo una espina. Qué importaba que la sangre estuviera helada debajo de su piel; la herida sanaría y todo estaría en orden.

Pero ese rosal sería lo primero que arrancaría cuando diera la orden de eliminar el jardín.

Porque ¿qué razón de ser tenía un rosal, ahora, en Blackhurst?


Tregenna, Cornualles, 2005


Mientras Cassandra miraba al fondo del pozo, a la tumba de Eliza, se sintió rodeada de una extraña calma. Era como si con el descubrimiento, el jardín hubiera dado un gran suspiro de alivio: los pájaros estaban en calma, las hojas habían dejado de agitarse, la extraña inquietud había desaparecido. El secreto largamente olvidado que el jardín había sido obligado a mantener había sido revelado.

La suave voz de Christian, como si viniera desde lejos:

– Bueno, ¿no vas a abrirlo?

El tarro de arcilla, pesado en sus manos. Cassandra pasó los dedos por la antigua cera que sellaba su borde. Miró a Christian, quien asintió alentándola, luego hizo presión y giró, rompiendo el sello para que la tapa pudiera abrirse.

Había tres objetos en su interior: una bolsa de cuero, una trenza de rojos cabellos y un broche.

La bolsita de cuero contenía dos viejas monedas de un pálido amarillo, estampadas con el familiar perfil de papadas de la reina Victoria. Las fechas eran 1897 y 1900.

El cabello estaba atado con un pedazo de hilo y enroscado como un caracol para que pudiera caber dentro del tarro. Los años de encierro lo habían dejado suave y delicado, terso. Cassandra se preguntó de quién era, después recordó la anotación en uno de los primeros cuadernos de Rose, escrito cuando Eliza llegó a Blackhurst. Una letanía de quejas sobre la niña que Rose había descrito como «poco mejor que una salvaje». La niña cuyo cabello había sido cortado desmañadamente, como el de un niño.

El broche fue lo último que Cassandra examinó. Era redondo y encajaba perfectamente en la palma de su mano. El borde estaba tallado, decorado con piedras preciosas, mientras que el centro contenía un tejido, como un pequeño tapiz. Pero no era un tapiz. Cassandra había trabajado con frecuencia entre antigüedades para saber qué era ese broche. Lo volvió y pasó el dedo sobre el grabado al dorso. «Para Georgiana Mountrachet», leía la diminuta inscripción, «con motivo de su decimosexto cumpleaños. Pasado. Futuro. Familia».

Era eso. El tesoro por el que Eliza había regresado a casa de los Swindell, cuyo precio había sido el encuentro con un hombre extraño. Un encuentro responsable de la separación de Eliza y Ivory, de todo lo que sucedió después, de Ivory convirtiéndose en Nell.

– ¿Qué es?

Cassandra lo miró.

– Un broche de luto.

Él frunció el entrecejo.

– Los Victorianos solían hacerlo con los cabellos de miembros de la familia. Éste perteneció a Georgiana Mountrachet, la madre de Eliza.

Christian asintió levemente.

– Explica por qué era tan importante para ella. Por qué fue a buscarlo.

– Y por qué no regresó al barco. -Cassandra estudió los preciosos objetos en su regazo-. Me hubiera gustado que Nell los hubiera visto. Siempre se sintió abandonada, nunca supo que Eliza era su madre, que había sido amada. Era la única cosa que quería saber: quién era.

– Pero ella supo quién era -replicó Christian-. Ella era Nell, cuya nieta Cassandra la quiso lo suficiente como para cruzar el océano a resolver el misterio en su nombre.

– Ella no sabe que vine.

– ¿Cómo sabes lo que sabe y lo que no sabe? Puede que esté mirándote en este momento. -Alzó las cejas-. Sea como sea, desde luego sabía que vendrías. ¿Por qué si no te dejó la cabaña? ¿Y esa nota en el testamento? ¿Qué es lo que decía?

Qué extraña le había parecido la nota entonces, qué poco había comprendido cuando Ben se la entregó la primera vez. «Para Cassandra, quien entenderá el porqué».

– ¿Y? ¿La entiendes?

Claro que la entendía. Nell, que tan desesperadamente había necesitado confrontar su propio pasado para poder seguir adelante, había visto en Cassandra un espíritu afín. Otra víctima de las circunstancias.

– Ella supo que vendría.

Christian asintió.

– Ella sabía que la amabas lo suficiente para terminar lo que ella había comenzado. Es como en «Los ojos de la vieja», cuando el cervatillo le dice a la princesa que la vieja no necesitaba la vista, que ella sabía quién era por el amor que le profesaba la princesa.

Cassandra sentía que le escocían los ojos.

– El cervatillo era muy sabio.

– Por no decir guapo y valiente.

Ella no pudo evitar sonreír.

– Bueno, ahora ya sabemos quién era la madre de Nell. Por qué se quedó sola en el barco. Qué sucedió con Eliza. También supo por qué el jardín era tan importante para ella, por qué sentía que sus raíces la conectaban con ese suelo, más profundo con cada momento que pasaba entre sus muros. Estaba en su hogar en ese jardín, porque de alguna manera que no podía explicar, Nell también estaba allí. Así como Eliza. Y ella, Cassandra, era la guardiana del secreto de ambas.

Christian pareció leer su mente.

– Y -dijo- ¿todavía sigues planeando venderlo?

Cassandra miró mientras la brisa hacía caer una lluvia de hojas amarillas.

– La verdad es que había pensado quedarme un tiempo más.

– ¿En el hotel?

– No, aquí en la cabaña.

– ¿No estarás sola?

Era tan impropio de ella, pero en ese momento Cassandra abrió la boca y dijo exactamente lo que estaba sintiendo. No hizo una pausa para contenerse y sopesarlo.

– No creo que vaya a estar sola. No todo el tiempo. -Sintió la sensación de frío y calor previa a ruborizarse y se apresuró a completar la frase-. Quiero terminar lo que hemos comenzado.

Él enarcó las cejas.

El rubor por fin asomó.

– Aquí, en el jardín, quiero decir.

– Sé lo que quieres decir. -Su mirada sostuvo la de ella. Mientras el corazón de Cassandra comenzaba a golpear contra sus costillas, él dejó caer la pala y se acercó para tomar su rostro. Se inclinó hacia ella, que cerró los ojos. Un pesado suspiro, de años de cansancio acumulado, escapó de su boca. Y entonces la besó, y ella recibió el impacto de su cercanía, su solidez, su olor. Era el del jardín, de la tierra y el sol.

Cuando Cassandra abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba llorando. Sin embargo no estaba triste, eran las lágrimas de haber sido hallada, de haber llegado al hogar tras una larga ausencia. Apretó con fuerza el broche. Pasado. Futuro. Familia. Su propio pasado estaba repleto de recuerdos, una vida de hermosos, preciosos, tristes recuerdos. Durante una década, se había movido entre ellos, caminado con ellos. Pero algo había cambiado, ella había cambiado. Había llegado a Cornualles a descubrir el pasado de Nell, de su familia, y de alguna manera había encontrado su propio futuro. Allí, en ese hermoso jardín que Eliza había cuidado y que Nell había reclamado, Cassandra se había encontrado.

Christian acarició sus cabellos y miró su rostro con una certeza que la hizo estremecerse.

– He estado esperándote -dijo al fin.

Cassandra tomó su mano entre las suyas. Ella también lo había estado esperando.

Загрузка...