Capítulo VI EL JARDINERO ALEVE

COMO primera providencia, me encaminé a un callejón cercano a la calle Tallers en el que una clínica adyacente amontonaba sus basuras y donde esperaba encontrar, rebuscando entre éstas, algo que permitiera disfrazar mi identidad, como, por ejemplo, algún residuo humano que pudiera yo aplicar sobre mis rasgos con objeto de alterarlos ligeramente. No tuve suerte y hube de conformarme con unas hilas de algodón en rama no demasiado sucias, con las que y mediante un cordelito compuse una barba larga y patriarcal que no sólo dificultaba mi identificación, sino que me confería un aspecto respetable y aun imponente. De tal embozo provisto volví a colarme en el metro, que había de conducirme por segunda vez a las inmediaciones del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio.

Durante el trayecto hojeé una revista que había sustraído del quiosco de la estación y que juzgué por sus sanguinolentas tapas consagradas a crímenes y violencias. Buscaba la noticia de la muerte del sueco y los detalles que el reportero hubiera tesón y entrega han hecho posible este milagro. ¿Aceptaría usted, maestro, como prueba de admiración y a título de homenaje, un trago de vino traído de mi tierra especialmente para esta solemne ocasión?

Y sacando la botella de vino, la mitad del cual, por estar aquélla abierta, se había derramado empapando mi camisa y los extremos de mi barba, se la ofrecí al jardinero, que la cogió por el cuello y me miró con distintos ojos.

– Haber empezado por ahí -dijo-, ¿qué cono quiere?

– Primero -dije yo-, que sacie usted su sed a mi salud.

– ¿No tiene un gusto un poco raro este vino?

– Es de una cosecha especial. Sólo hay dos botellas en el mundo.

– Aquí dice: Pentavín, vino común -dijo el jardinero señalando la etiqueta.

Le hice un guiño de complicidad.

– La aduana… ya me entiende -dije para ganar tiempo hasta que el mejunje surtiera sus efectos, que ya se hacían sentir en las pupilas y la voz del jardinero-. ¿Le ocurre algo, querido amigo?

– Me da vueltas la cabeza.

– Será la canícula. ¿Qué tal le tratan las monjitas?

– Podría quejarme, pero no me quejo. Con tanto desempleo…

– Tiempos difíciles, en efecto. Estará usted al corriente cíe todo lo que pasa en el colegio, digo yo.

– Algo sé, aunque soy discreto. Si es usted de un jodido sindicato, no le voy a decir nada. ¿Le importa si me quito la camisa?

– Está usted en su casa. ¿Es cierto lo que dicen por ahí las malas lenguas?

– Ayúdeme a desatarme los zapatos. ¿Qué dicen las malas lenguas?

– Que desaparecen niñas de los dormitorios. Yo, claro está, me niego a creerlo. ¿Le quito también los calcetines?

– Sí, por favor. Todo me aprieta. ¿Decía usted?

– Que desaparecen niñas por la noche.

– Es cierto, sí. Pero yo no tengo nada que ver en el asunto.

– Ni yo insinúo tal cosa. ¿Y por qué cree usted que desaparecen estos angelitos?

– ¡Qué sé yo! Estarán preñadas, las muy guarras.

– ¿Son acaso las costumbres licenciosas en el internado?

– No, que yo sepa. Si a mí me dejaran, caguen, ya lo serían, ya.

– Permítame que le sostenga la podadera, no vaya a lastimarse o a lastimarme a mí inadvertidamente. Y sígame contando la historia esa de la desaparición.

– Yo no sé nada. ¿Por qué hay tantos soles?

– Un milagro será. Hábleme de la otra niña, la que desapareció hace seis años.

– ¿También de eso se ha enterado?

– Y de mucho más. ¿Qué pasó hace seis años?

– No lo sé. Yo no estaba aquí.

– ¿Quién estaba?

– Mi antecesor. Un viejo chiflado. Tuvieron que despedirlo.

– ¿Cuándo?

– Hace seis años: el tiempo que llevo yo trabajando aquí.

– ¿Por qué despidieron a su antecesor?

– Por conducta impropia. Me malicio que era uno de esos pajilleros que andan haciendo fuentes delante de las niñas. Tenga: le regalo mis pantalones.

– Gracias: un corte principesco. ¿Cómo se llamaba su antecesor?

– Cagomelo Purga. ¿Por qué lo pregunta?

– Limítese a contestar, caballero. ¿Dónde puedo encontrar a su antecesor?, ¿a qué se dedica ahora?

