SEGUNDA PARTE

21

Cornualles, Inglaterra, 1900


Mientras avanzaban por Battersea Church, Eliza estudió las puertas del carruaje. Tal vez si giraba uno de los pomos y apretaba una de las ranuras, se abriría y podría saltar y ponerse a salvo. Aunque la calidad de su salvación estaba en duda; si sobrevivía a la caída, tendría que encontrar el modo de evitar el orfanato, pero era mejor, sin duda, que ser secuestrada por el hombre que aterrara a Madre.

Con el corazón palpitando como un gorrión atrapado en sus costillas, se estiró con cuidado, cerrando los dedos en torno a la manivela y…

– Yo no haría eso si fuera usted.

Ella lo miró con atención.

El hombre la estaba observando, sus ojos enormes detrás de los cristales de sus anteojos.

– Se caería debajo del carruaje y las ruedas la partirían en dos. -Sonrió levemente, mostrando un diente de oro-. ¿Y cómo le explicaría eso a su tío? ¿Trece años de cacería sólo para entregarla en mitades? -Hizo un ruido, una suerte de rápidas inspiraciones que Eliza supuso que eran su risa, pero sólo porque vio elevarse las comisuras de sus labios.

Tan pronto como comenzó, el ruido se detuvo y la boca del hombre se reacomodó en su adusto gesto. Se atusó el abundante bigote, que se asentaba como las colas de dos ardillas sobre sus labios.

– Mansell es mi nombre. -Se reclinó y cerró los ojos. Cruzó sus manos pálidas y de aspecto húmedo sobre la pulida cabeza de un bastón oscuro-. Trabajo para su tío, y tengo el sueño muy ligero.

Las ruedas del carruaje danzaban metálicas cruzando una calle empedrada tras otra, los edificios de ladrillo pasaban veloces, grises y más grises hasta donde alcanzaba la vista, y Eliza permaneció sentada, rígida, angustiada por no despertar al Hombre Malvado. Trató de acoplar su respiración al galope de los caballos. Obligó a sus alocados pensamientos a calmarse. Se concentró en el frío asiento de cuero. Era todo lo que podía hacer para evitar que le temblaran las piernas. Se sentía transportada, como un personaje que recortado de las páginas de un cuento, en donde conocía el ritmo y el contexto, hubiera sido pegado descuidadamente en otro.

Al acercarse a las afueras de Londres y emerger por fin del bosque de edificios, Eliza pudo ver el encrespado firmamento. Los caballos hacían lo posible para adelantarse a las nubes gris oscuro, pero ¿qué posibilidad tenían los caballos contra la ira del mismo Dios? Las primeras gotas de lluvia cayeron despectivas sobre el techo del carruaje y, afuera, el mundo pronto quedó cubierto de blanco. Golpeaba contra las ventanillas y goteaba por los delgados huecos de la parte superior de las portezuelas del carruaje.

Avanzaron de ese modo durante horas y Eliza buscó refugio en sus pensamientos, hasta que de pronto doblaron una curva del camino y un chorrillo de agua helada cayó sobre su cabeza. Parpadeó para limpiar sus húmedas pestañas, y observó la mojadura en su camisa. Sintió una fuerte necesidad de llorar. Raro que en un día tan agitado algo tan inocuo como un poco de agua llevara a una persona a las lágrimas. Pero ella no se permitiría el llanto, no aquí, no con el Hombre Malvado sentado frente a ella. Se tragó el nudo de su garganta.

Sin siquiera abrir aparentemente los ojos, el señor Mansell sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta y se lo tendió a Eliza con un gesto para que lo tomara.

Ella se secó el rostro.

– Tanta agitación -comentó Mansell, con una voz tan fina que sus labios casi ni se abrieron-. Tanta, tanta agitación.

Eliza pensó al principio que se refería a ella. Le parecía injusto puesto que apenas había armado escándalo, pero no se atrevió a decir nada.

– Tantos años dedicados -continuó el hombre-, para tan escasa recompensa. -Sus ojos se abrieron, fríos, evaluándola; ella sintió que se le tensaba la piel-. A qué extremos llega un hombre roto.

Eliza se preguntó quién sería el hombre roto, esperó que el señor Mansell aclarara lo que había querido decir. Pero no volvió a hablar. Simplemente recuperó el pañuelo, cogiéndolo con dos pálidos dedos antes de dejarlo caer en el asiento a su lado.

El carruaje se sacudió de repente, y Eliza se aferró al asiento para mantener el equilibrio. Los caballos habían cambiado el paso y estaban disminuyendo la velocidad. Finalmente, se detuvo.

¿Habían llegado? Eliza miró a través de la ventanilla pero no vio casa alguna. Sólo un vasto y empapado campo, y a un lado, un pequeño edificio de piedra, con un cartel empapado por la lluvia sobre la puerta. Posada MacCleary, Guildford.

– Tengo otros asuntos que atender -dijo el señor Mansell mientras se bajaba-. Newton la acompañará a partir de ahora. -La lluvia casi apagó su siguiente orden, pero al cerrarse la puerta de golpe Eliza lo escuchó gritar-: Lleva a la niña a Blackhurst.


* * *

Una curva abrupta, y Eliza fue lanzada contra la portezuela dura y fría. Despertada de forma brusca del sueño, le llevó unos instantes recordar dónde estaba, por qué estaba sola en un carruaje oscuro mientras la llevaban a un destino desconocido. Dispersos y pesados, los recuerdos regresaron. La convocatoria de su misterioso tío, la huida de las garras de las «benefactoras» de la señora Swindell, el señor Mansell… Limpió la condensación de la ventana y espió fuera. Desde que había subido al carruaje, habían viajado un día y una noche, deteniéndose sólo ocasionalmente para cambiar los caballos, y ahora era una vez más de noche. Evidentemente había dormido un buen rato, aunque no habría sabido decir cuánto.

Ya no llovía y un puñado de estrellas tempranas era visible más allá de las bajas nubes. Los faroles del carruaje no podían competir contra el denso crepúsculo de la campiña, titilando mientras el cochero surcaba el irregular camino. En la leve y húmeda luz, Eliza distinguió las siluetas de grandes árboles, negras ramas dibujadas en el horizonte, y unas altas puertas de hierro. Entraron en un túnel de enormes setos espinosos, y las ruedas avanzaron por las zanjas, lanzando una lluvia de agua barrosa contra la ventanilla.

Todo era oscuridad dentro del túnel, las ramas tan densas que no permitían que la luz crepuscular se filtrara. Eliza contuvo la respiración, esperando su destino. Esperando echar un primer vistazo a lo que seguramente debía hallar delante. Blackhurst. Podía escuchar su corazón, ya no un gorrión, sino un cuervo con grandes y poderosas alas, batiéndolas dentro de su pecho.

De pronto, emergieron al aire libre.

Un edificio de piedra, el más grande que Eliza hubiera visto. Más grande incluso que los hoteles de Londres donde los hombres encopetados entraban y salían. Estaba rodeado por una oscura neblina, con altos árboles de ramas entrelazadas por detrás. Una luz amarilla brillaba en algunas de las ventanas inferiores. ¿Seguro que ésta era la casa?

El movimiento hizo que su mirada se dirigiera hacia una ventana en lo más alto. Un rostro distante, desteñido por la luz de una vela, estaba mirando. Eliza se acercó a la ventanilla para ver mejor, pero cuando lo hizo la cara había desaparecido.

Y después el carruaje dejó atrás el edificio, las ruedas metálicas continuaron resonando por el camino de entrada. Pasaron debajo de un arco de piedra y el carruaje se detuvo en seco.

Eliza permaneció sentada, alerta, esperando, mirando, preguntándose si se suponía que debía bajar del carruaje y encontrar por sí sola el camino a la casa.

De repente, la puerta se abrió y el señor Newton, empapado a pesar de su impermeable, le tendió la mano.

– Baje, señorita, ya se ha hecho bastante tarde. No hay tiempo para vacilaciones.

Eliza cogió la mano extendida y descendió los escalones del carruaje. Se habían adelantado a la lluvia mientras dormía, pero el cielo prometía alcanzarlos. Oscuras nubes grises descendían hacia la tierra, cargadas de intención, y el aire bajo éstas tenía el espesor de la niebla, una niebla distinta a la de Londres. Más fría, menos grasa; olía a sal, a hojas y a agua. Se escuchaba también un ruido, que no pudo identificar. Como un tren que pasara veloz una y otra vez. Uuush… uuush… uuush…

– Llegan tarde. La señora esperaba a la niña a las dos y media. -Un hombre se encontraba de pie junto a la entrada, vestido un tanto encopetado. Hablaba como si lo fuera, pero sin embargo Eliza supo que no era así. Su rigidez lo delataba, la vehemencia de su superioridad. Nadie nacido de buena cuna necesitaba esforzarse tanto.

– No pudo evitarse, señor Thomas -dijo Newton-. Un tiempo espantoso durante todo el camino. Suerte que llegamos, y más con el Tamar crecido como está.

El señor Thomas permaneció imperturbable. Cerró de golpe su reloj de bolsillo.

– La señora está muy disgustada. Sin duda requerirá su presencia mañana.

La voz del cochero se volvió acida.

– Sí, señor Thomas. No hay duda, señor.

El señor Thomas se volvió a examinar a Eliza, tragándose su expresión de disgusto.

– ¿Qué es esto?

– La niña, señor. Tal como me dijeron que la trajera.

– Esto no es una niña.

– Sí señor, ella es la niña.

– Pero su cabello… sus ropas…

– Sólo hago lo que me ordenan, señor Thomas. Si tiene alguna pregunta, le sugiero que se la haga al señor Mansell. Estaba conmigo cuando fui a buscarla.

Esta información pareció tranquilizar un poco al señor Thomas. Se obligó a suspirar a través de sus apretados labios.

– Supongo que si le pareció bien al señor Mansell…

El cochero asintió.

– Si eso es todo, voy a llevar los caballos al establo.

Eliza sopesó salir corriendo tras el señor Newton y sus caballos, buscando refugio en los establos, escondida en un carruaje hasta encontrar, de alguna forma, el camino de regreso a Londres, pero cuando lo buscó él ya había sido envuelto por la niebla dejándola atrás.

– Vamos -dijo el señor Thomas, y Eliza hizo lo que le ordenaron.

El interior estaba frío y húmedo, aunque más cálido y seco que afuera. Eliza siguió al señor Thomas por un corto pasillo, tratando de que sus pies no hicieran ruido sobre las baldosas grises. En el aire flotaba el olor a carne asada y Eliza sintió que su estómago daba un salto. ¿Cuándo había comido por última vez? Un cuenco del caldo de la señora Swindell dos días antes, un pedazo de pan y queso que el cochero le había dado horas atrás… Sus labios se secaron con el repentino despertar de su apetito.

El aroma se acrecentó al atravesar la enorme cocina humeante. Un grupo de criadas y un cocinero gordo detuvieron su conversación para observarla. Tan pronto como Eliza y el señor Thomas pasaron, irrumpieron en una oleada de excitados susurros. Eliza sintió ganas de llorar al pasar tan cerca de la comida. Se le hizo agua la boca, como si se hubiera tragado un puñado de sal.

Al final del pasillo, una mujer delgada con rostro endurecido apareció por una puerta.

– ¿Ésta es la sobrina, señor Thomas? -Recorrió a Eliza lentamente con su mirada.

– Lo es, señora Hopkins.

– ¿No hay ningún error?

– Lamentablemente, no, señora Hopkins.

– Ya veo. -La mujer respiró lentamente-. Ciertamente tiene un aire londinense.

Eliza se dio cuenta de que eso no era una ventaja.

– Ciertamente, señora Hopkins -asintió el señor Thomas-. Tenía la idea de bañarla antes de presentarla.

La señora Hopkins apretó los labios soltando un agudo y decidido suspiro.

– Aunque coincido con su idea, señor Thomas, me temo que no hay tiempo. Ella ya nos ha hecho saber su descontento por la espera.

Ella. Eliza se preguntó quién era ella.

Una cierta agitación se apoderó de los modales de la señora Hopkins al pronunciar la palabra. Se alisó rápidamente sus faldas ya de por sí lisas.

– La niña ha de ser conducida a la galería de los retratos. Ella estará aguardándola. Entretanto, prepararé un baño, a ver si podemos quitarle algo de esa horrible mugre londinense antes de la cena.

Entonces, iban a cenar. Y pronto. Eliza se sintió mareada de alivio.

Una risita a sus espaldas hizo que Eliza se diera la vuelta justo a tiempo para ver a una sirvienta de cabellos ensortijados desaparecer en dirección a la cocina.

– ¡Mary! -dijo la señora Hopkins, saliendo tras ella-. Un día despertarás y te tropezarás con tus propias orejas si no aprendes a dejar de agitarlas…

Al fondo había unas estrechas escaleras que se elevaban y luego giraban en dirección a una puerta de madera en lo alto. El señor Thomas avanzó con rapidez y Eliza lo siguió, cruzando la puerta y entrando en una gran sala.

Los suelos estaban construidos con pálidas losas rectangulares, y una magnífica escalera se elevaba desde el centro de la habitación. Una lámpara de araña se encontraba suspendida del alto cielo raso, sus velas dejando caer delgadas capas de suave luz sobre los que pasaban debajo.

El señor Thomas cruzó el vestíbulo y se movió hacia una reluciente puerta, pintada de rojo. Hizo una inclinación de cabeza y Eliza se dio cuenta de que era una señal para que ella se acercara.

Sus pálidos labios temblaron cuando la miró. Se le formaron pequeñas arrugas.

– La señora, su tía, bajará a verla en un minuto. Compórtese como es debido y llámela «milady» a menos que ella le autorice a hacerlo de otro modo.

Eliza asintió. Ella era su tía.

El señor Thomas seguía mirándola. Sacudió levemente la cabeza sin apartar su mirada.

– Sí -dijo con voz rápida y baja-. Puedo ver a su madre en usted. Usted es una chiquilla zarrapastrosa, no hay duda al respecto, pero ella está ahí, en alguna parte. -Antes de que Eliza pudiera disfrutar de la agradable idea de ser, en alguna medida, como Madre, se escuchó un ruido en lo alto de la gran escalinata. El señor Thomas se detuvo, enderezándose. Le dio a Eliza un leve empujón y ella trastabilló, entrando en una gran habitación empapelada de color borgoña y un fuego ardiendo en la chimenea.

Lámparas de gas titilaban sobre las mesas, pero a pesar de sus esfuerzos no tenían esperanza de alumbrar un cuarto tan grande. La oscuridad susurraba en los rincones, las sombras respiraban a lo largo de las paredes. De un lado al otro, de un lado al otro…

Oyó ruido a sus espaldas y la puerta volvió a abrirse. Una ráfaga de aire frío hizo que el fuego de la chimenea chisporroteara, arrojando agudas sombras contra las paredes.

Con un escalofrío de anticipación, Eliza se dio media vuelta.


* * *

Una mujer alta y delgada estaba de pie a la entrada, su cuerpo como un alargado reloj de arena. Un largo vestido de seda, de un azul tan profundo como el cielo de medianoche, se ajustaba a su figura.

Un enorme perro, no, no un perro, sino un mastín, estaba a su lado, agitando sus largas patas, acercándosele, manteniéndose junto a los pliegues del vestido. Alzaba la cuadrada cabeza con frecuencia, para rozarle la mano.

– La señorita Eliza -anunció el señor Thomas, que se había apresurado a colocarse detrás de la mujer y ahora aguardaba atento.

La mujer no respondió pero estudió el rostro de Eliza. Permaneció en silencio durante un minuto antes de que sus labios se entreabrieran y emergiera una voz dura.

– Tendré que hablar con Newton mañana. Llega más tarde de lo esperado. -Habló con tanta lentitud, tanta seguridad, que Eliza podía percibir los agudos bordes de sus palabras.

– Sí, señora-dijo Thomas, sus mejillas enrojecidas-. ¿Quiere que traiga el té, milady? La señora Hopkins ha…

– Ahora no, Thomas. -La mujer agitó levemente sin volverse su pálida y delicada mano-. Debería saber lo que corresponde, es demasiado tarde para el té.

– Sí, milady.

– Si se supiera que se sirvió el té en la mansión Blackhurst después de la caída del sol…-Lanzó una risa aguda, que podía quebrar el cristal-. No, ahora aguardaremos hasta la cena.

– ¿En el comedor, milady?

– ¿En dónde si no?

– ¿Para dos, milady?

– Cenaré sola.

– ¿Y la señorita Eliza, mi lady?

Su tía respiró profundo.

– Tomará una cena ligera.

El estómago de Eliza se quejó. Por favor, Dios, que en su comida hubiera algo de carne.

– Muy bien, milady -dijo el señor Thomas, haciendo una reverencia mientras salía del cuarto. La puerta se cerró displicentemente cuando salió.

Su tía volvió a respirar hondo y parpadeó mirando a Eliza.

– Acércate, niña. Déjame que te mire.

Eliza obedeció, caminó hacia su tía y quedó inmóvil, intentando ahogar la respiración que ahora se le había acelerado enormemente.

De cerca, su tía era hermosa. Tenía el tipo de belleza apreciable en cada facción pero que de algún modo se pierde en el conjunto. Su rostro era como el de una pintura. La piel tan blanca como la nieve, los labios rojo sangre, los ojos del más pálido azul. Mirarla a los ojos era como mirar un espejo sobre el que brillara una luz. Su oscuro cabello era lacio y brillante, con un peinado que lo apartaba de su rostro y lo recogía opulentamente en lo alto de su cabeza.

La mirada de la tía se paseó por el rostro de Eliza y sus párpados parecieron agitarse levemente. Fríos dedos alzaron el mentón de Eliza para observarla mejor. Eliza, sin saber hacia dónde mirar, parpadeó frente a esos ojos imposibles. El gigantesco perro permanecía de pie junto a su dueña, lanzando un vaho tibio y húmedo sobre los brazos de Eliza.

– Sí -dijo su tía, el sonido de la «s» flotando en sus labios y un tic nervioso agitando un lado de su boca. Era como si hubiera respondido a una pregunta no formulada-. Tú eres su hija. Venida a menos, en muchos sentidos, pero a pesar de todo suya. -Tembló levemente cuando una ráfaga de lluvia golpeó contra las ventanas. El mal tiempo los había por fin alcanzado-. Sólo podemos esperar que tu naturaleza no sea la misma. Que con una adecuada intervención a tiempo podamos eliminar cualquier tendencia similar.

Eliza se preguntó cuáles serían esas tendencias.

– Mi madre…

– No. -La tía levantó una mano-. No. -Alzó sus dedos hasta la boca, estrangulando sus labios en una delgada sonrisa-. Tu madre trajo la vergüenza al apellido de su familia. Ofendió a cuantos vivían en esta casa. Aquí no hablamos de ella. Nunca. Ésta es la primera y más importante condición de tu permanencia en la mansión Blackhurst. ¿Me entiendes?

Eliza se mordió el labio.

– ¿Entiendes? -Un inesperado temblor había invadido la voz de su tía.

Eliza asintió levemente, más por la sorpresa que por estar de acuerdo.

– Tu tío es un caballero. Él sabe cuáles son sus responsabilidades. -Los ojos de la tía parpadearon en dirección a un retrato junto a la puerta. Un hombre de edad media con cabellos rojizos y expresión de zorro. A excepción de sus cabellos rojos, no se parecía en nada a la madre de Eliza-. Debes recordar siempre cuan afortunada eres. Trabajar duro para merecer algún día la generosidad de tu tío.

– Sí, milady -dijo Eliza, recordando lo que le había dicho el señor Thomas.

La tía se volvió y tiró de un pequeño llamador en el muro.

Eliza tragó saliva. Se atrevió a hablar.

– Disculpe, milady -dijo con voz suave-. ¿Voy a conocer a mi tío?

Su tía enarcó una ceja. Leves arrugas aparecieron en su frente antes de volver a desaparecer y dar la apariencia de alabastro.

– Mi esposo ha estado en Escocia tomando fotografías de la catedral de Brechin y no le espero hasta mañana. -Se acercó a Eliza, quien tuvo conciencia de la tensión que emanaba de su cuerpo-. Aunque te ha ofrecido un lugar, tu tío es un hombre ocupado, un hombre importante, un hombre no acostumbrado a la interrupción de los niños. -Apretó los labios con tanta fuerza que perdieron por un momento su color-. Debes permanecer siempre fuera de su camino. Ya es suficiente generosidad que te haya traído aquí, no intentes nada más. ¿Me entiendes? -Le temblaron los labios-. ¿Me entiendes?

Eliza asintió rápidamente.

Después, la bendita puerta se abrió y reapareció el señor Thomas.

– ¿Ha llamado, milady?

Los ojos de su tía seguían concentrados en Eliza.

– La niña necesita asearse.

– Sí, milady, la señora Hopkins ya ha preparado el baño.

La tía tembló.

– Que le agregue ácido carbónico. Algo fuerte. Lo suficiente como para remover la suciedad londinense. -Habló por lo bajo-. Ojalá removiera todo lo demás con lo que, me temo, ha sido manchada.


* * *

Todavía con la piel escocida por como la habían frotado, Eliza siguió la titilante lámpara de la señora Hopkins por unas frías escaleras de madera hacia otro pasillo. Hombres, fallecidos tiempo atrás, la espiaban desde pesados marcos dorados, y Eliza pensó lo terrible que debía de ser que pintaran el retrato de uno, permanecer tanto tiempo inmóvil, de modo que una porción de uno pudiera quedar para siempre en la tela, colgando solitaria en un oscuro corredor.

Redujo el paso. Reconoció al personaje del último cuadro. Era diferente del que se hallaba en el cuarto de abajo: en éste, era más joven. Su rostro estaba más lleno y había poco del aire zorruno que más tarde saldría a la superficie. En este retrato, Eliza pudo ver a su madre en el rostro del joven.

– Ese de allí es tu tío -indicó la señora Hopkins sin volverse-. Lo conocerás en carne y hueso muy pronto. -La expresión «en carne y hueso» hizo que Eliza tomara conciencia de las pinceladas rosadas y crema que mostraba el retrato en los trazos finales del artista. Tembló, recordando los dedos pálidos y húmedos del señor Mansell.

La señora Hopkins se detuvo frente a una puerta en el sombrío extremo del corredor y Eliza se apresuró tras ella, todavía aferrando las ropas de Sammy contra su pecho. El ama de llaves sacó una enorme llave de un pliegue en su vestido y la insertó en la cerradura. Abrió la puerta y avanzó, con la lámpara en alto.

El cuarto estaba a oscuras; la lámpara apenas arrojaba algo de luz más allá de la entrada. En el centro, Eliza alcanzó a ver una cama de brillante madera negra, con cuatro columnas que parecían tener grabados en ellas, figuras que reptaban hacia los techos.

Junto a la mesilla, una bandeja con una rodaja de pan y un plato de sopa de la cual ya no salía vapor. Nada de carne a la vista, pero, como decía Madre, a caballo regalado no le mires el dentado. Eliza se abalanzó sobre el plato y tomó la sopa a cucharadas tan rápidas que le dio hipo. Pasó el pan por los bordes del plato, para no dejarse nada.

La señora Hopkins, que la había estado observando con expresión perpleja, no hizo comentarios. Continuó rígida, dejando la lámpara sobre un arcón de madera a los pies de la cama, y luego apartó la pesada colcha.

– Vamos, métete. No tengo toda la noche.

Eliza hizo como le ordenara. Las sábanas estaban frías y húmedas bajo sus piernas, sensibles tras el intenso lavado.

La señora Hopkins tomó la lámpara y Eliza escuchó la puerta cerrarse a su paso. Luego se quedó sola en la oscura habitación, escuchando los cansados huesos de la casa refunfuñar bajo su brillante piel.

La oscuridad del dormitorio tenía un sonido, creyó percibir Eliza. Un tronar bajo y distante. Siempre presente, siempre amenazante, nunca lo suficientemente próximo como para revelarse como algo inocente.

Entonces comenzó a llover otra vez, de forma pesada y repentina. Eliza se estremeció cuando un relámpago partió el cielo en dos mitades e iluminó el mundo. En esos instantes de luz, seguidos siempre por el crujido de un trueno que sacudía la gigantesca casa, examinó el cuarto pared por pared, tratando de distinguir su entorno.

Relámpago… crac… armario de madera oscura junto a la cama.

Relámpago… crac… chimenea en la pared más lejana.

Relámpago… crac… antigua mecedora junto a la ventana.

Relámpago… crac… un banco en la ventana.

Cruzó de puntillas el helado suelo. El viento se filtraba por las hendiduras de la madera y recorría veloz su superficie. Se subió al banco de la ventana, construido en el muro, y observó los oscuros jardines. Furiosas nubes habían cubierto la luna, el jardín yacía bajo el manto de la turbulenta noche. Agujas de lluvia golpeaban el terreno empapado.

Otro relámpago, la habitación volvió a iluminarse. Al desvanecerse la luz, Eliza alcanzó a ver un reflejo de su imagen en la ventana. Su rostro, el rostro de Sammy.

Eliza extendió la mano para tocarlo pero la imagen ya había desaparecido y sus dedos sólo rozaron el frío cristal. Supo entonces, con absoluta claridad, que estaba muy lejos de su hogar.

Regresó al lecho y se deslizó entre las sábanas frías, húmedas y desconocidas. Apoyó su cabeza sobre la camisa de Sammy. Cerró los ojos y se deslizó por el fino margen del sueño.

De repente, se sentó.

Su estómago dio un salto y su corazón comenzó a latir con fuerza.

El broche de Madre. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Con la prisa, en medio de la desdicha, se lo había dejado. En lo alto de la cavidad de la chimenea, en la casa del señor y la señora Swindell, aguardaba el tesoro de Madre.

2 2

Cornualles, Inglaterra, 2005


Cassandra dejó caer una bolsita de té en la taza y encendió la tetera. Mientras el agua se calentaba, miró por la ventana. Su cuarto estaba en la parte trasera del hotel Blackhurst, mirando al mar, y aunque estaba oscuro Cassandra podía percibir igualmente algunos de los jardines. Un espacio de césped recortado, con forma de riñón, se inclinaba desde la terraza hacia una hilera de altos árboles azules bajo la plateada luz de la luna. Ésa era la cara del acantilado; esos árboles eran la última línea de defensa en ese particular rincón del mundo. En alguna parte más allá de la pequeña bahía estaba el pueblo. Cassandra no había visto mucho de él. El viaje en tren había ocupado la mayor parte del día, y para cuando el taxi se abrió camino a través de las colinas de Tregenna, la luz del día se sumió rápidamente en oscuridad. Sólo un instante, mientras el coche ascendía una cuesta, vio un círculo de luces parpadeantes más abajo, como un pueblo de duendes que se materializara en el atardecer.

Mientras aguardaba a que hirviera el agua, Cassandra hojeó los cantos doblados del cuaderno de Nell. Lo había tenido en sus manos durante la mayor parte del viaje en tren, se había imaginado que podía aprovechar el tiempo desentrañando el siguiente tramo del peregrinaje de Nell, pero se había equivocado. La teoría era lógica, pero la práctica no fue tan fácil de cumplir. Había estado acompañada durante la mayor parte del viaje por sus pensamientos, lo había estado desde la cena con Ruby y Grey. Aunque Nick y Leo nunca estaban demasiado lejos de su mente, el hecho de que sus muertes fueran recordadas tan abiertamente, tan inesperadamente, había resucitado el fatídico momento de nuevo.

Había sido tan repentino… Suponía que esas cosas siempre lo eran. Un instante antes era esposa y madre, y al siguiente estaba sola. Y todo por permitirse una hora ininterrumpida para dibujar. Había dejado a un Leo con el pulgar en la boca en brazos de Nick, mandándoles a la tienda en busca de comida que no necesitaban. Nick le sonrió mientras ponía en marcha el automóvil, y Leo saludó con su mano regordeta, todavía aferrando la funda de seda de la almohada, que había comenzado a llevar a todas partes. Cassandra los había saludado distraída, su mente ya puesta en su taller.

Lo peor de todo era cuánto había disfrutado esa hora y media antes de que llamaran a su puerta. Ni siquiera se había dado cuenta del tiempo que hacía que se habían ido…

Nell había sido la salvación de Cassandra una segunda vez. Llegó de inmediato, trayendo con ella a Ben. Éste pudo explicarle lo sucedido, las palabras que no habían tenido sentido en labios del policía: un accidente, un camión fuera de control, una colisión. Una horrible secuencia tan mundana, tan común, que era imposible creer que le estuviera sucediendo a ella.

Nell no le había dicho a Cassandra que se pondría bien. Sabía mejor que nadie, que nunca, nunca podría estar bien. En cambio, había llegado pertrechada de pastillas para ayudar a Cassandra a dormir. Para asestar un bendito golpe a su acelerada mente y hacer que todo desapareciera, aunque fuera por unas pocas horas. Y después se llevó a Cassandra a casa con ella.

En casa de Nell resultaba más fácil; los fantasmas no estaban tan cómodos allí. El hogar de Nell tenía los suyos propios y los que Cassandra arrastraba consigo no tenían allí la misma libertad.

El periodo posterior era una bruma de dolor y horror y pesadillas que no se desprendían con el nuevo día. No estaba segura de qué era peor, las noches que Nick ocupaba sus pensamientos, su fantasma preguntándole, una y otra vez, ¿por qué nos hiciste ir? ¿Por qué hiciste que llevara a Leo? O las noches en las que no aparecía, cuando estaba sola y las horas amenazaban con extenderse interminablemente, el leve alivio de la aurora alejándose de ella más rápidamente de lo que podía correr para alcanzarlo. Y después estaba el sueño. Un odioso territorio en el que existía la posibilidad de encontrarles.

Durante el día era Leo quien la seguía, el ruido de sus juguetes, su llanto, una manita tirándole de la falda, rogándole que lo cogiera en brazos. Ah, el destello de pura alegría en su corazón, momentáneo, roto, y sin embargo real. El leve segundo en el que olvidaba. Luego el golpe de la realidad cuando se volvía a tomarlo en brazos y él no estaba allí.

Había intentado salir, había pensado que así podría huir de ellos, pero no había funcionado. Había tantos niños en todas partes adónde iba… Los parques, las escuelas, los comercios. ¿Siempre había habido tantos? De modo que se quedó en casa, pasando los días en el jardín de Nell, yaciendo bajo el viejo mango, y observando las nubes pasar sobre su cabeza. El perfecto cielo azul más allá de las hojas del frangipani, el susurro de las palmeras, las semillas con forma de estrella liberadas por la brisa cayendo cual lluvia sobre el sendero.

Pensar en nada. Tratar de pensar en nada. Pensando en todo.

Fue allí donde la había encontrado Nell una tarde de abril. La estación había comenzado a cambiar, el agobio del verano se había desvanecido y había un indicio del inminente otoño en el aire. Los ojos de Cassandra estaban cerrados.

Se dio cuenta de que Nell estaba de pie a su lado, al principio, por la falta de sol en sus brazos y la leve oscuridad tras sus párpados.

Después, una voz: «Pensé que te encontraría aquí».

Cassandra no dijo nada.

– ¿No crees que ya es hora de que empieces a hacer algo, Cass?

– Por favor, Nell, déjalo.

Pero insistió, más despacio, articulando con claridad.

– Necesitas ponerte a hacer algo.

– Por favor… -Coger un lápiz la enfermaba físicamente. En cuanto a abrir alguno de sus cuadernos de apuntes… ¿Cómo podía correr el riesgo de mirar la redondez de una mejilla regordeta, la punta de una nariz respingona, el tentador arco de los labios de un bebé…?

– Tienes que hacer algo.

Nell estaba intentando ayudarla y sin embargo había una parte de Cassandra que quería gritar y sacudir a su abuela, castigarla por su incapacidad de comprender. En cambio, suspiró. Sus párpados, todavía cerrados, se agitaron leves.

– Ya tengo que oírlo demasiado del doctor Harvey. No necesito que tú también me lo digas.

– No estoy hablando de terapia, Cass. -Vaciló brevemente antes de que Nell continuara-. Quiero decir que debes comenzar a contribuir.

Cassandra abrió los ojos, alzó una mano para protegerse del sol.

– ¿Qué?

– Ya no soy una jovencita, querida mía. Necesito ayuda. En la casa, en mi negocio, ayuda financiera.

Las ofensivas frases centellearon trémulas en el aire, sus brillantes bordes resistiendo disolverse. ¿Cómo podía Nell ser tan fría? ¿Tan desconsiderada? Cassandra tembló.

– Mi familia ha desaparecido -alcanzó a decir, la garganta doliéndole por el esfuerzo-. Estoy de luto.

– Ya lo sé -dijo Nell, acomodándose para sentarse junto a Cassandra. Le tomó la mano-. Lo sé, mi querida niña. Pero han pasado seis meses. Y no estás muerta.

Cassandra lloraba por haber tenido que decir esas palabras en voz alta.

– Estás aquí -dijo Nell con suavidad, apretando la mano de Cassandra-, y yo necesito ayuda.

– No puedo.

– Sí puedes.

– No… -Le latían las sienes, se sentía cansada, tan cansada-. Quiero decir que no puedo. No me queda nada para dar.

– No necesito que me des nada. Sólo necesito que vengas conmigo y hagas lo que te pido. Puedes sostener un trapo y pulir cosas, ¿no?

Nell entonces había extendido su mano para apartar el cabello de las mejillas de Cassandra, pegajosas por las lágrimas. Hablaba en voz baja, de inusitada dureza.

– Podrás con esto. Sé que no lo parece, pero lo harás. Eres una superviviente.

– Yo no quiero sobrevivir.

– Eso también lo sé -había dicho Nell-. Y es lógico. Pero a veces no tenemos alternativa…

La tetera del hotel se apagó por sí sola con un triunfal clic y Cassandra echó el agua sobre la bolsita de té, con mano algo temblorosa. Se detuvo un momento mientras se hinchaba la bolsita. Ahora veía que Nell la había comprendido, que conocía demasiado bien la repentina y cegadora ausencia de que se corten los vínculos.

Revolvió el té y suspiró levemente, mientras Nick y Leo se retiraban una vez más. Se obligó a concentrarse en el presente. Estaba en el hotel Blackhurst en Tregenna, Cornualles, escuchando cómo las olas de un océano desconocido se estrellaban sobre la arena de una playa que no le era familiar.

Más allá de las oscuras copas de los árboles más altos, un pájaro solitario cortaba el cielo de negro con su oscura silueta, y la luz de la luna se reflejaba en la distante superficie del océano. Pequeñas luces brillaban en la costa. Botes pesqueros, supuso Cassandra. Tregenna era una población pesquera, después de todo. Era raro, en el mundo moderno, encontrar un rincón en donde las cosas siguieran haciéndose como antes, en pequeña escala, tal como se habían hecho durante generaciones.

Cassandra tomó un sorbo y suspiró tibiamente. Estaba en Cornualles, igual que Nell antes que ella, y Rose y Nathaniel y Eliza Makepeace primero. Mientras susurraba para sí sus nombres, sintió un extraño escozor bajo la piel. Como si unos hilos invisibles fueran tensados, todos a la vez. Tenía un motivo para estar allí, y no era el de regodearse en su pasado.

– Aquí estoy, Nell -dijo en voz baja-. ¿Es esto lo que querías que hiciera?

23

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900


Cuando Eliza se despertó, la mañana siguiente, le llevó un momento recordar dónde estaba. Le pareció yacer en una enorme cuna de madera con un manto azul oscuro suspendido sobre ella. Su camisón era de los que haría frotarse las manos de placer a la señora Swindell, las ropas sucias de Sammy estaban hechas un gurruño debajo de su cabeza. Después se acordó: las «benefactoras», el señor Newton, el viaje en carruaje, el Hombre Malvado. Estaba en la casa de su tío y su tía, había habido una tormenta, relámpagos, truenos y lluvia. El rostro de Sammy en la ventana.

Eliza se acercó al banco de la ventana y miró hacia afuera. Se vio obligada a entrecerrar los ojos. La lluvia y la tormenta de la noche anterior habían desaparecido con el amanecer, y la luz, el aire, todo estaba limpio. Hojas y ramas yacían por el suelo, y un banco del jardín, directamente bajo su ventana, había sido arrastrado por el viento.

Su atención se dirigió hacia un extremo distante del jardín. Alguien, un hombre, se movía entre los setos. Tenía una barba negra y estaba vestido con un mono de trabajo, un extraño sombrerito verde y botas de lluvia negras. Escuchó un ruido a sus espaldas y Eliza se dio la vuelta. La puerta de su habitación estaba abierta y una joven criada con cabellos ensortijados estaba colocando una bandeja sobre la mesilla. Era la misma criada que había sido reprendida la noche anterior.

– Buenos días, señorita -dijo-. Mi nombre es Mary y le he traído algo de desayuno. La señora Hopkins dijo que podía tomarlo en su cuarto, hoy, en consideración al largo viaje que ha hecho.

Eliza se apresuró a sentarse frente a la pequeña mesa. Sus ojos se desorbitaron cuando vio el contenido de la bandeja: panecillos calientes, untados con manteca derretida, tarrinas blancas llenas hasta el borde con más mermeladas de las que hubiera visto nunca, un par de arenques, una montaña de huevos revueltos, y una salchicha gorda y reluciente. Su corazón cantó de placer.

– Fue toda una tormenta la que trajo consigo ayer noche -dijo Mary, corriendo las cortinas-. Yo casi no llego a casa. ¡Por un momento creí que tendría que pasar aquí la noche!

Eliza tragó un trozo de pan.

– ¿No vives aquí?

Mary rió.

– De ninguna manera. Puede que esté bien para el resto, pero yo no querría vivir aquí. -Lanzó una mirada a Eliza, mientras sus mejillas enrojecían-. Es decir, vivo en el pueblo. Con madre, padre, mis hermanos y mi hermana.

– ¿Tienes hermanos? -Eliza pensó en el vacío que Sammy había dejado en su interior.

– Ah, sí, tengo tres. Dos mayores, y uno menor, aunque Patrick, el mayor, ya no vive con nosotros en casa. Sigue trabajando en los barcos pesqueros con padre, eso sí. Él, Will y padre salen todos los días, sin importar el tiempo. El menor, Roly, sólo tiene tres años, se queda en casa con mi madre y la pequeña May. -Acomodó los almohadones del asiento de la ventana-. Los Martin siempre hemos trabajado en el mar. Mi bisabuelo fue uno de los piratas de Tregenna.

– ¿Los qué?

– Los piratas de Tregenna -dijo Mary abriendo con incredulidad sus ojos-. ¿No ha oído hablar de ellos?

Eliza negó con la cabeza.

– Los piratas de Tregenna eran los más temibles que pudieras encontrar. En esa época reinaban en los mares, trayendo whisky y pimienta cuando los comercios no podían conseguirlos de otro modo. Sólo les robaban a los ricos, por supuesto. Igual que ése, ¿cómo se llamaba?, pero en el océano, no en el bosque. Hay rutas que serpentean por estas colinas y una o dos que llegan hasta el mar.

– ¿Dónde está el mar, Mary? -preguntó Eliza-. ¿Queda cerca?

Mary la volvió a mirar extrañada.

– ¡Pues claro, preciosa! ¿No lo oye?

Eliza hizo una pausa y escuchó. ¿Podía oír el mar?

– Escuche-dijo Mary-.Splash… splash… splash… Eso es el mar. Inspirando y espirando como siempre. ¿De veras no puede oírlo?

– Lo estaba oyendo -respondió Eliza-, sólo que no sabía que era el mar.

– ¿No sabía que era el mar? -preguntó Mary sonriendo-, ¿Y qué pensaba que era?

– Pensé que era un tren.

– ¡Un tren! -Mary irrumpió en risas-. Entonces usted es como un billete. La estación queda lejos de aquí. Pensar que el mal era un tren… Espere a que se lo diga a mis hermanos.

Eliza pensó en las pocas historias que Madre le había contado sobre la arena y los cantos rodados, y el viento que olía a sal.

– ¿Puedo ir a ver el mar, Mary?

– Supongo que sí. Con tal de que regrese cuando el cocinero toque la campana del almuerzo… Milady ha salido de visita esta mañana, así que no estará aquí para darse cuenta. -Una sombra cubrid el rostro alegre de Mary al mencionarla-. Pero tiene que regresar antes de que lo haga ella, ¿me oye? Está acostumbrada a imponer reglas y órdenes, y no a que la desobedezcan.

– ¿Cómo llego hasta allí?

Mary hizo señas a Eliza para que se acercara a la ventana.

– Acérquese y se lo mostraré, preciosa.


* * *

Allí el aire era diferente, así como el cielo. Parecía más brillante y más lejano. No como el manto gris que pendía bajo sobre Londres, amenazando, siempre amenazando con cubrirla. Este cielo era elevado por las brisas marinas, como una gran sábana blanca un día de colada, con el aire atrapado por debajo, henchida cada vez más y más alto.

Eliza se quedó de pie al borde del acantilado, mirando más allá de la pequeña bahía, hacia el mar azul profundo. El mismo mar poi el que su padre había navegado, la playa que su madre había conocido de pequeña.

La tormenta de la noche anterior había dejado maderos desparramados sobre la pálida orilla. Elegantes ramas blancas, retorcidas y pulidas por el tiempo, emergían entre los guijarros como los cuernos de alguna enorme bestia fantasmal.

Eliza podía sentir el sabor de la sal en el aire, tal como Madre siempre había dicho. Más allá de los límites de la extraña casa se sintió de pronto liviana y libre. Respiró hondo y comenzó a descender los escalones de madera, apurándose más y más, ansiosa por llegar abajo.

Una vez que llegó a la orilla, se sentó sobre una roca pulida y se quitó las botas, los dedos enredándosele intentando completar la labor. Se arremangó los pantalones de Sammy sobre las rodillas, después se acercó hacia el borde del agua. Sintió las piedras, tanto suaves como ásperas, tibias bajo sus pies. Se detuvo por un momento, observando la inmensa masa azul que se alzaba y bajaba, se alzaba y bajaba.

Después, con una profunda y salada inhalación, dio un salto hacia delante de modo que sus dedos, sus talones, sus rodillas, se mojaron. Corrió por la orilla, riendo ante las frías burbujas entre sus dedos, tomando las conchas que le gustaban, y un pedazo de algo con forma de estrella.

Era una pequeña bahía con una profunda curva y no le llevó mucho recorrer toda su costa. Cuando llegó al final, la proximidad agregó una tercera dimensión a lo que había parecido, a la distancia, una simple mancha oscura. Un enorme risco se adelantaba al acantilado adentrándose en el mar. Tenía la forma de una furiosa bocanada de humo negro que hubiera quedado congelada en el tiempo, condenada a una eterna solidez, sin ser parte ni de la tierra, ni del mar, ni del aire.

