Capítulo X LA HISTORIA DE LA MAESTRA HOMICIDA

HABÍA DADO fin a la opípara cena y estaba mordisqueando la barra de turrón que, pese a lo rancio, me sabía a gloria, cuando el reloj de pared del salón dio las once campanadas atinentes a esa hora. Mercedes Negrer, sentada sobre la estera con las piernas cruzadas, aun cuando sobraban los asientos vacíos en aquella casa, me miraba, con curiosidad socarrona. Por todo alimento había consumido la chica, con la parvedad que caracteriza a los ahítos, unos trozos de queso, una zanahoria cruda y dos manzanas, tras lo cual me preguntó si tenía un porro, a lo que tuve que responder que no, porque así era, aunque le habría dicho también que no si hubiera tenido lo que ella me pedía, porque me interesaba que mantuviera las ideas claras en el interrogatorio astuto al que esperaba someterla. Durante la cena, como dicen que sucede cuando se cierne una tempestad, había reinado un escrupuloso silencio, si entendemos por silencio la falta de expresión verbal, pues mis masticaciones, degluciones y eructos habían despertado ecos en las sombrías piedras del caserón, concluido todo lo cual, puse en orden mis pensamientos y dije así:

– Si bien hasta el momento no he hecho otra cosa que abusar de tu generosidad sin límites, por la cual te estaré eternamente agradecido, que no entra la ingratitud en el amplio espectro de mis fallas no precisamente livianas, aunque no sea yo del todo responsable de muchas de ellas, me propongo al punto de despejar la incógnita de mi visita con el relato sucinto de sus antecedentes y la especificación de su propósito. Es el caso que estoy investigando un asuntillo de cuya resolución afortunada depende mucho. Soy, como ya dije, hombre de bien, aunque no siempre ha sido así: conozco, por desgracia, las dos caras del crisol, si!a metáfora es válida, cosa que dudo, porque no sé lo que significa la palabra crisol. Mis malos pasos de antaño dieron conmigo en prisiones y otros lugares que prefiero no mencionar para no causar una impresión mayor de la que mi aspecto ya produce.

– Para el carro, Mariano -dijo ella.

– No he terminado -dije yo.

– Ni falta que hace -dijo ella-. Desde que te vi supuse a lo que venías. Soslayemos los circunloquios. ¿Qué quieres saber?

– Una cosa que pasó hace seis años. Tú tenías entonces catorce.

– Quince. Perdí un curso por la escarlatina.

– Sean quince -concedí-. ¿Por qué te expulsaron del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?

– Por falta de aplicación y desamor al estudio.

Había respondido muy aprisa. Señalé los anaqueles de libros que nos rodeaban. Comprendió mi objeción.

– En realidad, fue por mala conducta. Era una niña rebelde.

Recordé que el casto jardinero la había motejado de diablillo, si bien había empleado el mismo epíteto para calificar el comportamiento de la mayoría de las alumnas.

– ¿Tan mala conducta que no podía castigarse con los recursos disciplinarios al uso? -pregunté.

– A esa edad, por si no has leído a la de Beauvoir, las niñas cambian. Algunas aceptan la transición sin alharacas. Yo no fui de ésas. El fenómeno está estudiado en psiquiatría, pero las monjas de aquel entonces no estaban impuestas en la materia y prefirieron pensar que estaba endemoniada.

– No tiene que haber sido el primer caso.

– Ni soy yo la primera alumna expulsada de un colegio.

– ¿También Isabel Peraplana estaba endemoniada?

Hubo una pausa más larga que las anteriores. Por el prolongado tratamiento psiquiátrico a que me habían sometido en el manicomio, sabía yo que eso tenía un sentido, pero ignoraba cuál.

– Isabelita era una niña ejemplar -dijo finalmente con voz inexpresiva.

– ¿Por qué la expulsaron, si era ejemplar?

– Pregúntaselo a ella.

– Ya lo he hecho.

– Y no te satisfizo la respuesta.

– No hubo respuesta. Dijo que no se acordaba de nada.

– Lo creo -apostilló Mercedes con extraña sonrisa.

– A mí también me pareció sincera. Pero ha de haber algo más. Algo que todos saben y todos callan.

– Sus razones tendrán, o tendremos, según me incluyas a mí en ese todos. ¿Por qué te interesa tanto saber lo que pasó? ¿Estás interesado en la reforma educativa?