– A nada, me imagino. Lo encontrará en su casa. Sé que vivía en la calle de la Cadena, pero no recuerdo el número.

– ¿Dónde estaba usted la noche que desapareció la niña?

– ¿Hace seis años?

– No, hombre: hace un par de días.

– No me acuerdo. Viendo la tele en el bar, de putas… algo haría.

– ¿Cómo es posible que no se acuerde usted? ¿No le ha refrescado la memoria el comisario Flores así y así? -Y le propiné dos ruidosas bofetadas que le provocaron una incontenible hilaridad.

– ¿La poli? -Dijo muerto de risa-, ¿qué poli? Yo no he tenido contacto con la poli desde que estrangulé al jodido argelino aquel, hace ya tiempo. ¡Perro sarraceno! -escupió en las adelfas.

– ¿Cuánto tiempo?

– Seis años. Yo lo había olvidado. Es curioso cómo el vino refresca la memoria y aguza los sentidos. Siento que todo mi ser palpita al unísono con estos árboles añosos. Ahora me conozco mejor. ¡Ah, qué experiencia recomendable! ¿No me daría otro trago, buen señor?

Le dejé que se terminara la botella, porque la revelación que acababa de hacerme me había dejado perplejo. ¿Cómo era posible que el comisario Flores, tan meticuloso, no hubiera interrogado al jardinero, sobre todo teniendo éste como al parecer tenía antecedentes penales? Y, al levantar los ojos para cavilar más a mis anchas, descubrí en un balcón la figura draconiana de la madre superiora, a la que, como se recordará, había conocido en el manicomio el día anterior, la cual no sólo me vigilaba, sino que hacía aspavientos agitados y abría la boca en pronunciamientos que la distancia no me dejaba oír. Al punto se reunieron con ella en el balcón dos figuras de gris, que tomé al principio por novicias y luego, a la vista de los correajes y ametralladoras, por lo que eran: policías. La monja les dirigió la palabra y luego, volviéndose, me señaló con dedo acusador. Los policías giraron sobre sus talones y desaparecieron del balcón.

No me preocupé demasiado. El jardinero se había puesto los calzoncillos por caperuza y salmodiaba mantras. Sin que opusiera resistencia, lo coloqué en dirección a la verja y aguardé a que los policías aparecieran en la puerta del colegio. Cuando salieron éstos a la carrera, dije al jardinero:

– ¡Corre, que te persigue un sapo!

Partió el jardinero despavorido mientras yo me inclinaba sobre el macizo de flores y cortaba tallos al buen tuntún con la podadora que momentos antes le había arrebatado. Tal como había previsto, los policías se pusieron a perseguir al jardinero sin atender a los gestos desesperados de la madre superiora, que, desde el balcón, trataba inútilmente de deshacer el malentendido. Esperé a que el fugitivo y los policías se hubieran perdido calle arriba, dejé mis barbas postizas prendidas de un rosal y me fui tan tranquilo calle abajo, no sin antes haber dirigido a la desolada monja un ademán que quería decir:

– Disculpe las molestias y siga confiando en mí: no me he desentendido aún del caso.

Mientras me alejaba en dirección al metro, oí tabletear a lo lejos una ametralladora. Y, como sea que este capítulo ha quedado un poco corto, aprovecharé el espacio sobrante para tocar un extremo que sin duda preocupará al lector que hasta este punto haya llegado, a saber, el de cómo me llamo. Y es que es éste tema que requiere explicación.

Cuando yo nací, mi madre, que otras ligerezas por temor a mi padre no se permitía, incurría, como todas las madres de ella contemporáneas, en la liviandad de amar perdida e inútilmente, por cierto, a Clark Gable. El día de mi bautizo, e ignorante como era, se empeñó a media ceremonia en que tenía yo que llamarme Loquelvientosellevó, sugerencia esta que indignó, no sin causa, al párroco que oficiaba los ritos. La discusión degeneró en trifulca y mi madrina, que necesitaba los dos brazos para pegar a su marido, con el que andaba cada día a trompazo limpio, me dejó flotando en la pila bautismal, en cuyas aguas de fijo me habría ahogado si… Pero esto es ya otra historia que nos apartaría del rumbo narrativo que llevamos. De todas formas, el problema carece de sustancia, ya que mi verdadero y completo nombre sólo consta en los infalibles archivos de la DGS, siendo yo en la vida diaria más comúnmente apodado «chorizo», «rata», «mierda», «cagallón de tu padre» y otros epítetos cuya variedad y abundancia demuestran la inconmensurabilidad de la inventiva humana y el tesoro inagotable de nuestra lengua.

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