La negra roca era resbaladiza, pero Eliza encontró un escalón en su borde, lo suficientemente profundo para ponerse de pie en él. Buscó esquinas en donde apoyarse y fue trepando por el costado de la roca, sin detenerse hasta llegar a su cima. Estaba tan alto que no podía mirar hacia abajo sin sentir que se le llenaba la cabeza de burbujas. Gateando, fue avanzando. La roca se volvió más y más angosta, hasta que por fin llegó hasta su extremo. Se sentó en el puño alzado de la roca, y rió, sin aliento.

Era como estar en lo más alto de una gran nave. Debajo de ella, la blanca espuma de las olas batallando; ante ella, el mar abierto. El sol había enviado cientos de luces para que brillaran sobre su superficie, alzándose y agitándose con la brisa, hasta el limpio y continuo horizonte. Directamente al frente, sabía que estaba Francia. Más allá de Europa, estaba el Oriente: India, Egipto, Persia y otros lugares exóticos que había escuchado de los labios de los marineros del Támesis. Más allá todavía el Lejano Oriente, al otro lado de la tierra. Mirando el vasto océano, la parpadeante luz del sol, pensando en las tierras lejanas, Eliza se vio envuelta en un sentimiento completamente distinto a cualquiera que hubiera experimentado antes. Una tibieza, un atisbo de posibilidad, una ausencia de recelo…

Se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos. El horizonte ya no era continuo. Algo había aparecido: un gran barco negro con las velas tendidas, balanceándose en la línea en la que el mar se encontraba con el cielo, como si estuviera a punto de caer por el borde del mundo. Eliza parpadeó y, cuando sus ojos se abrieron nuevamente, el barco ya no estaba. Había desaparecido; en la distancia, supuso. Con qué rapidez deben de moverse los barcos en mar abierto, qué fuerte sopla el viento las blancas velas. Ése era el tipo de barco en que su padre habría navegado, pensó.

Permitió que su atención se dirigiera a lo alto. Una gaviota volaba en círculos sobre ella, chillando, camuflada contra el blanco cielo. Siguió su vuelo hasta que algo en la cima del acantilado llamó su atención. Había una cabaña, casi escondida entre los árboles. Podía entrever su techo y una graciosa ventanita que se asomaba en lo alto. Se preguntó cómo sería vivir en semejante lugar, justo al borde del mundo. ¿Parecería como si una estuviera siempre a punto de caer y deslizarse hacia el océano?

Eliza miró con atención, mientras el agua fría le salpicaba el rostro. Miró hacia abajo, hacia el mar turbulento. Estaba subiendo la marea, el agua se elevaba con rapidez. El escalón por el que había subido al principio se hallaba ahora bajo el agua.

Reptó de vuelta por el borde de la roca y descendió con cuidado, manteniéndose sobre el pico más pronunciado, para poder aferrarse a sus bordes irregulares.

Cuando estuvo casi a nivel del agua hizo una pausa. Desde ese ángulo podía ver que la roca no era sólida. Era como si alguien hubiera excavado un gran agujero.

Una cueva, eso es lo que era. Eliza pensó en los piratas de Tregenna de Mary, sus túneles. Eso es lo que era esa caverna, estaba segura de ello. ¿No había dicho Mary que los piratas solían transportar su botín a través de una serie de cuevas que se encontraban por los acantilados?

Eliza se arrastró hasta el frente de la roca y se subió a la plataforma. Dio unos pasos hacia su interior: estaba oscuro y húmedo.

– ¿Hola-a-a-a-a? -llamó. Su voz se repitió en agradable eco, golpeando contra los muros antes de diluirse en la nada.

No alcanzaba a ver más allá, pero sintió un temblor de excitación. Su propia cueva. Regresaría pronto, decidió, con una lámpara, para poder ver qué había dentro.

Se oyó un ruido como un golpe, distante pero acercándose. Rata-tan, rata-tan, rata-tan…

El primer pensamiento de Eliza fue que provenía del interior de la cueva. El miedo le pegó los pies al suelo, mientras se preguntaba qué tipo de monstruo marino se acercaba hacia ella.

Rata-tan, rata-tan, rata-tan… Ahora más fuerte.

Retrocedió lentamente, comenzó a dirigirse hacia el borde de la roca.

Entonces, avanzando por el borde del acantilado, vio un par de brillantes caballos negros arrastrando un carruaje. No era un monstruo marino, después de todo, sino Newton y su carruaje en el camino del acantilado, el sonido amplificado mientras rebotaba en las paredes de piedra de la cueva.

Recordó la advertencia de Mary. La tía había salido por la mañana pero se la esperaba para el almuerzo; Eliza no debía retrasarse.

Descendió a gatas el risco, y bajó de un salto a la playa cubierta de guijarros. Corrió por la orilla y luego por la playa. Se calzó los botines y subió la escalera. Los extremos de sus pantalones estaban mojados, y el dobladillo golpeaba pesadamente contra sus tobillos mientras volvía sobre sus pasos por el sinuoso sendero entre los árboles. El sol había avanzado desde que llegara a la pequeña bahía, y ahora el sendero estaba en penumbra y fresco. Era como estar en una madriguera, una madriguera secreta, hecha de espinos, hogar de hadas, duendes y elfos. Estaban escondidos, observándola mientras avanzaba de puntillas por su mundo. Examinó la vegetación mientras avanzaba, intentando no parpadear, con la esperanza de cogerlos por sorpresa. Porque como todos saben, si un hada es observada, está obligada a conceder los deseos de quien la ha visto.

Escuchó un ruido y Eliza se quedó paralizada. Contuvo el aliento. En el claro frente a ella había un hombre, un hombre real. Aquel de barba negra que había visto desde la ventana de su dormitorio esa mañana. Estaba sentado en un tronco, desenvolviendo un bulto envuelto en un paño a cuadros. En su interior, una porción generosa de pastel de carne.

Eliza se hizo a un lado del sendero y lo observó. Los extremos de unas delgadas ramitas desnudas apresaron las puntas de sus cortos cabellos mientras trepaba cauta por una rama baja, para observar mejor. El hombre tenía una carretilla a su lado, llena de tierra. O eso parecía. Eliza sabía que era un mero truco, que debajo de la tierra tenía ocultos sus tesoros. Porque él era un rey pirata, por supuesto. Uno de los piratas de Tregenna, o el fantasma de un pirata de Tregenna. El espíritu errante de un marino, a la espera de cobrarse venganza por la muerte de sus camaradas. Un fantasma con un asunto pendiente, esperando en su escondite para capturar niñitas que llevarle a su mujer para cocerlas en pasteles. Ése era el barco que había visto en el mar, el gran barco negro que había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Era un barco fantasma, y él…

La rama a la que se había encaramado se quebró y Eliza cayó al suelo, aterrizando en una pila de hojas húmedas.

El hombre barbudo apenas si movió un músculo. Su ojo derecho pareció moverse levemente en dirección a Eliza, mientras continuaba masticando su pastel.

La niña se puso en pie, se frotó la rodilla, luego se enderezó. Se quitó una hoja seca de los cabellos.

– Usted es la nueva señorita -dijo el hombre lentamente, masticando el pastel que ahora era una pasta en su boca-. Oí hablar de su llegada. Aunque, si no se molesta de que lo diga, no se parece mucho a una señorita, con esas ropas de varón y los cabellos tan enredados.

– Llegué anoche. Traje la tormenta conmigo.

– No es poco poder el que tiene, para ser tan poquita cosa.

– Con una voluntad fuerte, incluso los débiles pueden tener grandes poderes.

Enarcó una ceja gruesa como una oruga.

– ¿Quién le dijo «o?

– Mi madre.

Eliza recordó demasiado tarde que se suponía que no debía mencionar a su madre. Con el corazón palpitante, esperó a ver qué decía el hombre.

Él la miró, masticando lentamente.

– Me atrevería a decir que sabía de qué estaba hablando. Las madres tienden a tener razón en la mayoría de las cosas.

El cálido escozor del alivio.

– Mi madre murió.

– También la mía.

– Ahora vivo aquí.

Asintió.

– Diría que sí.

– Mi nombre es Eliza.

– Y el mío Davies.

– Tú eres muy viejo.

– Tan viejo como mi meñique y un poquito más viejo que mis dientes.

Eliza respiró hondo.

– ¿Eres un pirata?

Rió, un resoplido profundo como el humo de una chimenea sucia.

– Lamento decepcionarla, mi niña, soy jardinero, igual que mi padre antes que yo. El que cuida del laberinto, si vamos a entrar en detalles.

Eliza frunció la nariz.

– ¿Cuidador del laberinto?

– Mantengo el laberinto en condiciones. -Como el rostro de Eliza no dio señales de comprensión, Davies señaló los dos altos setos detrás de él flanqueados por una verja metálica-. Es como un puzle hecho con setos. El objetivo es encontrar el camino sin perderse.

¿Un puzle que pudiera contener a una persona? Eliza nunca había oído nada semejante.

– ¿Adónde conduce?

– Ah, va y vuelve. Si tienes suerte y vas por el sendero correcto, te encuentras al otro lado de la finca. Si no tienes tanta suerte -sus ojos se abrieron ominosos-, lo más seguro es que mueras de hambre antes de que alguien sepa que estás perdida. -Se inclinó hacia ella, bajando la voz-. Con frecuencia me encuentro los huesos de esas almas desafortunadas.

La excitación ahogó la voz de Eliza hasta volverla un susurro.

– ¿Y si lo atravieso? ¿Qué encontraré al otro lado?

– Otro jardín, un jardín especial, y una pequeña cabaña. Justo al borde del acantilado.

– He visto la cabaña. Desde la playa.

Asintió.

– Diría que la vio.

– ¿De quién es la cabaña? ¿Quién vive allí?

– Nadie lo sabe. Lord Archibald Mountrachet -su bisabuelo- la construyó cuando estuvo a cargo. Hay quienes dicen que fue construida como puesto de vigía, como señalización.

– ¿Para los contrabandistas, los piratas de Tregenna?

Sonrió.

– Veo que Mary Martin le ha llenado la cabeza de cuentos.

– ¿Puedo ir a verla?

– Nunca la encontrará.

– Lo haré.

Sus ojos brillaron mientras la retaba.

– Jamás, nunca encontrará el camino a través del laberinto. Incluso si lo consigue, nunca sabrá cómo cruzar la puerta secreta y entrar en el jardín de la cabaña.

– ¡Lo haré! Déjame intentarlo, por favor, Davies.

– Me temo que no es posible, señorita Eliza -dijo Davies, poniéndose serio-. No hay nadie que haya cruzado todo el laberinto en mucho tiempo. Lo cuido hasta cierto punto, pero sólo voy tan lejos como me lo permiten. Seguro que ha crecido demasiado más allá.

– ¿Por qué nadie lo ha cruzado?

– Su tío lo cerró hace ya tiempo. Nadie lo ha atravesado desde entonces. -Se inclinó hacia ella-. Su madre sí que conocía el laberinto como el dorso de su mano. Casi tan bien como yo.

Sonó una campana en la distancia.

Davies se quitó el sombrero y se secó la sudada frente.

– Más vale que vuelva corriendo, señorita. Ésa es la campana del almuerzo.

– ¿Vas a venir al almuerzo?

Rió.

– El personal no almuerza, señorita Eliza, eso no es lo correcto. Ahora es el momento de su cena.

– Entonces, ¿vas a venir a cenar?

– No como en la casa. Hace mucho tiempo que no lo hago.

– ¿Por qué no?

– No es un lugar donde me guste estar.

Eliza no comprendió.

– ¿Por qué no?

Davies se acarició la barba.

– Estoy más contento junto a mis plantas, señorita Eliza. Hay quienes están hechos para la compañía de los hombres, otros que no. Yo soy de los otros: contento en mi propio muladar.

– Pero ¿por qué?

Exhaló aire lentamente, como un gran gigante cansado.

– Algunos lugares hacen que se le ericen los cabellos a un hombre, no van bien con el modo de ser de una persona. ¿Entiende lo que digo?

Eliza pensó en su tía en el cuarto de color borgoña la noche anterior, el mastín, las sombras y la luz de las velas luchando fieramente en los muros. Asintió.

– La joven Mary es una buena chica. Ella la cuidará cuando esté en la casa. -Frunció algo el ceño mientras la miraba-. No es bueno confiar demasiado rápidamente, señorita Eliza. No es bueno para nada, ¿me oye?

Eliza asintió solemne, porque parecía que la solemnidad era lo que se le requería.

– Ahora vaya, señorita. Llegará tarde al almuerzo y milady hará que le sirvan su corazón en bandeja para la cena. A ella no le gusta que se rompan las reglas, y eso es un hecho.

Eliza sonrió, aunque Davies no lo hizo. Se volvió, deteniéndose cuando vio algo en una de las ventanas superiores, algo que ya había visto el día anterior. Un rostro, pequeño y vigilante.

– ¿Quién es? -preguntó.

Davies se volvió y miró hacia la casa. Asintió levemente en dirección a la ventana superior.

– Creo que la señorita Rose.

– ¿La señorita Rose?

– Su prima. La hija de su tía y su tío.

Eliza abrió enorme los ojos. ¿Su prima?

– Solíamos verla con frecuencia por los jardines, una pequeña cosita brillante, pero hace unos años enfermó y con eso terminó todo. Milady empleó todo su tiempo y una buena cantidad de dinero intentando recomponer lo que fuera que estuviera mal, y el joven doctor del pueblo siempre anda yendo y viniendo.

Eliza seguía mirando a la ventana. Alzó lentamente la mano, los dedos abiertos como la estrella de mar de la playa. La agitó de un lado a otro, mirando cómo el rostro desaparecía con rapidez en la oscuridad.

Una leve sonrisa apareció en el rostro de Eliza.

– Rose -susurró, saboreando la dulzura de la palabra. Era exactamente como el nombre de una princesa de cuento de hadas.

24

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005


El viento azotó los cabellos de Cassandra, retorciendo su coleta de dentro afuera y al revés, como si fuera una serpentina. Se cubrió los hombros con su chaqueta e hizo una pausa momentánea para recuperar el aliento, mirando hacia la estrecha carretera costera que conducía hacia la villa, más abajo. Pequeñas cabañas blancas aferradas como lapas a la pequeña bahía rocosa, y botes pesqueros, rojos y azules, salpicaban el azul de la bahía, meciéndose sobre las olas mientras las gaviotas se zambullían y volaban en espiral sobre sus redes. El aire, incluso a esa altura, estaba saturado de la sal arrebatada a la superficie del mar.

La carretera era tan estrecha y tan pegada al borde del acantilado que Cassandra se preguntó cómo alguien podía haber tenido el coraje de conducir por allí. Altos y pálidos pastos costeros crecían a cada lado, temblando bajo el paso del viento. Cuanto más ascendía, más parecía aumentar la llovizna que flotaba en el aire.

Cassandra miró su reloj. Había subestimado cuánto tiempo le llevaría llegar a la cima, por no mencionar el cansancio que dejaría sus piernas de mantequilla a medio camino. El cansancio por el viaje y la falta de sueño reparador.

La noche anterior había dormido muy mal. El cuarto, la cama, eran lo suficientemente cómodos, pero se había visto acosada por extraños sueños, de esos que persisten al despertar pero que se escabullen de la memoria cuando intentas atraparlos. Sólo las ascuas de la inquietud permanecieron.

En algún momento de la noche se había despertado por motivos más materiales. Un ruido, como el sonido de una llave en la puerta de su dormitorio. Había estado segura de que había sido eso, el insertar y el forcejeo, mientras al otro lado alguien intentaba hacer girar la llave, pero cuando lo mencionó la mañana siguiente en recepción la empleada la miró de forma extraña antes de decir con voz helada que el hotel usaba tarjetas, no llaves metálicas, para abrir las puertas. Lo que había oído fue sólo el viento jugando con los viejos herrajes de bronce.

Cassandra continuó subiendo la colina. No podía estar mucho más lejos; la mujer de la tienda del poblado le había dicho que era una caminata de veinte minutos y llevaba ascendiendo más de treinta.

Dobló una curva y vio un coche rojo estacionando a un lado de la carretera. Un hombre y una mujer permanecían de pie, mirándola; él era alto y delgado, mientras que ella era baja y gruesa. Por un momento, Cassandra pensó que serían turistas disfrutando de la vista, pero cuando ambos alzaron la mano al unísono y la saludaron, supo quiénes debían de ser.

– ¡Hola! -dijo el hombre, acercándosele. Era de mediana edad, aunque sus cabellos y su barba, blanca como el azúcar, daban la impresión de un rostro muy mayor-. Usted debe de ser Cassandra. Yo soy Henry Jameson y ella -dijo indicando a la sonriente mujer- es mi esposa, Robyn.

– Encantada de conocerla -dijo Robyn, hablando por encima del hombro de su esposo. Sus cabellos grises cortados estilo paje rozaban sus mejillas rosadas, tersas y redondas como manzanas.

Cassandra sonrió.

– Gracias por aceptar venir un sábado, de veras se lo agradezco.

– No tiene importancia -repuso Henry, pasándose una mano por la cabeza para retirarse los finos cabellos desordenados por el viento-. Ningún problema. Sólo espero que no le moleste que Robyn se haya sumado.

– Por supuesto que no, ¿por qué habría de molestarle? -intervino Robyn-. No le molesta, ¿verdad?

Cassandra negó con la cabeza.

– ¿Qué te dije? No le importa en absoluto. -Cogió a Cassandra por la muñeca-. No es que tuviera muchas posibilidades de impedírmelo. Se habría buscado el divorcio de haberlo intentado siquiera.

– Mi esposa es la secretaria de la sociedad histórica local -explicó Henry, con un dejo de disculpa filtrándose en su voz.

– He publicado una serie de pequeños folletos sobre la zona. Casi todos sobre historias de familias locales, sitios de importancia, grandes casas. El más reciente es sobre el contrabando. Estamos a punto de publicar todos los artículos en una página de Internet.

– Se ha propuesto tomar el té en todas las grandes casas del condado.

– Sin embargo, he vivido en este pueblo toda mi vida y nunca he puesto siquiera un pie en este viejo lugar. -Robyn sonrió de modo que le brillaron las mejillas-. No me avergüenza decírselo, tengo más curiosidad que un gato.

– Jamás lo habríamos sospechado, querida -dijo cansadamente Henry, indicando la colina-. Tenemos que continuar a pie de aquí en adelante, el camino ya no sigue más allá.

Robyn abrió la marcha, caminando decidida por el estrecho sendero entre los pastos. Al ascender, Cassandra comenzó a observar a los pájaros. Cientos de pequeñas golondrinas marrones, llamándose unas a otras mientras pasaban de una rama espinosa a otra. Tuvo la extraña sensación de ser observada, como si los pájaros se empujaran para echarles un ojo a los intrusos humanos. Tembló levemente, y luego se reprendió por actuar de modo infantil, inventando misterios donde sólo había un ambiente peculiar.

– Fue mi padre quien se encargó de la venta a su abuela -dijo Henry, acortando sus largos pasos para caminar detrás de Cassandra-. En el setenta y cinco. Yo había comenzado en el negocio, como escribano, pero me acuerdo de la venta.

– Todos recuerdan la venta -añadió Robyn-. Fue la última parte de la propiedad que se vendió. Había gente que juraba que la cabaña nunca se vendería.

Cassandra miró hacia el mar.

– ¿Por qué? La casa ha de haber contado con una bella vista.

Henry miró a Robyn, que había detenido su marcha para recobrar el aliento, una mano sobre el pecho.

– Bueno, eso es bien cierto -contestó-, pero…

– Corrían algunos chismes por el pueblo -dijo Robyn entre jadeos-. Rumores y cosas así… sobre el pasado.

– ¿Qué clase de cosas?

– Rumores absurdos -señaló Henry con firmeza-, cosas sin sentido, de esas que se dan en cualquier pueblecito inglés.

– Se decía que estaba encantada -continuó Robyn, en voz baja.

Henry rió.

– Encuéntrame una casa en Cornualles que no lo esté.

Robyn hizo un gesto con sus pálidos ojos azules.

– Mi esposo es un pragmático.

– Y mi esposa una romántica -respondió Henry-. La Cabaña del Acantilado es de piedra y mortero, al igual que todas las casas de Tregenna. No está más encantada que yo.

– Y tú te dices hombre de Cornualles. -Robyn se acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja y miró a Cassandra con ojos entornados-. ¿Cree en fantasmas, Cassandra?

– Me parece que no. -Cassandra pensó en la extraña sensación que le habían producido los pájaros-. Al menos no en los que se presentan haciendo ruido por las noches.

– Entonces es una muchacha sensata -dijo Henry-. Lo único que ha entrado y salido de la Cabaña del Acantilado en los últimos treinta años es algún gracioso de la zona que ocasionalmente quiere darle un susto a sus amigos. -Henry sacó un pañuelo con sus iniciales bordadas del bolsillo de su pantalón, lo dobló por la mitad y se secó la frente-. Vamos, querida Robyn. Estaremos todo el día si no seguimos y el sol está que arde. Esta semana tenemos los coletazos del verano.

La pronunciada pendiente y el angosto sendero hacían que cualquier conversación resultara dificultosa, y caminaron los últimos metros en silencio. Ralos pastos pálidos brillaban trémulos mientras el viento susurraba suavemente entre ellos.

Por fin, después de pasar a través de una desordenada maraña de setos, llegaron a un muro de piedra. Tenía al menos tres metros de altura, y resultaba fuera de lugar después de la caminata sin haber visto una sola cosa hecha por la mano del hombre. Un arco de hierro flanqueaba la puerta de la entrada, los fibrosos zarcillos de una enredadera se habían enroscado en ella, calcificándose con el paso del tiempo. Un cartel que en su día debió de haber estado adherido a la verja colgaba ahora de una esquina. Líquenes verde pálido y marrón habían crecido como costras en su superficie, llenando las curvas hendiduras de las letras. Cassandra inclinó la cabeza para leer las palabras: «Manténgase alejado o aténgase a las consecuencias».

– Este muro es un añadido relativamente reciente -indicó Robyn.

– Cuando dice reciente, mi esposa se refiere a que tiene sólo cien años de antigüedad. La cabaña debe de tener tres veces esa edad. -Henry se aclaró la garganta-. Ahora, se dará cuenta de que este viejo lugar está necesitado de arreglos.

– Tengo una fotografía -dijo Cassandra sacándola de su bolso.

Henry enarcó las cejas mientras la examinaba.

– Diría que fue tomada antes de la venta. Ha cambiado bastante desde entonces. No ha sido muy cuidada, como verá. -Extendió el brazo izquierdo para abrir la verja de hierro e hizo una señal con la cabeza-. ¿Entramos?

Un sendero de piedra llevaba a la casa bajo un emparrado de viejos rosales con ramas artríticas. La temperatura descendió al pasar al jardín. La impresión general era de oscuridad y abatimiento. Y quietud, una extraña quietud. Incluso el ruido del mar parecía apagado. Era como si la tierra dentro de los confines del muro de piedra estuviera dormida. Esperando algo, o a alguien, que la despertara.

– Cabaña del Acantilado -anunció Henry, al llegar al final del sendero.

Los ojos de Cassandra se abrieron como platos. Ante ella había una enorme maraña de arbustos, gruesos y nudosos. Hojas de hiedra, verde oscuro de bordes angulosos, colgaban de todas partes, extendiéndose por delante de los espacios donde debían de estar las ventanas. Si no hubiera sabido que el edificio estaba allí se habría visto en dificultades para distinguirlo bajo las enredaderas.

Henry tosió; las disculpas enrojecieron una vez más su rostro.

– Sin duda ha sido abandonada a su suerte.

– Nada que una buena limpieza no pueda arreglar -dijo Robyn, con forzado optimismo, capaz de reflotar barcos hundidos-. No hay por qué desesperar. ¿Han visto lo que hacen en esos nuevos programas de la televisión? ¿Les llegan a Australia?

Cassandra asintió distraída, intentando distinguir el tejado.

– Dejaré que usted tenga el honor -ofreció Henry, buscando la llave en su bolsillo.

Era sorprendentemente pesada, larga y con un remate decorado, unos bucles de bronce con un bello diseño. Mientras la tomaba, Cassandra sintió un destello de reconocimiento. Ya había sostenido una llave como ésa. ¿Cuándo?, se preguntó. ¿En el stand de anticuario? La imagen era poderosa, pero el recuerdo no se aclaraba.

Cassandra avanzó hasta el umbral de piedra de la puerta. Podía distinguir la cerradura, a pesar de la telaraña de hiedras adherida a la puerta.

– Con esto conseguiremos nuestro objetivo -indicó Robyn, sacando unas tijeras de podar de su bolso-. No me mires así, querido -le dijo a Henry cuando éste enarcó una ceja-. Soy una muchacha de campo, siempre estoy preparada.

Cassandra tomó la herramienta y cortó los tallos, uno por uno. Cuando todos colgaron, desprendidos, hizo una momentánea pausa y pasó suavemente la mano sobre la madera quemada por la sal. Una parte de ella no quería avanzar, satisfecha con quedarse en el umbral del conocimiento, pero cuando miró sobre su hombro tanto Henry como Robyn asintieron, alentándola. Empujó la llave en la cerradura con ambas manos y la hizo girar.

El olor fue lo primero que le impactó, húmedo y fértil, rico en estiércol de animales. Como las selvas tropicales en Australia, cuyas frondas ocultaban un mundo diferente de húmeda fertilidad. Un ecosistema cerrado, alerta ante los desconocidos.

Dio un breve paso hacia el recibidor. La puerta principal permitía que entrara suficiente luz para revelar mohosas motas flotando perezosas en el aire rancio, demasiado leves, demasiado cansadas para caer. El suelo era de madera y a cada paso sus zapatos hacían un ruido blando, como disculpándose.

Llegó al primer cuarto y espió por la puerta. Era oscuro, las ventanas cubiertas por décadas de suciedad. Mientras sus ojos se adaptaban Cassandra pudo ver que era una cocina. Una pálida mesa de madera con patas delgadas, en el centro, dos sillas de enea a cada lado. Había una negra cocina en un hueco en el muro distante, las telarañas formando una espesa cortina frente a ella, y en un rincón, una rueca, que todavía estaba enhebrada con lana oscura.

– Es como un museo -susurró Robyn-, sólo que más polvoriento.

– No creo que pueda ofrecerles una taza de té -bromeó Cassandra.

Henry había avanzado más allá de la rueca y señalaba a un recoveco en el muro de piedra.

– Allí hay unas escaleras.

Unas estrechas escaleras se elevaban rectas antes de girar, abruptamente, al llegar a una pequeña plataforma. Cassandra puso un pie en el primer escalón, comprobando su resistencia. Lo suficientemente fuerte. Con cautela, comenzó a ascender.

– Ahora, con cuidado -advirtió Henry, siguiéndola, las manos extendidas detrás de Cassandra, en un vago y gentil intento de protección.

Cassandra llegó a la pequeña plataforma y se detuvo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Henry.

– Un árbol, un árbol enorme, bloqueando por completo el paso. Cayó desde el tejado.

Henry espió por encima de su hombro.

– No creo que las tijeras de podar de Robyn vayan a ser de mucha utilidad -dijo-, no esta vez. Hace falta un podador profesional. -Comenzó a descender las escaleras-. ¿Alguna idea, Robyn? ¿A quién llamarías para retirar un tronco caído?

Cassandra lo siguió y llegó al final de la escalera cuando Robyn respondía:

– El chico de Bobby Blake debería poder hacerlo.

– Un muchacho de la zona -explicó Henry a Cassandra-. Trabaja como paisajista. Hace la mayor parte de los trabajos para el hotel, y no conseguirá una recomendación mejor que ésa.

– Voy a llamarlo, si os parece -propuso Robyn-. Le preguntaré cómo tiene la semana de trabajo. Me iré hasta el acantilado a ver si puedo conseguir señal para el móvil. El mío ha estado muerto como un picaporte desde que pusimos pie aquí dentro.

Henry sacudió la cabeza.

– Han pasado más de cien años desde que Marconi recibió su señal, y mira adonde nos ha llevado ahora la tecnología. ¿Sabía que la señal fue enviada desde aquí cerca, un poco más abajo desde la cala Poldhu?

– ¿De veras? -Mientras caía en la cuenta de la magnitud del deterioro, Cassandra comenzó a sentirse cada vez más abrumada.

Aunque agradecía a Henry haberla acompañado, no estaba segura de ser capaz de fingir interés por una disertación sobre los inicios de la telecomunicación. Hizo a un lado una cortina tejida de telarañas y se apoyó contra el muro, poniendo una estoica sonrisa de cortés aliento.

Henry pareció percibir su estado de ánimo.

– Lamento muchísimo que la cabaña se encuentre en semejante estado -dijo-. No puedo evitar sentirme en parte responsable, siendo la persona poseedora de la llave.

– Estoy segura de que no hay nada que pudiera haber hecho. En particular si Nell le pidió a su padre que no lo hiciera. -Cassandra sonrió-. Además, habría sido allanamiento de una propiedad privad^, y el cartel de la entrada es muy claro al respecto.

– Cierto, y su abuela fue específica respecto a no tocar nada. Dijo que la casa era muy importante para ella y quería seguir la restauración personalmente.

– Creo que tenía planes para mudarse aquí -explicó Cassandra-. De forma permanente.

– Sí-dijo Henry-. Eché un vistazo a los viejos documentos cuando supe que nos encontraríamos con usted esta mañana. Todas sus cartas mencionan su venida hasta una que fue escrita a principios de 1976. Decía que las circunstancias habían cambiado y que no regresaría, al menos por un tiempo. Le pidió a mi padre que guardara la llave, para saber dónde ir a buscarla cuando fuera el momento. -Miró a su alrededor-. Pero nunca lo hizo.

– No -dijo Cassandra.

– Sin embargo ahora está usted aquí -añadió Henry con renovado entusiasmo.

– Sí.

Se oyó un ruido en la puerta; ambos dirigieron hacia allí la vista.

– He hablado con Michael -anunció Robyn, guardando su teléfono-. Dice que vendrá el miércoles por la mañana para ver qué hace falta. -Se volvió a Henry-. Vamos, mi amor, nos esperan en casa de Marcia para el almuerzo, y ya sabes cómo se pone cuando llegamos tarde.

Henry enarcó sus cejas.

– Nuestra hija tiene muchas virtudes, pero la paciencia no está entre las principales.

Cassandra sonrió.

– Gracias por todo.

– Ahora no se le vaya a ocurrir mover usted sola ese tronco -dijo-, por muy ansiosa que esté por echar un vistazo al piso superior.

– Se lo prometo.

Mientras caminaban por el sendero hacia la verja, Robyn se volvió a Cassandra.

– Usted es igual a ella, ¿sabe?

Cassandra parpadeó.

– Su abuela. Tiene sus mismos ojos.

– ¿La conoció?

– Sí, claro, incluso antes de que comprara la cabaña. Una tarde vino al museo en donde estaba trabajando. Me hizo preguntas sobre la historia del lugar. En concreto, algunas sobre las antiguas familias.

La voz de Henry llegó desde el borde del acantilado.

– Vamos, Robyn, querida. Marcia nunca nos perdonará si se le quema la carne.

– ¿Sobre la familia Mountrachet?

Robyn hizo un gesto en dirección a Henry.

– Los mismos, sobre los que vivían en la mansión. También de los Walker. El pintor y su esposa, y la escritora que publicó los cuentos de hadas.

– ¡Robyn!

– Sí, sí, ya voy. -Hizo un gesto con los ojos a Cassandra-. Este esposo mío tiene tanta paciencia como un petardo encendido. -Y luego salió a la carrera tras él, mientras su voz le llegaba a Cassandra flotando en la brisa marina diciéndole que los llamara cuando quisiera.

25

Tregenna, Cornualles, 1975


El Museo de Pesca y Contrabando de Tregenna estaba ubicado en un pequeño edificio encalado en un extremo de la bahía, y aunque el cartel escrito a mano de la ventana dejaba bien claro las horas de funcionamiento, Nell había pasado tres días en el pueblo antes de que finalmente pudiera echar un vistazo a su interior.

Empujó el picaporte y abrió la puerta baja, cubierta por una cortinilla bordada.

Detrás del escritorio, una mujer muy peripuesta con cabellos castaños hasta los hombros. Más joven que Lesley, pensó Nell, pero con un porte infinitamente mayor. La mujer se puso de pie cuando vio a Nell, de manera que la parte alta de sus piernas empujó el mantel bordado y una pila de papeles hacia ella. Tenía el aspecto de una niña sorprendida asaltando un tarro de galletas.

– No… no esperaba visitantes -dijo, espiando por encima de la montura de sus gafas.

Tampoco parecía demasiado interesada en verlos. Nell extendió su mano.

– Nell Andrews. -Miró el nombre de la placa del escritorio-. ¿Y usted debe de ser Robyn Martin?

– No recibimos muchos visitantes, y menos en temporada baja. Voy a buscar la llave. -Ordenó los papeles del escritorio, y recogió un mechón de cabellos detrás de su oreja-. Los expositores están algo polvorientos -advirtió, con un deje acusatorio en la voz-. Pero es por allí.

La mirada de Nell siguió el movimiento del brazo de Robyn. Más allá de las puertas de cristal, cerradas, una habitación adjunta exhibía varias redes, anzuelos y cañas. Fotografías en blanco y negro de barcos, tripulaciones y ensenadas colgaban de las paredes.

– En realidad -dijo Nell-, estoy buscando una información muy concreta. Un empleado de la estafeta de correos me dijo que tal vez usted podría ayudarme.

– Mi padre.

– ¿Perdón?

– Mi padre es el encargado de la estafeta.

– Sí -dijo Nell-, bueno, él pensó que tal vez pudiera ayudarme. La información que estoy buscando no tiene nada que ver ni con la pesca ni con el contrabando. Es sobre la historia local. Sagas familiares, para ser exacta.

El cambio en Robyn fue instantáneo.

– ¿Por qué no lo dijo antes? Trabajo en el museo de pesca para contribuir con la comunidad, pero la historia social de Tregenna es mi especialidad. Por aquí. -Buscó entre los papeles que tenía desperdigados por el escritorio y puso uno en manos de Nell-. Éste es el texto para un folleto turístico que estoy preparando, y estoy terminando el borrador de un artículo sobre las grandes mansiones. Hay un editor en Falmouth que está interesado. -Observó la hora en su reloj de pulsera de plata-. Me encantaría hablar con usted, sólo que tengo que irme…

– Por favor -rogó Nell-. He venido de muy lejos y no le robaré mucho tiempo. Si pudiera usted dedicarme unos minutos…

Robyn apretó los labios mientras miraba a Nell con ojos de ratón.

– Puedo hacer algo mejor que eso -dijo, asintiendo decidida-. La puedo llevar conmigo.


* * *

Un manto de niebla espesa había caído con la marea alta y conspiraba con el atardecer para quitarle el color al pueblo. Mientras subían por las estrechas callejas, todo se tornó gris. El rápido cambio de tiempo había agitado a Robyn. Caminaba con rapidez, por lo que Nell, a pesar de su natural paso veloz, tuvo que apresurarse para seguirla. Aunque Nell sentía curiosidad por saber adónde se dirigían con tanta premura, el ritmo era tal, que no tuvo ocasión de preguntárselo.

Al final de la calle, llegaron a una casita blanca con un cartel que decía «Cabaña Pilchard». Robyn golpeó en la puerta y esperó. No había luces en el interior por lo que acercó su muñeca a los ojos para poder ver la hora.

– Todavía no hay nadie en casa. Siempre le decimos que vuelva a casa temprano, antes de que caiga la niebla.

– ¿A quién?

Robyn echó una mirada a Nell como si por un momento hubiera olvidado que estaba con ella.

– A Gump, mi abuelo. Sale todos los días a ver los barcos. Era pescador. Hace ya veinte años que se retiró, pero no está contento a menos que sepa qué hombres han salido y qué han pescado. -Se le ahogó la voz-. Le decimos que no se quede cuando cae la niebla, pero no hace caso a nadie…

Guardó silencio y miró a lo lejos.

Nell miró en la misma dirección, observando cómo un fragmento de espesa niebla parecía oscurecerse. Una figura se acercó a ellos.

– ¡Gump! -llamó Robyn.

– Sin escándalos, hijita -se escuchó una voz en la niebla-. Sin escándalos. -Salió de la penumbra, subió los tres escalones de hormigón e hizo girar la llave en la cerradura-. Bueno, no se queden ahí paradas tiritando como un par de tordos -dijo por encima de su hombro-. Entren a calentarse un poco.

En el estrecho pasillo, Robyn ayudó al anciano a quitarse su impermeable cuarteado de sal y sus botas negras, para luego guardarlo todo en un banco bajo de madera.

– Estás empapado, Gump -lo regañó su nieta, agarrándolo de la camisa a cuadros-. Vamos a cambiarte por ropa seca.

– Bah -dijo el anciano, palmeando la mano de la mujer-. Me sentaré un rato junto al fuego y quedaré seco como un hueso para cuando me hayas traído un poco de té.

Robyn enarcó levemente una ceja en dirección a Nell mientras Gump avanzaba hacia el cuarto principal; su gesto decía: ¿Ves con lo que tengo que lidiar?

– Gump tiene casi noventa años, pero se niega a dejar su casa -dijo en voz baja-. Entre todos nos aseguramos de que tenga su cena todas las noches. Yo me ocupo de lunes a miércoles.

– Está bien para tener noventa.

– Su vista ha comenzado a fallarle y sus oídos no son de lo mejor, pero sigue empeñado en asegurarse que «sus muchachos» regresen a salvo a puerto, sin importarle su propia debilidad. Dios me ayude si llega a lastimarse cuando lo estoy cuidando. -Le observó por encima de sus gafas, encogiéndose al ver a su abuelo tropezar con la alfombra, al dirigirse hacia el sillón-. Supongo que no… Es decir, me pregunto si usted se quedaría con él un rato mientras enciendo el fuego y pongo la tetera. Me sentiré mejor cuando esté seco.

Seducida por la exquisita promesa de averiguar por fin algo sobre su familia, eran muy pocas las cosas a las que Nell no accedería. Asintió y Robyn sonrió aliviada antes de apresurarse y atravesar la puerta, siguiendo a su abuelo.

Gump se había sentado en el sillón de cuero marrón con una manta sobre su regazo. Por un momento, mientras observaba la manta, Nell pensó en Lil y en las mantas que había tejido para cada una de sus hijas. Se preguntó qué pensaría su madre de esta búsqueda en la que se había embarcado, si entendería por qué era tan importante para Nell el reconstruir los primeros cuatro años de su vida. Probablemente no. Lil siempre había creído que el deber de una persona era hacer lo mejor con lo que le había tocado en suerte. No tenía sentido preguntarse qué podía haber sido, solía decir, todo lo que importa es lo que es. Lo cual estaba muy bien para Lil, quien conocía la verdad sobre sí misma.

Robyn se puso de pie, las llamas avivadas saltando hambrientas de un papel a otro, detrás de la rejilla.

– Ahora voy a buscar el té, Gump, y a preparar la cena. Mientras estoy en la cocina, mi amiga… -miró inquisitiva a Nell-. Lo siento…

– Nell, Nell Andrews.

– … Nell se va a quedar contigo, Gump. Está visitando Tregenna y está interesada en las familias del lugar. Tal vez puedas contarle algo acerca del pueblo mientras estoy en la cocina.

El anciano extendió sus manos, manos sobre las que una vida de tirar de las cuerdas y preparar anzuelos con carnada había escrito su historia.

– Pregúnteme cualquier cosa -dijo- y le diré todo lo que sé.

Mientras Robyn desaparecía a través de una puerta baja, Nell buscó un lugar donde sentarse. Se acomodó en una silla de respaldo verde, junto al fuego, disfrutando del calor mientras el fuego ardía en su costado.

Gump alzó la vista de la pipa que estaba preparando y asintió, alentándola. Aparentemente, era el turno de ella.

Nell se aclaró la garganta y movió levemente los pies sobre la alfombra, preguntándose por dónde comenzar. Decidió que no tenía sentido andar dando vueltas.

– Es la familia Mountrachet la que me interesa.

La cerilla que Gump había prendido chispeó, y éste aspiró vigorosamente su pipa.

– He preguntado en el pueblo, pero parece que nadie sabe nada sobre ellos.

– Ah, sí que saben -dijo, exhalando el humo-. Sólo que no hablan de ello.

Nell alzó las cejas.

– ¿Y eso a qué se debe?

– A la gente de Tregenna le gustan las buenas historias, pero son, en general, supersticiosos. Hablamos contentos de cualquier cosa que se le ocurra, pero si le pregunta a la gente qué fue lo que pasó allá arriba, en el acantilado, la gente cierra la boca.

– Ya me he dado cuenta -asintió Nell-. ¿Es porque los Mountrachet poseían un título de nobleza? ¿De clase alta?

Gump resopló.

– Tenían dinero, pero no hable usted de clase. -Se inclinó hacia delante-. Fue un título pagado con la sangre derramada de inocentes. En 1724 fue. Una terrible tormenta se desató una tarde, la peor en años. El faro perdió su techo y la llama de la nueva lámpara de aceite se apagó como si no fuera más que una vela. La luna estaba oculta y la noche era negra como mis botas. -Los pálidos labios se apretaron en torno a la pipa. Aspiró lenta y profundamente, disfrutando de su relato-. La mayoría de los barcos pesqueros locales habían regresado temprano, pero una balandra de doble mástil y con tripulación extranjera seguía en el estrecho.

»La tripulación de esa balandra nunca tuvo su oportunidad. Dicen que las olas llegaban hasta la mitad de los acantilados de Sharpstone y que la embarcación fue lanzada contra las rocas con tanta fuerza que comenzó a hacerse pedazos antes de llegar a la ensenada. Hubo crónicas en los periódicos y una investigación del gobierno pero nunca recuperaron mucho más que unas pocas piezas de cedro rojo del casco. Culparon a los librecambistas, claro.

– ¿Librecambistas?

– Contrabandistas -precisó Robyn, quien había aparecido con la bandeja del té.

– Pero no fueron ellos quienes se hicieron con la carga del barco -continuó Gump-. Qué va. Fue la familia quien lo hizo. La familia Mountrachet.

Nell tomó una taza que le ofrecía Robyn.

– ¿Los Mountrachet eran contrabandistas?

Gump lanzó una carcajada seca, de bebedor, y tomó un sorbo de té.