– Isabel Peraplana desapareció del internado hace seis años en circunstancias inexplicables y en análogas circunstancias reapareció. Con tal motivo, según parece, fue expulsada del colegio y también lo fuiste tú, que eras su mejor amiga y, cabe inferir, confidente. No quiero aventurar conclusiones precipitadas, pero ya es hora de creer que ambas expulsiones guardan alguna relación y que las antedichas están íntimamente unidas a la desaparición transitoria de Isabelita. Todo esto, claro está, es agua pasada, de la que no mueve molino, y a mí, personalmente, me trae sin cuidado. Pero hace pocos días, no sé cuántos, porque he perdido ya la cuenta, pero pocos, desapareció otra niña. La policía me ha ofrecido la libertad si la encuentro y eso ya no me trae sin cuidado. Puedes aducir que a ti sí que te importa un ardite mi libertad, a lo que no podré oponer argumento alguno, pues así es la ley de la vida. Pero no puedo por menos que intentarlo. Apelaría al amor a la verdad y a la justicia y a otros valores absolutos si éstos fueran mi brújula, pero no sé mentir cuando se trata de principios. Si supiera, no sería una escoria como he sido toda mi vida. Acudo a usted no con la coacción ni con la promesa, porque sé que no puedo blandir lícitamente ni una cosa ni otra y tal proceder sería punto menos que ridículo si no ridículo. Le pido ayuda porque sólo eso puedo hacer, pedir, y porque es usted mi última esperanza. De su clemencia depende el buen fin de mis gestiones. Y no diré más. Sólo que he vuelto a tratarla de usted y no inadvertidamente, porque la presunta familiaridad con personas que por diversas razones están por encima de mí me hace sentir en desventaja.

– Lo siento -dijo ella con ceño fruncido, mirada intensa y respiración agitada-: tengo por norma no aceptar chantajes sentimentales. No hay trato. Son las once y media. A las doce pasa el último tren. Si sales ahora mismo, tienes tiempo sobrado de llegar a la estación. Te daré dinero para el billete, si no lo tomas a mal.

– Nunca tomo el dinero a mal -respondí yo-, pero no son las once y media, sino las doce y media. En la estación vi a qué hora pasaba el último tren y, previendo su reacción, atrasé el reloj una hora mientras estaba usted en la cocina. Deploro pagar con una vileza su hospitalidad, pero ya le he dicho que me va mucho en el juego. Discúlpeme.

Transcurrieron unos segundos angustiosos en los que temí que me diera con algún objeto en la cabeza y me pusiera en la calle. Vi brillar en sus ojos el mismo destello de admiración algo infantil que había percibido cuando le di el billete robado en la fonda. Suspiré para mis adentros: no iba a tomar represalias. Si hubiera tenido presente que a pesar de su desparpajo Merceditas sólo contaba veinte tiernos años de edad, no habría pasado yo tanto miedo.

– Te odio -se limitó a decirme.

Y si mi experiencia sentimental no se hubiera limitado entonces a las cuatro guarras cuya amarga remembranza pespuntea el yermo de mi corazón, habría sentido en ese momento un miedo distinto y mucho más justificado. Pero del libro que los años a golpes me habían inculcado faltaba el capítulo de las pasiones limpias y no paré mientes en lo que juzgué un merecido denuesto ni en el cosquilleo que su voz dolida produjo en mis tripas y que tomé, loco de mí, por secuelas del atracón que acababa de darme.

– Será mejor -dije- que reanudemos la conversación donde la dejamos. ¿Por qué la expulsaron a usted del colegio?

– Por asesinar a un tío.

– ¿Cómo dice?

– ¿No querías respuestas concretas?

– Cuénteme lo que pasó.

– Isabel Peraplana y yo, ya sabes, éramos amigas. Ella era la niña buena y yo la mala influencia. Además, ella era la tonta y yo la lista; ella la ingenua y yo la precoz. Sus padres eran ricos; los míos, no. A mí me habían enviado a ese colegio a costa de enormes sacrificios. No lo hacían sólo por mí, claro: era su forma de trepar por la escala social, inconscientemente, al menos, etcétera. Supongo que yo también participaba en sus ensoñaciones aristocráticas: vivía a la sombra de los Peraplana, pasaba con ellos las vacaciones, iba y venía en sus coches, me regalaban vestidos y cosas… La historia de siempre.

– Es la primera vez en mi vida que la oigo -dije al tiempo que trataba de asimilar a mi ralo atrezzo de la opulencia la imagen de una Mercedes adolescente a la que, por otra parte, no lograba despojar mentalmente de sus patentes redondeces.

– Esta situación, como bien puedes suponer -siguió diciendo ella-, iba dejando en mí una herida narcisista que, sin embargo, mal podía en aquella fase del desarrollo de la personalidad, racionalizar. Quiero decir que mi ego debía de estar traumatizado.

– Pasemos a los hechos, por favor.

– No se cuándo ni cómo empezó todo. En alguna ocasión en la que yo no estuve presente, Isabel Peraplana debió de conocer a un tío. Tampoco sé lo que debió de pasar por su cabeza de niña mimada, qué vio en él o qué instintos profundos no soliviantaría él con sabe dios qué propósitos. El hecho es que, como vulgarmente se dice, la sedujo.

– ¿Se la…?

– No he dicho tanto -atajó Mercedes-. Me refiero a la seducción amorosa. Son sólo conjeturas.