– No eran nada tan digno como eso. Los contrabandistas hacen su papel para eliminar el exceso impositivo de productos traídos por los barcos que naufragan, pero también hacen su papel para rescatar a las tripulaciones. Lo que pasó esa noche en la cala de Blackhurst fue cosa de ladrones. Ladrones y asesinos. Mataron a todos los tripulantes, robaron la mercadería de la bodega del barco, y después a la mañana siguiente, antes de que nadie tuviera oportunidad de averiguar lo sucedido, arrastraron el barco y los cuerpos mar adentro y los hundieron. Se hicieron con una fortuna: cofres con perlas, marfil, abanicos de la China y joyas de España.

– En los años siguientes, Blackhurst realizó reformas masivas -Robyn continuó con la historia, acomodada en el escabel de su abuelo, tapizado con un desvaído terciopelo-. Acabo de escribir sobre eso en mi folleto «Grandes mansiones de Cornualles». Eso fue cuando construyeron el tercer piso y gran cantidad de los adornos del jardín. Y el señor Mountrachet recibió un título nobiliario del rey.

– Es increíble lo que pueden conseguir unos regalos bien elegidos.

Nell sacudió la cabeza y se movió incómoda. Ahora no era momento de mencionar que esos asesinos y ladrones eran sus antepasados.

– Pensar que se salieron con la suya…

Robyn miró a Gump, quien se aclaró la garganta.

– Bueno, en verdad -murmuró-, yo no diría tanto.

Nell miró a uno y a otra, confundida.

– Hay peores castigos que los que imparte la ley. Recuerde mis palabras, hay peor castigo que ése. -Gump exhaló aire entre sus labios apretados-. Después de lo que pasó en la ensenada, la familia fue maldecida, todos y cada uno de ellos.

Nell se reclinó en su silla, decepcionada. Una maldición familiar. Justo cuando había creído estar a punto de recibir alguna información fidedigna.

– Cuéntale lo del barco, Gump -dijo Robyn, como si hubiera percibido la decepción de Nell-. El barco negro.

Encantado de hacerlo, Gump aumentó el volumen de su voz como para mostrar su compromiso con la historia.

– Puede que la familia hundiera el barco, pero no pudieron deshacerse de él, no por mucho tiempo. Todavía aparece en el horizonte. A veces, antes o durante una tormenta. Un gran balandro negro, un barco fantasma, acechando en la bahía. Persiguiendo a los descendientes de aquellos responsables.

– ¿Lo ha visto? ¿El barco?

El viejo sacudió la cabeza.

– Una vez creí verlo, pero me equivoqué, gracias a Dios. -Se inclinó hacia delante-. Es un viento maligno el que hace visible el barco. Dicen que la persona que ve el barco fantasma hace penitencia por su naufragio. Si lo ve, entonces la ven. Y todo lo que sé es que quienes admiten haberlo visto han tenido más mala suerte que la que cualquiera puede tolerar. El nombre del barco era Jacquard, pero por estos parajes lo llamamos el Negro Coche Fúnebre.

– Las tierras del Bosquecillo Negro, Blackhurst -razonó Nell-. Supongo que no es una coincidencia, ¿verdad?

– Una mujer astuta -dijo Gump, sonriendo a Robyn, con la pipa en sus labios-. Muy lista. Y hay quienes estarían de acuerdo en que por eso las tierras recibieron ese nombre.

– ¿Usted no?

– Yo siempre pensé que tenía que ver más con la enorme roca negra de la ensenada de Blackhurst. Hay un pasaje que atraviesa justo allí, ¿sabe? Solía salir de la cala a algún lugar de esas tierras y de allí al poblado. Una bendición para los contrabandistas, pero un pasaje temperamental. Algo sobre los ángulos y formas del túnel: si la marea subía más de lo esperado, un hombre dentro de las cuevas tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Esa roca ha sido carro fúnebre para muchas almas valientes a lo largo de los años. Si se ha acercado hasta las playas la habrá visto. Una monstruosa cosa angulosa.

Nell negó con la cabeza.

– No he visto la cala, aún no. Intenté visitar la casa ayer, pero las verjas estaban cerradas. Volveré mañana y dejaré una carta de presentación en el buzón. Con suerte los dueños me permitirán echar un vistazo. ¿Alguna idea de cómo son?

– Gente desconocida -dijo Robyn audaz-. De fuera del pueblo, hablan de convertirla en un hotel. -Se inclinó hacia delante-. Dicen que la mujer joven es escritora de ficción, romances y esas cosas. Es muy elegante y sus libros son bastante subidos de tono. -Apartó la mirada de su abuelo y se sonrojó-. No es que yo haya leído ninguno.

– Vi un anuncio de venta de parte de la propiedad en la agencia inmobiliaria del pueblo -dijo Nell-. Una pequeña casa llamada la Casa del Acantilado está a la venta.

Gump rió con sequedad.

– Y siempre lo estará. No hay nadie lo suficientemente tonto para comprarla. Hará falta más de una mano de pintura para limpiar ese lugar de todas las desdichas que ha visto.

– ¿Qué suerte de desdichas?

Gump, que hasta ese momento había ofrecido sus historias con abundante placer, se quedó, de pronto, silencioso frente a esta última pregunta. Un destello pareció cruzar su mirada.

– Ese lugar debería haber sido quemado hace ya años. Allí sucedieron cosas que no estuvieron nada bien.

– ¿Qué tipo de cosas?

– No quiera saberlo -dijo, con labios temblorosos-. Crea lo que le digo. Hay algunos lugares que no pueden renovarse con una mano de pintura fresca.

– No tenía intención de comprarlo -explicó Nell, sorprendida por su vehemencia-. Sólo pensé que sería una manera de echarle un vistazo a la propiedad.

– No hace falta ir por las tierras de Blackhurst para llegar hasta la caleta. Se puede ver desde la cima del acantilado. -Señaló con su pipa en dirección a la costa-. Tome el sendero que sube desde el pueblo en torno al acantilado y mire hacia Sharpstone: está debajo. La ensenada más bonita de todo Cornualles, salvo por esa roca brutal. No quedan señales de la sangre derramada en sus playas hace ya tanto.

El olor a carne y romero había aumentado y Robyn trajo platos y cucharas de la cocina.

– Se quedará a cenar, ¿verdad, Nell?

– Claro que se quedará -dijo Gump, reclinándose en su silla-. No pensarás enviarla de regreso en una noche como ésta. Afuera está más negro que su sombrero y el doble de tupido.


* * *

El guiso era delicioso y Nell necesitó de poca insistencia para servirse por segunda vez. Después, Robyn se excusó para lavar los platos, y Nell y Gump quedaron otra vez solos. El cuarto estaba ahora cálido, y sus mejillas rojas. Sintió la mirada de Nell y asintió cordial.

Había algo reconfortante en la compañía de William Martin, algo que te aislaba del mundo. Nell se dio cuenta de que ése era el poder del narrador de historias. Una habilidad para conjurar los colores de modo que lo demás pareciera desvaído. Y William Martin era un narrador nato, no cabía duda. Cuánto había que creer de sus relatos, era otro asunto. Tenía el indiscutible don de tejer la paja y volverla oro, pero sin embargo era probable que fuera la única persona que hubiera vivido durante los años por los que ella estaba interesada.

– Me pregunto -dijo, mientras el fuego entibiaba su costado, de modo que le escocía agradablemente- si de joven conoció a Eliza Makepeace. Era una escritora. Linus y Adeline Mountrachet eran sus tutores.

Hubo una pausa palpable. La voz de William se oyó, rasposa por el whisky.

– Todos conocían a Eliza Makepeace.

Nell respiró hondo. Por fin.

– ¿Sabe qué sucedió con ella? -inquirió, apresuradamente-. Al final, quiero decir.

Negó con la cabeza.

– Eso no lo sé.

Una nueva reticencia se había apoderado del comportamiento del anciano, una prevención que había estado ausente hasta ese momento. Pese a que su corazón se había llenado de esperanza, Nell sabía que tenía que avanzar con cuidado. No quería que el anciano se encerrara en su caparazón. No ahora.

– ¿Y antes, cuando vivía en Blackhurst? ¿Qué puede contarme?

– Dije que la conocía. No tuve oportunidad de tratarla mucho, no era bienvenido en la gran mansión. Los que estaban a su cargo tuvieron bastante que ver al respecto.

Nell insistió.

– Por lo que pude averiguar, Eliza fue vista por última vez en Londres en 1913. Estaba con una niña pequeña, Ivory Walker, de casi cuatro años de edad. La hija de Rose Mountrachet. ¿Se le ocurre alguna razón, cualquier motivo, por el cual Eliza podría haber estado planeando un viaje a Australia con la hija de otra persona?

– No.

– ¿Alguna idea de por qué la familia Mountrachet pudo haberle dicho a la gente que su nieta había muerto cuando en verdad estaba bien viva?

Se le quebró la voz.

– No.

– ¿Entonces usted sabía que Ivory estaba viva a pesar de los informes en contra?

El fuego chisporroteó.

– Eso no lo sabía, porque no fue así. Esa niña murió de escarlatina.

– Sí, sé que eso fue lo que se dijo en aquel momento. -Nell sentía su rostro caliente, y que le latían las sienes-. También sé que no es verdad.

– ¿Cómo puede saber una cosa así?

– Porque yo era esa niña. -A Nell se le quebró la voz-. Llegué a Australia cuando tenía cuatro años. Eliza Makepeace me puso en un barco cuando todos pensaron que había muerto, y nadie parece poder decirme por qué.

La expresión de William era difícil de interpretar. Dio la sensación de estar a punto de responder pero no lo hizo.

En cambio, se puso de pie, estiró los brazos y sacó la panza.

– Estoy cansado -dijo refunfuñando-. Es hora de que me vaya a acostar. -Llamó-: ¿Robyn? -Y otra vez más, más fuerte-: ¡Robyn!

– ¿Gump? -Robyn llegó de la cocina, con el trapo en la mano-. ¿Qué sucede?

– Me voy a dormir. -Comenzó a dirigirse hacia las estrechas escaleras en curva.

– ¿No quieres otra taza de té? Lo estábamos pasando tan bien.

William apoyó su mano en el hombro de Robyn al pasar a su lado.

– Pon la madera en el agujero cuando salgas, ¿de acuerdo? No querernos que se nos meta la niebla.

Mientras la sorpresa desorbitaba los ojos de Robyn, Nell recogió su abrigo.

– Debo marcharme.

– Lo siento mucho -se excusó Robyn-. No sé qué ha podido pasar. Está viejo, se cansa…

– Claro. -Nell terminó de abrocharse los botones. Sabía que debía disculparse, después de todo era por su culpa por lo que el anciano se había alterado, y sin embargo no pudo hacerlo. La decepción se le atravesó como una rodaja de limón en la garganta-. Gracias por su tiempo -alcanzó a decir al salir por la puerta a la opresiva humedad.

Nell miró hacia atrás cuando llegó al pie de la colina y vio que Robyn la seguía mirando. Alzó un brazo para saludar cuando la otra mujer hizo lo propio.

William Martin podía estar mayor y cansado, pero había algo más en su repentina partida. Nell debía saberlo, había guardado su propio espinoso secreto el tiempo suficiente como para reconocer a un espíritu herido como ella. William sabía más de lo que decía y la necesidad de Nell por descubrir la verdad era mayor que el derecho a la intimidad del anciano.

Apretó los labios y agachó la cabeza enfrentándose al viento. Estaba decidida a convencerlo para que le dijera todo lo que sabía.

26

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900


Eliza tenía razón: el nombre de «Rose» era perfecto para una princesa de un cuento de hadas, y por cierto Rose Mountrachet disfrutaba del raro privilegio de la belleza correspondiente a ese papel. Lo triste sin embargo, para la pequeña, era que los primeros once años de su vida habían sido cualquier cosa menos un cuento de hadas.

– Abre todo lo que puedas. -El doctor Matthews sacó la varilla de madera de su maletín de cuero y aplastó la lengua de Rose. Se inclinó hacia delante para examinarle la garganta, su rostro tan cerca que la niña tuvo la desagradable oportunidad de hacer una inspección recíproca de los pelos de su nariz-. Hmmm -murmuró, haciendo que sus pelos se agitaran.

Rose tosió débilmente, cuando al retirar la lengüeta le raspó la lengua.

– ¿Y bien, doctor? -Su madre salió de las sombras, tamborileando los pálidos dedos contra el vestido azul oscuro.

El doctor Matthews se irguió.

– Hizo bien en llamar, lady Mountrachet. Hay, en verdad, una inflamación.

La madre suspiró.

– Eso fue lo que pensé. ¿Tiene algún preparado, doctor?

Mientras el doctor Matthews describía el tratamiento recomendable, Rose volvió la cabeza hacia un costado y cerró los ojos. Bostezó levemente. Hasta donde podía recordar, había sabido que no iba a estar mucho tiempo en este mundo.

A veces, en momentos de mayor debilidad, Rose se permitía imaginar cómo podría ser su vida si no supiera su final, si el futuro se extendiera frente a ella, indefinidamente, una larga carretera con vueltas y más vueltas que no podía anticipar. Con postes indicadores que podían incluir el debut en sociedad, un marido, hijos. Una gran casa propia con la cual impresionar a las otras damas. Porque, oh, sí era sincera, cuánto deseaba una vida así.

Sin embargo, no se permitía imaginar esto con frecuencia. ¿Qué sentido tenía lamentarse? En cambio, esperaba, convalecía, trabajaba en su cuaderno de recortes. Leía, cuando podía, sobre lugares que nunca visitaría, y sobre hechos que nunca le serían de utilidad, para conversaciones que nunca mantendría. Esperando el próximo e inevitable, episodio que la llevara más cerca de El Fin, esperando que la próxima dolencia fuera un poquito más interesante que la anterior. Algo con menos dolor y mayor recompensa. Como la vez que se había tragado el dedal de mamá.

No había querido hacerlo, desde luego. Si no hubiera sido tan brillante, tan reluciente en su estuche de plata, no habría pensado en tocarlo. Pero lo era y lo cogió. ¿Qué niña de ocho años se hubiera comportado de otro modo? Había estado intentando balancearlo en la punta de la lengua, un poco como el payaso en su libro sobre el Circo Meggendorfer, el que balanceaba la pelota roja sobre su graciosa nariz puntiaguda. Ciertamente no era muy apropiado, pero ella sólo era una niña, y además, había estado realizando la prueba durante meses sin tropiezos.

El episodio con el dedal había resultado bien, después de todo. El doctor había sido llamado de inmediato, un nuevo médico joven que empezaba a ejercer en el pueblo. La revisó y auscultó e hizo lo que hacen los doctores, antes de hacer una temblorosa sugerencia respecto a una nueva herramienta de diagnóstico que podía serles de utilidad. Tomaría una fotografía que le permitiría observar dentro del estómago de Rose sin tener siquiera que levantar un escalpelo. Todos habían quedado satisfechos con la sugerencia: su padre, cuya experiencia con la cámara significó que fuera llamado para tomar la nueva fotografía; el doctor Matthews, porque fue capaz de publicar las fotos en una revista especializada llamada Lancet; y su madre, porque la publicación generó una oleada de excitación en sus círculos sociales.

En cuanto a Rose, el dedal fue expulsado (muy indecorosamente) unas cuarenta y ocho horas después y pudo regodearse en el conocimiento de que por fin había sido capaz de satisfacer a Padre, aunque sólo fuera brevemente. No es que él le hubiera dicho algo, ése no era su estilo, pero Rose era perspicaz cuando se trataba de reconocer los estados de ánimo de sus padres (aunque no los motivos que los originaban). Y el placer de Padre había hecho que el ánimo de Rose se elevara tan alto y liviano como uno de los suflés del cocinero.

– Con su permiso, lady Mountrachet, completaré el examen.

Rose suspiró mientras el doctor Matthews le levantaba el camisón para dejar al descubierto su estómago. Cerró los ojos con fuerza cuando los fríos dedos apretaron su piel, y pensó en su libro de recortes. Su madre había recibido una publicación de Londres con ilustraciones de lo último en moda para novias, y utilizando encajes y cintillas de su canasto de manualidades Rose estaba decorando su libro bellamente. Su novia estaba resultando espléndida: un velo de encaje belga, pequeñas semillas perladas como cenefa, flores secas para el ramo. El novio era otro tema: Rose no sabía mucho de caballeros (y tampoco quería saberlo. No sería correcto para una joven dama conocer semejantes cosas), pero a Rose le pareció que los detalles concernientes al novio tenían poca importancia, mientras la novia fuera bonita y pura.

– Todo está en orden -dijo el doctor Matthews, acomodando el camisón de Rose-. Por suerte, la infección no se ha extendido. ¿Podría sugerir, lady Mountrachet, que habláramos sobre el mejor tratamiento posible?

Rose abrió los ojos, a tiempo de ver la sonrisa aduladora que le ofrecía a su madre. Qué agotador que era, siempre insinuándose para una invitación a tomar el té, la oportunidad de conocer y tratar a los nobles del condado. Las fotos publicadas del dedal de Rose in situ le habían otorgado cierto caché entre la gente bien del condado, y él había sabido aprovecharlo. Mientras guardaba con cuidado su estetoscopio en su gran maletín negro, acomodándolo con sus cuidadosos dedos, el tedio de Rose se convirtió en irritación.

– ¿Todavía no me voy a ir al cielo, doctor? -dijo, parpadeando con sencillez, frente a su rostro sonrojado-. Es que estoy trabajando en una página en mi libro de recortes y sería una pena dejarla sin terminar.

El doctor Matthews rió como una jovencita y miró a su madre de reojo.

– Bueno, pequeña -tartamudeó-, no hay necesidad de preocuparse por ahora. A su debido tiempo todos seremos recibidos en la mesa del Señor…

Rose observó por un momento mientras se lanzaba a sermonear sobre la vida y la muerte, antes de volver el rostro para ocultar una leve sonrisa.

La perspectiva de una muerte temprana es distinta para cada persona. En algunos otorga una madurez mucho más allá de la edad y la experiencia: la serena aceptación se traduce en una hermosa disposición y un delicado semblante. En otros, en cambio, provoca la formación de una delgada esquirla de hielo en sus corazones. Hielo que, aunque a veces está oculto, nunca termina de derretirse.

Rose, aunque hubiera querido estar entre las primeras, sabía, en lo más hondo, que estaba entre las últimas. No es que fuera desagradable, sino que había desarrollado un gran talento para mostrarse indiferente. Una habilidad para hacerse a un lado y observar situaciones sin la distracción de los sentimientos.

– Doctor Matthews -la voz de su madre interrumpió su cada vez más desesperada descripción de los querubines del cielo-, ¿por qué no baja y me espera en la sala de desayuno? Thomas le ofrecerá un té.

– Muy bien, lady Mountrachet -accedió, aliviado de que lo liberaran de la incómoda conversación. Evitó la mirada de Rose al dejar el cuarto.

– Rose -dijo su madre-, ¿qué modales son ésos?

La admonición quedó en nada por la preocupación de su madre, y supo que no sería castigada. Nunca lo era. ¿Quién iba a enojarse con una niña que aguardaba que la muerte saliera a su encuentro? Rose suspiró.

– Lo sé, mamá, y lo siento. Sólo que me siento muy mareada, y escuchar al doctor Matthews lo empeora aún más.

– Una constitución débil es una terrible cruz que cargar. -Tomó la mano de Rose-. Pero eres una joven dama, una Mountrachet, y la mala salud no es excusa para que tus modales no sean perfectos.

– Sí, mamá.

– Ahora debo ir a hablar con el doctor -dijo, acariciando con dedos fríos la mejilla de Rose-. Volveré a verte cuando Mary traiga tu bandeja.

Fue hacia la puerta, el vestido susurrando al pasar de la alfombra al suelo de madera.

– ¿Mamá? -llamó Rose.

Su madre se volvió.

– ¿Sí?

– Hay algo que quería preguntarte. -Rose titubeó, insegura sobre cómo proceder. Consciente de su extraña pregunta-. He visto a un niño en el jardín.

La ceja izquierda de su madre perdió por un momento la simetría.

– ¿Un niño?

– Esta mañana, lo vi desde la ventana cuando Mary me pasó a mi silla. Estaba de pie junto al arbusto de rododendros hablando con Davies, un niño de aspecto travieso de cabello greñudo rojo.

Mamá apretó una mano contra la pálida piel debajo de su cuello. Exhaló aire lentamente y con calma, lo que aumentó la curiosidad de Rose.

– Lo que viste no fue un niño, Rose.

– ¿Mamá?

– Era tu prima, Eliza.

Rose abrió mucho los ojos. Esto era inesperado. Sobre todo porque no podía ser así. Su madre no había tenido hermanos o hermanas, y con la muerte de Abuela, mamá, papá y Rose eran los únicos Mountrachet que quedaban.

– No tengo tal prima.

Mamá se irguió, hablando con inesperada velocidad.

– Desgraciadamente, la tienes. Su nombre es Eliza y ha venido a vivir a Blackhurst.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Indefinidamente, me temo.

– Pero mamá… -Rose se sintió más mareada que nunca. ¿Cómo podía ser ese desharrapado pilludo su prima?-. Su cabello… sus modales… sus ropas estaban mojadas y sucias, y estaba despeinada por el viento… -Tembló-. Tenía hojas pegadas por todas partes…

Su madre se llevó un dedo a los labios. Se volvió hacia la ventana y el oscuro bucle de su nuca se estremeció.

– No tenía adonde ir. Tu padre y yo acordamos acogerla. Un acto de caridad cristiana que ella nunca apreciará, y mucho menos merecerá, pero uno siempre debe ser visto haciendo lo correcto.

– Pero, mamá, ¿qué es lo que va a hacer aquí?

– Causarnos enormes molestias, estoy segura. Pero difícilmente podríamos haberla rechazado. El no haber actuado se hubiera visto como algo terrible, por lo que tenemos que hacer virtud de la necesidad. -Sus palabras tenían el eco de sentimientos filtrados por un cedazo. Ella misma pareció sentir su vacío y no dijo nada más.

– ¿Mamá? -Rose tanteó con cuidado el silencio de su madre.,-¿Quieres saber qué es lo que va a hacer aquí? -Se volvió para mirar a su hija, un nuevo filo entró en su voz-. Voy a cedértela.

– ¿Me la cedes?

– Como una especie de proyecto. Ella será tu protegida. Cuando estés lo suficientemente bien, serás responsable de enseñarle cómo comportarse. Es poco más que una salvaje, sin pizca de gracia o encanto. Una huérfana que tuvo escasa educación, si es que tuvo alguna, sobre cómo comportarse en sociedad. -Su madre suspiró-. Por supuesto, no me hago ilusiones y no espero que realices milagros.

– Sí, mamá.

– Ya puedes imaginar, mi niña, las influencias a las que esta huérfana ha sido expuesta viviendo en Londres, entre la terrible decadencia y el pecado.

Rose supo entonces quién debía de ser esa niña. Eliza era la hija de la hermana de papá, la misteriosa Georgiana cuyo retrato su madre había relegado al altillo, de quien nadie se atrevía a hablar.

Nadie excepto Abuela.

En los últimos meses de la anciana, cuando había regresado como una osa herida a Blackhurst y se había retirado a su cuarto de la torre para morir, había tenido momentos de lucidez en los que hablaba cada tanto sobre un par de niños llamados Linus y Georgiana.

Rose sabía que Linus era su padre, por lo que dedujo que Georgiana debía de ser su hermana. La que había desaparecido antes de nacer Rose.

Había sucedido una mañana veraniega, Rose estaba descansando en el sillón junto a la ventana de la torre mientras una tibia brisa marina le cosquilleaba la nuca. Le gustaba sentarse junto a Abuela, estudiar su perfil mientras dormía, cada respiración quizá la última, la había estado observando con curiosidad mientras las gotas de sudor surcaban la frente de la anciana.

De pronto los ojos de Abuela parpadearon y se abrieron: eran grandes y pálidos, desgastados por toda una vida de amargura. Miró a Rose por un momento pero su mirada permaneció inmune al reconocimiento y la desvió a un lado, hipnotizada, o al menos eso parecía, por el gentil movimiento de las cortinas. El primer instinto de Rose fue llamar a su madre -habían pasado horas desde la última vez que despertara-, pero justo cuando estaba a punto de hacer sonar la campana, la anciana exhaló un suspiro. Un largo y cansado suspiro, tan completo que la delgada piel se hundió en los huecos de sus huesos.

Después, como surgida de la nada, una mano consumida tomó la muñeca de Rose.

– Una niña tan hermosa -dijo, en voz tan baja que Rose tuvo que inclinarse para escucharla-. Demasiado hermosa, una maldición. Todos los jóvenes se volvían para mirarla. Él no fue una excepción, la siguió a todas partes, pensó que no lo sabíamos. Ella escapó y no regresó, ni una palabra de mi Georgiana…

Ahora bien, Rose Mountrachet era una buena niña que conocía las reglas. ¿Cómo podía ser de otra manera? Toda su vida, confinada en el lecho de enferma, había sido el blanco de las charlas de su madre sobre las normas y la naturaleza de la buena sociedad. Sabía demasiado bien que una dama jamás debe usar perlas o diamantes por la mañana; nunca debe «cortar» socialmente a alguien; jamás debe, bajo ninguna circunstancia, reunirse a solas con un caballero. Pero, lo más importante de todo, sabía que debía evitar el escándalo a cualquier precio, ése era un mal cuya mera apariencia podía dañar a una dama allí donde se encontrara. Dañar, cuando menos, su buen nombre.

Y sin embargo, la mención de su errante tía, el seductor aroma a escándalo familiar, no alteró a Rose. Por el contrario, le brindó un delicioso escalofrío por la espalda. Por primera vez en años sintió que las puntas de los dedos le ardían de excitación. Se inclinó aún más cerca, deseando que Abuela continuara, ansiosa por seguir la conversación mientras entraba en aguas desconocidas.

– ¿Quién, Abuela? -preguntó Rose-. ¿Quién la siguió? ¿Con quién se escapó?

Pero Abuela no respondió. Cualesquiera que fueran los escenarios que aparecían en su mente, rechazaban ser manipulados. Rose persistió sin éxito. Y al final tuvo que contentarse con examinar una y otra vez la pregunta en su mente, el nombre de su tía convirtiéndose en símbolo de un tiempo oscuro y peligroso. De todo lo que era injusto y malévolo en el mundo…

– ¿Rose? -Las cejas de mamá estaban unidas en un leve frunce, un gesto habitual que trataba de disimular pero que Rose se había vuelto experta en reconocer-. ¿Has dicho algo, mi niña? Estabas susurrando. -Extendió una mano para tomar la temperatura de Rose.

– Estoy bien, mamá, sólo un poco distraída con mis pensamientos.

– Pareces agitada.

Rose apretó su mano contra su frente. ¿Estaba agitada? No sabría decirlo.

– Enviaré nuevamente al doctor Matthews antes de que se vaya -dijo mamá-. Prefiero ser escrupulosa antes que tener que lamentarlo.

Rose cerró los ojos. Otra visita del doctor Matthews, dos en una misma tarde. Era más de lo que podía tolerar.

– Hoy estás demasiado débil para recibir a nuestro nuevo proyecto -dijo mamá-. Hablaré con el doctor y, si a él le parece apropiado, conocerás a Eliza mañana. ¡Eliza! ¡Imagina darle el nombre de la familia Mountrachet a la hija de un marinero!

Un marinero, eso era una novedad. Los ojos de Rose se abrieron de golpe.

– ¿Mamá?

Su madre volvió a enrojecer. Había dicho más de lo que debía, un desliz inusual en su armadura de buenos modales.

– El padre de tu prima era un marinero. No hablamos de él.

– ¿Mi tío era marinero?

Mamá tomó aliento y se llevó su delgada mano a la boca.

– Él no era tu tío, Rose, no era nada tuyo o mío. No estaba más casado con tu tía Georgiana que yo.

– ¡Pero mamá! -Era más escandaloso que lo que Rose había sido capaz de inventar por sí misma-. ¿Qué es lo que quieres decir?

La voz de su madre era casi imperceptible.

– Puede que Eliza sea tu prima, Rose, y no nos queda más alternativa que tenerla en casa. Pero es de clase baja, no te equivoques. En verdad ha sido muy afortunada de que la muerte de su madre la haya traído de regreso a Blackhurst. Después de toda la vergüenza que sufrió esta familia en manos de su madre. -Sacudió la cabeza-. Casi mató a tu padre del disgusto cuando huyó. No puedo soportar pensar qué habría sucedido si yo no hubiera estado aquí para apoyarlo durante el escándalo. -Miró directamente a Rose. Su voz temblaba levemente-. Una familia puede soportar sólo una determinada cantidad de vergüenza antes de que su buen nombre quede dañado irreparablemente. Por eso es tan importante que tú y yo llevemos una vida intachable. Tu prima Eliza será un desafío, no me cabe duda al respecto. Ella nunca será una de nosotros, pero con nuestro esfuerzo la sacaremos de las alcantarillas londinenses.

Rose pretendió concentrarse en la arrugada manga de su camisón.

– ¿Puede una niña de baja cuna ser educada para pasar por una dama, mamá?

– No, mi niña.

– ¿Ni siquiera si es recibida por una familia noble? -Rose miró a su madre entre sus pestañas-. ¿Tal vez casándose con un caballero?

Mamá volvió sus ojos agudos sobre Rose y dudó antes de responder cautelosa.

– Es posible, por supuesto, que una niña de orígenes humildes pero honestos, que trabaje incesantemente para mejorar, pueda subir de categoría. -Respiró hondo para recuperar la compostura-. Pero me temo que en el caso de tu prima no es fácil. Debemos moderar nuestras expectativas, Rose.

– Por supuesto, mamá.

El verdadero motivo de la incomodidad de su madre se quedó flotando entre ambas, aunque si su madre hubiera sospechado que Rose lo sabía, se habría sentido mortificada. Era otro secreto de familia que Rose había conseguido extraer de su agonizante abuela. Un secreto que explicaba mucho: la animosidad entre las dos matriarcas, e incluso más aún, la obsesión de su madre por los buenos modales, su devoción a las reglas de sociedad, su esfuerzo por presentarse siempre como un paradigma de corrección.

Lady Adeline Mountrachet podía haber tratado de borrar toda mención de la verdad mucho tiempo atrás -la mayoría de los que la conocían habían sido compelidos a que la borraran de sus memorias, y quienes no lo habían hecho eran demasiado conscientes de su posición como para atreverse a decir una palabra sobre los orígenes de lady Mountrachet-, pero Abuela no había sentido semejantes escrúpulos. Ella había estado más que feliz en recordar a la niña de Yorkshire cuyos piadosos padres, agobiados por los malos tiempos, habían brincado de alegría ante la oportunidad de enviarla a la mansión Blackhurst, en Cornualles, donde podría servir como protegida para la majestuosa Georgiana Mountrachet.

Su madre hizo una pausa junto a la puerta.

– Una última cosa, Rose, lo más importante de todo.

– ¿Sí, mamá?

– La niña debe mantenerse lejos de papá.

Una tarea que no sería difícil; Rose podía contar con una mano las ocasiones en las que había visto a su padre en el último año. Por eso mismo, la vehemencia de su madre era desconcertante.

– ¿Mamá?

Una leve pausa que Rose notó con creciente interés, luego la respuesta, despertando más interrogantes de los que aclaraba.

– Tu padre es un hombre ocupado, un hombre importante. No necesita que se le recuerde constantemente la mancha en el buen nombre de su familia. -Inspiró rápidamente y su voz se volvió un oscuro susurro-. Créeme cuando te lo digo, Rose, nadie en esta casa se beneficiaría si se le permitiera a esa niña acercarse a papá.


* * *

Adeline apretó con delicadeza su dedo y observó cómo surgía la gota roja de sangre. Era la tercera vez que se pinchaba el dedo en otros tantos minutos. El bordado siempre le había servido para calmar los nervios pero el desgaste de ese día había sido completo. Dejó el petit point a un lado. Había sido la conversación con Rose lo que la había agitado, y el forzado té con el doctor Matthews, pero debajo de todo eso, por supuesto, estaba la llegada de la hija de Georgiana. Aunque era, físicamente, una niñita de nada, había traído algo consigo. Algo invisible, como el cambio atmosférico que precede a una enorme tormenta. Y ese algo amenazaba con poner fin a todo por lo que Adeline se había esforzado; de hecho, ya había comenzado a atormentarla, porque durante todo el día había sido asaltada por el recuerdo de su propia llegada a Blackhurst. Memorias que se había esforzado en olvidar, asegurándose de que otros también las olvidaran…

Cuando llegó en 1886, Adeline se encontró con una casa que parecía desprovista de habitantes. ¡Y qué casa, más grande que cualquiera en la que alguna vez hubiera puesto el pie! Permaneció inmóvil por lo menos diez minutos, esperando alguna indicación, que alguien la recibiera, hasta que un hombre joven, perfectamente uniformado, con expresión altanera apareció en el vestíbulo. Se detuvo, sorprendido, y luego miró su reloj de bolsillo.

– Llega temprano -dijo, con un tono que dejaba pocas dudas respecto a su opinión sobre quienes llegaban antes de hora-. No la esperábamos hasta la hora del té.

Ella permaneció en silencio, insegura respecto a lo que esperaban de ella.

El hombre resopló.

– Si espera aquí, buscaré a alguien para que le indique su habitación.

Adeline era consciente de ser un problema.

– Podría caminar un poco por el jardín, si lo prefiere -dijo con voz humilde, más consciente que nunca de su acento norteño, aún más intenso en esta gloriosa y ventilada sala de mármoles blancos.

El hombre asintió cortante.

– Eso estaría bien.

Un criado se había llevado sus maletas, por lo que Adeline no tuvo que cargar con nada al bajar las escaleras. Permaneció al pie de las mismas, mirando a un lado y al otro, intentando librarse de la incómoda sensación de que había, de alguna manera, fracasado antes de comenzar.

El reverendo Lamben había mencionado las riquezas de la familia Mountrachet y su estatus en numerosas ocasiones durante las visitas vespertinas con Adeline y sus padres. Era un honor para toda la diócesis, había dicho honesta y frecuentemente, que uno de sus miembros hubiera sido elegido para tan importante tarea. Su colega de Cornualles había buscado por todas partes, según instrucciones directas de la dueña de la casa, a fin de elegir la candidata ideal, y ahora le tocaba a Adeline asegurarse de ser digna de un honor tan grande. Sin mencionar el generoso estipendio que se le pagaría a sus padres por su pérdida. Y Adeline estaba decidida a tener éxito. Todo el camino desde Yorkshire se había dado severas leccioncillas sobre temas como «La calidad se refleja en la apariencia» y «Una dama es quien se comporta como una dama», pero dentro de la casa, todas sus débiles convicciones se habían marchitado.

Un ruido en lo alto le hizo elevar la vista al cielo, en donde una familia de cuervos volaba realizando un intrincado bucle. Uno de los pájaros se dejó caer veloz, en vuelo, antes de seguir a los otros, en dirección a un grupo de altos árboles en la distancia. A falta de otra cosa que hacer, Adeline se dedicó a seguirlos, aleccionándose durante todo el camino sobre los nuevos comienzos y sobre la necesidad de empezar tal como una quería vivir.

Tan ocupada estaba en aleccionarse que apenas le quedaba capacidad para absorber la maravilla de los jardines de Blackhurst. Antes incluso de comenzar con sus afirmaciones sobre el rango y la aristocracia, había dejado la fresca oscuridad de los bosques y estaba de pie al borde de un acantilado, los pastos resecos agitándose a sus pies. Más allá del acantilado, llano como un lienzo de terciopelo, estaba el profundo mar azul.

Adeline se aferró a una rama cercana. Nunca había disfrutado de las alturas y su corazón latía apresurado.

Algo en el agua hizo que dirigiera su mirada hacia la ensenada. Vio a un hombre joven y una mujer en un pequeño bote, él sentado mientras ella, de pie, hacía balancear el bote de un lado al otro. Su vestido de blanca muselina estaba mojado de los tobillos hasta la cintura y se pegaba a sus piernas de un modo tal que hizo que se quedara sin aliento.

Sintió que debía marcharse pero no podía apartar su mirada de ellos. La joven tenía cabellos rojos, brillantes cabellos rojos, colgando largos y sueltos, las puntas terminando en húmedos sarmientos. El hombre tenía un sombrero de paja, y una suerte de caja negra colgada al cuello. Estaba riendo, lanzando agua en dirección a la muchacha. Comenzó a arrastrarse hacia ella, estirándose para agarrarla de las piernas. El bote se sacudió con más violencia, y justo cuando Adeline pensó que la iba a atrapar, la muchacha giró y se zambulló en el agua en un largo y fluido movimiento.

Nada, en la experiencia de Adeline, la había preparado para semejante comportamiento. ¿Qué podía haber poseído a la joven para comportarse de ese modo? ¿Y en dónde estaba ahora? Se asomó para ver. Miró la brillante superficie del agua hasta que por fin se hizo visible una figura blanca, flotando en la superficie cerca de la gran roca negra. La muchacha salió del agua, el vestido pegado al cuerpo, chorreando agua, y sin volverse, trepó a la roca y desapareció por un oculto sendero entre la escarpada ladera, hacia la pequeña cabaña en la cima del acantilado.

Luchando por controlar su agitada respiración, Adeline volvió su atención al joven, ya que seguramente estaría igual de sorprendido. Éste también había visto a la muchacha desaparecer y dirigía ahora el bote hacia la cala. Lo arrastró sobre los guijarros de la playa, tomó sus zapatos y comenzó a ascender los escalones. Renqueaba, y notó que llevaba un bastón.

El hombre pasó muy cerca de Adeline y sin embargo no la vio. Estaba silbando para sí una tonada que no conocía. Una tonada alegre y vivaz, llena de sol y sal. La antítesis del sombrío Yorkshire del que estaba tan desesperada por escapar. El joven parecía el doble de alto que los hombres de su pueblo, y el doble de brillante.

De pie, sola, en la cima del acantilado, se dio cuenta, de pronto, del calor y el peso de su vestido de viaje. El agua, a sus pies, parecía tan fresca… El vergonzante pensamiento se apoderó de ella antes de que pudiera controlarlo. ¿Qué se sentiría al zambullirse bajo la superficie para emerger, chorreando, como la joven, como Georgiana, había hecho?

Después, muchos años después, cuando la madre de Linus, la vieja bruja, yacía agonizando, le confesó la razón por la que eligió a Adeline como protegida de Georgiana.

– Busqué a la más sosa ratoncilla que pude encontrar, lo más pía posible, con esperanza de que algo de ella se le pegara a mi hija. No sospeché ni por un momento que mi exótica ave levantaría el vuelo y que el ratón usurparía su lugar. Supongo que debería felicitarte. Al final has ganado. ¿No es así, lady Mountrachet?

Y así había sido. De orígenes humildes, con fuerza de voluntad y determinación, Adeline había ascendido en el mundo, más alto de lo que sus padres hubieran imaginado jamás, cuando permitieron su partida hacia una desconocida localidad en Cornualles.

Y había continuado trabajando duramente, incluso después de su casamiento y de asumir el título de lady Mountrachet. Conducía con mano de hierro para que, por mucho barro que lanzaran en su dirección, nada se adhiriera a su familia, a su gran casa. Y eso no iba a cambiar. La niña de Georgiana estaba ahora allí, eso no podía evitarse. Pero estaba en sus manos asegurarse de que la vida en la mansión Blackhurst continuara como siempre.

Sólo necesitaba deshacerse del persistente temor de que, con la llegada de Eliza a Blackhurst, Rose se convirtiera, de alguna manera, en la perdedora…

Adeline hizo a un lado las dudas que le aguijoneaban la piel y se concentró en recuperar su compostura. Siempre había sido muy sensible en lo referente a Rose, como consecuencia de tener una niña delicada. A su lado, el perro, Askrigg, se quejó. También él había estado inquieto todo el día. Adeline se agachó y acarició la cuadrada cabeza.

– Shhh -dijo-. Todo saldrá bien. -Rascó sus enarcadas cejas-. Yo me aseguraré de ello.

No había nada que temer, porque ¿qué riesgo podía presentar esa intrusa, esa niña delgaducha de cabellos mal cortados y piel descolorida a causa de una vida de pobreza en Londres, para Adeline y su familia? Uno sólo tenía que ver a Eliza para darse cuenta de que no era Georgiana, gracias a Dios. Tal vez esos sentimientos inquietantes no eran miedo, después de todo, sino alivio. Alivio al haberse enfrentado a sus peores temores para verlos disiparse. Porque con la llegada de Eliza también había recibido el confort adicional de saber a ciencia cierta que Georgiana había partido para siempre, para no volver nunca más. Y en su lugar sólo había una niña abandonada, sin el genuino poder de su madre para subyugar a todos a hacer su voluntad sin ni siquiera esforzarse.

La puerta se abrió, permitiendo que una ráfaga de viento agitara las llamas.

– La cena está servida, milady.

Cómo despreciaba Adeline a Thomas, los despreciaba a todos. A pesar de sus «sí, milady» y «no, milady», «la cena está servida, milady», etcétera, sabía lo que en el fondo todos pensaban de ella, lo que siempre habían pensado.

– ¿El señor? -Su voz más fría y autoritaria.

– Lord Mountrachet viene de camino del cuarto oscuro, milady.

El maldito cuarto oscuro, por supuesto que estaba allí. Había escuchado la llegada de su carruaje mientras soportaba el té junto al doctor Matthews. Había mantenido un oído atento en el vestíbulo esperando los familiares pasos de su esposo -pesado, liviano, pesado, liviano- pero nada. Debería haber adivinado que iría derecho a su endemoniado cuarto oscuro.

Thomas seguía mirándola, por lo que Adeline reacomodó su compostura. Antes sufriría en manos de Lucifer que permitir que Thomas tuviera la satisfacción de percibir una discordia matrimonial.

– Vaya a asegurarse personalmente -indicó con la mano- de que las botas del señor estén limpias de ese espantoso barro escocés.


* * *

Linus ya estaba sentado cuando Adeline llegó a la mesa. Había comenzado con la sopa y no alzó la vista cuando ella entró. Estaba demasiado ocupado estudiando las fotografías en blanco y negro que yacían en su extremo de la larga mesa: musgo, mariposas y ladrillos, los despojos de su reciente viaje.

Viéndolo, Adeline sufrió un golpe de calor. ¿Qué dirían los demás si supieran que la mesa de Blackhurst era testigo de semejante comportamiento? Miró de reojo a Thomas y al criado, cada uno mirando a una pared. Pero Adeline no se engañaba, ella sabía que detrás de sus expresiones vidriosas, sus mentes estaban ocupadas: juzgando, tomando nota, preparándose para contarles a sus colegas de las otras casas la decadencia de costumbres de la mansión Blackhurst.

Adeline se sentó rígidamente en su lugar y esperó a que el criado colocara la sopa frente a ella. Tomó un breve sorbo y se quemó la lengua. Observó cómo Linus, la cabeza inclinada, continuaba su inspección de las fotografías. La pequeña calvicie en el cráneo se estaba expandiendo. Parecía como si un gorrión hubiera estado trabajando, acomodando las primeras hierbas para un nuevo nido.

– ¿Está la niña aquí? -dijo, sin alzar la vista.

Adeline sintió que le quemaba la piel.

– Está.

– ¿La has visto?

– Por supuesto. Ha sido acomodada en el piso superior.

Por fin alzó la cabeza, tomó un sorbo de vino. Luego otro.

– ¿Y es… es como…?

– No. -La voz de Adeline era gélida-. No, no lo es. -Apretó los puños en su regazo.

Linus exhaló un breve suspiro, tomó un trozo de pan y comenzó a masticarlo. Habló con la boca llena, seguramente para irritarla.

– Mansell dijo lo mismo.

Si alguien iba a ser culpado por la llegada de la niña ése era Henry Mansell. Puede que Linus quisiera el regreso de Georgiana, pero era Mansell quien había mantenido viva la esperanza. El detective, con su espeso bigote y sus finos anteojos, había tomado el dinero de Linus y enviado frecuentes informes. Todas las noches Adeline había rezado para que Mansell fracasara, para que Georgiana permaneciera lejos, y Linus se resignara a dejarla partir.

– ¿Tuviste un buen viaje? -preguntó Adeline.

No hubo respuesta. Una vez más, la mirada en las fotografías.

El orgullo de Adeline le impidió echar una mirada de reojo a Thomas. Acomodó sus facciones en una máscara de contenida calma e intentó tomar un nuevo sorbo de sopa, ahora más tibia. El rechazo de Linus hacia ella era una cosa -había comenzado poco después de su matrimonio-, pero la completa negación de Rose era otra. Ella era su hija; su sangre corría por sus venas, la sangre de su noble familia. Que pudiera permanecer tan distante era algo que Adeline no podía concebir.

– El doctor Matthews estuvo hoy otra vez -dijo-. Otra infección.

Linus alzó la vista, los ojos cubiertos por el familiar velo de desinterés. Comió otro trozo de pan.

– Nada demasiado serio, a Dios gracias -continuó Adeline, alentada por su mirada-. No hay motivos para preocuparse.

Linus tragó el pedazo de pan.

– Mañana parto para Francia -anunció inexpresivo-. Hay una puerta en Notre Dame… -Su frase se desvaneció. El compromiso de mantener informada a Adeline sólo llegaba hasta cierto punto.

La ceja izquierda de Adeline se alzó levemente antes de que la controlara y la bajara a su lugar.

– Fantástico -declaró, formando con sus labios una apretada sonrisa, ahogando la imagen, proveniente de ninguna parte, de Linus en el pequeño bote, con la cámara en dirección a una figura vestida toda de blanco.

27

Allí estaba, la roca negra de la historia de William Martin. Desde la cima del acantilado, Nell observó cómo la espuma blanca del mar se encrespaba en torno a la base antes de entrar en la ensenada y ser aspirada por la marea. No le hizo falta mucho para imaginar la cala como lugar de feroces tormentas, barcos naufragando y ataques nocturnos de contrabandistas.

A lo largo del acantilado, una línea de árboles se alzaba como soldados de infantería, bloqueándole la vista de la casa de Blackhurst, la casa de su madre.

Hundió aún más las manos en los bolsillos de su abrigo. El viento soplaba fuerte allá arriba y le hizo falta toda su fuerza para mantener el equilibrio. Su cuello estaba entumecido, sus mejillas simultáneamente tibias y frías por el roce del viento. Se volvió para seguir el sendero de pastos aplastados junto al borde del acantilado. La carretera no llegaba hasta allí y el sendero era estrecho. Nell avanzó con cautela: su rodilla estaba hinchada y magullada tras la entrada intempestiva que había efectuado el día anterior a Blackhurst. Había acudido con intención de entregar una carta explicando que era una anticuaría australiana de visita y solicitando poder visitar la casa en algún momento que fuera conveniente para sus dueños. Pero mientras estaba de pie frente a la verja, algo se apoderó de ella, una necesidad tan fuerte como la de respirar. Lo siguiente que supo fue que, abandonando toda dignidad, estaba trepando torpemente, buscando apoyo en los motivos decorativos de la verja.

Un comportamiento ridículo incluso para una mujer con la mitad de sus años, pero era lo que había. Estar tan cerca de la casa familiar, el lugar de su nacimiento, y que se le negara siquiera un vistazo le resultaba intolerable. Lo único lamentable es que la habilidad física de Nell no estuviera a la altura de su tenacidad. Se había sentido avergonzada y agradecida en igual medida cuando Julia Bennett apareció mientras intentaba entrar. Afortunadamente, la nueva dueña de Blackhurst había aceptado la explicación de Nell y la había invitado a echar un vistazo.

Había sido tan extraño ver el interior de la casa… Extraño, pero no como lo había imaginado. Se había quedado sin palabras ante la expectación. Había caminado por el vestíbulo de entrada, subido las escaleras, husmeado en las habitaciones, diciéndose una y otra vez: tu madre se sentó aquí, tu madre caminó por aquí, tu madre amó este lugar; y había esperado que tal enormidad cayera sobre ella. Que una ola de reconocimiento se desprendiera de los muros de la casa y la arrollara, que alguna parte de ella misma reconociera que ése era su hogar. Pero nada de ese conocimiento le había sido dado. Una tonta expectativa, por supuesto, nada propia de Nell. Pero allí estaba. Incluso la persona más pragmática es víctima a veces de un deseo extraño. Al menos ahora podía dar forma a los recuerdos que estaba tratando de reconstruir; conversaciones imaginarias que habrían tenido lugar en cuartos verdaderos.

Entre los brillantes y altos pastos, Nell encontró un palo de la medida exacta. Había algo inconmensurablemente placentero en caminar con un cayado, agregaba una sensación de decisión a la marcha de una persona. Por no mencionar que aliviaría un poco la presión en su hinchada rodilla. Se agachó para tomarlo y continuó con cuidado por la pendiente, más allá de la alta muralla de piedra. Había un cartel en la verja, justo encima del que amenazaba a los que cruzaran la propiedad. En venta, y debajo un número telefónico.

De modo que ésa era la cabaña que pertenecía a las propiedades de Blackhurst, la que Julia Bennett había mencionado el día anterior, y la que William Martin deseaba que ardiera hasta los cimientos, la que había sido testigo de cosas que «no fueron correctas», fuera lo que fuesen. Nell se reclinó contra la verja. No parecía tener mucho de amenazante. El jardín estaba descuidado y la luz del atardecer se colaba por todos los rincones, acomodándose para la noche en frescos y oscuros rincones. Un estrecho sendero conducía hacia la cabaña antes de girar a la izquierda frente a la puerta de entrada y continuar su sinuoso camino por el jardín. Cerca de la pared del fondo se alzaba una estatua solitaria cubierta de verdes líquenes. Un niño pequeño desnudo en medio de un arriate, los ojos enormes, fijos para siempre en la cabaña.

No, no era un arriate, el niño estaba de pie en una fuente.

La corrección llegó con rapidez y certeza, sorprendiendo a Nell de tal modo que se aferró a la verja cerrada. ¿Cómo lo sabía?

Entonces, el jardín cambió ante sus ojos. Hierbas y setos, descuidados durante décadas, retrocedieron. Las hojas se alzaron del suelo, revelando senderos y arriates de flores y un banco de jardín. La luz pudo entrar una vez más, moteando la superficie de la fuente. Y entonces se encontró en dos lugares a la vez: una mujer de sesenta y cinco años con una rodilla entumecida, aferrada a una verja herrumbrada, y una niña de largos cabellos trenzados a la espalda, sentada en un montículo de hierba suave y fresco, los dedos de los pies jugueteando en la fuente…

El pez gordinflón volvió a salir a la superficie, el dorado vientre brillante, la niña rió cuando éste abrió la boca y mordisqueó su dedo gordo. Le encantaba la fuente, había querido una en su casa, pero mamá había temido que cayera en ella y se ahogara. Mamá solía tener miedo, especialmente en lo que se refería a ella. Si mamá se enteraba de dónde estaba hoy, se enfurecería. Pero mamá no lo sabía, tenía uno de sus días malos, estaba yaciendo en el cuarto en penumbra con un paño húmedo sobre la frente.

Se escuchó un ruido y la niña alzó la vista. La dama y papá habían salido al exterior. Se detuvieron por un momento y papá le dijo algo a la dama, algo que la niñita no alcanzó a oír. Le tocó el brazo y la dama comenzó a avanzar lentamente. Estaba mirando a la niña de modo extraño, de una manera que le recordaba a la estatua del niño de pie en la fuente, sin parpadear nunca. La dama sonrió, una sonrisa mágica, y la niña se puso de pie y esperó, esperó, preguntándose qué le diría la dama…

Un cuervo pasó volando sobre Nell y el tiempo volvió a restablecerse. Los setos y las hiedras volvieron a crecer, volvieron a caer las hojas y el jardín fue una vez más un lugar húmedo y sombrío a merced del atardecer. La estatua del niño, mohosa por los años, como debía ser.

Nell era consciente de un dolor en sus nudillos. Aflojó la mano que aferraba la verja y miró al cuervo, sus anchas alas agitándose en el aire mientras se alzaba hacia lo alto de los árboles de Blackhurst. Hacia el oeste, una bandada de nubes, iluminada por detrás, brillaba rosada en el cielo oscurecido.

Nell miró confundida el jardín de la cabaña. La niña ya no estaba. ¿O sí?

Mientras emprendía el regreso al pueblo aferrada a su cayado, una peculiar sensación de dualidad, que no era desagradable, la siguió a lo largo del día.

28

A la mañana siguiente, mientras una pálida luz invernal flotaba sobre las ventanas del cuarto de juegos, Rose alisó los extremos de su largo y oscuro cabello. La señora Hopkins se lo había cepillado hasta hacerlo brillar, tal como a Rose le gustaba, y lo acomodó perfectamente sobre el encaje de su vestido preferido, el que su madre había pedido desde París. Rose se sentía cansada y algo irritada, pero estaba acostumbrada a ello. No se esperaba que las niñas de salud delicada fueran felices todo el tiempo y ella no tenía intenciones de actuar en contra de lo esperado. Y si era honesta, prefería que la gente caminara de puntillas a su alrededor: la hacía sentirse un poco menos miserable cuando los demás estaban igualmente incómodos. Además, tenía un buen motivo para sentirse cansada. Había estado despierta toda la noche, dando vueltas y vueltas como la princesa y el guisante, sólo que no había sido un bulto en el colchón lo que la había mantenido despierta sino las extraordinarias noticias de su madre.

Después que se marchara, Rose se quedó preguntándose sobre la naturaleza de aquella mancha en el nombre de la familia, y más concretamente en qué tipo de drama se había desencadenado después que Tía Georgiana escapara de su casa y su familia. Había estado dándole vueltas toda la noche a lo sucedido con su malvada tía, y sus pensamientos no se habían evaporado con el amanecer. Durante el desayuno y más tarde, mientras la señora Hopkins la vestía, incluso ahora, mientras esperaba en el cuarto de juegos, su mente seguía cavilando. Había estado mirando las llamas en la chimenea agitarse contra los pálidos ladrillos del hogar, preguntándose si las sombras anaranjadas se parecían a la puerta del infierno a través de la cual, ciertamente, su tía había pasado, cuando de pronto… ¡pasos en el corredor!

Dio un pequeño salto en su asiento, alisó la manta de lana sobre sus rodillas y rápidamente puso la expresión de plácida perfección que había aprendido de mamá. Disfrutó de la leve excitación que le recorría la espalda. ¡Ah, qué tarea tan importante! La asignación de una protegida. Su propia huérfana rebelde para reconstruir a su imagen y semejanza. Rose nunca había tenido una amiga, ni se le había permitido mascota alguna (mamá tenía serias preocupaciones con respecto a la rabia). Y a pesar de las palabras de advertencia de su madre, ella albergaba grandes esperanzas respecto a su prima. La convertiría en una dama, sería una compañía para Rose, alguien que le secara la frente cuando estuviera enferma, que le acariciara la mano cuando se sintiera irritada, le cepillara el cabello cuando estuviera molesta. Y que estaría tan agradecida por la educación brindada, tan feliz de que se le hubiera permitido acceso al comportamiento de las damas, que haría exactamente lo que Rose le ordenara. Sería la amiga perfecta, una que nunca disentiría, que nunca se comportaría cansinamente, que nunca siquiera se aventuraría a emitir una opinión contraria.

La puerta se abrió, el fuego chisporroteó en la distancia, y su madre entró en el cuarto entre el susurro de sus faldas. Había una agitación en sus modales que despertó el interés de Rose, algo en el gesto de su mentón que sugería que las dudas sobre el proyecto eran más grandes y más variadas que las que había revelado.

– Buenos días, Rose -dijo de modo bastante cortante.

– Buenos días, mamá.

– Permíteme que te presente a tu prima -una levísima pausa- Eliza.

Y luego, de algún lugar detrás de las faldas de mamá, surgió el delgado brote que Rose había entrevisto por la ventana el día anterior.

No pudo evitarlo, y se echó hacia atrás refugiándose en los protectores brazos de su silla. Su mirada la recorrió de arriba abajo, considerando su corto y desgreñado cabello, las espantosas prendas (¡pantalones!), las nudosas rodillas y sus gastados botines. La prima no dijo nada, miró, simplemente, con ojos desorbitados a Rose, de un modo que le pareció terriblemente grosero. Mamá tenía razón. Esta niña (¡seguramente no esperaban que la considerara una prima!) había sido privada de las más mínimas reglas de educación y modales.

Rose recuperó su vacilante compostura.

– Encantada. -Su tono fue algo débil, pero un gesto de asentimiento de su madre le hizo saber que lo había hecho bien. Esperó una respuesta a su saludo, pero no la hubo. Rose miró de nuevo a su madre, quien le indicó que debía seguir adelante-. Dime, prima Eliza -intentó una vez más-, ¿estás disfrutando de tu estancia entre nosotros?

Eliza parpadeó como lo habría hecho un curioso y extraño animal en el zoológico de Londres, y luego asintió.

Un nuevo ruido de pasos en el corredor y Rose pudo recuperarse brevemente del desafío de buscar nuevos comentarios agradables para conversar con esa extraña y silenciosa prima.

– Lamento interrumpirla, milady -se escuchó la voz de la señora Hopkins junto a la puerta-, pero el doctor Matthews está abajo, en el vestíbulo. Dice que trae la nueva medicación que le solicitó.

– Dígale que se la entregue, señora Hopkins. Tengo otros asuntos que atender en este momento.

– Por supuesto, milady, eso mismo le sugerí al doctor Matthews, pero insiste en dársela personalmente.

Las pestañas de Adeline se agitaron levísimas, tan sutilmente que sólo alguien cuya vida hubiera estado dedicada a observar su humor podría haberlo notado.

– Gracias, señora Hopkins -dijo con voz dura-. Dígale al doctor Matthews que bajaré enseguida.

Mientras los pasos de la señora Hopkins desaparecían por el corredor, su madre se volvió hacia la prima y dijo, con voz clara y autoritaria:

– Te sentarás en silencio en la alfombra y escucharás atentamente mientras Rose te instruye. No te muevas. No hables. No toques nada.

– Pero mamá… -Rose no había esperado que la dejaran sola tan pronto.

– Tal vez podrías comenzar tus lecciones instruyendo a tu prima sobre cómo vestirse adecuadamente.

– Sí, mamá.

Y entonces las abultadas faldas azules se marcharon una vez más, la puerta se cerró, y el fuego en la chimenea dejó de chisporrotear. Rose miró a su prima a los ojos. Estaban solas, juntas, y el trabajo debía comenzar.


* * *

– Deja eso. Déjalo ahora mismo. -Las cosas no iban del modo que Rose había imaginado. La niña no la escuchaba, no la obedecía, no se detenía ni siquiera cuando Rose la amenazó con la ira de mamá. Durante cinco minutos Eliza estuvo deambulando por el cuarto, cogiendo cosas, inspeccionándolas, volviendo a dejarlas. Sin duda dejando huellas pegajosas en todas partes. En ese momento estaba sacudiendo el calidoscopio que alguna tía abuela u otro pariente le había enviado a Rose con motivo de uno de sus cumpleaños-. Eso es delicado -señaló amargamente-. Insisto en que lo dejes. Ni siquiera lo estás usando como corresponde.

Demasiado tarde, Rose se dio cuenta de que había dicho algo equivocado. Ahora su prima se le acercaba, sosteniendo el calidoscopio. Acercándose tanto que Rose pudo ver la suciedad debajo de sus uñas, la terrible suciedad que su madre le había asegurado podría enfermarla.

Rose estaba horrorizada. Se encogió contra el respaldo de su silla, mareada.

– No -alcanzó a decir-, fuera. Aléjate.

Eliza se detuvo junto al apoyabrazos del sillón, como si fuera a acomodarse allí, sobre el terciopelo.

– ¡He dicho que te alejes! -Agitó una mano pálida y débil. ¿Acaso no entendía el inglés de la reina?-. No debes sentarte a mi lado.

– ¿Por qué no?

Entonces sabía hablar.

– Has estado fuera. No estás limpia. Podrías contagiarme algo. -Rose se dejó caer contra el almohadón-. Estoy muy mareada, y todo es culpa tuya.

– No es mi culpa -refutó Eliza con sencillez. Ni siquiera el más mínimo tono de súplica-. Yo también estoy mareada. Es porque esta habitación está caliente como un horno.

¿Ella también estaba mareada? Rose se quedó muda de asombro. El mareo era su arma especial. ¿Y qué es lo que estaba haciendo ahora su prima? Estaba nuevamente de pie, moviéndose en dirección a la ventana. Rose observó, con los ojos desorbitados de miedo. Seguramente no iba a…

– La abriré. -Eliza abrió el primer tirador-. Entonces estaremos mejor.

– No. -Rose sintió que el terror se apoderaba de ella-. ¡No!

– Te sentirás mucho mejor.

– Pero es invierno. Afuera está oscuro y nublado. Podría enfriarme.

Eliza se encogió de hombros.

– O tal vez no.

Rose estaba tan indignada por la cara dura de la niña que la indignación se sobrepuso al miedo. Adoptó la voz de su madre.

– Exijo que te detengas.

Eliza frunció la nariz, pareciendo digerir la orden. Mientras Rose contenía la respiración, las manos de su prima abandonaron los tiradores de la ventana. Volvió a encogerse de hombros, pero esta vez el gesto fue menos impertinente. Cuando regresó al centro de la habitación, Rose creyó detectar una agradable resignación en la postura de los hombros de Eliza. Por fin, la niña se detuvo en medio de la alfombra y señaló el cilindro sobre el regazo de Rose.

– ¿Puedes mostrarme cómo funciona? ¿El telescopio? No consigo ver por él.

Rose suspiró, cansada, aliviada y confundida por esa extraña criatura. En verdad, concentrar su atención en ese tonto artefacto, ¡así como así! Y sin embargo su prima había sido obediente y por tanto merecía algo de aliento…

– Antes que nada -dijo con tono formal-, no es un telescopio. Es un calidoscopio. No está hecho para que veas a través de él, sino para mirar dentro y ver cambiar las formas. -Lo sostuvo y depositándolo en el suelo, lo hizo rodar hacia su prima.

Eliza lo tomó y lo colocó contra su ojo, haciéndolo girar. Todas las piezas de vidrio coloreado caían hacia uno y otro lado, mientras que su boca se abrió en una enorme sonrisa, la cual se convirtió en carcajada.

Rose parpadeó sorprendida. Ella no había escuchado muchas risas con anterioridad, sólo los criados, ocasionalmente, cuando pensaban que no estaba cerca. El sonido era encantador. Un sonido feliz, luminoso, infantil, en contraposición a la apariencia de su prima.

– ¿Por qué vistes esas ropas? -preguntó Rose.

Eliza continuó mirando por el calidoscopio.

– Porque son mías -dijo finalmente-. Me pertenecen.

– Parece que pertenecieran a un niño.

– Una vez fue así. Ahora son mías.

Esto era una sorpresa. Las cosas se volvían más interesantes por momentos.

– ¿Qué niño?

No hubo respuesta, sólo el ruido del calidoscopio.

– He preguntado qué niño -insistió elevando la voz.

Lentamente, Eliza bajó el juguete.

– ¿Sabes?, es de muy mala educación ignorar a la gente.

– No te estoy ignorando -dijo Eliza.

– Entonces, ¿por qué no contestas?

Otro encogimiento de hombros.

– Es grosero alzar así los hombros. Cuando alguien te dirige la palabra, debes brindarle una respuesta. Ahora, dime, ¿por qué ignoras mi pregunta?

Eliza alzó la vista y la miró fijamente. Mientras Rose la observaba, algo pareció cambiar en el rostro de su prima. Una luz que no había estado allí antes brillaba ahora detrás de sus ojos.

– No hablé porque no quería que ella supiera dónde estoy.

– ¿Ella quién?

Con cuidado, lentamente, Eliza se acercó un poco más.

– La Otra Prima.

– ¿Qué otra prima? -En verdad, esa niña decía cosas sin sentido. Rose estaba comenzando a pensar que era tonta-. No sé de qué estás hablando -dijo-. No hay otra prima.

– La tienen en secreto. La mantienen encerrada arriba.

– Lo estás inventando. ¿Por qué alguien la mantendría en secreto?

– Me mantuvieron a mí en secreto, ¿no?

– Pero no te tuvieron encerrada arriba.

– Porque no era peligrosa. -Eliza se dirigió de puntillas hasta la puerta de la habitación, la abrió levemente y espió. Respiró hondo.

– ¿Qué? -preguntó Rose.

– ¡Shhh! -chistó Eliza llevándose un dedo a los labios-. No podemos dejarle saber que estamos aquí.

– ¿Por qué? -Los ojos de Rose estaban desorbitados.

Eliza volvió de puntillas hasta el borde de la silla de Rose. La titubeante luz del hogar en el cuarto en penumbra le daba a su rostro un brillo fantasmal.

– Nuestra Otra Prima -reveló- está loca.

– ¿Loca?

– Como una cabra. -Bajó la voz para que Rose tuviera que inclinarse para oírla-. Ha estado encerrada en el ático desde que era pequeña, pero alguien la dejó salir.

– ¿Quién?

– Uno de los fantasmas. El fantasma de una vieja mujer, una mujer muy gorda y vieja.

– Abuela -murmuró Rose.

– ¡Shhh! -dijo Eliza-. ¡Escucha! Pasos.

Rose pudo sentir cómo su débil corazón saltaba como una rana en su pecho.

Eliza saltó al apoyabrazos del sillón de Rose.

– ¡Se acerca!

La puerta se abrió y Rose dio un grito. Eliza sonrió y Adeline respiró hondo.

– ¿Qué es lo que estás haciendo allí, niña maleducada? -siseó, sus ojos pasando de Eliza a Rose-. Las jovencitas no se sientan a horcajadas en los muebles. Se te dijo que no te movieras. -Su respiración era agitada-. ¿Te ha lastimado, mi Rose?

Rose sacudió la cabeza.

– No, mamá.

Por un instante, su madre pareció desconcertada; Rose casi temió que llorara. Después tomó a Eliza por el brazo y la hizo marchar hacia la puerta.

– ¡Niña malcriada! Esta noche no cenarás. -Un filo metálico le envolvió la voz-. Y no habrá cena ninguna noche más. No hasta que aprendas a hacer lo que se te ordena. Soy la señora de la casa y tú me obedecerás…

La puerta se cerró y Rose se quedó sentada a solas una vez más, preguntándose por el particular giro de los acontecimientos. La excitación frente al relato de Eliza, el miedo curiosamente placentero que le había recorrido la columna, el terrible, maravilloso espectro de la Otra Prima loca. Pero fue la grieta que había aparecido en la compostura férrea de mamá lo que intrigó a Rose más que ninguna otra cosa. Porque en ese momento los claros límites del mundo de Rose parecieron modificarse.

Las cosas ya no eran como habían sido. Y ese conocimiento hizo palpitar el corazón de Rose -con fuerza- con inesperado y auténtico gozo.

29

Cornualles, 2005


Allí los colores eran diferentes. Cassandra no se había dado cuenta de lo intensa que era la luz australiana hasta que se encontró con la suave luz de Cornualles. Se preguntó cómo podría reproducirla en acuarelas, sorprendiéndose por haberlo pensado. Mordió un pedazo de tostada con mantequilla y masticó pensativa, mirando la línea de árboles que bordeaba el acantilado. Cerrando un ojo, alzó su índice para recorrer sus copas.

Una sombra pasó por delante de la mesa y luego una voz a su derecha.

– ¿Cassandra? ¿Cassandra Ryan? -Una mujer de unos sesenta años estaba de pie junto a la mesa, cabellos rubios y peinados, con los ojos tan pintados que no debía de haber dejado una sola sombra de ojos sin explorar-. Soy Julia Bennett, dueña del hotel Blackhurst.

Cassandra se limpió un dedo pringado de mantequilla en la servilleta y estrechó su mano.

– Encantada de conocerla.

Julia señaló la silla vacía.

– ¿Le importaría si…?

– Por supuesto que no, por favor.

Julia se sentó y Cassandra esperó, vacilante, preguntándose si eso era parte del servicio personalizado con el que amenazaban los folletos.

– Espero que esté disfrutando nuestra estancia con nosotros.

– Es un lugar encantador.

Julia la miró y sonrió de modo que aparecieron hoyuelos en sus mejillas.

– ¿Sabe?, puedo ver a su abuela en usted. Pero apuesto a que se lo dicen a menudo.

Detrás de la educada sonrisa de Cassandra, una montaña de preguntas se amontonaba. ¿Cómo sabía esta desconocida quién era? ¿Cómo había conocido a Nell? ¿Cómo las había relacionado a las dos?

Julia rió y se inclinó hacia ella, con aires conspiradores.

– Un pajarillo me contó que la muchacha australiana que había heredado la cabaña estaba en el pueblo. Tregenna es un lugar pequeño; estornudas en el acantilado Sharpstone y toda la gente en la bahía se entera.

Cassandra comprendió quién había sido el pájaro en cuestión.

– Robyn Jameson.

– Estuvo aquí ayer, intentando reclutarme para el comité del festival -explicó Julia-. No pudo resistir compartir las noticias locales mientras lo hacía. Sumé dos más dos y la conecté con la señora que vino a verme hace unos treinta años, y que me salvó el pellejo quitándome la cabaña de las manos. Siempre me pregunté cuándo regresaría su abuela, mantuve un ojo alerta durante un tiempo. Me cayó bien. Era una mujer directa, ¿verdad?

La descripción era tan precisa que Cassandra no pudo evitar preguntarse qué había dicho o hecho Nell para ganársela.

– ¿Sabe?, la primera vez que vi a su abuela, estaba colgando de una glicinia bastante gruesa, junto a la verja de entrada.

– ¿De veras? -preguntó Cassandra abriendo mucho los ojos.

– Había trepado al muro y estaba teniendo dificultades para bajar por el otro lado. Por suerte para ella, yo acababa de discutir con mi esposo, Richard, la discusión número noventa y siete de ese día, y estaba paseando por los jardines para calmarme. No quiero imaginar cuánto habría permanecido allí arriba de no haber pasado por allí.

– ¿Estaba tratando de ver la casa?

Julia asintió.

– Dijo que era una anticuaría interesada en la época victoriana y se preguntaba si podía echarle un vistazo.

Cassandra sintió una cálida oleada de afecto por Nell mientras la imaginaba trepando muros y diciendo verdades a medias, negándose a aceptar un no por respuesta.

– Le dije que sería bienvenida a entrar, ¡tan pronto como dejara de colgarse de mis enredaderas! -rió Julia-. La casa estaba en bastante mal estado, para entonces había sido descuidada durante décadas, Rick y yo tuvimos que desmantelar algunas cosas dejándola aún peor que al principio, pero a ella no pareció importarle. La recorrió, deteniéndose en todas las habitaciones. Era como si hubiera intentado guardarlas en su memoria.

O, mejor dicho, recuperarlas. Cassandra se preguntó cuánto le había dicho Nell a Julia sobre los motivos de su interés.

– ¿Le mostró también la cabaña?

– No, pero sin duda se la mencioné. Después crucé los dedos, los brazos y todo lo cruzable -rió-. ¡Estábamos tan desesperados por un comprador! Nos encontrábamos al borde de la quiebra con tanta certidumbre como si hubiéramos cavado un pozo bajo la casa y lanzado en él todo el dinero. Tuvimos la cabaña en venta durante un tiempo. Casi la vendimos, en dos oportunidades, a londinenses que buscaban una casa para las vacaciones, pero ambos intentos fallaron. Mala suerte. Bajamos el precio, pero ni aun así hubo forma de convencer a uno de los lugareños de comprarla, ni por amor ni por dinero. Una vista espectacular y nadie interesado en comprarla por unos absurdos rumores.

– Robyn me lo comentó.

– Por lo que se ve, algo falla en una casa en Cornualles si no tiene fantasmas -bromeó Julia-. Nosotros tenemos nuestro propio fantasma en el hotel. Pero eso ya lo sabe, lo escuchó la otra noche.

La sorpresa de Cassandra debía de haberse reflejado en su rostro, porque Julia continuó.

– Samantha, la de recepción, me contó que escuchó una llave en la cerradura.

– Ah -dijo Cassandra-, sí, pensé que era otro huésped, pero debió de ser el viento, no quise causarle ningún…

– Es ella, es nuestra fantasma. -Julia rió ante la expresión perpleja de Cassandra-. Ah, vamos, no se alarme, no le hará daño alguno. No es un fantasma desagradable precisamente. No aceptaríamos un fantasma poco amistoso.

Cassandra tenía la sensación de que Julia le estaba tomando el pelo. Fuera como fuera, había escuchado más relatos sobre fantasmas desde que llegara a Cornualles que cuando era pequeña y se iba a dormir a casa de sus amigas.

– Supongo que cada casa vieja necesita uno -aventuró.

– Eso es -dijo Julia-. La gente lo espera. Habría tenido que inventarlo si no hubiera existido uno. Un hotel histórico como éste… Un residente fantasma es tan importante para los huéspedes como las toallas limpias. -Se inclinó acercándose-. El nuestro incluso tiene nombre: Rose Mountrachet. Ella y su familia vivieron aquí, a comienzos del siglo XX. Bueno, antes incluso, si uno considera que la familia se remonta cientos de años atrás. Ella es la figura del cuadro que cuelga junto a la biblioteca en el vestíbulo, la joven de piel pálida y cabello oscuro. ¿La ha visto?

Cassandra negó con la cabeza.

– Ah, tiene que hacerlo -dijo Julia-. Es un John Singer Sargent, pintado pocos años después del retrato de las hermanas Wyndham.

– ¿De veras? -Cassandra sintió que se le erizaba la piel-. ¿Un verdadero John Singer Sargent?

Julia rió.

– Increíble, ¿verdad? Otro de los secretos de la casa. No me di cuenta de su valor sino hasta hace unos pocos años. Vino una persona de Christie's a examinar otra pintura y lo descubrió. La llamo «mi seguro», aunque no podría desprenderme de ella. Nuestra Rose era tan bella, ¡y tuvo una vida tan trágica! Una niña delicada que superó la enfermedad para morir en un terrible accidente a los veinticuatro años -suspiró romántica-. ¿Ha terminado su desayuno? Venga conmigo y le mostraré la pintura


* * *

Rose Mountrachet era toda una belleza a los dieciocho años: piel blanca, una nube de cabellos oscuros trenzados a su espalda, el busto encorsetado, tan a la moda en esa época. Sargent era conocido por su habilidad para discernir y capturar la personalidad de sus modelos, y la mirada de Rose era soñadora. Los labios rojos, relajados, pero los ojos permanecían vigilantes, fijos en el artista. Su expresión seriase ajustaba a lo que Cassandra imaginaba en una niña que había pasado toda su infancia encerrada por motivos de salud.

Se acercó más. La composición del retrato era interesante. Rose estaba sentada en un sofá, con un libro en su regazo. El sofá estaba en ángulo, fuera de cuadro, de modo que Rose estaba sentada al frente, a la derecha, y detrás de ella había una pared empapelada en verde pero con muy pocos detalles. El modo en el que la pared estaba pintada daba la sensación de ser pálida, como de plumas, más cercana al impresionismo que al realismo por el que Sargent era conocido. No era inusual que utilizara esas técnicas, pero esta obra parecía un trabajo más suelto que los demás, menos cuidadoso.

– Era una belleza, ¿verdad? -admiró Julia, pasando con un movimiento de caderas por delante de la recepción.

Cassandra asintió distraída. La fecha de la pintura era 1907, poco antes de que decidiera dejar de pintar. Tal vez se había cansado de representar los rostros de gente acaudalada incluso entonces.

– Veo que ella la ha hechizado. Ahora sabe por qué estuve tan decidida a reclutarla como nuestro fantasma. -Rió, pero luego notó que Cassandra no lo había hecho-. ¿Está bien? Se la ve un poco pálida. ¿Un vaso de agua?

Cassandra negó con la cabeza.

– No, no, estoy bien, gracias. Es que el cuadro… -Apretó los labios, y se escuchó decir-: Rose Mountrachet era mi bisabuela.

Julia enarcó las cejas.

– Me enteré hace muy poco. -Cassandra sonrió a una turbada Julia. No importaba que fuera la verdad, se sentía como un actor recitando las líneas de una mala telenovela-. Lo siento. Ésta es la primera vez que veo un retrato suyo. De pronto, todo parece demasiado real.

– Ah, querida -dijo Julia-. Lamento ser yo quien le dé la noticia, pero me temo que está equivocada. Rose no puede ser su bisabuela. En realidad no puede ser bisabuela de nadie. Su única hija murió cuando era prácticamente un bebé.

– De escarlatina.

– Pobre pequeño querubín, cuatro años… -La miró de reojo-. Si sabía lo de la escarlatina, entonces debía de saber que la hija de Rose murió.

– Sé que la gente lo cree, pero también sé que eso no fue lo que en verdad sucedió. No puede ser.

– He visto su lápida en el cementerio -comentó Julia con suavidad-. Los más dulces versos, tan tristes… Se la puedo mostrar, si quiere.

Cassandra podía sentir sus mejillas enrojecer, lo que siempre le sucedía cuando estaba a punto de disentir con alguien.

– Puede que haya una lápida, pero no hay una niña allí enterrada. No Ivory Walker.

La expresión de Julia vaciló entre el interés y la preocupación.

– Siga.

– Cuando mi abuela cumplió los veintiuno, se enteró de que sus padres no eran en verdad sus padres.

– ¿Era adoptada?

– Algo así. Fue encontrada en un muelle en Australia, cuando tenía cuatro años, sin nada más que su maleta. No fue sino hasta que cumplió los sesenta y cinco cuando su padre le dio por fin la maleta, y ella pudo comenzar a buscar información sobre su pasado. Llegó a Inglaterra y habló con varias personas, e investigó, y durante todo ese tiempo escribió un diario.

Julia sonrió, comprensiva.

– Que ahora tiene usted.

– Exactamente. Por eso sé que averiguó que la hija de Rose no murió. Fue secuestrada.

Los ojos azules de Julia examinaron el rostro de Cassandra. Sus mejillas estaban arreboladas.

– Pero, si así fuera, ¿no habría habido una investigación? ¿No habría sido anunciado en los periódicos? ¿Como lo que pasó con el bebé de los Lindbergh?

– No, si la familia guardó silencio.

– ¿Por qué habrían hecho algo así? Seguramente habrían querido que todos lo supieran.

Cassandra negó con un movimiento de cabeza.

– No, si querían evitar el escándalo. La mujer que se la llevó era la protegida de lord Mountrachet y su esposa, la prima de Rose.

Julia respiró hondo.

¿Eliza secuestró a la hija de Rose?

Ahora fue el turno de Cassandra de mostrarse sorprendida.

– ¿Ha oído hablar de Eliza?

– Por supuesto, ella es famosa por estos lares. -Julia tragó saliva-. A ver si lo entiendo. ¿Cree que Eliza llevó a la hija de Rose a Australia?

– La puso en el barco que iba a Australia pero ella no la acompañó. Eliza desapareció en algún lugar entre Londres y Maryborough. Cuando mi bisabuelo encontró a Nell, ella estaba sola en el muelle. Por eso se la llevó a su casa, no podía dejar sola a una niña de esa edad.

Julia estaba chasqueando la lengua.

– Pensar en una niña así, abandonada. Su pobre abuela; es terrible no conocer los orígenes de uno. Eso explica su ansiedad por echarle un vistazo a este lugar.

– Por eso Nell compró la cabaña -añadió Cassandra-. Una vez que descubrió quién era, quería ser dueña de una parte de su pasado.

– Claro. -Julia alzó las manos y volvió a dejarlas caer-. Eso tiene sentido, aunque lo demás me cuesta entenderlo.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, incluso si lo que dice es correcto, si la hija de Rose sobrevivió, fue secuestrada y terminó en Australia, no puedo creer que Eliza haya tenido que ver con eso. Rose y Eliza eran muy amigas. Más hermanas que primas, las mejores amigas. -Hizo una pausa, pareció revisarlo todo mentalmente, y luego exhaló aire, decidida-. No, no puedo creer que Eliza fuera capaz de semejante traición.

La fe de Julia en la inocencia de Eliza no parecía la de una observadora desapasionada discutiendo una hipótesis histórica.

– ¿Qué le hace estar tan segura?

Julia indicó un par de sillas de mimbre, acomodadas junto a la ventana.

– Venga, sentémonos un momento. Haré que Samantha prepare el té.

Cassandra miró su reloj. Faltaba poco para su cita con el jardinero, pero tenía curiosidad por la fuerte convicción de Julia, el modo en el que hablaba de Eliza y Rose como alguien que se refiriera a amigos queridos. Se sentó en la silla que le ofrecía mientras Julia gesticulaba la palabra «té» en dirección a Samantha.

Mientras Samantha se alejaba a cumplir el encargo, Julia continuó.

– Cuando compré Blackhurst era un completo caos. Siempre habíamos soñado en regentar un lugar así, pero la realidad resultó ser casi una pesadilla. No tiene idea de cuántas cosas pueden funcionar mal en una casa de este tamaño. Nos llevó tres años lograr algún resultado. Trabajamos duro, casi arruinamos nuestro matrimonio en el proceso. No hay nada como tapar goteras en el techo para separar a una pareja.

Cassandra sonrió.

– Me lo imagino.

– Es bastante triste. La casa había sido habitada y cuidada por una familia durante mucho tiempo, pero en el siglo XX, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, fue virtualmente abandonada. Los cuartos fueron sellados, las chimeneas bloqueadas, por no mencionar los daños que causó el ejército cuando la ocuparon en los años cuarenta.

»Invertimos hasta el último penique que teníamos en la casa. Por aquel entonces, en los años sesenta, yo era escritora de novelas románticas. No era exactamente Jackie Collins, pero me las arreglaba. Mi esposo era banquero y teníamos confianza en que contábamos con lo suficiente para poner en marcha este lugar. -Rió-. Un enorme error de cálculo. Enorme. Para la tercera Navidad, casi no teníamos dinero, y había tan poco que mostrar como resultado, amén del matrimonio colgando de unos pocos hilos. Habíamos vendido la mayor parte de los terrenos y para la Navidad de 1974 estábamos a punto de tirar la toalla y volver a Londres con el rabo entre las piernas.

Samantha apareció con una bandeja muy cargada, la apoyó sobre la mesa y luego dudó un instante antes de tomar la tetera.

– Ya lo sirvo yo, Sam -dijo Julia, riendo y haciéndole un gesto para que partiera-. No soy la reina. Bueno, todavía no. -Le guiñó un ojo a Cassandra-. ¿Azúcar?

– Por favor.

Julia le pasó una taza de té a Cassandra, tomó un sorbo de la suya, y luego continuó con su historia.

– Aquella noche de Navidad hacía mucho frío. Había estallado una tormenta desde el mar que estaba azotando la costa. Nos habíamos quedado sin electricidad, nuestro pavo se estaba descongelando en una nevera tibia, y no podíamos recordar dónde habíamos dejado las velas que habíamos comprado. Estábamos buscando en uno de los cuartos de arriba cuando un relámpago inundó de luz el cuarto y ambos vimos la pared. -Apretó los labios en anticipación al desenlace-. En la pared, había un agujero.

– ¿Como la madriguera de un ratón?

– No, un agujero cuadrado.

Cassandra frunció confusa el ceño.

– Una pequeña cavidad en la piedra -dijo Julia-. El tipo de escondite con el que soñaba de niña cada vez que mi hermano encontraba mis diarios. Había estado oculto detrás de un tapiz que el pintor había descolgado esa semana. -Tomó un gran sorbo de té antes de continuar-. Sé que suena tonto, pero encontrar ese escondrijo fue como un amuleto de la suerte. Casi como si la casa nos estuviera diciendo: «Muy bien, ya lleváis aquí el suficiente tiempo con vuestros martillazos y ruidos. Habéis demostrado que vuestras intenciones son honestas, así que podéis quedaros». Y desde esa noche, las cosas parecieron volverse más fáciles. Comenzaron a salir bien. Por un lado, apareció su abuela, ansiosa por comprar la Cabaña del Acantilado, y un chico de nombre Bobby Blake consiguió recuperar poco a poco el jardín, y por otro, un par de guías turísticos comenzaron a traer clientes para el té de la tarde.

Estaba sonriendo frente al recuerdo, y Cassandra casi se sintió mal al interrumpirla.

– ¿Pero qué fue lo que encontró? ¿Qué había en el escondrijo?

Julia parpadeó.

– ¿Algo que pertenecía a Rose?

– Sí -dijo Julia, tragando una sonrisa excitada-. Atados por un lazo, había una colección de cuadernos de recortes. Uno por año, de 1900 a 1913.

– ¿Cuadernos de recortes?

– Muchas damas jóvenes solían tenerlos en esa época. Era un hobby plenamente aceptado por la sociedad victoriana… ¡uno de los pocos! Una forma de expresarse que una joven dama podía permitirse sin temor de entregar su alma al demonio. -Sonrió con orgullo-. Ah, los cuadernos de Rose no son diferentes de cualquier otro que se pueda encontrar en museos o desvanes del país: están llenos de retales, dibujos, pinturas, invitaciones, pequeñas anécdotas… pero cuando los encontré me identifiqué tanto con esta joven mujer de hace casi cien años, con sus esperanzas, sueños y decepciones, que he tenido debilidad por ella desde entonces. Pienso en ella como un ángel, cuidándonos.

– ¿Tiene todavía los cuadernos de recortes?