– ¿Por qué sólo conjeturas? ¿No le contó nada ella?

– ¿Por qué había de contarme nada?

– Era usted su mejor amiga.

– Estas cosas nunca se cuentan a la mejor amiga, querido. Sea como fuese, una noche Isabel se fugó del colegio para reunirse con él.

– ¿Le comunicó a usted sus planes?

– No.

– ¿Entonces cómo sabe que se fugaba del colegio para reunirse con él?

– Por lo que pasó luego. Déjame hablar y no me interrumpas. Decía que Isabel se fugó del colegio para reunirse con él. Pero yo había advertido un cambio en su actitud y estaba sobre aviso. La sorprendí en su fuga y la seguí sin que se diera cuenta. No me interrumpas. Cuando llegué al lugar de la cita, que no me fue fácil descubrir, sorprendí una terrible escena. Pasaré por alto los detalles. Quizá la misma escena me habría parecido normal hoy. Pero entonces era yo aún muy niña y los Pirineos eran los Pirineos. Ya te he dicho que me sentía en deuda con Isabel Peraplana por todas las gentilezas de que me habían hecho objeto. Tal vez pensé que se me brindaba la ocasión de corresponder a unas dádivas que mi posición social no permitía compensar de otro modo. Sin detenerme a reflexionar, cogí un cuchillo y se lo clavé al muy canalla en la espalda. Murió en el acto. Luego no supimos qué hacer con el cadáver. Isabel estaba histérica y llamó a su padre, que acudió en seguida y se hizo cargo de la situación. Las monjas habían avisado a la policía, inquietas por la desaparición de Isabel. Peraplana habló con un tal Flores, de la Brigada Social…

– Criminal -corregí.

– Todos son iguales. La policía se mostró comprensiva. Isabel y yo no teníamos aún edad penal. Nos aguardaba el reformatorio y una vida truncada. Decidieron considerarlo legítima defensa. A Isabel la sacaron del colegio. Creo que la mandaron a Suiza, como se hacía entonces. A mí me enviaron aquí. La central lechera, propiedad de Peraplana, me pasaba dinero. Luego conseguí que me dejaran vivir por mi cuenta y trabajar en algo útil. Me convertí en maestra de escuela. El resto ya no hace oí caso.

– ¿Qué decían a todo esto tus padres?

– ¿Qué podían decir? Nada. Era lo que decía Peraplana o el reformatorio.

– ¿Vienen a visitarte?

– En Navidad y semana santa. Un incordio tolerable.

– ¿De dónde sacas tantos libros?

– Al principio me los enviaba mi madre, pero sólo se le ocurría comprar el premio Planeta. Al final me puse en contacto con un librero de Barcelona: me manda catálogos y cursa mis pedidos.

– ¿Qué pasaría ahora si regresara a Barcelona?

– No lo sé ni quiero saberlo. El delito no ha prescrito ni prescribirá hasta dentro de catorce años, según creo.

– ¿Por qué el amparo de Peraplana no surte efecto en Barcelona, o en Madrid, o en cualquier otro lugar?

– Surte efecto en la medida en que estoy alejada de todo… como si hubiera muerto. Un pueblo pequeño y cerrado. Éste ofrece la ventaja adicional de la central lechera.

El reloj dio doce campanadas.

– Una última pregunta. El cuchillo, ¿tenía mango de madera o de metal?

– ¿Qué más da?

– Me interesa saberlo.

– Por dios, basta de preguntas. Es la una. Vamonos a dormir.

– Vamonos a dormir, pero no es la una. Lo que dije antes del reloj no era verdad: me lo inventé para no tener que marcharme. Te pido disculpas nuevamente.

– ¿Qué más da? -repitió sin especificar si se refería al reloj o aún al cuchillo-. Dormirás en el cuarto de mis padres. El que ocupan cuando vienen, quiero decir. Las sábanas estarán un poco húmedas, pero están limpias. Te daré una manta, porque refresca mucho de madrugada.

– ¿Puedo ducharme antes de irme a la cama?

– No. Cortan el agua a partir de las diez. La vuelven a dar a las siete. Paciencia.

Subimos unos escalones desgastados y me mostró un cuarto amplio, de techo inclinado, vigas carcomidas y paredes de piedra desnuda, en el centro del cual había una cama de matrimonio con dosel y mosquitera. De un armario sacó Mercedes Negrer una manta parda que olía mucho a naftalina. Me explicó cómo funcionaba la pera de la luz y me deseó dulces sueños antes de retirarse y cerrar la puerta. Oí alejarse sus pasos, abrirse y cerrarse otra puerta y correr un pestillo. Estaba cansado. Me acosté sin desvestirme, apagué la luz tal como me habían enseñado a hacerlo y me quedé como un tronco cuando intentaba dar una explicación plausible a la sarta de mentiras que aquella mujer extraña acababa de contarme.

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