Un gesto de asentimiento culpable.

– Sé que debería haberlos donado a un museo o a uno de esos grupos locales de historiadores, pero soy bastante supersticiosa y no puedo soportar desprenderme de ellos. Por un tiempo pensé en exhibirlos en la sala, en una de las vitrinas, pero cada vez que les echaba una mirada sentía una oleada de vergüenza, como si me hubiera apropiado de algo privado y lo hubiera hecho público. Ahora los tengo guardados en una caja en mi cuarto, a falta de algo mejor.

– Me encantaría verlos.

– Claro que le encantaría, querida. Y por eso los verá. -Julia sonrió a Cassandra-. Estoy esperando a un grupo que debe llegar en la próxima media hora y Robyn me ha llenado la semana con los arreglos del festival. ¿Podríamos cenar el viernes, en mi apartamento? Rick estará en Londres, así que será una noche de mujeres. Podremos examinar los cuadernos de recortes de Rose y llorar a gusto durante un rato. ¿Qué tal suena eso?

– Fantástico -dijo Cassandra, sonriendo dubitativa. Era la primera vez que alguien la invitaba a compartir el llanto.

30

Mansión Blackhurst, 1907


Cuidando de no alterar su posición en el sillón y despertar la ira del artista, Rose se permitió bajar la vista, para poder observar la página más reciente de su cuaderno de recortes. Había estado trabajando en ella toda la semana, cada vez que el señor Sargent le había dado un descanso de su pose. Había un retal de satén rosa pálido que había sido usado para su vestido de cumpleaños, una cinta de su cabello, y en la parte inferior, con su mejor caligrafía, había escrito los versos de un poema de lord Tennyson: Pero ¿quién la ha visto agitar su mano?, ¿o de pie junto a la ventana? ¿Es conocida en toda la comarca, la dama de Shalott?

¡Cómo se identificaba Rose con la dama de Shalott! Condenada a pasar la eternidad en su cuarto, obligada siempre a percibir el mundo a distancia. Porque ¿acaso no había pasado la mayor parte de su vida así, encerrada?

Pero ya no. Rose había tomado una decisión: ya no estaría encadenada por los lúgubres pronósticos del doctor Matthews, por la preocupación constante de su madre. Aunque todavía delicada, Rose había aprendido que la fragilidad genera fragilidad, que nada marea tanto como pasar día tras día en aburrido confinamiento. Abriría la ventana cuando hiciera calor; tal vez se resfriara, pero tal vez no. Iba a vivir con la expectativa de casarse, tener hijos, envejecer. Y por fin, por su decimoctavo cumpleaños, Rose iba a echar una mirada a Camelot. Mejor que eso, iba a caminar por Camelot. Porque tras años de ruegos, mamá por fin había consentido: hoy, por primera vez, Rose iba a acompañar a Eliza a los bosques de Blackhurst.

Desde que Eliza llegara, hacía ya siete años, había traído consigo relatos del bosque. Cuando Rose yacía en su tibio cuarto oscuro, respirando el aire inmóvil de su última enfermedad, Eliza irrumpía por la puerta de modo tal que Rose casi podía oler el océano en su piel. Trepaba junto a Rose en la cama y colocaba una concha, o una polvorienta jibia, o un pequeño trozo de madera en su mano, y luego comenzaba su historia. Y en su mente, Rose veía el mar azul, sentía la cálida brisa en los cabellos, la ardiente arena bajo sus pies.

Algunos relatos eran invenciones de Eliza, otros los había aprendido en alguna parte. Mary, la criada, tenía hermanos que eran pescadores, y Rose sospechaba que disfrutaba conversando con ellos cuando debería estar trabajando. No con Rose, por supuesto, porque Eliza era diferente. Todos los sirvientes la trataban de modo diferente. De forma casi inapropiada, como si les gustara considerarse sus amigos.

Últimamente, Rose había comenzado a sospechar que Eliza se estaba aventurando más allá de la propiedad, que incluso había conversado con uno o dos lugareños, porque sus relatos ahora tenían otro tono. Eran ricos en detalles de embarcaciones y navegantes, sirenas y tesoros, aventuras por el mar, relatados en un lenguaje colorido que Rose saboreaba secretamente: y había una mirada más expansiva en los ojos de la narradora, como si hubiera probado las cosas prohibidas de las que hablaba.

Una cosa era cierta, mamá se pondría lívida de saber que Eliza había estado en el pueblo, que se había mezclado con la gente común. Ya le fastidiaba bastante que Eliza hablara con la servidumbre, y sólo por eso Rose era capaz de tolerar la amistad de Eliza con Mary. Si su madre quisiera preguntarle a Eliza adonde había ido, seguramente ésta no le mentiría, aunque Rose no estaba segura de qué podría hacer su madre al respecto. En todos sus años de intentos, había sido incapaz de encontrar un castigo que detuviera a Eliza.

El castigo de que se la considerara maleducada no significaba nada para Eliza. El que la enviaran al cuarto de trastos debajo de la escalera sólo le daba tiempo y tranquilidad para inventar más historias. El negarle nuevos vestidos -un auténtico castigo para Rose- apenas si le sacaba un suspiro: Eliza estaba más que contenta vistiendo los vestidos que Rose descartaba. Cuando era cuestión de castigos, era como la heroína en una de sus historias, protegida por un encantamiento.

Observar los inútiles esfuerzos de su madre por disciplinar a Eliza le daba un secreto placer. Cada castigo era recibido con un parpadeo de sus ojos azules, un encogerse de hombros despreocupado y un ingenuo «Sí, tía». Como si Eliza en verdad no se hubiera dado cuenta de que su comportamiento podía resultar ofensivo. El encogerse de hombros en particular enfurecía a mamá. Hacía ya mucho que había descartado cualquier esperanza de que Rose convirtiera a Eliza en una correcta joven dama, se daba por satisfecha con que la hubiera convencido para que se vistiera de modo adecuado. (Rose había aceptado los cumplidos de mamá y silenciado la vocecilla que le susurraba que Eliza había desechado los remendados pantalones sólo cuando se le habían quedado pequeños). Había algo roto dentro de Eliza, decía mamá, como un pedazo de espejo en un telescopio, que le impedía funcionar correctamente. Le impedía sentir la adecuada vergüenza.

Como si leyera los pensamientos de Rose, Eliza se acomodó a su lado en el sofá. Habían estado sentadas sin moverse casi una hora, y el cuerpo de Eliza empezaba a resistirse. En numerosas ocasiones, el señor Sargent había tenido que recordarle que dejara de fruncir el ceño, que mantuviera la pose, mientras él arreglaba una parte del cuadro. Rose le había escuchado decir a su madre el día anterior que ya habría terminado, sólo que la muchacha con el cabello color fuego se negaba a sentarse sin moverse el tiempo suficiente para capturar su expresión.

Su madre se había estremecido de disgusto al oírlo. Hubiera preferido que Rose fuera el único modelo del señor Sargent, pero su hija se había empeñado. Eliza era su prima, su única amiga, por supuesto que tenía que estar en el retrato. Entonces Rose tosió un poco, mirando a mamá por entre sus pestañas, y el asunto quedó concluido.

Y aunque una parte de Rose disfrutó del desagrado de su madre, su insistencia en la inclusión de Eliza había sido sincera. Ella nunca había tenido una amiga. La oportunidad nunca se había presentado, e incluso si hubiera sucedido, ¿qué necesidad tenía de amigos una niña que no viviría mucho tiempo? Como la mayoría de los niños a los que las circunstancias han acostumbrado a sufrir, Rose encontró que tenía muy poco en común con otras niñas de su edad. No tenía interés en hacer rodar aros o en arreglar casas de muñecas, y se aburría con rapidez cuando debía soportar las agotadoras conversaciones respecto a su color, número o canción favorita.

Pero Eliza no era como las otras niñas. Rose lo había advertido desde el primer día, cuando se conocieron. Eliza tenía una manera de ver el mundo que era con frecuencia sorprendente, de hacer cosas completamente inesperadas. Cosas que mamá no podía tolerar.

Lo mejor respecto a Eliza, sin embargo, incluso aún mejor que su habilidad para irritar a su madre, eran sus historias. Sabía muchos relatos maravillosos que Rose nunca había escuchado. Historias aterradoras que hacían que se le erizara la piel y le sudaran los pies. Sobre la Otra Prima, y el río de Londres, y el siniestro Hombre Malo con el brillante puñal. Y por supuesto, la historia del barco negro que acechaba en la cala de Blackhurst. Y aunque Rose supiera que era otra de las fantasías de Eliza, le encantaba escuchar la historia. El barco fantasma que aparecía en el horizonte, el barco que Eliza aseguraba haber visto y por el que había pasado muchos días de verano en la cala esperando volver a verlo.

Lo único que Rose nunca había sido capaz de obtener de Eliza era que le contara historias de su hermano, Sammy. Había dejado escapar su nombre sólo una vez, pero se había encerrado en su mutismo de inmediato cuando Rose le preguntó. Fue mamá quien le informó de que Eliza había tenido un mellizo, que una vez tuvo un hermano, cortado por la misma tijera, un niño que había muerto de modo trágico.

A lo largo de los años, cuando yacía sola en su lecho, a Rose le había gustado imaginarse su muerte, ese pequeño cuya pérdida había logrado lo imposible: dejar a Eliza, la narradora, sin palabras. «La muerte de Sammy» había reemplazado a la «Fuga de Georgiana» de las ensoñaciones elegidas por Rose. Se lo imaginaba ahogándose, se lo imaginaba cayendo, y se lo había imaginado desahuciado, el pobre niño que había ocupado antes el afecto de Eliza.

– Quédese quieta -ordenó el señor Sargent, señalando con su pincel en dirección a Eliza-. Deje de retorcerse. Es usted peor que el perrito de lady Asquith.

Rose parpadeó, cuidando que su expresión no se alterara cuando se dio cuenta de que su padre había entrado en el cuarto. Estaba de pie detrás del atril del señor Sargent, mirando intensamente mientras el artista trabajaba. Frunciendo el ceño e inclinando la cabeza, para seguir mejor las pinceladas. Rose se sorprendió: nunca hubiera imaginado que su padre estuviera interesado en las bellas artes. Lo único que le interesaba era la fotografía, pero incluso en ese caso se las ingeniaba para volverla aburrida. Jamás fotografiaba gente, sólo insectos, plantas y ladrillos. Y, sin embargo, allí estaba, extasiado por el retrato de su hija. Rose se sentó, algo más erguida.

Sólo dos veces durante su infancia tuvo la oportunidad de observar de cerca a su padre. La primera había sido cuando se tragó el dedal y su padre había sido llamado para sacar la foto, a petición del doctor Matthews. La segunda vez no había sido tan agradable.

Se había escondido porque esperaban al doctor Matthews; Rose tenía entonces nueve años y se le había metido en la cabeza que no tenía ganas de verlo. Había encontrado el lugar en donde mamá jamás pensaría ir a buscarla: el cuarto oscuro de papá.

Había una cavidad debajo del gran escritorio, y Rose se había llevado una almohada para estar cómoda. Y en general lo habría estado si la habitación no hubiera tenido ese olor espantoso, como el de los productos desinfectantes que los criados usaban durante la limpieza de primavera.

Llevaba allí unos quince minutos cuando se abrió la puerta del cuarto. Un delgado rayo de luz pasó a través de un pequeño agujero en el centro de la mesa del escritorio. Rose contuvo la respiración y miró por el agujero, temiendo encontrarse con la imagen de mamá y el doctor Matthews que llegaban a buscarla.

Pero no eran mamá ni el doctor los que habían abierto la puerta, era su padre, vestido con su largo abrigo de viaje.

Rose sintió que se le cerraba la garganta. Sin que se lo hubieran dicho nunca, sabía que el umbral del cuarto oscuro de su padre no se debía cruzar.

Éste permaneció de pie por un momento, la silueta negra contra el fondo iluminado. Después entró, quitándose el abrigo y dejándolo sobre una silla justo cuando apareció Thomas, el bochorno empalideciendo sus mejillas.

– Señor -dijo Thomas, recuperando el aliento-, no lo esperábamos hasta la próxima…

– Cambio de planes.

– El cocinero está preparando el almuerzo, señor -anunció Thomas, encendiendo la lámpara de gas de la pared-. Pondré la mesa para dos y le diré a lady Mountrachet que ha regresado.

– No.

La celeridad con que fue impartida la orden hizo que Rose contuviera la respiración.

Thomas se volvió de golpe hacia su padre, y la cerilla entre sus dedos enguantados se extinguió, víctima del movimiento repentino.

– No -volvió a decir-. El viaje ha sido largo, Thomas. Necesito descansar.

– ¿Una bandeja, señor?

– Y una licorera con jerez.

Thomas asintió y después desapareció por la puerta, los pasos perdiéndose en el pasillo.

Rose notó un golpeteo. Apretó el oído contra el escritorio, preguntándose si alguna cosa en un cajón del escritorio, algún objeto misterioso que pertenecía a su padre, estaba sonando. Después se dio cuenta de que era su propio corazón, como una advertencia, dando saltos en su pecho.

Pero no había escapatoria. No, mientras su padre estuviera sentado en el sillón, bloqueando la puerta.

De modo que continuó sentada, las rodillas apretadas contra el corazón traidor que amenazaba con delatarla.

Fue la única vez que recordaba haber estado a solas con su padre. Observó cómo su presencia llenaba el cuarto de modo que un lugar, antes apacible, parecía ahora cargado de emociones y sentimientos que Rose no comprendía.

Pasos apagados en la alfombra, luego una profunda exhalación masculina que hizo que se le erizaran los pelos en sus brazos.

– ¿Dónde estás? -dijo su padre con suavidad, y luego repitió con los dientes apretados-. ¿Dónde estás?

Rose contuvo la respiración y la mantuvo prisionera entre sus labios bien cerrados. ¿Le estaba hablando a ella? ¿Había su sabelotodo padre adivinado de alguna manera que estaba oculta donde no debía?

Un suspiro de su padre -¿pena? ¿amor? ¿cansancio?- y luego, «poupée». Tan suave, tan sigilosamente, una palabra rota de un hombre roto. Rose había estado aprendiendo francés con la señora Tranton, y sabía que poupée quería decir muñequita.

Poupée -volvió a decir-. ¿Dónde estás, mi Georgiana?

Rosa dejó escapar el aliento. Aliviada de que no hubiera descubierto su presencia, agraviada de que semejante tono de voz no fuera para describir su nombre.

Y, mientras apretaba su mejilla contra el escritorio, se prometió que un día alguien diría su nombre de ese modo…

– ¡Baje la mano! -El señor Sargent estaba ahora irritado-. Si continúa moviéndose, la pintaré con tres manos y así es como será recordada para siempre.

Eliza dejó escapar un suspiro, entrelazando las manos a la espalda.

Los ojos de Rose estaban vidriosos de mantener la misma postura, por lo que parpadeó varias veces. Su padre se había marchado del cuarto, pero su presencia permanecía, el mismo sentimiento de infelicidad que siempre lo seguía.

Rose dejó que su mirada descansara una vez más en su cuaderno de recortes. La tela era de un hermoso tono rosa, un tono que sabía que acentuaba sus oscuros cabellos.

A través de sus años de enfermedad, siempre hubo una cosa que Rose había deseado, y eso era crecer. Escapar de los confines de la infancia y vivir, como Milly Theale había expuesto tan perfectamente en el libro favorito de Rose, aunque fuera de modo breve y entrecortado. Deseaba enamorarse, casarse, tener hijos. Dejar Blackhurst y comenzar una vida propia. Lejos de esa casa, lejos de ese sofá sobre el que mamá insistía debía reclinarse incluso cuando se sentía bien. «El sofá de Rose», lo llamaba mamá. «Pon otra manta en el sofá de Rose. Algo que resalte la palidez de su piel, que haga que su cabello parezca aún más brillante».

Y el día de su partida se aproximaba. Rose lo sabía. Por fin mamá había admitido que Rose estaba lo suficientemente bien para encontrarse con un pretendiente. En los últimos meses, su madre había arreglado almuerzos con una procesión de jóvenes (¡y no tan jóvenes!) candidatos. Todos habían sido unos estúpidos -Eliza había entretenido a Rose durante horas después de cada visita con sus recreaciones y personificaciones- pero era una buena práctica. Porque el perfecto caballero estaba allá fuera, en alguna parte, esperándola. No sería para nada como su padre, sería un artista, con sentido de la belleza y de su grandeza, a quien le importaran un comino ni las piedras ni los insectos. Sería abierto y fácil de comprender, sus pasiones y sus sueños serían una luz en sus ojos. Y él la amaría a ella, sólo a ella.

A su lado, Eliza bufó impaciente.

– En verdad, señor Sargent -dijo-. Creo que yo podría pintarme más rápido.

Su esposo sería como Eliza, se dio cuenta Rose, una sonrisa alterando su plácida expresión. El caballero que ella buscaba era la encarnación masculina de su prima.


* * *

Y finalmente el captor las dejó libres. Tennyson tenía razón, el apolillarse sin hacer nada era inconcebiblemente aburrido. Eliza se apresuró a quitarse el ridículo vestido que la tía Adeline había insistido en que vistiera para el retrato. Era de Rose, de la temporada anterior,lazos que escocían, el satén que se pegaba, y un tono de rojo que hacía que Eliza se sintiera como una fresa aplastada. Una pérdida de tiempo completa, perder una mañana entera frente a un viejo gruñón intentando capturar sus imágenes para que ellas también pudieran ser colgadas, solitarias y estáticas, sobre una fría pared.

Eliza se puso de rodillas y buscó debajo de su cama. Alzó un tablón que había aflojado hacía ya mucho tiempo. Buscó con la mano y sacó la historia «La niña transformada». Pasó la mano por la cubierta en blanco y negro, sintió el relieve de su caligrafía debajo de las yemas de sus dedos.

Fue Davies quien había sugerido que escribiera sus relatos. Ella lo había estado ayudando a plantar nuevas rosas cuando un pájaro gris y blanco con una cola a rayas pasó volando bajo hasta una rama cercana.

– Un cuco -señaló Davies-: pasa los inviernos en África, pero vuelve aquí en la primavera.

– Desearía ser un pájaro -dijo Eliza-. Entonces podría, simplemente, correr hacia el borde del acantilado y dejarme llevar. Hasta África, o India. O Australia.

– ¿Australia?

Era el destino que en esos días se había apoderado de su imaginación. El hermano mayor de Mary, Patrick, había emigrado recientemente con su joven familia a un lugar llamado Maryborough, en donde su tía Eleanor se había afincado unos años antes. A pesar de la conexión familiar, a Mary le gustaba pensar que el nombre también había influido en su elección, y con frecuencia se le podían hacer preguntas de la exótica tierra, flotando en un océano lejano, al otro lado del planeta. Eliza había encontrado en el mapa escolar Australia, un extraño, gigantesco continente en el Pacífico Sur, con dos orejas, una alzada, la otra quebrada.

– Conozco a una persona que se fue a Australia -dijo Davies, dejando de plantar por un instante-. Consiguió una granja de cuatrocientas hectáreas y no pudo hacer que nada creciera.

Eliza se mordió el labio y sintió el gusto de la excitación. Ese extremismo estaba en sintonía con su idea del lugar.

– Según Mary, allí hay una especie de conejos gigantes. Canguros, los llaman. ¡Con patas tan largas como la pierna de un hombre!

– No sé qué haría usted en un lugar como ése, señorita Eliza. O en África, o en la India.

Eliza sabía exactamente lo que haría.

– Voy a recoger historias. Antiguas historias que nadie de por aquí haya oído nunca. Seré igual que esos Hermanos Grimm de los que estaba hablando.

Davies frunció el ceño.

– Por qué querría ser como ese par de alemanes es algo que no comprendo. Debería estar escribiendo sus propias historias, no las que pertenecen a otros.

Y así había hecho. Había comenzado a escribir una historia para Rose, un regalo de cumpleaños, un cuento de hadas con una princesa que se transformaba por arte de magia en ave. Era la primera historia que había plasmado en papel, y ver sus pensamientos e ideas concretarse le resultó muy curioso. Hacía que su piel estuviera más sensible que de costumbre, se sentía extrañamente expuesta y vulnerable. Las brisas eran más frescas, el sol más cálido. No podía decidir si la sensación era algo que disfrutaba o rechazaba.

Pero a Rose siempre le habían gustado las historias de Eliza y no tenía regalo más preciado que ofrecer, por lo que era el obsequio perfecto. En los años desde que Eliza había sido arrancada de su solitaria vida londinense y trasplantada a la lujosa y misteriosa Blackhurst, Rose se había convertido en su alma gemela. Se reía y añoraba junto con Eliza, y gradualmente había comenzado a llenar el espacio que una vez Sammy había ocupado, el oscuro y vacío agujero que le queda a todo mellizo solitario. A cambio, no había nada que Eliza no hiciera o escribiera para Rose.


La niña transformada

por Eliza Makepeace.


En los viejos tiempos, cuando la magia vivía y respiraba, había una Reina que deseaba un niño. Era una Reina triste, porque el Rey con frecuencia se encontraba lejos, dejándola a solas con poco o nada que hacer salvo su soledad, y se preguntaba por qué su esposo, a quien tanto quería, podía soportar apartarse de ella tanto tiempo y con tanta frecuencia.

Había sucedido que muchos años antes, el Rey había usurpado el trono de su legítima dueña, la Reina de las Hadas, y la hermosa y pacífica comarca del Hada se había convertido de la noche a la mañana en un lugar desolado en donde la magia ya no florecía y la risa estaba prohibida. Tan colérico era el Rey que estaba decidido a capturar a la Reina de las Hadas y obligarla a regresar al reino. Una jaula de oro había sido preparada especialmente para aprisionar a la Reina de las Hadas y obligarla a que usara su magia para divertimento del Rey.

Un día de invierno, mientras el Rey se encontraba de viaje, la Reina estaba sentada junto a una ventana abierta, mirando el campo cubierto de nieve. Estaba llorando, porque la desolación de los meses de invierno le recordaba a la Reina su propia soledad. Mientras observaba el desolado paisaje invernal, pensó en su desolado vientre, vacío, como siempre, a pesar de su deseo. «¡Ah, cuánto querría tener una niña! -lloró-. Una hermosa niña con un corazón honesto y ojos que nunca se llenen de lágrimas. Entonces nunca volvería a estar sola».

Pasó el invierno, y el mundo comenzó a despertar. Los pájaros regresaron al reino y empezaron a preparar sus nidos una vez más, los ciervos podían verse pastando en donde los campos lindaban con los bosques y las hojas crecían en las ramas de los árboles del reino. Mientras las golondrinas de la nueva estación surcaban los cielos, las faldas de la Reina comenzaron a apretarle en torno a la cintura, y a poco se dio cuenta de que estaba encinta. El Rey no había regresado al castillo, por lo que la Reina supo que un hada traviesa, lejos de su hogar y oculta en el jardín de invierno, debía de haber escuchado su llanto y le había concedido, magia mediante, su deseo.

La Reina creció y creció y el invierno regresó otra vez, y en la noche de Navidad, mientras una profunda nevada caía sobre la tierra, comenzó a tener dolores de parto. Toda la noche estuvo de parto, y con la última campanada de medianoche nació su hija, y la Reina pudo mirar por fin el rostro de su bebé. ¡Pensar que esa hermosa niña, de pálida e inmaculada piel, cabellos oscuros y labios rojos con forma de pimpollo era toda suya! «Rosalind -dijo la Reina-. La llamaré Rosalind».

La Reina quedó prendada de inmediato y se negó a dejar que la princesa Rosalind se apartara de su vista. La soledad había vuelto amarga a la Reina, la amargura la había vuelto egoísta, y el egoísmo la había vuelto suspicaz. A cada momento se preocupaba por que alguien acechara para robarle a la niña. Ella es mía, pensaba la Reina, mi salvación, así que debo mantenerla a mi lado.

En la mañana del bautismo de la princesa Rosalind, las mujeres más sabias de toda la comarca fueron invitadas para impartir sus bendiciones. Todo el día la Reina observó cómo los deseos de gracia, prudencia y sabiduría llovían sobre la niña. Por fin, cuando la noche comenzó a avanzar sobre el reino, la Reina despidió a las mujeres. Se dio la vuelta brevemente, pero al girarse para mirar a la niña observó que todavía quedaba una invitada. Una viajera con un largo abrigo estaba de pie junto a la cuna, mirando a la criatura.

– Es tarde, sabia anciana -dijo la Reina-. La Princesa ha sido bendecida y ahora hay que dejarla dormir.

La viajera se quitó la capucha y la Reina tragó saliva, porque el rostro no era el de una anciana sabia, sino el de una vieja arrugada de sonrisa desdentada.

– Traigo un mensaje de la Reina de las Hadas -dijo la vieja-. La niña es una de las nuestras, por lo que debe venir conmigo.

– No -lloró la Reina, corriendo hasta la cuna-. Ella es mi hija, mi preciosa hijita.

– ¿Vuestra? -te extrañó la vieja-. ¿Esta gloriosa criatura? -Y comenzó a reír, una carcajada cruel que hizo que la Reina retrocediera horrorizada-. Ella fue tuya sólo por el tiempo que te permitimos tenerla. En tu corazón siempre has sabido que ella ha nacido del polvo de las hadas, y ahora debes entregarla.

Entonces la Reina lloró, porque el pronunciamiento de la vieja era precisamente lo que ella había temido.

– No puedo entregarla -dijo-. Ten piedad, vieja, y déjame quedármela un tiempo.

Sucedió que a la vieja le gustaba hacer diabluras, y frente a las palabras de la Reina una lenta sonrisa le cubrió el rostro.

– Te doy una oportunidad -le propuso-. Entrega ahora a la niña y su vida será larga y feliz, en el regazo de la Reina de las Hadas.

– ¿O? -preguntó la Reina.

– O puedes quedártela hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños, cuando su verdadero destino le salga al encuentro y te deje para siempre. Piensa con cuidado, porque mantenerla más tiempo es amarla más hondamente.

– No necesito pensar en ello -dijo la Reina-, elijo lo segundo.

La vieja sonrió tanto que mostró los negros agujeros entre sus dientes.

– Entonces es tuya, pero sólo hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños.

En ese momento la Princesa comenzó a llorar por primera vez. La Reina se volvió a tomarla en brazos, y cuando se volvió a mirar a la vieja ésta había desaparecido.

La Princesa creció y se convirtió en una hermosa niña, llena de alegría y luz. Hechizaba al océano con su canto y hacía sonreír a todos en el reino. A todos, menos a la Reina, quien estaba demasiado llena de miedos como para disfrutar de la niña. Cuando su hija cantaba, la Reina no la escuchaba, cuando su hija danzaba, la Reina no la veía, cuando su hija se acercaba a la Reina, ésta no la sentía, porque estaba demasiado ocupada calculando el tiempo que le quedaba antes de que le arrebataran a la niña.

A medida que pasaban los años, la Reina se volvió más y más temerosa del terrible y oscuro evento que acechaba a la vuelta de la esquina. Su boca se olvidó de sonreír, y las arrugas de su frente comenzaron a ahondarse. Entonces, una noche, tuvo un sueño en el que apareció la vieja.

– Tu hija ya casi tiene diez años -dijo la vieja-. No olvides que su destino la encontrará cuando cumpla dieciocho.

– He cambiado de idea -respondió la Reina-. No puedo dejarla partir. No la dejaré partir.

– Diste tu palabra -recordó la vieja-, debes honrarla.

A la mañana siguiente, después de asegurarse de que la Princesa estaba custodiada, la Reina se puso sus ropas de montar y mandó traer su caballo. Aunque la magia había sido exiliada del castillo, había un lugar en donde los encantamientos y los hechizos todavía podían encontrarse. En una oscura caverna a orillas del mar encantado vivía un hada que no era ni buena ni mala. Había sido castigada por la Reina de las Hadas por haber usado su magia en forma imprudente y por tanto permanecía oculta mientras que el resto de los hechiceros había huido del reino. Y aunque la Reina sabía que era peligroso buscar la ayuda del hada, no tenía otra esperanza.

Cabalgó durante tres días y tres noches y cuando por fin llegó a la cueva el hada estaba esperándola.

– Entra -le dijo-, y dime qué es lo que buscas.

La Reina le habló de la vieja y de su promesa de devolver a la Princesa en su decimoctavo cumpleaños, y el hada la escuchó. Después, cuando hubo terminado, el hada dijo:

– No puedo deshacer la maldición de la vieja, pero creo que puedo ayudarte.

– Te ordeno que lo hagas -dijo la Reina.

– Debo advertirte, mi Reina, que cuando oigas lo que voy a proponerte tal vez no agradezcas mi ayuda. -Y el hada se inclinó y susurró al oído de la Reina.

La Reina no dudó, porque, seguramente, cualquier cosa era mejor que perder a su hija entregándola a la vieja.

– Debe ser hecho.

Entonces el hada le entregó una poción a la Reina y le indicó que le diera a la Princesa tres gotas durante tres noches.

– Todo será entonces como prometí -aseguró-. La vieja no te molestará más, porque sólo el verdadero destino de la Princesa podrá encontrarla.

La Reina se apresuró a regresar, su mente en calma por primera vez desde el bautizo de su hija, y durante las siguientes tres noches echó tres gotas de la poción en el vaso de leche de su hija. En la tercera noche, cuando la Princesa bebió de su vaso, comenzó a ahogarse, y cayó de la silla, y se transformó de una princesa en un hermoso pájaro, tal como le había anunciado el hada. El pájaro revoloteó por el cuarto y la Reina llamó a un criado para que trajera la jaula de oro de las habitaciones del Rey. El pájaro fue encerrado dentro, la puerta de oro fue cerrada y la Reina dio un suspiro de alivio. Porque el Rey había sido muy astuto, y su jaula, una vez cerrada, no podía volver a abrirse.

– Quédate tranquila, preciosa mía -dijo la Reina-. Estás a salvo y nadie te apartará de mí. -Y entonces la Reina colgó la jaula de un gancho en la torre más alta del castillo.

Con la princesa atrapada en la jaula, toda la luz huyó del reino, y los súbditos del Reino Encantado se sumieron en un invierno eterno en donde las cosechas y las tierras fértiles no prosperaban. Lo único que impedía que la gente desesperara era el canto de ave de la princesa -triste y hermoso- que surgía de la ventana de la torre y cubría la tierra yerma.

Pasó el tiempo, como tiene que pasar, y los príncipes reales, envalentonados por su ambición, llegaron de todas partes para liberar a la Princesa atrapada porque había llegado a sus oídos que en el árido Reino Encantado había una jaula de oro tan exquisita que hacía que sus fortunas parecieran modestas, y un ave enjaulada cuyas canciones eran tan bellas que cuando cantaba caían del cielo pepitas de oro. Pero todos los que intentaban abrir la jaula caían muertos tan pronto como la tocaban. La Reina, quien permanecía sentada día y noche en su mecedora, custodiando la jaula para que nadie pudiera robársela, reía al ver a los príncipes morir, porque el miedo y la sospecha se habían conspirado y la habían, por fin, enloquecido.

Pocos años después, llegó el hijo más joven de un leñador de un bosque lejano. Mientras trabajaba, la brisa llevó hasta él una melodía tan gloriosa que se quedó inmóvil y así permaneció, como si hubiera sido transformado en piedra, escuchando cada nota. Incapaz de contenerse, dejó su hacha y fue en busca del ave que podía cantar de modo tan triste y espléndido. Y mientras avanzaba entre la espesa fronda, los pájaros y los animales se le aparecían para ayudarlo y el hijo del leñador les daba las gracias, porque era un alma bondadosa que podía comunicarse con la naturaleza. Atravesó arbustos, corrió por los campos, escaló montañas, durmió en árboles huecos, se alimentó de frutas y nueces, hasta que por fin llegó junto a las murallas del castillo.

– ¿Cómo has llegado a estas tierras prohibidas? -preguntó el guardia.

– Seguí el canto de tu bella ave.

– Regresa por donde has venido, si en algo valoras tu vida -dijo el guardia-. Porque en este reino todo está maldito, y quienquiera que toque la jaula del triste pájaro se perderá.

– No tengo nada que amar o que perder -repuso el hijo del leñador-. Y debo ver por mí mismo la fuente de tan glorioso cantar.

Sucedió entonces que, justo en ese instante, la princesa pájaro cumplió dieciocho años y comenzó a cantar la canción más triste y más hermosa de todas, lamentando la pérdida de su juventud y de su libertad.

El guardia se hizo a un lado, y el joven entró en el castillo y subió por las escaleras hasta la torre más alta.

Cuando el hijo del leñador vio al ave atrapada, su corazón se llenó de congoja, porque no le gustaba ver a ningún ave o animal apresado. Miró más allá de la jaula de oro, y sólo tuvo ojos para el ave dentro de ella. Se acercó a la puerta de la jaula, y al tocarla, ésta se abrió y el ave quedó en libertad.

En ese momento, el pájaro se transformó en una hermosa joven de largos cabellos que se agitaban en torno a ella, con una corona de brillantes conchas en su cabeza. Los pájaros llegaron desde distantes árboles, trayendo en sus picos hebras de cristal brillante con las que la cubrieron hasta vestirla en reluciente plata. Los animales regresaron al reino, y las cosechas y las flores comenzaron, al instante, a crecer en el yermo terreno.

Al día siguiente, mientras el sol se alzaba brillante sobre el océano, se escuchó un fuerte tronar, y seis caballos encantados aparecieron a las puertas del castillo, tirando de un carruaje dorado. La Reina de las Hadas descendió de su interior y todos sus súbditos se inclinaron ante ella. Detrás de ella iba el hada de la cueva marina, quien había demostrado ser buena, siguiendo los deseos de la verdadera Reina y asegurándose de que la princesa Rosalind estuviera lista cuando su destino llegara a su encuentro.

Bajo la vigilante mirada de la Reina de las Hadas, la princesa Rosalind y el hijo del leñador se casaron, y la dicha de la joven pareja fue tan inmensa que la magia regresó y desde entonces todos en el Reino Encantado fueron libres y felices.

Excepto, claro, la Reina, a quien no pudieron encontrar por ningún lado. En su sitio en la mecedora había un horrible pájaro con un croar tan espantoso que hacía coagular la sangre de todos quienes lo escuchaban. Fue expulsado del reino y escapó volando a un bosque lejano, en donde fue muerto y devorado por el Rey, quien había enloquecido despechado en su malvada e inútil persecución de la Reina de las Hadas.

31

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907


Hubo un fuerte golpe en la puerta, y Eliza escondió «La niña transformada» a sus espaldas. Sintió que sus mejillas enrojecían.

Mary se apresuró a entrar, los rizos más enredados que nunca. Sus cabellos siempre daban una indicación exacta de su estado de ánimo y Eliza tuvo pocas dudas de que la cocina bullía con los preparativos para el cumpleaños.

– ¡Mary! Estaba esperando a Rose.

– Señorita Eliza -Mary apretó los labios, un gesto inusualmente recatado que hizo reír a Eliza-. El señor desea verla, señorita.

– ¿Mi tío quiere verme? -Aunque había recorrido de un extremo a otro la propiedad en los años que había estado en Blackhurst, Eliza rara vez se había cruzado con su tío. Era una figura sombría que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo el continente en busca de insectos, de cuyas imágenes se apropiaba en el cuarto oscuro.

– Vamos, señorita Eliza -la azuzó.

Mary estaba más seria de lo que Eliza la hubiera visto nunca. Recorrió rápidamente el pasillo y descendió por las angostas escaleras traseras, y Eliza tuvo que apresurarse para seguirle el paso. Cuando llegaron abajo, en vez de girar hacia la izquierda, hacia la parte principal de la casa, Mary viró a la derecha y se adentró apresurada por un silencioso pasillo, en penumbra, por contar con menos lámparas de gas susurrantes que cualquier otra parte de la casa. Tampoco había cuadros colgados, observó Eliza; de hecho, había pocas muestras decorativas a lo largo de las frías y oscuras paredes.

Cuando llegaron a la puerta más alejada, Mary se detuvo. Antes de abrir, miró sobre su hombro y, tomando la mano de Eliza, la estrechó en un gesto completamente inesperado.

Sin darle tiempo a Eliza a preguntar de qué se trataba, la puerta se abrió y Mary la anunció.

– La señorita Eliza, milord.

Entonces se marchó y Eliza quedó sola, junto al marco de la puerta de entrada a la madriguera de su tío, envuelta en el más peculiar de los olores.

Estaba sentado detrás de un gran escritorio de madera en el fondo del cuarto.

– ¿Deseaba verme, tío? -La puerta se cerró a sus espaldas.

El tío Linus la miró por encima de sus anteojos. Una vez más Eliza se halló preguntándose cómo ese anciano de piel manchada podía estar vinculado a su bella madre. La punta de su pálida lengua apareció entre los labios.

– Me he enterado de que te has destacado en la escuela, durante tus años aquí en Blackhurst.

– Sí, señor -dijo Eliza.

– Y según mi criado Davies, te gustan los jardines.

– Sí, tío. -Desde su primera mañana en Blackhurst, Eliza se había enamorado de los jardines. Junto con los pasadizos que se extendían detrás de los acantilados, conocía la parte cuidada del laberinto y el resto del jardín tan bien como alguna vez había conocido las nebulosas calles londinenses. Y no importaba lo lejos que fuera en sus exploraciones, el jardín crecía y cambiaba con cada estación.

– Es parte de nuestra familia. Tu madre… -se le quebró la voz-. Tu madre, cuando era niña, tenía un gran aprecio por este jardín.

Eliza intentó incorporar la información a sus propios recuerdos de su madre. A través del túnel del tiempo llegaron imágenes fragmentadas: Madre en la habitación sin ventanas sobre la tienda de la señora Swindell; una pequeña maceta con una planta perfumada. No había durado mucho, poco había que pudiera sobrevivir en semejantes condiciones de oscuridad.

– Acércate, niña -dijo el tío, haciendo un gesto con su mano-. Acércate a la luz para que pueda verte.

Eliza se acercó al otro lado del escritorio, de modo que quedó de pie junto a las rodillas de su tío. El olor del cuarto era ahora más intenso, como si proviniera de él.

Linus extendió una mano temblorosa y acarició los extremos dorados de los rojos cabellos de Eliza. Suave, muy suavemente. Retiró la mano, como si le quemara.

Se estremeció.

– ¿No se siente bien, tío? ¿Quiere que vaya a llamar a alguien?

– No -respondió rápidamente-. No. -Extendió la mano para volver a acariciar sus cabellos, cerró los ojos. Eliza estaba tan cerca que podía ver los globos oculares moverse bajo los párpados, podía escuchar los leves sonidos de su garganta-. Buscamos durante tanto tiempo, por tantos lugares para traer a tu madre… para traer a Georgiana de regreso a casa.

– Sí, señor. -Mary le había contado todo eso a Eliza. Sobre el lazo entre el tío Linus y su hermana menor, el corazón roto cuando ella partió, sus frecuentes viajes a Londres. La búsqueda que había consumido su juventud y su escaso buen humor, la ansiedad con la que abandonaba Blackhurst cada vez, la inevitable decepción a su regreso. El modo en que se sentaba a solas en el cuarto oscuro, bebiendo jerez, rechazando todo consejo, incluso de la tía Adeline, hasta que el señor Mansell aparecía una vez más con una nueva pista.

– Llegamos demasiado tarde. -Ahora le acariciaba el cabello con más intensidad, enroscando los cabellos de Eliza en torno a sus dedos, en una y otra dirección, como si fueran una cinta. Tiraba de ellos, y Eliza tuvo que apoyarse en el borde del escritorio para evitar caerse. Estaba hipnotizada mirándole el rostro, era el del rey herido del cuento de hadas, cuyos súbditos lo habían abandonado-. Llegué demasiado tarde. Pero ahora tú estás aquí. Por la gracia de Dios, se me ha dado otra oportunidad.

– ¿Tío?

La mano de su tío cayó sobre su regazo y sus ojos se abrieron. Señaló un pequeño banco en la pared más alejada, cubierto con una tela blanca de muselina.

– Siéntate -ordenó.

Eliza lo miró parpadeando.

– Siéntate. -Se acercó renqueando a un trípode negro contra la pared-. Deseo tomar tu fotografía.

Eliza nunca había sido fotografiada y no tenía interés en que la fotografiaran ahora. Justo cuando iba a abrir la boca para decírselo, se abrió la puerta.

– El almuerzo de cumpleaños. -Las palabras de tía Adeline terminaron en una nota aguda. Llevó su delgada mano al pecho-. ¡Eliza! -Pronunció su nombre en medio de una desesperada exhalación-. ¿Pero en dónde tienes la cabeza, niña? Sube ahora mismo. Rose te está buscando.

Eliza se apresuró a ir hacia la puerta.

– Y deja de molestar a tu tío -siseó tía Adeline mientras Eliza pasaba a su lado-. ¿No ves que está agotado de sus viajes?


* * *

De modo que había llegado el día. Adeline no había sabido qué forma tendría, pero la amenaza siempre había estado allí, acechando en lugares oscuros, de modo que nunca podía relajarse por completo. Apretó los dientes, concentrando su furia en los huesos de la nuca. Se obligó a apartar la imagen de su mente. La hija de Georgiana, con el cabello suelto, apareciendo frente a todo el mundo como un fantasma del pasado, y la expresión en el rostro de Linus, su viejo rostro atontado por el deseo de un hombre joven. ¡Pensar que había estado a punto de tomar la fotografía de la joven! Y hacer lo que nunca había hecho con Rose. O con Adeline.

– Cierre los ojos, lady Mountrachet -pidió su criada, y Adeline hizo como le ordenaban. El aliento de la otra mujer era tibio al rozar los cabellos de la frente de Adeline, una extraña sensación reconfortante. Ah, quedar sentada allí para siempre, el cálido dulce aliento de esa tonta y alegre muchacha sobre su rostro, sin otros pensamientos que la acosaran-. Ya puede abrirlos, señora, voy a buscar sus perlas.

La criada salió deprisa y Adeline se quedó a solas con sus pensamientos. Se inclinó hacia delante. Sus cejas estaban peinadas, sus cabellos arreglados. Se pellizcó las mejillas, tal vez con más fuerza delo necesario, y se reclinó a observar el resultado. ¡Ah, pero qué cruel era envejecer! Había sufrido pequeños cambios sin que se diera cuenta, que nunca podrían detenerse. El néctar de la juventud desapareciendo como por un colador cuyos agujeros se hacían cada vez más grandes. «Y así se volvió enemigo el amigo», susurró Adeline al despiadado espejo.

– Aquí las tiene, milady -dijo la criada-. Traje el juego con el broche de rubíes. Alegre y festivo para una ocasión tan feliz. Quién lo hubiera imaginado, el almuerzo de cumpleaños de la señorita Rose. ¡Dieciocho años! Lo próximo, un casamiento, recuerde mis palabras…

Mientras la criada seguía hablando, Adeline apartó la mirada, negándose a seguir contemplando su decadencia.

La fotografía seguía colgada donde siempre había estado, a un lado de su tocador. Qué correcta lucía en su vestido de bodas, qué apropiada. Nadie adivinaría en esa foto el intenso autocontrol que había empleado para presentar esa expresión de calma. Linus, por su parte, aparecía como el perfecto caballero. Sombrío tal vez, pero ésa era su costumbre.

Se casaron un año después de la desaparición de Georgiana. Desde el momento de su compromiso, Adeline Langley había trabajado con denuedo para reinventarse. Había decidido convertirse en una mujer digna del gran nombre de Mountrachet: deshaciéndose de su acento norteño y de los placeres pueblerinos, devorando los artículos en Debrett y aprendiendo las artes de la vanidad y el refinamiento. Adeline sabía que tenía que ser el doble de dama que cualquier otra si quería borrar de la memoria de la gente la verdad de sus orígenes.

– ¿Quiere su sombrero verde, lady Mountrachet? -preguntó la criada-. Es que le queda tan bien con este vestido, y querrá un sombrero si es que va a ir hacia la ensenada. Lo dejaré sobre la cama, ¿le parece?

Su noche de bodas no había sido en absoluto como Adeline esperaba. No podía explicarlo, y ciertamente no había palabras para preguntar, pero sospechaba que había sido decepcionante también para Linus. Después compartieron el lecho matrimonial muy ocasionalmente, y menos aún cuando Linus comenzó sus viajes. Tomando fotografías, decía él, pero Adeline sabía la verdad.

Qué inútil se sentía. Qué fracaso como esposa y como mujer. Peor aún, fracaso como dama de sociedad. A pesar de todos sus esfuerzos, rara vez eran invitados. Linus, cuando estaba en Blackhurst, era una compañía tan lamentable, de pie, solo la mayor parte del tiempo, respondiendo a las preguntas cuando era necesario, con beligerantes comentarios. Cuando Adeline enfermó, pálida y agotada, creyó que era por despecho. Sólo cuando su estómago comenzó a expandirse se dio cuenta de que estaba embarazada.

– Ahí lo tiene, lady Mountrachet. Su sombrero está sobre la cama y ya está usted lista para la fiesta.

– Gracias, Poppy. -Alcanzó a sonreír con levedad-. Eso es todo.

Al cerrarse la puerta, Adeline borró su sonrisa y volvió a enfrentarse con su mirada.

Rose era la auténtica heredera de la gloria de Mountrachet. Esa muchacha, la hija de Georgiana, era poco más que un cuclillo, enviado para suplantar a la hija de Adeline. Para empujarla del nido que Adeline había luchado tanto por hacer propio.

Por un tiempo se había mantenido el orden. Adeline se aseguró de decorar a Rose con nuevos y encantadores vestidos, un bello sofá sobre el cual sentarse, mientras que Eliza era vestida con los trajes de la temporada anterior. Los modales de Rose, su naturaleza femenina, eran perfectos, mientras que Eliza no podía ser educada. Adeline estaba en calma.

Pero a medida que las niñas crecían, que crecían imparables hacia la madurez, las cosas comenzaron a cambiar, a escapar del control de Adeline. La habilidad de Eliza en la escuela era una cosa -a nadie le gustaba una mujer inteligente-, pero ahora que pasaba tanto tiempo al aire libre, expuesta a la fresca brisa marina, su aspecto había adquirido un saludable brillo, su cabello, su maldito cabello rojo, había crecido largo, y ya no era una delgaducha.

Días atrás, Adeline había escuchado a uno de los criados comentar lo bella que era la señorita Eliza, más bella incluso que su madre, lady Georgiana. Adeline había quedado paralizada cuando escuchó pronunciar ese nombre. Después de tantos años de silencio, ahora la acechaba en cada rincón. Riéndose de ella, recordándole su propia inferioridad, su fracaso en intentar parecerse, a pesar de haber trabajado tanto más duro que Georgiana.

Adeline sintió un sordo latir en sus sienes. Alzó una mano y se las apretó levemente. Algo le sucedía a Rose. Ese punto en sus sienes era el sexto sentido de Adeline. Desde que Rose era un bebé, Adeline había anticipado los males de su hija. Era como un lazo que no podía romperse, de madre a hija.

Y ahora volvían a latirle las sienes. Adeline apretó los labios, decidida. Observó su severo rostro como si le perteneciera a una desconocida, la dama de una casa noble, una mujer cuyo control era infranqueable. Inhaló fuerza en los pulmones de esa mujer. Rose debía ser protegida, la pobre Rose que había fallado al no reconocer a Eliza como una amenaza.

Una idea comenzó a formarse en la mente de Adeline. No podía alejar a Eliza, Linus nunca lo permitiría y la pena de Rose sería demasiado grande, y además, era mejor mantener cerca a los enemigos, pero tal vez Adeline podía encontrar un motivo para llevar a Rose al extranjero por un tiempo. ¿A París o Nueva York? Darle una oportunidad de brillar sin el inesperado reflejo de Eliza llamando la atención de todos, estropeando todas las oportunidades de Rose…

Adeline se alisó la falda mientras se dirigía hacia la puerta. Una cosa era segura; hoy no visitarían la cala. Había hecho una tonta promesa en un momento de debilidad. Gracias a Dios todavía había tiempo de corregir ese error de juicio. No debía permitir que la perversidad de Eliza ensuciara a Rose.

Cerró la puerta a su paso y comenzó a avanzar por el pasillo, agitando sus faldas. En cuanto a Linus, él se mantendría ocupado. Ella era su esposa, y era su deber asegurarse de que no tuviera oportunidad de sufrir bajo sus propios impulsos. Lo enviaría a Londres. Imploraría a las esposas de los ministros del Gobierno que solicitaran sus servicios, que sugirieran exóticos lugares para fotografiar, que lo enviaran lejos. No permitiría que Satanás encontrara ocupación para sus ociosas manos.


* * *

Linus se reclinó contra el respaldo del asiento en el jardín y colgó su bastón en el decorativo apoyabrazos. El sol se estaba poniendo y el atardecer se extendía, naranja y rosado, sobre el extremo oeste de la propiedad. Había llovido en abundancia durante el mes, y el jardín brillaba. Aunque no es que a Linus le importara.

Durante siglos, los Mountrachet habían sido horticultores. Antepasado tras antepasado habían viajado a lo largo y ancho del planeta en busca de especímenes exóticos con los que enriquecer sus tierras. Linus, sin embargo, no había heredado el impulso jardinero. Eso había desaparecido con su hermana menor…

Bueno, ahora eso no era completamente cierto.

Había habido una época, tiempo atrás, cuando se ocupaba del jardín. Cuando, de niño, había seguido a Davies en su recorrido, maravillándose frente a las espinosas flores en el jardín de las Antípodas, las pinas en el invernadero, el modo en el que nuevos brotes aparecían de la noche a la mañana, ocupando el lugar de las semillas que había ayudado a plantar.

Y lo más milagroso de todo: en el jardín, la vergüenza de Linus había desaparecido. A las plantas, los árboles, las flores, no les importaba nada que su pierna izquierda hubiera dejado de crecer y fuese varios centímetros más corta que la derecha. Que su pie izquierdo fuera un apéndice inútil, deformado y curvo, monstruoso. Había un lugar para todo y para todos en el jardín de Blackhurst.

Entonces, cuando Linus tenía siete años, se perdió en el laberinto. Davies le había advertido que no entrara solo, que el camino era largo y oscuro, lleno de obstáculos, pero Linus se había sentido mareado de excitación como el niño que era. El laberinto con sus densos y frondosos muros, su promesa de aventuras, lo había atraído. Él era un caballero, que partía a dar batalla contra el más fiero dragón de la comarca, e iba a emerger triunfante. Encontraría la salida al otro lado.

Las sombras llegaron temprano al laberinto. Linus no había previsto lo oscuro que se volvería todo, y con qué rapidez. En la penumbra, las esculturas revivieron espiándolo desde sus escondites, los altos setos se transformaron en monstruos hambrientos, los arbustos bajos le jugaban trucos sucios haciéndole creer que iba en la dirección correcta cuando en realidad estaba retrocediendo, ¿o no era así?

Había llegado hasta el centro antes de caer por completo en la desesperación. Entonces, para añadir sal a la herida, una argolla de bronce asegurada a una plataforma en el suelo lo enganchó, lanzándolo al suelo de modo tal que su tobillo sano se retorció como el de un tosco muñeco de trapo. Poca alternativa tenía Linus salvo sentarse donde estaba, con el tobillo dolorido, y rabiosas lágrimas corriendo calientes por sus mejillas.

Linus había esperado y esperado. La penumbra se volvió oscuridad, la oscuridad frío, y sus lágrimas se secaron. Más tarde supo que su padre se había negado a que enviaran a nadie en su busca. Era un niño, había dicho, y cojo o no, cualquier niño que valiera su peso en sal encontraría el camino para salir del laberinto. Si él mismo -St. John Luke- lo había recorrido cuando tenía apenas cuatro años. El niño necesitaba endurecerse.

Linus había temblado en el laberinto toda la noche antes de que su madre finalmente convenciera a su marido para enviar a Davies en su busca.

Pasó una semana antes de que el tobillo de Linus sanara, pero cuando lo hizo, y durante quince días seguidos, su padre llevó a Linus de regreso al laberinto. Lo envió a hallar la salida, y luego lo reprendía por su inevitable fracaso. Linus comenzó a soñar con el laberinto y cuando estaba despierto dibujaba mapas de memoria. Trabajó como si se enfrentara un problema matemático, porque sabía que debía haber una solución. Si valía su peso en sal, la encontraría.

Tras dos semanas, su padre se dio por vencido. En la mañana número quince, cuando Linus apareció para su prueba diaria, ni siquiera bajó el periódico.

– Eres una gran decepción -dijo-. Un niño tonto que jamás llegará a nada. -Volvió una página, enderezó el periódico de una sacudida y buscó un artículo entre los titulares-. Sal de mi cuarto.

Linus nunca volvió a acercarse al laberinto. Incapaz de culpar a sus padres por sus vergonzantes fracasos -tenían razón, después de todo, ¿qué clase de niño no podía encontrar el camino en un laberinto?-, culpó al jardín. Se dedicó a romper los tallos de las plantas, a arrancar las flores, a pisar los brotes nuevos.

Todo estaba formado por objetos más allá de su control, conducta heredada, conducta aprendida. Para Linus esa porción de hueso de su pierna que había rehusado a seguir desarrollándose lo había definido. Al crecer, la cojera se volvió timidez, la timidez dio lugar al tartamudeo, y por ello Linus se convirtió en un desagradable chiquillo que descubrió que sólo le prestaban atención cuando se comportaba mal. Se negó a salir, por lo que su piel empalideció y su pierna sana adelgazó. Puso insectos en el té de su madre, espinas en las pantuflas de su padre, y con alegría recibió cualquier castigo que le impusieran. Y así, de modo predecible, continuó la vida de Linus.

Después, cuando cumplió diez años, nació una hermanita.

Linus la despreció con sólo verla: tan blanda, atractiva y bonita… Y, tal como Linus descubrió al espiar debajo de su larga camisola, perfectamente formada. Ambas piernas de la misma longitud. Con pequeños y hermosos pies, no con uno que fuera un inútil pedazo de carne.

Peor aún que su perfección física, era su felicidad. Su rosada sonrisa, su risa musical. ¿Qué motivos tenía ella para ser feliz cuando él, Linus, era miserable?

Linus se decidió a hacer algo al respecto. Cuando podía escapar de su gobernanta, se iba hasta el cuarto de la niña y se arrodillaba al lado del moisés. Si el bebé dormía, él hacía un ruido repentino para sobresaltarla. Si buscaba un juguete, él lo apartaba. Si ella extendía los brazos, él cruzaba los suyos. Si ella sonreía, él reordenaba sus facciones en una máscara de horror abrumador.

Y sin embargo ella no parecía afectada. Nada de lo que Linus hiciera la hacía llorar, nada arruinaba su alegre temperamento. Esto lo confundía, y entonces se puso a inventar desaprensivos y extraños castigos para su hermanita.

Al entrar Linus en la adolescencia, se volvió aún más torpe, de largos brazos y espaciado vello rojizo creciéndole en el mentón; Georgiana se convirtió en una niña hermosa, querida por todos. Hacía sonreír incluso a los más endurecidos; granjeros que no habían tenido una palabra amable hacia la familia Mountrachet durante años enviaban canastos de manzanas a la cocina para que Georgiana las disfrutara.

Un día, Linus estaba sentado junto a la ventana de la biblioteca, usando su preciada lupa nueva para reducir a las hormigas a cenizas cuando se resbaló y cayó. No se lastimó, pero su preciosa lupa se rompió en cientos de pequeños trozos. Tan querido era ese nuevo juguete, tan habituado estaba él a la decepción, que a pesar de sus trece años Linus irrumpió en lágrimas de ira, por no haber sido lo suficientemente inteligente, por no tener amigos, por no ser querido, por haber nacido imperfecto.

Sus lágrimas lo cegaron hasta tal punto que no se dio cuenta de que su caída había sido observada. No hasta que sintió un golpecito en el brazo. Alzó la vista y vio a su hermanita de pie, junto a él, sosteniendo algo que le entregaba. Era Claudine, su muñeca favorita.

– Linus triste -dijo-. Pobre Linus. Claudine pone contento a Linus.

Linus se quedó mudo, había aceptado la muñeca, mirando a su hermanita mientras ella se sentaba a su lado.

Con un incierto desdén empujó uno de los párpados de Claudine, de modo que quedara hundido. Miró a ver qué efecto tenía el vandalismo sobre su hermanita.

Se estaba chupando el pulgar, mirándolo, los grandes ojos azules llenos de empatía. Tras un instante ella tomó la muñeca y hundió el otro párpado de Claudine.

A partir de ese día, formaron un equipo. Sin quejas, sin siquiera fruncir el ceño, ella toleró los ataques de ira de su hermano, su cruel humor, todas las cosas que el rechazo le había impuesto. Permitió que peleara con ella y la reprendiera, para después abrazarla.

Si sólo los hubieran dejado solos todo habría salido bien. Pero sus padres no podían tolerar que alguien lo quisiera. Los escuchó hablar en voz baja -tanto tiempo juntos, no es adecuado, no es saludable- y en cuestión de meses él fue enviado interno a un colegio.

Sus notas eran desastrosas. Linus se aseguraba de ello, pero su padre había cazado en una ocasión con el director del Balliol College por lo que le hallaron ubicación en Oxford. Lo único positivo que resultó de sus días universitarios fue el descubrimiento de la fotografía. Un tutor de inglés, sensible, le había permitido que usara su cámara y luego lo asesoró para que comprara una.

Y finalmente, cuando cumplió los veintitrés, Linus regresó a Blackhurst. ¡Cómo había crecido su poupée! Trece años y tan alta. La más larga cabellera roja que hubiera visto. Por un tiempo se sintió intimidado frente a ella; había cambiado tanto que tendría que conocerla de nuevo. Pero un día, cuando estaba tomando fotografías cerca de la cala, ella había aparecido en su visor. Sentada en la cima de la roca negra, mirando el mar. La brisa salada le agitaba los cabellos, los brazos en torno a las rodillas, y sus piernas, sus piernas estaban desnudas.

Linus casi no podía respirar. Parpadeó, continuó mirando mientras ella giró la cabeza con lentitud, mirándolo directamente. Mientras que otros modelos no podían ocultar la artificialidad en su mirada, Georgiana era completamente natural. Parecía mirar más allá de la cámara, directamente a sus ojos. Los suyos eran los mismos ojos comprensivos que lo habían visto llorar todos esos años atrás. Sin pensarlo, apretó el disparador de la cámara. Su rostro, su rostro perfecto, era suyo para ser capturado.


* * *

Con delicadeza, Linus sacó la copia fotográfica del bolsillo de su abrigo. Tuvo cuidado, puesto que ahora era vieja, gastada en los bordes. La última luz del sol casi había desaparecido, pero si la sostenía en el ángulo correcto…

¿Cuántas veces se había sentado así a mirarla, a examinarla después de que desapareciera? Era la única copia que tenía, porque cuando Georgiana se fue, alguien -¿Madre? ¿Adeline? ¿Uno de los criados?- había entrado en el cuarto oscuro llevándose los negativos. Sólo le quedaba ésta, salvada porque la llevaba siempre consigo.

Pero ahora tenía una segunda oportunidad y no la perdería. Ya no era un niño, sino el amo de Blackhurst. Sus padres hacía mucho que yacían en sus tumbas. Sólo quedaban esa agotadora esposa suya y su enfermiza hija, y ¿quiénes eran ellas para oponerse a la marcha de Linus? Había cortejado a Adeline para castigar a sus padres por la huida de Georgiana, y el compromiso había infligido un golpe final tan brutal que el tolerar a esa mujer en su casa le había parecido un precio bajo a pagar. Y así había sido. Y continuaría siendo. Ella era ignorada con facilidad. Él era el amo, y lo que quería, lo tendría.

Eliza. Permitió que el sonido escapara de sus labios, se alojara en los rizos de su barba. Sus labios estaban temblorosos y sentía la piel fría.

Iba a hacerle un regalo. Algo que inspirara gratitud. Algo que sabía que ella deseaba, porque ¿cómo no iba a hacerlo si su madre lo había deseado tanto antes que ella?

32

Cassandra cruzó la verja y volvió a impresionarse con el extraño y pesado silencio que flotaba en torno a la cabaña. También había otra cosa, algo que ella sentía pero a lo que no podía dar nombre. Una extraña sensación de confabulación. Como si al atravesar la entrada estuviera aceptando un pacto cuyas reglas desconocía.

Era más temprano que la última vez y los parches de luz solar caían en el jardín. Faltaban quince minutos para que llegara el jardinero, por lo que Cassandra guardó la llave en su bolsillo y decidió explorar un poco.

Un estrecho sendero de piedra, casi oscurecida por líquenes, serpenteaba al frente antes de desaparecer en una esquina. Las hierbas en los laterales de la casa eran altas y gruesas y tuvo que apartarlas de la pared antes de poder avanzar.

Había algo en ese jardín que le recordaba el patio trasero de la casa de Nell en Brisbane. No tanto las plantas como el ambiente. Hasta donde Cassandra podía recordar, el jardín de Nell había sido una mezcla de plantas de granja, hierbas y brillantes plantas anuales. Pequeños senderos de cemento serpenteaban por entre las mismas. Tan diferente de los otros jardines suburbanos, con sus extensiones de césped quemado por el sol y el ocasional rosal sediento dentro de ruedas de coche pintadas de blanco.

Cassandra llegó hasta el fondo de la cabaña y se detuvo. Un denso entramado de setos espinosos, de al menos tres metros de altura, había crecido a lo largo del sendero. Se acercó y se puso de puntillas para intentar ver por arriba. La forma era uniforme, lineal, casi como si las plantas mismas hubieran formado un muro.

Se abrió paso a lo largo de los setos, rozando con los dedos las hojas serradas de las enredaderas. Avanzaba lentamente, la hierba le llegaba hasta las rodillas y amenazaba con hacerla caer a cada paso. A medio camino notó un claro entre los setos, un espacio pequeño pero suficiente para notar que la luz no se filtraba, que había algo sólido detrás. Cuidando de no clavarse las espinas, Cassandra extendió una mano y se inclinó sobre el seto que devoró sus brazos, hasta llegar al hombro. Sus dedos rozaron algo duro y frío.

Un muro, un muro de piedra, cubierto de musgo, si es que las manchas verdes en las yemas de sus dedos eran señal de algo. Cassandra se limpió la mano en sus vaqueros, sacó el título de propiedad de su bolsillo y examinó el mapa de la propiedad. La cabaña estaba claramente marcada, un pequeño cuadrado en la parte delantera. De acuerdo con el mapa, sin embargo, la línea de la propiedad se extendía bastante. Cassandra volvió a doblar el mapa y lo guardó. Si el mapa era correcto, esa pared era parte de la propiedad de Nell, no su límite. Pertenecía a la Cabaña del Acantilado, así como todo lo que se encontraba al otro lado.

Cassandra continuó el obstruido curso a lo largo de la pared, esperando encontrar una entrada o una puerta, cualquier cosa que le diera acceso. El sol se estaba elevando en el cielo y los pájaros habían cesado en su canto. El aire era denso por el dulce, embriagador perfume de un rosal trepador. Aunque estaban en otoño, Cassandra se sintió acalorada. Pensar que alguna vez había imaginado Inglaterra como un país frío en donde el sol era un extraño. Se detuvo para secarse el sudor de la frente y golpeó su cabeza contra algo que colgaba bajo.

La retorcida rama de un árbol se extendía sobre la pared, como un brazo. Un manzano, advirtió Cassandra al ver que la rama tenía frutas: brillantes manzanas doradas. Estaban tan maduras, tan deliciosamente fragantes, que no pudo resistir tomar una.

Cassandra comprobó la hora en su reloj y lanzando una mirada añorante al cerco de setos, comenzó a regresar por donde había venido. Podía continuar la búsqueda de una puerta más adelante, no quería arriesgarse a no recibir al jardinero. Tan grande era la sensación de aislamiento que rodeaba a la cabaña que tenía la impresión de que tal vez no lo oiría desde el fondo, aunque él la llamara.

Abrió la puerta principal y entró.

La casa parecía estar a la escucha, esperando a ver qué iba a hacer. Pasó una mano levemente por el muro.

– Mi casa -dijo suavemente-. Ésta es mi casa.

Las palabras empujaron sordamente los muros. Qué extraño era, qué inesperado. Pasó por la cocina, frente a la rueca, hasta llegar a la pequeña sala del frente. Ahora que estaba sola sentía la casa diferente. De alguna manera, familiar, como un lugar que hubiera visitado ya hacía mucho.

Se acomodó en una vieja mecedora. Cassandra estaba lo suficientemente acostumbrada a tratar con muebles antiguos como para saber que la silla no estaba a punto de vencerse, y sin embargo se sentía intranquila. Como si la auténtica dueña de la silla estuviera cerca y pudiera volver en cualquier momento y encontrar a una intrusa en su lugar.

Mientras limpiaba la manzana en su camisa, Cassandra volvió la cabeza para mirar por la polvorienta ventana. Las plantas trepadoras habían avanzado a través del cristal, pero podía ver lo suficiente del exterior como para distinguir el desordenado jardín. Había una pequeña estatua que no había observado antes, una criatura, un niño, subido a una piedra, mirando a la casa con ojos muy abiertos.

Se llevó la manzana a la boca. El intenso aroma del sol la embriagó cuando mordió la fruta. Una manzana, de un árbol en su propio jardín, un árbol plantado hacía ya muchos años y que seguía produciendo fruta. Un año sí, el otro no. Era dulce. ¿Las manzanas siempre eran tan dulces?

Bostezó. El sol la había amodorrado. Se quedaría sentada, sólo por unos instantes más, hasta que llegara el jardinero. Dio otro mordisco a la manzana. El cuarto parecía más cálido que antes. Como si la cocina hubiera comenzado a funcionar de repente, como si alguien se hubiera sumado a ella en la cabaña y hubiera comenzado a preparar el almuerzo. Sus párpados estaban pesados, cerró los ojos. Un pájaro cantó en alguna parte una hermosa, hermosa canción; las hojas arrastradas por la brisa golpeaban contra la ventana, y en la distancia el océano respiraba acompasadamente, inspirando, espirando, inspirando, espirando…


* * *

… inspirando, espirando, entrando y saliendo de su cabeza todo el día. Caminó por la cocina, se detuvo frente a la ventana, pero se prohibió echar otro vistazo fuera. Miró en cambio el pequeño reloj sobre la chimenea. Se estaba retrasando. Había dicho que llegaría a y media. Se preguntó si su retraso significaba algo importante, si había sido atrapado, si había sido víctima de un cambio de idea. Si todavía pensaba acudir.

Sentía las mejillas calientes. Hacía mucho calor allí dentro. Regresó a la cocina y bajó el fuego para retardar la cocción. Se preguntó si debía haber preparado una comida.

.Afuera, un ruido.

Las puertas de su compostura se disolvieron. Estaba allí.

Abrió la puerta, y él entró sin decir palabra.

Se le veía tan grande en el estrecho pasillo, y aunque a estas alturas ella lo conocía bien se sentía tímida, no podía mirarlo a los ojos.

Él también estaba nervioso; saltaba a la vista, aunque hacía todo lo posible por ocultarlo.

Se sentaron frente a frente en la mesa de la cocina y la luz de la lámpara tembló entre ambos. Un lugar extraño para sentarse en una noche semejante, pero así eran las cosas. Ella se miró las manos, se preguntó cómo proceder. Todo había parecido tan sencillo al principio. Pero ahora, el camino a seguir estaba trabado por hilos esperando que se tropezaran. Tal vez esos encuentros siempre fueran así.

Él se acercó.

Ella respiró hondo, mientras él tomaba un mechón de sus cabellos entre dos de sus dedos. Lo examinó durante lo que pareció una eternidad. Miró no tanto al cabello sino al extraño hecho de su cabello entre sus dedos.

Por fin, alzó los ojos y la miró. Su mano se acercó hasta descansar en la mejilla de ella. Entonces él sonrió, y también ella. Suspiró con alivio y con algo más. Él abrió la boca y dijo…


* * *

– ¿Hola? -Un fuerte golpeteo-. ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Cassandra abrió los ojos parpadeando. La manzana que tenía en la mano cayó al suelo.

Pesados pasos, y luego un hombre de pie junto a la puerta, un hombre alto, fornido, pasados los cuarenta. Cabello oscuro, ojos oscuros, sonrisa ancha.

– Hola -dijo, alzando las manos con gesto de rendición-. Parece como si hubiera visto un fantasma.

– Me ha asustado -explicó Cassandra a la defensiva, levantándose de la silla.

– Lo siento -se disculpó el hombre avanzando un paso-. La puerta estaba abierta. No me di cuenta de que estaba echándose una siesta.

– No lo estaba. Quiero decir, estaba, pero no quería. Sólo pretendía sentarme un rato… -La explicación de Cassandra se diluyó mientras su mente volvía hacia el sueño. Había pasado mucho tiempo desde que soñara con algo remotamente erótico, y un largo tiempo desde que hiciera algo remotamente erótico. No desde Nick. Bueno, no algo que contara, no algo que ella quisiera recordar. ¿De dónde le había venido?

El hombre sonrió y extendió la mano.

– Soy Michael Blake, paisajista maravilloso. Usted debe de ser Cassandra.

– Así es. -Se sonrojó mientras él le estrechaba la mano con un enorme y cálido apretón.

Él sacudió levemente la cabeza, sonriendo.

– Mi colega me dijo que las muchachas australianas eran las más bonitas, pero nunca le creí. Ahora veo que decía la verdad.

Cassandra no sabía adónde mirar, y se decidió por un punto distante más allá del hombro izquierdo de él. Semejante flirteo la ponía, en el mejor de los casos, incómoda, pero su sueño la había dejado doblemente turbada. Todavía podía sentirlo, flotando en los rincones del cuarto.

– ¿Me dijeron que tiene un problema con un árbol?

– Sí. -Cassandra parpadeó y asintió, mientras dejaba su sueño a un lado-. Sí. Lo tengo. Gracias por venir.

– Jamás pude resistirme a una dama en apuros. -Volvió a sonreír, con su ancha y relajada sonrisa.

Ella se envolvió en su chaqueta. Intentó devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió parecer una remilgada.

– Es por aquí. En las escaleras.

Michael la siguió por el pasillo, se inclinó para echar un vistazo en la curva de la escalera. Dio un silbido.

– Uno de los viejos pinos. Parece que lleva ahí bastante tiempo. Probablemente cayó durante la gran tormenta del noventa y cinco.

– ¿Puede quitarlo?

– Claro que puedo. -Michael miró por encima de su hombro, más allá de Cassandra-. Trae la motosierra, ¿quieres, Chris?

Cassandra se volvió; no se había percatado de que hubiera alguien más en el cuarto con ellos. Otro hombre estaba de pie detrás, más delgado que el primero, algo más joven. De cabello castaño claro que se rizaba en torno al cuello. Piel oliva, ojos pardos.

– Christian -se presentó, asintiendo levemente. Extendió la mano, dudó, se la limpió en sus vaqueros y volvió a extenderla.

Cassandra le tendió la suya.

– La motosierra, Chris -dijo Michael-. Vamos, apresúrate.

Michael alzó una ceja mirando a Cassandra cuando Christian salió.

– Tengo que estar en el hotel en media hora, más o menos, pero no tema, dejaré la mayor parte del trabajo listo y mi fiel asistente se quedará para terminar. -Sonrió, mirándola a los ojos, de un modo que le resultó imposible sostener-. Así que éste es su lugar. He vivido en el pueblo toda mi vida y nunca creí que tuviera dueño.

– A mí todavía me cuesta creerlo.

Michael enarcó una ceja mientras observaba el desorden del cuarto.

– ¿Qué hace una encantadora muchacha australiana en una casa como ésta?

– La heredé. Mi abuela me la dejó.

– ¿Su abuela era inglesa?

– Australiana. La compró en los años setenta, durante unas vacaciones.

– Qué regalito. ¿No podía haber encontrado algún trapito que le gustara?

Un ruido en la puerta, Christian regresó cargando una enorme motosierra.

– ¿Es ésta la que quieres?

– Es una sierra con una cadena -indicó Michael, guiñando un ojo a Cassandra-. Diría que es ésa.

El pasillo era angosto y Cassandra se puso de lado para dejar pasar a Christian. Ella no lo miró a los ojos, sino que pretendió estar interesada en una tabla del suelo suelta, junto a sus pies. El modo en el que Michael le había hablado a Christian la hizo sentir avergonzada.

– Chris es nuevo en el negocio -explicó Michael, ajeno a la incomodidad de Cassandra-. Todavía no distingue una motosierra de una cortadora. Está un poco verde pero lo convertiremos en un verdadero leñador. -Sonrió-. Es un Blake, lo lleva en la sangre. -Le dio a su hermano un golpe amistoso y los dos hombres volvieron su atención a la tarea frente a ellos.

Cassandra se sintió aliviada cuando la motosierra comenzó a funcionar y quedó libre, por fin, para huir al jardín. Aunque sabía que sería mejor pasar el tiempo deshaciéndose de las enredaderas que entraban en la casa, se había despertado su interés. Estaba decidida a encontrar un paso por ese muro, aunque le llevara todo el día.


* * *

El sol ahora estaba en lo alto y encontrar sombra era un lujo. Cassandra se quitó la chaqueta y la dejó sobre una roca cercana. Las pequeñas manchas del sol bailaban sobre sus brazos y pronto sintió su cabeza cálida al tacto. Deseó haber recordado traer un sombrero.

Mientras buscaba entre los setos, y metía la mano en un agujero tras otro, evitando las espinas, sus pensamientos volvieron hacia el sueño. Había sido particularmente vivido, y podía recordar cada detalle: suspiros, olores, e incluso la penetrante disposición del sueño. Innegablemente erótico, enlazado con deseos prohibidos.

Cassandra sacudió la cabeza, apartando las guedejas de la confusión y emoción no deseadas. Volvió sus pensamientos hacia el misterio de Nell. La noche anterior se había quedado hasta tarde leyendo su cuaderno. Una tarea que era más fácil pensar que llevar a cabo. Como si las manchas de moho no hicieran las cosas de por sí difíciles, la deplorable caligrafía de Nell se había deteriorado aún más al llegara Cornualles. Más estirada, inclinada, retorcida. Escribía más rápido, hubiera apostado Cassandra, más excitadamente.

Sin embargo, Cassandra se las estaba arreglando. Había quedado hechizada por el recuento de los recuerdos recobrados por Nell, su certeza de haber visitado la cabaña de niña. Cassandra apenas podía esperar a ver los cuadernos de recortes que Julia había encontrado, los diarios que la madre de Nell había llenado, una vez, con sus pensamientos más íntimos. Porque seguramente éstos arrojarían más luz sobre la infancia de Nell, ofreciendo, quizá, pistas vitales sobre su desaparición junto a Eliza Makepeace.

Un silbido, fuerte y agudo. Cassandra alzó la vista, esperando ver a algún tipo de ave.

Michael estaba de pie junto a la esquina de la casa, mirándola trabajar. Indicó los setos.

– Impresionante cosecha la que tiene ahí.

– Nada que un poco de poda no resuelva -dijo ella, poniéndose de pie con torpeza. Se preguntó cuánto tiempo la habría estado mirando.

– Un año de poda y una motosierra. -Michael sonrió-. Ahora me vuelvo al hotel. -Inclinó la cabeza en dirección a la cabaña-. Hemos progresado bastante. Dejo a Chris para que ordene un poco las cosas. Tiene que poder arreglárselas. Asegúrese de que deje todo a su gusto.

Hizo una pausa y volvió a mostrar su ingenua sonrisa.

– Tiene mi número de teléfono, ¿verdad? Llámeme. Le mostraré alguno de los lugares interesantes de la zona cuando vaya al pueblo.

No era una pregunta. Cassandra sonrió levemente y se arrepintió de inmediato. Sospechaba que Michael era del tipo que asumía cualquier respuesta como un sí. Tal cual, le guiñó un ojo mientras volvía hacia el frente de la casa.

Con un suspiro, Cassandra se volvió hacia el muro. Christian había subido por el agujero causado por el árbol y ahora estaba en el tejado, usando un serrucho para cortar las ramas en trozos. Mientras a Michael se le veía muy pausado, Christian tenía una intensidad que parecía desbordar todo lo que hacía y tocaba. Cambió de postura y Cassandra apartó la vista con rapidez, fingiendo un ávido interés en el muro.

Continuaron trabajando, y el silencio tendido entre ambos amplificó cualquier ruido que produjeran: el serrar de Christian; el piar de los pájaros entre las tejas del tejado; el leve ruido del agua, corriendo en alguna parte. Normalmente, Cassandra era feliz trabajando sin hablar; estaba habituada a estar sola, por lo general lo prefería. Sólo que esto no era estar solo, y cuanto más pretendía que lo era, más estático se hacía el silencio.

Por fin, no pudo soportarlo.

– Aquí atrás hay un muro -señaló, en voz alta, un tanto más estridente de lo que había querido-. Lo encontré antes.

Christian apartó la vista de la pila de madera. La miró como si hubiera comenzado a recitar la tabla periódica de elementos.

– No sé qué es lo que hay al otro lado -se apresuró a añadir-. No puedo encontrar una verja y el plano que mi abuela recibió con los documentos no muestra nada. Sé que hay un montón de hiedras y ramas, pero pensé que tal vez fueras capaz de verlo desde ahí arriba.

Christian se miró las manos, parecía a punto de hablar.

Una idea cruzó la mente de Cassandra: el hombre del sueño tenía unas manos bonitas. La apartó rápidamente.

– ¿Puedes ver qué hay del otro lado de la pared?

Él apretó los labios, se sacudió las manos en los vaqueros y asintió levemente.

– ¿Puedes? ¿Qué hay? ¿Puedes decírmelo?

– Puedo hacer algo mejor-dijo, sosteniéndose del alero, para poder bajar de un salto desde el tejado-. Ven, te lo mostraré.

***El agujero era muy pequeño, justo en la base del muro, y oculto de tal manera que Cassandra podía haber estado buscándolo un año sin hallarlo. Christian estaba arrodillado, apartando la maleza a su alrededor.

– Primero las damas -dijo, sentándose.

Cassandra lo miró.

– Pensé que tal vez hubiera una verja.

– Ya la encontrarás; yo te sigo.

– Pretendes que… -Echó una mirada al agujero-. No sé si podré, si es que veo cómo…

– Boca abajo. No es tan estrecho como parece.

Respecto a eso, Cassandra tenía sus dudas. Parecía muy estrecho. Daba igual, la inútil búsqueda de ese día sólo había cimentado su decisión: necesitaba saber qué había al otro lado. Se agachó hasta quedar a la altura del agujero y echó una mirada de reojo a Christian.

– ¿Crees que esto es seguro? ¿Lo has hecho antes?

– Por lo menos cien veces. -Se rascó el cuello-. Claro que era más joven y más pequeño pero… -Hizo un mohín con los labios-. Es una broma. Lo siento. Estarás bien.

Sintió algo de alivio una vez que sacó la cabeza al exterior y se dio cuenta de que no iba a morir con el cuello atorado debajo de un muro de piedra. Al menos no en la entrada. Pasó el resto del cuerpo tan rápidamente como le fue posible y se puso de pie. Se sacudió las manos y miró a su alrededor, con ojos enormes.

Era un jardín, un jardín cercado. Cubierto de malezas pero de una bella estructura. Alguien había cuidado en su día de este jardín. Los vestigios de dos senderos serpenteaban de un lado a otro, entrelazándose como los cordones de un zapato de baile irlandés. Árboles frutales habían sido atados por los lados a un espaldar, y los alambres zigzagueaban de la parte superior de un muro a la otra. Los hambrientos zarcillos de la glicinia habían crecido sobre ellos formando una suerte de dosel.

Contra el muro sur, crecía un antiguo y nudoso árbol. Cassandra se acercó. Se dio cuenta de que era el manzano, cuya rama había traspasado el muro. Alzó su mano para tocar una de sus doradas frutas. El árbol tenía unos cinco metros de alto y tenía la forma del bonsái que Nell le había dado a Cassandra por su duodécimo cumpleaños. Con el paso de las décadas el pequeño tronco se había inclinado y alguien se había tomado el trabajo de apuntalarlo con un madero bajo una larga rama para absorber parte de su peso. Una quemadura, a medio camino, sugería que había sido herido por un relámpago años atrás. Cassandra pasó sus dedos a lo largo de la quemadura.

– Este lugar es mágico, ¿no? -Christian estaba de pie en el centro del jardín, junto a un herrumbroso banco metálico-. Incluso de niño pude percibirlo.

– ¿Solías venir aquí?

– Todo el tiempo. Lo consideraba mi lugar secreto. Nadie más sabía de él. -Se encogió de hombros-. Bueno, casi nadie.

Más allá de Christian, al otro lado del jardín, Cassandra pudo ver algo brillando contra la pared cubierta de hiedra. Se acercó. Era de metal, brillante bajo el sol. Una puerta. Zarcillos como cuerdas la cubrían, una telaraña gigante bloqueando la entrada a la madriguera de la araña. O la salida, dependiendo del caso.

Christian se acercó y entre ambos retiraron varias de las ramas. Había un picaporte de bronce, ennegrecido por el tiempo. Cassandra lo sacudió. La puerta estaba cerrada.

– Me pregunto adónde conduce.

– Hay un laberinto al otro lado que atraviesa toda la propiedad -explicó Christian-. Termina cerca del hotel. Michael ha estado trabajando para recuperarlo en estos últimos meses.

El laberinto, por supuesto. Ella conocía su existencia. ¿Dónde había leído Cassandra sobre el laberinto? ¿En el cuaderno de Nell? ¿En uno de los folletos turísticos del hotel?

Una temblorosa libélula pasó cerca, antes de salir volando; luego ambos se volvieron hacia el centro del jardín.

– ¿Por qué compró tu abuela la cabaña? -preguntó Christian, quitándose una hoja seca del hombro.

– Nació en los alrededores.

– ¿En el pueblo?

Cassandra dudó, preguntándose cuánto más podía revelar.

– En esta propiedad, a decir verdad. Blackhurst. No lo supo sino a la muerte de su padre adoptivo, cuando tenía unos sesenta años. Averiguó que sus padres eran Rose y Nathaniel Walker. Él era…

– Un artista, lo sé. -Christian tomó un palo del suelo-. Tengo un libro con ilustraciones suyas, un libro de cuentos de hadas.

¿Cuentos mágicos para niñas y niños?

– Sí. -La miró sorprendido.

– Yo también tengo una copia.

Él enarcó las cejas.

– No se imprimieron muchas, ¿sabes?, no para las cifras de hoy día. ¿Sabías que Eliza Makepeace solía vivir aquí, en la cabaña?

Cassandra negó con la cabeza.

– Sabía que había vivido en la propiedad…

– La mayor parte de las historias fueron escritas en este jardín.

– Sabes mucho sobre ella.

– Últimamente he estado releyendo sus cuentos de hadas. De pequeño los adoraba, desde que encontré una vieja copia en una tienda de artículos de segunda mano. Había algo encantado en ellos, más de lo que se percibe a simple vista. -Pateó la tierra con su bota-. Es bastante patético, supongo, un hombre hecho y derecho leyendo cuentos de hadas para niños.

– No lo creo. -Cassandra observó que estaba alzando y dejando caer los hombros, las manos en los bolsillos, casi como si estuviera nervioso-. ¿Cuál es tu favorito?

Inclinó la cabeza, entrecerrando un poco los ojos al sol.

– «Los ojos de la vieja».

– ¿De veras? ¿Por qué?

– Siempre me pareció distinto al resto. De algún modo, más significativo. Además estaba enamorado como el niño de ocho años que era de la princesa. -Sonrió con timidez-. ¿Qué puede no gustarte de una princesa cuyo castillo ha sido destruido, sus súbditos expulsados y que sin embargo reúne el suficiente coraje para salir de expedición en busca de los ojos perdidos de la vieja?

Cassandra también sonrió. El cuento de la valiente princesa que no sabía que lo era había sido el primero de los cuentos de hadas de Eliza que había leído. En aquel caluroso día en Brisbane, cuando tenía diez años y había desobedecido las órdenes de su abuela, descubriendo la maleta bajo la cama.

Christian rompió el palo por el medio y tiró los pedazos a un lado.

– Supongo que intentarás vender la cabaña.

– ¿Por qué? ¿Estás interesado en comprarla?

– ¿Con el sueldo que me paga Mike? -Se miraron por un momento-. Lo veo imposible.

– No sé cómo la voy a poner a punto -comentó ella-. No imaginaba cuánto trabajo me esperaría aquí. El jardín, la casa misma. -Hizo un gesto hacia la pared sur-. Hay un agujero en el maldito techo.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás?

– Me registré en el hotel por otras tres semanas.

Asintió.

– Eso debería ser tiempo suficiente.

– ¿Tú crees?

– Seguro.

– Cuánta fe. Y eso que no me has visto blandiendo un martillo.

Se acercó para enredar un brote de glicinia con otros.

– Yo te ayudaré.

Cassandra se sintió avergonzada: él habría pensado que se lo estaba pidiendo.

– No quise decir… no tengo… -exhaló-. No tengo dinero para los arreglos. Nada de nada.

Él sonrió, la primera plena sonrisa que le había visto.

– Mi sueldo es bastante ridículo. Así al menos podría ganarlo trabajando en un lugar que amo.

33

Cornualles, 1975


Nell miró en dirección al encrespado mar. Era el primer díanublado que le tocaba desde su llegada a Cornualles y toda la tierra parecía temblar. Las blancas cabañas aferrándose a los viejos peñascos, las plateadas gaviotas, el cielo gris reflejando el esponjado mar.

– La mejor vista en todo Cornualles -dijo la agente inmobiliaria.

Nell no se dignó responder a tan insulso comentario. Continuó mirando las olas rolar desde la pequeña buhardilla.

– Hay otro dormitorio al lado. Más pequeño, pero es un dormitorio.

– Necesito más tiempo para examinarlo -dijo Nell-. Me reuniré con usted en el piso inferior cuando termine.

La agente pareció conformarse con ser ignorada, y en menos de un minuto Nell la vio salir hasta la verja, envolviéndose en su abrigo.

Nell miró a la mujer batallando contra el viento para encender un cigarrillo, y luego dejó que su mirada se perdiera en el jardín. No podía ver mucho desde allí arriba, tenía que asomarse a través de un tupido tapiz de enredaderas, pero logró distinguir la pétrea cabeza de la estatua del niño.

Nell se inclinó sobre el polvoriento marco de la ventana, sintiendo la madera erosionada por la sal debajo de las palmas de la mano. Ahora sabía que de niña había estado en esa cabaña. Había estado de pie en ese mismo lugar, en esa habitación, mirando ese mismo mar. Cerró los ojos y se esforzó en esclarecer su memoria.

Había habido una cama allí donde ella estaba, una cama simple, sencilla, con acabados de bronce, remates redondos que necesitaban ser pulidos. Desde el techo caía un cono invertido de tul, como el blanco velo que colgaba del horizonte cuando las tormentas agitaban el mar distante. Un edredón, fresco bajo sus rodillas; barcos pesqueros oscilando con la marea, pétalos de flores flotando en la fuente, abajo.

Sentada en esa ventana que sobresalía de los muros de la cabaña como si estuviera colgada de la cima de un peñasco, como la princesa de uno de sus cuentos favoritos, convertida en ave y encerrada en la jaula de oro, colgando…

Se oyeron voces en el piso inferior, su papá y la Autora.

Su nombre, Ivory, agudo y cortante como una estrella de cartón, recortada con afiladas tijeras. Su nombre como un arma.

También le llegaron otras palabras furiosas. ¿Por qué le estaba gritando papá a la Autora? Papá nunca alzaba la voz.

La niña estaba asustada, no quería escuchar.

Nell cerró los ojos con más fuerza, intentando escuchar.

La niña se tapó los oídos, cantó -mentalmente- canciones, se contó cuentos, pensó en la jaula dorada, la princesa pájaro cantando y esperando.

Nell intentó hacer a un lado la canción infantil, la imagen de la jaula dorada. En la fría profundidad de su mente, acechaba la verdad, esperando que Nell la tomara y la llevara a la superficie…

Pero no hoy. Abrió los ojos. Esos hilos eran hoy muy resbaladizos, el agua a su alrededor demasiado oscura.

Nell bajó las angostas escaleras.

La agente inmobiliaria cerró la puerta y juntas comenzaron a descender en silencio el sendero hasta donde estaba aparcado el coche.

– Entonces, ¿qué le parece? -preguntó la agente con el tono superficial de alguien que cree conocer la respuesta.

– Me gustaría comprarla.

– Tal vez haya alguna otra cosa que pueda… -Se detuvo ante la puerta del automóvil-. ¿Le gustaría comprarla?

Nell echó una mirada al tormentoso mar, al horizonte brumoso. Le gustaba esa pizca de inclemencia en el clima. Cuando las nubes colgaban bajas amenazando lluvia, se sentía regenerada. Respiraba con más hondura, pensaba con más claridad.

No sabía cómo podría pagar la cabaña, qué tendría que vender a fin de poder hacerlo. Pero con la misma certeza como que el negro y el blanco daban gris, sabía que sería la dueña. Desde el momento en que se había recordado junto a la fuente, la niña que había sido en otra vida, lo supo.


* * *

La agente condujo todo el trayecto de regreso al hotel de Tregenna entre promesas dichas casi sin aliento de que regresaría con los contratos tan pronto los hubiera mecanografiado. Podía facilitarle el nombre de un buen abogado por si quería contactar con él. Nell cerró la puerta del automóvil y subió los escalones hasta el vestíbulo. Estaba tan concentrada intentando calcular la diferencia horaria – ¿se sumaban tres horas y se pasaba de a.m. a p.m.?- para poder llamar al gerente de su banco e intentar explicarle la repentina compra de una cabaña en Cornualles, que no vio a la persona que se dirigía hacia ella hasta que casi se chocaron.

– Lo siento -dijo Nell, deteniéndose de golpe.

Robyn Martin parpadeó rápidamente detrás de sus gafas.

– ¿Estaba esperándome? -preguntó Nell.

– Le he traído algo. -Robyn le entregó a Nell una pila de papeles-. Es la investigación para el artículo en el que he estado trabajando, sobre la familia Mountrachet. -Se movió algo incómoda-. La oí preguntarle a Gump sobre ellos, y sé que no fue capaz de… que no fue de mucha ayuda. -Se alisó sus cabellos, de por sí lacios-. Hay un poco de todo, pero pensé que tal vez le resultaran de interés.

– Gracias -dijo Nell, con sinceridad-. Y lamento si…

Robyn asintió.

– ¿Cómo está su abuelo…?

– Mucho mejor. De hecho, me preguntaba si querría volver a cenar con nosotros, alguna noche de la semana entrante. En la casa de Gump.

– Aprecio la invitación -dijo Nell-, pero no creo que su abuelo lo desee.

Robyn sacudió la cabeza, agitando su lustroso cabello. -Oh no, creo que no lo entiende. Nell alzó las cejas.

– Ha sido idea suya -explicó Robyn-. Dice que quiere contarle algo sobre la cabaña y sobre Eliza Makepeace.

34

SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET,

CUNARD LINER, LUSITANIA

SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET,

MANSIÓN BLACKHURST,

CORNUALLES, INGLATERRA

9 DE SEPTIEMBRE DE 1907


Mi muy querida Eliza,

¡Ah! ¡Qué maravilla el Lusitania! Mientras te escribo esta carta, querida prima, estoy sentada en la cubierta superior, frente a una mesita en el café Veranda, contemplando el ancho Atlántico, mientras nuestro «hotel flotante» se dirige hacia Nueva York.

Hay una atmósfera de tremenda excitación en cubierta, todos rebosando confianza de que el Lusitania le arrebate la Cinta Azul [2] a Alemania. Al atracar en Liverpool, mientras la gran embarcación se movía lentamente en el muelle y comenzaba su viaje de bautismo, la multitud a bordo cantaba: «Los británicos nunca, nunca serán esclavos», y agitaban sus banderas, tantas y con tanta rapidez que incluso mientras nos alejábamos y la gente del puerto se convertía en pequeñas motas podía ver las banderas agitarse. Cuando los otros barcos nos despidieron haciendo sonar sus sirenas, confieso que se me erizó la piel y una sensación de orgullo me hinchó el corazón. ¡Qué alegría el verme envuelta en eventos tan importantes! Me pregunto si la historia nos recordará. Espero que así sea. Imaginar que uno puede hacer algo, tocar de alguna manera algún evento y de ese modo ¡trascender las fronteras de una vida humana!

Sé lo que estarás pensando respecto a la Cinta Azul, ¡que es una tonta carrera inventada por hombres estúpidos que intentan demostrar que su barco puede ir más rápido que otro que pertenece a hombres aún más estúpidos! Pero, querida Eliza, estar aquí, respirar el aire de excitación y conquista… bueno, sólo puedo decir que es vigorizante, me siento más viva que lo que me he sentido en años, y aunque sé que estarás poniendo los ojos en blanco, debes permitirme expresar mi más profundo deseo de que hagamos este viaje en tiempo récord y ganemos nuestro justo lugar.

Todo en el barco está dispuesto de modo tal que a veces es difícil recordar que uno está en alta mar. Mamá y yo estamos en una de las dos «suites reales» a bordo: dos dormitorios, una sala, un comedor, baño privado, lavatorio y despensa, todo hermosamente decorado; me recuerda un poco a las pinturas de Versalles del libro de la señora Tranton, el que llevó a la clase, aquel verano de hace ya tiempo.

Escuché a una dama bellamente vestida comentar que esto parece más un hotel que cualquier barco en el que antes hubiera viajado. No sé quién era la dama, pero estoy segura de que debe de ser Muy Importante, porque mamá sufrió un raro ataque de silencio cuando nos encontramos dentro de su órbita. No temas, no fue permanente, mamá no puede reprimirse mucho tiempo. Pronto recuperó el uso de su lengua y desde entonces ha estado recuperando el tiempo perdido. Nuestros compañeros de viaje son un verdadero muestrario del quién es quién de la sociedad londinense, según mamá, y por tanto deben ser «entretenidos». Estoy bajo estrictas órdenes de comportarme siempre del mejor modo; ¡por suerte tengo dos baúles llenos de armaduras con las que vestirme para la batalla! Por una vez, mamá y yo estamos de acuerdo, ¡aunque desde luego no tenemos los mismos gustos! Ella se empeña en destacar a un caballero al que considera un excelente partido y yo me siento con frecuencia decepcionada. Pero ya es suficiente, me temo que perderé la atención de mi querida prima si me detengo demasiado en semejantes asuntos.

De regreso pues al barco, he estado llevando a cabo varias exploraciones, que seguramente enorgullecerán a mi Eliza. Ayer por la mañana me las ingenié para escapar brevemente de mamá y pasé una encantadora hora en el jardín de la cubierta alta. Pensé en ti, querida mía, y en qué sorprendida estarías de ver que semejante vegetación puede cultivarse en un barco. Hay grandes maceteros a cada paso, llenos de verdes árboles y las flores más hermosas. Me sentí de lo más alegre sentada entre ellos (nadie mejor que yo conoce las propiedades curativas de un jardín) y me entregué a toda clase de ensoñaciones. (Creo que sabrás imaginar el camino que tomaron mis fantasías…).

¡Ah! Pero cómo desearía que te hubieras rendido y accedido a venir con nosotras, Eliza. Permíteme que haga un inciso para comentarlo, porque sencillamente no puedo entenderlo. Fuiste tú, después de todo, quien primero sugirió la idea de que algún día pudiéramos viajar a América, ser testigos directos de los rascacielos de Nueva York y de la gran Estatua de la Libertad. No se me ocurre qué te puede haber llevado a rechazar la oportunidad y tener que permanecer en Blackhurst con sólo Padre por compañía. Tú eres, como siempre, un misterio para mí, queridísima, pero ya sé que no debo discutir contigo cuando has decidido algo, mi querida y tozuda Eliza. Sólo diré que ya te estoy extrañando, y que me encuentro con frecuencia imaginando cuántas travesuras podríamos llevar a cabo si estuvieras aquí conmigo. (¡Qué estragos causaríamos en los pobres nervios de mamá!). Es extraño pensar que hubo un tiempo en el que no te conocía, me parece que siempre hemos sido un dúo y los años en Blackhurst antes de tu llegada no fueron nada sino un horrible periodo de espera.

Ah, mamá me llama. Parece que nos esperan una vez más en el salón comedor. (¡Las comidas, Eliza! ¡Tengo que pasearme por cubierta entre comidas a fin de poder simular por educación que como algo en el siguiente turno!). Mamá, sin duda, se las ha ingeniado para atrapar al conde de tal y cual, o al hijo de algún industrial acaudalado como compañero de mesa. El trabajo de una hija nunca termina y en eso ella tiene razón: jamás conoceré Mi Destino si sigo encerrada.

Me despido de ti, entonces, querida Eliza, y termino diciendo que aunque no estás conmigo en persona, ciertamente lo estás en espíritu. Sé que cuando pose por primera vez mi mirada en la famosa dama de la Libertad, erguida, vigilante sobre el puerto, será la voz de mi prima Eliza la que escucharé, proclamando: «Sólo mírala, y piensa en todo lo que ha visto».

Me despido, como siempre, tu querida prima,

Rose.


* * *

Eliza apretó los dedos en torno al paquete envuelto en papel de estraza. De pie junto a la puerta de la tienda de Tregenna, miró cómo una nube semejante a una manta gris se dirigía hacia el espejo que la reflejaba. La niebla en el horizonte le hablaba de tormentas en el mar, el aire del pueblo fluctuaba trayendo ansiosas motas de humedad. Eliza no había llevado consigo bolso, puesto que al salir de la casa no había pensado en ir hasta el pueblo. Fue en algún momento de la mañana cuando se le ocurrió la historia, que le exigió su redacción inmediata. Las cinco páginas que quedaban de su actual libreta habían sido de lo más inadecuadas, la necesidad de adquirir una nueva, urgente, era el motivo por el que se había embarcado en esta expedición de compras imprevista.

Eliza miró una vez más el cielo sombrío, y apresuró su paso a lo largo de la bahía. Cuando llegó al punto en donde la ruta se bifurcaba, ignoró el camino principal y se dirigió, en cambio, por el angosto sendero del acantilado. Nunca antes lo había seguido, pero Davies le había dicho una vez que era un atajo desde la casa hasta el pueblo, que lindaba con el borde del acantilado.

El camino era empinado y la hierba alta, pero Eliza avanzó con rapidez. Hizo una pausa sólo una vez para mirar hacia el aplanado mar, como de granito, sobre el que una bandada de pequeños barcos pesqueros blancos regresaba de su jornada. Eliza sonrió al verlos, como pequeñas golondrinas volviendo al nido, apresurándose después de un día de explorar los bordes del vasto mundo.

Un día ella cruzaría ese mar, hasta el otro extremo, así como su padre lo había hecho. Había tantos mundos esperando más allá del horizonte… África, India, Arabia, las Antípodas, y en lugares tan lejanos descubriría nuevas historias, cuentos mágicos de tiempos pasados.

Davies le había sugerido que escribiera sus propias historias, y Eliza así lo había hecho. Había completado doce libretas y todavía no se había detenido. De hecho, cuanto más escribía, más parecía crecer el volumen de sus historias, arremolinadas en su mente, empujando su cabeza, ansiosas por ver la luz. Ella no sabía si tenían mérito alguno, y en verdad no le importaba. Eran suyas, y escribirlas las hacía, de algún modo, reales. Los personajes que habían danzado en su mente se volvían más audaces en las páginas. Asumían nuevos manierismos que no había imaginado para ellos, decían cosas que no era consciente de haber pensado, se comportaban de forma imprevisible.

Sus historias tenían una pequeña pero receptiva audiencia. Cada noche, después de la cena, Eliza se acurrucaba en la cama al lado de Rose, tal como lo habían hecho de pequeñas, y allí daba comienzo a su más reciente cuento de hadas. Rose la escuchaba, con ojos enormes, inspirando y suspirando en los lugares precisos, riendo regocijada en los momentos especialmente grotescos.

Había sido Rose quien había insistido en que Eliza enviara uno de sus relatos a las oficinas londinenses de la revista La hora de los niños.

– ¿No te gustaría verlas impresas? Entonces serán historias verdaderas, y tú, una verdadera escritora.

– Ya son historias verdaderas.

Rose la había mirado con cierta intención.

– Pero si se publican, entonces recibirás algo de dinero.

Dinero propio. Eso le interesaba, y Rose lo sabía muy bien. Hasta ese momento, Eliza había sido completamente dependiente de su tía y su tío, pero últimamente se había estado preguntando cómo iba a costear sus viajes y aventuras que, sabía, le tenía preparado el futuro.

– Algo que ciertamente no ha de agradar a mamá -añadió Rose, entrelazando sus manos debajo del mentón, mordiéndose el labio para evitar sonreír-. ¡Una dama Mountrachet ganándose la vida!

La reacción de tía Adeline, como siempre, significaba poca cosa para Eliza, pero la idea de otras personas leyendo sus historias… Desde que de niña descubriera el libro de cuentos de hadas en el negocio de segunda mano de la señora Swindell, desde que había desaparecido dentro de sus borrosas hojas, comprendió el poder de las historias. Su mágica habilidad para sanar las heridas internas de la gente.

La llovizna se estaba transformando en lluvia, y Eliza comenzó a correr, abrazando la libreta contra su pecho mientras la hierba mojada rozaba sus humedecidas faldas. ¿Qué diría Rose cuando le contara que la revista de cuentos infantiles iba a publicar «La niña transformada», que le habían pedido que enviara más historias? Se sonrió mientras corría.

Faltaba una semana para que Rose regresara, y Eliza casi no podía esperar. ¡Cómo ansiaba ver a su prima! Rose había sido bastante remisa con su correspondencia -había recibido una carta escrita de camino a América, pero nada desde entonces-, y Eliza se encontraba impaciente por conocer novedades sobre la gran ciudad. Le hubiera encantado acompañarla a conocerla, pero la tía Adeline había sido clara.

– Arruina tu vida como te parezca -le dijo una noche cuando Rose se había retirado a dormir-. Pero no permitiré que arruines el futuro de mi Rose con tus modales incivilizados. Ella nunca encontrará Su Destino si no tiene oportunidad de brillar. -La tía Adeline se había erguido-. He reservado dos pasajes para Nueva York. Uno para Rose y otro para mí. Deseo evitar escenas desagradables, por lo que sería mejor si ella creyera que la decisión ha sido tuya.

– ¿Por qué habría de mentir a Rose?

La tía Adeline respiró hondo, hundiendo sus mejillas.

– Para hacerla feliz, por supuesto. ¿No quieres verla feliz?

Un trueno retumbó entre los muros del acantilado cuando Eliza llegó a la cima. El cielo se estaba oscureciendo y la lluvia intensificando. En el claro había una cabaña. La misma pequeña cabaña, Eliza comprendió, que se alzaba al otro lado del jardín cercado que el tío Linus le había dejado cultivar. Se apresuró a buscar refugio bajo el pórtico de entrada, acurrucada contra la puerta, mientras caía la lluvia, más intensa y constante, sobre los aleros.

Habían pasado dos meses desde que Rose y la tía Adeline habían partido para Nueva York, y aunque ahora el tiempo se movía con lentitud, el primer mes había pasado veloz en medio de un torbellino de buen tiempo y espléndidas ideas para sus historias. Eliza había dividido cada día entre sus dos lugares favoritos de la finca: la roca negra en la ensenada, en la cual miles de años de mareas habían diseñado una plataforma lisa sobre la que sentarse, y el jardín oculto, su jardín, al final del laberinto. Qué delicia era tener un lugar propio, todo un jardín en el cual poder Ser. A veces a Eliza le gustaba sentarse en el banco de hierro, perfectamente quieta, a escuchar. El viento soplando, las hojas golpeando contra los muros, el murmullo del océano al respirar, y los pájaros cantando sus historias. A veces, si se sentaba quieta el tiempo suficiente, casi le parecía que podía escuchar a las flores suspirar su agradecimiento al sol.

Pero no hoy. El sol se había retirado y más allá del borde del acantilado el cielo y el mar se confundían en una gris agitación. La lluvia continuaba cayendo. Eliza suspiró. No tenía sentido intentar llegar al jardín y recorrer el laberinto, a menos que quisiera empaparse por completo ella y su nuevo cuaderno. ¡Si pudiera encontrar un árbol hueco en donde buscar refugio! La idea para una historia comenzó a temblar en los límites de la imaginación de Eliza; la atrapó, impidiendo que escapara, la sostuvo mientras le crecían brazos, piernas y un claro desenlace.

Buscó dentro de su vestido y tomó el lápiz que siempre llevaba consigo, en su corpiño. Apoyó el cuaderno contra su rodilla flexionada y comenzó a escribir.

El viento sopló con más fuerza allí, en el reino de las aves, y la lluvia había comenzado a arremolinarse en su escondrijo, manchando las páginas inmaculadas. Eliza se volvió de cara a la puerta, pero la lluvia seguía azotándola.

¡Esto no estaba bien! ¿En dónde escribiría cuando el mal tiempo se instalara para el resto de la temporada? La cala y el jardín no serían entonces un refugio. Estaba la casa de su tío, por supuesto, con sus cientos de habitaciones, pero a Eliza le resultaba difícil escribir sabiendo que siempre había alguien cerca. Uno podía creerse solo, para descubrir a una criada arrodillada junto a la chimenea, colocando la leña. O a su tío, sentado silencioso en un quieto y oscuro rincón.

Una ráfaga de lluvia intensa cayó a los pies de Eliza, empapando el pórtico. Cerró el cuaderno y golpeó impaciente su tacón contra el suelo de piedra. Necesitaba un refugio mejor que ése. Eliza miró la puerta roja a sus espaldas. ¿Cómo no la había observado antes? Emergiendo de la cerradura estaba el adornado remate de una gran llave de bronce. Sin dudarlo, Eliza la hizo girar hacia la izquierda. El mecanismo hizo un ruido. Ella apoyó la mano contra el picaporte, suave e increíblemente tibio, y lo hizo girar. Un clic, y la puerta se abrió, como por arte de magia.

Eliza cruzó el umbral adentrándose en un oscuro y seco vientre.


* * *

Debajo de su negro paraguas, Linus estaba sentado, esperando. No había visto ni asomo de Eliza en todo el día y su agitación se apoderaba de cada uno de sus gestos. Ella volvería, lo sabía, Davies le había dicho que tenía intención de visitar el jardín y sólo había un camino de regreso desde allí. Linus se permitió cerrar los ojos y dejar que su mente retrocediera a través de los años hasta la época en la que Georgiana desaparecía a diario en el jardín. Ella le había rogado una y otra vez que fuera con ella, para ver lo que había plantado, pero Linus siempre se negaba. Había esperado, sin embargo, por ella, se había mantenido vigilante hasta que su poupée reaparecía cada día entre los setos. A veces recordaba cuando se quedó atrapado en el laberinto tantos años atrás. Qué exquisita sensación era, esa curiosa mezcla de vieja vergüenza mezclada con el placer de ver aparecer a su hermana.

Abrió los ojos y respiró hondo. Al principio pensó que era presa de su fantasía, pero no, era Eliza, acercándose en su dirección, ensimismada. No lo había visto aún. Sus labios secos se movieron en torno a las palabras que deseaba pronunciar.

– Niña -la llamó.

Ella alzó la vista, sorprendida.

– Tío -saludó, sonriendo con lentitud. Extendió sus manos a los lados de su cuerpo; en una de ellas, un paquete marrón-. ¡Qué lluvia repentina!

Su falda estaba mojada, el borde transparente de su enagua pegándosele a las piernas. Linus no podía apartar la vista.

– Yo… yo tenía miedo que te hubiera pillado la lluvia.

– Y casi lo logra. Pero encontré refugio, en la cabaña, la pequeña cabaña al otro lado del laberinto.

Cabello mojado, ropas mojadas, tobillos mojados. Linus tragó saliva, enterró su bastón en la tierra húmeda y se puso de pie.

– ¿Usa alguien la cabaña, tío? -Eliza se acercó-. Parece que nadie lo hace.

Su olor… lluvia, sal, tierra. Se apoyó en el bastón a punto de trastabillar. Ella se acercó para sostenerlo.

– El jardín, niña, cuéntame del jardín.

– Ah, tío, ¡cómo crece! Debe venir un día a sentarse entre las flores. Ver por sí mismo los arriates que he plantado.

Sus manos en su brazo se sentían tibias, firme la forma de sujetarlo. Daría los años que le quedaban de vida para detener el tiempo y permanecer para siempre en ese momento, él y su Georgiana.

– ¡Lord Mountrachet! -Thomas se acercaba deprisa desde la casa-. Mi señor, debería haberme dicho que necesitaba ayuda.

Y entonces Eliza ya no fue quien lo sostuvo, Thomas estaba en su lugar. Y Linus sólo pudo observar cómo ella desaparecía por las escaleras en dirección hacia el hall de entrada, haciendo una pausa momentánea a la entrada para tomar el correo de la mañana, antes de ser devorada por la casa.


* * *

SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET

CUNARD LINER, LUSITANIA

SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET

MANSIÓN BLACKHURST

CORNUALLES, INGLATERRA

7 DE NOVIEMBRE DE 1907


Mi muy querida Eliza,

¡Cuánto tiempo! Tanto ha sucedido desde que nos vimos por última vez que casi no puedo pensar por dónde comenzar. Primero, tengo que disculparme por la escasez de cartas en las últimas semanas. Nuestro último mes en Nueva York fue un torbellino y cuando me senté por primera vez para escribirte, cuando dejamos aquel gran puerto americano, fuimos víctimas de una tormenta tal que casi me creí de regreso en Cornualles.

Los truenos y ¡ah! ¡las ráfagas de viento! Estuve acostada en mi camarote dos días completos, y la pobre mamá estaba verde. Requirió atenciones frecuentes. ¡Qué cambio, mamá enferma y la enfermiza Rose su enfermera!

Después que la tormenta cediera por fin, la niebla continuó durante muchos días, flotando en torno al barco como un gran monstruo marino. Pensé en ti, querida Eliza, y en las historias que solías contarme cuando éramos niñas, sobre las sirenas y los barcos perdidos en alta mar.

Los cielos se han despejado ahora, a medida que nos acercamos a Inglaterra…

Pero espera. ¿Por qué te estoy dando un informe del tiempo cuando tengo tanto que contarte? Sé la respuesta: estoy dando vueltas en torno a mis verdaderas intenciones, dudando antes de dar voz a las verdaderas noticias, porque ¡oh! ¿por dónde comenzar…?

Recordarás, querida Eliza, en mi última carta, que mamá y yo conocimos a cierta Gente Importante. Una, lady Dudmore, resultó ser una persona en verdad de peso; más aún, parece que le caí bien, porque mamá y yo recibimos muchas cartas de presentación y tuvimos por ello acceso al círculo más exclusivo de la sociedad neoyorquina. Qué mariposas brillantes éramos, revoloteando de una fiesta a otra.

Pero me sigo dispersando porque ¡no tienes que saber sobre cada soirée, cada partida de bridge! Mi muy querida Eliza, sin más demora, contendré el aliento y lo escribiré directamente: ¡Estoy comprometida! ¡Comprometida para casarme! Y, querida Eliza, estoy tan exultante de gozo y alegría que apenas me atrevo a abrir la boca para hablar por temor de que tendré muy poco que contar excepto hablar a chorros de mi Amor. Y eso no voy a hacerlo, no aquí, no todavía. Me niego a empequeñecer estos delicados sentimientos a través de inadecuados esfuerzos por capturarlos en palabras. En cambio, esperaré hasta que volvamos a vernos, y entonces te contaré todo. Baste decirte, prima mía, que estoy flotando en una enorme y brillante nube de felicidad.

Nunca me he sentido mejor, y tengo que agradecértelo a ti, mi querida Eliza: ¡desde Cornualles has agitado tu varita mágica y me has otorgado mi más preciado deseo! Porque mi novio (¡qué excitación al escribir esas dos palabras! ¡Mi novio!) puede que no sea lo que imaginas. Aunque en la mayoría de las cosas es del más alto nivel -apuesto, inteligente y bueno-, en asuntos financieros ¡es un hombre bastante pobre! (Y ahora comenzarás a intuir por qué sospecho que tienes el don de la profecía). ¡Él es el candidato que inventaste para mí en «La niña transformada»! ¡Cómo supiste, queridísima, que giraría la cabeza al paso de alguien así!

Pobre mamá, está en un estado de relativa conmoción (aunque ahora ha mejorado bastante); de hecho, apenas me habló durante varios días después de que le informara de mi compromiso. Ella, por supuesto, tenía las esperanzas puestas en un partido mejor y no entiende que nada me importe, ni dinero ni títulos de nobleza. Ésos eran sus deseos para mí, y aunque confieso haberlos compartido alguna vez, ya no lo hago. ¿Cómo podría hacerlo cuando mi Príncipe ha llegado a buscarme y abrió la puerta de mi jaula dorada?

Ardo en deseos de verte nuevamente, Eliza, y compartir contigo mi alegría. Te he extrañado horrores y me cuesta pensar que apenas lleguemos a Inglaterra tendré que esperar otra semana antes de que estemos juntas. Enviaré esta carta tan pronto como arribemos a Liverpool: ¡ojalá pudiera acompañarla directamente a Blackhurst, en vez de languidecer en la terrible compañía de la familia de mamá!

Tuya, con amor, ahora y para siempre,

tu prima Rose.


* * *

Si era honesta, Adeline debía echarse a sí misma la culpa. ¿No había estado ella, después de todo, presente junto a Rose en cada brillante evento de su visita a Nueva York? ¿No se había autodenominado carabina en el baile ofrecido por el señor y la señora Irving en su gran mansión de la Quinta Avenida? Peor aún, ¿no le había dado a Rose una señal de aliento cuando el encantador joven de oscuros cabellos y labios llenos se había acercado y requerido el placer de un baile?

– Su hija es una belleza -había dicho la señora de Frank Hastings, inclinándose para susurrar al oído de Adeline mientras la joven y elegante pareja se dirigía a la pista-. La más bonita de todas, esta noche.

Adeline se había acomodado -sí, orgullosa- en su asiento. (¿Fue ése el momento de su caída? ¿Había observado el Señor su presunción?) «Belleza igualada por la pureza de su corazón».

– Y Nathaniel Walker es también un hombre elegante.

Nathaniel Walker. Fue la primera vez que escuchó su nombre.

– Walker -repitió pensativa: el nombre tenía un deje sólido, seguramente había oído hablar de una familia llamada Walker que había hecho su fortuna con petróleo. Nuevos ricos, pero los tiempos estaban cambiando, ya no era vergonzoso el juntar un título con dinero-. ¿Quién es su gente?

¿Se había imaginado el disimulado regocijo que iluminó brevemente las blandas facciones de la señora Hastings?

– Ah, nadie de importancia. -Alzó una desnuda ceja-. Un artista, sabe, amigo, aunque suene absurdo, de uno de los jóvenes muchachos Irving.

La sonrisa de Adeline se marchitó en torno a la comisura de sus labios, pero pudo mantenerla. Todo no estaba perdido, la pintura era un hobby perfectamente noble, después de todo…

– Los rumores dicen -remató mortalmente la señora Hastings- ¡que el joven Irving lo conoció en la calle! Hijo de un par de inmigrantes. Polacos, para colmo. Walker puede ser como se llama a sí mismo, pero dudo que sea eso lo que está escrito en los papeles de emigración. ¡Oí decir que hace retratos para ganarse la vida!

– ¿Retratos al óleo?

– Oh, nada de tanta importancia. Bosquejos en carboncillo, hasta donde tengo entendido. -Se mordió una mejilla, intentando tragarse el regocijo-. Todo un ascenso. Los padres son católicos, el padre trabajó en los muelles.

Adeline luchó contra el impulso de gritar mientras la señora Hastings se reclinaba en la silla dorada, el rostro tenso en sus extremos por una sonrisa despectiva.

– No hay nada malo en que una muchacha baile con un hombre apuesto, ¿no es verdad?

Una tersa sonrisa para disimular su pánico.

– Nada de malo -repitió Adeline.

Pero ¿cómo podía creer eso cuando su mente ya le había presentado el recuerdo de una joven muchacha de pie, en un acantilado en Cornualles, los ojos deslumbrados y el corazón abierto mientras miraba a un hombre apuesto que parecía prometer tanto? Ah, había mucho mal en que una joven dama se sintiera halagada por las breves atenciones de un hombre apuesto.

Pasó una semana, y eso es lo mejor que puede decirse del asunto. Noche tras noche, Adeline paseó a Rose frente a una audiencia de jóvenes elegibles. Ella esperó y deseó, ansiando ver una chispa de interés iluminar el rostro de su hija. Pero cada noche, decepción. Rose sólo tenía ojos para Nathaniel, y él, al parecer, para ella. Como alguien dominado por una peligrosa histeria, Rose estaba hermética e inalcanzable. Adeline tuvo que resistir el impulso de abofetear sus mejillas, mejillas que brillaban con más fervor al que una delicada joven tenía derecho.

Adeline también era perseguida por el rostro de Nathaniel Walker. En cada cena, baile o recital al que asistían, ella examinaba a los presentes, buscándolo. El miedo había creado una plantilla en su mente y todos los demás rostros se le borraban: sólo sus facciones eran claras. Comenzó a verlo incluso cuando él no estaba presente. Soñaba con muelles y embarcaciones y familias pobres. A veces los sueños tenían lugar en Yorkshire, y sus propios padres hacían el papel de la familia de Nathaniel. Ah, su pobre y sufrido cerebro; pensar que ella podía ser llevada a tal extremo…

Una noche, por fin, sucedió lo peor. Habían estado en una fiesta y en todo el viaje de regreso Rose estuvo en silencio. El tipo de silencio que presagia un anuncio del corazón, un esclarecimiento del panorama. Como alguien que estuviera guardando un secreto, manteniéndolo cerca de sí durante un tiempo antes de darlo a conocer para que hiciera el peor efecto.

El horripilante momento llegó cuando Rose se estaba cambiando para acostarse.

– Mamá -dijo, mientras se cepillaba los cabellos-, hay algo que deseo decirte. -Después, las palabras, las temidas palabras. Afecto… destino… para siempre…

– Eres joven -razonó ágilmente Adeline, interrumpiendo a Rose-. Es comprensible que confundas amistad con otro tipo de afecto.

– No es amistad solamente lo que siento, mamá.

Adeline notó que le ardía la piel.

– Sería un desastre. Él no tiene nada que aportar…

– Aporta su persona, y eso es todo lo que necesito.

Su insistencia, su irritante confianza en sí misma.

– Lo que evidencia tu ingenuidad, mi Rose, y tu juventud.

– Ya no soy tan niña como para no saber lo que pienso, mamá. Tengo dieciocho años. ¿Acaso no me trajiste a Nueva York para que encontrara Mi Destino?

La voz de Adeline era afilada.

– Ese hombre no es tu Destino.

– ¿Cómo lo sabes?

– Soy tu madre. -¡Qué pobre argumento!-. Eres hermosa, de una familia importante, ¿y te conformarás con tan poco?

Rose suspiró suavemente, de una manera que parecía indicar el final de la conversación.

– Lo amo, mamá.

Adeline cerró los ojos. ¡Juventud! ¿Qué oportunidad tenían los argumentos más razonables contra el arrogante poder de esas dos palabras? Que su hija, su precioso tesoro, pudiera pronunciarlas tan fácilmente, ¡y en relación con semejante persona!

– Y él me ama, mamá, me lo ha dicho.

El corazón de Adeline se encogió de miedo. Su querida niña, cegada por locas ideas de amor. ¿Cómo decirle que los corazones de los hombres no se ganan con tanta facilidad? Y que si se ganan, rara vez se conservan…

– Ya verás -dijo Rose-. Viviré feliz, como en el relato de Eliza. Ella escribió sobre esto, casi como si supiera que sucedería.

¡Eliza! Adeline se sintió hervir. Incluso allí, a esa distancia, la muchacha continuaba siendo una amenaza. Su influencia se extendía más allá del océano, sus enfermizos susurros saboteaban el futuro de Rose, la incitaban a cometer el error más grande de su vida.

Adeline apretó con fuerza los labios. No había supervisado la recuperación de Rose de infinidad de dolencias y enfermedades para presenciar cómo se entregaba a un mal matrimonio.

– Debes romper. Él lo entenderá. Él debe saber que nunca sería admitido.

– Estamos comprometidos, mamá. Me ha pedido la mano y yo he aceptado.

– Rompe el compromiso.

– No lo haré.

Adeline se sintió arrinconada.

– Serás rechazada por la sociedad, no serás bienvenida en casa de tu padre.

– Entonces me quedaré aquí en donde soy bienvenida. En casa de Nathaniel.

¿Cómo había sucedido esto? Su Rose, diciendo tales cosas. Cosas que debería saber que romperían el corazón de su madre. Adeline sentía que la cabeza le daba vueltas, necesitaba recostarse.

– Lo siento, mamá -dijo Rose quedamente-, pero no cambiaré de parecer. No puedo. No me pidas que lo haga.

No hablaron durante días, excepto, claro, para intercambios sociales banales que sería impensable para ambas ignorar. Rose pensó que Adeline estaba enfurruñada, pero no era así. Estaba hundida en sus pensamientos. Adeline siempre había sido capaz de dirigir su pasión en dirección a la lógica.

La actual ecuación era imposible; por lo tanto, había que cambiar algún factor. Si no iba a ser la opinión de Rose, entonces tendría que ser el novio mismo. Debería convertirse en un hombre merecedor de la mano de su hija, el tipo de hombre de quien se habla con admiración y, sí, con envidia. Y Adeline tenía la sensación de saber exactamente cómo lograr dicho cambio.

En el corazón de cada hombre existe un agujero. Un oscuro abismo de necesidades, cuyo relleno es prioritario sobre todo lo demás. Adeline sospechaba que el agujero en Nathaniel Walker era el orgullo, el orgullo más peligroso de todos, el de un hombre pobre. Un deseo de probarse a sí mismo, de alzarse por encima de su condición y convertirse en un hombre mejor que su padre. Incluso sin la biografía suministrada tan alegremente por la señora Hastings, cuanto más veía Adeline a Nathaniel Walker, más se daba cuenta de que esto era cierto. Podía verlo en el modo en el que caminaba, el cuidado brillo de sus zapatos, la perspicacia de su sonrisa y el volumen de su risa. Eran los gestos de un hombre que viene desde lo más bajo y ha atisbado el brillante mundo que gira muy por encima del suyo. Un hombre cuyas galas cuelgan sobre el pellejo de un pobre hombre.

Adeline conocía muy bien esta debilidad, porque era la suya. También sabía qué es lo que debía hacer, exactamente. Tenía que asegurarse de que recibiera todas las ventajas; debía convertirse en su mayor defensora, promover su arte entre lo mejor de la sociedad, asegurarse de que su nombre se convirtiera en sinónimo del retrato de la élite. Con su sonoro apoyo, con su buen aspecto y encanto, por no mencionar a Rose como su esposa, él no podía dejar de impactar.

Y Adeline se aseguraría de que no olvidara nunca quién era responsable de su buena fortuna.


* * *

Eliza dejó caer la carta a su lado, sobre la cama. Rose estaba comprometida, se iba a casar. La noticia no debería haberle resultado tan sorprendente. Rose había hablado con frecuencia de sus sueños para el futuro, su deseo de tener esposo y familia, una gran casa y un carruaje propio. Y sin embargo, Eliza se sintió rara.

Abrió su nuevo cuaderno y pasó los dedos levemente sobre la primera página, manchada por gotas de lluvia. Trazó una línea con su lápiz, miró distraída cómo cambiaba de oscura a ciara dependiendo de si la superficie estaba húmeda o seca. Comenzó una historia, anotando y tachando durante un tiempo antes de dejar el cuaderno a un lado.

Por fin, Eliza se reclinó contra la almohada. No había modo de negarlo, se sentía rara: algo en lo más hondo de su estómago, redondo y pesado, afilado y amargo. Se preguntó si se habría resfriado. ¿Tal vez era la lluvia? Mary le había advertido con frecuencia sobre quedarse fuera demasiado tiempo.

Volvió la cabeza para mirar a la pared, a la nada. Rose, su prima, a la que entretenía con sus historias, conspiradora dispuesta, iba a casarse. ¿Con quién compartiría Eliza su jardín oculto? ¿Sus historias? ¿Su vida? ¿Cómo es que un futuro imaginado con tanto detalle -años extendiéndose por delante, llenos de viajes, aventuras y escritura- podían acabar tan de repente, tan enfáticamente, en una quimera?

Su mirada se deslizó a un lado hasta descansar en el frío cristal del espejo. Eliza no miraba con frecuencia su imagen en el espejo y en el tiempo que había transcurrido desde que había visto su propio eco, algo había desaparecido. Se sentó y se acercó. Se examinó.

La idea le llegó completamente formada. Sabía qué es lo que había perdido. Ese reflejo pertenecía a un adulto. No había lugar en sus ángulos para que el rostro de Sammy se ocultara. Se había marchado.

Y ahora Rose también se marchaba. ¿Quién era este hombre que le había robado a su más querida amiga en menos de un parpadeo?

Eliza no podía haberse sentido tan enferma aunque hubiera tragado uno de los adornos navideños realizados por Mary, una de las naranjas decoradas con clavos de olor.

Envidia, así es como se llamaba ese bulto. Envidiaba al hombre que había sanado a Rose, que había hecho con tanta facilidad lo que Eliza había querido hacer, que había hecho que el afecto de su prima cambiara tan rápido y completamente. Envidia. Eliza susurró la aguda palabra y sintió sus venenosas espinas punzándole la boca.

Se apartó del espejo y cerró los ojos, se obligó a olvidar la carta y la horrible noticia. No quería ser envidiosa, albergar ese manojo espinoso. Porque Eliza sabía por los cuentos de hadas qué destino aguarda a las malvadas hermanas hechizadas por la envidia.

35

Cornualles, 2005


El apartamento de Julia estaba en lo más alto de la casa, y se accedía a él por una increíblemente angosta escalera al final del pasillo del segundo piso. Cuando Cassandra dejó su cuarto, el sol ya había comenzado a fundirse con el horizonte, y el pasillo estaba casi por completo a oscuras. Golpeó la puerta y esperó, apretando el cuello de la botella de vino que había traído consigo. Una decisión de última hora mientras regresaba a su casa con Christian, atravesando la población.

La puerta se abrió y allí estaba Julia, envuelta en un brillante quimono rosado.

– Entra, entra -dijo, haciendo un gesto a Cassandra para que la siguiera mientras atravesaba el apartamento-. Estoy terminando de preparar nuestra cena. Espero que te guste la comida italiana.

– Me encanta -dijo Cassandra, apresurándose a seguirla.

Lo que en su día fue una serie de pequeños dormitorios albergando un ejército de sirvientas había sido desmantelado y reformado para crear un apartamento estilo loft. Ventanas de buhardilla recorrían ambos muros a los lados y seguramente tendrían una vista increíble de la propiedad durante el día.

Cassandra se detuvo a la entrada de la cocina. Todas las superficies estaban cubiertas de ollas y tazas, latas de tomate con la tapa colgando a un lado, brillantes cuencos de aceite de oliva y jugo de limón y otros misteriosos ingredientes. A falta de lugar donde dejarlo, extendió la mano con su ofrenda.

– Eres un encanto. -Julia descorchó la botella, luego tomó una gran copa del estante encima del banco, y escanció el vino desde una altura teatral. Se lamió una gota de shiraz que le cayó en un dedo-. Personalmente, no bebo nada que no sea ginebra -confesó guiñándole un ojo-. Te mantiene joven; es puro, sabes. -Le entregó la copa del pecaminoso líquido rojo a Cassandra y se dirigió a la cocina-. Ahora ve y ponte cómoda.

Le indicó un sillón en el centro del cuarto, y Cassandra se sentó. Ante ella había un arcón de madera, que hacía las veces de mesita de café, y en el centro, una pila de viejos cuadernos de recortes, cada uno con una gastada tapa de cuero.

Un estremecimiento de excitación recorrió el cuerpo de Cassandra y sintió sus dedos cosquillear de deseo.

– Siéntate y echa una ojeada mientras le doy los toques finales a nuestra cena.

Cassandra no necesitó que se lo dijeran dos veces. Tomó el cuaderno de recortes de encima de la pila y pasó su mano con delicadeza sobre la superficie. El cuero había perdido toda su aspereza y era terso y suave como terciopelo.

Inhalando anticipadamente, Cassandra abrió la tapa y leyó, escrito con bella y precisa caligrafía: Rose Elizabeth Mountrachet Walker, 1909. Recorrió las palabras con la yema del dedo y sintió las leves marcas en el papel. Se imaginó la pluma que las había trazado. Con cuidado, pasó las hojas hasta que llegó a la primera anotación.


Un nuevo año. Uno en el que existe la promesa de increíbles eventos. Apenas he sido capaz de concentrarme desde que el doctor Matthews llegó y me dio su veredicto. Confieso que los desmayos de los últimos tiempos me tenían gravemente preocupada, y no era la única. Sólo necesitaba mirar el rostro de mamá para ver la ansiedad escrita en él. Mientras el doctor Matthews me examinaba, yo permanecí inmóvil, los ojos fijos en el techo, obligando a mi mente a apartar el miedo, recordando los momentos más felices de mi vida hasta ese instante. El día de mi casamiento, por supuesto; mi viaje a Nueva York; el verano en el que Eliza llegó por primera vez a Blackhurst… ¡Qué brillantes parecen tales recuerdos cuando la vida que catalogan está amenazada!

Después, cuando mamá y yo nos sentamos una al lado de la otra en el sofá, esperando el diagnóstico del doctor Matthews, su mano tomó la mía. Estaba helada. La miré, pero ella no quiso mirarme. Fue entonces cuando de veras comencé a preocuparme. A través de todas mis dolencias infantiles, mamá era la que mantenía un espíritu positivo. Me pregunté por qué su confianza ahora la había abandonado, qué es lo que había intuido que le daba semejante motivo de preocupación. Cuando el doctor Matthews se aclaró la garganta, apreté la mano de mamá y esperé. Lo que dijo, empero, fue más sorprendente que cualquier otra cosa que pudiera haber soñado.

Espera un niño. Está de dos meses, diría yo. Dios mediante, dará a luz en agosto.

Oh, pero ¿hay palabras para explicar el gozo que esas palabras provocaron? Después de tanto esperar, los terribles meses de decepción. Un bebé a quien querer. Un heredero para Nathaniel, un nieto para mamá, un ahijado para Eliza.


A Cassandra le ardían los ojos. Pensar que ese bebé cuya concepción Rose celebraba era Nell, ese bebé desesperadamente deseado era la querida y desplazada abuela de Cassandra… Los sentimientos esperanzados de Rose eran especialmente conmovedores, escritos, tal como estaban, ignorando todo lo que sucedería después.

Pasó con rapidez las páginas del diario, más allá de cintillas y lazos, breves anotaciones dando cuenta de las visitas médicas, invitaciones a varias cenas y bailes en el condado, hasta que finalmente, en diciembre de 1909, encontró lo que estaba buscando.


Aquí está ella. Anoto esto un poco más tarde de lo que me hubiera gustado. Los últimos meses han sido más difíciles de lo esperado, y he tenido poca energía para escribir, pero todo ha valido la pena. Tras tantos meses de espera, de largos intervalos de enfermedad, preocupación y confinamiento, tengo en mis brazos a mi querida niña. Todo lo demás se desvanece. Ella es perfecta. Su piel tan pálida y cremosa, sus labios tan rosados y llenos. Sus ojos son de un profundo azul, pero el doctor dice que eso es siempre así y puede que se oscurezcan con el tiempo. En secreto, espero que se equivoque. Deseo que ella tenga el verdadero color de los Mountrachet, como mi padre y Eliza: ojos azules y cabellos rojos. Hemos decidido llamarla Ivory.

Es el color de su piel y, como sin duda lo demostrará el tiempo, de su alma.


– Ya estoy aquí. -Julia estaba balanceando dos humeantes cuencos con pasta y tenía un enorme pimentero bajo el brazo-. Raviolis con piñones y gorgonzola. -Le entregó un bol a Cassandra-. Cuidado, está un poco caliente.

Cassandra tomó el bol ofrecido e hizo a un lado el cuaderno de recortes.

– Huele muy bien.

– Si no me hubiera convertido en escritora, luego en restauradora, y luego en hostelera, habría sido chef. Salud. -Julia alzó su vaso con gin, tomó un sorbo y suspiró-. A veces siento que toda mi vida es una serie de accidentes y oportunidades. No es que me queje. Uno puede ser muy feliz abandonando toda expectativa de control. -Pinchó uno de los raviolis-. Pero ya basta de hablar de mí, ¿qué tal las cosas en la cabaña?

– Muy bien -dijo Cassandra-. Excepto que cuanto más hago, más me doy cuenta de lo que falta por hacer. El jardín está muy descuidado y la casa en sí es un desastre. Ni siquiera estoy segura de que sea estructuralmente sólida. Se supone que debo llamar a un constructor para que le eche una mirada pero no he tenido tiempo todavía, tantas cosas me han tenido ocupada. Todo es muy…

– ¿Abrumador?

– Sí, es decididamente abrumador, pero más que eso. Es… -Cassandra hizo una pausa, buscando la palabra exacta, sorprendida al encontrarla- excitante. He encontrado algo en la cabaña, Julia.

– ¿Encontrado algo? -Alzó las cejas-. ¿Como en un tesoro escondido?

– Si te gustan los tesoros verdes y fértiles. -Cassandra se mordió el labio inferior-. Es un jardín oculto, un jardín amurallado al fondo de la cabaña. No creo que nadie haya estado dentro en décadas, y no me extraña, los muros son muy altos, completamente cubiertos por setos. Jamás sospecharías que está allí.

– ¿Cómo lo has encontrado?

– Por pura casualidad.

Julia sacudió la cabeza.

– No existen las casualidades.

– La verdad es que no tenía idea de que estaba ahí.

– No sugiero que la tuvieras. Sólo digo que tal vez el jardín estaba oculto para quienes no deseaban verlo.

– Bueno, pues estoy contenta de que se me apareciera. El jardín es increíble. Está descuidado, pero debajo de los setos han sobrevivido todo tipo de plantas. Hay senderos, bancos de jardín, comederos para aves.

– Como la Bella Durmiente, dormida hasta que se rompe el encantamiento.

– Eso es lo curioso; no ha estado dormido. Los árboles siguieron creciendo, dando frutas, incluso cuando no hubo nadie para apreciarlo. Deberías ver el manzano, debe de ser centenario.

– Lo es -asintió Julia de repente, sentándose erguida y haciendo su bol a un lado-. O casi. -Revisó los cuadernos de recortes, pasando página tras página, de un lado a otro-. Aja -dijo, señalando una anotación-. Aquí está. Justo después del decimoctavo cumpleaños de Rose, antes de que fuera a Nueva York y conociera a Nathaniel. -Julia se puso unas gafas con montura turquesa y nácar sobre la punta de su nariz y comenzó a leer.


Veintiuno de mayo, 1907. ¡Qué día el de hoy! Y pensar que cuando comenzó creí que iba a sufrir otro interminable día encerrada. (Después que el doctor Matthews mencionó unos pocos casos de resfriados en el poblado, mamá estaba aterrada de que enfermara y pusiera en riesgo el fin de semana en el campo al que asistiremos el próximo mes). Eliza, como siempre, tenía otras ideas. Tan pronto como mamá partió en el carruaje para su almuerzo con lady Phillimore, apareció en mi puerta, las mejillas brillantes (¡cómo envidio el tiempo que pasa fuera!), e insistió en que dejara mi cuaderno de recortes a un lado (porque estaba trabajando contigo, querido diario) y fuera con ella por el laberinto: había algo que tenía que ver.

Mi primer instinto fue negarme -temía que alguno de los sirvientes pudiera informarle a mamá y no tenía ganas de una discusión, ciertamente no con el viaje a Nueva York en el horizonte-, pero después me di cuenta de que Eliza tenía «esa mirada» en sus ojos, la que tiene cuando ha puesto en marcha un plan que no admite réplica, la «mirada» que me ha causado más raspones de los que tengo intención de recordar en estos últimos siete años.

Tan excitada estaba mi querida prima que fue imposible no ser arrastrada por su entusiasmo. A veces pienso que ella tiene ánimos para ambas, lo que no está nada mal, teniendo en cuenta que yo estoy con frecuencia desanimada. Casi sin darme cuenta nos estábamos apresurando juntas, cogidas del brazo, riendo. Davies nos estaba esperando a la puerta del laberinto, tambaleándose bajo el peso de una enorme planta en una maceta, y todo el camino Eliza se le acercaba ofreciendo ayudarle (lo cual siempre rechazaba) antes de volver de un salto a donde estaba yo, tomándome de la mano, y arrastrándome tras ella. Continuamos por el laberinto (con cuyos meandros Eliza está muy familiarizada), cruzamos el área central de descanso, pasamos la argolla de bronce que Eliza asegura marca la entrada a un pasaje subterráneo, hasta que llegamos, por fin, a una puerta metálica con una gran cerradura de bronce. Con gran floritura, Eliza sacó una llave del bolsillo de su falda y antes de que tuviera tiempo de preguntarle de dónde había sacado semejante objeto, la puso en la cerradura. La hizo girar y empujó haciendo que la puerta se abriera lentamente.

Dentro, un jardín. Similar y sin embargo diferente a nuestros otros jardines. Para empezar, está completamente amurallado. Los muros de piedra lo rodean por los cuatro costados, interrumpidos sólo por dos puertas metálicas opuestas entre sí, una sobre la pared norte, y otra en la sur…


– Entonces hay otra puerta -exclamó Cassandra-. No pude encontrarla.

Julia la miró por encima de sus gafas.

– Se hicieron arreglos, alrededor de 1912… 1913… Entre ellos el muro de delante, tal vez quitaron entonces la puerta. Pero aguarda. Escucha esto.


El jardín estaba bien cuidado y con pocas plantas. Tenía el aspecto de un campo en barbecho, esperando ser plantado cuando pasaran los meses invernales. En su centro, un ornado banco metálico junto a un bebedero de piedra para aves, y en el suelo había varios cajones de madera cargados con pequeñas plantas.

Eliza corrió adentro con toda la gracia de una niña en edad escolar.

¿Qué lugar es éste? -pregunté maravillada.

Es un jardín. Lo he estado cuidando. Deberías haber visto los hierbajos cuando comencé. Pero hemos estado muy ocupados, ¿no es verdad, Davies?

– Ciertamente, señorita Eliza -dijo, depositando la planta junto al muro sur.

Va a ser nuestro, Rose, tuyo y mío. Un lugar secreto en donde poder estar juntas, sólo nosotras dos, tal como lo imaginamos cuando éramos pequeñas. Cuatro muros, puertas cerradas, nuestro paraíso. Incluso cuando no estés bien podrás venir aquí, Rose. Los muros lo protegen de los fuertes vientos del mar, así que podrás escuchar el cantar de los pájaros, oler las flores y sentir el sol en el rostro.

Su entusiasmo y la intensidad de sus sentimientos eran tales que no pude resistir desear semejante jardín. Miré en torno a los cuidados arriates, las plantas que estaban comenzando a florecer, y pude imaginarme el paraíso que describía.

Oí hablar cuando era muy pequeña de un jardín amurallado oculto en la propiedad, pero pensé que era sólo un cuento.

No lo es -dijo Eliza, con ojos brillantes-. Era verdad, y ahora lo volveremos a la vida.

Ciertamente has trabajado duro. Si el jardín estuvo sin atender todo este tiempo, incluso desde… -Fruncí el ceño, los comentarios que había escuchado de niña volvían ahora a mí. Entonces me di cuenta: sabía exactamente de quién había sido este jardín-. Oh, Liza -dije rápidamente-. Tienes que ser cuidadosa, tenemos que ser muy cuidadosas. Debemos abandonar este lugar y no volver nunca. Si mi padre se enterase…

Ya lo sabe.

La miré con intensidad, más intensidad de la pretendida.

¿Qué quieres decir?

Fue el tío Linus quien le dijo a Davies que yo debía ocuparme del jardín. Hizo que Davies despejara el último tramo del laberinto y le dijo que debíamos darle nueva vida al jardín.

Pero él prohibió que nadie entrara en el jardín amurallado.

Eliza se encogió de hombros, ese gesto suyo que repite con tanta facilidad y que mamá desprecia tanto.

Habrá cambiado de opinión en su corazón.

En su corazón. Con qué incomodidad semejante idea se aplicaba a mi padre. Era la palabra «corazón» la que lo provocaba. Excepto por una vez en su estudio, cuando estaba escondida bajo su escritorio y lo escuché llorar por su hermana, su poupée, no puedo recordar haber visto a mi padre comportarse de manera que sugiriera la existencia de un corazón. De pronto lo supe, y sentí una extraña pesadez en la boca del estómago.

Es porque tú eres hija de ella.

Pero Eliza no me oyó. Se había apartado de mí y estaba arrastrando la maceta hacia un gran pozo junto al muro.

Éste es nuestro primer árbol-dijo-. Vamos a realizar una ceremonia. Por eso era tan importante que estuvieras hoy aquí. Este árbol continuará creciendo, sin importar adonde nos lleven nuestras vidas, y nos recordará por siempre: Rose y Eliza.

Davies estaba entonces a mi lado, sosteniendo una pequeña pala.

Es el deseo de la señorita Eliza que sea usted quien eche la primera palada de tierra sobre las raíces del árbol, señorita Rose.

El deseo de la señorita Eliza. ¿Quién iba a argüir contra semejante poder?

¿Qué clase de árbol es? -pregunté.

Un manzano.

Debía haberlo sabido. Eliza siempre tenía el ojo atento al simbolismo, y las manzanas son, después de todo, las primeras frutas.


Julia alzó la vista del cuaderno de recortes y una lágrima desbordó sus ojos. Se sonó la nariz y sonrió.

– Quiero tanto a Rose. ¿Puedes sentir su presencia aquí, con nosotras?

Cassandra le devolvió la sonrisa. Había comido una manzana del árbol que su bisabuela había ayudado a plantar, casi cien años atrás. Se sonrojó levemente mientras la imagen de la manzana le traía ecos de su extraño sueño. Toda la semana había trabajado junto a Christian, y se las había ingeniado para olvidarlo. Había creído haberse deshecho de él.

– Y ahora tú estás arreglando, otra vez, el mismo jardín. Qué encantadora simetría. ¿Qué diría Rose si lo supiera? -Julia tomó un pañuelo de papel de una caja cercana y se sonó la nariz-. Lo siento -dijo, secándose el rímel debajo de cada ojo-. Es que es tan romántico. -Rió-. Es una vergüenza que no tengas a un Davies para ayudarte.

– No es un Davies, pero tengo a alguien ayudándome -indicó Cassandra-. Esta semana ha venido todas las tardes. Lo conocí a él y a su hermano Michael cuando vinieron a quitar el árbol caído de la cabaña. Creo que los conoces. Robyn Jameson dijo que también cuidaban de tus jardines.

– Los muchachos Blake. Claro que los conozco, y debo decir que disfruto de verlos. Ese Michael es agradable a la vista, ¿no? También es seductor. Si siguiera escribiendo, me inspiraría en Michael Blake para describir al seductor de mujeres.

– ¿Y Christian? -A pesar de sus mejores esfuerzos por parecer indiferente, Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas.

– Oh, es decididamente el más inteligente y joven, el hermano menor que sorprende a todos salvando la situación y ganando el corazón de la heroína.

Cassandra sonrió.

– Ni siquiera voy a preguntar quién soy yo.

– Y yo no tengo dudas de quién sería yo -dijo Julia con un suspiro-. La bella entrada en años que ya no tiene oportunidad alguna con el héroe y canaliza sus energías en ayudar a la heroína a cumplir su destino.

– La vida sería mucho más sencilla si fuera como un cuento de hadas -dijo Cassandra-, si la gente fuera como los personajes típicos.

– Ah, pero así es, sólo que creen que no. Incluso la persona que insiste en que tales cosas no existen es también un cliché: ¡el temido pedante que insiste en no tener igual!

Cassandra bebió un sorbo de vino.

– ¿No crees que exista algo así como el ser único?

– Todos somos únicos, sólo que nunca como nos imaginamos. -Julia sonrió, luego agitó una mano, haciendo tintinear sus pulseras-. Me estás oyendo. Qué terrible absolutista que soy. Claro que hay variaciones de carácter. Fíjate en Christian Blake, por ejemplo; él no es jardinero de profesión, ¿sabes? Trabaja en un hospital en Oxford. Es decir, lo hacía. Es médico de algo, no recuerdo el qué, son nombres tan largos y confusos, ¿no?

Cassandra se irguió en su asiento.

– ¿Y qué hace un médico podando árboles?

– ¿Qué hace un médico podando árboles? -se hizo eco Julia, pensativa-. A eso me refería. Cuando Michael me dijo que su hermano trabajaba con él no hice preguntas, pero desde entonces me devora la curiosidad. {Qué hace que un hombre joven cambie de profesión de ese modo?

Cassandra sacudió la cabeza.

– ¿Un cambio en sus gustos?

– Un cambio importante, diría yo.

– Tal vez se dio cuenta de que no disfrutaba con el trabajo.

– Es posible, pero uno pensaría que pudo haberse hecho una idea durante los interminables años de estudio. -Julia sonrió enigmática-. Creo que es posible que sea algo mucho más interesante que eso, pero bueno, yo fui escritora, y los viejos hábitos son duros de matar. No puedo detener mi imaginación cuando se dispara. -Señaló con uno de los dedos que sostenía el vaso con gin-. Eso, querida mía, es lo que hace que un personaje sea interesante, sus secretos.

Cassandra pensó en Nell y en los secretos que había guardado. ¿Cómo pudo tolerarlo, descubrir por fin quién era y no decírselo a un alma?

– Desearía que mi abuela hubiera visto los cuadernos de recortes antes de morir. Habrían significado tanto para ella, lo más cercano a escuchar la voz de su madre…

– He estado pensando en tu abuela toda la semana -dijo Julia-. Desde que me dijiste lo que sucedió me he estado preguntando qué fue lo que hizo que Eliza la llevara consigo.

– ¿Y? ¿Qué piensas?

– Envidia -contestó Julia-. Es a lo que siempre vuelvo. Es una motivación condenadamente poderosa, y Dios sabe que había más que suficiente que envidiar en Rose: su belleza, su talentoso esposo, su nacimiento. A lo largo de la infancia, Eliza tiene que haber visto a Rose como a la niña que lo tenía todo, en particular las cosas que ella no tenía. Padres adinerados, una casa hermosa, una naturaleza gentil que todos admiraban. Luego, de adultas, ver a Rose casarse tan pronto, y con un hombre que debe de haber sido todo un partido, después quedar embarazada, tener una preciosa hija… ¡Caray, yo tengo celos de Rose! Imagina lo que fue para Eliza, rara ya de por sí, según dicen todos. -Acabó su trago, dejando enfáticamente el vaso sobre la mesa-. No estoy excusando lo que hizo, para nada, sólo digo que no me sorprende.

– ¿Es la respuesta más obvia, verdad?

– Y la respuesta más obvia es con frecuencia la correcta. Está todo allí en los cuadernos de recortes. Bueno, está todo allí si sabes qué es lo que buscas. Desde el momento que Rose supo que estaba embarazada, Eliza se volvió más distante. Hay escasa mención de Eliza después del nacimiento de Ivory. Debió de afectarle mucho a Rose. -Eliza era como una hermana, y de repente, en un momento tan especial, desaparece. Hizo las maletas y se alejó de Blackhurst.

– ¿Adonde fue? -preguntó sorprendida Cassandra.

– A algún lugar de ultramar, creo. -Julia frunció el ceño-. Aunque ahora que lo preguntas, no estoy segura de que Rose mencione adonde -sacudió una mano-, y en realidad no es importante. El hecho es que se fue mientras Rose estaba embarazada y no regresó hasta después del nacimiento de Ivory. Su amistad ya no volvió a ser la misma.


* * *

Cassandra bostezó y ahuecó su almohada. Tenía los ojos cansados pero había llegado casi al final de 1907 y le parecía una pena dejar el cuaderno de recortes a un lado a sólo unas pocas páginas para terminarlo. Además, cuanto antes lo terminara, mejor: aunque Julia había accedido gentilmente a separarse de ellos, Cassandra sospechaba que la separación sólo resistiría un breve lapso. Por suerte, mientras que la caligrafía de Nell era confusa, la de Rose era firme y clara. Cassandra tomó un sorbo de té, ahora tibio, y pasó las páginas llenas de retazos de tela, muestras de cintas, tul de vestido de bodas, y apretadas firmas que decían: Lady Rose Mountrachet Walker, Lady Walker, Lady Rose Walker. Sonrió -ciertas cosas nunca cambian- y llegó a la última hoja.


Acabo de terminar de releer Tess de D'Urbervilles. Es una novela desconcertante, y no puedo decir que verdaderamente la haya disfrutado. Hay tanta brutalidad en la ficción de Hardy… Es demasiado salvaje, supongo, para mi gusto: soy hija de mi madre, después de todo, y a pesar de mis mejores intenciones. La conversión de Ángel al cristianismo, su casamiento con Liza-lu, la muerte de Sorrow, pobre criatura: esos hechos me perturban. ¿Por qué debería Sorrow haber sido privada de cristiana sepultura? Se supone que los bebés no son culpados por los pecados de sus padres, ¿verdad? ¿Hardy aprueba la conversión de Ángel o es un escéptico? ¿Y cómo pudo Ángel transferir su afecto tan sencillamente de Tess a su hermana?

Ah, bueno, tales asuntos han desconcertado a mentes más capaces que la mía, y mi propósito al volver a este relato de la pobre y trágica Tess no fue la crítica literaria. Confieso haber consultado a Thomas Hardy con la esperanza de que pudiera ofrecerme alguna idea sobre qué esperar cuando Nathaniel y yo nos casemos. Más particularmente, qué podría esperarse de mí. ¡Ah! ¡Cómo me arden las mejillas siquiera de pensar en tales preguntas! Lo cierto es que jamás podría hallar las palabras para pronunciarlas en voz alta. (¡Imagina el rostro de mamá!).

Caramba, el señor Hardy no suministró las respuestas que con tanta esperanza busqué. Debo haber recordado mal, la violación de Tess es relatada con escaso detalle. Ahí está, pues. A menos que pueda pensar en alguien más a quien consultar (no el señor James, creo, ni el señor Dickens), tendré poca alternativa sino entrar a ciegas en tan negro abismo. Mi mayor temor es que Nathaniel tenga motivos para mirar mi vientre. ¿Seguramente no ha de ser así? La vanidad es en verdad un gran pecado, pero no puedo resistirlo. Porque mis marcas son tan odiosas, y él se complace tanto en mi pálida piel.


Cassandra releyó las últimas líneas. ¿Qué eran esas marcas de las que hablaba Rose? ¿Marcas de nacimiento, tal vez? ¿Cicatrices? ¿Había leído alguna otra cosa en los cuadernos que pudiera aclarar el asunto? Por más que lo intentara, no recordaba nada. Era demasiado tarde y estaba demasiado cansada, sus pensamientos tan borrosos como su vista.

Volvió a bostezar, se frotó los ojos y cerró el cuaderno. Probablemente nunca lo sabría, y lo más seguro es que no importara. Cassandra volvió a pasar los dedos sobre la gastada cubierta, tal como Rose debía de haber hecho muchas veces antes que ella. Dejó el cuaderno sobre la mesilla y apagó la luz. Cerró los ojos y entró en el familiar sueño de las hierbas altas, un campo infinito y de pronto, inesperadamente, una cabaña al borde de un acantilado junto al océano.

36

1975


Nell esperó junto a la puerta, preguntándose si debía volver a golpear. Había estado de pie junto a la puerta durante cinco minutos y había comenzado a sospechar que William Martin no sabía nada de su inminente llegada para la cena, que la invitación había sido poco más que un ardid de Robyn para calmar las aguas tras el encuentro anterior. Robyn parecía el tipo de persona para quienes los momentos sociales desagradables, más allá de sus causas o consecuencias, debían de ser intolerables.

Volvió a golpear. Asumió una expresión de dignidad dolida para beneficio de cualquiera de los vecinos de William que pudieran estar preguntándose por esa mujer desconocida frente a su puerta que parecía contentarse con golpear toda la noche.

Fue William mismo quien por fin descorrió el cerrojo. Con el trapo de secar sobre su huesudo hombro, cuchara de madera en mano, dijo:

– He sabido que se decidió a comprar la cabaña.

– Las buenas noticias viajan rápido.

Apretó los labios, examinándola.

– Es una mujer testaruda, eso se ve a la legua.

– Tal como me hizo Dios, me temo.

Él asintió, resoplando levemente.

– Adentro, entonces. Se morirá de frío ahí fuera.

Nell se quitó la gabardina y encontró un gancho de donde colgarla. Siguió a William atravesando la entrada hasta la sala.

El aire estaba cargado, húmedo de vapor, un olor simultáneamente nauseabundo y delicioso. Pescado, y sal y algo más.

– Tengo una olla con mi guiso de pescado al fuego -anunció William, desapareciendo arrastrando los pies en dirección a la cocina-. No la oí llamar por los malditos silbidos y borbotones. -Un estruendo de ollas y sartenes, una blasfemia-. Robyn llegará pronto. -Otro ruido-. Se ha entretenido un rato con ese tío con el que anda.

Esto último fue dicho con cierto disgusto. Nell lo siguió a la cocina y lo observó mientras revolvía el espeso guiso.

– ¿No le gusta el novio de Robyn?

Apoyó el cucharón sobre la encimera, tapó la olla y tomó su pipa. Quitó una hebra de tabaco del borde.

– No hay nada malo en el muchacho. Nada, excepto que no es perfecto. -Con una mano apoyada sobre su encorvada espalda se dirigió a la sala-. ¿Tiene hijos? ¿Nietos? -dijo mientras pasaba al lado de Nell.

– Uno de cada uno.

– Entonces sabe de qué estoy hablando.

Nell se sonrió con amargura. Doce días habían pasado desde que dejara Australia; se preguntó si Lesley habría notado su ausencia. Poco probable. De todos modos, pensó que tenía que enviar una postal. A la niña le gustaría, Cassandra. A los niños les gustaban esas cosas, ¿no?

– Venga, entonces, muchacha -dijo la voz de William desde la sala-. Venga a hacerle compañía a un viejo.

Nell, criatura de hábitos, eligió la misma silla de terciopelo que había elegido la ocasión anterior. Hizo un gesto de asentimiento a William.

Éste le respondió del mismo modo.

Se sentaron por un minuto, más o menos, en una exhibición de silencioso compañerismo. Se había levantado viento, y los cristales de la ventana se sacudían periódicamente, acentuando la falta de conversación en el interior.

Nell indicó el cuadro sobre la chimenea, una barca de pescador con el casco a rayas rojas y blancas y con el nombre pintado en negro a un costado.

– ¿Es suyo? ¿La Reina de las Hadas?

– Así es -dijo William-. El amor de mi vida, creo que fue. Atravesamos juntos varias tormentas enormes, ella y yo.

– ¿Todavía la tiene?

– Hace años que no.

Otro silencio se instaló entre ambos. William palmeó el bolsillo de su camisa, y luego tomó una bolsa de tabaco, comenzando a rellenar su pipa.

– Mi padre era el jefe del puerto -dijo Nell-. Crecí rodeada de barcos. -De pronto recordó la imagen de Hugh, de pie en el muelle de Brisbane, poco después de la guerra, con el sol a sus espaldas y él a contraluz, sus largas piernas irlandesas y sus grandes y fuertes manos-. Se le mete a uno en la sangre, ¿no?

– Eso es cierto.

Los paneles de las ventanas volvieron a temblar, y Nell suspiró. No podía esperar más, era ahora o nunca: había que despejar el aire y Nell era quien iba a hacerlo; poca era la conversación intrascendente que estaba dispuesta a tolerar.

– William -dijo, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas-, sobre la otra noche, lo que dije. No quise…

El alzó una mano callosa por el trabajo, levemente temblorosa.

– No hay por qué.

– Pero no debería…

– No fue nada. -Se metió la pipa en la boca y la sostuvo mordiéndola entre los dientes dando por terminado el asunto. Encendió una cerilla.

Nell se volvió a reclinar en su silla: si así es como él lo quería, pues que así fuera, pero esta vez estaba decidida a no marcharse sin una pieza más del rompecabezas.

– Robyn dijo que quería decirme algo.

Sintió el dulce aroma del tabaco fresco, mientras William aspiraba un par de veces, y luego exhalaba para que su pipa comenzara a humear. Asintió levemente.

– Debería habérselo dicho la otra noche, sólo que… -Estaba concentrado en algo más allá de ella y Nell resistió el impulso de darse la vuelta y ver qué era-, sólo que me tomó por sorpresa. Ha pasado mucho tiempo desde que escuché su nombre.

Eliza Makepeace. La sibilante no pronunciada agitó sus plateadas alas entre ambos.

– Han pasado más de sesenta años desde la última vez que la vi, pero todavía la tengo presente, bajando del acantilado, desde la cabaña, encaminándose hacia el pueblo, el cabello suelto a sus espaldas. -Sus párpados se habían cerrado mientras hablaba, pero ahora los abrió y miró a Nell-. Supongo que eso no significa mucho para usted, pero en aquella época… bueno, no era frecuente que alguien de la casa grande descendiera a mezclarse con los lugareños. Eliza, sin embargo -se aclaró un poco la garganta, repitió el nombre-, Eliza se comportaba como si fuera lo más natural del mundo. Ella no era como el resto.

– ¿La conoció?

– La conocí bien, tanto como uno puede conocer a gente como ella. La conocí cuando tenía apenas dieciocho años. Mi hermana menor, Mary, trabajaba en la casa y trajo a Eliza con ella en una de sus tardes libres.

Nell luchó por contener su excitación. Por fin hablaba con alguien que había conocido a Eliza. Mejor aún, esa descripción confirmaba la sensación ilícita que flotaba en los bordes de su fragmentada memoria.

– ¿Cómo era, William?

Apretó los labios y se rascó el mentón: el áspero sonido sorprendió a Nell. Por un segundo, volvió a tener cinco años, sentada en el regazo de Hugh, la cabeza descansando contra su rugosa mejilla. William sonrió ampliamente, los dientes grandes y con manchas marrones por el tabaco.

– Como nadie que hubieras conocido antes, original. A todos nosotros, por esta zona, nos gusta contar historias, pero las suyas eran otra cosa. Era divertida, valiente, sorprendente.

– ¿Hermosa?

– Sí, y hermosa. -Su mirada se encontró brevemente con la de Nell-. Tenía el cabello rojo. Largo, hasta la cintura. Los mechones se volvían dorados por el sol -indicó con su pipa-. Le gustaba sentarse en la roca negra en la cala, mirando al mar. En un día claro, podíamos verla mientras regresábamos a puerto. Ella alzaba la mano y saludaba, apareciendo ante todo el mundo como la Reina de las Hadas.

Nell sonrió. La Reina de las Hadas.

– Como la barca.

William, fingiendo estar fascinado con las rayas de sus pantalones de pana, lanzó un breve gruñido.

Entonces Nell comprendió: no era una coincidencia.

– Robyn llegará pronto. -No miró a la puerta-. Tomemos algo de té.

– Estaba enamorado de ella.

Dejó caer los hombros.

– Claro que lo estaba -reconoció-. Al igual que todos los hombres que alguna vez pusieron su mirada en ella. Se lo he dicho, era diferente a cualquiera que hubieras conocido. Las cosas que nos motivaban al resto de nosotros no le importaban un rábano a ella. Hacía lo que sentía, y sentía mucho.

– Y ella estaba, estuvieron usted y ella alguna vez…

– Estaba comprometido con otra. -Su atención pasó a una fotografía en el muro, una joven pareja vestida de boda, ella sentada, él de pie, a su espalda-. Cecily y yo llevábamos un par de años de novios para entonces. En un pueblo como éste, es lo que pasa. Uno crece en la casa de al lado de una niña, un día son niños tirando piedras desde el acantilado, y al siguiente uno se da cuenta de que está casado desde hace tres años y con un hijo en camino. -Suspiró, de manera que sus hombros se desinflaron y su jersey de lana pareció quedarle grande-. Cuando conocí a Eliza el mundo cambió. No puedo describirlo mejor. Como un hechizo, ella era lo único en lo que podía pensar. -Sacudió la cabeza-. Me gustaba mi mujer, la quería de veras, pero la hubiera dejado sin pensarlo. -Su mirada se cruzó con la de Nell antes de volver a apartarla rápidamente-. No me enorgullece decirlo, suena terriblemente desleal. Y lo era, lo era. -La miró-. Pero no se puede culpar a un hombre joven por sus verdaderos sentimientos, ¿no?

Sus ojos buscaron los de ella, y Nell sintió que algo en su interior se agitaba. Comprendió: él había estado buscando la absolución por largo tiempo.

– No -dijo-. No se puede.

Él suspiró, habló tan bajo que Nell tuvo que girar la cabeza hacia un lado para poder escucharlo.

– A veces el cuerpo quiere cosas que la mente no puede explicar, ni siquiera puede aceptar. Todos mis pensamientos estaban dirigidos a Eliza. No podía evitarlo. Era como un, como una…

– ¿Adicción?

– Exactamente. Me parecía que sólo podía ser feliz si estaba con ella.

– ¿Ella sentía lo mismo?

Él alzó las cejas y sonrió tristemente.

– ¿Sabe? Por un tiempo, pensé que sí. Había algo en ella, cierta intensidad. La habilidad de hacerte sentir como que no había otro lugar ni otra persona con quien prefiriera estar. -Rió, con algo de dureza-. Muy pronto comprendí mi error.

– ¿Qué sucedió?

Apretó los labios y por un horrible segundo Nell pensó que se había acabado la historia. Suspiró aliviada cuando él continuó.

– Fue una noche de primavera. Debió de ser en 1908 o 1909. Había tenido un gran día con los barcos, traje un gran cargamento y lo estuve celebrando con algunos de los muchachos. Reuní un poco de coraje gracias al alcohol y de camino a casa me encontré subiendo por el sendero del acantilado. Una tontería, lo sé. Era un camino estrecho en aquella época, no había sido transformado en carretera, y apenas si cabía una cabra, pero no me importó. Se me metió en la cabeza que iba a pedirle que se casara conmigo. -Le tembló la voz-. Pero cuando llegué cerca de la cabaña vi a través de la ventana…

Nell se inclinó hacia delante.

Él se reclinó en su silla.

– Bueno, ya ha oído antes esta historia.

– ¿Estaba con otra persona?

– No era cualquier persona. -Sus labios temblaron al pronunciar las palabras-. Era una persona muy cercana. -William se frotó el ojo, examinó sus dedos buscando una molestia inexistente-. Estaban… -Miró de reojo a Nell-. Bueno, ya puede imaginarse.

Fuera, un ruido y una ráfaga de aire frío. La voz de Robyn se escuchó por el pasillo.

– Hace frío afuera. -Entró en la sala-. Lamento haber llegado tarde. -Miró esperanzada a ambos, pasándose las manos por sus cabellos húmedos-. ¿Todo bien por aquí?

– No podía estar mejor, mi niña -dijo William, echando una rápida ojeada a Nell.

Nell asintió levemente. No tenía intención de divulgar el secreto del anciano.

– Iba a ocuparme de mi guiso -dijo William-. Acércate y deja que los gastados ojos de Gump puedan verte.

– ¡Gump! Te dije que prepararía el té. Traje todo conmigo.

– Humm -refunfuñó, poniéndose de pie con esfuerzo y manteniendo el equilibrio-. Cada vez que tú y ese chico tuyo os juntáis, no hay modo de saber si recordarás a tu viejo Gump, si es que lo recuerdas. Me pareció que si no me ocupaba de mí mismo tendría muchas posibilidades de pasar hambre.

– Oh, Gump -le regañó mientras llevaba la bolsa del mercado a la cocina-. De veras, eres el colmo. ¿Cuándo me he olvidado de ti?

– No eres tú, querida. -Caminó a rastras detrás de ella-. Es ese novio que tienes. Como todos los abogados, es un charlatán.

Mientras ambos mantenían una discusión familiar sobre si estaba o no más allá de las habilidades físicas de William el cocinar y servir el guiso, Nell repasó mentalmente todo lo que William le había dicho. Comprendió por fin por qué insistía tanto en decir que la cabaña estaba, de alguna manera, manchada, triste; y no había duda de que para él así era. Pero William se había distraído por su propia confesión y era tarea de Nell llevarlo de regreso hacia donde necesitaba. Lo de menos era la curiosidad que sentía sobre con quién había estado Eliza esa noche, ése no era el centro del asunto, pero forzar a William sólo conseguiría que se retrajera. No podía arriesgarse a eso, no sin antes averiguar por qué Eliza podía haberla apartado a ella de Rose y Nathaniel Walker, por qué la había enviado a Australia, a una vida completamente diferente.

– Aquí estamos. -Robyn apareció llevando una bandeja cargada con tres cuencos humeantes.

William la siguió, algo tímidamente, y se dejó deslizar sobre su silla.

– Todavía preparo el mejor guiso de pescado de este lado de Polperro.

Robyn alzó las cejas en dirección a Nell.

– Nadie lo pone en duda, Gump -dijo, entregándole un cuenco por encima de la mesa.

– Sólo mi habilidad para llevarlo de la cocina a la mesa.

Robyn suspiró teatralmente.

– Deja que te ayudemos, Gump, es lo único que pedimos.

Nell apretó los dientes; necesitaba evitar que la discusión fuera a más, no podía arriesgar volver a perder a William en una rabieta.

– Delicioso -exclamó en voz alta, probando el guiso-. La cantidad perfecta de salsa Worcestershire.

William y Robyn la miraron, parpadeando, las cucharas a medio camino.

– ¿Qué? -Nell los miró a ambos-. ¿Qué sucede?

Robyn abrió la boca, y la volvió a cerrar, como un pez.

– La salsa Worcestershire.

– Es nuestro ingrediente secreto -dijo William-. Ha estado en la familia durante generaciones.

Nell se encogió de hombros, disculpándose.

– Mi madre solía preparar guiso de pescado, al igual que su madre. Siempre usaban salsa Worcestershire. Supongo que también era su ingrediente secreto.

William inspiró lentamente a través de las abiertas fosas nasales y Robyn se mordió el labio.

– Sea como sea está delicioso -declaró Nell tomando otro sorbo-. El dar con la cantidad exacta, ése es el truco.

– Dime, Nell -dijo Robyn, aclarándose la garganta, evitando conscientemente la mirada de William-. ¿Encontraste algo de utilidad en los papeles que te di?

Nell sonrió agradecida. Robyn al rescate.

– Fueron muy interesantes. Disfruté mucho con el artículo periodístico sobre la botadura del Lusitania.

Robyn sonrió extasiada.

– Debió de ser tan excitante, una botadura tan importante. Es terrible pensar lo que le pasó a ese hermoso navio.

– Alemanes -increpó Gump, con la boca llena-. Un sacrilegio, un acto de salvajismo.

Nell se imaginó que los alemanes sentirían lo mismo respecto al bombardeo de Dresde, pero ahora no era el momento de plantearlo, y William no era la persona con quien tener semejante discusión. Así que se mordió la lengua y continuó con la agradable y vana conversación con Robyn sobre la historia del pueblo y de la casa en Blackhurst hasta que, por fin, Robyn se excusó para llevar los platos y traer el postre.

Nell observó cómo se marchaba de la sala, y entonces, consciente de que podía ser la última oportunidad para hablar a solas con William, decidió aprovecharla.

– William -dijo-. Hay algo que quiero preguntarle.

– Pregunte.

– Conociendo a Eliza…

Chupó su pipa, asintiendo una vez.

– ¿Por qué cree que me llevó consigo? ¿Cree que quería tener una niña?

William exhaló una nube de humo. Mordió su pipa y habló con ella en la boca.

– No me suena propio de ella. Era un espíritu libre. No del tipo que buscaba responsabilidades domésticas, y mucho menos arrebatárselas a otro.

– ¿Se habló algo del asunto en el pueblo? ¿Alguien tenía alguna teoría?

– Todos creímos que la niña, que usted, había sido víctima de la escarlatina. Nadie dudó de esa parte. -Se encogió de hombros-. En cuanto a la desaparición de Eliza, nadie pensó mucho al respecto. No era la primera vez.

– ¿No?

– Ya había hecho lo mismo algunos años antes. -Miró rápidamente en dirección a la cocina, y bajó la voz, evitando los ojos de Nell-. Siempre me culpé por eso. Fue poco después de… de aquello otro que le estaba contando. Me enfrenté con ella, le dije lo que había visto; la llamé toda clase de nombres. Ella me hizo prometerle que no se lo diría a nadie, me dijo que yo no comprendía, que no era lo que parecía. -Rió amargamente-. Todas las cosas que una mujer dice cuando es descubierta en semejante situación.

Nell asintió.

– Sin embargo, hice lo que me pidió, y guardé su secreto. Poco después me enteré en el pueblo de que ella se había marchado.

– ¿Adonde fue?

Sacudió la cabeza.

– Cuando por fin regresó, un año después más o menos, le pregunté una y otra vez, pero ella nunca me lo dijo.

– Ya viene el postre -se escuchó la voz de Robyn desde la cocina.

William se inclinó hacia delante, se quitó la pipa de la boca y señaló a Nell con ella.

– Por eso le pedí a Robyn que la invitara hoy, eso es lo que quería decirle: averigüe adonde fue Eliza y me imagino que estará en camino de resolver su misterio. Porque si algo puedo decirle es que a donde quiera que fuera, era otra cuando volvió.

– ¿Cómo otra?

Sacudió la cabeza al recordar.

– Cambiada, menos ella misma, de alguna manera. -Apretó los dientes en torno a su pipa-. Le faltaba algo, y nunca volvió a ser la misma.

Загрузка...